Blancos, no blancos, casi blancos.

Cuerpo, color y belleza en Colombia, segunda mitad del siglo XX

Pietro Pisano

Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia Bogotá, Colombia 2019

II Contenido

Blancos, no blancos, casi blancos

Cuerpo, color y belleza en Colombia, segunda mitad del siglo XX

Pietro Pisano

Tesis de investigación presentada como requisito para optar al título de: Doctor en Historia

Director: Max S. Hering Torres, Ph.D.

Línea de Investigación: Prácticas culturales, imaginarios y representaciones

Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Historia Bogotá, Colombia 2019

Contenido III

Agradecimientos

El presente trabajo es producto de varios años de investigación. Su realización se ha beneficiado de los aportes, el apoyo, la colaboración y la paciencia de muchas personas que me han acompañado en este proceso, tanto en el ámbito académico como en el personal. A todas ellas quiero expresar mi agradecimiento.

En primer lugar, quiero agradecer al profesor Max S. Hering, director de esta tesis, cuyos comentarios, sugerencias e interés hacia el tema han sido importantes para mejorar muchas de las ideas presentes en el texto.

Un grazie speciale a Davide Deiana, Antonella Pisano y Anita Moretto quienes, desde Italia, han colaborado generosamente al desarrollo de la investigación, facilitándome el acceso a obras no disponibles en Colombia.

Agradezco también a la profesora Mara Viveros, con quien tuvimos varias conversaciones sobre la blancura que han contribuido a reflexionar sobre este tema tan complejo; gracias también por compartirme su capítulo sobre blancura y masculinidad cuando aún no estaba publicado. Junto a ella, quiero agradecer a todo el equipo del proyecto “Memorias de raza, género y clase: familias afrocolombianas en el siglo XX”: nuestros debates y reflexiones han sido de gran estímulo para pensar también en el tema de esta tesis.

Un agradecimiento infinito y particular merecen dos personas especiales que me han apoyado, escuchado, “aguantado” y estimulado durante el proceso de escritura: Tatiana Riascos Quiroz, por el entusiasmo que ha manifestado desde el comienzo hacia esta IV Contenido

investigación, por el tiempo y las energías invertidas en la corrección de estilo, por sus comentarios agudos, la complicidad y las risas que hace años compartimos; Davide Deiana, a quien encontré por primera vez gracias a esta investigación, por la alegría que ha traído, por su presencia constante, por las aventuras y por la paciencia que ha tenido conmigo y con la nostra nemica amatissima. Gracias a ambos por acompañarme en este camino e indicarme otros igualmente enriquecedores.

Gracias también a Klára Hellebrandova y a Francesca Senesi por haberme escuchado y aconsejado en algunos momentos de crisis. A Klára le agradezco también su generosa colaboración en la traducción del resumen.

No menos importante ha sido la presencia y el estímulo de mi madre y mi padre, que desde niño han apoyado mi vocación para el estudio. Si llegué hasta aquí lo debo también a su apoyo incondicional. Grazie!

Finalmente, pero no menos importantes, estoy agradecido con las compañeras y los compañeros del seminario de tesistas del profesor Max Hering, cuyas sugerencias y comentarios han sido importantes para mejorar el trabajo. Resumen y Abstract V

Resumen La segunda mitad del siglo XX se caracterizó por un progresivo oscurecimiento de los cánones de belleza, que pareció cuestionar los patrones blancos sobre los cuales se ha construido históricamente. En Colombia, eso fue paralelo a la elaboración de nuevas ideas acerca de la identidad nacional, que coincidieron con una nueva valoración del mestizaje, y con la paulatina, compleja y contradictoria inclusión de las minorías étnico-raciales en la idea de belleza nacional.

Basada en el análisis de material de prensa, especialmente la revista Cromos, esta investigación propone un marco interpretativo de la relación entre blancura y belleza en Colombia, mostrando los imaginarios sobre el cuerpo como una clave para entender fenómenos sociales más amplios como las ideas acerca de la nacionalidad, el lugar de las minorías étnico-raciales y los roles de género. A partir del significado atribuido al color de la piel, se muestra la construcción local de la blancura, evidenciando las dinámicas con que se construyó su predominio.

Aunque permanezca a lo largo del tiempo, la relación entre blancura y belleza no fue estática, variando de acuerdo con el surgimiento de nuevos fenómenos sociales. Así, por un lado, la blancura logra conservarse como lugar de poder, adaptándose al nuevo contexto socio-histórico y apropiándose incluso de lo que le es opuesto. Por el otro, esos mismos procesos llevan a asentar las bases para su cuestionamiento y la construcción de nuevas identidades.

Palabras clave: belleza – blancura – población afrodescendiente – población indígena – mestizaje – identidad nacional – historia del cuerpo.

VI Contenido

Abstract

The second half of the twentieth century was characterized by a progressive darkening of the canons of beauty, which seemed to question the white patterns on which they have historically been built. In Colombia, this was parallel to the elaboration of new ideas about national identity, which coincided with a new appreciation of mestizaje, and with the gradual, complex and contradictory inclusion of ethnic-racial minorities in the idea of national beauty.

Based on the analysis of press material, especially Cromos magazine, this research proposes an interpretative framework of the relationship between whiteness and beauty in Colombia, showing imaginaries about the body as a key to understanding broader social phenomena such as ideas about nationality, the place of racial-ethnic minorities, and gender roles. From the meaning attributed to skin color, the local construction of whiteness is shown, evidencing the dynamics with which its predominance was constructed.

Although it remains over time, the relationship between whiteness and beauty was not static, varying according to the emergence of new social phenomena. Thus, on the one hand, whiteness manages to preserve itself as a place of power, adapting itself to the new socio-historical context and appropriating even what is opposed to it. On the other hand, these same processes lead to establishing the bases for their questioning and the construction of new identities.

Keywords: beauty - whiteness - afrodescendant population - indigenous population - mestizaje - national identity - history of the body Contenido VII

Contenido

Resumen ...... V

Lista de ilustraciones ...... X

Lista de gráficos ...... …………………..¡Error! Marcador no definido.

Lista de Símbolos y abreviaturas ...... XV

Introducción ...... 1 1. Las fuentes. Cromos: una revista bogotana, “moderna” y centenaria para un público amplio…………………………………………………………………..6 2. Balance historiográfico………………………………………………………………...13 3. Marco teórico y metodología…………………………………………………………..25 4. La periodización y sus problemas: la estructura……………………………………….30

Capítulo 1. Blancuras. Color de la piel y "raza" en la segunda mitad del siglo XX....35 1. Blanco: breve historia de un color (de piel)…………………………………………....37 2. Un país mestizo… en blanco y negro: el sistema cromático-racial colombiano……....46 2.1. “Blanco” y “negro”: centro y periferia del sistema cromático-racial colombiano...52 2.2 El enigma de “trigueño”: ¿la blancura que no dice su nombre?...... 71 2.3 Un color para varias oscuridades: “moreno”……………………………………....78 2.4 Mujeres de “piel canela”: el exotismo de la oscuridad ¿y de la blancura?...... 84 3. Conclusiones…………………………………………………………………………...90

Capítulo 2. Blanca sin manchas. Permanencia de ideales estéticos femeninos a mediados del siglo XX…………………………………………………………………….93

1. Rubia como una “primera princesa”. Tipo físico entre globalización e historia local..97 VIII Contenido

2. La piel, femenino singular entre individualidad y “raza”……………………………105 2.1 La piel “blanca” en la publicidad y en los consejos de belleza………………...111 2.2 “Fingir” la blancura: prácticas de coloración y blanqueamiento del rostro…....122 3. Belleza en movimiento: la puesta en discusión de la blancura “nórdica”…………….133 4. Conclusiones………………………………………………………………………….137

Capítulo 3. ¿Una norma “oscura”? Belleza, “color”, modernidad y tradición en los años cincuenta y sesenta………………………………………………………………...141

1. Anhelos de una “clara” modernidad: los colores del progreso entre los años cincuenta y sesenta……………………………………………………………………142 2. Anhelos de una moderna tradición: los “nortes” y la compleja relación con la modernidad…………………………………………………………………….154 3. Estrellas que indican los nortes: las divas del cine entre género, raza y etnia………..167 4. Calor, color, dominación: el oscurecimiento de los cánones de belleza……………...173 5. Entre “claro” y “oscuro”: pensando la “belleza colombiana”………………………...182 6. “Moreno” y moderno para ellas, “blanca” y tradicional para ellos: “raza” y color de la pareja ideal en la sección Buscando Corazones (1962-1971)…...210 7. A manera de conclusión………………………………………………………………224

Capítulo 4. La edad “morena”. Feminidad, masculinidad y blancura en la época de la revolución sexual……………………………………………………..229 1. Revolución en el sexo, "(con)fusión" en los géneros: Colombia entre blancura y oscuridad…..………………………………………………………………231 2. El encanto del mestizaje: sexo, belleza y orden social………………………………..243

3. Piel, mestizaje y nación: ideas sobre morenidad y latinidad………………………….256 4. Belleza “negra”, ¿“poder mulato”? Democratización de la estética e imaginarios racistas…………………………………………………………………267 5. Belleza que no es belleza. Pautas sobre el atractivo masculino………………………287 Contenido IX

6. Conclusiones………………………………………………………………………….302

Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos. Ideales estéticos y ordenamiento social en los años ochenta……………………………………………………………….307 1. El “mito de las rubias”. La “contrarrevolución sexual” y el retorno de la blancura en los ideales morales y estéticos…………………………………………………………308 2. Blancura: privilegio y peligro. Matices raciales del bronceado y del cáncer de piel…318 3. “Indios” por dentro: valoración indígena, identidad nacional y mestizaje en la década anterior a la reforma constitucional……………………………………..325 4. Conclusiones………………………………………………………………………….344

Conclusiones……………………………………………………………………………..349

Bibliografía………………………………………………………………………………359

Contenido X

Lista de ilustraciones

Ilustración 1.1: Lorena Barona, Señorita Valle 1985………………..……………………..56

Ilustración 1.2: Viviana Char, Señorita Altántico 1982……………………………………56

Ilustración 1.3: Eugenia Liévano Rodríguez, Señorita Bogotá 1966………………………58

Ilustración 1.4: Publicidad Hemphill School, 1953………………………………………..60

Ilustración 1.5: Publicidad, producto no especificado, 1973…………………………...... 60

Ilustración 1.6: Publicidad esponja Atila, 1972………………………………………...... 61

Ilustración 1.7: Publicidad cerveza Munich, 1961…………………………………………63

Ilustración 1.8: Publicidad cerveza Munich, 1961…………………………………………63

Ilustración 1.9: Turistas bogotanos desembarcan en Juanchaco, 1977………………...... 64

Ilustración 1.10: Tente en el aire con mulata: no te entiendo……………………………...72

Ilustración 1.11: María Eugenia Lecompte, Señorita Bolívar 1985………………………..73

Ilustración 1.12: Grace Vallejo Villalba, Señorita Sucre 1985………………………...... 73

Ilustración 1.13: Doris Gil Santamaría, Señorita Antioquia 1957……………………...... 81

Ilustración 1.14: Nashly Lozano Eljure, Señorita Chocó 1957………………………...... 81

Ilustración 1.15: Caricatura sobre los anuncios matrimoniales, 1976…..……………...... 83 Contenido XI

Ilustración 1.16: Rosaura Henry….………………………………………………………..88

Ilustración 1.17: María Claudia Ortiz, Señorita Meta 1977………………………………..88

Ilustración 2.1: Página de Sea Siempre Bella, 1953……………………………………….98

Ilustración 2.2: Página de Sea Siempre Bella, 1952……………………………………….98

Ilustración 2.3: La ruana campesina…………………………………………………… .104

Ilustración 2.4: La ruana moderna……………………………………………………...... 104

Ilustración 2.5. Publicidad polvos faciales Pond’s, 1954…………………………………108 Ilustración 2.6: Publicidad polvos Lantik, 1958………………………………………….117

Ilustración 2.7: Publicidad polvos Max Factor, 1957…………………………………….117

Ilustración 2.8: Publicidad Nixoderm, mujer, 1950………………………………………120

Ilustración 2.9: Publicidad Nixoderm, hombre, 1950…………………………………….120

Ilustración 2.10: Publicidad Deep Cleanser de Helena Rubinstein, 1957..…………...... 128

Ilustración 2.11: Peggy Hamilton………………………………...…………………...... 128

Ilustración 2.12: Publicidad Sudden Beauty, 1960..……………...…………………...... 129

Ilustración 3.1: La extraña historia de los colombianos. Las mujeres antes y después de tener los derechos políticos, 1962..………………………………………………...... 163

Ilustración 3.2: Publicidad Toque de Oriente de Max Factor, 1959……………………...174

Ilustración 3.3: Publicidad Pacific Sunset de Max Factor, 1964…….....………………...174

Ilustración 3.4: Publicidad La Dolce Look de Revlonactor, 1965..………………………175

Ilustración 3.5: Publicidad Bronze de Max Factor, 1963……………………..177

Ilustración 3.6: Modas y modos de Bogotá, 1958………………………………………...178

Ilustración 3.7: Fanny Buitrago…………………………………...………………………185 XII Contenido

Ilustración 3.8: La extraña historia de los colombianos. Las evolución de las especies, 1961…………..……………..………………………………………………………...... 187

Ilustración 3.9: La extraña historia de los colombianos. Causas de la Conquista y casusas del turismo en Europa, 1961…..……………………………………………...... 188

Ilustración 3.10: La vanidad no tiene fronteras, 1968………………………………...... 191

Ilustración 3.11: Belleza indígena, 1965……………………………………………...... 193

Ilustración 3.12: Fealdad indígena, 1965……………………………………………...... 193

Ilustración 3.13: Reinas y súbditos, 1964………………………………………………...195

Ilustración 3.14: Nashly Lozano Eljure, Señorita Chocó 1957...…………………………195

Ilustración 3.15: Nashly Lozano Eljure, Señorita Chocó 1957...…………………………197

Ilustración 3.16: Luz Carime Alhach, Señorita Valle 1957….....………………………...197

Ilustración 3.17: Leonor Reyes, Señorita Boyacá 1967….....…………………………….199

Ilustración 3.18: Stella Márquez, Señorita Colombia 1959...…………………………….199

Ilustración 3.19: Wilma Kohlgruber, Señorita Distrito Especial 1960..………………….199

Ilustración 3.20: caricatura Miss Colombia, 1972……….....…………………………….202

Ilustración 3.21: , Miss Universo 1958 …………………………….205

Ilustración 3.22: Lili Escobar Restrepo, candidata a Miss Cundinamarca 1955……...... 208

Ilustración 3.23: Clemencia Herrera, candidata a Miss Cundinamarca 1955………..…...208

Ilustración 3.24: Blanca Lucía Sáenz, Reina del Mar 1961……………………………....208

Ilustración 3.25: Patricia Duque, Señorita Risaralda 1969……………………………….208

Ilustración 4.1: Moda unisexo, 1970……………………………………………………...235

Ilustración 4.2. “La raza”, 1972…………………………………………………………..244

Ilustración 4.3. “Las chicas de la portada. Las más bellas de la ‘raza colombiana’, 1972……………………………………………………………………………….………247 Contenido XIII

Ilustración 4.4. Jill Johnston, “la mujer de los años 70s”, 1974………………………….252

Ilustración 4.5. “Belleza colombiana” con trencitas congolesas, 1977…………………...255

Ilustración 4.6. Moda “africana”, 1975. ...………………………………………………..255

Ilustración 4.7. Moda “oriental, 1975...…………………………………………………..255

Ilustración 4.8: Publicidad Max Factor, 1972………………………………………...... 257

Ilustración 4.9. Esther Farfán, 1973…..……………………………………………...... 261

Ilustración 4.10. Margarita Rosa Donato, 1971…………………………………………..266

Ilustración 4.11. Enny Ovidia Moreno, Señorita Chocó 1977……………………………268

Ilustración 4.12. Publicidad Kleer-lac de Recamier, 1971…………………………...... 275

Ilustración 4.13. Publicidad Skin Balance de Helena Rubinstein, 1972……………...... 275

Ilustración 4.14. Publicidad Lady Manhattan, 1973……………………………………...275

Ilustración 4.15. Nohora Perfecta Pereiro, Señorita Chocó 1975………………………...279

Ilustración 4.16. Publicidad Linecrem, 1977……………………………………………..296

Ilustración 4.17: ¿Los atletas llegarán a ser autómatas?”, 1965…………………………..300

Ilustración 4.18: El desnudista, 1968……………………………………………………..300

Ilustración 5.1: “Krystle Carrington, la mamá del momento”, 1986……………………..310

Ilustración 5.2: Diana Spencer, Carlos de Inglaterra y sus hijos, 1985…………………..310

Ilustración 5.3: María Helena Reyes, Miss Colombia 1975, con su familia, 1980…...... 310

Ilustración 5.4: Efectos del blanqueamiento, 1987……………………………………….321

Ilustración 5.5: Efectos del bronceado, 1987…………...………………………………...321

Ilustración 5.6: La modelo Hélida Pacheco, 1984………………………………………..328

Ilustración 5.7: Cecilia, la “india indómita”, 1974………………………………………..333

Ilustración 5.8: Ivonne Maritza Gómez, Señorita Amazonas 1980…………………...... 333 XIV Contenido

Ilustración 5.9: Clarena Barros Gnecco, Señorita Guajira 1984……………………...... 333

Ilustración 5.10: Soraima González, Señorita Guajira 1986……………………………...317

Ilustración 5.11: La modelo Diana Umbreit, 1985……………………………………….337

Ilustración 5.12: María Mónica Urbina, Miss Colombia 1985…………………………...337

Ilustración 5.13: María Mónica Urbina en un reportaje sobre La Guajira………………..337

Ilustración 5.14: Amparo Grisales en la telenovela Manuela, 1976……………………...343

Ilustración 5.15: Margarita Rosa de Francisco y Amparo Grisales en Los pecados de Inés de Hinojosa, 1988………………………………………………...………………343 Contenido XV

Lista de gráficos Pág.

Gráfico 1-1 Color auto-atribuido. Mujeres……………………………………………..48

Gráfico 1-2 Color auto-atribuido. Hombres……………………………………………49

Gráfico 3.1: Color auto-atribuido. Hombres………………………………………….211

Gráfico 3.2: Color auto-atribuido. Mujeres..………………………………………….212

Gráfico 3.3: Preferencia de pareja. Hombres...……………………………………….212

Gráfico 3.4: Preferencia de pareja. Mujeres...………………………………………...201

Gráfico 3.5 Pareja extranjera. Mujeres...………………………………………...... 223 Contenido XVI

Lista de Símbolos y abreviaturas

A = Activa

C = Cromos

IpT = Ilusión para todas

L = Laura

N = Negritud

PN = Presencia Negra

Introducción Con ocasión del Día de la Raza de 2011, en algunas estaciones del Publimetro de Barranquilla fue exhibida la obra Blanco porcelana, de la artista Margarita Ariza. Conectando su historia personal con frases de la vida cotidiana y los productos para el embellecimiento actualmente disponibles en el mercado, cuyas imágenes eran intervenidas sobreponiéndoles cuadros de castas de la época colonial, Ariza propuso una reflexión sobre el racismo operante en la sociedad colombiana reflejado, entre otros aspectos, en los ideales estéticos1. Existe entonces una relación entre los imaginarios sobre la “raza” y aquellos sobre la belleza: las personas comúnmente definidas “bellas” corresponden muchas veces a aquellas racializadas como “blancas”. Como bien mostró Margarita Ariza, esa relación es el producto de dinámicas históricas de larga duración, cuyos orígenes la artista ubicaba, para el caso colombiano, en la sociedad colonial.

A partir de esta premisa, la presente investigación se propone analizar la relación entre “raza” y belleza, tal como se presentó en algunas revistas colombianas, principalmente Cromos, en la época comprendida entre los años cincuenta y ochenta. Lo hará teniendo como punto de partida el que ha sido históricamente el principal referente racial en definir los cánones estéticos, la blancura. Por lo tanto, una de las primeras preguntas a la que se intentará responder es: ¿Qué es la blancura? Considerándola un fenómeno cambiante, y estudiándola desde un contexto socio-histórico específico, ¿cómo se construyó en Colombia? ¿Cambió, y de qué manera, su relación con la belleza en la época estudiada?

1 Blanco porcelana es accesible por internet al enlace: http://www.blancoporcelana.com/. La cartilla de la obra se puede consultar al enlace: https://issuu.com/margaritaarizaaguilar/docs/bp-jun29 (último acceso: 30 de marzo de 2018). 2 Introducción

¿Cómo se reflejaron el ordenamiento social y sus cambios en las concepciones locales de la blancura y de la belleza? ¿Cómo se articularon con fenómenos globales?

Como bien muestra Blanco porcelana, los ideales estéticos están estrechamente entrelazados con las representaciones acerca de la “raza”, coincidiendo su encarnación con los rasgos físicos y morales atribuidos al grupo dominante. Sin embargo, esa concepción racial de la belleza no puede desligarse de otros sistemas de opresión que actúan conjuntamente en la elaboración de los ideales estéticos como el género, la clase y, especialmente desde la década de 1950, la edad. En síntesis, la historia de la belleza está conectada con aquella del poder. A partir de las representaciones sobre el cuerpo, abarca múltiples dimensiones de dominación articuladas entre ellas. De hecho, como han mostrado numerosas investigaciones, el cuerpo no es un elemento neutro, objetivo. Al contrario, los imaginarios y representaciones sobre él, la posibilidad de intervenirlo y las múltiples lecturas a las que está sujeto lo muestran como una construcción social, coacervo de símbolos y códigos cuyo estudio permite entender el ordenamiento de la sociedad, sus jerarquías, sus dinámicas de inclusión y exclusión2. Tratándose de una construcción social, los códigos contenidos en el cuerpo no son universalmente válidos. Para entenderlos, es necesario descifrar su significado en el ámbito socio-histórico en que se manifiestan. Esto es lo que se propone hacer esta investigación en lo relacionado con la Colombia de la segunda mitad del siglo XX.

En la historia de la belleza se puede ver, en términos raciales, la historia de la blancura, es decir, de cómo el dominio del grupo de seres humanos racializado como blanco se ha expresado en su monopolio de los ideales estéticos, adaptándose y modificándose según los cambios sociales. Fiel a lo que Richard Dyer define como su “poder representativo”, su flexibilidad y ductilidad hacen que lo blanco pueda perpetuar su poder abarcando muchos fenómenos que interesan a una sociedad: las representaciones sobre la modernidad y la tradición, la feminidad y la masculinidad, las relaciones de clase. Tanto a nivel global como

2 Para algunas reflexiones sobre el cuerpo se remite, entre otros, a los estudios de Le Breton (2002), Hering (2008), y Pedraza (1999). Introducción 3

nacional, la época estudiada se caracterizó por unos cambios que permiten analizar la blancura como un fenómeno flexible y en continua mutación, así como reflexionar sobre su capacidad de adaptarse al contexto socio-cultural. Por un lado, se trata de una época marcada por la progresiva globalización del mercado de la belleza que, comenzada entre finales del siglo XIX e inicios del XX, experimentó una aceleración después de la segunda guerra mundial, con la imposición de firmas estadounidenses en el mercado internacional y de los cánones estéticos moldeados en ese país (Jones, 2008 y 2010). Paralela a ese proceso es una aparente “democratización” de los cánones de belleza, con la inclusión de mujeres no-blancas, atestiguada por concursos internacionales como Miss Universo, así como por el mercado de la moda y de los cosméticos. En general, se puede afirmar que los ideales de belleza se oscurecen, proceso que llegará a su auge entre los años sesenta y setenta con la revolución sexual para conocer una inflexión, al menos parcial, en la década siguiente, cuando la llamada “contrarrevolución sexual” marcará el regreso de la blancura tradicional en el concepto de belleza.

Los fenómenos aquí sumariamente descritos se pueden observar también en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX. En lo relacionado con el ámbito étnico-racial, análogamente a lo que estaba ocurriendo en otros países de América Latina (Andrews, 2004), el país comenzó una etapa de progresivo “oscurecimiento” que se reflejó en las ideas acerca de la belleza nacional. Como proyecto político, el blanqueamiento fue parcialmente puesto de lado, reemplazado por la que Peter Wade ha definido como “tropicalización”, es decir, la articulación de una concepción de la nacionalidad que miraba a Europa como punto de origen con una mayor valoración de algunos rasgos atribuidos a las minorías étnico- raciales, especialmente la población afrodescendiente, como la sensualidad (Wade, 2000). Emblemáticos de este “oscurecimiento” fueron, por un lado, la progresiva visibilización de la población afrodescendiente, hasta entonces ignorada como portadora de rasgos culturales específicos, así como en los ideales estéticos nacionales y en las lógicas de consumo; por el otro, una nueva valoración del mestizaje no sólo como fundamento de la identidad nacional sino también como origen de una belleza específicamente colombiana, cuyo éxito internacional –que comenzó con la victoria de Luz Marina Zuluaga a Miss Universo, en 4 Introducción

1958– daba una imagen del país ante el mundo, impulsándolo a reflexionar sobre cuáles tipos físicos eran aquellos que mejor lo encarnarían. La belleza fue entonces una de las maneras de representar la nacionalidad, dándole una dimensión corporal y, por eso, racial. En pocas palabras, alrededor de los cánones de belleza elaborados localmente se puede vislumbrar un fenómeno más amplio: la reelaboración de la identidad nacional y el lugar de las mujeres en su producción y reproducción3.

Además del aspecto racial, el oscurecimiento de los cánones estéticos y las elaboraciones identitarias abarcaron las representaciones sobre los roles de género, expresando cambios acerca de la feminidad y la masculinidad. Ámbito considerado eminentemente femenino hasta finales del siglo XX, la historia de la belleza corporal se cruza con aquella de las mujeres. Como en otros países, también en Colombia muchas de ellas comenzaron a asumir un lugar diferente al del pasado: ya desde inicios del siglo dejaron parcialmente el espacio doméstico para ir a hacer deportes al aire libre (Pedraza, 1999), reemplazando la piel pálida con una oscurecida gracias al efecto de los rayos solares a los que se exponían. Se asistió además a su entrada en el espacio público, en el mercado laboral y, con la conquista del derecho de voto (1957), en la vida política oficial. Ese nuevo lugar se reflejó en su participación en la sociedad de consumo: ya no como administradoras de los ingresos proporcionados por un hombre proveedor sino como ganadoras de dinero proprio, parte del cual debía ser invertido en la presentación personal. Finalmente, desde los años sesenta la llamada “revolución sexual” mostró a las mujeres –no sin tensiones y preocupaciones– como seres sexuados, activos, capaces de asumir decisiones y tomar iniciativas incluso en la esfera “íntima”. Si se considera la simbología de los colores, cuyo análisis será el objeto de los capítulos siguientes, se puede afirmar que se asistió al advenimiento de una mujer más “oscura”: simbólicamente, por dejar la inocencia, castidad y encierro en el ámbito doméstico encarnados por la blancura de la piel; físicamente, porque las modas interpretaron esos cambios acentuando las invitaciones a oscurecerse, “naturalmente” por

3 Este aspecto será profundizado en el capítulo 3. Introducción 5

medio del bronceado, artificialmente dándose una tonalidad más oscura por medio del maquillaje.

¿Representó todo ello una puesta en discusión de la blancura como referente de los cánones estéticos? Como hipótesis inicial, se puede afirmar que no lo fue, o no lo fue totalmente. Los estudios que plantean una permanencia de la blancura como referente en establecer los ideales estéticos (Rutter-Jensen, 2005) captan seguramente un aspecto central de las dinámicas de poder. Sin embargo, la propuesta de este trabajo va en la dirección de no considerar la blancura como un todo monolítico y estático sino como un fenómeno flexible y mutable, cuyo poder arraiga en su capacidad de adaptación, tanto a nivel global como local. Por ello, entender los cambios que ocurrieron en los ideales estéticos llevará a considerar aquellos ocurridos en las ideas acerca de la blancura en las múltiples y articuladas dimensiones de poder que expresa.

Sin embargo, si la belleza es un fenómeno “visible”, el poder de la blancura arraiga en su “invisibilidad”, entendida no como imposibilidad de ser percibida visualmente sino en la posibilidad de no ser nombrada; parafraseando los planteamientos de Richard Dyer (1997), de ser “visible” justamente gracias a su “invisibilidad”. Siguiendo la propuesta de Dyer, para descifrar los códigos que expresan la blancura y ayudan a entender su poder, se deberá primero que todo descifrar la simbología que se ha desarrollado alrededor de este color, articulándola con una serie de cuestiones aparentemente desligadas de ella: la modernidad, la tradición, el consumo, el género, la sexualidad, la clase. Todo ello habla del imaginario sobre la blancura, aun cuando ésta no sea explícitamente mencionada.

Fenómeno flexible y mutable, la blancura no se manifiesta de la misma manera en todas las sociedades. Para decirlo con una acertada metáfora de Steve Garner (2007), es un lenguaje común a muchos regímenes raciales que, sin embargo, habla con un acento local, es decir, encuentra su propia manera de expresarse siguiendo las normas y los códigos elaborados por una sociedad. Para estudiar la relación entre blancura y belleza en Colombia se analizarán entonces algunos procesos eminentemente locales: el mestizaje y el lugar de las minorías étnico-raciales en el país, y la manera en que se articulan con imaginarios y 6 Introducción

representaciones de clase y género; en este último aspecto, se considerarán el cambiante lugar de las mujeres en la sociedad colombiana, el desarrollo del mercado de la belleza y los efectos que tuvieron en la elaboración de los cánones estéticos; síntesis de todo ello, las nuevas concepciones acerca de la identidad nacional y el lugar de la “raza”, la clase y los imaginarios de género en ella. Sin embargo, ese acento local encuentra su razón de ser solamente si se pone en relación con un lenguaje más generalizado: el de la blancura tal como fue construida en las sociedades occidentales a partir de la colonización europea de América, con todo el sistema de dominación norte-sur que eso conllevó. Por lo tanto, la conexión entre dimensión local y dimensión global contribuirá a elaborar un marco interpretativo de los fenómenos analizados.

Antes de proceder con el análisis, se presentarán las fuentes en las que se basó la investigación, así como algunos aspectos teóricos y metodológicos.

1. Las fuentes. Cromos: una revista bogotana, “moderna” y centenaria para un público amplio

La elección de las fuentes es uno de los aspectos más problemáticos de una investigación: sus premisas, hipótesis y conclusiones se construyen con base en los documentos elegidos para tratar un determinado tema. Para la belleza, Umberto Eco ha mostrado cómo fuentes diferentes pueden hablar de diferentes tipos e ideas acerca de este concepto (Eco, 2012: 14). En el caso de esta investigación, la idea de belleza de la que se hablará es aquella promovida en algunas revistas publicadas en Colombia en la época estudiada: Cromos, Ilusión para Todas, Laura y Activa. Con la excepción de Cromos, cuyas características serán analizadas en breve, fueron magacines dirigidos a un público femenino, durante mucho tiempo considerado (y, por lo tanto, construido como) especialmente interesado en los temas relacionados con la apariencia personal. Se trató de experiencias editoriales de Introducción 7

vida breve, que desaparecieron después de pocos años4. Al igual que Cromos, también Ilusión para Todas y Laura fueron revistas de producción colombiana, cuyo objetivo era proporcionar a su público un punto de vista local sobre los temas tratados. En su “mensaje de nacimiento”, Laura fue presentada como una revista de “espíritu colombianista” que quería cortar la dependencia editorial de las publicaciones extranjeras dirigiéndose específicamente a las mujeres colombianas, logrando el interés y la aprobación de las miles que cada día “hacen también el país” desde distintos lugares: el hogar, las oficinas, las universidades y las fábricas (L-1, 1974: 12). Tanto Laura como Ilusión para Todas dedicaron espacio a colombianas que estaban emergiendo en distintos sectores, así como a las producciones locales en ámbitos como la moda. Más problemática fue su especificidad en los temas relacionados con la belleza. Por ejemplo, aunque la primera edición de Laura publicó algunos consejos dirigidos específicamente a las “mujeres tropicales”, generalmente el tema fue tratado a partir de las sugerencias que llegaban desde las grandes marcas internacionales, señal de la dificultad para elaborar discursos a partir de una perspectiva eminentemente local, y de la centralidad que la globalización de los ideales estéticos mantuvo en esos años.

Diferente es el caso de Activa. Al contrario de las mencionadas anteriormente, era la versión local de una revista extranjera. El origen de las cartas de las lectoras, procedentes generalmente de México, hace pensar que era producida en ese país y parcialmente adaptada para el público colombiano insertando, por ejemplo, publicidades de productos locales, así como noticias acerca de los personajes de la farándula colombiana y breves crónicas de eventos como el Concurso Nacional de la Belleza. La ausencia de fechas no permite una datación exacta de las ediciones consultadas, aquellas entre el n. 1 y el n. 21. Las noticias acerca de Colombia, y su comparación con aquellas publicadas en Cromos, permiten plantear que se trataba de un semanario que salió a la venta aproximadamente entre mediados de 1980 e inicios de 1981. Como se profundizará en el capítulo 5, su interés

4 Publicada mensualmente desde diciembre de 1966, Ilusión para Todas salió a la venta hasta mediados de 1969; también mensual, Laura fue distribuida entre agosto de 1974 y la primera mitad de 1978. 8 Introducción

arraigó en el intento de elaborar una nueva imagen de la feminidad, coherente con el clima cultural de la época en que fue publicada.

Entre estas revistas, Cromos tendrá un lugar central. Por lo tanto, buena parte de las premisas, hipótesis y conclusiones formuladas serán influenciadas por la visión del mundo que se propagó desde ella, los modelos a los que miró, el lugar geográfico y social desde dónde los elaboró, el público al que se dirigió, los valores que reflejó y presentó como deseables para sus lectores y lectoras.

La centralidad de Cromos en esta investigación es motivada por diferentes razones. Su circulación ininterrumpida a lo largo de todo el lapso temporal considerado es una de ellas. Sin embargo, igualmente significativos son aspectos de otra índole: su amplia circulación entre un público heterogéneo en términos de género y clase; sus contenidos, que abarcaban un multiplicidad de argumentos, permitiendo analizar la belleza no solamente desde las secciones dedicadas al tema sino conectándola con aspectos sociales más amplios; la presencia de traducciones extranjeras; el gran espacio dedicado, particularmente desde la década de 1960, al Concurso Nacional de la Belleza, evento central para entender las ideas acerca de la belleza nacional. Los mensajes propagados desde esta revista cruzan constantemente lo global y lo local, permitiendo un análisis de la belleza desde una multiplicidad de perspectivas. Se trata, por lo tanto, de una fuente que remite a muchas temáticas, haciendo referencia a prácticas concretas de belleza desde diferentes ángulos.

Fundada en 1916 por el periodista Miguel Santiago Valencia y el emprendedor Abelardo Arboleda, Cromos se inspiraba en las revistas gráficas publicadas en las capitales europeas y americanas. Su objetivo era informar al público sobre temas locales e internacionales relacionados con la literatura, la ciencia, el arte, la sociedad, la política. A esos temas se añadirá un creciente interés hacia los personajes de la farándula, antes del cine y luego también de la televisión. Como observa Paula Andrea Marín, el hecho de ser, primero que todo, una empresa comercial determinó algunas de sus características: una importante presencia de pautas publicitarias, su tamaño en términos de formato y páginas, la importancia atribuida a las ilustraciones; desde el punto de vista de los contenidos, la Introducción 9

marginalización de los temas políticos y el énfasis en las variedades, en los aspectos culturales y las curiosidades de la vida cotidiana urbana (Marín, 2016: 190). ¿Qué podían ver y leer sus lectores y lectoras? El material publicado en Cromos se puede dividir en dos grupos principales. Primero, artículos e imágenes de origen extranjero, generalmente europeo o norteamericano, traducidos y reproducidos, muchas veces en exclusiva; segundo, aquellos producidos por periodistas y fotógrafos locales, profesionales de la escritura y de la imagen, personas dotadas de capital cultural y residentes en las grandes ciudades del país, Bogotá in primis. Lo mismo puede decirse de las publicidades, muchas de las cuales eran de productos fabricados por las grandes marcas internacionales, pero también de grandes, y a veces pequeñas, marcas locales. Lo que Cromos publica es entonces filtrado por dos órdenes de dominación, con sus respectivas visiones del mundo: en el ámbito transnacional, el europeo y estadounidense; en lo nacional, el capitalino y urbano. Visión del mundo, deseos y estilos de vida propagados por la revista son entonces emanación de una posición jerárquica en términos transnacionales, nacionales, de clase e, inevitablemente, racial: quienes hablan por medio de Cromos lo hacen generalmente desde una perspectiva burguesa, urbana, andina, culturalmente eurófila y racialmente no marcada, es decir, “blanca” o “blanco-mestiza”.

De clase media, urbano, educado e implícitamente “blanco” –o por blanquear– es también el público al que la revista se dirige. Es difícil establecer cuántas personas la leían. Los datos relativos al tiraje de Cromos muestran su creciente circulación a lo largo de la segunda mitad del siglo XX: en 1953, salían a la venta alrededor de 8000 ejemplares por edición (Corporación La Candelaria, 2006: 148), que crecieron exponencialmente en la década siguiente hasta llegar a 28.000 en 1964 (C-2465, 1964). No se han encontrado datos relativos a los años setenta; en cuanto a los ochenta, una inserción publicada en 1985 destacó que, para esa época, había alcanzado los 65.000 ejemplares, con una estima de 585.000 lectores por edición (C-3497, 1985).

En lo relacionado con la conformación de su público, Cromos no era una revista exclusivamente femenina. Slogans como “para él, para ella, para ellos” (C-2321, 1962:6) o “para toda la familia” (C-3606, 1987: 3), usados a lo largo de los años, la muestran como 10 Introducción

un producto editorial dirigido tanto a mujeres como a hombres, con una información “equilibrada” de manera que, se afirmó en una ocasión, pudiera interesar a ambos públicos (C-3442, 1984: 13). El equilibrio de lectores en términos de género, clase y edad estuvo al centro de algunos artículos que la revista publicó en los años ochenta para celebrar los resultados de algunas encuestas, realizadas en las principales ciudades colombianas, que la mostraban como la revista de mayor circulación e impacto en el país. Un análisis de esos resultados proporciona una idea de quiénes conformaban su público. Aunque resultara la más leída regular y ocasionalmente, solamente en términos de género y edad emergía un relativo equilibrio, mientras más marcadas eran las diferencias de clase, circulando particularmente en las clases altas y medias, y mucho menos en las “bajas”5. Eso se puede explicar si se tiene en cuenta su costo relativamente alto a lo largo de toda la época estudiada, evidente si se compara su precio con el salario mínimo vigente: en 1950, Cromos costaba 30 centavos frente a un salario mínimo de 60 pesos; en 1960, 2 pesos frente a un salario mínimo de 198; en 1970, 7 pesos frente a un salario mínimo de 519; en 1980, 50 pesos frente a un salario mínimo de 4.500, sin tener en cuenta la inflación y el alto número de personas que, tanto en los sectores urbanos como rurales, tenían ingresos inferiores6. Pensada en sus inicios para un público de elite, culto y con poder adquisitivo (Marín, 2016: 188), Cromos circuló de manera transversal, aunque desigual, en distintos sectores sociales. Las cartas de muchas lectoras a las secciones de belleza solicitando remedios caseros y/o económicos por no poder acceder a aquellos publicitados, son diciente de su circulación

5 De acuerdo con la encuesta publicada en 1985, Cromos era leída por el 12.3% del muestreo. En lo relacionado con el sexo, los hombres eran el 12.2% y las mujeres el 12.5. Por grupo de edad, el 14.8% entre los 18 y los 24 años; el 11.4% entre los 25 y los 34 años; el 10.7% entre los 35 y 44 años; el 10.5% entre las personas de más de 45 años; por clase, el 23.5% estaba ubicado en la “alta”, el 13.7% en la media y el 8% en la “baja” (C-3442, 1984: 13). En 1985, la distribución resultó la siguiente. Leída por el 12.0% del total; por sexo, 10.8% hombres y 13.2% de mujeres; edad: 13.7 entre los 18 y 24 años; 11.4% entre los 24 y 34 años, así como entre los 35 y 44 años; 10.4% entre los mayores de 45 años; por clase: 19.3% en la clase alta, 16.3% en la media, 7.5% en la baja (C-3494, 1985: 30). En 1986 resultó leída por el 22.8% de lectores de revistas, así repartidos: género, 25.2% hombres y 20.7% mujeres; edad: 20% entre 13 y 17 años; 23% entre 18 y 24 años y entre 25 y 39 años; 26% entre las personas de más de 40 años; clase: alta, 24%; media, 23%; popular, 22% (C-3594, 1986: 27-28). 6 Los datos sobre los salarios mínimos son extraídos de: https://actualicese.com/herramientas/AspectosLaborales/Historico-salario-minimo-Minproteccion.pdf (consultado el 30 de abril de 2018). Introducción 11

constante a lo largo del tiempo, no se sabe cuán numerosa, entre un público de sectores medios y medios bajos; lo mismo se puede plantear si se piensa en la autodefinición como “pobres”, hecha por las autoras y los autores de los anuncios matrimoniales que la revista publicó entre los años sesenta e inicio de los setenta. Leída principalmente por personas de clase media y media alta, reflejaba por lo tanto las aspiraciones y valores de ese sector social, estimulándolo a la adquisición de productos y la adopción de estilos de vidas conformes a su posición, propagándolos como deseables al público que no era parte de él.

Los contenidos de Cromos están marcados por esas dimensiones. Revista que, como declaró un slogan a inicio de los años sesenta, ayudaba a “comprender el mundo moderno” (C-2270, 1961: 2), exaltó todo lo que estaba relacionado con la modernidad, mirando como “exótico” lo que no cabía en ella: el África descrita en numerosas traducciones o las regiones periféricas colombianas, en las cuales sus reporteros se adentraban, leyéndolas desde una mirada que acompañaba el orgullo por la diversidad presente en el país con una visión exotizante que las enajenaba de un contexto socio-cultural más amplio. La belleza de la que habla Cromos es producto de todo ello: una belleza “moderna”, “civilizada”, urbana, resaltada y valorada por las prácticas de consumo, encarnada antes por las mujeres de las elites y, posteriormente, por las divas del cine y de la televisión, las modelos, las reinas nacionales e internacionales de belleza; en términos raciales, una belleza “blanca” (en el acento global y local que el término adquiría), que marginalizaba, tal como ocurría en la sociedad que expresaba, a las minorías étnico-raciales.

