Construir una reflexión crítica desde la «Dele cotelé»: historia sobre el estallido social del 18 de octubre de 2019 y su vínculo con el el baile de los que sobran rock significa un doble desafío discipli- nar. Primero, el trabajar desde el conoci- miento elaborado científicamente de la dimensión temporal de la sociedad, un acontecimiento reciente en el cual uno, como sujeto cognoscente, está absolu- tamente ligado a su objeto por conocer. Esto, claro, es atributo e incluso fortale- za de la disciplina histórica, pero la pro- blemática se transforma en desafiante cuando esta relación implica compromi- so emocional y memoria reciente. Efec- tivamente, estos factores, propios de la César Albornoz Historia del Tiempo Presente desafían a cualquier observador que, desde los ves- tigios y sus representaciones —factor constituyente de la Historia Cultural, más cercana a mi propia perspectiva disciplinar—, se propone comprender una sociedad en un tiempo y espacio determinado, como lo es el precisado hace algunas líneas. Es así como, para resolver el primer reto, es necesario el posicionamiento desde dos perspectivas integradas. La primera, la Nueva Historia Cultural —o antropológica, como señala Burke—1 que implica atender el tiempo social desde la representación plasmada en expresiones de cultura, esta última según la definición generada desde la década de 1970 por la antropología,2 y dentro de la cual el rock es un componente significativo. La se- gunda, la Historia del Tiempo Presente, vinculado férreamente con un ahora, que empezó a manifestarse en la historiografía desde fines de la década de 1960 con el perfilamien- to como objeto de estudio de la experiencia vivida inmediatamente, «la actualidad más candente»,3 más aún cuando ésta se intuye poderosa, inolvidable. Este texto se posiciona desde ambas perspectivas. El segundo desafío disciplinar tiene que ver con la conceptualización: cuando habla- mos de rock ¿de qué estamos hablando? ¿Cómo podemos definir «rock»? No podemos hablar de otro lugar que no sea la historia y particularmente aquella que se sostiene en la cultura, entendida por ésta «actitudes, mentalidades y valores, así como la forma en que éstos se expresan o adquieren un significado simbólico cuando se encarnan en artefac- tos, prácticas y representaciones».4 Así, proponemos como definición de rock: práctica ex- presiva —derivada de un género musical— manifestada en artefactos y representaciones, que encarna significados simbólicos de actitudes, mentalidades y valores de la dimensión 1 Peter Burke: Formas de historia cultural, 2011, p. 241. 2 «Sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida». Clifford Geertz: La interpretación de las culturas,1973, p. 88 3 Eugenia Allier Montaño: «Balance de la historia del tiempo presente. Creación y consolidación de un cam- po historiográfico», 2018. 4 Peter Burke: Hibridismo cultural, 2010. p. 66. Boletín Música # 54, 2020 111 temporal de la sociedad. Sus principales características son: transgresión social, ruptura generacional, liberación sonora y compromiso con la contingencia.5 Sobre esta base teórica, ¿cómo se dio la experiencia cultural rock, en el Chile del esta- llido social?, o en otras palabras, ¿cómo podemos comprender el estallido social iniciado el 18 de octubre de 2019, a través el rock chileno? Obliga, pues, la historia del tiempo presente a perfilar la experiencia de memoria como parte constituyente del ejercicio comprensivo historiográfico, y la nueva historia cultural a considerar la sensación emocional como variable a evidenciar dentro de este ejercicio crítico. No tendremos pudor, por lo tanto, en explicitar y transparentar parte de la viven- cia desde la cual se estructura este escrito y sobre la cual se problematiza. El viernes 18 de octubre tenía que asistir a un examen de grado de Licenciatura en His- toria en la Universidad Alberto Hurtado. Era profesor informante de una meritoria tesis cuyo objeto de estudio era el muralismo en la zona sur de Santiago, en el período de la dictadura de Pinochet. Pocos metros antes de llegar a la universidad, ubicada en el sector céntrico de Santiago de Chile, barrio histórico, el olor a gas lacrimógeno apenas permitía respirar. Unos estudiantes me comentaban: «Profe, está la cagá. Parece que cerraron la universidad». Acostumbrado a este tipo de manifestaciones y respuesta desproporciona- da de carabineros de Chile, seguí camino al Instituto de Historia. Efectivamente, había gran alboroto y el departamento estaba abierto, aunque por la entrada alternativa, de emergencia. Al situarse a un costado de uno de los accesos al Metro, la zona era de alta efervescencia. Eran alrededor de las 15 horas de ese viernes. La Facultad de Filosofía y Humanidades, a la que pertenece la carrera de Historia, estaba enrarecida. Se informaba que en pocos minutos se cerraría, lo que por cierto afectaba el examen de la estudiante, que ya se había postergado en cierta ocasión por motivos similares: un paro, una protesta, no recuerdo