20190521Nahuyaca.Pdf
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Nahuyaca la verde espigaa 106 b i b l i o t e c a c h i a p a s María Cristina García Cepeda secretarIa de cultura Manuel Velasco Coello goberNador del estado de chIapas Juan Carlos Cal y Mayor Franco dIrector geNeral del coNeculta-chIapas Susana del Pilar Utrilla González coordINadora operatIva técNIca Marco Antonio Orozco Zuarth dIrector de publIcacIoNes Morales Constantino, Heberto, 1933- Nahuyaca / Heberto Morales Constantino. — Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México : CONECULTA. Dirección de Publicaciones, 2017. 233 p. ; 21 cm. — (Colección Biblioteca Chiapas. Serie La verde espiga, 106) ISBN: 978-607-8471-44-7 1. Novela chiapaneca — Siglo XX. 2. Novela mexicana. 3. Literatura mexicana. I. T. II. Ser. 863M Dirección de la Red de Bibliotecas © heberto morales D. R. © 2017 Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo 2151, Fracc. San Roque, 29040, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. [email protected] IsbN: 978-607-8471-44-7 Impreso y hecho eN méxIco heberto morales Nahuyaca mn — 2017 — Zoelchen: Tú y yo fuimos a bañarnos con el rocío de esas montañas que se quedaron prendidas en nuestra alma con admiración y cariño. Ojalá que de estas páginas te saluden siempre y te traigan, perfumado de amor, el recuerdo de este tu eterno enamorado. Susie y Marcos: Al estar revisando los materiales que me sirvieron para escribir Nahuyaca, se me encimaron en aguacero los días aquellos en que vivimos gozando del olor de la tierra y el encanto del agua, allá en nuestro rincón de La Hormiga. Ustedes niños; mami y yo jóvenes. ¡Qué bello fue vivir con ustedes, y lo sigue siendo! Luqui: No sabes cuánto me he soñado viéndote desde algún otro planeta, lejano y misterioso, leyéndoles a Diego, a Ximena y a Max la novela más hermosa de tus tiempos… ¡Firmada por ti! mn I. La Cueva Se apretó el chuj con el cinturón de cuero crudo. Se frotó enérgicamente las manos para ahuyentar el frío. Volvió por un instante a las cercanías del fogón de piso. De allí se alzaba acariciante el último rescoldo del calorcito que lo había ador- mecido toda la noche. Las brasas ensabanadas apenas bajo las cenizas le hicieron un momentáneo guiño. “No. Ya es hora”, se dijo. A un lado de los tenamastes, tendida sobre el petate y cubierta con doble zalea de borrego roncaba la Maruch, lista en la lejanía de sus sueños para voltearse a dar de mamar, en cuanto el Petul, su bankilito, lo pidiera. “¡No!”, volvió a decir- se. Descolgó de un garabato en la pared el hacha y se dirigió a la puerta. La abrió con cuidado. Salió. Sus ojos buscaron el sendero entre la niebla que cubría el bosque para resguardar la helada. Paso a paso se fue metiendo entre los pinos por la trilla que habían dejado las pisadas de sus carneros. Enton- ces oyó las voces. “Son ellos”, pensó. “Ya es hora. Ya se van. ¡Lejos! Van a volver con paga. ¿Y yo? ¿Por qué yo no?”. Don Tacho había subido al cerro a buscar gente. Sus primos. Sus amigos. Sus tíos. Todos se habían apuntado. —Doy buen anticipo, cabrón. —Había regañado el viejo enganchador asomándole una sonrisa entre los dientes de oro. —Sí, pero yo no. —¿Por qué no? ¿Te da miedo? —No. Pero no. —Indio alzado. Y haragán. —Haragán no soy, pero no. 11 h e b e r t o m o r a l e s —No querés salir de las naguas de tu mujer, ¿verdá? —No es ése, don Tacho, pero no. —Ahi lo ves. De allá todos regresan con paga. Los que no son güevones, como vos… —Trabajo queremos. Pero no así. —No de enganchado, quiso gritar, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Don Tacho ya se había volteado. Salvador lo distinguió entre los racimos de algodón con que la niebla jugueteaba por encima del sendero en dirección a Jovel. Se apretó el cinto so- bre el chuj nuevamente, acomodándolo, y él también se echó a andar pensativo. ¿No sería que estaba pateando su suerte? “Trabajo queremos. Paga queremos”, se dijo para sus aden- tros. “Pero no gancharo”. —¡De enganchado, no! —exclamó en voz alta, como si retara al monte. Y siguió paso a paso, hacha en mano, en busca de la leña para su hogar. Y no era la primera vez que la cabeza y el corazón se le arremolinaran con la imagen del viaje a las fincas. Por toda la serranía la invitación soplaba como viento de marzo. ¡Las fincas! En la escuela de La Milpoleta el maestro les había ha- blado de los hermosos cafetales que unos extranjeros habían plantado en las montañas