La belleza es un medio poderoso para analizar el contexto socio-histórico de una sociedad, sus aspiraciones y elaboraciones identitarias; su análisis, una herramienta importante para mostrar las conexiones entre el cuerpo y las dinámicas sociales expresadas en su representación. A la belleza están ligados los imaginarios acerca de modernidad, civilización, consumo y nación; es, por lo tanto, un aspecto importante para entender las diferenciaciones y jerarquizaciones sociales, así como la tensión entre lo local y lo global. Desde una perspectiva interna, habla de las diferencias entre la (gran) ciudad y el campo, el centro y la periferia, los grupos dominantes y aquellos marginados, con todas las implicaciones en términos de “raza”, género y clase que eso conlleva. En perspectiva 12 Introducción

transnacional, analizarla desde un país periférico permite escudriñar las relaciones norte- sur, cómo la periferia negoció su lugar e identidad y cómo lo local está en diálogo constante con lo global, no necesariamente desde una posición acrítica y subordinada. Estas consideraciones influenciaron los materiales elegidos al interior de Cromos para su análisis. Para entender la construcción de la belleza en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX no se tendrán en cuenta solamente las secciones de belleza, moda y cuidado del cuerpo, o las crónicas de los certámenes organizados anualmente para elegir a las varias reinas. Todo ello será articulado con documentos que darán un panorama más amplio sobre el país, como las crónicas sobre las ciudades y las regiones periféricas. Igualmente importantes serán documentos, a menudo descuidados en los estudios sobre el tema, como las traducciones de artículos extranjeros, las narrativas sobre divas y divos internacionales, y las publicidades. Todo ello permitirá relacionar la belleza con ideales de clase, género y “raza”, así como analizar la interpretación y adaptación local de modelos propuestos/impuestos desde afuera.

Expresión de un discurso de las elites y medio de difusión de sus estereotipos e imaginarios sobre los demás sectores sociales (Van Dijk, 2010), la prensa no es un reflejo fiel y objetivo de lo que ocurre en el mundo. Al contrario, es el medio de difusión de una representación de él. Un análisis histórico basado en material de prensa será entonces un análisis de esa representación, es decir, de cómo desde un determinado producto se propagó una determinada visión del mundo, de cómo ciertos sectores sociales resaltaron ciertos temas y callaron, o descuidaron, otros. Cromos no fue una excepción. Desde sus páginas emerge una representación de la sociedad colombiana reflejo de las aspiraciones de quienes escribieron en ella y del lugar –social y geográfico– desde que lo hicieron: una sociedad urbanizada, proyectada hacia el progreso, conectada con el (norte del) mundo, a menudo de manera crítica, que elabora y reelabora su identidad en un mundo cada vez más globalizado y en rápido cambio, que resalta sus propios avances y mira con ojo exotizante a sus periferias; una sociedad conectada con el mundo pero menos dispuesta a enfrentarse con realidades más cercanas, como la violencia política y el surgimiento del narcotráfico, que poco espacio tienen para la representación de un país “moderno”, o aspirante a la Introducción 13

modernidad. Si, como afirma Stanfield (2013), en Colombia la valoración de la belleza se puede explicar por el terror que se le tenía a la “bestia” representada por la violencia, inseguridad, el racismo y la pobreza, se podría decir que en Cromos esa “bestia” fue espantada, si no ignorándola, seguramente dedicándole un espacio reducido: quien leyera la revista estaría sí en contacto con la “realidad” del país, con sus debates políticos y algunos de sus problemas, pero también consolado con la idea de un mundo de glamour, belleza y modernidad. Los aspectos más crudos de la “realidad” aparecieron más bien esporádicamente, representados muchas veces como lejanos: es significativo que la revista dedicara más espacio a las guerras civiles en África que a la violencia interna. Para decirlo prosaicamente, leer Cromos era un poco soñar con otro mundo, y el gran espacio que la revista dedicó a la belleza era parte de ese sueño.

2. Balance historiográfico

La presente investigación articula dos campos de estudio que, aunque están muy relacionados entre ellos, hasta ahora han sido tratados separadamente: la belleza y la blancura. Sobre ambos existe una creciente producción académica, tanto historiográfica como de otras disciplinas, de la que proporcionaremos un panorama.

El interés historiográfico hacia los cánones estéticos es relativamente reciente. Su surgimiento puede ser puesto en relación con la mayor atención que, desde la década de los ochentas, la historia cultural ha dedicado al cuerpo (Burke, 2005). A ese periodo remonta el trabajo pionero de Lois Banner sobre el surgimiento de las mayores instituciones de la cultura de la belleza en los Estados Unidos, entre el siglo XIX e inicio del XX. Ya en esa obra quedaron en evidencia los varios órdenes de dominación ínsitos en ese concepto: el género, la clase y, aunque le dedicara un espacio menor, la “raza”. A pesar de dedicar espacio también a los ideales estéticos masculinos, la belleza apareció como un fenómeno que atañía particularmente el género femenino. En esta perspectiva, la historia de la belleza 14 Introducción

se tradujo en una forma posible de interpretar la historia de las mujeres estadounidenses (Banner, 1983).

Desde entonces, ha aparecido un número creciente de obras de corte histórico dedicadas a la belleza corporal. Sus alcances en términos espaciales y temporales, así como sus posturas teóricas, son diferentes. Varios de esos estudios tienen en cuenta este concepto como un fenómeno de larga duración, estudiándolo en ámbitos culturales y geográficos amplios, como el mundo occidental. Es el caso de las obras de la francesa Dominique Pacquet y del italiano Umberto Eco, que han propuesto un análisis de la belleza desde las culturas antiguas hasta la actualidad (Pacquet, 1998; Eco, 2012[2004]); también de larga duración son los estudios colectivos editados recientemente por Christine Adams y Tracy Adams, y aquellos de Arthur Marwick, cuyos análisis abarcan épocas desde la Edad Media y el siglo XVI, respectivamente (Adams y Adams, 2015; Marwick, 2005). Para Marwick, la belleza es un “relativo constante” y “universal”, que poco ha cambiado a lo largo de la historia, distinguiendo apenas entre una concepción “tradicional”, prevalente hasta el siglo XIX, y otra “moderna”, posterior a ese siglo; la primera sería una idea confusa, juzgada con base en el estatus y la riqueza, vista como peligrosa y perturbadora, que fomentaba la lujuria y llevaba las personas a matrimonios socialmente desastrosos; la segunda, una cualidad meramente física, encarnación del sex appeal, cuyo valor compite con el estatus y la riqueza, representando un capital que puede ser convertido en diversas formas de recompensas sociales (Marwick, 2005). Sin embargo, la gran mayoría de los estudios consideran la belleza como construcción social, por lo tanto sujeta a cambios en el tiempo y en el espacio. Aunque plantee la posibilidad de que pueda existir reglas únicas, válidas para sociedades diferentes en distintos contextos históricos, Eco se enfoca principalmente en los cambios ocurridos a lo largo del tiempo, así como en los diferentes tipos de belleza que se pueden deducir a partir de un análisis de obras de artes (Eco, 2012). Por su parte, Adams y Adams han propuesto una lectura de la belleza occidental moderna como un sistema heredado de la tradición medieval del amor cortés, profundamente arraigado en dinámicas de poder y en la sumisión femenina por parte de los hombres. Para las autoras, dicho sistema se basa en tres dimensiones: es una construcción social, que se adapta a la Introducción 15

evolución; se basa en el rechazo hacia un estatus igualitario para las mujeres; está relacionado con la manera en que éstas la gestionan para lograr objetivos individuales. Basándose en las teorías de los campos de Bourdieu, destacan además cómo el valor de la belleza femenina adquiere sus significados en campos distintos, pero relacionados entre ellos. En una cultura, afirman, el campo de la belleza femenina se sobrepone con muchos otros, variando su valor según los diferentes campos en que circula, y siendo el capital corporal recompensado con diferentes formas de prestigio (Adams y Adams, 2015).

La belleza como fenómeno social mutable es el punto de partida también de los estudios que han sido dedicados a los ideales estéticos producidos en distintos contextos nacionales: las prácticas de embellecimiento y las cambiantes concepciones sobre el cuerpo en Francia (Vigarello, 2005) y Brasil (Bernuzzi, 2014), su relación con los imaginarios sobre la feminidad en Venezuela (Gackstetter, 2016) o en Argentina (Lobato, 2005), los textos creados por mujeres alrededor de este tema en la Inglaterra moderna (Snook, 2011), la relación entre belleza e identidad nacional en Italia (Gundle, 2007) y Colombia (Stanfield, 2013). Los aportes de cada uno contribuyen a mostrar la belleza como un ideal estrechamente relacionado con el poder, así como su influencia en la elaboración de las distintas identidades nacionales, y su relación con las prácticas de consumo. Sin embargo, poco espacio es dejado a la belleza como fenómeno transnacional, aspecto tratado por Geoffrey Jones en su estudio sobre el mercado de la belleza y su globalización entre los siglos XIX y XX, abordado desde la historia de algunas firmas internacionales de cosméticos. Jones muestra cómo a través de la construcción y difusión de los ideales occidentales de belleza se pueden evaluar el impacto cultural de la globalización, y la imposición de percepciones y valores occidentales y blancos, actuado por medio de la supresión –o el intento de suprimir– identidades locales (Jones, 2008 y 2010).

Como fenómeno social, la belleza corporal se construye en el tiempo y en el espacio. En su análisis de este ideal entre el Renacimiento y la edad contemporánea, Georges Vigarello muestra la importancia de tener en cuenta las dinámicas temporales en la definición de los cánones estéticos y sus efectos diferenciadores, procesos en los que influyen los cambios en los modelos de género y de identidad (Vigarello, 2005). Por su parte, al estudiar el caso 16 Introducción

italiano, Stephen Gundle aborda la relación entre los cánones estéticos y la identidad nacional, en que las imágenes femeninas sirvieron para expresar valores como el patriotismo, el vigor racial o nacional, la salud y la pureza moral, pero también su relación con imaginarios sobre ese país que llegaban desde el exterior y la creación de estereotipos dinámicos, puntos de referencia en la tensión entre modernidad y tradición (Gundle, 2007).

Igualmente recientes son los estudios sobre la blancura (whiteness studies), desarrollados principalmente en los Estados Unidos desde la década de 1980. Se trata de un campo amplio, que desde sus inicios ha interesado numerosas áreas disciplinarias y ha sido tratado con múltiples perspectivas teóricas y metodológicas7. En lo relacionado con la producción historiográfica, como observa Kolchin (2002: 155), los enfoques de las y los estudiosos han sido dirigidos principalmente a analizar la construcción de este concepto y sus significados para el orden social. En esta perspectiva han surgido los estudios pioneros de David Roediger sobre la elaboración de una identidad blanca por parte de los trabajadores inmigrantes irlandeses en Estados Unidos (Roediger, 1991), o aquellos de Theodore Allen (1994 y 1997) y Matthew Frye Jacobson (1998). La blancura “marginal”, es decir, aquella de pueblos que en razón de procesos de colonización internos a Europa, o por efectos de la migración a Norteamérica, han sido paulatinamente insertados a pleno título en la llamada “raza blanca”, ha sido uno de los objetos principales de estudio. De hecho, la inserción en la blancura de grupos como los irlandeses, los judíos y los italianos ha mostrado la blancura como producto de negociaciones identitarias, evidenciándola así como una construcción cultural que abre y cierra sus fronteras dependiendo de las dinámicas desarrollada en contextos específicos (ver, entre otros, Ignatiev, 1995 sobre los irlandeses; Jacobson, 1998, sobre distintos grupos de migrantes; Deschamps, 2000 y Guglielmo y Salerno, 2006, sobre los italianos). Los procesos de inserción en la blancura a los que se refieren esos estudios, muestran la mutabilidad de la categoría “blanco”. Por ejemplo, Jacobson ha observado cómo, en los Estados Unidos de mediados del siglo XX se registraría la progresiva desaparición de las distintas categorías raciales en las que fueron catalogados los migrantes

7 Para un panorama de los whiteness studies, ver Kolchin (2002) y Bosa (2010). Introducción 17

europeos (entre otros, Célticos, Anglo-Sajones, Mediterráneos), ahora insertados en la categoría “caucásico”. Esos procesos generarían un cambio en la percepción de los rasgos físicos de las personas de esos grupos: donde las generaciones anteriores de estadounidenses verían fisonomías célticas, judías, anglosajonas y mediterráneas, las actuales verían “solamente sutiles y variables grados de una blancura en gran medida indiferenciada” (Jacobson, 1998: 10). Más reciente es el interés hacia la blancura por parte de estudiosas y estudiosos europeos. En este caso, las reflexiones se han enfocado principalmente en la racialización implícita en las identidades y culturas nacionales, y en aquella explícita elaborada a partir del colonialismo, como algunos estudios contenidos en la compilación realizada por Birgit Tautz en el caso alemán (ver, por ejemplo, Purdi, El Tayeb y Linke, 2004) y en aquella realizada en Francia por Sylvie Laurent y Thierry Leclère (2013).

En contraste con la mayoría de los estudios, que tienden a considerar como punto de partida la experiencia colonial en América, y especialmente en la parte septentrional de ese continente, Taylor ha propuesto una lectura a partir del uso de la categoría “blanco” en la literatura y ciencia inglesas. Será en la experiencia colonial realizada por Inglaterra que, entre los siglos XV y XVIII, la blancura dejará su significado individual, de marca de clase y género, para adquirir uno genérico y positivo, que definirá a los habitantes de Europa justificando –por medio de una relectura de los significados atribuidos a ese color– su dominio sobre otros grupos, especialmente la población negra y la nativa americana (Taylor, 2005)8.

Análogamente a lo que ocurre con la belleza, también en el caso de la blancura son raros los estudios que la abordan con una perspectiva transnacional. Una propuesta en ese sentido llega del sociólogo Steve Garner, quien ha enfatizado la importancia de analizarla comparativamente. De hecho, afirma, la blancura no tiene un significado único y consensuado, habiendo sido conceptualizada de múltiples maneras y respondiendo sus significados, análogamente a cualquier otro relacionado con la “raza”, a dinámicas

8 Algunas teorías de Taylor serán analizadas más detalladamente en el capítulo 1. 18 Introducción

espaciales y temporales específicas. También Garner atribuye sus orígenes al sistema de trabajo forzado en el Nuevo Mundo, y su creación de una jerarquía social basada el color, y la relación de éste con el estatus. A partir de allí, los blancos emergen como individuos, originando la visión de los “racializados” como una masa indiferenciada. Adoptando una perspectiva comparativa, Garner muestra las diferentes maneras en que la blancura se impone como un lugar deseable y estratégico en los distintos regímenes raciales, analizando contextos como América Latina y el Caribe, así como las “blancuras marginales” de grupos como los judíos, los roms y los irlandeses (Garner, 2007).

Aunque no traten la blancura desde el punto de vista histórico, los estudios del crítico cinematográfico Richard Dyer han aportado importantes contribuciones teóricas al tema. En particular, Dyer ha analizado la construcción cultural de las personas blancas, visibilizando la blancura como una posición racial, origen de privilegios que permiten a quienes así se racializan adquirir el lugar de representantes emblemáticos de la humanidad, es decir, (im)ponerse como una norma. Esta normatividad se construye con base en un “poder representativo” (representational power) fundado en el simbolismo construido históricamente alrededor del color definido blanco –el hecho de ser o no ser un color, su relación con la luz y su “invisibilidad”–, cuyos significados involucran aspectos como el género, la sexualidad y la “raza”. De la misma manera, muestra la blancura no como algo monolítico sino flexible, con jerarquías internas y fronteras que pueden abrirse y cerrarse, incluir o excluir, constantemente (Dyer, 1997 y 1997b).

Si miramos a la producción historiográfica colombiana, belleza y blancura no han sido temas que hayan atraído la atención de estudiosos y estudiosas. Algunas contribuciones han llegado de exponentes de otras áreas del conocimiento. Tal vez el primer acercamiento al tema de la belleza con una perspectiva histórica ha sido el de la antropóloga Zandra Pedraza en su obra En cuerpo y alma (1999). Al estudiar el lugar del cuerpo en los imaginarios acerca de la modernidad, Pedraza dedicó un capítulo a la belleza, considerada parte de esa “inflación del cuerpo” determinada por los discursos acerca de la higiene y la cultura física en las primeras décadas del siglo XX. Aquí también, los ideales de belleza reflejaron el imaginario acerca de las mujeres. Si a inicio del siglo –observa Pedraza– no Introducción 19

había representado un tema de debate, considerándose la belleza como un reflejo de virtudes interiores, su concepción se desplazó gradualmente hacia el cuerpo y la sensualidad. En ese contexto, la belleza comenzó a ser considerada una suma de cualidades que incluían aspectos como la elegancia, la distinción, el buen gusto, la conducta, la gracia, el porte, el cuidado del cuerpo. Concentrada inicialmente en el rostro, fue resaltada por la cosmética y, con el progresivo desnudamiento del cuerpo, con la exaltación de figuras entalladas, sancionando consiguientemente su descuido. Como en otros lugares del mundo, también en Colombia la belleza se “democratizó”, volviéndose (teóricamente) accesible a personas de distintos grupos sociales y edades, para las cuales valió el mito de la “eterna juventud” (Pedraza, 1999). Los concursos de belleza, especialmente el Concurso Nacional de Cartagena, han sido objeto de algunos estudios realizados por la politóloga e historiadora Ingrid Johanna Bolívar. Su enfoque ha sido dirigido a mostrarlo como un campo importante para plantear reflexiones sobre procesos más generales de la sociedad colombiana, evento reproductor de lo nacional y de sus jerarquías por medio de la atribución de valores a las mujeres que participan en él. De acuerdo con sus planteamientos, ese concurso muestra la manera en que el orden político “se entreteje y se camufla como orden natural o inscrito en los rasgos físicos de las mujeres que son candidatas” (Bolívar, 2007: 77; ver también Bolívar, 2001, 2005 y 2011).

El primero y, hasta ahora, único intento para elaborar una historia de la belleza en Colombia ha sido el del historiador estadounidense Michael Stanfield, cuya obra Of beasts and beauty (2013), hasta ahora no traducida al español, abarca el recorrido histórico del país desde la independencia hasta inicios del siglo XXI. Punto de partida es la tesis según la cual la valoración de la que goza la belleza en Colombia es generada principalmente por lo que define “el terror de la bestia”, es decir, de la violencia, inseguridad, el racismo, la pobreza y la percepción de la ilegitimidad o incompetencia del gobierno que se han presentado periódicamente en el país. Desde su perspectiva, esta tensión entre belleza y violencia que permea todo el periodo tomado en consideración en su obra, tendría el efecto de reafirmar los roles de género, cerrando las posibilidades de reformas y liberación. De esta manera, la historia de la belleza se presenta como una especie de paralelo a la historia 20 Introducción

de la violencia que ha caracterizado el país, pero también como un marcador de identidad y modernidad. Desde el punto de vista racial, eso se traduciría en la adopción del “lado blanco” de su pasado y de su sociedad, parecido a lo ocurrido en países como Argentina, República Dominicana y Estados Unidos, expresado aquí en la valoración de una hispanidad que, aunque multiétnica, era también racialmente blanca (Stanfield, 2013). La centralidad de la blancura en la definición local de la belleza, y la consiguiente marginación de las minorías étnico-raciales de los ideales estéticos –reflejada, por ejemplo, en los concursos de belleza–, se encuentran también al centro de los ensayos contenidos en una recopilación editada por Chloe Rutter-Jensen (2005).

En cuanto a la blancura, hasta ahora han sido muy pocos los intentos de estudiosos y estudiosas nacionales para estudiarla y problematizarla. Un obstáculo al desarrollo de este campo de estudios, común a toda América Latina, ha sido explicado por la ausencia de un concepto preciso de “blanquidad”, no existiendo en este continente una “imagen somática normativa” parecida a aquella elaborada en los Estados Unidos, que separaba netamente los distintos grupos raciales (Cárdenas, 2010; Viveros, 2017). En Colombia, solo recientemente algunos estudios con enfoque de género han comenzado a tratarlo (Viveros, 2017; Pérez, 2017). En particular, la antropóloga Mara Viveros ha mostrado cómo la construcción de la masculinidad se basó en un ordenamiento de raza, clase y género, obligando a los hombres a conformarse con las ideas dominantes acerca del que debería ser un varón, es decir, al hombre blanco, representante de los valores burgueses imperantes (Viveros, 2017). Antes de estos estudios, una problematización de la blancura en el territorio ocupado actualmente por Colombia fue realizada por Santiago Castro-Gómez. En su obra La hybris del punto cero (2005), Castro-Gómez mostró cómo desde el inicio de la colonización el fenotipo fue un elemento decisivo en determinar la posición social de los individuos, y su acceso a los bienes culturales y políticos traducibles en términos de distinción. Surgió entonces el que denomina un “imaginario colonial de la blancura”: considerando el surgimiento de figuras híbridas como el mestizo, la blancura no dependió estrictamente del color de la piel, constituyéndose más bien en una escenificación social y en un capital cultural que permitiera a las elites criollas, cuyos miembros no podían en su Introducción 21

gran mayoría comprobar su “limpieza de sangre”, acceder a un estatus de blanco, diferenciándose socialmente de los otros grupos y legitimando su dominio sobre ellos. En las palabras de Castro-Gómez, la blancura fue entonces, primordialmente, “un estilo de vida demostrado públicamente por los estratos más altos de la sociedad y deseado por los demás grupos sociales” (Castro-Gómez, 2005: 71). La construcción histórica de la blancura en Colombia se estructuró durante la época colonial, aunque reinterpretando en clave local procesos de atribución del color de la piel cuyos orígenes hay que buscar en Europa. Los trabajos de Hering (2010 y 2011) y Rappaport (2012) han mostrado los cambios epistemológicos ocurridos en el proceso de colonización de América, que llevaron al establecimiento del blanco como una norma, relacionándolo con el poder, la cristiandad, la castidad, las buenas costumbres, la civilización y la belleza, relegando los demás colores a desviaciones, símbolos de idolatría, salvajismo, desnudez y de lo que estaba en contra de la naturaleza. En un contexto marcado por el mestizaje, el blanqueamiento, entendido como renuncia a la identidad cultural, se configuró como un medio de subversión del orden social, negociando características físicas como el color de la piel (Hering, 2011: 456 y 466). En este sentido, el estudio de Ann Twinam sobre las cédulas de gracias al sacar, ha enfatizado la blancura como un estatus social negociable y comprable, una distinción entre “color” y “naturaleza” cuyos efectos, como se verá más adelante, seguían vigentes en la época considerada por esta investigación (Twinam, 2015).

Aunque la mencionen, los estudios revisados hasta ahora no profundizan la relación entre blancura y belleza. El tema de la racialización de los cánones estéticos aparece sobre todo en algunas obras de corte histórico o sociológico, enfocadas en las minorías étnico-raciales como la población afrodescendiente (Craig, 2002; Tate, 2009 y 2010). En particular, Shirley Ann Tate ha analizado la racialización de la belleza a partir de la iconicidad de la blancura, cuyos rasgos son posibles y reconocibles solamente en los cuerpos blancos. Dicha iconicidad, afirma, es implícitamente heterosexual, consciente de la edad, supuestamente ajena a la clase y propensa a invisibilizar el hecho de ser racialmente marcada, siendo posible en sociedades estructuradas bajo el dominio racial. Por lo tanto, la belleza no es neutral, excluye las mujeres de otros orígenes étnico-raciales y, específicamente, a aquellas 22 Introducción

racializadas como negras (Tate, 2009). Desde la perspectiva de Tate, para posicionar la blancura como más civilizada, avanzada y superior, el discurso sobre la belleza reproduce a África y a la belleza negra como su opuesto inferior y feo, perpetuando así dinámicas impuestas por el imperialismo (Tate, 2010).

La racialización de la belleza en distintos contextos nacionales ha sido estudiada por varios investigadores e investigadoras latinoamericanos. A partir de algunos casos relacionados con la representación del pueblo brasileño por parte de artistas locales, la historiadora Maria Bernardete Ramos Flores ha mostrado cómo los cánones escogidos no correspondieron al tipo medio brasileño sino más bien a aquello ideal, representado por la mujer blanca. También la belleza se inserta entonces en la que define la “cultura de la raza” (cultura da raça), entendida como una creación ficticia en la cual se articulan: la nación, y con ella la identidad étnica; el cuerpo, con la invención de la raza; la sexualidad, y su influencia para generar una “buena raza”. Expresión de un racismo de Estado, la cultura de la raza se expresaría en las medidas eugenésicas adelantadas en muchos países occidentales, contribuyendo así a la construcción de un prejuicio racial expresado en los ideales estéticos (Ramos Flores, 2007). Siempre para el caso brasileño, Denise Bernuzzi de Sant’Anna ha observado, aún sin ahondar en la cuestión, la centralidad de la piel blanca en las publicidades de productos de belleza comercializados en ese país en las décadas de 1920 y 1930, como consecuencia de un prejuicio que consideraba el mestizaje causa de atraso cultural, indolencia y suciedad (Sant’Anna, 2014). Por su parte, el antropólogo Peter Fry ha analizado el mercado de productos dirigidos a la población afrodescendiente en el Brasil contemporáneo, mostrando cómo el racismo brasileño moderno se construye sobre representaciones negativas relacionadas con la apariencia, hecho que influye en los modelos estéticos que el consumo produce para esta población (Fry, 2007).

La manera en que los imaginarios racistas operan en la construcción de la belleza emerge en algunos estudios sobre la cirugía estética. Al tratar la historia de esta práctica en México, la historiadora Elsa Muñiz analiza las intervenciones cosméticas como parte de un dispositivo de poder dirigido a conseguir una “normalización anatómica” a través de las intervenciones corporales (Muñiz, 2014). Esta normalización determina una naturalización Introducción 23

de las representaciones de género, teniendo como objetivo alcanzar los rasgos considerados característicos de la feminidad y la masculinidad, mostrando al mismo tiempo la interconexión entre racismo y cuerpo, en la cual los modelos de belleza –como veremos también en esta investigación en lo relacionado con el color de la piel– se vuelven centrales para procesos de exclusión y discriminación (Muñiz, 2014a). Sobre el mismo tema, el brasileño Alexander Edmond define la belleza como un “problema” de la modernidad, que describe la posición de las mujeres al interior del capitalismo. Sin embargo, destaca también la existencia de una paradoja generada por las lógicas capitalistas: a través de prácticas como la cirugía estética, el cuerpo femenino es erotizado, visualizado y mercantilizado al mismo tiempo que las mujeres se vuelven sujetos que reivindican sus derechos sexuales y el control sobre la reproducción. De esta manera, los ideales estéticos no pueden ser considerados un reflejo de una subordinación racial y de género sino un campo en que se entrelazan valores e instituciones que revelan las contradicciones de la modernidad: nuevas libertades y deseos desatados por el consumidor capitalista y las restricciones de la libertad experimentada por sujetos “liberados” expuestos a los azares de un intercambio generalizado (Edmond, 2010).

Otro ámbito en que, como se verá a lo largo de la investigación, emerge la racialización de la belleza son los concursos para elegir las misses nacionales. Es el caso del estudio que María Moreno ha dedicado a los concursos Miss Ecuador y a aquellos de belleza indígena que se realizaron en ese país a finales de los noventa. Sus planteamientos evidencian la persistencia de proyectos de blanqueamiento en algunas representaciones de la nación ecuatoriana en que los elementos blanco-mestizos, afro e indígena son incorporados de manera diferenciada en la representación de la nación. En particular, Moreno insiste en la incorporación de lo indígena a través del folclor, al mismo tiempo que persisten formas de discriminación basadas en los rasgos atribuidos a ese grupo. Así, mientras el cuerpo “negro”, aunque a condición que respete determinados parámetros, se vuelve un medio de exaltación de un estándar de belleza racialmente diverso, alrededor del cuerpo indígena se perpetúa un imaginario que lo construye socialmente como poco deseable y atractivo (Moreno, 2007). 24 Introducción

Finalmente, acerca de la relación entre color de la piel y belleza, que será el tema principal de esta investigación, se destacan las contribuciones de la socióloga mexicana Mónica Moreno Figueroa. A partir de la premisa de que los regímenes de diferencia organizan y reproducen interpretaciones sociales de cuestiones como la belleza, la feminidad, la “raza”, la clase, el género, la edad, Moreno Figueroa muestra la centralidad del color de la piel en la definición de la belleza en el México contemporáneo, cuyos orígenes, análogamente a lo que se observará en el caso colombiano, arraigan en la historia colonial de ese país. “Testigo y portador de la historia”, el color de la piel tiene una importancia central en las nociones de belleza y en las experiencias de las mujeres mexicanas, siendo en la piel que se debaten cuestiones como la belleza, la apariencia y el color. Todo ello en el marco de dinámicas en que la ideología del mestizaje adquiere principalmente una función de blanqueamiento (Moreno Figueroa, 2012 y 2013). En este aspecto, el caso mexicano parece diferir del colombiano. Como se verá, aquí la relación entre blancura y belleza se expresará en una función dinámica del mestizaje, que fluctuará entre formas de blanqueamiento y relativo oscurecimiento, apartando o acercando, según el contexto en que se expresa, la representación de los habitantes del país de la blancura.

En Colombia, la racialización de la belleza aparece en algunas investigaciones sobre los centros estéticos y peluquerías de Bogotá, realizadas en la última década por la socióloga Luz Gabriela Arango. De ellas emerge un panorama complejo en que, por un lado, esos servicios perpetúan representaciones de belleza y feminidad que reproducen diferencias sexuales, así como jerarquías raciales y de clase (Arango, Bello y Ramírez, 2013); por el otro, muestran las novedades producidas por efecto de la Constitución de 1991 y su reconocimiento del carácter pluriétnico y multicultural de la nación, manifestadas por ejemplo en el gran número de peluquerías afrocolombianas, cuya proliferación respondería al estímulo de las expresiones culturales e identitarias de ese grupo, así como a una demanda, por parte de un público mayoritariamente no afrocolombiano, de propuestas estéticas “diferentes” y “exóticas” (Arango, 2011).

Existe entonces una variedad de estudios que, en América Latina, han conectado la “raza” y la belleza desde múltiples perspectivas. La presente investigación lo hará a partir del color Introducción 25

de la piel. Como han mostrado los estudios de Mónica Moreno Figueroa citados anteriormente, y como se mostrará en los capítulos siguientes, este rasgo tiene una importancia particular no solamente para la definición de la belleza física (en la cual, por supuesto, entran también otros indicadores) sino para mostrar las negociaciones identitarias que pudieron ocurrir en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX, conectando lo local y lo global, lo individual y lo colectivo.

3. Marco teórico y metodología

“Se nos podría acusar de relativismo, como si quisiéramos decir que lo que consideramos de bello depende de la época y de la cultura. Y esto es exactamente lo que pretendemos decir” (Eco, 2004: 12).

Un estudio sobre la belleza implica tener en cuenta varias categorías. Esta cita de Umberto Eco enfatiza uno de los puntos centrales que guiarán esta investigación: la belleza como una construcción social, cuyo significado varía de acuerdo al contexto social e histórico. Igualmente construidas, y por lo tanto igualmente cambiantes, son las categorías que giran alrededor de ella, contribuyendo a determinarla: el cuerpo, la “raza”, el color de la piel, el género. Aunque se sustenten en diferencias biológicas y “visibles”, ninguna de ellas es objetiva e inmutable, ni estática en el tiempo y en el espacio; al contrario, cada una expresa los imaginarios que una sociedad construye a su alrededor, y que varían según las épocas.

Al considerar la belleza, por lo tanto, es necesario tenerla en cuenta como un concepto complejo, no siempre definible de manera precisa, cuya construcción involucra inevitablemente otros. Siguiendo los planteamientos de Eco, “bello” es, en primer lugar, lo que gusta y que es considerado bueno (Eco, 2012: 9). Sin embargo, a diferencia de este autor, aquí se relacionará muy frecuentemente lo “bello” con el deseo, no solamente sexual (aunque, como veremos, la dimensión erótica irá ganando un espacio creciente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX), sino manifestado hacia un amplio espectro de objetos: la 26 Introducción

modernidad, la adquisición de hábitos típicos de los sectores dominantes, la blancura. Esos deseos fueron ampliamente estimulados por los medios de comunicación y la cultura consumista que éstos exaltaron, presentándolos como alcanzables para todo el mundo, eso es, “democráticos”.

La idea de belleza que se encontrará en esta investigación está también relacionada con la idea de nacionalidad. En este sentido, un referente importante será la definición planteada por Gundle (2007: 30), quien en su estudio sobre Italia la definió como “la totalidad de las calidades físicas ideales específicas de un grupo étnico o de una población, relativa a un género determinado que tiene aprobación cultural” (Gundle, 2007: xxx). Este referente será tenido en cuenta, pero sin perder de vista la especificidad del contexto colombiano, considerando la fragmentación de clase y étnico-racial de su población, y por lo tanto la diferente participación de los distintos grupos en la llamada “belleza colombiana”. Además, tanto la belleza consumista y “democrática”, así como aquella elitista y nacional, serán puestas en relación dialógica con el fenómeno de globalización de los ideales estéticos, que permiten evaluar tanto las imposiciones que llegaban desde el exterior como las negociaciones identitarias que implicó. Los ideales estéticos, por lo tanto, serán considerados como el reflejo de dinámicas más amplias, que abarcaron ideas acerca de la identidad nacional, el género, la clase.

Siendo la belleza un atributo del cuerpo, es preciso fijar algunas aclaraciones sobre este concepto. Siguiendo los planteamientos de Le Breton, Hering y Pedraza, el cuerpo será considerado como “vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo”, del cual “nacen y se propagan las significaciones que constituyen la base de la existencia individual y colectiva” (Le Breton, 2002: 7). Por su parte, Hering invita a entenderlo no como fenómeno universal sino relacionado con contextos históricos y espaciales precisos, siendo un “portador social de codificaciones” que “adquiere sus significados a través de adscripciones y proyecciones en contextos sociales y culturales” (Hering, 2008: 15). Finalmente, siguiendo los planteamientos de Pedraza (2007), el cuerpo será considerado como un concepto a través del cual se puede comprender el ordenamiento social y simbólico de la sociedad. Por otro lado, el cuerpo no será considerado sólo como Introducción 27

fenómeno biológico, puesto que, como observó Haraway, la misma biología, producto de contextos sociales e históricos, ha representado un instrumento “de reproducción de las relaciones sociales”, convirtiéndose en una “fuente de decisiones valorativas” sobre las cuales se han fundado la construcción de la diferencia y su jerarquización (Haraway, 1995: 72). Lo mismo puede decirse del color de la piel, considerado no como realidad objetiva sino atributo al cual se asignan valores socio-culturales (Hering, 2010), reflejo de una “mirada sobre el otro” que revela mecanismos de evaluación e interpretación “que rigen las normas sociales y ordenan el sentido común” (Cunin, 2003). Puesto que la atribución del color de la piel responde a factores subjetivos y colectivos, para su definición se partirá de dos aspectos: primero, el fenotipo, entendido como un símbolo que, a través del cuerpo, es utilizado para crear jerarquizaciones entre los seres humanos; segundo, como lo ha planteado Castro-Gómez (2005), como estatus social.

Belleza, cuerpo y color de la piel son algunas de las maneras en que se manifiestan la “raza” y el género. El uso de la categoría “raza” siempre es problemático en las ciencias sociales, dado el riesgo de afianzar la existencia de una diferenciación entre seres humanos que ya numerosos estudios desde distintas disciplinas han comprobado no existir. Sin embargo, su uso se hará necesario, tanto por la influencia que sigue teniendo en la clasificación y jerarquización de la sociedad (Cunin, 2003: 21-24), tanto por respetar la terminología empleada en las fuentes, no fácilmente reemplazable por eufemismos que, además, desnaturalizarían el efectivo significado que le era atribuido, en el pasado como en la actualidad. Por lo tanto, la “raza” de la que se hablará en las páginas siguientes, debe ser entendida, tal como lo plantea Guimarães (2003: 104), como una categoría analítica que, pese a no existir, orienta y ordena el discurso sobre la vida social. A su vez, el género será entendido como otra forma socio-histórica de desigualdad, esta vez entre mujeres y hombres, que construye, legitima y naturaliza las diferencias biológicas (Stolke, 1999: 9 y 19). Es, por lo tanto, un producto cultural (Laqueur, 1990: 265) que atribuye significados sociales, culturales y psicológicos a las identidades sexuales biológicas (Stolke, 1999: 8).

Ninguna de estas categorías se presenta autónomamente. En las últimas décadas han sido elaboradas varias propuestas para dar cuenta de la manera en que distintos ámbitos de 28 Introducción

dominación se intersecan, imbrican, consustancian y articulan. Rasgo común de estas propuestas es mostrar el poder como un fenómeno complejo, no fácilmente adscrivible a una sola estructura de dominación sino conformado por varias que actúan simultáneamente, determinando el lugar de un individuo en la sociedad y los rasgos específicos de su discriminación y opresión. Pionero de estas propuestas ha sido el black feminism estadounidense, que desde sus orígenes le ha apostado a mostrar la peculiar experiencia de las mujeres afrodescendientes, determinada por la imbricación de opresiones de “raza”, género y clase (Viveros, 2016). Una de las herramientas teóricas y metodológicas para analizar dichas imbricaciones ha sido el concepto de interseccionalidad (intersectionality). Acuñado en 1989 por la académica y jurista afroestadounidense Kimberlé Crenshaw con el objetivo de demostrar las múltiples dimensiones de la opresión experimentadas por las mujeres “negras”, se ha vuelto uno de los principales paradigmas para explicar la condición de las mujeres de grupos marginados9. Siguiendo los mismos parámetros, la socióloga Patricia Hill Collins distingue entre interseccionalidad y matriz de dominación (matrix of domination), indicando la primera como referente a formas particulares en que distintas formas de opresión se intersecan, obrando juntas para producir injusticias, y la segunda para describir la organización general de las relaciones jerárquicas de poder en una sociedad, adaptándose a formas históricas específicas, análogamente a las opresiones cruzadas (Collins, 2000). Basándose en algunas teorías propuestas por Judith Butler y Anne McClintock, el antropólogo Peter Wade (2013: 51-52) ha propuesto el concepto de articulación. En particular, Butler ha invitado a reconsiderar las relaciones sociales que componen la esfera de lo simbólico, pensando en la “raza”, el género y la sexualidad como formaciones históricas cuyas normas se articulan recíprocamente (Butler, 2002: 262). Análogamente, para McClintock raza, género y clase pueden ser definidas categorías articuladas, formativas de la “modernidad imperial”. Como tales, nacen y se construyen recíprocamente en una relación histórica, caracterizándose por una interdependencia dinámica, cambiante e íntima. Aunque no puedan ser consideradas equivalentes, convergen,

9 Para un panorama de los debates acerca de la interseccionalidad se remite a las contribuciones de Viveros (2016), Yuval-Davis (2015), Hirata (2014) y Nash (2008). Introducción 29

se funden y se determinan con dinámicas complejas y a menudo contradictorias (McClintock, 1995). A diferencia de la interseccionalidad, a la cual atribuye una cualidad estática, Wade destaca el carácter más abierto y productivo de la metáfora de la articulación, debido a su capacidad de articular distintos factores para crear una nueva entidad y nuevos poderes, así como de connotar tanto el discurso como la estructura, enfatizando el carácter dinámico de la articulación de las distintas categorías (Wade, 2013: 51-52). Como ya afirmado anteriormente, y como se verá más en detalle a lo largo de este trabajo, los ideales estéticos se construyen a partir de imaginarios en que distintos factores están atados indisolublemente entre ellos. Para decirlo esquemáticamente, la belleza no es una suma de “raza”, género, clase y edad sino todas estas categorías al mismo tiempo, cuyos efectos no se pueden pensar por separado. De la misma manera, los cambios que ocurren en su concepción muestran la dinamicidad de esa articulación. Por esta razón, se decidió adoptar la metáfora de la articulación como herramienta metodológica para explicar las ideas acerca de la belleza en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, se trata de una elección contextual, relacionada con el acercamiento elegido para la investigación, derivado de las reflexiones surgidas del análisis de las fuentes seleccionadas. Privilegiar la articulación no implica, por lo tanto, desconocer las ventajas de adoptar un método interseccional. Al contrario, cada una desde su ámbito y posibilidad de aplicación, interseccionalidad y articulación contribuyen a entender la complejidad de las estructuras y de las relaciones de poder, así como los efectos que éstas tienen en la vida individual y colectiva.

Belleza y blancura serán estudiadas a partir de los imaginarios y representaciones que se produjeron sobre ellos. Siguiendo los planteamientos de Vignolo (2012), Hering y Pérez (2012) se considerarán los imaginarios como elemento constitutivo de un universo simbólico, en continua mutación pero arraigados en fenómenos de larga duración que configuran y reconfiguran las significaciones sociales por medio de su relación con las prácticas y las representaciones, orientando y dirigiendo la vida social, pero reflejando también su metamorfosis. A su vez, las representaciones, importantes sobre todo al momento de analizar fuentes visuales, serán entendidas como “materialización de 30 Introducción

concepciones culturales” (Chicangana-Bayona, 2012: 221), formas de enunciar y visualizar la realidad, en la cual se articulan tanto la evocación, como memoria y como idea, de objetos ausentes, pero también la autorrepresentación de sujetos (Pérez, 2012).

Esta investigación se basa en fuentes tanto escritas como visuales: secciones de belleza, anuncios matrimoniales, crónicas sobre concursos de belleza, publicidades, crónicas sobre las regiones. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos no se trata de dos tipologías distintas de fuentes sino de una sola, en que el escrito y la imagen se acompañan para construir el mensaje con que se quería llegar al público, fortaleciéndolo. Por lo tanto, los imaginarios y representaciones alrededor de la belleza serán escudriñados articulando el análisis del discurso escrito con aquello del documento visual. De esta manera, a diferencia de lo observado por Burke, las imágenes no constituirán un testimonio “mudo” (Burke, 2005: 18). Un discurso parecido se puede hacer sobre otro tipo de fuentes que será utilizado, aunque con menor frecuencia que las anteriores: las producciones cinematográficas y televisivas. Como afirma Guarín (2012: 169), la imagen es una “experiencia medial” en la cual el cuerpo forma y completa el mensaje que ésta quiere transmitir. Por lo tanto, su visualidad manifiesta un acto en que se entrelazan discursos y representaciones. Para el caso de los documentos consultados para esta investigación, es posible añadir otro aspecto, es decir, la presencia de diferentes textos al interior del mismo documento: no solamente la imagen sino también, por ejemplo, diálogos o comentarios de una voz narradora. Todos ellos se unen para conformar un único discurso. Por lo tanto, el análisis de estos documentos implica el análisis de los diferentes textos que lo conforman.