bien. Los nervios de la alumna se potenciaban. Junto con otro de los profesores evaluadores, el desatacado musicólogo e historiador Javier Osorio, comentábamos de la situación y tratábamos de dar tranquili- dad, aunque sospechábamos la nueva postergación del evento. El desorden en la calle era importante y no sólo era en este sector; gran parte de Santiago estaba en similares condiciones. Esto lo supimos porque la tercera profesora avisó su imposibilidad de llegar, justamente por esos motivos. El examen se suspendía nuevamente. Junto a Osorio nuestros pasos se encaminaron a conversar una cerveza —bueno, a modo de confesión, en plural más que singular—, como bien lo amerita un fin de jornada de día viernes. Mientras conversábamos sobre la historia, la música y los sonidos, la calle se veía claramente alterada. Gente corriendo, ojos lagrimosos acompañaban sonidos de sirenas, estallidos y uno que otro grito. Después de un par de horas, quizás más, salimos del local. La sociedad chilena estallaba. El desarrollo del texto venidero se estructura sobre la base de tres grandes variables, vinculadas sucesivamente con la experiencia del rock en cuanto reproducción sonora, in- terpretación musical y experiencia social. En relación a la primera, analizaremos cómo el rock se manifiesta en el tiempo del estallido sobre la base de dos expresiones consulares de su historia en Chile que se reproducen otorgándose nuevo significado. Sobre la inter- pretación, presencial y virtual, atenderemos un evento musical que marcó tendencia, y 5 La definición proviene de la reflexión conceptual realizada por el autor de este texto, contenida en En busca del tiempo perdido. El origen del rock nacional en Santiago de Chile, 1945-1967, 2018. 112 Boletín Música # 54, 2020 junto a ello advertiremos la magnitud de composiciones chilenas generadas en función del acontecimiento. Sobre la experiencia social, finalmente, reflexionaremos sobre la po- sibilidad de que el rock adquiera nuevas formas expresivas, en nuevos tiempos y nuevas condiciones objetivas durante este siglo XXI. EL DERECHO DE VIVIR EN PAZ Uno de los momentos más significativos en la historia del rock fue aquel cuando Bob Dylan se presentaba en el Festival de Newport, en el año 1965. En dicho evento la estrella del folk estadounidense, cuya lírica de protesta acompañaba un proceso de lucha por los derechos civiles que derivaría en arremetidas masivas de jóvenes contra el modo de vida burgués, se atrevía a tañer una guitarra eléctrica. La sensibilidad vernácula de la escena folk estalló sorprendida, abucheándolo por abandonar los principios de la música que parecía representar. Un indignado Pete Seeger, incluso, quería cortar con un hacha los cables para la amplificación del sonido, mientras otros fanáticos le gritaban «¡Judas!».6 El evento puede haber significado un golpe para la música folk, pero fue un hito en la historia del rock: marcó la incursión de la letra contingente, de protesta, a los sones de un rock’n’roll que hasta el momento se conformaba de contenidos hedonistas y baladíes. Esta contingencia, junto con otros tres eventos musicales que evidenciarían las otras tres características constituyentes señaladas en párrafos anteriores, marcarían en 1965 la concreción de una de las expresiones culturales más relevantes desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente: el rock.7 La historia del rock en Chile tuvo un acontecimiento similar, aunque no tan controver- tido. Una de las figuras más emblemáticas de la Nueva Canción Chilena, movimiento de música popular de raíz folclórica con fuerte compromiso social, en el año 1971 se atrevía a incorporar a sus sonoridades acústicas la potencia del rock. Para grabar su disco El de- recho de vivir en paz (Dicap), Víctor Jara invitaba a un interesante grupo de rock, Blops, para grabar los dos primeros temas del álbum: el homónimo y «Abre la ventana». Sin ge- nerar tanto escozor en la escena de la canción comprometida, «El derecho de vivir en paz» marcaba la fusión entre el folclor y el rock chileno, acortando la distancia en la música desde ese momento y de modo definitivo, entre la protesta política y la juventud rebelde; rebeldía y revolución se fusionaban con identidad chilena bajo los sones de Víctor Jara. La relevancia de la Nueva Canción Chilena en nuestra historia cultural es incuestio- nable. Desde la acción por recuperar la identidad musical de nuestro pueblo a través de la investigación de destacadas artistas y cultoras como Violeta Parra, Margot Loyola o Gabriela Pizarro, la música popular de raíz folclórica fue recuperando aquella esencia que de alguna manera se había perdido con el manierismo de la música típica, sus tonadas y sus atuendos de huaso. En ello fueron significativos dos factores: lo joven y lo políti- co; modernización y reivindicación.8 Lo joven, desde el momento en que se genera una 6 Ambos eventos son parte del documental No direction home (Martin Scorsese, 2005).
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