de la Sierra Madre. ¡Lejos! Allá pagan con paga que se puede guardar en la bolsa. Al buen trabajador hasta le dan un terrenito para sembrar una milpa y cosechar el maicito sin tener que comprarlo. Y hasta puede salir un su poco frijol y calabaza y chile… Cuando terminó la primaria, el Salvador acompañó a su tata y bajó a Jovel para seguir el ejemplo del viejo, trabajan- do como jardinero en las casas de los caxlanes en la ciudad. Le encantaba al Salvador la casa de doña Chagüita. Era un jardín con los rosales más encantadores del valle, compra- dos en gajos de las rosaledas que mantenían los Flores allá por Cuxtitali. “Si no hacés otra cosa que cuidar mis rosas”, 12 Nahuyaca le decía la viejita, “ya con eso te ganaste mi corazón, cabrón Xalik. ¡Xalik! Xalik”, le decía doña Chagüita. Xalik le decía su tata, Manuel Hernández Ku’xkul. Xalik le decía su nana, Petrona Sántiz Pale. Y Xalik se sentía él. ¡Xalik! Garboso. Alto para su gente y para su edad. Recio. Sólo en la escuela había sido Salvador. Él era Xalik. Sólo Xalik. Y le encantaba jugar con los retoños de las flores. Le encantaba jugar con las sombras con que las plantas salpicaban las paredes. Aque- llas paredes encaladas, hechas como para que en ellas el sol de diciembre, el sol de enero, o de marzo o de abril pintara en negro el reflejo de las matas de alhelí, de las gardenias, de los amariles, de que las soñadoras mujeres de Jovel vivían prendadas al cobijo de sus altísimas tapias. Una que otra tar- de, antes de terminar el trabajo, el Xalik hacía de sus manos una cuevita y allí encerraba una flor para aspirar de su per- fume la ilusión. “¡Ya te vi, Xalik, ya te vi!”, le gritaba la vie- jecita. “Nunca se te vaya a ocurrir cortarme una de esas mis rosas, porque te vuelo la nariz”. Y el Xalik sonreía para sí, nunca para nadie más, soñando en que algún día habría de tener un bello jardín frente a su casa de Petej. Pero el gusanito de las fincas lo seguía a dondequiera que iba. Se le aparecía en las nubes, camino del cerro. Le ronroneaba en los oídos haciéndole eco a las ranas al ir pasando por la laguna de La Milpoleta. Le sonreía desde los luceros cuando por la noche daba sus vueltas alrededor del tapesco de sus gallinas para asustar al sabén… ¿Qué es que serán, pue, las fincas? Pero esa mañana de invierno recordaba aquel día en que, de regreso, por la subida a sus cerros, el tata le había hablado en serio. —Ya es hora, te vas casar —le dijo. —¿Para qué? —preguntó él, con todo el candor de sus dieciséis años. 13 h e b e r t o m o r a l e s —Vamos tener nietos, van ayudar trabajo. —¿Pero yday con quién? Todos los días voy en Jovel. No tenemos tiempo vamos de conocer a nadie. —¿Quién querés conocer? Ya tenemos tu mujer. Vamos comprar posh. Vamos visitar. Vamos llevar refresco. Pan. Galleta. Vamos hablar compagre. Y el casamiento se había arreglado en una sola visita. El tata había estado tan feliz que al regresar, esa misma tarde, había sa- cado el hacha, los machetes y las coas para hacer el claro donde habría de levantarse, allí junto a la de él, la casa del Xalik. “¡Ah!”, pensó al dar el primer hachazo para cortar su leña. “¡Ah! Yo así no quiero. No. No quiero bajar todos los días en Jovel. A veces ya ni sé dónde me toca. La paga no ajusta. Finca quiero. Pero no de enganchado. ¡No!”. —Voy a ir en las fincas —dijo, plantándose a la puerta de su tata. —¡Chub’á! —contestó el viejo—. ¡Ya loco ’stás ya! Era temprano todavía. No era hora de sacar la podado- ra ni las palas para bajar a Jovel. Salvador miró el cielo. Al fondo, al otro lado de las copas de los pinos brillaban los últimos luceros. “¿’Ónde se esconderá el Lucero de la maña- na?”, se preguntó antes de meterse entre los jules que forma- ban la pared de su casa. Junto a las brasas borbollaba la jarra de barro con el agua para su café. Se quitó el chuj. —Voy a ir en las fincas —exclamó sin dirigirse a nadie. Su mujer alzó la cara de donde soplaba el fuego para calen- tar las tortillas sobre el comal, también de barro. En sus ojos asomó una sonrisa. —¿’Ónde? —preguntó. —En las fincas —respondió el hombre. Pero luego se dio cuenta de que no era con ella que tenía que discutir un asunto de tanta importancia. ¿Yday con quién? Mi tata ayuda 14 Nahuyaca quiere, no quién se va—. ¡En las fincas! —repitió con el ma- yor aplomo que pudo. —¿Qué es fincas, pue’? —inquirió la Maruch, todavía temblándole en los ojos aquella sonrisa entre alegre y triste con que se dirigía a él.