4. La periodización y sus problemas: la estructura

Con la excepción del primero, los capítulos que componen esta investigación están organizados en orden cronológico, cada uno enfocado en una década entre aquellas Introducción 31

consideradas en el marco temporal analizado. A este propósito, es preciso formular dos advertencias. En primer lugar, la estructura propuesta no escapa la convencionalidad que caracteriza cualquier periodización: ninguno de los temas en los que está enfocado cada capítulo nace y desaparece en el marco temporal tratado. Relacionado con ello, más que sistematizar datos y acontecimientos, cada capítulo estará centrado en los ejes temáticos que fueron considerados más sobresalientes de cada década, teniendo en cuenta que ninguno de ellos apareció repentinamente en un momento dado para luego desaparecer, sino que fue el producto de fenómenos cuyas bases se asentaron con anterioridad y cuyo desarrollo siguió posteriormente. Cada uno de esos ejes temáticos contribuirá a problematizar la relación entre blancura y belleza.

En el primer capítulo será problematizada la construcción de la blancura con una perspectiva de larga duración. Se propondrá un análisis de los cambios ocurridos a lo largo del tiempo en la simbología del color “blanco” para describir la piel humana, ahondando posteriormente en la construcción de la blancura en Colombia a través de un análisis de los significados localmente atribuidos a las categorías empleadas para describir el color de la piel. Por medio del que será definido como “sistema cromático-racial” colombiano, se analizará el “acento local” de la blancura mostrando, por un lado, su centralidad en dicho sistema, pero también su flexibilidad e inestabilidad, que permiten una continua negociación de la ubicación racial –favorecida por la ideología imperante del mestizaje y la creación de categorías intermedias– y, por lo tanto, de quiénes puedan ser incluidos o excluidos de ella.

El segundo capítulo se enfocará en la permanencia de la blancura en los ideales estéticos. A través del análisis de publicidades y consejos de belleza impresos en Cromos en los años cincuenta, se problematizará la recepción de los cánones que se estaban imponiendo gracias a la progresiva globalización de la belleza, mostrando la persistencia del ideal de la blancura en su definición. En particular, los discursos acerca de la piel y de su color permitirán evidenciar el poder representativo del “blanco”, haciendo de la belleza un paradigma para hablar de quienes fueran así racializados como encarnación simbólica de toda la humanidad. 32 Introducción

El tercer capítulo tratará el progresivo oscurecimiento de los cánones de belleza entre los años cincuenta y sesenta. Se analizará cómo, a través de la tensión entre modernidad y tradición se asiste a una fragmentación de la blancura, y a una mayor exaltación de fenotipos más “oscuros”, correspondientes a una visión tradicional de los ideales de género. Todo ello se traducirá en un relativo cambio en los ideales estéticos. La emergencia de la belleza colombiana en el panorama internacional, comenzada en 1958 con la victoria de Luz Marina Zuluaga a Miss Universo, permitirá además analizar el lugar de lo “blanco” en ella, así como la posición de las minorías étnico-raciales y del mestizo, tanto como figura considerada encarnación de la nacionalidad como, físicamente, síntesis del aporte de las distintas “razas” a la creación de un tipo nacional.

En el cuarto capítulo, los discursos acerca de la revolución sexual que caracterizaron la década de 1970 darán la ocasión para profundizar el oscurecimiento de los cánones de belleza y analizar otro rasgo distintivo de la blancura: su capacidad de perpetuar su poder representativo, incorporando incluso lo que le es antitético, lo “oscuro”. Será analizado también cómo la valoración de la esfera sexual llevó a una mayor inserción en la idea de belleza de grupos históricamente relacionados con varias formas de oscuridad: desde una perspectiva étnico-racial, los mestizos y la población afrodescendiente; en términos de género, los hombres. Se problematizará entonces cómo los cambios en la concepción de los roles de género y la mayor visibilidad adquirida por grupos raciales minoritarios –tanto a nivel internacional como local– influenciaron esa “democratización” de la belleza, así como los límites y la persistencia de jerarquizaciones que seguirán perpetuando el lugar central de la blancura, aunque concebida de manera diferente respecto al pasado.

Finalmente, el quinto capítulo representará idealmente la conclusión del proceso de oscurecimiento de los cánones de belleza, mostrando cómo la “contrarrevolución sexual” que caracterizó los años ochenta se tradujo en un regreso a la blancura (casi) tradicional en los ideales de belleza femenina, reflejada en la renovada exaltación de la piel “blanca”, y de rasgos físicos como el cabello rubio y los ojos azules, así como en el regreso de valores tradicionales como el amor romántico y la familia. En el ámbito nacional, el germinar de los procesos que a inicio de la década siguiente llevarán a la reforma constitucional, así Introducción 33

como el cuestionamiento y reinterpretación del proceso de formación de la sociedad estimulados por el acercarse de los 500 años del “descubrimiento” de América, generarán nuevos discursos sobre la nacionalidad. En lo relacionado con el cuerpo, llevarán a una reinterpretación del mestizaje, especialmente en lo que tiene que ver con la participación del componente indígena, que de manera compleja entrará así en los ideales estéticos.

34 Introducción

Capítulo 1

Blancuras.

Color de la piel y “raza” en la segunda mitad del siglo XX

Antes de analizar la manera en que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la blancura se cruzó con la concepción de la belleza, es preciso introducir este concepto, objetivo que se perseguirá en el presente capítulo. Los numerosos estudios realizados sobre el tema comparten un planteamiento que guiará esta investigación: aunque se sustente en el aspecto físico, la blancura no es una esencia biológica. La estudiosa alemana Uli Linke la define como un lugar de poder, designación de un espacio político que se compone de un régimen de desigualdad sustentado por prácticas culturales normativas; es, además, una categoría relacional, determinada por la manera en que ubica a otros en sus márgenes. No marcada, no vista y protegida de la mirada pública, la blancura está profundamente arraigada en la política de dominación (Linke, 2004: 207). Por su parte, Steve Garner la conceptualiza como un conjunto de valores, una forma de capital cultural. Además, aunque su equiparación con el poder sea una constante en los varios “regímenes raciales”, la blancura “habla con acentos locales” (Garner, 2007: 62 y 80), es decir, su manera de manifestarse varía según el contexto socio-histórico. Esta última afirmación es particularmente importante para un estudio como éste, enfocado en un país históricamente construido como “mestizo” y, por lo tanto, “no-blanco”.

Históricamente, el discurso sobre la blancura ha sido sustentado en la creación ficticia, pero no por eso menos poderosa, de un “nosotros” racializado como “blanco”, que en razón de

36 Capítulo 1. Blancuras

su poder, determinado por representar una civilización supuestamente superior, ha marginalizado a otros no-blancos, imaginados como salvajes, no civilizados o menos civilizados. Las representaciones sobre el cuerpo han sido el fulcro de estos imaginarios. Sin embargo, el cuerpo no es más que la manifestación visible de un conjunto de valores, prácticas y de un sistema normativo más amplio que concurren a conformar la blancura. En un contexto ideológicamente dominado por una idea del mestizaje como elemento fundante de la nacionalidad, origen de un sistema de relaciones raciales en que las identidades son flexibles, desdibujadas y sujetas a constantes redefiniciones y negociaciones, quiénes hagan parte de ese “nosotros” y quiénes de esos “otros” no siempre es rígidamente definido.

La blancura es entonces una ficción, en la cual las representaciones sobre el cuerpo se cruzan constantemente con otras acerca de la clase, el género, el origen geográfico, la modernidad, la cultura. Eso no implica atribuir al cuerpo un lugar secundario; al contrario, es un factor central para racializar a una persona como “blanca” o “no-blanca”. Sin embargo, tampoco el cuerpo es un elemento objetivo, sujeto como está a múltiples lecturas resultantes de los códigos elaborados por una sociedad, reflejo de su historia y de cómo se han desarrollado las relaciones entre sus miembros. Entender el “acento local” con el que se expresó la blancura implicará considerar esa historia. Punto de partida serán las ideas acerca del color de la piel, expresadas por periodistas y lectores de la revista Cromos, resultado de un proceso histórico que, desde la época colonial, ha atribuido a este elemento un lugar central para definir la calidad de un individuo (Katzew, 2004; Hering, 2011; Araya Espinoza, 2014).

Para lograr el objetivo, el capítulo estará subdividido en dos partes. En la primera se presentará un recorrido histórico sobre el color “blanco” para mostrar su variabilidad a lo largo del tiempo, enfatizando el quiebre representado por la expansión europea de los siglos XV-XVIII. En la segunda, la atención se concentrará en el que será definido como “sistema cromático-racial” colombiano, analizando la construcción local de la blancura a partir de los significados atribuidos a los varios “colores” de la piel.

Capítulo 1. Blancuras 37

1. Blanco: breve historia de un color (de piel)

Como advierte el medievalista francés Michel Pastoureau, los problemas relacionados con los colores son problemas sociales, siendo la sociedad “la que ‘hace’ el color”, aplicándole definiciones y significados, construyendo sus códigos y sus valores, organizando sus prácticas y determinando sus implicaciones. Por lo tanto, para estudiar el color es necesario tener en cuenta el espacio, el tiempo y los contextos culturales en que es construido (Pastoureau, 2009: 17). Espacio, tiempo y cultura son determinantes si se consideran las teorías elaboradas históricamente alrededor del blanco. Análogamente a su opuesto, el negro, este término presenta un ulterior problema, igualmente importante para entender su simbología: ¿es o no es un color? En la sociedad occidental, la respuesta a este interrogante ha variado a lo largo del tiempo. Fue positiva en las sociedades antiguas –para las cuales, junto al rojo y al negro, era uno de los colores basilares (Pastoureau, 2006: 40)– y siguió siéndolo hasta la Edad Media, cuando representó uno de los dos polos entre los cuales se situaban los demás colores, respetando un orden aristotélico que iba del blanco al negro, pasando por el amarillo, el rojo, el verde y el azul (Pastoureau, 2009: 141). El blanco perderá el estatus de color en el siglo XVI con la invención de la imprenta: el volverse el papel soporte de textos e imágenes determinó la equivalencia de blanco e incoloro, es decir, ausencia de color. Un aporte importante a esa conceptualización llegará, un siglo después, con los experimentos sobre el prisma realizados por Isaac Newton. El físico inglés consideró la luz blanca una mezcla de las luces de todos los colores que, al atravesar un prisma, se dispersa en rayos de colores, identificando cinco: rojo, amarillo, verde, azul y morado. Hasta inicio del siglo XX, blanco y negro se volvieron así colores “aparte” (Pastoureau, 2006: 40; 2009: 11-12 y 148).

Por su parte, Richard Dyer distingue tres maneras en que el blanco es entendido socialmente: 1) como color o matiz (hue), es decir, una variación más entre aquellas que se pueden observar en el mundo, igual a aquella de los demás colores; 2) como categoría utilizada para describir la piel; 3) sus connotaciones simbólicas. Especialmente las primeras, evidencian la inestabilidad del blanco. De hecho, como matiz comparte con los demás colores la pertenencia a un sistema que pretende dividir el espectro continuo de los 38 Capítulo 1. Blancuras

colores en unidades separadas; por lo tanto, no es uniforme: no existe un solo blanco, sino varios. Sin embargo, el blanco difiere de otros colores en cuanto no es necesariamente considerado tal: síntesis de todos, se vuelve también neutro, característica particularmente importante en el momento en que será usado para designar a un grupo considerado representativo de toda la humanidad. Además, a diferencia de otros colores, tiene un opuesto, el negro: si el blanco es luz, el negro es su ausencia. Un discurso parecido se puede plantear si se considera el blanco como color de piel. El hecho de no ser un color, continúa Dyer, garantiza a la blancura una gran dinamicidad. En este sentido, es más una cuestión de adscripción que un hecho objetivo y concreto: las personas blancas son tales porque así se consideran, y más por el significado atribuido a ese color que porque ése sea el término más preciso para describir el color de su piel (Dyer, 1997: 50)10. Como color de la piel, el blanco se caracteriza entonces por su fluidez, hecho que hace la blancura el producto de una coalición, con fronteras y jerarquías internas que establecen quiénes estén incluidos en ella y quiénes excluidos. Así, pueblos como los irlandeses y los latinos (tanto de América como de Europa Mediterránea) pueden ser considerados blancos o no según el contexto; de la misma manera, las jerarquías internas hacen que haya “blancos” “más blancos que otros” y, por consiguiente, “blancos” que lo serán menos. Finalmente, la blancura no distingue solamente entre los grupos que están incluidos en ella, sino también a su interior, es decir, entre aquellas personas cuya identidad racial no está en tela de juicio. Así, los “blancos” pueden diferenciarse: 1) por clase: obreros y campesinos son considerados más oscuros que los aristocráticos; 2) por género: como muestran innumerables fuentes literarias desde la Edad Media hasta la actualidad, se tiende a atribuir a los hombres un color más oscuro que a las mujeres. En otros casos, las diferencias de clase y de género se cruzan: así, las mujeres de clase baja serán representadas como más oscuras que aquellas de clase alta. De esta inestabilidad, concluye Dyer, la blancura trae su fuerza, haciendo de ella una categoría aparentemente alcanzable, flexible y variada,

10 Ejemplos de blancura como adscripción pueden ser considerados grupos como los japoneses, que en la Alemania nazi o en el Suráfrica del apartheid lograron el status de “blancos honorarios”, o la inclusión de los italianos “oscuros” en la “raza aria” por parte del régimen nazi (Dyer, 1997). Capítulo 1. Blancuras 39

configurando un criterio móvil de inclusión (Dyer, 1997: 45-57). Dyer y Pastoureau coinciden en observar la connotación simbólicamente positiva que el blanco ha mantenido a lo largo del tiempo, aun con variaciones geográficas e históricas: color del bien y de la luz, contrapuesto al mal y a la oscuridad, representados por el negro (Dyer, 1997: 58-60; Pastoureau, 2009: 24). Esa oposición es bien ejemplificada en la teología cristiana: en el Nuevo Testamento, blanco es el color de Cristo, de la luz, la gloria, la resurrección, el bien, usado en las fiestas dedicadas a Cristo, a los ángeles y a la Virgen (Pastoureau, 2009: 30 y 39).

A lo largo de la historia, este entramado simbólico está constantemente presente en el uso del color blanco para describir la piel humana. A este propósito, Gary Taylor distingue seis etapas, semánticamente distintas y cronológicamente superpuestas, que abarcan un periodo entre el siglo IX y el XVII. En la primera, “blanco” se refiere a la pigmentación de algunas partes del cuerpo de un individuo, funcionando no como marca racial sino de género y clase. En términos de género, era laudada e idealizada en las mujeres –señal de su encierro en la esfera doméstica, de su modestia y estatus social elevado– y poco deseable en los hombres, asociado como estaba con los castrati y los leprosos, símbolo de cobardía y feminidad (Taylor, 2005: 34). De acuerdo con las teorías de los humores que dominaron la medicina clásica, medieval y renacentista, blanco era además el color de la flegma, dominante en las mujeres e índice de su frialdad, debilidad, inconstancia e imperfección (p. 36)11.

En la segunda etapa, “blanco” adquiere una acepción negativa, cuyos orígenes arraigan en los textos clásicos, perpetuados por los traductores y estudiosos medievales y humanistas. Basándose en las teorías médicas elaboradas en las sociedades mediterráneas, consideraban que un estado ideal de salud dependía de un balance de los humores: una apariencia excesivamente “blanca” (es decir, “clara”) o “negra” (“oscura”) sería índice de un desbalance corporal, siendo el ideal expresado por un color intermedio entre los dos extremos. Este “prejuicio antiblanco” fue ejemplificado por el monje dominico Alberto

11 Sobre el tema, ver también Groebner (2008); Hering (2010); Rappaport (2012). 40 Capítulo 1. Blancuras

Magno (1200-1280) según el cual, si los africanos eran oscuros debido a los efectos quemantes del sol, los pueblos nórdicos serían “blancos” debido a los efectos del frío (Taylor, 2005: 43-45). Por otro lado, ya Plinio el Viejo (23-79 d.C.) los había tildado de salvajes debido al efecto del viento del Norte (Van der Lugt, 2005: 453). En esta etapa, “blanco” no es un atributo individual sino colectivo, pero con un significado negativo (Taylor, 2005: 45).

En la tercera etapa, cuyo inicio Taylor ubica a mediados del siglo XVI, “blanco” adquiere un significado neutral, ni positivo ni negativo, empleado para indicar la complexión de pueblos europeos y no europeos. Por ejemplo, el español Francisco López de Gómara lo utilizó para describir a los pueblos europeos en contraste con el color “leonado” de los indígenas americanos y el “negro” de los africanos. Sin embargo, observa Taylor, en esta etapa el “blanco” de los europeos no parece un color uniformemente aplicable a toda la población de ese continente sino aquello “más común” en ella, parte de un espectro que iba, en varias tonalidades, del blanco hacia el negro. En cuanto a los pueblos no-europeos, Cristóbal Colón lo empleó para describir algunos grupos indígenas caribeños encontrados durante su tercer viaje en el Nuevo Mundo; en el siglo XVI, el término aparece también en relación con los chinos y, en el XVII, con poblaciones musulmanas del Norte de África.

En la cuarta etapa, comenzada a finales del siglo XVI, “blanco” es usado para describir la complexión de los europeos, pero de manera neutral. Se crea en esta fase una blancura europea “no cualificada” (unqualified), ni positiva ni negativa, elemento de distinción respecto a los otros grupos humanos. “Blanco” adquiere entonces un significado colectivo, relacionado con un grupo específico, que homogeniza a los europeos cancelando sus diferencias. Solamente desde inicio del siglo XVII, comienza a ser usado para indicar positiva y exclusivamente a los europeos (quinta etapa), adquiriendo un nuevo sentido y un nuevo uso. Se prepara así el terreno para la fase siguiente: en la sexta etapa, se vuelve un sustantivo genérico, usado con una acepción positiva para describir colectiva y Capítulo 1. Blancuras 41

positivamente tanto a hombres como a mujeres europeas12. De signo fisiológico, “blanco” pasa a ser un signo moral y teológico, aspectos sobre los cuales se construirá el poder social de la ficción de la blancura étnica. Así, el derecho de los europeos “blancos” a esclavizar los africanos “negros” encontrará una de sus bases en una interpretación cromática de la maldición lanzada por Dios a los descendientes de Cam –ahora identificado como “negro”– a ser esclavizado por sus hermanos. En las colonias americanas y caribeñas, la justificación económica, moral y teológica de la esclavitud se tradujo en una división del trabajo, asociando ésta con el sustantivo “negro” (empleado para las personas africanas esclavizadas) y su opuesto, la libertad, con el sustantivo “blanco”, color atribuido a los amos. Ya no se trata, entonces, solamente de una categoría epidérmica sino política, fundamento de un estatus legal usado para definir los privilegios políticos de un grupo (los colonos europeos) en detrimento de otros, los esclavos africanos y los amerindios. En las colonias británicas, la blancura se constituyó en la creación de una oposición binaria y complementaria –blanco y negro– basada en la construcción de una frontera entre quienes podían ser esclavizados y quienes no, reemplazando así la multiplicidad de identidades geográficas, lingüísticas, religiosas, étnicas, políticas y de clase y creando una distinción entre libres y esclavos (p. 202). Legal y socialmente, la esclavitud es ahora cromáticamente marcada. De esta manera, “blanco” adquirió un sentido moral positivo, borrando aquello negativo que originalmente había tenido en relación con los cuerpos masculinos (p. 242).

Resultado de esos procesos fue la transformación del significado de “blanco” en sustantivo étnico moderno, positivo y colectivo. Términos como “blanco” y “negro”, que hasta entonces habían indicado el color del cuerpo, es decir, uno de los varios atributos que éste podía tener, se volvieron condición determinante para la identidad de un grupo, borrando las diferencias individuales (pp. 266-267). Como se vio anteriormente, no se trataba de términos objetivos y neutrales. Casi paralelamente a este proceso, surgieron distinciones internas a los mismos “blancos”, por ejemplo, entre los europeos del norte (franceses,

12 De acuerdo con Taylor, en las lenguas inglesas y francesas, el uso genérico de “blanco” se difundió a partir del siglo XVII, mientras en italiano ocurriría ya en 1528 en la obra Il Cortegiano de Baldassarre Castiglione (Taylor, 2005: 31 y 39). 42 Capítulo 1. Blancuras

ingleses, alemanes y holandeses), representantes de una norma, y aquellos del área mediterránea (españoles e italianos), considerados físicamente más cercanos a los africanos (Taylor, 2005: 269; Fuchs, 2009: 123-125). La pretendida superioridad europea se reflejó también en la ciencia. Los descubrimientos científicos del siglo XVII proporcionaron elementos que, desde la perspectiva (norte)europea, por un lado, sufragaban su supuesta superioridad sobre americanos, africanos y asiáticos, por el otro, contribuyeron a establecer barreras internas, afirmando la centralidad de los europeos noroccidentales respecto a los mediterráneos. Surgió así la que Taylor define una “ciencia racial”, cuya fundación atribuye al inglés Robert Boyle (1627-1691). Sus teorías unieron las investigaciones científicas sobre el color con aquellas sobre las diferencias raciales, conceptualizando la blancura como fenómeno estable, impermeable e inalterable. De acuerdo con Taylor, las teorías de Boyle se fundaron en la premisa de que el cuerpo “blanco” reflejaría una cantidad de luz mucho mayor respecto a los demás colores sin ser considerablemente alterado por los rayos solares. Así, mientras un cuerpo negro absorbería la luz y el calor, cambiando su condición interior, debido a que no internalizaría la luz y el calor, uno blanco quedaría independiente de las influencias externas. La aplicación de esa teoría a los grupos humanos fue inmediata: se consideró que, análogamente a los esclavos, el cuerpo negro pudiera ser dominado por fuerzas externas, mientras el blanco mantendría su autonomía. De esta manera, Boyle volcó las teorías geohumorales que consideraban la complexión blanca el producto de la influencia del ambiente físico de un ser humano, contribuyendo a crear la mitología de la blancura. A la alteración del registro simbólico de la blancura, equiparada con la luz, contribuyeron las teorías sobre el color de Isaac Newton (1642-1727). Con él, la blancura adquirió esa característica de universalidad que mantendrá durante siglos: considerada combinación de todos los colores, ausencia y multiplicidad de color. Después de Newton, afirma Taylor, todas las referencias a la luz contenida en los textos del pasado y del presente, pudieron ser leídas en términos etnográficos, afectando particularmente los textos religiosos y literarios (Taylor, 2005: 286-308).

Un paso importante en la división cromático-racial de la humanidad fue el desarrollo del sistema de la taxonomía por parte del naturalista sueco Carl von Linneo, en la primera Capítulo 1. Blancuras 43

mitad del siglo XVIII. Su Systema naturae planteó la división de la humanidad en cuatro razas, atribuyendo a cada una un “color” específico: los europeos “blancos”, los americanos “rojos”, los asiáticos “amarillos” y los africanos “negros”. A cada una correspondería un carácter específico, determinando una correlación entre “raza”, color y temperamento cuyas influencias perdurarán en el tiempo. Así, el “europeo blanco”, sanguíneo y corpulento, estaría gobernado por las leyes; el “americano rojo”, colérico y erecto, por las costumbres; el “asiático amarillo”, melancólico y rígido, por las opiniones; el “africano negro”, flemático y flojo, por la arbitrariedad (Hering, 2010: 147-148).

De acuerdo con Taylor (2005: 54), casi seguramente la blancura se formó como ideal étnico y marca de identidad en la península ibérica13. Sin embargo, será con el imperialismo y el colonialismo que el blanco se afirmará como color ideal, relacionado con un origen geográfico, una cultura y un estado de civilización considerados superiores (Hering, 2010: 120). En ese contexto, los españoles comenzaron a autodenominarse “blancos”, en contraste con el color de piel atribuido a las poblaciones indígenas. Aunque ya desde inicio del siglo XVI la “impureza” de la sangre comenzó a ser establecida con base en criterios físicos como el color de la piel y la fisionomía, en las colonias americanas se desarrollará una “relación conjetural” entre el color y la pureza que articulaba el ideario de la “limpieza de sangre” con principios raciales. Así, lo que en la península ibérica era establecido con base en la memoria y la genealogía, fue transferido al color de la piel, originando un sistema pigmentocrático que distinguía y segregaba a los habitantes a partir de la apariencia y la genealogía (Hering, 2010).

13 La afirmación se basa en el uso del término “branco”/”blanco” en algunos documentos de venta de esclavos moros en 1332, estudiados por James Sweet, distinguidos entre “blancos” y “negros”. Apartándose de las teorías que relacionan el surgimiento del racismo con el capitalismo, Sweet plantea la existencia de formas de racismo y discriminación racial anteriores al descubrimiento de América. Sus teorías se basan en la mezcla, operada por las sociedades modernas tempranas, de los conceptos actualmente definidos “cultura” y “raza”; para ellas, la inferioridad cultural de un pueblo implicaría siempre su inferioridad biológica, expresada particularmente por el fenotipo y el color de la piel. En el contexto de la Reconquista y de los contactos con los musulmanes, una vez que los rasgos de los infieles y de los esclavos fueron asociados con la “negrura” (blackness), la “raza” se volvería la fuerza impulsora de la actitud de españoles y portugueses hacia las poblaciones del África sub-sahariana (Sweet, 1997: 144-145). Estas teorías han sido retomadas por Fredrickson (2002: 29). En la interpretación de Taylor, los documentos citados por Sweet demostrarían un primer uso de “blanco” como ideal étnico y marca de identidad (Taylor, 2005: 54) 44 Capítulo 1. Blancuras

En las colonias españolas, el significado de “blanco” adquirió entonces nuevos matices, superposición de “raza” y nacionalidad: la categoría “blanco” terminó coincidiendo con aquella de español14 determinando, por un lado, el blanqueamiento de los españoles y, por el otro, la cancelación de otros sujetos europeos de la América española (Fuchs, 2005: 13)15. Ann Twinam subraya la compleja interrelación entre esas dos categorías. Usados de manera intercambiable, “blanco” y “español” podían ser empleados también para diferenciar los “blancos” nacidos en España de aquellos nacidos en América, identificados con base en su distinción en la sociedad local (Twinam, 2015). Inestable y no siempre observable, en la sociedad colonial el color de la piel se entrelazó con los principios de “calidad” y “limpieza”. De acuerdo con Hering, la blancura implicaba la ausencia de “raza”, es decir, de la mancha representada por la descendencia de poblaciones indígenas, negras, mulatas, musulmanas y judías; por otro lado, calidad y color dependían también de las relaciones sociales (Hering, 2010). De hecho, como observa Castro-Gómez (2005) a propósito de la Nueva Granada, desde la colonización el fenotipo determinó la posición de un individuo en el espacio social, y su posibilidad de acceso a bienes culturales y políticos.

Sin embargo, en la América hispánica la blancura no estaba estrictamente relacionada con el color de la piel, designando más bien la riqueza y la posición social de una persona. Retomando una categoría acuñada por Pierre Bourdieu, Castro-Gómez la define como un capital cultural, un estilo de vida, una escenificación social que permitía a las elites criollas distinguirse de los demás sectores, configurándose como un “imaginario cultural” deseado por todos los estratos. Su apropiación por parte de los mestizos implicaría una forma de

14 El caso de los españoles muestra el uso político que puede adquirir la atribución de blancura a un pueblo. Considerados “blancos” en sus colonias, no siempre lo fueron en el panorama global. Retomando los planteamientos de Alain Milhou, Barbara Fuchs analiza el surgimiento, durante el siglo XVI, de una “leyenda negra” (black legend) alrededor de España. En ella, el reino ibérico fue sujeto a una estigmatización debido a su mestizaje biológico y cultural con los moros y los judíos, hecho que hacía de él una nación de frontera. En esa época, mucha propaganda antiespañola asoció España al Islam, al África y a personas de piel oscura, intentando presentarla como biológicamente –aunque no necesariamente visualmente– “negra” (Fuchs, 2009: 20 y 117; sobre el tema ver también Taylor, 2005: 239). 15 En las colonias inglesas el proceso fue inverso. Debido a la presencia de europeos de diferentes orígenes, la blancura adquirió un significado genérico, apartándoles jurídica y socialmente de las poblaciones “negras” esclavizadas y de los indígenas (Taylor, 2005: 182 y 185). Capítulo 1. Blancuras 45

empoderamiento frente al estamento criollo dominante, igualándosele por medio de las prácticas que le habían permitido construir su hegemonía cultural. El blanqueamiento se configuraría entonces como una “táctica de resistencia y movilización” (Castro Gómez, 2005: 95). En las colonias españolas, la flexibilidad de la blancura es bien mostrada por las cédulas de gracias al sacar, documentos que permitían a un individuo obtener el estatus jurídico de blanco y acceder a los beneficios que éste conllevaba: la educación, el matrimonio con un blanco, el sacerdocio, las actividades económicas productivas (Castro- Gómez, 2005: 105). De acuerdo con Twinam, una peculiaridad de las cédulas de gracias al sacar fue operar una distinción entre el color y la naturaleza: aunque el blanqueamiento que proporcionaban no implicara el cambio del color de una persona, su otorgamiento eliminaba socialmente un “defecto” determinado por la naturaleza (Twinam, 2015: 66).

Las dinámicas de la sociedad colonial determinaron entonces una gran flexibilidad en la concepción de la blancura. A este propósito, en su estudio sobre el Caribe colombiano entre finales del siglo XVIII e inicio del XIX, la historiadora Aline Helg habla de una “blancura polifacética”, que incluía a los españoles y a los criollos blancos de comprobada limpieza de sangre, hijos legítimos, propietarios, que se desempeñaban en trabajos no manuales, tenían educación, un estilo de vida “honrado” y podían aspirar a la plenitud de derechos y a los privilegios, pero también a los blancos pobres y a los llamados “blancos de la tierra”. Esta última categoría, que Helg no profundiza, es particularmente interesante, dado que parece abarcar un variado espectro de individuos a quienes, de alguna manera, era permitida una inclusión, no se sabe cuánto estable, en la blancura: personas pobres y de piel clara que, sin embargo, no podían comprobar su “limpieza de sangre”, así como mulatos, cuarterones y “libres de color” que podían pasar por blancos (Helg, 2004: 256) cuyas ocupaciones no agrícolas, según una idea expresada por el virrey Mendinueta, le “aclaraban el color” (p. 48 y 94).

Las dinámicas descritas muestran la blancura como un fenómeno flexible y dinámico, cuyas fronteras pueden abrirse y cerrarse según las circunstancias. Esas características siguieron vigentes en la época de la que nos estamos ocupando, y son particularmente 46 Capítulo 1. Blancuras

importantes para entender su construcción en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX.

2. Un país mestizo… en blanco y negro: el sistema cromático-racial colombiano

En una sociedad pigmentocrática como aquella que se estableció históricamente en Colombia, el color de la piel ha representado un importante elemento de identificación y clasificación, asociado desde la Colonia a la calidad atribuida a una persona (Hering, 2011). Como observó a finales del siglo XX un periodista de Cromos, el mestizaje entre blancos, indígenas y africanos, había llevado a la aparición de una multiplicidad de colores de piel, comprendida entre el “carmelita oscuro” y el “blanco lechoso” (C-3482, 1984: 34). Aunque no lo afirmara explícitamente, la cercanía a uno u otro de esos dos extremos tendría consecuencia en establecer el valor de un individuo, índice como era de su ubicación en la jerarquía racial de la nación: cuanto más claro fuera un individuo, más cercano estaría a su cumbre, los “blancos”; cuanto más oscuro, más cercano estaría a su base, las poblaciones afrodescendientes e indígenas. De allí su presencia y centralidad en una variada tipología de documentos: debía, por ejemplo, ser indicado en la cédula de ciudadanía aprobada por la Ley 31 de 1929 entre los elementos que identificaban a su titular; lo emplearon numerosos autores y autoras de anuncios matrimoniales, publicados en Cromos en la sección Buscando Corazones entre 1962 y 1971, para presentarse a un público de potenciales parejas; fue frecuentemente destacado en los concursos de belleza para describir a sus participantes. ¿Cuáles eran los “colores” que se podían observar en la población colombiana? En 1949, los autores de unas instrucciones proporcionadas a los funcionarios encargados de preparar la cédula de ciudadanía, distinguieron cuatro, detallándolos de la siguiente manera:

“Cutis: anótese el color, que puede ser blanco, trigueño, moreno o negro. El blanco, correspondiente a piel blanquísima, por falta de pigmento, es muy escaso entre nosotros: en cambio abunda muchísimo el cutis trigueño; el moreno corresponde a un alto porcentaje de colombianos, y el negro predomina en las costas marítimas y en las hoyas de nuestros Capítulo 1. Blancuras 47

grandes ríos. A continuación del color anótese el matiz (en el trigueño y el moreno), que puede ser claro, medio u oscuro, y luego el grado de sanguinolencia, según el cual será rojo o rosado” (Colmenares y Bastidas, citado en Restrepo, Guerra y Ashmore, 2013: 312).

“Blanco”, “trigueño”, “moreno” y “negro” serían los cuatro “colores” predominantes en la población colombiana, siendo el primero aplicable a una exigua minoría, el último característica de una parte de la población bien delimitada geográficamente, y los demás presentes en la mayoría de personas que habitaban el país. Además, mientras “blanco” y “negro” eran considerados colores homogéneos, “trigueño” y “moreno” podían ser subdivididos en matices, incluidos entre una tonalidad clara y una oscura. El panorama es parcialmente diferente si se considera la frecuencia con que las mismas categorías fueron utilizadas en los anuncios matrimoniales publicados en la sección de Cromos Buscando Corazones (1962-1971). Sus autores y autoras utilizaron un espectro más amplio de “colores”; sin embargo, se ubicaron en su mayoría en las cuatro indicadas en el documento anterior. La diferencia arraiga en la cantidad de personas que se reconocieron en cada una. “Blanco” no aparece un color tan escasamente presente en la población colombiana, siendo empleado por un cuarto de las mujeres (25.75%) y un quinto de los hombres (21.68%); al contrario, escasa es la presencia del color “negro”, usado por apenas cuatro hombres de 1563 (0.25%) y ninguna de las 2535 mujeres que indicaron su color de piel para describirse (ver gráficos 1 y 2). Además, solamente blanco aparece una categoría homogénea, distinguiéndose en las otras varios matices; no hizo excepción el color “negro”: de los cuatro hombres que acudieron a él, uno lo acompañó por el adjetivo “claro” y otro por “apanelado”.

Dicotómica es la descripción de los colores de piel presentes en la población colombiana, planteada por un periodista de Cromos, quien en un artículo de 1973 analizó la diferencia entre los habitantes de la isla de San Andrés y los colombianos continentales. Los sanandresanos, afirmó, en nada se parecían a los demás colombianos: no hablaban el mismo idioma, practicaban una religión diferente, así como diferentes eran sus orígenes. De hecho, mientras los continentales descendían de marineros españoles, los sanandresanos 48 Capítulo 1. Blancuras

Capítulo 1. Blancuras 49

50 Capítulo 1. Blancuras

descendían “de piratas ingleses y navegantes de Holanda” (C-2884, 1973: 94). Otra diferencia arraigaría en el color de la piel:

“La parte continental de este país –explicó el periodista– se ufana de su color, generalmente blanco tirando a pálido, mientras que los sanandresanos son de un negro azuloso que no recuerda a los boxeadores de Cartagena sino a los traficantes de Aruba, o a los esclavos de los algodonales sureños norteamericanos” (C-2884, 1973: 94).

A los imaginarios sobre una población caracterizada por una multiplicidad de colores de piel originada por el mestizaje, parece contraponerse una más sintética, que enfatiza apenas dos, el blanco y el negro. Aparentemente antitéticas, las representaciones de los dos artículos expresan más bien maneras distintas de hablar del país, de su composición poblacional y de los significados atribuidos a ese rasgo. La articulación de esas imágenes es de fundamental importancia para entender el sistema cromático-racial colombiano y la construcción local de la blancura.

El color de la piel no es un hecho objetivo, proyectándose en él los valores imperantes en un determinado contexto cultural (Hering, 2010: 114). Producto de la interacción, es, en las palabras de la socióloga Elisabeth Cunin, un “vector de clasificación social del otro”, cuya percepción moviliza esquemas cognitivos incorporados, normas sociales, valores culturales, que revelan “mecanismos de atribución de estatus, de clasificación del otro y relaciones de dominación” (Cunin, 2003: 8). Además, la centralidad atribuida al color de la piel pone en la mesa otra cuestión: su relación con la “raza”. ¿Hablar del uno implica necesariamente hablar de la otra? La complejidad de la cuestión no permite plantear una respuesta sencilla a esta pregunta. En un estudio, Telles y Paschell la abordan a partir de la que definen “elasticidad del color” (color elasticity), identificando varios grados en que ésta puede manifestarse: alto, en aquellas sociedades en que el color de la piel no es un indicador confiable de identificación racial; bajo, cuando el color de la piel la determina (Telles y Paschell, 2014: 870 y 894). En cuanto a Colombia, se caracterizaría por un nivel intermedio de “elasticidad”: aquí, el color de la piel no es necesariamente determinante para la identificación racial, dependiendo ésta de un sinnúmero de factores y de la movilidad de las categorías intermedias usadas para describirlo. Los documentos citados a inicio de este Capítulo 1. Blancuras 51

apartado son una muestra de la relación variable entre “raza” y “color”. A partir de ello, se puede definir el colombiano como un sistema cromático-racial: cromático, en cuanto el color de la piel es central para determinar el lugar de un individuo en la sociedad; racial, porque el significado atribuido a las varias categorías empleadas para describir el color de la piel remite frecuentemente –pero no exclusivamente– a formas de racialización, implícitas o explícitas. Contrariamente a lo que haría pensar la ideología del mestizaje imperante en la época estudiada, teniendo el color tanta importancia, el proceso de racialización está profundamente anclado en la dicotomía “blanco”/“negro”, es decir, en la polarización entre aquellas “razas” que expresan también colores opuestos. Las categorías cromáticas que se mueven en el medio tendrán que lidiar constantemente con esa polarización, dependiendo su valor de la medida en que lograrán acercarse –o, incluso, ser asimiladas– a la primera, alejándose de la segunda.

El racismo es un punto de referencia imprescindible para entender este sistema. Una de sus manifestaciones es el colorismo, es decir, la preferencia acordada, incluso entre las personas ubicadas al interior de la misma “raza”, a aquellas cuya tonalidad de piel es percibida como más clara, eso es, más cercana al ideal de la blancura y más susceptible de ser incluidas en ella. Basándose en el color atribuido a la piel, el colorismo se sustenta en la simbología de los colores, de la cual el “blanco” y el “negro” representan los polos opuestos16. Esa simbología remite (casi) inevitablemente a los significados raciales que esos polos han adquirido en los últimos siglos, así como a la interpretación que se les dio en los contextos socio-históricos en que encontraron aplicación: en este caso, el colombiano. Se comenzará entonces con ellos para luego analizar la posición peculiar de las categorías intermedias y su inserción en esa dicotomía, cuyo centro fue representado por el “blanco”.

16 Para profundizar sobre el tema del colorismo y la relación entre “raza” y “color”, ver Jones, 2000. 52 Capítulo 1. Blancuras

2.1. “Blanco” y “negro”: centro y periferia del sistema cromático-racial colombiano

Frecuentemente utilizados para describir a determinados grupos humanos, “blanco” y “negro” no son simplemente colores atribuidos a la piel. Alrededor de estas categorías se ha desarrollado históricamente un complejo entramado simbólico, reflejo del ordenamiento de las sociedades en que son empleados, de sus valores y jerarquías. Opuestos cromáticos, lo son también ontológicamente. Como se vio anteriormente, al color convencionalmente definido “blanco” históricamente se han atribuido únicamente significados positivos: expresión de la luz y la pureza, desde la expansión europea en América se ha vuelto el color de Europa, asociado con la civilización, la racionalidad e, incluso, la belleza atribuida a la población de ese continente. Por el contrario, eminentemente negativos son los significados atribuidos al color definido “negro”: color de la oscuridad, es también aquello que geográficamente evoca África, a su vez opuesto ontológico de Europa, asociada con salvajismo, irracionalidad y, según el caso, “fealdad”. Este conjunto de antinomias tiene otra implicación. Aplicados a la piel humana, determinan la racialización de quienes consideren tenerla de un “color” o del otro. Ahora, ¿quiénes eran los “blancos” y quiénes los “negros” en la Colombia de mediados del siglo XX? ¿Cómo eran empleadas esas categorías y con cuáles significados? Los documentos sobre los cuales se basa este análisis no proporcionan respuestas únicas y coherentes a estas preguntas. Por el contrario, las muestran como categorías flexibles, cuya explicación parte del cuerpo o, para decirlo mejor, del color que se atribuye a la piel, para abarcar cuestiones como los roles de género y la ubicación de clase.

Las definiciones proporcionadas por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española representan un punto de partida importante para entender la compleja red de significados atribuidas a “blanco” y “negro”. La edición de 1956 proporcionó la siguiente explicación del primero:

“De color de nieve o leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. 2. Dícese de las cosas que sin ser blancas tienen color más claro que otras de la misma especie. Pan, vino BLANCO. 3. Tratándose de la especie humana, dícese del color de la raza europea o caucásica, en contraposición con el de las demás” (RAE, 1956: 187). Capítulo 1. Blancuras 53

La relación entre el “blanco” y la luz será analizada detalladamente en el segundo y tercer capítulo. En éste, se profundizarán los puntos 2 y 3, particularmente interesantes para entender sus múltiples posibilidades de aplicación a los seres humanos. De acuerdo con lo planteado en el punto 2, para que algo (o alguien) pueda ser considerado “blanco” no es necesario que se le atribuya ese color, siendo suficiente que aparezca, o sea percibido, más claro que otros; este planteamiento deja abierta la posibilidad de incluir en el “blanco” también lo que podría no ser considerado estrictamente tal, aspecto que será de gran importancia cuando se analizarán categorías intermedias como “trigueño” y “moreno”. Por otro lado, el punto 3 proporciona una explicación rígida de ese lema, definiéndolo el color característico de la “raza europea”, contrapuesta a las demás: en pocas palabras, hay seres humanos que, en razón del color de su piel, determinado por su origen geográfico, pueden ser considerados “blancos”; los demás, simplemente no lo son. Resumiendo, en el primer caso el color no determina la “raza”, cosa que ocurre en el segundo. Ambos son importantes para entender las posibilidades de adscripción a la blancura en Colombia.

Aquí, los significados de “blanco” remiten en buena medida a la articulación entre “raza” y clase que ha caracterizado históricamente al país. Análogamente a otros países latinoamericanos, desde la Colonia la sociedad colombiana se ha estructurado como una pigmentocracia (Hering, 2010; Urrea, Viáfara y Viveros, 2014), en la cual la atribución del color de la piel, naturalizando las diferencias, ha expresado la jerarquización de su población (Chaves, 2007). De acuerdo con Hering, el cuerpo operó entonces como una “metáfora política”, asociando el blanco con orden y monopolio del poder, y relegando las poblaciones negras e indígenas en la base de la pirámide social, “sócalo deshonrado y mancillado” de ella y “base de la explotación económica” que sustentaba el poder del blanco (Hering, 2011: 466). En ese proceso, como color atribuido a la piel humana, “blanco” perdió los significados negativos que les habían sido atribuidos durante la Edad Media, adquirió nuevos como belleza, cristianismo y poder, volviéndose una norma, un modelo ideal respecto al cual los demás colores representarían una desviación (Hering, 2010 y 2011; Rappaport, 2012). Paralelamente, el discurso sobre la blancura trascendió el color de la piel, manifestándose como una “escenificación”, un “capital cultural”, un “estilo 54 Capítulo 1. Blancuras

de vida”, elemento de distinción y diferenciación que legitimaba el dominio de las elites criollas sobre los otros grupos (Castro-Gómez, 2005: 70-71). Se fundó entonces un “imaginario de la blancura” que tuvo efectos de larga duración: aún el siglo XX, las publicidades de productos comerciales lo evocaron constantemente, asimilando rasgos como la piel blanca y el cabello rubio al prestigio social y la riqueza (Castro-Gómez, 2009: 205). Por lo tanto, el color de la piel no expresa solamente el origen étnico-racial de una persona sino también su ubicación en la jerarquía de clases, asociando el “blanco” con las elites y los demás colores con los sectores medios y populares. Ejemplo de ello fue, en los años cuarenta, la terminología empleada por la prensa gaitanista, y su acudir a elementos étnico-raciales (a su vez relacionados, explícita o implícitamente, con el color de la piel) para sustentar la contraposición entre las elites y “la plebe”: la primera “descendiente de la autocracia española” (término asociado desde el siglo XVII al “blanco”) y la segunda conformada por “indios, negros y mestizos”, es decir, personas de piel “oscura” (Pisano, 2012: 133-134).

¿Quién se considera, o es considerado, “blanco” en Colombia a mediados del siglo XX? Importantes elementos de reflexión se encuentran en los anuncios matrimoniales publicados en la sección Buscando Corazones (1962-1971). De ellos emerge un panorama articulado, en que la relación “raza”-color puede expresarse de múltiples maneras. Como se analizó anteriormente, entre las personas que indicaron su color de piel, “blanco” aparece muy frecuentemente, utilizado por un cuarto de las mujeres y un quinto de los hombres. Por el contrario, esporádico es el uso de “negro”. La mayor propensión de las mujeres a acudir a “blanco” para describir su piel puede ser explicada considerando la connotación de género históricamente atribuida a este color, aún fuerte a mediados del siglo XX. Desde la antigüedad, la piel “blanca” ha sido considerada índice de feminidad, señal además de ubicación de clase, siendo más claras (y más femeninas) aquellas mujeres que, como las de las elites, vivían encerrada en el espacio doméstico, protegidas de los efectos oscurecedores de los rayos solares. Considerada expresión de pureza, inocencia y virginidad (Pastoureau, 2006: 42), la piel “blanca” evoca además la idea de una mujer casta, elemento particularmente importante en un contexto aún conservador en lo relacionado con la Capítulo 1. Blancuras 55

sexualidad femenina. Esto no significa que para los hombres la identificación como “blancos” tuviera menor importancia. Lo que cambia es su recurso a otras categorías, igual y fácilmente asimilables a la blancura, como “trigueño claro” (27.76% contra el 23.98% de las mujeres) y “trigueño” (25.52% respecto al 14.63% de las mujeres): masculinidad es relativa oscuridad o, mejor, menor claridad de la piel (ver gráficos 1 y 2).

La blancura, por lo tanto, no es necesariamente determinada por el color de la piel. En busca de una “dama de raza blanca aunque su piel no lo sea”, un lector que se firmó Viajero Solitario parece considerar “raza” y “color” elementos distintos (C-2534, 1966: 77). La misma distinción fue esbozada por los autores y autoras de otros anuncios, quienes se describieron por medio de dos categorías, generalmente separadas por una coma: “blanco/a, trigueño/a” o “blanco/a, moreno/a”17: la primera parece indicar la ubicación racial, la segunda el color de la piel que se atribuían. Más que categorías independientes, según el contexto “trigueño” y “moreno” pueden ser considerados matices del blanco.

La blancura es, entonces, un concepto lejos de ser homogéneo. Como cualquier otro color, el blanco puede ser subdividido en matices, cuyo valor crece en la medida en que indican una tonalidad más clara de la piel. Así, en algunos casos la piel descrita como “blanca” puede estar acompañada por adjetivos que resaltan su particular claridad, como “rosa”, “sonrosado/a” o “rosado/a”18. El hecho de que existan diferentes matices de blanco, y cómo éstos evocan una jerarquización de quienes se describan a través de él, es ejemplificado por algunos documentos fechados en los años ochenta del siglo XX. El primero es la

17 Entre las mujeres Marina se describe como “blanca, trigueña clara” (C-2674, 1969: 48); Mónica como “blanca, morena clara” (C-2541, 1966: 69), mientras Chocoanita busca un hombre “de tez blanca, moreno claro, cabello rubio” (C-2585, 1967: 77). Entre los hombres, Antonio se describe como “trigueño, blanco” (C- 2700, 1969: 59), mientras Lesanvil busca una mujer “trigueña clara, blanca” (C-2739, 1970: 54). 18 Entre los hombres, Espartano, RD y José se describen como “blanco rosado” (C-2335, 1962: 57; C- 2635, 1968: 53; C-2799, 1971: 45), Almazul como “blanco sonrosado (C-2452, 1964: 74) y GP como “blanco, rosado de piel” (C-2529, 1966: 60). Entre las mujeres, Azucena y Las dos Ibaguereñas se describen como “blanca sonrosada” (C-2370, 1963: 48; C-2417, 1963: 81), LGM como “blanca, piel rosada” (C-2577, 1967: 81), Rocío como de “tez blanca, rosada” (C-2625, 1968: 50), Irina como “blanca, rosada” (C-2432, 1964: 56), Lucerito de “piel blanca rosada” (C-2712, 1969: 75) y Mary José como una mujer de “cutis terso, blanco y sonrosado” (C-2390, 1963: 52). 56 Capítulo 1. Blancuras

presentación, durante el desfile en traje de baño realizado en el Concurso Nacional de la Belleza de 1985, de la Señorita Valle, Lorena Barona. Los presentadores invitaron a apreciar a la joven, una mujer rubia, de ojos verdes y piel “absolutamente blanca” (ilustración 1.1; C-3538, 1985: 132)19; “muy blanca” sería la piel de la Señorita Atlántico 1982, Viviana Char, “una preciosa rubia, de ojos azules” (C-3372, 1982: 34; ilustración 1.2). Por su parte, “blanca inexorable” sería la actriz “mona” y de ojos “carmelitos claros” Martha Liliana Ruiz, coprotagonista en esa época de una exitosa telenovela (C-3554, 1986: 42). También en Colombia existen “blancos más blancos que otros”, inequívocos, y son aquellos que llevan inscritas en sus cuerpos las marcas de la claridad, determinadas por el color de su piel, ojos y cabello.

Ilustración 1.2. Viviana Char, Señorita Ilustración 1.1 Lorena Barona, Atlántico 1982, “muy blanca” (C-3372, Señorita Valle 1985, de piel 1982: 1) “absolutamente blanca” (C- 3538, 1985: 132).

19 El video del evento es disponible en youtube al enlace https://www.youtube.com/watch?v=eKIMbH-sG- Q&t=1656s (última consulta: 23 de febrero de 2018). Capítulo 1. Blancuras 57

La respuesta a la pregunta inicial sobre qué significa ser “blancos” en la Colombia de mediados del siglo XX lleva entonces a considerar una multiplicidad de factores, entre los cuales el color de la piel es un elemento central pero no único. Por supuesto, “blanco/a” es considerado, en primer lugar, quien tenga una piel percibida como clara. En un contexto de mestizaje, eso implica la ausencia –o un menor grado– de “contaminación” indígena y afrodescendiente, a veces subrayado, como será profundizado en el capítulo 3, enfatizando rasgos como la forma de la nariz y del rostro, o la contextura del cabello. Sin embargo, existe una jerarquía de la blancura, que acerca algunas personas más que otras a ese ideal. La posición de clase es uno de los factores en determinarla. Ejemplo de ello es un reportaje fotográfico sobre María Eugenia Liévano Rodríguez, Señorita Bogotá 1966. “Hija del doctor Nicolás Liévano Aguirre y doña Cecilia Rodríguez Forero”, informaba su breve presentación, era parte de una familia de la aristocracia bogotana20. Las imágenes que conformaban el reportaje dejaban pocas dudas sobre la posición que su protagonista ocupaba en la sociedad capitalina, mostrándola: en un elegante vestido de noche el día de su coronación; el día de su primera comunión; en una escena doméstica, sentada en el sofá de su casa junto a sus hermanas y su mamá; durante unas vacaciones en España; aún niña, vestida de bailadora flamenca. El comentario de una foto, que mostraba en primer plano su rostro sonriente, destacó además su “elegancia y sencillez” (C-2560, 1966: 36-37; ilustración 1.3). Aunque nunca fue mencionada, la blancura de la joven fue constantemente evocada. Visualmente, las fotos en blanco y negro exaltaron la claridad de su piel, mostrándola literalmente de ese color. Desde el punto de vista simbólico, la tradicionalidad de su familia, su descendencia (probablemente bien conocida por buena

20 Las noticias acerca de María Eugenia Liévano Rodríguez son escasas, lo mismo que aquellas sobre su padre y madre. En un artículo publicado en la sección Galería Javeriana, del sitio web de la Universidad homónima, aparece como sobrina del político y estudioso Indalecio Liévano Aguirre, jefe interino del Estado en 1975 y “primer designado a la presidencia de la república en 1976”. Bisabuelo de María Eugenia era el ingeniero Indalecio Liévano, fallecido en 1913, propietario del sitio donde actualmente surge el palacio Liévano, sede de la administración distrital de Bogotá, a quien está titulado. Abuelo de María Eugenia fue el urbanista Nicolás Liévano Danies (ver: http://www.javeriana.edu.co/javeriana/medio/galeriajaveriana/galeria.php?pag=respuesta&id=128&cont=1 y http://www.semana.com/nacion/articulo/la-historia-tras-palacio-lievano/344841-3; última consulta: 1 de marzo de 2018) 58 Capítulo 1. Blancuras

Ilustración 1.3 Una imagen de la blancura: Eugenia Liévano Rodríguez, Señorita Bogotá 1966 (C-2560, 1966: 37)

parte del público que leyó el reportaje), su adhesión al catolicismo y a la cultura española hacían de ella una mujer aristocrática, indicador local de blancura.

La ausencia de una racialización explícita, en este reportaje como en otros sobre personas en una posición social parecida a la de María Eugenia, no debe sorprender. Una peculiaridad de la blancura es el hecho de ser “visible” justamente gracias a su “invisibilidad”, es decir, poder ser evocada sin necesidad de nombrarla (Dyer, 1997; Garner, 2007). El reportaje sobre la Señorita Bogotá está impregnado de señales que delatan su ubicación racial: su correspondencia con ideales de género, la exaltación de su elegancia y sencillez, la delimitación de su espacio social en la esfera de la familia; su ubicación social, delatada por el prestigio de sus apellidos, pero también por sus hábitos de clase, como los viajes de placer en el extranjero; culturalmente, por su adhesión a la cultura hispánica. Pocas imágenes, comentadas con pocas palabras, pero capaces de movilizar el “imaginario colonial de la blancura” del que habla Castro-Gómez. Para cualquier lector de Cromos, la feminidad ideal y la ubicación de clase de María Eugenia harían automáticamente de ella una mujer “blanca”. Sin embargo, la posibilidad de evocarlo por Capítulo 1. Blancuras 59

medio de dispositivos de clase y de género no implica la disminución del lugar del cuerpo en el proceso de racialización. Prueba de ello es el reportaje que unos años antes Cromos había dedicado al debut en sociedad de otra joven de la aristocracia capitalina, Emilia Uribe Holguín, cuya “suave y aristocrática belleza” fue subrayada también por la referencia a un rasgo físico que la asociaba inequivocablemente con los “blancos”: sus ojos azules (C- 2045, 1956: 48).

En una sociedad dominada por los valores burgueses, la posición de una persona en la jerarquía de clases es determinada también por el lugar que ocupa en el mercado laboral, con su consiguiente participación en la sociedad consumista. Gary Taylor ha mostrado cómo, desde el establecimiento de la sociedad esclavista, la división del trabajo se ha fundado en una repartición de roles entre los distintos grupos raciales, basada en la articulación de las que define laborphobia y colorphobia. Ambas distinguían entre quienes poseían la tierra, racialmente identificados como “blancos”, y quienes la trabajaban, es decir, la población esclava racializada como “negra” (Taylor, 2005: 167-170 y 177). La abolición de la esclavitud poco cambió esa repartición, identificando los “blancos” con trabajos que dignificaban a las personas, como aquellos intelectuales y de dirigencia, y los “negros” con una condición de servidumbre, con trabajos informales, callejeros, ambulantes, que implicaban la fuerza y no el intelecto (Osorio, 2000: 196-205). Esta repartición racializada del trabajo seguía vigente a mediados del siglo XX. Las publicidades son particularmente importantes para entender la cuestión, basándose sus creadores en una visión estereotipada de la sociedad que evidenciaba los roles asignados a los diferentes grupos. Un ejemplo es la imagen del individuo laboralmente exitoso. Hasta finales del siglo XX, se trata generalmente de un hombre, género al cual la lógica burguesa predominante asignaba el rol de proveedor del hogar. No se trataba necesariamente de personas de las elites o de posición social consolidada, como los políticos, gerentes e intelectuales que aparecían constantemente en la prensa, sino también de hombres que aspiraban a mejorarse, ganando más dinero o estableciendo su propio negocio, como afirmaba la publicidad de una escuela por correspondencia a inicio de los cincuentas. Su ilustración proporcionaba una 60 Capítulo 1. Blancuras

Imágenes (racializadas) de hombres exitosos

Ilustración 1.4 (C-1866, 1953: 37)

Ilustración 1.5. (C-2870, 1973: 83). Capítulo 1. Blancuras 61

idea del tipo físico que mejor representaría ese ideal: un hombre de piel y cabello claro, vestido elegantemente, retratado mientras leía una cartilla de la escuela publicitada, “ensanchando” así sus conocimientos, otro prerrequisito indispensable para mejorar su posición (C-1866, 1953: 37; ilustración 1.4). Veinte años después, una imagen parecida será utilizada en un anuncio laboral, invitando hombres que tuvieran “pinta” (es decir, un aspecto físico apto para “representar a una Compañía de primera”), imaginación e intrepidez a presentarse a una dirección del norte de Bogotá para una entrevista (C-2870, 1973: 83; ilustración 1.5). “Pinta”, espíritu emprendedor, capacidad de gerencia y de pensamiento son representados gráficamente por tipos que, gracias a los rasgos descritos, el público reconocería inequívocamente como “blancos”.

Racialmente jerarquizado aparece también el trabajo femenino, dentro y fuera de la casa. A inicio de los años setenta, los creadores de la publicidad de una esponja para la limpieza de ollas, la ilustraron con la imagen de dos mujeres: una afrodescendiente en uniforme de empleada doméstica, y una “blanca” vestida elegantemente. Ilustración 1.6. División racializada del trabajo doméstico. Publicidad de la La imagen construía una narrativa que dejaba esponja Atila (C-2837, 1972: 46) evidente el diferente lugar que las dos ocupaban en el espacio doméstico en que ocurría la escena. Ambas sonreían felices, la primera exaltando las virtudes del producto, la segunda por beneficiarse de sus efectos sin necesidad de 62 Capítulo 1. Blancuras

utilizarlo (C-2837, 1972: 46; ilustración 1.6): como “blanca”, su trabajo sería el de dirigir la casa, así como a la empleada doméstica que cuidaba su aseo.

La cuestión no cambia en lo relacionado con el trabajo femenino fuera de la casa, cada vez más frecuente desde mediados del siglo XX entre las mujeres de clase media. Para esa época, en Cromos aparecieron a menudo imágenes de mujeres ocupando varios espacios del mundo social y laboral: congresistas, artistas, modelos, gerentes del sector público y privado. Su dimensión racial fue explicitada en un artículo dedicado a Luby Brooks, una estadounidense gerente de una agencia de modelos en Bogotá a finales de los sesentas:

“Luby –la introdujo el autor del reportaje– trabaja como una blanca (…). Alta, rubia, con largos cabellos, Luby tiene una figura espectacular. Reune (sic) la sencillez del modernismo, la plasticidad de una gran modelo y un exotismo pleno de frescura. Como directora, gerente y profesora a la vez de una escuela-agencia de modelos, se ha impuesto un horario semejante al de un jefe de estado. Se levanta a las seis de la mañana para comenzar sus labores a las ocho. Dicta clase hasta las doce. Al medio día prepara el almuerzo, lo hace porque le encanta cocinar. Y vuelve a la escuela. Termina a las ocho de la noche. A veces se va a un cine, a un coctel, a una fiesta, aunque prefiere un buen libro (C-2681, 1969: 22-23).

Luby es “blanca” no solamente por su origen y aspecto físico, sino también por su trabajo y la manera en que lo desempeña. “Trabajar como una blanca” es el opuesto de “trabajar como un negro”, expresión cuyo origen arraiga en la esclavitud, comúnmente empleada para personas dedicadas a labores que conllevan mucho esfuerzo físico y mayor tiempo que las habituales. También Luby trabaja duramente; sin embargo, lo hace desde una posición gerencial, autónoma, no sometida al control de nadie y llevada a cabo con una fuerte autodisciplina. Si trabajar “como negro” evoca la esclavitud, hacerlo “como blanco” enfatiza, además que una posición jerárquica elevada, la libertad, racionalidad y dominio del tiempo con los que ese trabajo se realiza; de hecho, racionalmente es organizada la jornada de Luby. Otra constante del relato es la libertad. Todo lo que ella hace es producto de su voluntad: cocinar, hacer vida social o leer, todas condiciones y actividades que reafirman el lugar que ocupa en la jerarquía socio-racial no solamente nacional sino global. Capítulo 1. Blancuras 63

Trabajar “como blancos” implica tener un estilo de vida “de blancos”. La sociedad del siglo XX es una sociedad consumista, en la cual el valor de un individuo es frecuentemente medido por su capacidad de acceder a determinados bienes. Análogamente al trabajo, igualmente racializado es el imaginario acerca del acceso a ellos, como emerge en las publicidades de una marca de cerveza realizadas a inicio de los años setenta. Su slogan la indicaba como “la negra del rey Gambrinus”. Aunque, literalmente, “negra” hacía referencia al tipo de cerveza publicitada, el término inspiró sus creadores a evocarlo con otro sentido, recreando una escena en que una mujer de piel oscura le servía el producto al rey, cuya blancura fue subrayada por el rosado de la piel y de su traje (C-2272, 1961: 59; ilustración 1.7). La escena cambia en otra versión de esa publicidad: aquí, el rey y su sirvienta fueron reemplazados por una mujer blanca y de cabello cobrizo (como si sus creadores quisieran despejar cualquier duda sobre el significado de “negro” empleado en el documento) que miraba con deseo una botella de esa cerveza (C-2278, 1961: 63¸ ilustración 1.8). Si la “negra” de la primera publicidad sirve un producto que, probablemente, no va a consumir, la “blanca” de la segunda lo mira con deseo, sabiendo que a esa mirada seguirá su consumo.

Ilustración 1.7. Publicidad cerveza Munich, Ilustración 1.8. Publicidad cerveza Munich, “la negra del rey Gambrinus” (C-2272, 1961: “la negra del rey Gambrinus”, segunda 59) versión (C-2278, 1961: 59) 64 Capítulo 1. Blancuras

La relación entre “blancos” servidos y “negros” sirvientes aparece también en otro aspecto de la sociedad de consumo: la cultura del ocio, de la que las vacaciones en la playa fueron uno de los aspectos más exaltados. En las últimas décadas del siglo XX, las costas atlántica y pacífica emergieron como lugares elegidos por las clases medias bogotanas para su periodo de descanso. Un artículo dedicado a la localidad de Juanchaco (Valle del Cauca) ilustra la repartición de roles determinadas por las dinámicas del turismo. Al pueblo, informó el documento, llegaban periódicamente grupos de “cachacos” para disfrutar de sus vacaciones, gente de “rostros rubicundos” acogida por los habitantes “morenos” del lugar, “negritos” que se dedicarían a hacerles la vida más cómoda ayudándoles a desembarcar, cargando personas y maletas, transformando sus casas en hoteles donde los “cachacos” sólo tendrían que descansar disfrutando, entre otras cosas, de exhibiciones de salsa que la población local haría para ellos (C-3078, 1977: 35; ilustración 1.9).

Ilustración 1.9. Turistas bogotanos desembarcan en Juanchaco, Valle del Cauca (C-3078, 1977: 32)

Capítulo 1. Blancuras 65

En todos estos documentos, el contraste cromático-racial entre personas de piel clara y otras de piel oscura, entre “blancos” y “negros”, le da una dimensión corpórea a una jerarquización social que ve los primeros en una posición dominante y los segundos en una posición subordinada. “Color” y “raza” adquieren aquí también una dimensión regional: “morenos” o “negritos” habitantes de tierra caliente que sirven a “rubicundos” habitantes de las altiplanicies. En Colombia, los imaginarios acerca de la nación se han fundado históricamente en una geografía racializada, que contrapone un interior andino, blanco/mestizo y “civilizado”, con las zonas calientes, habitadas por poblaciones afrodescendiente e indígenas, símbolo local de lo “salvaje” e “incivilizado”. Junto a la clase, el origen geográfico –regional en algunos casos, nacional en otros– se vuelve un indicador de blancura, independiente incluso del color de la piel. Algunos anuncios de Buscando Corazones muestran bien esta dinámica: al presentarse, Antioqueñita, una mujer “morena clara”, destacó su pertenencia a la “raza antioqueña” (C-2510, 1965: 69); también “moreno claro”, Universitario Romántico enfatizó sus orígenes españoles (C-2479, 1965: 51) mientras la “trigueña clara” Vicky su origen alemán (C-2478, 1965: 51). Incluso sin utilizar el término “blanco/a”, el origen europeo se vuelve un elemento importante para afirmar implícitamente la pertenencia a ese grupo; en ámbito local, lo mismo puede decirse del origen antioqueño, departamento cuya identidad ha sido construida sobre la “pureza” de su población, supuestamente ajena a “contaminaciones” “negras” e indígenas (Wade, 1997: 108-109). No es casual que, entre los orígenes regionales, éste sea el más frecuentemente destacado, relacionado como está con un mayor grado de blancura y, por lo tanto, elemento en grado de acrecer el atractivo de quienes lo posean. Para muchos lectores y lectoras de Cromos, la blancura se presenta entonces como una mezcla de color de piel, origen regional y descendencia europea. En este sentido, Dr. Asher –“antioqueño, blanco sonrosado, de ascendencia española 100%” (C-2384, 1963: 54)– parece representar la quintaesencia de la blancura en su variante colombiana. Sin embargo, como se verá más adelante, las puertas de la blancura están entreabiertas, potencialmente listas para ser atravesadas por quienes sepan aprovechar la multiplicidad de significados que puede adquirir, así como a cerrarse para quienes no sepan/puedan/quieran hacerlo. 66 Capítulo 1. Blancuras

Simbólica, cultural y ontológicamente, el opuesto de “blanco” es “negro”. En su edición de 1956, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española proporcionó la siguiente explicación de este lema:

“De color totalmente obscuro, como el carbón, y en realidad falto de todo color. 2. Dícese del individuo cuya piel es de color negro. 3. Moreno, o que no tiene la blancura que le corresponde (…) 4. Obscuro u obscurecido y deslucido, o que ha perdido o mudado el color que le corresponde (…). 10. Sumamente triste y melancólico. 11. Fig. Infeliz, infausto y desventurado (…). 2. Fig. Lo mínimo de cualquier cosa” (RAE; 1956: 916).

Asociado con la oscuridad y ausencia de color, con estados anímicos como tristeza, melancolía e infelicidad, evocación de desgracia y desventura, desde sus orígenes el color “negro” tiene un estatus negativo. Culturalmente, es considerado el color de las tinieblas, del pecado, la muerte, el infierno, la amoralidad, el miedo y la ilegalidad (Pastoureau, 2006: 82; 2009: 20 y 30-35; Hering, 2010: 114); desde el inicio de la trata esclavista, es el color de la esclavitud, idea sustentada con base en una interpretación en clave racial de la maldición divina lanzada contra los descendientes de Cam (Taylor, 2005). Geográficamente, si “blanco” es el color de Europa, lugar de luz, civilización, racionalidad (Dyer, 1995), modernidad y riqueza, “negro” lo es de todo lo que se le opone: África y aquellos lugares habitados mayoritariamente por descendientes de las y los esclavizados africanos como Haití, tierras consideradas salvajes, cultural y económicamente atrasadas, habitadas por gentes “irracionales” y “primitivas”. Versión local de este imaginario es la narrativa acerca de zonas de mayoría de población afrodescendiente, como el Chocó. En un artículo de 1957, el antropólogo Roberto Pineda Giraldo enfatizó el lugar último que ese departamento ocupaba en el país:

“Por fuera de la producción minera y de platino, en la cual ocupa los primeros lugares – afirmó– el Chocó no figura en puesto preferencial de ninguna índole en el conjunto del país. Es el último departamento en producción agrícola y ganadera, va a la zaga en población, no se caracteriza por sus vías modernas de comunicación. Pero si se analizan hechos sociales de trascendencia para la clasificación de sus comunidades, pasa a ocupar sitios de cabecera. No Capítulo 1. Blancuras 67

se trata, sin embargo, de fenómenos que pudieran considerarse como cualidades propiamente: el analfabetismo, la mortalidad infantil, las endemias tropicales” (C-2114, 1957: 35).

Si el desarrollo del capitalismo fue históricamente atribuido a la capacidad de los europeos (eso es, de los “blancos”) de dominar la naturaleza, lo mismo no ocurre con la población afrodescendiente. Unas páginas más adelante, el comentario de una foto que mostraba a un hombre chocoano en medio de la selva, con un machete en la mano, observó:

“El chocoano no se declara fácilmente en derrota: no puede ser agricultor con éxito porque se le opone lo que el autor llama ‘la lujuria de la selva’, o porque quiere ser minero, pero tampoco puede serlo, porque no cuenta con los medios suficientes” (C-2114, 1957: 38)

A pesar de sus deseos y esfuerzos, el chocoano (gentilicio que el imaginario colectivo asocia a una racialización como “negro”) está imposibilitado para dominar la naturaleza y, por lo tanto, para progresar. Si, como se profundizará en los capítulos siguientes, progreso y modernidad implican un tiempo constantemente en movimiento, semejante situación llevaría a la inmovilidad temporal: también a propósito del Chocó, un misionero afirmó que, mientras las demás regiones del país se acoplaban al “ritmo del progreso”, ese departamento vivía “todavía en la edad de la piedra” (C-2773, 1971: 9).

Aunque no faltaron casos, como el de Pineda Giraldo, que atribuyeron la causa de esta situación a la falta de medios, la “pereza” que caracterizaría a las personas de ese grupo fue a menudo considerada la principal responsable, llevando a su exclusión del sistema capitalista, como emerge en las consideraciones de un periodista sobre la población de La Boquilla:

“La frase convencional ‘trabajar como un negro’ no tiene sentido en La Boquilla. Prefiero decir que la pereza ancestral del negro es, a su manera instintiva, una filosofía de vivir. Y esta ‘filosofía’ no está inspirada en ideas ni principios morales, sino en sus condiciones concretas de trabajo, en sus costumbres. Para empezar, el negro es un consumado individualista. No es proletario de tipo urbano, ni trabajador agrario. No depende de un patrón, ni de un salario. Deriva la subsistencia del mar, en dos frentes de explotación: la pesca y la extracción de la arena para construcción. El negro vive al día, y no practica la manía capitalista del ahorro. Sabe que el mar está ahí como una despensa infinita que no agotará las arenas y los peces. Es 68 Capítulo 1. Blancuras

fuente de trabajo y de riqueza inextinguible. Por eso no siente esa punzada asesina de la angustia que produce la ciudad: la incertidumbre del futuro (C-2677, 1969: 17).

Aunque referidas específicamente a los pescadores de La Boquilla, las ideas del periodista adquieren un significado genérico, atribuyendo sus supuestas características al conjunto de la población afrodescendiente. El hecho de que sus miembros no trabajen “como negros”, es decir, no se esfuercen para mejorar su condición, los excluye de las dinámicas del capitalismo, condenándolos a una miseria descrita, en algunas ocasiones, con una terminología que recuerda aquella empleada en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. De acuerdo con el título de un reportaje, el puerto de Buenaventura sería un lugar “de desolación y miseria” (C-2316, 1961: 16-17), condición que se podía ampliar también a sus habitantes; para otro, “negra” sería la suerte de Tumaco (C-2836, 1972: 56), adjetivo que también podía ser empleado para describir a la mayoría de su población, “negra” no solamente por su color de piel sino también por su miseria, desgracia, desdicha. Acudiendo a estados anímicos negativos es descrita también la condición de las personas afrodescendientes: la tragedia de su destino y la tristeza que eso conllevaría. Al observar un baile de algunos hombres y mujeres en una sala de Buenaventura, un periodista llegó a estas conclusiones:

“Lo que veo no es un baile blanco, civilizado. Es un rito bárbaro. El ritmo es violento, de rebelión, sacude una esclavitud ancestral, borra el estigma del hierro y el látigo en la piel y en el alma. Pero, es que tienen alma los negros? Ellos tratan de demostrarlo esta noche ¿Ante mí? No. Ante sí mismos (…). Esta noche han venido a este barcito bajo las estrellas a celebrar un rito religioso, no a divertirse en una reunión social al estilo ‘blanco’. El blanco baila por aburrición, por inercia, o por lujuria. El negro, en cambio, baila por un imperativo de la carne (…). En eso se diferencia del blanco, para quien bailar es una intimidad entre dos, una complicidad de deseos. No tiene el significado trágico y solitario del baile negro. Para éste se trata de su libertad, de un símbolo trágico: la conquista de un destino negro como Ser y como Raza.

En la aventura de su liberación, el negro sólo cuenta con su cuerpo, con sus pies, con su carne explotada. Él nunca ha actuado como un ser humano en las esferas del espíritu, y ha sido proscrito de la historia por las cruelas [sic] razones de la magia blanca. Por eso, el negro Capítulo 1. Blancuras 69

carece de ‘razones blancas’ para exigir su libertad y sus derechos de hombre, a pesar de lo cual no está vencido. Para defenderse y atacar retiene un arma que el terror blanco no ha podido aniquilarle: su cuerpo” (C-2571, 1967: 52).

Bárbaro, violento, esclavo, instintivo, solitario, espiritualmente no humano, trágico, dominado por el cuerpo y no por la razón, el “negro” es, para el autor de este texto, el antítesis del “blanco”, no solamente en su baile sino en su “ser”. Esas supuestas características arraigarían en su descender de esclavos, y en el deseo irrealizado de liberarse de esa condición. De allí la atribución de estados anímicos negativos al entero grupo, como “la tristeza de su raza”, generada por la explotación de “hombres y ríos” por parte de las compañías norteamericanas, el “apartheid” padecido en lugares como Andagoya, el quiebre de las empresas mineras causado por los negociados y la “politiquería” de los nacionales, que el comentario de una foto, utilizada para ilustrar un reportaje sobre el Chocó, invitó a observar en el rostro de un anciano hombre (C-3396, 1983: 38). Como color y como “raza”, el negro es índice de tristeza.

La simbología negativa creada alrededor de “negro” involucra también la identidad nacional. En primer lugar, “negro” es África, y África no es Colombia. Para un periodista de Cromos, “rincón de África en Colombia” sería el Palenque de San Basilio. Ajeno al proyecto nacional, habitado por gentes imaginadas como reacias a la “civilización” y a la mezcla racial, sería una “nación dentro de nuestra nación”, cuyos habitantes vivían en forma “clanil” y autónoma, quedándose así “negros puros” (C-1921, 1954: 14-15). “Rebeldes, arrogantes y orgullosos de su color”, los palenqueros llevarían inscrita en el cuerpo esa ajenidad, atestiguada por la “piel más oscura de lo normal” que un periodista les atribuyó (C-2841, 1972: 56). Señal de la ausencia de mestizaje, ese color se vuelve índice del supuesto rechazo del entero grupo hacia el proyecto nacional y la civilización, expresada por una tonalidad de piel “no oscura” y, por lo tanto, “normal”.

Reflejo de los significados negativos atribuidos a “negro”, como color y como “raza”, es su casi total ausencia entre las categorías empleadas para describir el color de la piel en los anuncios de Buscando Corazones. Asociado con “oscuridad”, irracionalidad, salvajismo, tristeza, explotación, esclavitud, ajenidad al proyecto nacional y a la modernidad, era un 70 Capítulo 1. Blancuras

color definitivamente poco atractivo, y poco atractivas hacía a las personas que acudieran a él. Incluso quienes lo hicieron, emplearon varias estrategias para (intentar) escapar de ese imaginario negativo, matizándolo con el diminutivo “negrito” (Sanclemente, C-2435, 1964: 52), o acompañándolo con adjetivos que atenuaban su “oscuridad”, como “apanelado” y “claro”. No es posible saber cuántas de las personas que escribieron a Buscando Corazones serían racializadas –o se racializarían a sí mismas– como “negras”. Lo que sabemos es que una simbología relacionada con lo “negro” se vuelve a encontrar en otra categoría frecuentemente empleada para describir el color de la piel: “moreno” ¿Representó una manera de hablar de lo mismo atenuándolo y eufemizándolo, como sugieren algunos estudios (Cunin, 2003)? La cuestión será profundizada cuando se analizará esa categoría. Por el momento, es importante subrayar otro aspecto. Tanto la “raza” como el color son elementos inestables, flexibles y, por eso, constantemente negociables. Por lo tanto, sobre todo en un contexto en que el color de la piel puede implicar la racialización, jugar con él se vuelve una cuestión determinante para ubicarse social y racialmente. De allí la particular importancia de las categorías “blanco” y “negro”, incluso en un sistema de relaciones raciales donde la ideología del mestizaje es considerada el origen de una variedad cromática. De hecho, como indican las mismas definiciones de esos colores, su peculiaridad no es solamente la de estar opuestas la una a la otra, sino de poder volverse una la otra. Como se recordará, por un lado, “blanco” puede ser lo que, aun sin ser estrictamente de ese color, es más claro que otra cosa/persona de su misma especie; por el otro, “negro” puede ser algo/alguien que, siendo “moreno”, eso es, “oscuro”, ha perdido la blancura que le correspondería. Aplicar estas afirmaciones a las categorías cromático- raciales implica que asociarse (o ser asociados) con la claridad permite un acercamiento, sino una total identificación, con la blancura; al contrario, asociarse con la oscuridad puede llevar incluso a su pérdida, con el “peligro” de “ennegrecimiento” y la consiguiente disminución del capital socio-racial y estético que eso conlleva. De allí la convivencia de un sistema cromática-racialmente binario y, al tiempo, múltiple observado a inicio del apartado. El sistema cromático-racial colombiano se presenta como binario en la medida en que está centrado en la contraposición blanco/negro, siendo el primero el centro y el ideal para alcanzar, y el segundo la extrema periferia, “peligro” para huir y del que alejarse. Al Capítulo 1. Blancuras 71

mismo tiempo, ese sistema es cromáticamente múltiple en cuanto entre blanco y negro se encuentra una variedad de “colores” intermedios, cuyo valor crece o disminuye en la medida en que se acerquen al uno o al otro21. De esta manera, la polarización puede ser constantemente rota o reafirmada según las exigencias específicas de quienes acudan a los varios “colores”, como emerge al analizar las categorías “trigueño”, “moreno” y “canela”.

2.2 El enigma de “trigueño”: ¿la blancura que no dice su nombre?

Refiriéndose a las categorías usadas por los participantes en una de sus investigaciones, en un artículo la antropóloga Mara Viveros definió trigueño como un color “enigmático” (Viveros, 2007: 114). De hecho, entre aquellos utilizados en Colombia para describir el color de la piel, es el que más fácilmente escapa a una definición precisa. En su edición de 1956, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española lo definió como “del color del trigo; entre moreno y rubio” (RAE, 1956: 1293). A su vez, mientras “moreno” indicaba, entre otras cosas, un color oscuro “que tira a negro” (p. 895), “rubio” indicaba un “color rojo claro parecido al del oro”, referido especialmente al cabello (p. 1158)22. Con base en ello, se puede plantear que, en general, “trigueño” pueda ser utilizado para indicar un color intermedio, entre claro y oscuro. Utilizado a veces para el cabello, en los documentos que se están analizando aparece relacionado generalmente con el color de la piel. Se trata entonces de una categoría extremadamente ambigua, que de su ambigüedad trae su peculiar valor simbólico. Gran parte de este valor surge de ser, entre todas, aquella que más se acerca a “blanco” funcionando, según el contexto, incluso como su sinónimo.

21 Como observa Dyer, en un sistema cromáticamente polarizado, en que solamente dos son los colores que cuentan (“blanco” y “negro”), la fuerza de los demás arraiga en su capacidad de relacionarse con ellos. Por la ventaja aplastante en términos de poder, privilegios y bienestar material que implica ser “blancos”, quien cuenta como tal y quien no adquiere un valor determinante (Dyer, 1997: 52). 22 Al definirse de “color rubio”, el autor de un anuncio publicado en Buscando Corazones parece usarlo para referirse al color de la piel (Mercaderes. C-2636, 1968: 46). 72 Capítulo 1. Blancuras

Ilustración 1.10. Tente en el aire con mulata: no te entiendo. “Padre, madre e hijo tienen la piel morena clara, o lo que hoy en día se llamaría trigueño” (C- 2856, 1972: 59)

¿Qué “color” de piel es aquello definido “trigueño”? Un caso único de definición se encuentra en el comentario de un cuadro de castas de la época colonial, reproducido en un artículo de Cromos. El cuadro ilustraba la casta “no te entiendo”, producto de la unión entre un “tente en el aire” y una “mulata”. Enfocándose en la piel de los personajes retratados, el autor del comentario la describió como “morena clara, o lo que hoy se llamaría trigueño” (C-2856, 1972: 59; ilustración 1.10). “Trigueño” sería entonces una manera moderna de llamar al color otrora definido “moreno claro”, gráficamente representado con el marrón utilizado por el pintor. Aunque de tonalidad “clara”, “trigueño” evocaría entonces una piel (relativamente) oscura. El panorama cambia drásticamente en otros dos documentos: la grabación del desfile en traje de baño realizado durante la final del Concurso Nacional de la Belleza 1985, y un perfil de sus candidatas, publicado en Cromos. En ambos, las “reinas” departamentales fueron presentadas por medio de una descripción física que incluía su Capítulo 1. Blancuras 73

color de ojos, cabello y piel. En este último aspecto, en la mayoría de los casos sus autores coincidieron en la asignación del color23. Sin embargo, difirieron en algunos: “blanca” para los presentadores del desfile, la Señorita Bogotá era “trigueña” para los periodistas de Cromos; por el contrario, “trigueñas” para los unos, las Señoritas Bolívar y Sucre figuraron como “blancas” en los perfiles de la revista (C-3538, 1985: 125 y 131; ilustraciones 1.11 y 1.12). Por supuesto, esta diferencia puede ser atribuida a la subjetividad que interviene en la percepción del color de la piel, hecho que desmiente una vez más su

Ilustración 1.11 y 1.12. María Eugenia Lecompte, Señorita Bolívar 1985, y Grace Vallejo Villalba, Señorita Sucre 1985, “blancas” y “trigueñas” (C-3538, 1985: 125 y 131).

23 Tanto para los presentadores del desfile como para los periodistas de Cromos, “blancas” serían las Señoritas Caldas, Huila, Tolima y Valle; “trigueñas” las Señoritas Cundinamarca, Cesar, Norte de Santander y Santander; “canela” la Señorita Quindío y “morena” la Señorita San Andrés (para la grabación del desfile, ver https://www.youtube.com/watch?v=eKIMbH-sG-Q; última consulta: 9 de marzo de 2018; para el perfil de las candidatas, ver C-3538, 1985: 123-132). 74 Capítulo 1. Blancuras

supuesta objetividad. Sin embargo, lo que se pretende subrayar es que las diferentes percepciones (y, por lo tanto, atribuciones) del color de la piel no son casuales, y obedecen a un esquema que divide los diferentes matices cromáticos en un espectro que va desde la “claridad” hasta la “oscuridad”, de alguna forma, de lo “blanco” a lo “negro”: cuanto más sean considerados parecidos, tanto más dos “colores” serán intercambiables. Con respecto a eso, es interesante la discrepancia relativa al color de la Señorita Chocó: “canela” para los presentadores del Concurso, era “morena clara” en su perfil de Cromos (p. 137). Racializada como “negra”, la joven fue ubicada en categorías que evocaban la oscuridad de la piel; racialmente “blancas”, sus colegas cabrían en aquellas que evocaban su claridad, siendo “trigueño” una de ellas.

La cercanía entre “blanco” y “trigueño” es sugerida por varios factores. Uno de ellos se encuentra en una de las tonalidades en que está subdividido. Como muestran los anuncios de Buscando Corazones, “trigueño” no es un color homogéneo: varía de acuerdo con una gama cromática que va desde la “clara” hasta la “oscura” pasando, entre otras, por una tonalidad “rosada”24 (ver gráficos 1 y 2). Como se mencionó anteriormente, “rosado” es una tonalidad que puede acompañar “blanco” para enfatizar la claridad de la piel, función que parece cumplir también en este caso. Sin embargo, en el imaginario colectivo solamente los “blancos” pueden tener un encarnado rosado25: como se verá en el capítulo siguiente, éste será el color que adquirirá la piel de las personas racializadas como “blancas” en el pasaje de la fotografía del blanco y negro al color. Su uso permite entonces ubicar a la persona a la que sea aplicado en la órbita de la blancura, con muchas posibilidades de incluirla en ella. De allí la particular labilidad de la frontera entre “blanco”

24 Algunos ejemplos. Entre los hombres, Rafael se describe como “trigueño rosado” (C-2370, 1963: 48); Fanor como “trigueño claro, rosado” (C-2521, 1966: 61), mientras Santafereño como “trigueño rosa” (C- 2561, 1966: 69). Entre las mujeres, Cenelia se describe como una “trigueña clara” de “tez sonrosada” (C- 2531, 1966: 69); Anita y Flor de Lis como “trigueña sonrosada” (C-2363, 1962: 60; C-2401, 1963: 55) y Esperanza como “trigueña rosada” (C-2399, 1963: 54-55). 25 El uso de “rosado” para describir la piel de una persona racializada como “blanca” es evidente en la definición de “blanco” proporcionada en la actualidad por el Diccionario de la RAE, para el cual ese lema describe tanto lo que pertenece o es relativo a la “raza blanca” como a una persona “de piel clara o rosada” (RAE, online: http://dle.rae.es/?id=5eNsBBo; consultado el 9 de marzo de 2018). Capítulo 1. Blancuras 75

y “trigueño”, y su intercambiabilidad. Un ejemplo son los dos anuncios que Guilgomez envió a Buscando Corazones. En el primero, se describió como un hombre “trigueño claro, [de] pelo crespo y ojos castaños”, expresando el deseo de encontrar una mujer que, entre otras características, fuera “ajena a discriminación socio-racial” (C-2378, 1963: 50). No se conocen las razones que lo llevaron a expresar este deseo. La referencia a la contextura de su cabello, generalmente asociada con las personas afrodescendientes, deja abierta la pregunta de si se tratara de alguien que, a pesar de su color de piel, tuviera rasgos físicos que pudieran asociarlo con esa población, haciéndolo un posible objeto de discriminación racial. De todas formas, unas semanas después apareció en Buscando Corazones otro anuncio de su autoría, cuyo texto era casi igual al anterior con la diferencia de que ahora describía su piel como “blanca” (C-2383, 1963: 51). Lo mismo ocurrió en los anuncios de Armando, inicialmente “trigueño” (C-2728, 1970: 51) y posteriormente “blanco” (C-2752, 1970: 71); los de Clarita del Sol presentan el cambio al revés: “blanca” en el primero, se volverá “trigueña clara” en el segundo (C-2469, 1964: 86; C-2471, 1965: 47). Guilgomez, Armando y Clarita del Sol parecen percibir “trigueño” como una tonalidad de piel particularmente clara, que puede fácilmente ser reemplazada por “blanco” sin cambiar el significado que le atribuyen. Esos cambios introducen otra cuestión: dos de tres pasan de una categoría que, a pesar de su cercanía a “blanco”, es de todas formas ambigua y, evidentemente, no automáticamente equiparable con él, a otra que define más netamente su “color”/“raza”. De hecho, aunque cercanos, en otros anuncios “blanco” y “trigueño” aparecen como categorías independientes26. Intercambiándolas, Armando y Guilgomez juegan con las posibilidades ofrecidas por “trigueño” de ablandar las fronteras raciales, activando un dispositivo que los incluye inequívocamente en la blancura, posición particularmente valorada por asociarlos no solamente al grupo dominante sino, como se profundizará en el capítulo 3, también a los cánones tradicionales de la masculinidad, aumentando por consiguiente su atractivo.

26 Es el caso de Silvia, “trigueña, más bien blanca”, EH, “blanco, más bien trigueño”, Hogareña, “trigueña clara, tirando a blanco” (C-2333, 1962: 57; C-2413, 1963: 61; C-2521, 1966: 60), o de C.A.S.S., en busca de una mujer “que tienda del trigueño al blanco” (C-2374, 1963: 50). 76 Capítulo 1. Blancuras

Como se vio en el apartado anterior, “blanco” no es solamente un color de piel, implicando también la racialización de la persona a quien sea atribuido. La posibilidad de intercambiar “trigueño” y “blanco” hace que una persona que sea descrita (o se describa a sí misma) como tal, pueda ser inscrita en esa “raza”, como comprueba el uso de expresiones como “blanco/a, trigueño/a” utilizadas en algunos anuncios de Buscando Corazones de los que se habló anteriormente. La dimensión racial que podía adquirir esta categoría es explícita en el caso de Hernando quien, al definirse “trigueño, [de] raza blanca” (C-2440, 1964: 52), parece distinguir el color de la piel de la ubicación racial, operando una separación entre las dos dimensiones: para él, “trigueño” parece uno de los posibles “colores” que caracterizan la piel de una persona racializada como “blanca”.

En su dimensión racial, “trigueño” revela entonces el “acento” colombiano de la blancura, como emerge en dos documentos sobre Patricia Ruiz López, Señorita Antioquia 1986. Su perfil, publicado en Cromos con ocasión de su participación en el Concurso Nacional de la Belleza, la describió de ese “color” (C-3591, 1986: 180). Más detallada fue la descripción de un periodista cuando, unas semanas después, Patricia fue elegida Miss Colombia:

“La ausencia de maquillaje –afirmó– permite ver su verdadero color de piel, de un tono semejante al de las mujeres árabes, que contrasta con sus dientes pequeños, aperlados. Sus ojos oscuros son un poco capotudos y de expresión un tanto melancólica. Su boca es sensual. Con razón en el colegio le decían ‘Gitana’” (C-3593, 1986: 38).

Lo que inicialmente había sido genéricamente definido “trigueño” es explicitado ahora acudiendo a dos referentes étnico-raciales concretos: árabe y gitano. En ello, jugó seguramente un papel importante la progresiva exotización de la belleza que caracterizó la segunda mitad del siglo XX. En términos étnico-raciales, la Señorita Colombia parece ser ubicada en un marco que la aparta de la blancura global; sin embargo, la cuestión es diferente si consideramos el marco local. En Colombia, la presencia árabe está históricamente asociada con la migración sirio-libanesa que llegó al país entre finales del siglo XIX e inicio del XX. Ana Milena Rhenals y Francisco Flórez han mostrado su progresiva inserción en la sociedad colombiana, especialmente en la zona caribeña y en el Chocó en las primeras décadas del siglo XX. Inicialmente considerados un grupo Capítulo 1. Blancuras 77

“indeseable”, cuya llegada fue sujeta a restricciones por estar incluida, junto a chinos, hindúes y poblaciones “negras”, entre aquellas consideradas poco beneficiosas para el progreso del país, fueron progresivamente asimilados en la población local. La asimilación de los sirios-libaneses estuvo determinada por la convergencia de diferentes factores: económicos, por los procesos de movilidad social y el éxito de muchas de sus empresas comerciales, que alimentaron la visión de ese grupo como portador de progreso; culturales, por la facilidad de amoldarse a las costumbres colombianas, favorecidas por su adhesión al catolicismo; raciales, en razón del color “trigueño” de su piel. En ciudades como Quibdó y Cartagena, todo esto permitirá su entrada en las elites “blancas” (Rhenal y Flórez, 2008 y 2013). Un rasgo eminentemente físico entra entonces en el complejo juego de alianzas – políticas, sociales, económicas y raciales– que determina la apertura de las fronteras de la blancura a grupos anteriormente excluidos de ella. A este propósito, es significativo el pronóstico planteado en los años treinta por el intelectual y político Luis López de Mesa, según quien la absorción de las poblaciones “de color” por parte de la blanca originaría un “tipo ligeramente trigueño, un poco a la manera árabe” (citado en Rhenal y Flórez, 2008: 138). “Trigueño” sería entonces el resultado de la “dilución” del blanco en su mezcla con otros colores, eso es, un producto del mestizaje como proceso de blanqueamiento, que durante buena parte del siglo XX fue uno de los proyectos perseguidos por los gobiernos colombianos para “mejorar” racial y culturalmente la población del país (Helg, 1989; Pisano, 2012).

El caso de los sirios-libaneses, las palabras de Luis López de Mesa y las instrucciones dadas a los funcionarios públicos citadas en el apartado anterior, muestran “trigueño” como una especie de “color nacional”, es decir, aquello que, por ser más frecuente, mejor describiría genéricamente a la población colombiana, ideológicamente pensada como mestiza. Justamente por ello, su relación con la “claridad” de la piel no es estable. Al buscar una mujer “trigueña, más blanca que negra” (C-2380, 1963: 52), Sufrido evidencia otra interpretación de este color, suspendido entre los dos extremos: según la tonalidad de su piel, una persona “trigueña” puede acercarse al uno o al otro. De hecho, no faltan casos en que ese color fue empleado para indicar la oscuridad de la piel. En su carta a la sección 78 Capítulo 1. Blancuras

Sea Siempre Bella, una joven lectora de Cromos acudió a “trigueño” para describir su piel después de una quemadura de sol (C-2094, 1957: 56). Sin embargo, también cuando asociado con una piel percibida como oscura, mantiene su función “aclaradora”: en sus anuncios, Estrellita del Norte usa “trigueña clara” como categoría alternativa para definir el color de su piel, anteriormente descrito como “moreno” (C-2400, 1963: 54; C-2455, 1964: 75). Por su parte, Yajaira establece una relación de sinonimia entre esas dos categorías, describiéndose como “morena o trigueña clara” (C-2786, 1971: 52), análogamente a lo afirmado por el autor del comentario sobre el cuadro de casta “no te entiendo” citado anteriormente.

Considerado lo expuesto hasta ahora, se puede plantear que el color definido como “trigueño” sea un enigma que no quiere ser descifrado, dado que en su enigmaticidad arraiga su valor. Si, en general, una peculiaridad de las categorías cromáticas intermedias es su posibilidad de prestarse para negociaciones de la identidad racial, ésta tiene la ventaja de hacerlo generalmente desplazando las personas que describe hacia el centro del sistema cromático-racial colombiano. De allí su particular difusión, en las fuentes analizadas: en una nación que históricamente ha buscado en el mestizaje físico y cultural dirigido al blanqueamiento un medio de “mejorar” a su población, una categoría como “trigueño” es la que mejor permitiría identificarse, si no como “blanca”, por lo menos cercana a ese grupo. Como veremos, esa negociación será de fundamental importancia en el discurso sobre la belleza que se desarrollará desde finales de los años cincuenta. El valor intrínsecamente positivo atribuido a “trigueño” es confirmado además por ser menos “problemático” respecto a la categoría que, por fuera de “negro”, está más asociada con la oscuridad: “moreno”.

2.3 Un color para varias oscuridades: “moreno”

Junto a “negro”, en el sistema cromático-racial colombiano la manifestación de la “oscuridad” o, para decirlo mejor, de varias, posibles “oscuridades”, es dejada al color definido “moreno”. Una vez más, la definición planteada en el Diccionario de la Real Capítulo 1. Blancuras 79

Academia de la Lengua Española es particularmente útil para introducir la complejidad, variedad y problematicidad de este término:

“(De moro) adj. Aplícase al color obscuro que tira a negro. 2. Hablando del color del cuerpo, el menos claro en la raza blanca. 3. Fig. y fam. Negro” (Rae, 1956: 895)27.

“Moreno” será objeto de una ulterior profundización en el capítulo 4, cuando se tratará su particular difusión en la década de 1970. En éste, el análisis se enfocará en algunos de sus significados, especialmente en su compleja relación con “blanco”. En su estudio sobre la sociedad cartagenera, la socióloga Elisabeth Cunin ha enfatizado la función de “moreno” de eufemizar la categoría “negro”, despojándola de sus connotaciones peyorativas, negativas e inferiorizantes (Cunin, 2003: 7 y 13). Su empleo en numerosos artículos publicados en Cromos a lo largo del siglo XX permite ampliar el análisis, mostrando su articulación con imaginarios de género y raciales. En términos de género, es un color históricamente asociado con la masculinidad, símbolo desde la Edad Media de virilidad, fuerza y valentía (Frost, 1997; Beherend-Martínez, 2007; Rappaport, 2012). Algunos cuentos publicados en Cromos en los años cincuenta muestran la supervivencia de esta asociación, y su influencia en la definición del atractivo masculino. “Moreno” es un término recurrente en la descripción de sus protagonistas, índice de una “belleza varonil” (C-1736, 1950: 14; C- 1767, 1951: 18), capaz “de hacer perder la cabeza a cualquier mujer” (C-1764, 1951: 38), haciendo un hombre “guapo e interesante” (C-1765, 1951: 18). Producido, cuando se habla de personas racializadas como blancas, por los efectos de los rayos solares, es considerado prueba de la frecuentación del espacio público socialmente atribuida a los hombres. Como se profundizará en el capítulo 4, “oscura” es también la sexualidad: atribuido a un hombre, “moreno” puede indicar la eterna suspensión del género masculino entre la contención y la satisfacción de sus impulsos, sobre la cual está construida la masculinidad occidental (Dyer, 1997). De hecho, es un “color” recurrente en los discursos acerca del bronceado, tanto para

27 La tercera definición fue profundizada en la edición de 1970, donde se especificó que “negro” era una “persona de esta raza” (RAE, 1970: 895). 80 Capítulo 1. Blancuras

hombres como para mujeres, cuyo auge estará relacionado con una nueva valoración de la sexualidad de los individuos.

Los múltiples significados atribuidos a esta categoría emergen particularmente al considerar su dimensión racial. Asociado siempre con la “oscuridad”, según la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española remite a dos grupos antitéticos, pudiendo indicar tanto una persona “blanca”, aunque de piel “menos clara” respecto a lo que se considera el común de ese grupo, así como una persona “negra”. En algunos documentos, está también relacionado con la población indígena y los mestizos. En pocas palabras, puede abarcar el entero panorama étnico-racial: en Colombia muchas personas pueden ser “morenas”, y pueden serlo de múltiples maneras. De allí la constante necesidad de definirlo, sea acudiendo a soportes gráficos (como las fotografías), sea jugando con una serie de imaginarios culturalmente compartidos (por ejemplo, cuando referido a personas de una determinada región). Una crónica del Concurso Nacional de la Belleza de 1957 muestra algunos de sus diferentes usos. En esa edición, se afirma, participaron “14 reinas (13 blancas y una morena)” en representación de “los diferentes tipos de belleza” que se encontraban en el país: “desde la trigueña de ojos azules y cabellos castaños como Luz Carime Alhach, del Valle, hasta la morena de dientes blanquísimos Nashly Lozano, representante del Chocó”. Aquí, “moreno” aparece como referente para matizar la racialización de la Señorita Chocó como “negra” (categoría que otros documentos usarán para describirla, como veremos en el capítulo 3)28. Diferente es el significado con que esta categoría vuelve a aparecer, unas líneas después, para describir a la ganadora del certamen, la Señorita Antioquia Doris Gil Santamaría, una mujer de piel “morena clara”, ojos y cabellos negros (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 54; ilustraciones 1.13 y 1.14). En este caso, “moreno” indica uno de los múltiples matices que puede adquirir la piel “blanca”,

28 Esta función de matizar lo “negro” atenuando los significados negativos que le son culturalmente atribuidos, aparece en una ocasión también en Buscando Corazones. En su anuncio, Monsieur Bonnet, haitiano residente en Colombia, reemplaza con “moreno” la categoría “negro” con la que se había descrito anteriormente (C-2789, 1971: 69; C-2801, 1971: 45). Capítulo 1. Blancuras 81

Ilustración 1.13 y 1.14. Dos rostros de la “morenidad”: Doris Gil Santamaría (Señorita Antioquia y Señorita Colombia 1957) y Nazly Lozano Eljure (Señorita Chocó 1957)

racialización implícitamente atribuida a la Señorita Antioquia a inicio del documento29. Análogamente a “trigueño”, también “moreno” puede entonces representar un matiz del “blanco”. Señal de eso es la terminología usada por los autores y las autoras de algunos anuncios de Buscando Corazones, quienes se describieron a sí mismos, o a la pareja deseada, articulando las dos categorías. Una de ellos fue Chocoanita, en busca de un hombre “de tez blanca, moreno claro, cabello rubio” (C-2585, 1967: 77).

Señal de oscuridad, “moreno” es empleado también para todos aquellos grupos poblacionales que le están relacionados. Uno de ellos son los mestizos, como emerge en los tres anuncios que Maguiroro envió a Buscando Corazones: tras haber callado en el primero sobre el asunto (C-2588, 1967: 71), se describió “de color mestizo” en el segundo (C-2597, 1967: 69). El significado que Maguiroro parece dar a ese “color” fue explicitado en el tercero, donde aparece como “moreno” (C-2600, 1967: 65). Unos años después, un uso parecido se encuentra en una declaración del periodista Ernesto Rodríguez, quien habló de los colombianos –nacionalidad, como se afirmó varias veces, definida en términos raciales por el mestizaje– como de una “raza morena”, contrapuesta a otra “mona ojiazul” (C-3192,

29 Esta descripción de Doris Gil es análoga a aquella proporcionada en un perfil que Cromos le dedicó (C- 2108, 1957: 30). 82 Capítulo 1. Blancuras

1979: 79). Relacionado con las minorías étnico-raciales, en algunos documentos “moreno” es también el color atribuido a las poblaciones indígenas. Con este significado aparece en el manuscrito “Cualidades y Riquezas del Nuevo Reino de Granada”, del cura santafereño Basilio Vicente de Oviedo (1699-1774), citado en un reportaje sobre el pueblo boyacense de Monguí publicado en Cromos en 1969. En su relato sobre la creación de un lienzo que representaba a la Virgen María, Oviedo se detuvo en el color con el que había sido pintado San José: “trigueño”, en honor al “color moreno” de los “indios” (C-2589, 1969: 24)30; “moreno” es también el color de la mujer “de origen indígena” buscada por Alfaro en su anuncio matrimonial (C-2629, 1968: 50). Finalmente, bien conocido es el uso de “moreno” para referirse a la población afrodescendiente: el caso de Nazly Lozano es apenas uno de los innumerables documentos en que es utilizado con esta función.

Semejante multiplicidad de significados precisa de una constante aclaración. El material fotográfico que ilustraba los artículos era fundamental para evidenciar con cuáles de ellos era empleado. Ulteriores elementos podían ser proporcionados por referentes geográficos: “morenas” serían, por ejemplo, al menos dos Señoritas Bolívar, Xania Méndez (1959) y Rosaura Rodríguez (1978) (C-2210, 1959: 37; C-3163, 1978: 57). Tierra de bellezas “cálidas” (C-2210, 1957: 46) y mujeres “soleadas” (C-2921, 1974: 19), la Costa Atlántica parece tener una relación especial con ese “color”. En dos anuncios de Buscando Corazones, “moreno” es el color atribuido al “tipo costeño” del que sus autores se consideran representantes (Ayan. C-2332, 1962: 57; Tipo soñado. C-2429, 1964: 51). Lo que lo originara era dejado a los imaginarios acerca de esa zona del país: una relación especial de sus habitantes con el sol, debido a su costumbre de frecuentar las playas, pero también una importante presencia de personas afrodescendientes, con la consiguiente historia de mezclas entre éstas y los “blancos” (Rhenal y Flórez, 2008). Como se

30 “Tiene la soberana imagen el Niño Dios en los brazos y está el Señor San José en su compañía. Dicen que es tradición o voz común, que la envió el señor Emperador y Rey Católico don Carlos V, de esclarecida memoria, y que era pintura de su real mano, y que porque le informaron que los indios de este Reino eran de color moreno, pintó así trigueño al patriarca San José, mi Señor. Yo no asiento a este dictamen, y el verde moreno de mi Señor San José, de lo que provino, es de estar pintado en sombra, como lo advirtieron los que de esto tienen alguna pericia” (C-2589, 1969: 24). Capítulo 1. Blancuras 83

profundizará en el capítulo 4, “moreno” es el color atribuido también a las personas “mulatas”. La problematicidad de “moreno” emerge en ausencia de referentes gráficos y geográficos. La viñeta humorística que ilustró un artículo sobre la moda de los anuncios matrimoniales da cuenta de su valor simbólico potencialmente negativo. El documento muestra a una mujer redactando su anuncio, en el cual se describe como una “morena de grandes aspiraciones, cabello ensortijado, ojos rasgados y dientes de perla” (C-3063, 1976: 76; ilustración 1.15).

Ilustración 1.15. “Moreno” y “negro” (C-3063, En las intenciones de su autor, la gracia de la 1976: 76) situación parece consistir en la imposibilidad, para quienes leyeran un anuncio como ése, de dar una fisionomía precisa a una persona que se describiera como “morena”, y el “peligro” que conllevaría: la posibilidad de que detrás se escondiera una persona racializada como “negra” y, por ello, considerada poco atractiva en el mercado matrimonial. Justamente esa función “mejoradora” atribuida muchas veces a “moreno” es vista como una posible “trampa” por algunos lectores de Cromos. De allí su menor frecuencia en los anuncios de Buscando Corazones: apenas el 10% de las mujeres y el 9.8% de los hombres acudieron a ella para describirse. Por otro lado, incluso quienes la utilizaron, elaboraron una serie de estrategias para que su significado fuera lo más explícito posible. Análogamente a lo observado por “trigueño”, una era acompañarla por un adjetivo que tuviera una explícita implicación racial, como “blanco”; otra, alejarla lo más posible de la “oscuridad” especificando ser, como Sincera, una “morena, no muy acentuada” (C-2323, 1962: 57) o, en el caso de Chila, “no muy oscura” (C-2496, 1965: 71); otros más, despejaron las dudas que podía generar, especificando ser “moreno pero no negro” (Ruben. C-2439, 1964: 52; Espinel. C-2443, 1964: 53), distinguiendo así entre dos términos potencialmente sinónimos: había “morenos” 84 Capítulo 1. Blancuras

que eran “negros” y otros que no lo eran, y ellos pertenecían al segundo grupo. Estos anuncios confirman la operatividad e importancia de la que Cunin (2003: 9) define “competencia mestiza”, es decir, la capacidad de los individuos de jugar con el color de la piel a partir de un conocimiento, movilización y aplicación de reglas y valores propios de cada situación, pasando de un cuadro normativo a otro y definiendo su rol –y el de los otros– de manera interdependiente. De una u otra manera, las categorías intermedias empleadas para el color de la piel, remiten al mestizaje. En los documentos analizados y en la época considerada, mestizarse aparece como una estrategia para escapar de la asociación con el polo “negativo” del sistema cromático-racial, y de esta manera acercarse lo más posible al positivo. En pocas palabras, implica blanquearse, es decir, conquistar aquel pedacito de blancura que permitía ubicarse en un marco de poder del cual el “blanco” es el centro. “Moreno” muestra bien este proceso. Como vimos a inicio de este apartado, su significado lo relaciona a ambos polos del abanico de colores. Una persona que acuda a él, o que sea definida por otros a través de él, está constantemente en vilo entre lo blanco y lo negro. Frente a la problematicidad de esta categoría, la única solución parece la movilización de los significados que permitan acercarlo al “blanco” aunque, como muestra la viñeta analizada, con riesgos mayores respecto a “trigueño”.

2.4 Mujeres de “piel canela”: el exotismo de la oscuridad ¿y de la blancura?

Mujer, mujer latina / mujer, mujer latina De tu encanto yo me enamoré / de tu huella se impregnó mi ser Te adueñaste de mi corazón / junto al mar en un amanecer Fuiste agua que calmó mi sed / espejismo de amor y placer/ Mujer latina Algún día volveré a buscarte / de recuerdos no puedo vivir En mis sueños vivo tu paisaje / tu piel canela se quedó en mí, mujer (Nicolás, “Mujer latina”, 1985) Capítulo 1. Blancuras 85

Durante la final del Concurso Nacional de la Belleza de 1985, el público asistió a la exhibición del artista vallecaucano Nicolás, quien presentó su nueva canción31. Introducida como un “homenaje a la mujer latina”, contaba el amor para una mujer de este origen, cuyos rasgos distintivos eran el encanto, la capacidad de evocar amor y placer y, físicamente, su piel “canela”. Mientras Nicolás se exhibía en la tarima, en el trasfondo fueron proyectadas las imágenes de algunas candidatas: todas de cabello negro y de un color “dorado” de piel, parecían encarnar el tipo físico cantado por el artista. Entre ellas, estaba quien poco más tarde sería elegida Señorita Colombia, la guajira María Mónica Urbina. Contrariamente a lo que dejaría pensar su aparición en ese contexto, su piel será definida “morena” (único caso, junto a la Señorita San Andrés Nidia Danitza Mow) en el desfile en traje de baño que siguió a la exhibición de Nicolás; en ese desfile, la “piel canela” fue atribuida a otras dos candidatas: la Señorita Quindío Claudia María Ramírez y la Señorita Chocó Jessika Quintero, esta última ausente en el video.

De acuerdo con la letra de la canción, la “piel canela” sería aquella que mejor describiría a la mujer latina. Como se profundizará en los capítulos 3 y 4, la ubicación de la latinidad en el panorama racial es compleja y variada. Desde el siglo XIX, fue utilizada para marcar el estatus marginal de América Latina respecto a Europa tanto en términos culturales como raciales, ubicando a sus habitantes en una categoría no-blanca, como consecuencia del mestizaje que había caracterizado la formación de los pueblos de este continente. Su ajenidad a la blancura fue confirmada por su diferenciación, también cultural y racial, respecto a una “raza anglosajona”, máxima expresión de lo “blanco” (McGuinness, 2003: 99-101; Mignolo, 2007: 96; Pisano, 2012: 30-32). La peculiar posición de la “latinidad” respecto a la blancura se puede observar en el uso, particularmente frecuente desde los años sesenta-setenta, del término “moreno” para definirla cromáticamente, con todas las contradicciones ínsitas en él y su variable relación con “blanco”. Una variabilidad parecida se encuentra si se analiza el color definido “canela” y los cambios que conoció durante la

31 La letra de la canción ha sido transcrita del video del evento, disponible en youtube al enlace https://www.youtube.com/watch?v=eKIMbH-sG-Q&t=1656s (consultado el 23 de febrero de 2018). 86 Capítulo 1. Blancuras

segunda mitad del siglo XX. Análogamente a “moreno”, con el cual está frecuentemente asociado, “canela” parece describir una piel percibida como “oscura”. Sin embargo, a diferencia de “moreno”, cuya ambigüedad es constante a lo largo de la época estudiada, “canela” conoce unos cambios, especialmente en lo relacionado con la dimensión racial que le estaría relacionada.

En los documentos analizados, su uso se hace más frecuente hacia finales del siglo XX, en coincidencia con la exotización de la belleza de la que la canción de Nicolás es una expresión. Anteriormente, aparece esporádicamente y asociado, sobre todo a lo largo de los años cincuenta, con lo “negro”. “Canela” es, por ejemplo, la piel de la protagonista de La entrera, un cuento publicado en Cromos en 1950, una joven “mulata”, de rasgos finos y cabello negro, cadera ancha, senos erguidos y boca sensual, que llega a una hacienda para trabajar como criada (C-1719, 1950: 14). Unos años después, “canela” será definido el color de piel de Rosaura Henry, reina sanandresana de belleza (C-2130, 1958: 51; C-2151, 1958: 60). La narrativa acerca de la última es particularmente interesante para entender el significado atribuido a este color. De hecho, “canela” no fue el único que le fue atribuido. El autor de un reportaje la describió con las siguientes palabras:

“La reina, bello exponente de su raza, tiene la piel morena tostada por el rigor continuo del sol isleño” (C-2156, 1958: 25).

La “raza” a la que pertenecería Rosaura es la convencionalmente llamada “negra”, término que ella misma empleará para identificarse (C-2130, 1958: 60). De ese grupo desciende también la protagonista de La entrera siendo, como “mulata”, el producto de la unión entre una persona “blanca” y una “negra”. En estos documentos, la función de “piel canela” parece ser la misma que, en otros, cumple “moreno”: matizar lo “negro”, despojándolo de sus connotaciones negativas y haciéndolo atractivo. Igualmente fuerte es la marca de género ínsita en esta categoría. Si, como se vio anteriormente, “moreno” ha sido un color relacionado, entre otras cosas, con la masculinidad, “canela” parece estarlo con la feminidad. Los anuncios de Buscando Corazones proporcionan una muestra: en ellos, “piel canela” aparece 33 veces, utilizado 29 veces por mujeres y apenas cuatro por hombres (ver gráficos 1 y 2). Probablemente, la razón arraiga en su particular relación con la belleza: a Capítulo 1. Blancuras 87

diferencia de “blanco”, “trigueño” y “moreno”, que aparecen en un sinnúmero de contextos, no necesariamente relacionados con el atractivo de una persona, “piel canela” es empleado generalmente en contextos en que la belleza tiene un lugar particularmente importante, como los “reinados” y los anuncios matrimoniales. Como se verá en los capítulos siguientes, hasta finales del siglo XX, la idea de “belleza” estuvo asociada especialmente con las mujeres; lo mismo dígase del exotismo y la sensualidad, que a lo largo del tiempo cobrarán una importancia cada vez mayor en los ideales estéticos. En los años cincuenta, la belleza asociada con sensualidad y exotismo es, todavía, aquella atribuida a las minorías raciales, especialmente a las mujeres afrodescendientes, y “piel canela” una manera de expresarla. De allí también la esporadicidad con que aparece en Buscando Corazones, donde el ideal femenino sigue estando asociado a una idea tradicional de feminidad, el de las mujeres racializadas como “blancas”32.

Algunos anuncios lo muestran como un matiz que puede adquirir una piel descrita como “morena”, con todo el entramado simbólico que esta categoría conlleva. Así, aunque se firme con el pseudónimo Piel Canela, una lectora describe su color como “moreno claro” (C-2402, 1963: 55); de la misma manera, Liz se describe como “morena, color canela” (C- 2781, 1971: 69), Julieta como “morena, piel canela” (C-2664, 1968: 60) y Elena como “morena clara” y “piel canela” (C-2570, 1967: 49). Llama la atención la ausencia de cualquier relación de este color con las dos categorías más asociadas con la claridad de la piel y su consiguiente racialización: “blanco” y “trigueño”, señal de la particular oscuridad que quienes escribieron a esa sección parecen atribuirle. Una excepción es el anuncio de Cuqui, una lectora residente en Medellín, que a su “piel canela” acompaña dos rasgos distintivos de la blancura como el cabello rubio y los ojos azules (C-2529, 1966: 61).

La progresiva exotización de la belleza determina entonces una mayor utilización del color “canela” para describir las participantes a los certámenes dedicados al tema. A este punto, esa tonalidad entra en la órbita de la blancura. Un ejemplo es María Claudia Ortiz, Señorita Meta 1977, descrita como “una atlética ‘sardina’ de hermoso y espigado cuerpo, pelo rubio,

32 Para un análisis de la cuestión, ver el capítulo 3. 88 Capítulo 1. Blancuras

ojos brunos, piel canela y perfil griego” (C-3115, 1977: 15). Un color de piel anteriormente percibido como oscuro, al punto de estar asociado con las personas afrodescendientes, es aplicado ahora a un cuerpo considerado expresión de un tipo de belleza más “europeo”,como deja entrever la referencia al color del cabello, la estatura y al perfil “griego” (ilustraciones 1.16 y 1.17). Se trata, por supuesto, de la concepción local de la blancura, evidenciada en otro artículo, dedicado a la Reina Nacional de la canción colombiana de 1977, Patricia Lizarazo, del Casanare. De acuerdo con el periodista Fabio Roca Vidales, con su cabello “azabache, ojos color de miel y piel canela”, ella representaría “a la auténtica beldad criolla y para ser más precisos, a la típica mujer de llano adentro” (C- 3126, 1977: 20). Históricamente, el término “criollo” ha sido empleado para definir a los descendientes de españoles asentados en el Nuevo Mundo, pero también lo que es autóctono de estos territorios. En el uso que le da el periodista, esa autoctonía adquiere dos dimensiones: una más general, que acerca a Patricia a un tipo expresión de toda la América hispana; otro regional, que la haría digna representante de su región de procedencia. En Colombia, la entrada de la “piel canela” en la blancura parece coincidir con su entrada en la ideología del mestizaje, que como vimos a propósito de “trigueño” y “moreno” es parte integrante de la construcción local de este concepto, y al mismo tiempo de su negación.

Ilustración 1.16 y 1.17. Dos mujeres de “piel canela”: Rosaura Henry (C-2126, 1958: 34) y María Claudia Ortiz, Señorita Meta 1977 (C-3115, 1977: 14)

Capítulo 1. Blancuras 89

Una vez más, la crónica sobre una reina de belleza, la Señorita Cundinamarca 1984 Gehovell Serrato, muestra las dinámicas de esas asociaciones/disociaciones. En una crónica el Concurso Nacional de la Belleza de ese año, la periodista Laura Restrepo manifestó su deseo de que, en una época en que el gobierno de Belisario Betancur estaba adelantando diálogos con las guerrillas, ella fuera la ganadora del certamen dado que, argumentó:

“Es exactamente la belleza colombiana descrita en los bambucos, con todo y trenza, piel canela y ojazos negros de almendra (…). Si este año de signo nacionalista se quisiera nombrar una reina a tono, tendría que ser ella, no solo porque mirarla despierta nostalgia de bohíos, de tiples y hierbabuena (…) sino sobre todo porque es una morena deslumbrante (C- 3485, 1984: 94-96).

Los elementos culturales y físicos a los que acude Laura Restrepo para sustentar su predilección por la Señorita Cundinamarca, son significativos de cierta manera de entender la identidad nacional. Desde finales del siglo XIX, el bambuco ha tenido un lugar preeminente en los discursos acerca de la identidad colombiana. De origen campesino, fue un género musical que, en sus versiones urbanas, se popularizó en las grandes ciudades del país, expresión de un discurso sobre la identidad nacional basado en la trietnicidad, es decir, la convivencia en el mismo espacio de lo homogéneo y lo diferente; una música, además, de marcado carácter criollo, habiendo nacido en el interior andino, hecho que favoreció su inserción en el discurso nacionalista de las elites de esa parte del país (Wade, 2000: 63-70). Por lo tanto, mestizaje y blancura conviven en este género musical evocado, en las palabras de Restrepo, por la Señorita Cundinamarca. Su mismo cuerpo es manifestación de ello: como se profundizará en el capítulo 5, los ojos almendrados estuvieron entre los rasgos físicos destacados en varias ocasiones para exaltar la herencia biológica indígena; a la mezcla parece aludir también el color de piel asignado a Gehovell Serrato. Sin embargo, en este caso la ambigüedad juega un papel determinante, como muestran los dos colores empleados para describirla. De hecho, en el escrito de Restrepo, “piel canela” aparece como una de las maneras de definir la “morenidad”, una piel “oscura” que, en términos raciales, espacia entre lo “blanco” y lo “no-blanco”, remitiendo así al lugar peculiar de la nación en el panorama étnico-racial global: una piel que, para retomar 90 Capítulo 1. Blancuras

el título de esta investigación, puede al mismo tiempo incluirla en la blancura, apartarla de ella o acercarla según el contexto en que sea empleado y los significados que le sean atribuidos.

3 Conclusiones

Como muchos fenómenos relacionados con la “raza”, la blancura no es un hecho objetivo e inmutable. Al contrario, se trata de una construcción cultural que, como tal, conoce cambios a lo largo del tiempo y en el espacio. Marca de género y clase hasta la Edad Media, su simbología conoce un giro con la expansión europea, volviéndose rasgo distintivo y positivo que define genéricamente la población de ese continente, señal “visible” de su supuesta superioridad respecto a las poblaciones del resto del planeta. En términos espaciales, es igualmente importante considerar los significados peculiares que adquirió en el contexto estudiado, eso es, descifrar lo que Garner define como su “acento local”. Espacio y tiempo, dimensión global y local, son los ejes que permiten analizarla.

La simbología relacionada con el color “blanco”, y los matices que adquirió en la sociedad colombiana, son centrales para entender las dinámicas de poder que subyacen detrás de la aplicación de ese color a los seres humanos. A partir de los estudios de Taylor, Garner y Dyer se vio cómo, en un nivel global, se ha construido un entramado simbólico dirigido a sustentar el dominio del grupo racializado por medio de ese color. En particular, su capacidad de ser color y no serlo está en la base de un “poder representativo” que permite a quienes se reconozcan en él ubicarse en una posición de representantes genéricos de la humanidad, “neutros” y, por lo tanto, aparentemente no marcados desde el punto de vista racial. Sin embargo, esa misma peculiaridad hace de la blancura un fenómeno móvil y flexible, que abre y cierra sus puertas y, al mismo tiempo, jerarquiza y ordena quienes estén incluidos en ella (Dyer, 1997). Capítulo 1. Blancuras 91

La flexibilidad y movilidad de la blancura se confirman si consideramos la manera en que se manifestaron en Colombia. Aquí también su atribución respondió a dinámicas de poder prerrogativa de los grupos que se ubicaban a sí mismos en la cumbre de la pirámide socio- racial de la nación. Sin embargo, la historia de mestizaje que está en la base de la conformación de su población permitió el desdibujamiento de las fronteras raciales, determinando una constante posibilidad de negociar la identidad y, por lo tanto, la posición en ese lugar de poder. Un análisis del sistema cromático-racial colombiano es una prueba de ello. Se trata de un sistema que articula la multiplicidad de “colores” de piel surgida a raíz del mestizaje con una polarización entre dos extremos: el positivo, representado por el “blanco”, y el negativo, representado por el “negro”. La simbología de ambos reitera los significados positivos atribuidos al primero y aquellos negativos atribuidos al segundo, reflejando los varios órdenes de poder y dominación sobre los que está construida la sociedad local. La dicotomía cromático-racial blanco/negro expresa así la diferenciación jerarquizada entre el interior andino blanco-mestizo “civilizado”, que mira a Europa y a los Estados Unidos como modelos físicos y culturales de progreso en los que inspirarse y para alcanzar, guía y expresión del proyecto nacional, y las regiones periféricas, según el imaginario apartadas de la “civilización” y del progreso. Análogamente, en esa dicotomía se puede ver la contraposición entre la construcción de un individuo “moderno”, consumista, urbanizado y proyectado hacia el futuro, y aquello “atrasado”, rural, ajeno a los proyectos modernizadores, atrapado en sistemas económicos “primitivos”. Como mostró la narrativa acerca del Palenque de San Basilio, el rechazo del mestizaje, atestiguado por una mayor oscuridad de la piel, se traduce además en la atribución de un rechazo hacia el proyecto nacional, que en muchos casos considera la mezcla racial una forma de blanqueamiento. En los capítulos siguientes se profundizará cómo modernidad, consumismo y adhesión al imaginario convencional sobre la nación serán elementos centrales para entender la relación entre la blancura y la concepción de la belleza.

La polarización blanco/negro se articula con la presencia de categorías intermedias, cuyos orígenes arraigaría en la mezcla racial. Sin embargo, la multiplicidad no la contradice, al contrario, la fortalece. De hecho, el sistema cromático-racial colombiano se estructura 92 Capítulo 1. Blancuras

como un universo cuyo centro es representado por el blanco, y su periferia por el negro; en medio de ellos, fluctúa una serie de “colores” intermedios cuyo valor –social y estético– crecerá en la medida en que se acercarán al uno, alejándose del otro. El color se presenta así como un medio constante de negociación identitaria, bien mostrada por los juegos de sinonimias y antinomias que emergen en los anuncios matrimoniales de Buscando Corazones, así como en algunas crónicas sobre las participantes a los concursos de belleza. Cada “color” tiene un valor propio, en que los imaginarios acerca de la historia de la conformación del pueblo colombiano emergen constantemente; sin embargo, ese valor nunca está ajeno a la dicotomía blanco/negro, siendo cada uno capaz de romperla y reafirmarla según el contexto en que sean empleados. Esa articulación entre binarismo y multiplicidad puede ser considerada la clave para entender la particular construcción de la blancura en Colombia, y la manera en que ésta estará presente en los imaginarios acerca de la belleza que serán analizados en los capítulos siguientes.

Capítulo 2

Blanca sin manchas.

Permanencia de ideales estéticos femeninos a mediados del siglo XX

La blancura de la piel es un tema recurrente en la definición del ideal de belleza femenina. En este capítulo se profundizará el significado que le era atribuido en Colombia en la década de 1950, a través del análisis de las publicidades de producto de belleza y de los consejos sobre este tema, solicitados por las lectoras de la revista Cromos y proporcionados por “expertos” y “expertas” en secciones como Sea Siempre Bella (1942-1957) y Pregunte a Soledad (1958-1961)33. Blancura y belleza son dos construcciones sociales, estrechamente relacionadas. Por lo tanto, un estudio de esta relación debe tener en cuenta la dimensión temporal y espacial en que se desarrollan, y del cruce entre dinámicas globales y locales. Esto es lo que se pretende plantear en el presente capítulo.

La segunda mitad del siglo XX se caracterizó por una aceleración en el proceso de globalización del concepto de belleza, iniciado en los años treinta y favorecido, en países como los Estados Unidos, por la mayor urbanización de la población, el incremento de sus ingresos y la expansión de la industria cosmética a nivel internacional (Jones, 2008). En esta época, la producción industrial relacionada con la belleza conoció un crecimiento exponencial pasando, a nivel mundial, de 1.026 millones de dólares en 1950, a 60.000

33 Publicada desde 1958, Pregunte a Soledad no estaba dedicada exclusivamente a la belleza. Se trataba de una sección en la cual el público de Cromos escribía para preguntar sobre varios argumentos. Sin embargo, frecuentemente publicó cartas en que se solicitaban consejos sobre el cuidado de la piel y la belleza.

94 Capítulo 2. Blanca sin manchas

millones en 198934. Los Estados Unidos mantuvieron su liderazgo, con una producción que pasó, en el mismo periodo, de 560 a 16.700 millones de dólares, muy superior a aquella de otros países históricamente líderes del sector como Francia, Alemania y Reino Unido35 (Jones, 2010: 366). Globalización de la belleza y crecimiento de la industria relativa a ella coincidieron con la que Echeverría (2010: 104) ha definido como una “americanización de la modernidad”, fenómeno que interesó a amplias partes del mundo y se fundó en la promoción de un estilo de vida centrado en el consumismo (Echeverría, 2010: 104), es decir, en el estímulo a adquirir una gama cada vez mayor de bienes y servicios, prerrequisito indispensable para que una persona pudiera ser considerada “moderna”. En términos de género, las lógicas del mercado perpetuaron el lugar protagónicos atribuido a las mujeres como público privilegiado al que dirigirse. Éste tenía sus orígenes en el rol que, desde el siglo XVIII, las dinámicas de la sociedad burguesa habían asignado al género femenino: encerradas en la esfera doméstica y administradoras de los gastos del hogar, las mujeres se vieron atribuir un lugar central en la sociedad de consumo. Así, la “feminización” del lujo, de la moda y de todo lo relacionado con la apariencia, determinó el desarrollo de una industria de productos destinada exclusivamente a ellas (Lipovetsky, 2003). Este fenómeno estaba todavía vigente a mediados del siglo XX. De acuerdo con la filósofa Alba Carosio, la consumidora representó un “arquetipo femenino moderno”: como ama de casa, encargada de mantener el buen funcionamiento del hogar; como madre y esposa, que proporciona alimentos y vestidos para sus hijos y esposo; como individuo, adquiriendo para sí misma cosméticos y vestidos que le permitirían alcanzar los modelos estéticos dominantes. En pocas palabras, la mujer estuvo identificada con el acto de comprar. De hecho, es al público femenino que se dirigieron muchas de las publicidades que aparecieron en los medios de comunicación en el siglo XX (Carosio, 2008). Debido al

34 De acuerdo con Jones (2010: 366), según el valor del dólar en 2008, las cifras del volumen mundial del mercado de la belleza corresponde a un pasaje de 1600 millones (1914) a 104.180. 35 En lo relacionado con la industria de la belleza, entre 1950 y 1989 la producción francesa pasó de 62 a 5.862 millones de dólares, la alemana de 62 a 3987 millones de dólares y la inglesa de 58 a 2.025 millones de dólares (en este último caso, el dato es relativo a 1988) (Jones, 2010: 366). Capítulo 2. Blanca sin manchas 95

imaginario que consideraba la belleza un ámbito eminentemente femenino, igualmente centrado en ellas era el mercado cosmético.

La lógica del consumo llevó a una multiplicación y generalización de los modelos estéticos que, por lo menos teóricamente, se volvieron accesibles a todos: los humildes, las personas mayores, etc. Esta “democracia de la belleza” se fundaría en argumentos voluntaristas y meritocráticos: con esfuerzo y trabajo, cualquier persona podría volverse “bella” (Vigarello, 2005), como emerge también en un artículo firmado por el maquillador de estrellas del cine hollywoodense Perc Westmore, cuya traducción fue publicada en Cromos 1952:

“¿Existen modas por lo que al rostro de la mujer concierne? ‘No hay tal’, me dijo en una ocasión una joven mujer, con aparente convicción. ‘Si mi abuela volviera a vivir hoy, ustedes la considerarían como una de las mujeres más hermosas que se hayan visto’, afirmó.

Con el debido respeto por el principio poético de que ‘una cosa bella es por siempre motivo de gozo’, le sugerí que estudiara las fotografías de mujeres hermosas que engalanaran los diarios allá por principio del siglo. Todos ellos mostraban una piel como la nieve, rosados carrillos y cabezas llenas de rizos. Nos hemos apartado mucho de ese ideal de belleza, y, aunque esto pudiera parecer parcial en favor de la época moderna, yo diría que nos hemos alejado bastante para nuestra ventura (…). La moda en cuanto al rostro se desenvuelve realzando la misma individualidad, esto es, dando más despliegue al contorno natural y colorido, del rostro de la mujer” (C-1832, 1952: 17 y 39).

Otro artículo, firmado por el productor de cosméticos Max Factor jr., habló de “condiciones individuales de belleza”, que cada mujer debería respetar al momento de decidir el maquillaje más apto para sí misma, sin seguir ciegamente normas establecidas. “Piense por sí misma”, “actúe según los dictámenes de su sentido común”, “no siga dictados de nadie” y “no forme parte de la lista”, eran algunos de los imperativos para la mujer que quisiera ser bella (C-1845, 1952: 36). En otra ocasión, el ya citado Perc Westmore invitó a seguir la naturaleza, respetando lo que ella había establecido:

“El maquillaje por lo menos en esta época moderna trata de realzarla [a la naturaleza] más bien que deformarla; y [¡]qué desagradables son los maquillajes que la deforman! (…). La lectora puede realzar una boca hermosamente dibujada, hacer notar la belleza de los ojos, 96 Capítulo 2. Blanca sin manchas

atenuar el efecto de una nariz exagerada, y en una palabra, puede hermosear sus rasgos con el uso del maquillaje, pero algo que no pueden o no deberían hacer, es ocultar que es una rubia de tez blanca; o negar el hecho de que es una morena de cutis color aceituna. Ni deben cambiar de un tipo a otro en el transcurso de un día o de una semana” (C-1848, 1952: 17).

Individualidad y “naturaleza” implicarían una menor importancia de la blancura en definir los ideales estéticos. Varios estudios sobre el tema (Pacquet, 1998; Eco, 2012 [2004]; Vigarello, 2005; Schefer Faux, 2006) parecen acoger esta teoría. En ellos, las referencias al color de la piel, frecuentes al hablar de épocas anteriores al siglo XX, desaparecen al analizar ese siglo, salvo que para resaltar su oscurecimiento gracias a la difusión de la práctica del bronceado, favorecida por la entrada de las mujeres en el espacio público y la difusión de las vacaciones en la playa: anteriormente considerado signo de afeamiento, desde los años treinta se convertiría –no sin resistencias– en indicador de “plenitud de belleza”, implicando además la transgresión de los antiguos indicadores de lo femenino (Vigarello, 2005: 201; Pacquet, 1998). En el siglo XX, la concepción de la belleza se basaría entonces en una ruptura respecto al pasado, demostrada también por la progresiva valoración de la “parte inferior” del cuerpo y el triunfo de los contornos físicos: ahora, la cosmética no se dirigiría solamente a los colores y a la tez sino también a delinear las formas (Vigarello, 2005: 139-141).

Estos análisis dan cuenta solamente de una parte de la cuestión. Seguramente, la segunda mitad del siglo XX se caracterizó por cambios importantes en la concepción de la belleza y en su relación con el color de la piel. Sin embargo, el énfasis en los cambios tiene el riesgo de ocultar las continuidades que persistieron, influenciando los ideales estéticos más de lo que muchos estudios sobre el tema dejan entender. De hecho, globalización, individualidad y naturaleza son conceptos que no rompen con el ideal de la blancura, siendo más bien una de las maneras de expresarlo. Objetivo de este capítulo es, por lo tanto, analizar los elementos de continuidad contenidos en los rasgos distintivos atribuidos al concepto de belleza característico del siglo XX y cómo se reflejaron en los ideales propuestos en Cromos a lo largo de los años cincuenta. Se comenzará con la relación entre belleza y globalización, para pasar luego a los de individualidad y naturaleza; hilo conductor será la Capítulo 2. Blanca sin manchas 97

relación de esos conceptos con la blancura y su manera de manifestarse. A final del capítulo, se hablará finalmente de algunos cambios ocurridos en relación con la simbología de los colores, introducción a los elementos de ruptura que serán profundizados en el capítulo siguiente.

1. Rubia como una “primera princesa”. Tipo físico entre globalización e historia local

Colombia no fue ajena al proceso de globalización del mercado de la belleza que caracterizó la segunda mitad del siglo XX. La gran mayoría de los productos dirigidos a la higiene y al embellecimiento personal publicitados en Cromos eran fabricados por grandes multinacionales del sector como Palmolive, Colgate, Lantik, Helena Rubinstein, Pond’s, Hind’s, Palmer y Max Factor. Entre ellas, la última parece ocupar un lugar particularmente destacado en el mercado local, siendo la única que poseía, desde 1939, una planta en el país y, por eso, podía fabricar sus productos a precios más bajos (C-2198, 1959: 20). Max Factor estuvo también entre los patrocinadores del Concurso Nacional de la Belleza, y hasta mediados de los años cincuenta firmó una sección de consejos sobre el maquillaje, y sobre belleza en general, que se publicó en Cromos: Secretos de Hollywood. Como lo dice el título, en ella se revelaban los “secretos” que hacían de las estrellas del cine mujeres “bellas” y “glamurosas”.

Muchas teorías circulantes en materia de belleza eran, por lo tanto, producidas fuera del país. Su divulgación ocurría por medio de traducciones de revistas extranjeras, cuyos autores eran generalmente expertos del sector que trabajaban para el cine hollywoodense, como los mencionados Perc Westmore y Max Factor Jr. Lo mismo ocurría en la sección de belleza y cuidado femenino Sea Siempre Bella. Además de proporcionar respuestas a los consejos solicitados por las lectoras, en ella se dedicaba espacio a pequeños artículos sobre

98 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Ilustraciones 2.1 y 2.2. Páginas de Sea Siempre Bella. (C-1909, 1953: 54; C-1822, 1952: 16).

los “secretos” de belleza de las divas del cine y a la publicidad de cosméticos; su página estaba ilustrada también con imágenes de mujeres, consideradas prototipos de belleza y elegancia. Las ilustraciones 2.1 y 2.2 dan una idea del ideal estético promovido en esa sección: mujeres jóvenes, esbeltas, vestidas a la última moda, de piel blanca (literalmente, por tratarse de fotografías en blanco y negro o de dibujos en que ése era el color utilizado para representar el color de su piel) y cabello a menudo rubio. Actrices del cine e ilustraciones representaban los diferentes rostros de la belleza globalizada. Cada una simbolizaba un ideal estético que, presentado como universal, era en realidad aquel de su lugar de producción, los Estados Unidos, y estaba dirigido a un mercado de consumidoras imaginado como homogéneo, es decir, no étnico y, por lo tanto, “blanco”. La globalización significó, entonces, homogeneización; a su vez, este término implicaba la americanización del ideal de belleza (Jones, 2008). Traducidas en cuerpos, y a través del cuerpo en “razas”, globalización, homogeneización y americanización estaban encarnadas por la imagen de mujeres racializadas como “caucásicas” en el país de origen, “blancas” en Colombia. Capítulo 2. Blanca sin manchas 99

La globalización de la belleza puede ser considerada en un doble sentido. Por un lado, como la imposición, por parte del país dominante en el mercado, de un modelo estético considerado universal y, por lo tanto, trascendente del contexto social en que, gracias a medios de comunicación como la publicidad y el cine, era difundido. Divas del cine, modelos e ilustraciones eran, según una definición de Jones, aspirational images, ideales a los cuales las mujeres de todo el mundo deberían aspirar, que imponían el ideal occidental, o norteamericano, de belleza a costa de los discursos locales. Sin embargo, según el mismo autor, estas características llevaron a un relativo fracaso de su globalización. Ejemplo de ello son los países de América Latina, donde las ideas acerca del color de la piel no tenían relación con la globalización de la cosmética publicitada a través de modelos “caucásicas” (p. 144).

Por lo menos en el caso colombiano, es necesario tener en cuenta algunos aspectos que permiten matizar estas teorías. De acuerdo con Jones, la globalización implica la imposición de un modelo específico –el estadounidense– sobre una multiplicidad de discursos locales que difieren, total o parcialmente, de él. De allí sus límites y la dificultad en imponerse. Sin embargo, este mensaje “universal” tiene su punto de fuerza en la posibilidad de ser adaptado a la realidad local. Por lo tanto, será acogido en la medida en que sus planteamientos reflejan las dinámicas en las cuales se inserta, e ignorado –aunque no rechazado totalmente– en la medida en que sus planteamientos se alejen de ese contexto. De la misma manera, es necesario tener en cuenta la diversidad entre los varios contextos nacionales y sus diferentes interpretaciones del color de la piel.

En el caso de Colombia, el tipo físico característico de la belleza norteamericana, una mujer rubia y de ojos azules, no fue considerado el que representaba la belleza nacional. Aquí también los cánones de belleza siguieron un patrón impuesto por las relaciones de poder, pero orientado hacia los grupos que históricamente habían dominado en el país, representados por la belleza española, considerada igualmente “blanca” pero de piel, ojos y cabello más oscuros (Stanfield, 2013). Esto no significa que los rasgos asociados con el tipo “caucásico” fueran ignorados. Si globalmente eran considerados estereotípicos de la mujer estadounidense, en Colombia tenían su versión local por evocar, según Castro- 100 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Gómez (2009: 205) el “imaginario colonial de la blancura”. Éste asocia la piel blanca y el cabello rubio al prestigio social y a la riqueza, reflejando la estratificación socio-racial que históricamente ha caracterizado el país. La historia de los concursos de belleza, y del Reinado Nacional en particular, muestra cómo esos mismos rasgos fueron considerados prueba física de una superioridad moral y política de los grupos dominantes la nación (Bolívar, 2011: 185).

Dos crónicas dedicadas a Victoria Patterson Rivadeneira, representante del Departamento de Boyacá en el Concurso Nacional de la Belleza de 1953, dan cuenta de la articulación de los varios imaginarios alrededor de estos rasgos físicos, ayudando a entender razones y límites de su acogida en Colombia. Según la primera, su cabello rubio, piel blanca y ojos azules (heredados, se subrayó, de su padre inglés), la hacían parecer “la princesa buena de los cuentos, las que conversan con los pájaros y juegan con los gnomos y enanitos del bosque y finalmente se casan con el príncipe azul” (C-1902, 1953: 23). La segunda se enfocó en la atención que, durante el concurso, le fue dedicada por los medios de comunicación en razón de su aspecto físico y de su temperamento: rubia al punto de parecer una “gringa”, sería “la primera en aparecer en la piscina con un moderno traje de baño”, animando a las representantes de los departamentos de Atlántico, Tolima y Cundinamarca a hacer lo mismo (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 46).

A quienes lo describieron, el cuerpo de Victoria evocó imaginarios diferentes y en contraste entre ellos. En general, el color rubio del cabello es considerado sinónimo de belleza36, que sugiere la inocencia y virginidad de su poseedora; índice de piel clara y falta de exposición a la luz solar, está relacionado con el encierro de la mujer en la esfera doméstica, así como con su inexperiencia en la esfera sexual, volviéndola una figura angelical y, por eso, ideal

36 En idiomas como el español, el francés, el inglés, el italiano y el alemán la palabra “rubio” tiene una doble resonancia de belleza y luz. Si bien su origen etimológico sea desconocido, parece estar relacionado con el latín blandus (encantador, fascinante), con influencias posteriores sobre el latín medieval blundus y el germánico blund; ambos indicaban el amarillo, pero despojado de la asociación con el peligro y el diablo establecida en la simbología cristiana, acercándolo así al blanco y asociándolo al resplandor paradisiaco (Warner, 1994: 262-263 y 267). Capítulo 2. Blanca sin manchas 101

(Warner, 1994: 126, 367-368). A partir de este imaginario, la primera crónica asocia la Señorita Boyacá a un tipo de belleza emblema de la feminidad tradicional y expresión de sus características morales; aunque momentáneamente expuesta al público, su aspiración es el matrimonio, es decir, volver a una dimensión privada de esposa y, posiblemente, de madre. En la segunda crónica, el color rubio del cabello de Victoria evoca el imaginario opuesto: por parecer una “gringa” es asociada a una idea de modernidad que, como se profundizará en el capítulo siguiente, en lo relacionado con el ideal femenino era frecuentemente rechazada por ser considerada el opuesto de lo esperado de las mujeres del país. Con las “gringas”, Victoria comparte no solamente el color del cabello sino también una audacia que la lleva a cumplir un gesto “moderno” y polémico como mostrarse en traje de baño37, rompiendo con el recato, “virtud” considerada característica de la mujer colombiana.

La “raza”, así como su relación con el pasado, el presente y el futuro del país, está en el trasfondo de esta narrativa. La Señorita Boyacá posee un color de piel, de cabello y de ojos exclusivamente blancos (Dyer, 1997), que la diferencian de los estereotipos asociados con la población que representa en el Concurso. De hecho, su descripción física en nada recuerda aquella de los campesinos boyacenses planteada en un reportaje que, unos meses antes, había conmemorado la Batalla de Boyacá de 1819: “mozalbetes cobrizos en cuyo rostro se veía a las claras la sangre de sus abuelos los indios caribe”, idénticos, según el comentario de una foto, a aquellos que más de un siglo antes habían asistido a la batalla y acompañado al Libertador (C-1895, 1953: 8).

Los campesinos boyacenses del reportaje y la representante de su departamento en el Concurso Nacional de la Belleza tienen en común el mestizaje. Sin embargo, se trata de dos interpretaciones diferentes de la mezcla racial: la una inmoviliza en el tiempo a sus representantes, atándolos al pasado; la segunda, proyecta los cuerpos que la expresan hacia

37 En la década de los cincuenta, el desfile en traje de baño representó un punto de polémica en el Concurso Nacional de la Belleza. Oficializado en 1955, su uso fue prohibido en 1957, para ser reemplazado en 1959 por shorts y pescadores y, desde 1969, por el bikini (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 10). 102 Capítulo 2. Blanca sin manchas

el futuro. Manifestada en sus rasgos físicos, la historia familiar de Victoria se vuelve una metáfora de lo que, se esperaba, fuera el futuro de la nación, encarnando esa visión del mestizaje como proceso de blanqueamiento que, aún en esos años, era considerada una vía de mejoramiento físico y cultural de la población colombiana. El objetivo se lograría por medio de la mezcla entre la población local y migrantes europeos, cuya llegada se intentaba estimular, corrigiendo con un nuevo mestizaje los “defectos” que, se consideraba, había producido el antiguo (Pisano, 2012: 49-62); el uno, responsable de atraso –físico y cultural– y de “fealdad”38; el otro, generador de modernidad y belleza por producir, según un artículo que el periódico El Tiempo dedicó en 1957 a las candidatas a Miss Colombia, una mujer “más alta, más espigada, más clara” (El Tiempo, 27 de septiembre de 1957).

Estatura, esbeltez y claridad de la piel eran los rasgos que caracterizaban a la belleza globalizada. Sin embargo, no todos fueron acogidos como símbolos de la belleza nacional. En los años cincuenta, los cánones de belleza dominantes en Colombia siguieron favoreciendo figuras “rellenitas” y no esbeltas (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 10), y mujeres de cabello oscuro, cuya actitud las mostraba respetuosas de las normas tradicionales de comportamiento. Es significativo que, pese al atractivo que le era atribuido y a la atención que le garantizó, Victoria Patterson Rivadeneira no fue elegida como representante de la belleza colombiana, logrando apenas el título de “primera princesa”. Ni su apariencia ni su temperamento fueron considerados acordes con el tipo físico y moral imaginados como imperantes en el país.

En esa época, la lógica del consumo convirtió la modernidad en un objeto del deseo, estimulando al público colombiano a adoptar prácticas de cuidado del cuerpo, de embellecimiento y estilos de vida conformes con la visión que se imponía de la

38 La relación entre mestizaje y fealdad fue planteada en 1943, en un artículo publicado en la sección femenina de la revista El Sábado. Al analizar el “complejo de inferioridad” que afectaría a la población colombiana, su autora lo atribuyó a factores físicos y culturales entre los cuales se encontrarían la “anarquía” de su “apariencia morfológica”, unida a defectos físicos producidos por una “falsa educación” y que dispondrían a los colombianos “a una cierta debilidad constitucional”, como las deficiencias en la alimentación, la influencia del clima y enfermedades típicas del “medio” tropical como paludismo, parásitos y anemia (El Sábado, 20 de noviembre de 1943). Capítulo 2. Blanca sin manchas 103

contemporaneidad. Estas prácticas involucraban una amplia gama de actividades, como la limpieza del cuerpo, su adorno con indumentos de moda, la modernización de los hogares a través de la adquisición de electrodomésticos cada vez más numerosos. El discurso sobre la modernidad es un discurso sobre el tiempo, que implica la superación del pasado, la adaptación al presente en vista de lo que, se imagina, será el futuro. Como muestra el contraste entre la Señorita Boyacá 1953 y el imaginario sobre sus paisanos, en un país social y racialmente estratificado, pasado, presente y futuro tienen cuerpo y, con él, “raza” y clase. Ejemplo de ello es la iconografía empleada en la “modernización” de la ruana. Indumentaria característica de la población campesina de la zona andina del país, ya en los años treinta el desarrollo de la moda local la había convertido en una prenda sofisticada, dirigida a las mujeres citadinas (Stanfield, 2013: 94). A finales de los años cincuenta, la ruana volvió a ocupar ese lugar. En 1957, Cromos dedicó un reportaje a su entrada en la moda colombiana, gracias a la obra de la modista antioqueña Candelita de Rojas, quien la había modernizado, transformándola de prenda masculina y campesina en femenina y urbana (C-2117, 1957: 41 y 43). Conforme con su imagen tradicional, la iconografía de esos años sobre la ruana presenta una marca de género, de clase y racial, mostrándola como indumento que cubría el cuerpo de hombres campesinos, de rasgos indígenas y piel oscura. Las fotos que ilustraban el reportaje plantearon un contraste entre la ruana tradicional y la moderna, es decir, del pasado y del presente, evidenciando un cambio en esas tres dimensiones. En su versión tradicional, la ruana fue ilustrada con fotos en blanco y negro, que retrataban a un hombre de espaldas cuya piel, en la sombra, aparecía oscura (ilustración 2.3). Opuesta era la representación de la ruana “moderna”, vestida por una modelo quien, informaba la breve introducción del reportaje publicada en el índice de esa edición, era una “rubia antioqueña, ‘paisa’ no obstante el color de trigo dorado del cabello” (ilustración 2.4). El mismo texto subrayó que esa prenda, anteriormente típica de los campesinos antioqueños y, en general, de la región andina, pertenecía ahora “también [a] las altas clases sociales” (p. 5). 104 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Ilustración 2.3. La ruana Ilustración 2.4. “Una rubia antioqueña, ‘paisa’ no tradicional: campesina, obstante el color de trigo dorado del cabello, masculina, “oscura” (C-2117, modelo de Alex para una crónica sobre la ruana, 1957: 43). la prenda folclórica del campesino de Antioquia (ahora también en las altas clases sociales), y de los pobladores de los Andes (C-2117, 1957: 1 y 5).

El cambio de estatus de la ruana es acompañado por un discurso en el cual el uso del color contribuye a sugerir la ubicación temporal de sus diferentes versiones: en blanco y negro, la sombra oscurece la piel de sus usuarios tradicionales; su modernización es sugerida acudiendo a colores asociados con la luminosidad, a su vez relacionada con la modernidad y la blancura (Dyer, 1997): el rojo de la ruana, el azul del cielo y el dorado del trigo en que está acostada la modelo, así como de su cabello, son colores puros, utilizados ya en la Edad Media para dar la sensación de luminosidad (Eco, 2012: 99-100). Las informaciones proporcionadas sobre la modelo, y aquellas sobre los campesinos que se dejan al imaginario del público, los ubican en los polos opuestos de la jerarquía socio-racial de la nación. El énfasis en lo paisa tiene unas implicaciones que contribuyen al “blanqueamiento” de la Capítulo 2. Blanca sin manchas 105

ruana: región cuya identidad se ha construido sobre la idea de una supuesta “pureza racial”, es decir, la ausencia de mestizaje de su población con “negros” e indígenas (Wade, 1997: 108-109), es también habitada por personas de las que históricamente se exaltaron el espíritu de empresa, la ética del trabajo, su modernidad y apego a la tradición local, así como la belleza y laboriosidad de sus mujeres (Stanfield, 2013: 42). “Modernizar” la ruana significaba adaptar su uso, poniéndolo a disposición de un público contemporáneo, urbano y de clase media. Al momento de representarlo a través de un tipo físico, se eligió aquello que, en los códigos culturales del país, los resumía todos, adaptándose además a los cánones internacionales de belleza imperantes en ese momento.

En los casos analizados la historia local se mezcla continuamente con las dinámicas globales: el “imaginario colonial de la blancura” es activado para recordar los orígenes de la población colombiana pero también para proyectar el deseo de un buen porvenir. En términos raciales, modernidad y civilización son representadas a través de los rasgos considerados característicos de la blancura en su máxima expresión. Sin embargo, aunque exaltados y valorados, esos rasgos son considerados excepcionales, no representan la norma. Aquí arraiga una diferencia central respecto al concepto de belleza que se globalizó paulatinamente en esa época. El análisis de Jones que se mencionó, se centra en dos rasgos físicos, el color del cabello y de los ojos, que, aunque importantes, no tuvieron la misma centralidad en Colombia. Aquí, la concepción de la belleza se enfocó sobre todo en el color de la piel, es decir, en su blancura. En el próximo apartado se analizará por lo tanto este aspecto.

2. La piel, femenino singular entre individualidad y “raza”

En el apartado anterior hemos visto que la globalización de la belleza se tradujo en el intento de imposición de un tipo físico, correspondiente con el prototipo de la mujer norteamericana. Este modelo encontró una relativa acogida en Colombia por la posibilidad 106 Capítulo 2. Blanca sin manchas

de ser adaptado a un contexto socio-histórico que relacionaba esos rasgos con un imaginario, cuyos orígenes arraigan en la Colonia y que, a mediados del siglo XX, se expresaba en los proyectos de blanqueamiento de la nación y en la búsqueda de la modernidad. El modelo global se articuló, por lo tanto, con las dinámicas locales. Se planteó también la necesidad de matizar la importancia atribuida a rasgos físicos como el color del cabello y de los ojos, siendo sobre todo la piel la principal fuente de preocupación para definir la belleza y el cuidado de una mujer. Se observó también la escasa atención que los estudios dedicados a la belleza dedican a este factor al tratar el siglo XX y la tendencia, al hacerlo, a concentrarse en su “oscurecimiento”, debido a la difusión de la práctica del bronceado. Como se recordará, su origen estaría en el pasaje de la sede de la belleza de la “parte superior” del cuerpo a su totalidad, lo cual generó una mayor atención hacia su “parte inferior”, precedentemente descuidada (Vigarello, 2005).

Un análisis del contexto colombiano de los años cincuenta muestra diferencias respecto a estos planteamientos. Al hablar de esa época, los autores de un libro conmemorativo de los 60 años del Concurso Nacional de la Belleza subrayan que, entre finales de los años cuarenta e inicio de los cincuenta, “la belleza se juzgaba por lo que estaba a la vista”, es decir, en el rostro, el porte y la elegancia. De allí la escasa frecuencia del bronceado en las candidatas y la valoración de la piel clara como elemento que definía la belleza de una mujer. El cuerpo en su totalidad y su parte “inferior” no tendrían la centralidad que tuvieron en otros países: solamente en los años sesenta se pasaría de “cuerpos algo rellenitos” a “figuras altas y estilizadas” (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 9-10).

Un análisis de las publicidades que aparecieron en Cromos a lo largo de los años cincuenta confirma este panorama. En contraste con la “individualidad” enfatizada en los discursos sobre la belleza, los anuncios y los consejos para oscurecer la piel fueron mucho más esporádicos que aquellos para aclararla. De la misma manera, la piel de la que se recomendaba el cuidado era aquella de las partes del cuerpo que quedaban descubiertas – rostro, cuello, manos–, de las cuales se recomendaba la preservación de la blancura y, en su ausencia, la posibilidad de conquistarla. Aunque, teóricamente, se sostuviera que una mujer podía ser hermosa valorando su color “natural”, la idea de que una tonalidad de piel fuera Capítulo 2. Blanca sin manchas 107

más valiosa y, por eso, asociada al ideal de belleza promovido en los medios de comunicación, fue continuamente sugerida. Dicha tonalidad era aquella convencionalmente descrita como “blanca”.

La piel siguió teniendo un lugar central en definir la belleza. Alrededor de ella se produjeron numerosos discursos, de los cuales se destacan dos aspectos. Primero, estaban dirigidos más a las mujeres que a los hombres. Incluso cuando era tratado desde el punto de vista médico, el cuidado de la piel estuvo relacionado con la estética y dirigido al público femenino, considerado más interesado en ese tema. Segundo, los colores atribuidos a la piel humana no tenían el mismo valor. La idea de la belleza como rasgo individual se tradujo seguramente en una mayor valoración de las diferentes tonalidades que se le atribuían. Los consejos de belleza, así como las publicidades de cosméticos, fortalecieron esa idea. La publicidad de una marca de polvos faciales que apareció en Cromos en 1954 es un ejemplo. En ella, se promovió como tono de moda el “brunette rosa”, es decir, “un suave moreno rosado, como delicioso rubor encendido”; al mismo tiempo, se exaltó su capacidad de “acentuar los matices naturales y ocultos de la piel”. Característica del producto sería no solamente combinarse con el tono de la piel de sus consumidoras, sino añadirles “sutiles matices, frescura y atractivo juvenil” (C-1935, 1954: 8). La ilustración del anuncio parece contradecir el texto. Se trataba de un dibujo que representaba una potencial usuaria del producto: joven, esbelta, de cabello rubio y piel blanca (ilustración 2.5). En contraste con la individualidad y la multiplicidad de “colores” que, se afirmaba, podía adquirir un cutis “bello”, su representación gráfica acudía a un tipo físico racialmente marcado: una persona que, por sus rasgos físicos y color de piel, representaba un tipo asociado con el mayor grado de blancura, como indicaban el color claro de su cabello y sus lineamentos. La imagen expresaba gráficamente lo que el texto afirmaba implícitamente: “naturalidad” e “individualidad” eran, en términos raciales, un discurso sobre la blancura.

Para entender los discursos sobre el color de la piel es necesario tener en cuenta procesos históricos y culturales. Como sugiere Bonniol (1995: 136), un análisis de sus significados 108 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Ilustración 2.5. Publicidad polvos faciales Pond’s. C-1895, 1954: 8. debe articularse en dos planos: uno que lo considera un carácter individual y el otro una marca racial. Como carácter individual, varía de acuerdo con factores como la edad y el ambiente, marcando diferencias de género y clase naturalizadas por la biología. De hecho, según ciertos discursos biológicos las mujeres serían “naturalmente” más claras que los hombres. Aunque nazcan igualmente pálidos, afirman sus autores, hombres y mujeres se diferenciarían en los primeros años de vida: al poseer un mayor nivel de melanina y hemoglobina, los primeros adquirirían una pigmentación más oscura, mientras las segundas conservarían una tonalidad de piel más clara (Frost, 1997: 13). En culturas como la egipcia, griega, china y azteca, la claridad de la piel de las mujeres ha sido considerada señal de su mayor fecundidad y atractivo (Bonniol, 1995: 187). La naturalización de estas diferencias se encuentra ya en la teoría medieval de los humores, que atribuía el color “blanco” de las mujeres a una mayor humedad y frialdad de sus cuerpos (Vigarello, 2005; Hering, 2010). En sociedades agrarias estratificadas, la posición de las personas en la jerarquía laboral implicaría una ulterior distinción: mayormente expuesta a los rayos del sol, la piel de los campesinos sería más “oscura” que la de los terratenientes (Frost, 1997: 14). De la misma Capítulo 2. Blanca sin manchas 109

manera, el color de la piel determinaría la distinción de la aristocracia respecto a los demás sectores sociales, en razón tanto de una menor exposición al sol de sus miembros como de la “pureza” de su descendencia, como indica el origen de la expresión “tener la sangre azul”39. A su vez, al interior de esa misma clase, las mujeres serían más claras que los hombres como señal de su permanencia en los espacios domésticos (Pacquet, 1998). Por ello, la tonalidad “blanca” de la piel es considerada un índice de feminidad, al punto que mujeres de piel “bronceada” (hâlée) serían consideradas más vulgares y menos femeninas (Phan y Flandrin, citados en Frost, 1987: 137).

La idea del color de la piel como atributo individual sería una característica de las sociedades homogéneas, con escasos contactos con grupos percibidos como más oscuros, como la sociedad medieval (Bonniol, 1997; Frost, 1997). El giro hacia su interpretación como marca racial se produjo con el desarrollo del esclavismo en las colonias europeas. Para esa época, la distinción de colores se volvería un dispositivo identitario, en el marco de una ideología dirigida a legitimar a escala mundial el nuevo orden social; dicha legitimización pasó también por una resignificación de los criterios estéticos (Bonniol, 1997: 191). Esta nueva ideología reelaboró en clave racial el simbolismo de los colores, ya presente en la sociedad occidental desde la antigüedad y hecho propio por el cristianismo. Como vimos en el capítulo 1, se asistió a una resignificación del “blanco”, que perdió las acepciones negativas que había tenido en la Edad Media, cuando había sido relacionado, entre otros, con la barbarie, la falta de hombría, los homosexuales, los castrati y las mujeres (Taylor, 2005; Groebner, 2008; Hering, 2010), para adquirir nuevos, más acordes con el nuevo orden mundial. Entre ellos, dos que se encuentran en numerosos documentos analizados. El primero es su “naturalidad”. Tanto el discurso religioso como el científico sustentaron la idea de que la blancura representaría la condición originaria de los seres humanos. Ejemplo del primero es la interpretación racializada de la maldición lanzada

39 La expresión “tener la sangre azul” tendría su origen en la península ibérica, donde era utilizada para indicar la sangre que fluía en las venas de las personas de la aristocracia más antigua, quienes reclamaban el hecho de no haber sido “contaminadas” por sangre mora, judía o de otros extranjeros. Probablemente, la expresión debe su origen al color azul de las venas de las personas de piel clara, comparada con aquellas de las personas de piel más oscura (Freedman, 1985: 1492). 110 Capítulo 2. Blanca sin manchas

hacia los descendientes de Cam quien, anteriormente a ella, sería “blanco” (Taylor, 2005: 231). En cuanto al segundo, el oscurecimiento de la piel se debería a factores ambientales. En el siglo XVIII, el conde de Buffon afirmó, por ejemplo, que solamente en las zonas templadas, donde vivían las personas clasificadas como “blancas”, se podría “tomar la idea del verdadero color del hombre” (citado en Bonniol, 1997: 193). Un discurso parecido se encuentra en un escrito del filósofo alemán Immanuel Kant. Al discutir sobre el color “natural” de la piel de los habitantes de varias partes del mundo, insistió en la influencia del entorno en su definición, producto de los efectos del aire y del sol, explicando la pigmentación característica de “moros”, criollos y “negros”: “Si un moro –afirmó– se desarrollara dentro de habitaciones y el criollo en Europa, no se hubieran distinguido de los habitantes de nuestro continente”. Análogamente, “sólo un niño que naciera en Europa de una pareja [de padres africanos] mostraría, sin equivoco alguno, el color natural de la piel de tales hombres” (Kant, 2004: 42; cursivas en el original).

Además que expresión de la naturaleza, el “blanco” se volvió el color que, por encima de todos, más expresaba la belleza física, reflejo de belleza moral y civilización. Numerosos intelectuales expresaron esa idea, al definir la “raza blanca” como aquella en donde se podrían admirar las mayores calidades estéticas de los individuos. Según el intelectual francés G. Cuvier, no solamente la “raza blanca” era “la más bella de todas”: su superioridad estética era también la demostración de su superioridad cultural. De hecho, la ideologización de la belleza europea se construyó paralelamente a la sistemática inferiorización de las poblaciones africanas, consideradas salvajes y, por lo tanto, “feas” (Bonniol, 1997: 193-194). De acuerdo con otro intelectual francés del siglo XVIII, Virey: “todas las poblaciones feas son más o menos bárbaras, siendo la belleza compañera inseparable de las naciones más civilizadas (policées)” (citado en Bonniol, 1997: 194).

La relación entre el color “blanco” de la piel y la belleza femenina no era una novedad: numerosos estudios han mostrado su presencia en la literatura occidental al menos desde la Edad Media. Lo que era novedoso era su asociación con un entero grupo y su uso para legitimar su dominio sobre otros, considerados menos blancos, menos civilizados y, por lo tanto, menos “bellos”. Naturaleza, belleza y civilización expresan un tercer aspecto que Capítulo 2. Blanca sin manchas 111

influenciará las ideas acerca de lo “blanco”: la humanidad o, para decirlo mejor, su manifestación física. Según el intelectual alemán Wolfgang Goethe, la piel blanca sería más hermosa que la negra en cuanto “capaz de indicar la vida y las emociones” (citado en Dyer, 1997: 50). Por su parte, en el siglo XIX el físico John H. Van Evrie, exaltó la belleza del rostro “caucásico”, emblema de la “pureza interior” e “inocencia”. Los cambios de color que lo caracterizaban serían el reflejo de emociones morales (moral emotions) y de la naturaleza elevada de la mujer blanca. Acompañada por los rasgos físicos característicos de las personas “caucásicas”, la blancura era esencial para reflejar pasiones nobles (citado en Jacobson, 1998: 37).

Lejos de ser objetivas, las ideas estéticas son un reflejo de las relaciones de poder que se establecieron a nivel global a partir de la expansión europea de los siglo XV-XVIII, que retomaron imaginarios arraigados en la sociedad occidental, adaptándolos a las nuevas jerarquías. En ellas, la idea de “raza” ocupa un lugar central. Muchos de los planteamientos analizados en este apartado se encuentran en la concepción de la belleza expresada en publicidades y artículos dedicados al tema, publicados en Cromos a mediados del siglo XX. ¿Cómo se manifestaron y qué significado adquirieron? En el apartado siguiente, serán planteadas algunas respuestas a esta pregunta, a partir del análisis del significado atribuido al color de la piel, y en particular al “blanco”, en el material publicado en la revista.

2.1 La piel “blanca” en la publicidad y en los consejos de belleza

“Querido amigo blanco: un par de cosas deberías saber: Cuando nací, yo era negro. Cuando empecé a crecer, era negro. Cuando voy a la playa, soy negro. Cuando tengo frío, sigo siendo negro. Cuando tengo pánico, soy negro. Cuando me enfermo, soy negro. Inclusive cuando me muero continúo siendo negro. En cambio, mi querido amigo blanco: Cuando naces eres rosado. Cuando empiezas a crecer te pones blanco. Cuando vas a la playa te pones rojo. Cuando tienes frío te pones azul. Cuando tienes pánico te pones amarillo. Cuando estás enfermo te pones verde. Cuando te mueres te 112 Capítulo 2. Blanca sin manchas

pones gris. ¿Y tú tienes todavía el descaro de decirme que yo soy de color? (http://pielmorena-paolita.blogspot.com.co/)

Este texto hace parte de una Carta de un hombre negro a un hombre blanco que circula en la actualidad para subvertir el significado de la expresión “personas de color”, eufemísticamente utilizada para definir a las personas afrodescendientes: mientras éstas mantendrían siempre el mismo color de piel, una persona racializada como blanca adquiriría varios según sus estados físicos y anímicos, o en las varias fases de su vida. La blancura no se manifestaría en un solo color sino en varios, hecho que muestra el elemento ficticio contenido en las ideas acerca de todos los términos empleados para describir el color de la piel. Como ficción, responde a dinámicas sociales e históricas cambiantes y refleja las relaciones de poder establecidas en determinadas épocas y sociedades, a su vez conectadas con dinámicas globales. Muestra de esta variabilidad es el hecho de que el mismo argumento empleado en este documento se encuentra en la construcción de la relación entre belleza y blancura. Si los discursos sobre la belleza son en buena medida, aunque no exclusivamente, discursos sobre la piel, los discursos sobre la piel desde el punto de vista estético son, muchas veces, discursos sobre su blancura, concepto en el que se articulan género, clase y edad. La representación gráfica de una mujer hermosa típica de la época analizada muestra este aspecto: implícitamente racializada como “blanca”, joven, de sectores privilegiados y, en razón de todo esto, encarnación de la feminidad.

La articulación de “raza”, clase y género en la definición de belleza es evidente en la publicidad de una crema facial de la marca estadounidense Pond’s, publicada en Cromos durante los años cincuenta. El documento estaba conformado por un texto que ilustraba las características del producto, acompañado por una foto que mostraba algunas ideales consumidoras. Su función sería limpiar la piel, dejándola “nítida” (C-1723, 1950: 32), “más suave” y “más tersa” (C-1853, 1952: 37), “natural”, clara, radiante (C-1919, 1954: 42); al llegar “hasta la suciedad más profunda”, eliminaría las “impurezas asentadas en los poros” y estimularía la circulación de la sangre, dejando el cutis “inmaculado”, de “aspecto más fresco, más claro, más juvenil” (C-1985, 1955: 60). Testimonials del producto eran mujeres Capítulo 2. Blanca sin manchas 113

de la nobleza europea, en particular, inglesa o francesa, o de la alta sociedad latinoamericana, poseedoras, según el comentario que acompañaba su retrato, de una piel de las características descritas.

Aparte la referencia al tono claro de piel que se podría obtener con la aplicación de la crema, su blancura nunca era explicitada. Sin embargo, era exaltada constantemente acudiendo al que Richard Dyer define como “poder representativo” (representational power) del blanco. Contrariamente al “negro”, que remite a una ausencia de color y a un particularismo, el blanco basa su poder en la posibilidad de ser, al mismo tiempo, “todo” y “nada”: “todo” en cuanto no representa una identidad ni una calidad particularizante; “nada” por ser síntesis de todos los colores y no un color específico (Dyer, 1997: 78). Las mujeres que ilustraban ésta, como las demás publicidades de productos de belleza, tenían justamente la característica de ser “nada” en términos raciales, dado que ni su color de piel ni su origen racial eran explicitados y, por estas mismas razones, de ser “todo”, modelos considerados universales de humanidad. Como “blancas”, eran enclasadas y generizadas, pero no racializadas.

El poder representativo del blanco arraiga en la posibilidad de ser evocado sin nombrarlo explícitamente, siendo paradójicamente su ausencia e “invisibilidad” que lo hace “visible” y evidente. Ejemplo de esto son algunos adjetivos usados en las publicidades para describir la piel “hermosa”: limpia, tersa, diáfana y, menos frecuentemente, inmaculada. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “terso”, cuyo origen etimológico arraiga en el latín tergere (limpiar), significaba “limpio, claro, bruñido y resplandeciente” (RAE, 1956: 1255), así como “diáfano” que indicaba, además, un “cuerpo a través del cual pasa la luz casi en su totalidad” (p. 475); en cuanto a “inmaculado”, su significado remitía, literalmente, a la ausencia de manchas (p. 750). Luminosidad, limpieza y ausencia de manchas representan diferentes maneras de expresar la blancura. La idea de limpieza no indica solamente la práctica de higiene del cuerpo: culturalmente, ha sido empleada para indicar cuerpos no “contaminados” por mezclas con poblaciones consideradas “inferiores”. La historia de América Latina es un ejemplo de esto al desplazar, con la colonización, la idea de “limpieza de sangre” vigente en la península ibérica, y de la 114 Capítulo 2. Blanca sin manchas

“mancha” representada por la descendencia de moros y judíos, hacia aquella que indicaría la descendencia de las poblaciones indígenas y afrodescendientes (Hering, 2010 y 2011).

La idea de blancura remite a la “pureza”, tanto en términos morales como físicos40. Como ha observado Castro-Gómez al estudiar el lenguaje de las publicidades de la primera mitad del siglo XX, en Colombia el discurso sobre la limpieza personal no puede ser desligado del imaginario colonial de la “limpieza de sangre”, asociado en términos de clase con la emergencia y consolidación de las elites criollas (Castro-Gómez, 2009: 205). Como se ha observado anteriormente, muchas publicidades de productos cosméticos reproducían un discurso construido fuera del país, cuyo poder arraigaba en la posibilidad de ser adaptado a las dinámicas locales. La idea de “pureza” se encuentra también en la teorización de las diferentes “razas blancas”, al contraponer la que distinguiría “arios” y “caucásicos” respecto, por ejemplo, a las poblaciones de Europa mediterránea, “impuras” en cuanto surgidas de antiguas mezclas con poblaciones africanas. Índice de esta “impureza” sería el color más oscuro de su piel (Deschamps, 2000; Gabaccia, 2006). En este sentido, la blancura remite a la ausencia de mestizaje (Bonniol, 1997: 192). A su vez, la idea de “raza pura” implica una fragmentación de la misma en términos de clase, al no coincidir con la totalidad de una población sino con su aristocracia (Balibar, 1991: 98-99), a la cual es también atribuido un color de piel más claro.

Al describir una piel ideal, las publicidades de cosméticos movilizan un imaginario que articula ideas de raza, género y clase, todas dirigidas a perpetuar la idea de una superioridad física y moral de las personas portadoras de sus rasgos distintivos: aquellas racializadas como blancas. Las publicidades de la crema facial Pond’s muestran la movilización de este imaginario. Como la terminología utilizada para exaltar las virtudes del producto, también

40 La ausencia de manchas está relacionada con los múltiples significados que se pueden atribuir a blanco y negro en las lenguas indoeuropeas, que serán retomados en la elaboración de los discursos raciales. Por ejemplo, en griego y en latín “negro” indicaría una mancha (souillure) física y moral, en contraposición con el candor y la inocencia con las que está relacionada la palabra “blanco” (Bonniol, 1997: 189).

Capítulo 2. Blanca sin manchas 115

su representación gráfica remite a los varios significados atribuidos al “blanco”. Sus testimonials encarnaban, tanto en términos de clase como raciales, la blancura en su máxima expresión: globalmente, por ser representantes de los pueblos que, en el pasado como en la actualidad, habían impuesto, junto con su dominación, los cánones de belleza; localmente, por representar los grupos sociales y raciales que expresaban dicha dominación.

La piel de la que hablan publicidades y consejos de belleza es una piel “universal”, ideal y, como tal, imaginada como “blanca”. Para explicar esta afirmación, a continuación se mostrará cómo algunos discursos sobre la piel perpetuaron ese imaginario acudiendo al poder representativo del blanco. En una edición de 1954, la curadora de la sección Sea Siempre Bella atribuyó a la piel las siguientes funciones:

“La piel es el barómetro de la salud. Cuando estamos bien, la piel es tersa, clara. Al menor síntoma de enfermedad la piel se transforma y es la primera que sufre” (C-1943, 1954: 49).

De acuerdo con la publicidad de una crema facial publicada dos años después, “la felicidad ilumina la tez de una mujer enamorada”, dándole un “encanto seductor” que la haría ser admirada por los hombres (C-2038, 1956: 51). Tal como aparece en estos dos fragmentos, la piel era vista como una envoltura transparente, en la cual se reflejaban el estado de salud y el estado anímico de su poseedora: si era sana, sería clara, si estaba feliz, “luminosa”. La transparencia de la piel se mostraría en su capacidad de cambiar color según el estado del cuerpo y del alma volviéndose, según las circunstancias: blanca, rosada, pálida, amarillenta, rojiza, gris. Uno de los elementos que expresan el poder representativo del blanco es su capacidad de ser, al mismo tiempo, sin color (colourless) y “multi color” (multicolourdness) (Dyer, 1997b: 46). Por no ser un color, tendría la función de resaltar otros, reflejando así el buen funcionamiento del cuerpo y el estado de ánimo de la persona. De allí que una piel “blanca” sea considerada “transparente”. Es más, a una piel solamente “blanca”, es decir, sin otros colores, se le atribuía un significado negativo, índice de enfermedad y escaso atractivo. De allí los consejos solicitados en la secciones de belleza, para “dar color” a pieles que algunas lectoras de Cromos describieron como “pálidas”, “muy blancas” o “demasiado blancas”. Por sí solo, y como lo sugiere su mismo significado, 116 Capítulo 2. Blanca sin manchas

el “blanco” indicaba una ausencia de color, cuya manifestación física podía ser encontrada, por ejemplo, en la falta de exposición a los rayos del sol, que quitaban vida al rostro (C- 1935, 1954: 47), dándole un “aspecto enfermizo” (C-1787, 1951: 16). Una piel “muy blanca” podía incluso ser considerada escasamente atractiva, como emerge en la carta de Rosa Lilia quien, atribuyéndose ese color, temía no llamar suficientemente la atención y quedarse soltera (C-2029, 1956: 56).

El color de piel que se atribuyen las autoras de estas cartas es, al mismo tiempo, un factor individual y grupal. Análogamente a los ojos azules y al cabello rubio, la piel “blanca” es un rasgo distintivo del grupo así racializado: sólo las personas racialmente “blancas” pueden describir su piel utilizando ese “color”. Sin embargo, como muestran las cartas citadas, la piel de una persona racialmente blanca y orgánicamente sana no es “blanca”. Un ejemplo es otra carta publicada en Sea Siempre Bella, cuya autora solicitó un consejo para eliminar la “palidez excesiva” de su rostro y darle un “sonrosado general” que disimulara su aspecto “enfermizo” (C-1787, 1951: 16). “Rosado” es, idealmente, el color que debería tener la piel de una persona “blanca”. Es significativo el hecho de que, con el cambio de la tecnología con la que eran realizadas las publicidades del blanco y negro al color, el segundo reemplazó el primero, manteniendo sus significados.

Las ilustraciones 2.6 y 2.7 muestran la analogía entre las dos categorías. La primera era la publicidad de un polvo facial que, según se lee en su descripción, garantizaría a su consumidora una tez “suave”, “fresca” y “natural”; la segunda, publicitaba una crema para el rostro cuyo efecto sería brindar “un terso acabado”, cubriendo los defectos de la piel “con un tenue y resplandeciente velo de color”, que “siempre luce natural”. Cada una de las dos publicidades evoca, a su manera, la relación entre las virtudes de la piel hermosa con la blancura. Realizada en blanco y negro, la primera lo hace a través de un rostro literalmente “blanco”; en colores, el mismo efecto es logrado acudiendo a una tonalidad “rosada”. Ambos son considerados “naturales”, reproduciendo aquellos que los seres humanos tendrían en una condición originaria. Como vimos en el apartado anterior a propósito de la jerarquización de los seres humanos basada en la idea biológica de “raza”, desde el siglo XVIII el “blanco” fue considerado, entre otros aspectos, el color que éstos poseerían Capítulo 2. Blanca sin manchas 117

Ilustración 2.6. El “blanco”, color de una Ilustración 2.7. El “rosado”, color “belleza natural” (C-2162, 1958: 29). resplandeciente que “siempre luce natural” (C-2100, 1957: 72).

“naturalmente”, y los otros “colores” una alteración de dicha naturaleza. En 1954, una idea parecida fue expresada por la curadora de Sea Siempre Bella. En su respuesta a una lectora, preocupada por conservar el color “blanco rosado” de su hija de tres meses, evitando que se “negreara” con el tiempo, afirmó:

“Todos quisiéramos conservar no sólo el color, sino la calidad de la piel con que nacimos, pero eso es imposible. Al contacto con el aire y el sol, la piel se va haciendo menos suave, y naturalmente se quema, pero no por eso deja de tener un gran encanto. Si quiere que su hija sea muy blanca, lo único que tiene que hacer es favorecerla del sol, pero con ello le causará, en lugar de un bien, un perjuicio, pues para la salud de su bebé el sol es indispensable. Yo le aconsejaría que no se preocupara desde ahora por el color de la piel de la niña. Si está bien, 118 Capítulo 2. Blanca sin manchas

sana, contenta, su piel será el reflejo de todo eso, y de tal manera será muy bonita (C-1919, 1954: 47).

El texto sugiere varios elementos para reflexionar sobre la relación entre blancura, belleza y naturaleza. En primer lugar, el “blanco rosado” del que habla la lectora se vuelve, en la interpretación de quien escribió la respuesta, “muy blanco”: representaría, entonces, un grado particularmente elevado y valorado de la blancura, un estado original que se tendría al nacimiento. Segundo, se trata de un estado transitorio: la misma naturaleza se encargaría de cambiarlo a través de sus elementos, oscureciéndolo. Tercero, se deja entender que, en el caso específico, por tratarse de una niña no debería representar todavía fuente de preocupación: la preocupación por el color sí es importante, pero en una edad más avanzada. Cuarto, el estado de la piel reflejará el estado interior de su poseedora. La blancura es un discurso sobre el poder, en este caso estético, que una persona poseería por estar identificada con el grupo dominante. Como estatus privilegiado, está constantemente en peligro, es inestable. Su capacidad de contener otros colores, de “individualizar” a sus poseedoras, contiene los límites mismos de ese poder. Si la piel sana es una piel clara y transparente, su transparencia implica la posibilidad de reflejar “colores” que la alejan del ideal de la blancura que esa terminología expresa. El temor de la lectora hacia el “ennegrecimiento” de su hija muestra los “peligros” a los que, consideraba, su blancura estaba expuesta, el más grande de los cuales era su desaparición. “Negrearse” indica la posibilidad de volverse “negro”, antónimo de blanco en todos sus significados. En un contexto como el colombiano, cuya ideología del mestizaje, imperante en esa época, implica la flexibilidad e inestabilidad de las fronteras raciales, el “ennegrecimiento” de una persona llevaría a su acercamiento al polo negativo del sistema cromático-racial, con la consiguiente pérdida de capital social y estético.

La idea de blancura ha sido construida alrededor de ideales que, aunque no estuvieran directamente relacionados con el cuerpo, podían ser evidenciados por éste debido a la “transparencia” atribuida a la piel de las personas así racializadas. Entre ellos, su capacidad de reflejar los estados físicos y anímicos y el buen funcionamiento del cuerpo delatando, en muchos casos, la conducta individual. Todos estos aspectos se evidenciarían en la variación Capítulo 2. Blanca sin manchas 119

del color. Así, la palidez, etimológicamente descrita como la adquisición de un color amarillento (RAE, 1956: 965) podría ser señal de trastornos nerviosos, de una dieta equivocada (C-1766, 1951: 3), de problemas de circulación sanguínea (C-1903, 1953: 54; C-1921, 1954: 47; C-2009, 1955: 46) o, incluso, descuido: pálido podía parecer, por ejemplo, el rostro de una mujer no maquillada (C-2197, 1959: 71). Según algunas lectoras de Cromos, la piel “muy pálida” o “muy blanca” adquiría un color “gris”, que generaba una sensación de enfermedad y quitaba frescura al aspecto (C-1763, 1951: 16; C-1854, 1952: 16). De acuerdo con la publicidad de una marca de píldoras, un rostro “amarillento” podría indicar un mal funcionamiento del hígado y de los riñones, causa también de un “carácter irritable”. Un artículo de divulgación médica atribuyó el color amarillo de la piel a la ictericia o a un consumo excesivo de zanahorias, que podría convertir “unas mejillas rosadas en un rostro azafranado al cual le ha despojado de un color saludable” (C-2020, 1956: 34). En una ocasión, la curadora de Sea Siempre Bella pareció considerarlo un posible efecto del envejecimiento, junto a la flojera adquirida por la piel, relacionado con problemas de circulación sanguínea (C-2012, 1955: 49). Diez años después, el color “amarillento” será indicado entre los defectos de la epidermis originados por el consumo de nicotina (C-2511, 1965: 72). Si, como vimos, “rosado” es el color de la piel de las personas racializadas como blancas, la alteración de ese color se relacionaría con una alteración de su blancura por efecto de problemas físicos, conductas inadecuadas (fumar, consumo de alcohol) o descuido.

El estado “natural” de la piel, es decir, su claridad, tersura, limpieza, diafanidad y lozanía (todos términos directa o indirectamente asociados con la blancura) podría ser alterado también por la aparición de manchas, pecas y espinillas, preocupación constantemente estimulada en los discursos sobre la belleza, y expresada por las mujeres que escribían a las secciones dedicadas al tema. Como las variaciones en el colorido de la piel, las causas de su aparición fueron atribuidas a “desarreglos internos”: disfunciones del hígado y del intestino, régimen alimenticio o, según la publicidad de un tonificante, carencia de hierro en la sangre (C-1928, 1954: 44). 120 Capítulo 2. Blanca sin manchas

La idea de que los “trastornos de la piel” representaran una alteración de una blancura “naturalmente” poseída por los seres humanos aparece en la publicidad de un ungüento publicada en varias versiones durante los años cincuenta. Una de éstas insistió en su capacidad de blanquear la piel afectada por trastornos como acné, granos, barros y manchas. El ungüento combatía sus causas, matando parásitos y microbios, acabando con comezón, picazón y ardor y “ayuda[ndo] a la naturaleza a producir una piel clara, limpia y aterciopelada”. Al acabar con ardor y picazón, insistía el texto, el ungüento aclaraba y cicatrizaba la piel, haciéndola “más suave, más clara y más blanca”. Al mirarse en el espejo, quien utilizara el producto vería que ése era “el tratamiento que su piel necesitaba para aclararse y para hacerla más atractiva a la mirada de sus amigos”. El texto concluía con la recomendación de usar el producto durante una semana, al final de la cual “su piel deberá hacerse suave, clara, limpia y magnéticamente atractiva, deberá ser la clase de piel que produce admiración en todas partes” (C-1735, 1950: 19). La piel clara y, más específicamente, la piel blanca, serían entonces un producto de la naturaleza y la presencia de manchas una alteración de ella, al hacerla menos blanca y menos clara en cuanto menos limpia. Lo claro, lo blanco y lo limpio, con todos los significados que tenían en términos raciales, representarían lo “natural”. Dirigida tanto a un público femenino como masculino, la publicidad estaba ilustrada, según el caso, con la imagen de un hombre o de una mujer, ambos blancos y rubios (ilustraciones 2.8 y 2.9), es decir, de un grado particularmente

Ilustración 2.8. Publicidad ungüento Ilustración 2.9. Publicidad ungüento Nixoderm (C-1735, 1950: 19). Nixoderm (C-1714, 1950: 16).

Capítulo 2. Blanca sin manchas 121

elevado de blancura41. La imagen comparaba su piel antes y después del tratamiento: cuando sería menos limpia, blanca, clara y atractiva y cuando habría conquistado estas características. Las alteraciones del color de la piel no implicaban un cambio en la posición racial del público al que estaba dirigida la publicidad; más bien, su efecto sería afectar su atractivo, alterando la obra de la naturaleza que se manifestaba en su cuerpo.

Las publicidades y consejos de belleza analizados hasta ahora están dirigidos a la preservación de la blancura y, con ella, del capital estético de sus poseedores. Ésta representaría una manifestación de la “naturaleza”, que actuaría sobre el cuerpo dándole, según las circunstancias, colores que manifestarían un estado saludable, expresión de un cuerpo bello y sano (“claro”, “blanco” o “rosado”), u otros que, por ser considerados señales de enfermedad y de menor atractivo, indicarían la alteración de la blancura (amarillo o gris).

Además que “blanco”, “rosado”, “amarillo” y “gris”, señales de salud o enfermedad, de mayor o menor atractivo físico, otro color que aparece para definir la belleza de una mujer es “rojo”, interpretado como manifestación física de actitudes morales y reacciones emotivas y, por lo tanto, asociado al ideal de feminidad: si el blanco era el color de la pureza, el rojo lo era del pudor (Rousso, 2006: 39). Los significados atribuidos a este color aparecen en la respuesta que las curadoras de las secciones Sea Siempre Bella y Pregunte a Soledad dieron a dos lectoras, preocupadas por su tendencia a ruborizarse. El fenómeno fue explicado por las dos expertas en estos términos:

“Si se pone usted colorada por motivos sentimentales, esto depende únicamente de sus nervios y de su epidermis que es muy fino y no oculta el aflujo de sangre que le sube a la cara” (C-1879, 1953: 16).

“El sonrojo viene de una incontrolada afluencia de sangre a los pequeños vasitos del rostro y (…) es generalmente encantador. ¿Por qué ha de sentirse acomplejada? Hay algo de tímido y de muy juvenil en la gente que se sonroja fácilmente” (C-2207, 1959: 71).

41 Otras versiones de la misma publicidad no estaban ilustradas y su texto era más breve. En esta última versión, generalmente el tema de la blancura no está presente, mientras sí lo está el de la claridad de la piel. 122 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Culturalmente, la visibilidad del sonrojo está asociada con una piel clara42 y ésta con un ideal de feminidad construido sobre características temperamentales consideradas típicas de las mujeres que, como muestra la segunda cita, contribuirían a hacerlas atractivas. La presencia del rubor en el rostro fue asociada a todos los elementos que construían la belleza femenina: una piel clara, índice de pertenencia a un grupo racial y social privilegiado, por ser rasgo distintivo de los “blancos” y de las personas de las clases altas, y la juventud. Las unas y las otras constituirían la feminidad y, con ella, la belleza.

2.2 “Fingir” la blancura: prácticas de coloración y blanqueamiento del rostro

“Amigo mío; imaginarse que las mejillas son de color de rosa y los labios de color rubí “sangre de pichón” porque así se ven, es de parte suya una grandísima tontería (…). Las mujeres antes de arreglarse están sin arreglar; los hombres antes de afeitarse están sin afeitar. Usted podrá perfectamente darse cuenta de una de las dos cosas” (C-2197, 1959: 71).

Que se le considere una marca racial o un atributo individual, el color atribuido a la piel es una ficción. En las palabras de Hering (2011: 452), es “una categoría socio-cultural que obedece a un subjetivismo grupal, construida discursiva y socialmente, cuyo significado y empleo varía de acuerdo con contextos geográficos, históricos y epistemológicos”. La terminología utilizada para describirlo no corresponde a “colores” que efectivamente se encuentran en el cuerpo de una persona; más bien, dichos colores son atribuidos a partir de

42 En esos años, la relación entre rubor y claridad de la piel fue evidenciada por un artículo publicado en un periódico italiano. Al analizar las diferencias temperamentales entre las mujeres rubias y las morenas, su autor afirmó: “Al análisis psicoanalítico, la mujer rubia ha demostrado poseer dotes muy apreciables. Es sensible, sentimental, de corazón tan tierno que revela sus sentimientos espontáneos con el leve rubor de las mejillas (pero esto fue “cierto” hasta el día en que se estableció que, por el contrario, también las morenas [brune] se sonrojan, bajo el efecto de ciertas emociones, sin que, sin embargo, su rubor sea visible por causa de su oscura epidermis” (La Stampa, enero 16 de 1952: 3).

Capítulo 2. Blanca sin manchas 123

los significados que se les da socialmente. Con base en esto, se puede plantear que muchas de las preocupaciones manifestadas por las lectoras de Cromos por la ausencia de ciertos colores en su rostro pueden ser interpretadas como consecuencia de no percibir aquellos que, idealmente, debería tener, o por percibir otros que no deberían estar. “Blanco”, “rosado”, “amarillo”, etc., con los significados que se analizaron, son idealizaciones. Como tal, el color de la piel se puede escenificar, fingir. Una práctica como el maquillaje tendrá la función de crear una idea de belleza conforme al significado que se le da en un determinado momento, pintando en el cuerpo los colores que la exaltan y ocultando aquellos que la niegan. El fragmento citado a inicio de este apartado muestra eficazmente esta dinámica. Se trata de la respuesta que la curadora de Pregunte a Soledad dio a un lector, quien se quejó del cambio ocurrido en su esposa después del matrimonio: respecto a la belleza admirada durante el noviazgo, había encontrado en ella una persona “pálida, desgreñada, que antes de arreglarse (…) no vale nada” (p. 71). El hombre no explicitó cuál serían los colores del rostro de su esposa cuando estaba maquillada; sin embargo, la periodista imagina que tenga mejillas rosadas y labios rubí. Estos colores no serían “naturales” sino producto del maquillaje. En el apartado anterior vimos que los colores atribuidos a un cuerpo sano y bello corresponden a aquellos que adquiriría una piel clara: salud y belleza son, por lo tanto, imaginadas alrededor de los rasgos distintivos de la blancura. Por ser imaginados, estos colores no necesariamente son percibidos en el cuerpo. A lo largo de los años, las secciones de belleza de Cromos publicaron varias cartas de mujeres solicitando consejos para “darle color” a la piel, es decir, proporcionar al rostro aquellos colores que lo harían “bello”. Para lograr el objetivo, los expertos sugirieron métodos, tanto “naturales” como artificiales. Entre los primeros, la reactivación de la circulación de la sangre, considerada origen de la coloración del rostro, a través de baños en agua fría, palmaditas en las mejillas y una alimentación basada en el consumo de frutas y verduras en sazón que, declaró el autor de un artículo sobre el tema, ayudarían “a mantener un cutis fresco, mejillas sonrosadas, una mirada brillante y cabellos, uñas y dientes perfectos” (C-1985, 1955: 21).

Artificialmente, la “coloración” del rostro podía ser lograda a través del maquillaje, con el cual se le podría dar un aspecto que lo hiciera parecer “sano” y, por lo tanto, “bello”. De 124 Capítulo 2. Blanca sin manchas

acuerdo con el autor de un artículo, la borla de colorete representaría una “salud en cajitas”, por crear en el rostro un sonrojado parecido a aquello logrado consumiendo hígado a la plancha (C-1788, 1951: 20). Afirmaciones parecidas se pueden encontrar en un consejo que la curadora de Sea Siempre Bella proporcionó en varias ocasiones a algunas mujeres deseosas de que la piel de su rostro no se viera “amarilla” o “muy pálida”. Además del control de la alimentación y la práctica de ejercicios para reactivar la circulación de la sangre, sugirió un “truco” que serviría a simular ese proceso:

“Si tiene el cutis desesperadamente amarillento, tome en el hueco de la mano un poco de la crema base habitual y añádale con una punta de alfiler de su colorete crema rosado. Mezclarlos bien y aplique a todo el rostro en toques ligeros. Aplique el colorete habitual a las mejillas y seque bien antes de empolvarse. Este inocente truco representa el papel de una viva circulación de la sangre bajo la epidermis” (C-1860, 1952: 36).

Este “truco” daría a la piel un tono definido “bonito” (C-1903, 1953: 54; C-2009, 1955: 46) y, en términos cromáticos, “rosa” (C-1921, 1954: 47). Sobre el tema insistió también un artículo de la sección Secretos de Hollywood. Según su autor, la aplicación de colorete debería presentar siempre un “tono de rubor” que hacía a la mujer “deseable” y daba profundidad a sus mejillas (C-1813, 1951: 39). La coloración del rostro respondería entonces a exigencias estéticas, relacionadas con ideas de salud y feminidad, asociadas también a una concepción racial de la belleza. De hecho, los colores que debería tener el rostro para ser considerado “sano” y “femenino” son aquellos que, se imagina, aparecerían en el cuerpo de una persona racializada como “blanca”.

La blancura de la piel representaba un índice particularmente valorado de belleza. De allí la presencia constante de consejos para lograrla, “natural” o artificialmente. Entre los métodos “naturales”, fácilmente accesibles a un público amplio y de escasos recursos, estaba el aprovechamiento de frutas y verduras que, además de representar una alimentación sana, tendrían la virtud de blanquear la piel: el tomate, los frutos agrios, la cidra, la cebada perlada, el sauco y el limón; la avena y la fécula de papas podían ser empleadas para mantener blancas las manos, mientras el consumo de zanahoria y de jugo de naranja serían Capítulo 2. Blanca sin manchas 125

útiles para el tratamiento de las manchas (C-1724, 1950: 30-31; C-1788, 1951: 20; C-1829, 1952: 16 y 37).

Más frecuentemente, una piel “blanca”, o más blanca que la “natural”, podía ser lograda con los cosméticos. Se trataba de productos de fabricación extranjera, parte de una globalización del concepto de belleza que, evidentemente, incluía la piel clara entre sus rasgos. Uno de ellos, una crema blanqueadora de la marca Palmer, incluyó un mensaje dirigidos a las mujeres colombianas. Entre sus funciones, estaba la de blanquear el cutis, dando a la piel “esplendor y lozanía”; además, combatía los efectos de la intemperie, evitaba las pecas y limpiaba la piel, liberándola “de las impurezas que acarrean manchas y barros”. Cremas y jabones de esa marca, concluyó el anuncio, eran “el secreto tradicional de las mujeres colombianas, famosas en todo el mundo por su belleza” (C-1979, 1955: 53). Este mensaje publicitario es uno de los pocos ejemplos de adaptación al contexto local de un producto dirigido a un público internacional. Indirectamente, la belleza de las mujeres colombianas es atribuida al cuidado que ellas, al utilizar el producto, dedicarían a su piel, lo cual incluía su blancura, entendida como claridad y limpieza.

Para entender la importancia del blanqueamiento en la sociedad local es necesario tener en cuenta el significado atribuido a este término, frecuentemente utilizado tanto en las publicidades como en las cartas de las lectoras y en los consejos que les eran proporcionados. En esos documentos, “blanquear” significa tanto “aclarar”, “hacer blanca” la piel oscura, o más oscura que la deseada, así como eliminar todos los elementos que contribuirían a su “ennegrecimiento”. Como vimos, el “poder representativo” del blanco consiste en su dimensión “multicolor”: no siendo un color, su función es la de contener otros, entre ellos el que, por ser su opuesto, lo anulan. La función del “blanqueamiento” consistiría en la eliminación de todo lo que, por ser “negro”, contribuye al oscurecimiento del cuerpo, afeándolo. Este significado emergió en el consejo proporcionado a una lectora de Sea Siempre Bella. La mujer se había quejado del color “negro y brillante” adquirido por su piel debido al excesivo sudor, y por la presencia de mucho vello en su rostro. Como remedio, le fue sugerido el uso de agua oxigenada que, “buena para blanquear y debilitar el vello”, ayudaría también “a blanquear la piel” (C-1977, 1955: 45). 126 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Varios “enemigos” de la belleza femenina estuvieron relacionados con formas de “ennegrecimiento” de la piel. El primero es el sol. Si la exposición limitada y racional a él podía proporcionar al cuerpo los colores asociados con salud y belleza, una exposición excesiva e irracional tendría el efecto opuesto, oscureciéndolo y quitándole atractivo. En este caso, el sol curtiría y percudiría la piel, fenómeno para cuya prevención se encontraban en el comercio varias cremas, y que fue objeto de las preocupaciones de numerosas lectoras de Cromos. “Curtir” y “percudir” estaban ambos relacionados con el oscurecimiento de la piel. Como observó en una ocasión la curadora de Sea Siempre Bella, aunque el significado etimológico de “percudido” indicaba una piel marchita y ajada, en su acepción popular el término era utilizado para indicar una piel “demasiado quemad[a] y manchad[a]” por causa de la exposición al sol (C-1924, 1954: 47)43. Así, las prácticas para despercudir la piel estaban, de hecho, dirigidas a su blanqueamiento.

La suciedad y falta de cuidado eran otros elementos que, de acuerdo con las publicidades de cosméticos y los consejos de belleza, generaban el oscurecimiento de la piel. Un cutis no cuidado, se afirmó en un artículo sobre cremas de belleza, se caracterizaba por la presencia de numerosos surcos y manchas que quitaban “a la piel ese aspecto satinado, fresco y terso, característico de las pieles jóvenes”, dándole un “aspecto opaco”; en este caso, solo gracias a un tratamiento de belleza el cutis podría adquirir una “perfecta diafanidad” (C-1718, 1950: 30). Los discursos sobre la suciedad de la piel se basan en la construcción de una dicotomía que, directa o indirectamente, remonta a aquella entre “blanco” y “negro”. Ya se ha hablado anteriormente de la relación de términos como “terso” y “diáfano” con la blancura; de la misma manera, la opacidad remite a un significado muy cercano a aquello atribuido al adjetivo “negro”. Para el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “opaco” era casi un antónimo de “diáfano”, al indicar algo que impedía el paso de la luz; entre sus sinónimos estaban: “oscuro”, “sombrío”, “triste” y “melancólico” (RAE,

43 De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el verbo “curtir” indicaba la piel “endurecida” y “tostada” de las personas expuestas a la intemperie (RAE, 1956: 404), mientras “percudir”, además del significado citado anteriormente, indicaba la suciedad que penetraba en alguna cosa (p. 1006). Capítulo 2. Blanca sin manchas 127

1956: 945). La ausencia de luz implicaría su acercamiento a la oscuridad, traducida también en estados anímicos negativos. Es significativo el hecho de que “oscuridad”, “tristeza” y “melancolía” se encuentren entre los significados atribuidos a “negro” (p. 916), recurrente en el discurso sobre la suciedad.

Si la suciedad implicaba un oscurecimiento de la piel, “limpiarla” serviría para devolverle un aspecto “terso”, “diáfano”, “claro” y “radiante”, como afirmaba la publicidad de una crema de la marca Pond’s:

“La crema ‘C’ de Pond’s está elaborada específicamente para que llegue hasta la suciedad más profunda, a donde otros medios de limpieza menos efectivos no logran penetrar. Un tratamiento con crema ‘C’ de Pond’s antes de acostarse elimina las impurezas asentadas en los poros, estimula la circulación. Su cutis queda inmaculado [cursiva en el original], y lo demuestra con un aspecto más fresco, más claro, más juvenil” (C-1985, 1955: 60).

Una piel “limpia” era una piel “inmaculada”, “sin manchas”. Su suciedad se manifestaría con la aparición de manchas o sombras, cuyo color es frecuentemente descrito como “negro”. En otros casos, la dicotomía limpieza/claridad y suciedad/oscuridad fue sugerida acudiendo a imágenes, como en el caso de una crema de la marca Helena Rubinstein, “deep cleanser” (limpiador en profundidad). Presentada como una crema “moderna”, estaba basada en una fórmula que, explicaba su descripción, contenía el antiséptico R-51; su función, destruir las bacterias presentes en los poros, extirpar “todo rastro de maquillaje, suciedad e impureza”, actuando “de adentro hacia afuera”. La publicidad estaba ilustrada con una foto que mostraba el rostro de una mujer dividido en dos partes: una, anterior al tratamiento, de color más oscuro; la otra, después del tratamiento, más clara, estableciendo así una correlación visual entre el color oscuro y la suciedad, y el claro con la limpieza (ilustración 2.10) (C-2078, 1957: 10). El documento sugiere otro aspecto: además que “limpia”, la piel clara es “juvenil”. Como la blancura, también la edad se manifiesta en la piel. En algunos documentos, el envejecimiento es descrito como un proceso de oscurecimiento: la piel de un cuello arrugado, afirmó un artículo de Secretos de Hollywood, “siempre parece oscura y como sombreada” (C-1758, 1950: 40). De manera parecida al discurso sobre la limpieza, también aquello sobre juventud y rejuvenecimiento se basaba en 128 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Ilustración 2.10. Publicidad “Deep Cleanser” de Helena Rubinstein (detalle). (C-2078, 1957: 10)

la conservación de una piel clara, o en su aclaramiento. Dos ejemplos son las fotos que ilustraron, respectivamente, un artículo dedicado a un tratamiento de belleza inventado por la actriz Peggy Hamilton, basado en el estiramiento y la peladura de la piel del rostro para eliminar líneas y arrugas (C-2115, 1957: 20), y la publicidad de una máscara facial. Análogamente a la crema limpiadora de Helena Rubinstein, ambos presentaron el antes y el después del tratamiento, mostrando la piel envejecida de una tonalidad más oscura que aquella rejuvenecida gracias a los tratamientos publicitados (ilustraciones 2.11 y 2.12).

Ilustración 2.11. La actriz Peggy Hamilton, antes y después de un tratamiento antiarrugas (C-2115, 1955: 2).

Capítulo 2. Blanca sin manchas 129

Ilustración 2.12. Publicidad crema facial Sudden Beauty (C-2238, 1960: 26).

Exposición al sol, suciedad y envejecimiento son factores individuales: su prevención, sugerían los consejos de belleza, dependería del esfuerzo y la responsabilidad que cada mujer pondría en el cuidado de su cuerpo. Por implicar formas de oscurecimiento, los remedios a esos problemas pueden ser incluidos entre las prácticas de blanqueamiento.

En sociedades donde ha representado históricamente un medio para definir la calidad de una persona, como las de América Latina (Katzew, 2004; Hering, 2011; Araya Espinoza, 2014), el color de la piel remite a una dimensión racial siempre latente. Lo que es aparentemente un factor individual adquiere entonces un significado grupal. No es casual que en sus cartas a las secciones de belleza, las lectoras de Cromos utilizaran la misma terminología para definir la oscuridad de su piel, tanto que se tratara de un factor transitorio (debido a suciedad o exposición al sol), como de su color “natural”. Un ejemplo es la carta de Enigmática, publicada en Sea Siempre Bella en 1951:

"Tenía la piel clara, se puede decir que blanca, pero estuve en tierra caliente y el sol me quemó bastante. Ahora estoy morena” (C-1784, 1951: 16). 130 Capítulo 2. Blanca sin manchas

De manera parecida, Ellen, quien iba a pasar una temporada en tierra caliente, manifestó su preocupación por el hecho de que su piel se pusiera “muy morena”, queriendo ella conservar su “color perla” (C-1978, 1955: 49).

La posibilidad de “volverse morena” como efecto de la exposición al sol, muestra la inestabilidad de la blancura y el “peligro” de que una persona pueda alejarse de un estatus social y estéticamente valorado para acercarse, aunque provisoriamente, a los grupos marginados de la nación, tanto por origen racial como posición de clase, siendo oscuro, por ejemplo, el color de la piel de los campesinos, continuamente expuestos a los rayos del sol. De allí que los tratamientos para despercudir la piel “ennegrecida” por el sol estén dirigidos a blanquearla. En otras cartas, “negro” y “moreno” son usados para describir una piel percibida como sucia. Es el caso de Debora, quien atribuyó a su piel un color “negro y brillante” debido al excesivo sudor (C-1977, 1955: 45), mientras Angustiada manifestó su preocupación por el color “moreno cobrizo” adquirido por su piel “trigueña clara”, particularmente en cuello, brazos y espalda, dándole “la sensación de tener siempre el cuello sucio” (C-2057, 1956: 56), tal como las “sombras negras” de la piel de Aragonesa (C-1984, 1955: 49).

Como se analizó en el capítulo 1, “moreno” es una categoría particularmente ambigua que, entre sus varias funciones, puede ser utilizada para indicar una persona racializada como blanca y de piel oscura, o una persona racializada como “negra”. No es posible establecer con cuál de estas acepciones lo usaran las lectoras de Cromos. Sin embargo, es significativo el hecho de que a ese “color”, considerado causa de escaso atractivo, estuvieran relacionadas varias solicitudes para blanquear la piel. Por ejemplo, Marta se describió como una mujer de pelo negro y ojos oscuros, añadiendo: “sería bonita si mi piel no fuese tan obscura” (C-1855, 1952: 16); Anochecer solicitó una fórmula para cambiar su color “parduzco bastante desagradable” en un “rosado agradable” (C-1719, 1950: 17), y Negrita un consejo para “despercudir un poco” su piel “demasiado morena” (C-1730, 1950: 17).

Cualquiera fuera su origen, la piel oscura era percibida como un problema, y el blanqueamiento su solución. En algunas ocasiones, el consejo de esta práctica fue Capítulo 2. Blanca sin manchas 131

formulado incluso sin una solicitud por parte de las lectoras. Dos cartas ilustran este aspecto. La primera es la de Rose Marie, una mujer de 25 años residente en Villavicencio. De piel “morena clara”, solicitó dos consejos: el primero, para cuidar y nutrir su cutis, necesidad que consideraba particularmente importante por vivir en tierra caliente; el segundo, sobre los colores de trajes más acordes con su color de piel (C-1968, 1955: 49). La segunda carta fue firmada por Morenita. De “piel morena no muy oscura”, quería saber cómo eliminar las pecas y cuáles eran las bases de maquillaje más aptas para su color de piel (C-1980, 1955: 36). Ni Rose Marie ni Morenita manifestaron incomodidad hacia su color de piel; es más, los consejos solicitados parecen dirigidos a valorizarlo. Sin embargo, al responderles, la curadora de Sea Siempre Bella añadió otro que ninguna de las dos había pedido: una máscara de belleza que, subrayó, entres sus propiedades tenía la de blanquear la piel. El blanqueamiento era considerado, entonces, uno de los cuidados que las mujeres debían tener para ser más atractivas, siendo la piel oscura un elemento que disminuiría su capital estético.

En un país marcado por una jerarquía socio-racial que da mayor valor a las personas que, directa o indirectamente, están relacionadas con los grupos dominantes, un término como “blanqueamiento” tiene un significado racial que perpetúa la idea de la blancura como un estado deseado y deseable. En su lógica de consumo, la publicidad lo hizo un objetivo alcanzable con la adquisición de los numerosos productos que se encontraban en el comercio. Sin embargo, justamente sus implicaciones raciales contradecían esta óptica. Si la “raza” era un factor inmodificable, la conquista de la blancura por quienes no la poseyeran por “naturaleza” sería imposible. De allí el pesimismo sobre la efectividad de las prácticas de blanqueamiento manifestado en dos ocasiones por las curadoras de Sea Siempre Bella y Pregunte a Soledad. A una de las muchas lectoras que solicitaron consejos para aclarar el cutis, la primera respondió:

“Hay algunos productos en el comercio que dicen especialmente preparados para aclarar el cutis. No le garantizo mucho sus resultados, porque si aclarar el cutis fuera muy fácil, no habría negros. Lo importante para usted es que proteja su piel del sol fuerte y del viento. Por eso use sí, una crema protectora, y no salga nunca sin ella. Ensaye un régimen de frutas y 132 Capítulo 2. Blanca sin manchas

legumbres, para que su organismo elimine lo que le sobra y el hígado se alivie un poco. Su cutis aparecerá más claro con este sencillo procedimiento” (C-1926, 1954: 47).

De acuerdo con la “experta”, la blancura representaba una condición tan deseable que todos querían poseerla: todo el mundo quería ser blanco, nadie quería ser negro. Sin embargo, no era un estatus que se pudiera alcanzar fácilmente y con el uso de cosméticos. Quienes no eran “blancos”, tan solo podrían acercársele, fingirla, escenificarla. De hecho, su consejo tendría el efecto de hacer parecer la piel más clara pero no “blanca”. La blancura no era una condición individual sino la prueba física de la pertenencia a un grupo, y como tal era inmodificable, incluso en un país donde el mestizaje podía implicar una mayor flexibilidad de las fronteras raciales. El imaginario sobre la blancura se basa en la articulación de factores raciales y de clase. En Colombia, ambos remiten al ideal de “pureza” que se ha desarrollado a partir de la época colonial y que asocia las personas de piel clara a las elites de descendencia española (Castro-Gómez, 2005 y 2009). Su mismo significado remite a un factor geográfico por ser, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “el color de la raza europea o caucásica, en contraposición con el de las demás” (RAE, 1956: 187). Por su origen nacional y de clase, muchas lectoras de Cromos estaban excluidas de ambos grupos. Pertenecientes en su mayoría a los sectores medios y medios bajos, estaban más cercanas al conjunto de la población del país, económicamente pobre y racialmente mestiza; geográficamente, estaban ubicadas en el sur del mundo conformado, según el imaginario, por poblaciones mezcladas, no “puras”. Este argumento fue planteado por la curadora de Pregunte a Soledad en respuesta a una lectora que quería “empalidecer un poco” su piel “demasiado colorada”:

“El régimen alimenticio es factible antes de usar las pomadas: verduras, leche, miel y nacer – esto es importantísimo– en Inglaterra, Holanda, Suecia o Noruega” (C-2200, 1959: 71).

No todas las personas pueden ser blancas, ni todos los blancos son iguales, existiendo al interior de ese grupo jerarquizaciones que hacen que algunos lo sean más que otros (Dyer, 1997; Jacobson, 1998). Biología y geografía determinaban quiénes podían ser considerados “blancos” a pleno título y quiénes no. Si la blancura indicaba la idea de “pureza”, incluso Capítulo 2. Blanca sin manchas 133

pocos “blancos” la poseerían; entre ellos, los pueblos de Europa del norte indicados en el fragmento.

Las últimas citas muestran los límites de la idea del blanqueamiento, cuyo poder arraigaba en la imposibilidad de ser logrado fácil o plenamente, particularmente por las personas que pertenecían a grupos marginados. La piel blanca siguió representando un ideal estético, cuyo valor crecía en la medida en que podía ser poseído por pocas mujeres. Sin embargo, aunque de larga duración este ideal no era inmóvil y, como veremos en el apartado y en el capítulo siguiente, estaba sujeto a cambios.

3. Belleza en movimiento: la puesta en discusión de la blancura “nórdica”

“Europa ha dado el tipo universal de la belleza femenina… esta afirmación puede tener algún cariz polémico, pero es fácilmente comprobable al examinar los rasgos de toda mujer que llamemos bonita en cualquier parte de la tierra. Una mujer bonita –de Corea, de la Guajira o de la Polinesia– siempre tiene o nos parece que tiene algo de selección europa (sic), especialmente cuando sus países las envían a concursos de belleza.

Las bellezas suramericanas siempre se parecen mucho a las españolas; las norteamericanas en nada se distinguen de las europeas; las asiáticas que asisten a los certámenes para elegir “Señorita Universo”, tienden a resultar más hermosas cuanto más se aproximen al patrón ideal impuesto por el concepto de Occidente –y por ende de Europa– sobre la belleza en la criatura humana. Y nunca hablamos con mucho convencimiento de las “bellezas indígenas” mientras nos parecen demasiado indígenas. Esto puede ser un prejuicio, pero es la realidad. Europa impuso ese tipo ideal de la mujer perfecta, extendiéndolo a través de la colonización de América y del mundo, y popularizándolo en definitiva por medio de las mejores heroínas del cinematógrafo: mujeres altas, rubias, de ojos azules etc., o morenas de Nápoles o de Andalucía. Pero sobre todo esas rubias que aprestigian con sus cabellos los colores del trigo y del platino, y que son distintivo particular de los países nórdicos de Europa” (C-2095, 1957: 41). 134 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Con estas palabras, en julio de 1957, un periodista relató el resultado del concurso Miss Europa, cuyos primeros tres puestos habían sido ganados, respectivamente, por las representantes de Holanda, Finlandia y Alemania. Todas poseían los atributos físicos destacados en el fragmento: eran altas, de cabello rubio y ojos azules. Aunque no se hacía referencia a su color de piel, éste era implícito en sus rasgos, que las indicaban como personas de una blancura particularmente valorada desde el punto de vista estético y que, como vimos a inicio de este capítulo, se estaba intentando imponer como canon global de belleza.

Los cánones de belleza no son estables. No solamente en la misma época pueden convivir varios (Eco, 2010), sino que incluso aquellos predominantes están sujetos a cambios. En el pasado como en el presente, en muchos casos se tiende a atribuir dichas variaciones a los caprichos de la moda. Sin embargo, al menos en lo que tiene que ver con el color de la piel, parecen reflejar dinámicas sociales más complejas, que la moda interpreta pero no inventa. En lo relacionado con Colombia, un análisis de la revista Cromos presenta una doble dinámica. Una prevalente, que a través de la publicidad y de las secciones dedicadas a la belleza femenina, siguió valorando la blancura como índice de salud y feminidad y, por medio de éstas, de belleza. Otra menos frecuente, que comienza a desplazar los cánones de belleza hacia tipos más “oscuros”. Una vez más, las dinámicas globales se cruzan con aquellas locales. El artículo citado a inicio de este apartado fue publicado en un momento particular. Su denuncia de la imposición de los cánones europeos en los concursos internacionales de belleza pareció ser contradicha por la elección, unas semanas después, de la primera mujer latinoamericana, la peruana Gladys Zender, como Miss Universo, seguida el año después por la colombiana Luz Marina Zuluaga. El impacto local de ese acontecimiento será analizado en el próximo capítulo. Por el momento, la intención es destacar cómo fue considerado señal de una mutación del concepto de belleza, lo que hará exclamar a una periodista francesa, la traducción de cuyo artículo fue publicada en Cromos en agosto de 1958, que “Ahora los caballeros las prefieren morenas” (C-2152, 1958: 40).

El tema había aparecido en la revista ya en 1954, en un artículo que pretendía explicar “científicamente” la preferencia masculina hacia mujeres de cabello y piel oscura. Capítulo 2. Blanca sin manchas 135

Inspirándose en el título de dos novelas de la escritora estadounidense Anita Loose – Gentlemen prefer blondes (1925) y su continuación, But they marry brunettes (1927)– su autor se preguntó si el público masculino prefiriera las rubias o las morenas, término que, usado en el título, fue reemplazado en el texto por el menos ambiguo “trigueña”44. Basándose en investigaciones realizadas en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, la respuesta estaba a favor de las segundas. De acuerdo con el artículo, la idea de una superioridad de las rubias en cuanto a belleza y sensualidad tenía su origen en el misticismo pagano, que relacionaba el cabello rubio con los dioses, seres de luz y esplendor. Solo en tiempos recientes, la ciencia había demostrado la preferencia de los hombres hacia las morenas por considerarlas, a diferencia de las rubias, fieles, cariñosas y garantía de hogares más estables. El artículo relató además la opinión del psicólogo estadounidense Albert Wiggam, quien comprobaría “biológicamente” esta creencia, a partir de un análisis que, más que sobre el color del cabello, se centraba en las características de la piel. De acuerdo con él:

“Debido a que la piel oscura es mucho más rica en materia de pigmento, el tono del rojo vivo se suaviza y proporciona a la piel un tinto más fresco, meloso y suave. En mucho mayor grado que la rubia, el cutis de la mujer trigueña sugiere una “reserva de esplendor o luz solar” (…). Además, la piel de la trigueña asimila en mejor forma la saludable energía de la luz solar. Los baños de sol producen ampollas o vejigas en la piel de la mujer rubia, mientras que en la trigueña produce un tueste parecido y atractivo. Las trigueñas viven mejor en climas tropicales y están en mejores condiciones de resistir a los efectos del ardiente sol” (C-1935, 1954: 17).

De acuerdo con Wiggam, las mujeres trigueñas gozarían también de mejor salud:

44 La traducción de brunette como “trigueña” puede ser explicada por el significado ambiguo atribuido, en Colombia, al término “morena”. De hecho, como se mostró en el capítulo 1, el término “trigueña” era usado comúnmente para indicar a mujeres de piel y cabello claro, fácilmente equiparable con la blancura. Por el contrario el inglés brunette indica, según la definición del Oxford Dictionary: A girl or woman of dark complexion or with brown hair. Su significado es, por lo tanto, más parecido al de “moreno” que, como se vio, indica una persona blanca de piel y cabello oscuros, además de una persona racializada como negra (RAE, 1956: 895; ver también capítulo 1). 136 Capítulo 2. Blanca sin manchas

“La piel oscura –explicó– está sujeta en mucho menor grado a las irregularidades en la secreción de pigmentos que producen pecas, manchas o imperfecciones de la piel. Esta mejor salud, en cuanto a la piel se refiere, puede ser una evidente indicación de una mejor salud en cuanto al resto del organismo” (p. 17 y 46).

El artículo subvirtió muchos de los significados históricamente asociados con la piel “blanca” en su tonalidad más clara, culturalmente considerada índice de belleza femenina. En primer lugar, cambió la relación privilegiada que tendría con la luz, atribuyéndola ahora a una piel (más) oscura; su delicadeza, además, la expondría más fácilmente a aquellos trastornos que, como se vio anteriormente, representaban algunos de los enemigos de la belleza. Al estar menos sujetas a ellos, las mujeres más oscuras podrían preservarla mejor. En términos de género, si tradicionalmente estaban asociadas con la sensualidad, las mujeres de piel más oscuras representarían ahora valores tradicionales, al ser consideradas mejores esposas.

Color y género están presentes también en la puesta en discusión de otra característica culturalmente asociada a una piel clara: el rubor. Hemos visto la importancia atribuida a ese fenómeno, relacionado con la posibilidad, considerada típicamente femenina, de manifestar emociones, señal de juventud y pudor. Si el artículo citado insistió en la “calumnia” de la que habían sido históricamente objeto las mujeres de piel oscura, otro mostró, también “científicamente”, que la fama de castidad que había acompañado el sonrojar del rostro era “inmerecida”, siendo éste un síntoma de enfermedades nerviosas, e incluso posible indicio de trastornos de la piel (C-1974, 1955: 20). Más que añadir encanto al rostro de una mujer, como fue sugerido en algunas ocasiones, el rubor representaría ahora un peligro para la belleza.

Además que de posibles enfermedades de la piel, el rubor fue considerado la manifestación de una feminidad que ya no era acorde con los tiempos modernos. La “modernidad” trajo consigo una nueva concepción de la figura femenina que se articulaba, no sin tensiones, con los imaginarios más tradicionales. Una personalidad “moderna” implicaba una relación diferente con el pudor y, por lo tanto, con la tendencia a sonrojarse, como subrayó la autora de una crónica sobre la llegada a Colombia, en 1956, de un grupo de actrices Capítulo 2. Blanca sin manchas 137

hollywoodenses, las Goldwyn Girls. Una rubia y blanca, otra morena y una tercera trigueña, eran todas “esbeltas, altas y bonitas”. Suficientemente tradicionales como para estar en contra del divorcio, eran también suficientemente modernas como para hablar de su vida íntima “sin ruborizarse, como le hubiera ocurrido –subrayó la autora de la crónica– [a] algunas de nuestras reinas de belleza” (C-2040, 1956: 51). De símbolo del encanto femenino, el rubor había pasado a ser señal de una feminidad tradicional de la cual se tomaba parcialmente distancia, un fenómeno que se podía fingir con el maquillaje (y, de hecho, siguió siendo promovido por varias marcas de cosméticos) pero que, como reacción biológica, ubicaba en el pasado a la persona en cuyo rostro se manifestaba.

Un tercer elemento de ruptura respecto a los cánones tradicionales de belleza fue la valoración de otro elemento “peligroso”: las pecas. Consideradas consecuencia de una excesiva exposición al sol y señal de la irresponsabilidad de una mujer hacia el cuidado de su piel, fueron presentadas en un artículo como un elemento que podría resaltar su atractivo, en vez de disminuirlo. Una vez más, las protagonistas de la farándula internacional representaron un ejemplo. Entre ellas, la cantante parisiense Vida Bendix, a la cual Cromos dedicó un reportaje en 1957, cuya característica era justamente la profusión de pecas en su rostro. Contrariamente a la mayoría de las mujeres, quienes solían quejarse de esta “particularidad epidérmica”, Bendix las lucía “con tranquila felicidad”, considerándolas un atractivo más. Es más, no luchaba contra de ellas sino que estimulaba su aparición tomando frecuentes baños de sol y comiendo mucha uva (C-2104, 1957: 33 y 35).

4. Conclusiones

Es difícil evaluar el impacto de las ideas que se acaban de analizar en el público que leía Cromos. Las preocupaciones que las lectoras de la revista manifestaron en sus cartas permiten plantear que su recepción fue limitada. Aunque muchas de ellas no manifestaron 138 Capítulo 2. Blanca sin manchas

preocupación por el color oscuro que atribuían a su piel, queriendo más bien embellecerse usando un maquillaje e indumentos que lo valoraran, otras revelaron la persistencia de un ideal de belleza que consideraba los rasgos distintivos de la blancura como un requisito. De hecho, la insistencia sobre la blancura manifestada en las publicidades de cosméticos y en los consejos de belleza puede ser explicada por el impacto que esas ideas tenían entre las consumidoras, lo cual contrasta con estudios sobre la concepción de la belleza en otros países, que se enfocan en la magnificación del bronceado, es decir, en el pasaje a un canon de belleza más “oscuro”. Como se mostrará en el capítulo siguiente, este fenómeno se puede observar también en Colombia, particularmente desde finales de los años cincuenta. Sin embargo, los análisis presentados en este capítulo han mostrado la persistencia y efectividad, en este país y hasta ese momento, de cánones más tradicionales, basados en la exaltación de la piel blanca como índice de belleza.

Atribuir este fenómeno a una aceptación acrítica de los cánones impuestos por una concepción de la belleza cada vez más globalizada sería limitado. Seguramente los medios de comunicación contribuyeron a la exaltación de los cánones de belleza que se estaban imponiendo como globales. Sin embargo, su parcial aceptación en la sociedad local pudo ocurrir por la posibilidad de adaptarlos a las dinámicas socio-raciales colombianas, donde los rasgos considerados típicos de la mujer “caucásica” –cabello rubio y ojos azules, a su vez índices de una piel blanca– eran aquellos que, como ya observado por Castro-Gómez (2009), se relacionaban con un imaginario, originado en la Colonia, que los asociaba con las elites. La concepción local de la belleza revela entonces la estratificación socio-racial del país.

Históricamente, en Colombia el color de la piel ha representado un elemento central de clasificación de las personas. Esta centralidad siguió manifestándose a mediados del siglo XX en la importancia atribuida a este factor en los discursos sobre la belleza. La valoración de la blancura muestra la articulación de varias dimensiones que se superponen entre ellas: de clase, por estar asociada a las elites; de género, por ser considerada manifestación de feminidad; raciales, por ser el “color” del grupo que había impuesto, con su dominación, también los ideales de belleza, tanto a nivel global como local. No se pueden entender las Capítulo 2. Blanca sin manchas 139

prácticas de conservación de la blancura, para quienes la poseyeran, o de blanqueamiento para los demás, sin tener en cuenta la compleja articulación de estas dimensiones. Afirmar la prevalencia de la “raza” sobre las otras sería impreciso; más bien, se puede afirmar que hablar de una de ellas implica también a hablar de las otras, sobre todo en un país en que la “raza” ha sido utilizada para jerarquizar a la población. De allí que, como se mostró, muchas de las preocupaciones de las lectoras de Cromos y de los consejos que se les impartían en las secciones de belleza pueden ser leídas en clave “racial”. A mediados del siglo XX, ser “bella” significa estar incluidas, o acercarse, a los rasgos característicos de la blancura, particularmente en lo relacionado con el color de la piel o, para decirlo mejor, con los colores que, se imaginaba, ésta debería tener. Global y localmente, el cuerpo blanco representó el parámetro para medir la cercanía o la lejanía del ideal estético.

En su versión local, la blancura se expresó en gran medida, aunque no exclusivamente, en el color de la piel. La implicación racial de la dicotomía blanco/negro, con su relación, respectivamente, con imaginarios acerca de la limpieza y de la luz, y de la suciedad y oscuridad, es evidente si se considera el uso de categorías como “blanco”, “moreno” y “negro” para expresarlas. No sorprende, por lo tanto, la difusión de las prácticas de blanqueamiento, con sus contradicciones. La lógica de consumo hizo de él un deseo aparentemente accesible; sin embargo, esta lógica era contradicha justamente por el significado racial de este término.

140 Capítulo 2. Blanca sin manchas

Capítulo 3

¿Una norma “oscura”?

Belleza, “color”, modernidad y tradición en los años cincuenta y sesenta

En el capítulo anterior se ha analizado la permanencia del ideal de la blancura en las concepciones estéticas dominantes en los años cincuenta. Se vio también que, paralelamente, se pueden encontrar huellas de su progresivo cuestionamiento. El presente capítulo profundizará este aspecto, problematizando el relativo oscurecimiento de los cánones de belleza entre los años cincuenta y sesenta. Hilo conductor serán los conceptos de modernidad y tradición, el significado que adquirieron en Colombia y su conexión con procesos globales, así como su relación con una simbología de los colores que se manifestó en estereotipos raciales, estrechamente relacionados con imaginarios de género y clase. A partir de estas consideraciones, el capítulo tratará de responder a las siguientes preguntas: ¿Cuáles fueron los factores que determinaron el oscurecimiento de los cánones de belleza? ¿Cómo se relacionaron con los imaginarios acerca de la modernidad y la tradición? ¿Cómo se expresaron y cómo estuvieron relacionados con dinámicas locales y globales? ¿Cambió, y de qué manera, la relación entre blancura y belleza?

Para responder a estas preguntas, el capítulo será dividido en tres partes: los apartados 1 y 2 analizarán la recepción en Colombia de las ideas de modernidad y tradición; los apartados 3 y 4 retomarán esos temas, abordándolos desde la narrativa acerca de las divas del cine, analizando su relación con los imaginarios locales acerca del rol de la mujer y su relación con las ideas cambiantes acerca de la blancura. Finalmente, los apartados 5 y 6 tratarán dos

142 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

aspectos centrados en las dinámicas del país, analizando respectivamente la idea de “belleza colombiana” y los imaginarios acerca de la pareja ideal mostrados por las lectoras y los lectores de Cromos en sus cartas a la sección matrimonial Buscando Corazones, y la problemática persistencia de imaginarios tradicionales.

1. Anhelos de una “clara” modernidad: los colores del progreso entre los años cincuenta y sesenta

En su edición del 15 de diciembre de 1958, Cromos publicó dos reportajes que, desde perspectivas diferentes, trataban la condición de la población colombiana. Dedicado al Instituto Nacional de Nutrición, el primero tenía como premisa la difusión de un “complejo racial” en el país, fundado en la convicción de que su población era “fea”, de baja estatura, corta vida y piel “oscura”. Su autor fue enfático en declarar que, contrariamente a lo que pensaban los colombianos, que sufrían este complejo pasiva y resignadamente, no se trataba de un fenómeno natural y, por lo tanto, inmodificable. La “raza”, afirmó, era un fenómeno histórico, del cual los seres humanos eran responsables en la medida en que eran responsables de su propia historia, siendo las características fisiológicas y somáticas de un pueblo el resultado de factores como su manera de vivir, alimentarse, vestirse y afrontar la naturaleza. La “inferioridad racial” de los colombianos, continuó, tenía sus orígenes en circunstancias históricas relacionadas con su economía, su política y sus relaciones sociales; por lo tanto, dependía de ellos mismos hacer de este pueblo “otra ‘raza’ fuerte, sana y más eficaz” (C-2168, 1958: 24). El reportaje dedicó mucho espacio al análisis de las principales enfermedades provocadas por los problemas nutricionales que afectaban a los habitantes del país. Una de ellas era el síndrome pluricarencial infantil, causado por una dieta insuficiente en proteínas y vitaminas; entre otros, generaba retardo del crecimiento y del desarrollo, alteraciones psíquicas, caída del cabello, cambio del color y lesiones de la piel. El 52% de los colombianos padecía, además, de Bocio Endémico, causado por la carencia de yodo en las aguas y en la sal; responsable de desfiguraciones, dejaba también Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 143

“secuelas de idiotez, sordomudez y enanismo”. En cuanto a la tipología de los enfermos, afectaba más a las mujeres que a los hombres, “a la raza negra más que la blanca” y, en general, “más a la gente de bajo nivel de vida” (p. 26 y 29), mostrando así la marca de género, clase y “raza” que se podría atribuir a la “fealdad”.

Unas páginas más adelante, otro reportaje era dedicado al municipio de Benjamín Constant, ubicado en la frontera entre Brasil y Colombia, habitado por gente “morena” y nervuda, apenas tocada por la civilización. Eran, afirmó su autor, los olvidados del país, cuya historia podría ser también aquella de la población de regiones marginadas como la Guajira, el Chocó o el Magdalena. Allá, las personas vivían en la “pesada voluptuosidad” tropical sin otro objetivo que preservar la vida: trabajaban para alimentarse, para tener un rancho que los protegiera del sol y “mantener una negra ‘bien buena’ que calme los ardores flácidos, las ansias urgentes que estimulan, tal vez las emanaciones de la selva” (C-2168, 1958: 51). Por el resto, concluía el periodista:

“Aquí se vegeta, el tiempo es eterno. Bien podría suprimirse el calendario; hoy, mañana, ayer, se amontonan en un presente inmediato, inmanente, donde se arrastra la barriga contra la tierra quemada o se abandona todo para zambullirse en un meneo rítmico de zamba. Aquí no hay sino presencias fascinantes, el tiempo es eterno” (p. 51).

La ausencia de “modernidad” es el argumento común de los dos reportajes. La desnutrición y consiguiente “fealdad” de los colombianos serían consecuencia de factores sociales y económicos como las condiciones “feudales” en la explotación del campo, la falta de técnica, los bajos salarios y la ignorancia de los campesinos, quienes mantenían una “indeficiente (sic) producción de alimentos” (C-2168, 1958: 29). Por otro lado, la lejanía de la “civilización” que caracterizaba a amplias áreas del país tenía como consecuencia la pobreza, el hecho de vivir vidas sin objetivos, ajenidad a todas las comodidades de la vida “moderna”. Entre ellas, los cuidados estéticos. Como en todas las aldeas, informó el comentario de una foto que ilustraba el reportaje sobre Benjamín Constant, las modas y las [buenas] maneras llegaban por medio de la “belleza del pueblo”, una mujer vestida a la manera moderna que, subrayó, soñaba “con otro mundo” (C-2168, 1958: 50), posiblemente las grandes ciudades cuyo estilo imitaba. Para quienes no pudieran acceder a ellas, el 144 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

cambio de aspecto estaba en las manos del peluquero del pueblo, retratado cortando “las mechas negras y tiesas de un indio” (p. 51), mientras otro cliente esperaba su turno acostado en una hamaca (p. 48-49).

“Mejorar la raza” significaría, en pocas palabras, modernizarla. La modernidad fue un tema recurrente durante los años cincuenta y sesenta. Al presentarse como “la revista nacional que ayuda a comprender el mundo moderno” (C-2270, 1961: 2), Cromos se encargó de guiar a su público en sus meandros a través de reportajes sobre los países avanzados, y las publicidades que estimulaban lectores y lectoras a adquirir aquellos productos que hicieran de ellos y ellas sujetos al paso con los nuevos tiempos: electrodomésticos, automóviles, indumentaria a la moda, accesorios, productos para el cuidado personal, cuya “modernidad”, continuamente enfatizada en los slogans, los hacía atractivos y deseables.

Por su misma definición, la modernidad indica el tiempo presente o, mejor, la idea que de éste se tiene, inmovilizando en el tiempo o desplazando hacia el pasado todo aquello que parezca contrastar con él. Es, entonces, una representación sobre el tiempo y el espacio en que convergen varios órdenes de dominación: norte/sur del mundo, ciudad/campo, centro/periferia, ricos/pobres, blancos/no blancos, inclusión o exclusión del capitalismo y del consumismo; temporalmente, presente/pasado. En estas dicotomías, los primeros elementos son aquellos considerados modernos; los segundos los que no lo son y, por lo tanto, hay que modernizar. El imaginario sobre el individuo moderno lo muestra urbano, originario del norte del mundo o que adopta sus costumbres, siempre al paso con el tiempo, que posee recursos económicos o aspira a poseerlos y, para el tema que interesa esta investigación, los invierte en su presentación personal. Aparentemente democrática e incluyente, la modernidad excluye a todos los grupos que no corresponden a estas características: la población campesina, los pobres (del campo y de la ciudad), los habitantes de los pequeños centros y las minorías étnico-raciales, residentes en los campos, en los barrios pobres de las ciudades o, como es el caso de los indígenas, imaginados como apartados en la selva. No es casual que la referencia a estos grupos sea frecuentemente acompañada por expresiones que las desplazan en el tiempo: de acuerdo con una religiosa, la cultura de los indígenas Chimilas, que habitaban en la zona del Magdalena, sería “de tipo Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 145

antiguo y acentuadamente primitivo” (C-1855, 1952: 45); al hablar de los palafitos y las construcciones lacustres que se podían ver en las orillas del río Magdalena, un periodista afirmó que hacían “remontar la memoria hasta el periodo plenoeneolítico de la edad prehistórica” (C-2641, 1968); según otro, llegar al Palenque de San Basilio era “como retroceder 400 años de un golpe” (C-2841, 1972: 49).

El tiempo de la modernidad es un presente en constante movimiento, proyectado hacia el futuro. Su espacio es la ciudad, lugar símbolo de la movilidad: física, por el desplazamiento que permitía el desarrollo de los medios de transporte; social, gracias a las oportunidades que ofrecía. Tiempo presente y espacio urbano expresan la ética del capitalismo y del consumismo, siendo éste último enemigo de la inmovilidad, que relega en el pasado lo que no se mueve hacia el futuro (Castro Gómez, 2009: 13-14). “Ser modernos” sobreentiende entonces tener, o aspirar a tener, un poder adquisitivo, adherir a valores capitalistas y consumistas, así como vivir en el espacio que lo permita: la ciudad.

La urbanización y consiguiente modernización del país fue uno de los temas recurrentes entre los años cincuenta y sesenta. Colombia, afirmó un periodista en 1961, se estaba volviendo un “país de ciudades”: sus grandes centros urbanos parecían “rejuvenecerse todos los días”, con la creación de nuevos barrios y nuevos sectores, mientras sus suburbios se “desperezaban” “como alguien que ha dormido bien y oye de improviso la campanilla de su despertador”. Eran ciudades en movimiento, cuyos centros ya no quedaban limitados a las varias Plazas de Bolívar, sino que se estaban metiendo en todas las calles. Consecuencia de este nuevo despertar era la progresiva desaparición de figuras como el bogotano, el medellinense o el caleño que, gracias a la migración desde otros lugares del país, estaban dejando el lugar al cosmopolitismo, a un “ciudadano del mundo”, proyectado más hacia lo universal que hacia lo local (C-2279, 1961: 26-27).

Bogotá representó el emblema de esta modernización. La ciudad pasó de los 726.200 habitantes de 1953 a 923.200 en 1955; en 1956 eran ya 1.025.540, lo cual hacía de la capital colombiana “una de las grandes urbes latinoamericanas” (C-2025, 1956: 12), una ciudad cosmopolita que acogía tanto al “andarín latinoamericano” como al “mecánico 146 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

escandinavo” o al estudiante de la provincia (p. 41). Ciudad de ritmos frenéticos y crecimiento rápido, diez años después contaba dos millones de habitantes. A mediados de los sesentas, un periodista la describió como una ciudad en construcción y sin autenticidad que, sacudida por el impacto del progreso y por el crecimiento demográfico, yuxtaponía estilos, cosas y gentes manteniendo, sin embargo, su “influjo civilizador sobre el resto del país”:

“Quizá la mayor misión sobre la tierra sea la de civilizar, sobre todo en estos pueblos en desarrollo. Pulir y deslavar costumbres, educar y desbastar la bestia humana para mellar las aristas de barbarie tan presentes en todas partes, pero tan especialmente visibles en estos pueblos de menor edad, es misión noble. En medio de la barahúnda de la transformación urbana y del empuje ensanchador (…) Bogotá ha conservado de su antigua definición, quizá solo un elemento: su influencia modeladora en la nación.

Hay algo en este altiplano que tempera y atempera, que desbroza, cierne, filtra al ciudadano venido de provincia y lo aquilata y acendra. Y no es solamente al bachiller, al universitario, al doctor y también a los menos favorecidos. Es por ejemplo, el caso típico de las mareas humanas con que la violencia golpeó estos acantilados (…). A algunos la ciudad los corrompió, los deshizo. Pero la inmensa mayoría, y no obstante la miseria de las agrupaciones humanas sin servicios ni asistencia, lograron algún progreso en el camino de la civilización (C-2550, 1966: 39).

La civilización implicaría un proceso de “limpieza” y refinamiento. “Limpiar” es, de hecho, sinónimo de los verbos pulir, deslavar, desbrozar, aquilatar y acendrar, usados para describir los efectos de la ciudad sobre los provincianos que llegaban a ella45. Se trata de una “limpieza” tanto cultural como física, que la misma ciudad había actuado antes sobre sí

45 La edición de 1956 del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española presenta las siguientes definiciones de estos verbos. En sentido figurado, “acendrar” significaba: “depurar, purificar, limpiar, dejar sin mancha ni defecto” (RAE, 1956: 14); “aquilatar” tenía entre sus sinónimos “apurar y purificar” (p. 111); el verbo “limpiar” se encuentra entre los sinónimos de “desbrozar” y “deslavar” (p. 446 y 459), mientras “pulir” indicaba la acción de “alisar o dar tersura y lustre a una cosa” (p. 1081). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 147

misma46, que ahora repetía sobre los recién llegados, y para la cual luchaba constantemente. Sus sectores populares y los habitantes de los pueblos sabaneros que la rodeaban fueron indicados como los mayores “peligros” que Bogotá debía enfrentar en su proceso de modernización. En su carta a la revista, una lectora de Cromos se quejó, por ejemplo, del escaso uso de agua, jabón y cuchillas para afeitar que, a su manera de ver, hacían los hombres capitalinos, particularmente aquellos de los sectores populares y de la clase media. Al expresar su acuerdo con ella, los curadores de la sección indicaron en la difusión de las normas higiénicas un medio de acercamiento de las clases sociales, siendo la limpieza y el afeite costumbres típicas de los ‘oligarcas’, rechazadas por los sectores populares como forma de rebelión; sin embargo, concluyeron, su adopción, haría de ellos personas más limpias y modernas (C-1804, 1951: 4).

Los habitantes de pueblos sabaneros como Fontibón, Bosa, Usaquén, Usme, Engativá y Suba, fueron indicados como otro peligro para la modernidad que Bogotá quería alcanzar. Todos “de definido ancestro chibcha”, eran habitados, según un periodista, por devotos a la Iglesia católica y a las bebidas autóctonas, jugadores de tejo, consumidores de alimentos como las papas chorriadas, el cuchuco y las rellenas, violentos defensores de sus ideas políticas, a menudo bajo el efecto del alcohol (C-2025, 1956: 13).

La “limpieza” ínsita en la modernidad es tanto física como cultural. “Limpiarse” implica dejar atrás el pasado para adoptar costumbres que se consideran más acordes con el presente. Los sujetos encargados de llevar a cabo la misión muestran bien los diferentes ámbitos de dominación que subyacen detrás del proceso de modernización: las elites sobre los sectores populares, la ciudad sobre sus alrededores, los blancos sobre los no-blancos, el norte sobre el sur, fueran ellos el norte y sur de la ciudad, que a lo largo del siglo XX se volvieron imaginarios culturales (Castro-Gómez, 2009: 122), o el norte y sur del mundo, los unos símbolos de modernidad, los otros de atraso.

46 De acuerdo con un artículo, la abolición, a inicio de los cincuenta, de las plazas de Las Nieves, La Concepción y Chapinero, había sido uno de los aspectos de la modernización de la ciudad representando, según el decreto que la ordenaba, un peligro para la seguridad, la salud y la moralidad del pueblo, así como por no responder a las exigencias modernas y no ser ejemplo de limpieza (C-1894, 1953: 13). 148 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Como se mostró en el capítulo anterior, suciedad y limpieza remiten a imaginarios sobre lo claro y lo oscuro. Es significativo que, en una ocasión, el proceso de modernización de Bogotá fue presentado como el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Muchos años atrás, afirmó un periodista en 1951, la capital colombiana había sido una ciudad gris, opaca y monótona, tanto por su clima como por el estilo de vida de sus habitantes, quienes solían vestir de negro, siguiendo los parámetros de una “insulsa seriedad”, y vivían en casas todas iguales, cuyos patios interiores encerraban la luz y los colores, impidiéndoles salir a la calle; una ciudad sin alegría heredera, como toda la seriedad sabanera, del “medioevo conquistador”. Diferente era la Bogotá actual, que había “renunciado al gris”, abriéndose a la luz, al sol y a los colores. Por un lado, la fisionomía urbana se había transformado: aplicando las teorías de un arquitecto francés, sus colegas colombianos habían creado ambientes donde la alegría y el sol, antes encerrados dentro de los patios, se arrojaban a las calles, llenando la ciudad “de toques de móvil vivacidad”. Otro factor determinante en la renuncia de Bogotá a la oscuridad habían sido los estudiantes: aquellos migrados de la provincia, especialmente de la Costa Atlántica, con sus “voces estridentes” y su folklore, pero sobre todo los que regresaban del exterior, aportando los “multicolores vestidos de deporte norteamericano o las excentricidades parisienses”, nuevas modas que negaban las clásicas y aborrecían los colores oscuros, particularmente el negro, reparando en los tonos claros. Contemporáneamente los viajes, favorecidos por el uso del avión, sacudirían “la aletargada inclinación a la trashumancia”, lanzando los bogotanos “a la aventura del espacio”, con la difusión de las vacaciones al mar y en tierra caliente, y la consiguiente abolición del chaleco y demás prendas sofocantes. “Algo que parece pueril a primera vista, como es el vestido –concluyó el periodista– ayudó también a transformar la idiosincracia (sic) de una capital adusta y mediterránea” (C-1794, 1951: 7 y 46).

La luz, observa Richard Dyer, llega desde arriba (light comes from above), en sentido literal, pero también metafórico: el “arriba” tiene connotaciones geográficas y ontológicas que adquieren un significado étnico-racial. Cultural y geográficamente, el “arriba” es el norte, un área que históricamente se ha impuesto sobre el sur, habitada por los “blancos más blancos” en la jerarquía racial, epítome de un lugar alto (high) y frío promotor del Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 149

vigor, la higiene (cleanliness), la piedad y el espíritu de empresa atribuidos a ese grupo. A raíz de esto, la gente blanca del norte tendría una especial afinidad con la luz (Dyer, 1997: 116-118). Desde un país periférico, ubicado en el sur del mundo, la idea de “norte” adquiere un significado aún más complejo. El reportaje analizado muestra bien este aspecto: la Bogotá gris y opaca, habitada por gente vestida de negro, acabaría gracias a la luz y el color proveniente de diferentes “nortes”: Francia y los Estados Unidos, pero también el norte del país, más precisamente la Costa Atlántica. A esto hay que añadir que del norte del mundo no llega solamente la modernidad sino también la tradición del país, con sus connotaciones a veces negativas, otras positivas: la adustez, seriedad e introversión de la capital tendría su origen en el hecho de ser una ciudad “mediterránea” (C-1794, 1951: 46).

El cuerpo ha sido un elemento central del discurso sobre la modernidad (Pedraza, 1999:13). Hablar de él implica tanto su aspecto morfológico como todo aquello que influye en su apariencia, como la manera de vestir. La “claridad” es uno de sus puntos de convergencia, entendida no solamente como claridad de la piel sino también de lo que lo adorna, como el vestuario. Desde el siglo XIX, la moda parisiense ocupó un lugar destacado en el discurso sobre la moda47. Como en otros lugares del mundo, también en Colombia las revistas dieron a conocer al público las últimas creaciones realizadas en la capital francesa, presentándolas como sinónimo de elegancia y modernidad. Las revistas y el cine contribuyeron a la influencia de las costumbres europeas y norteamericanas en el país haciendo, según una periodista, que los colombianos se “civilizaran” y “refinaran” (C-2379, 1963: 38). En la moda parisina se inspiraron frecuentemente las colecciones de las modistas y los modistos locales; varios profesionales colombianos del sector de la belleza (moda, peluquería y maquillaje) comenzaron a trabajar en Bogotá tras haberse especializado en Europa, especialmente en Francia. A mediados del siglo XX, adornarse a la manera moderna significaba hacerlo según los dictámenes de la moda francesa. Europa

47 Los estudios sobre la moda en Colombia son escasos. Para la primera mitad del siglo XX, se ha estudiado especialmente el caso de Medellín (Domínguez Rendón, 2004; Ramírez et. al., 2012) 150 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

representaba una referencia obligada incluso en aquellos casos en que los modistos locales quisieran buscar su propia originalidad48.

Análogamente a la modernidad, el discurso sobre la moda reflejó lo que Aníbal Quijano (1992 y 2002) ha definido la “colonialidad del poder” la cual, entre otros aspectos, ha convertido la europeización cultural en una aspiración, seductora en cuanto puerta de acceso al poder (Quijano, 1992: 12-13). En este caso, dicha europeización se manifestaría en la elección de un elemento central en la presentación personal como el vestuario. De esta relación colonial pareció consciente una periodista de Cromos, quien en 1960 denunció el establecimiento de una jerarquía entre el “imperio de París”, que imponía las modas, y los modistos “coloniales”, que a su vez intentaban establecer su soberanía en sus “pequeños reinos locales” adaptando, disponiendo y decretando “la primavera” a las mujeres del trópico, quienes asumirían “callada y resignadamente su papel sumiso”, ahogando sus protestas y reconociendo su “papel anónimo”. Todo esto, como parte de “la aceptación de los valores establecidos, del orden natural y eficiente que debe conservar la buena marcha del mundo. Aún en la moda” (C-2235, 1960: 46).

La colonialidad del poder se manifiesta en una cadena de sumisiones bien expresada por la periodista; en el caso de la moda, la de los modistos de un país periférico a los dictámenes de uno central, y de las mujeres latinoamericanas a sus imposiciones, en el respeto de un orden “natural” que perpetuaba las relaciones de poder establecidas desde la colonización de América. Si, como afirmó el autor del reportaje sobre el Instituto Nacional de Nutrición, la manera de vestir es uno de los elementos que forjan las características fisiológicas y somáticas de una “raza”, forjar la “raza” implicaría modernizar al pueblo que ésta representa. Colombia era considerado un país de personas “oscuras”: tal era percibido el color de la piel de buena parte de su población, el del vestuario que los habitantes de su capital llevaban tradicionalmente y de las casas que habitaban. “Modernizarse” implica un

48 Un ejemplo fue el rescate de la ruana, que varios modistos intentaron en esa época. Entre ellos, José Gregorio Paredes, el objetivo de cuyas creaciones era adaptar lo “rústico” a la moda. De acuerdo con Efraín Giraldo, presidente de la Asociación Colombiana de Alta Costura, una operación semejante debería basarse “naturalmente” en la moda francesa e italiana (C- 2321, 1962: 44). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 151

proceso de limpieza y aclaramiento, sea de la piel o del vestuario, europeizando la apariencia y renunciando a lo “oscuro”.

Piel y/o vestuario oscuro fueron considerados índices de estados anímicos y características temperamentales negativas. Una vez más, los imaginarios acerca de lo blanco y lo negro influenciaron los argumentos para sustentar estas ideas. El discurso modernizador no implicó una desaparición del negro de la moda capitalina: de acuerdo con un artículo de 1959, aún por esa época seguía siendo el color favorito de las mujeres bogotanas de todas las clases (C-2211, 1959: 53). La opinión expresada por una joven diseñadora, que había comenzado a trabajar en Bogotá tras haber estudiado alta costura en París, es muy útil para entender la influencia de la simbología de los colores en el discurso sobre la modernidad. En Bogotá, afirmó, había mujeres muy elegantes; sin embargo, les faltaban atrevimiento e iniciativa:

“Vestirse de negro –explicó– es falta de iniciativa, porque con este color se tapan defectos del traje y se pasa desapercibido el hecho de que se lleve el mismo vestido para diferentes ocasiones. Es verdad que en Bogotá se ha renovado bastante esta costumbre. Ya vemos con más frecuencia vestidos estampados en cocteles y comidas y empiezan a usar el color blanco, que a mi modo de ver es uno de los más lindos y de los más sentadores” (C-2195, 1959: 57).

Otro reportaje destacó que la colección 1960 de la modista Beatriz Jencso, al articular las inspiraciones parisinas con el gusto local, incluía entre sus prendas tanto la “inevitable bata negra”, acorde “con los gustos y las circunstancias de las mujeres de la capital”, como algunos accesorios blancos –cuellos, sombreros, guantes y collares– que servían para dar una “ilusoria sensación primaveral” (C-2235, 1960: 47). Que defina el color de un vestido49

49 En su historia del “negro” en el mundo occidental, el medievalista francés Michel Pastoureau analiza, entre otros aspectos, los significados atribuidos a lo largo del tiempo al vestuario de ese color. Poco apreciado durante la Edad Media, reservado a las clases sociales humildes o a aquellas que se desempeñaban en tareas sórdidas o degradantes, además que para circunstancias especiales como el luto o la penitencia (Pastoureau, 2009: 26). Solamente a finales de la Edad Media se impondría como color de moda e incluso lujoso, debido al alto precio de las prendas negras, ahora índice de virtud y austeridad (p. 95). En edad moderna, en países de religión protestante, vestir de colores oscuros, especialmente de negro, indicaría aversión por el lujo y por las modas pasajeras y excéntricas (p. 138-140). Más recientemente, después de la segunda guerra mundial, se volvería un color símbolo de la modernidad; al mismo tiempo, ya desde el siglo XIX se le atribuiría una 152 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

o de una persona, el negro es considerado en contraste con la idea de modernidad. Según la modista, indica falta de iniciativa porque: 1) esconde los defectos del traje; 2) no permite distinguir si se trata de un vestido llevado anteriormente o de uno nuevo. Por el contrario, considera un vestido blanco “lindo” y “asentador”, atribuyéndole virtudes estéticas que uno negro no tendría. Como vimos en el capítulo anterior, a mediados del siglo XX la idea de belleza está asociada con la individualidad. El color “negro” es la negación de este concepto, tanto que se trate de un color de piel como de un traje: los vestidos negros, parece sugerir, serían todos iguales, es decir, carecerían de individualidad. Si la piel “negra” no permitiría ver la humanidad de una persona, ocultando sus emociones, un tejido de ese color ocultaría su calidad, al no permitir ver sus defectos ni la personalidad de quien lo lleva, revelando su falta de iniciativa. Por el contrario, vestir de colores subrayaría individualidad y espíritu de iniciativa, características consideradas típicamente “blancas”.

En Bogotá, el “negro” expresa también la tradición, es decir, aquello que la modernidad rechaza y quiere cambiar. El discurso contemporáneo sobre la moda es moderno en la medida en que supone un cambio continuo, bien expresado en las subdivisiones de las colecciones europeas según las estaciones: una persona a la moda y, por lo tanto, “moderna”, debería renovar constantemente su guardarropa y mostrarlo al mundo llevando siempre prendas diferentes, revelando así su poder adquisitivo. Un vestido negro no respondería a estos requisitos: no permitiría establecer si quien lo llevara estuviera exhibiendo un vestido nuevo o siguiera usando uno “viejo”, escondiendo así su poder adquisitivo. De cierta manera, esto la inmovilizaría en el tiempo, ocultando su cambio respecto al pasado.

Las ideas sobre el blanco expuestas en los dos fragmentos muestran otros aspectos: es considerado un color “lindo”, “asentador”, es decir, da placer a la vista, y crea una “ilusoria sensación primaveral”. Sobre las virtudes estéticas atribuidas al blanco se ha hablado

función práctica, por su capacidad de esconder la suciedad y la contaminación (p. 168-169). En el siglo XX tendría nuevo auge en la moda, considerado señal de seriedad y autoridad en sectores laborales como el bancario, así como un color que disminuía las barreras sociales, siendo común a burgueses y otros sectores (p. 174) o, también, un color de rebelión (p. 190). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 153

extensamente en el capítulo anterior. Aquí se analizará la última definición para mostrar su relación con la modernidad y la manera en que ésta fue adaptada al contexto colombiano. El cambio de las estaciones es un elemento central del discurso sobre la moda, dado que lleva consigo el cambio de guardarropa e, idealmente, la adquisición de nuevas prendas. Sin embargo, en Colombia no hay un ciclo de estaciones parecido al europeo. A las lectoras colombianas era propuesto frecuentemente un discurso que no correspondía a aquello del ambiente en que vivían, como las tendencias otoño-invierno o primavera-verano. Vestir una prenda de colores, parece sugerir la profesional citada, tendría el efecto de re-crear un ambiente de tipo europeo, acercando a él las personas “modernas” de un país periférico. Sin embargo, especifica, se trata de una sensación ilusoria. Alcanzar la idea de Europa, así como la blancura implícita en ella, implica la inserción de un grupo subordinado en el orden global, en las dinámicas de aquello dominante, con un riesgo de subversión de un orden pensado como “natural”. Aunque no pueda volverse “europeos”, lo importante sería parecerlo: la moda, y con ella la modernidad, proporcionan las herramientas para lograrlo.

En otras ocasiones, el discurso local sobre la moda fue desarrollado teniendo en cuenta las especificidades culturales y climáticas del país. La fama de mujeres elegantes que tenían las bogotanas, afirmó una periodista, se fundaba en el hecho de ser discretas y sencillas, y escoger cuidadosamente las tendencias de la moda, consistiendo la elegancia “en saber adaptar las modas más audaces y exigentes a su ambiente, a su tipo de belleza y principalmente a su silueta” (C-2169, 1958: 27). Adaptar la moda al ambiente implicaba, entre otras cosas, tener en cuenta las condiciones climáticas del país. Por esta razón, en 1956 Cromos comenzó a publicar la sección El arte de la moda, cuyo propósito era presentar a las lectoras las últimas creaciones extranjeras, aconsejarles telas y colores para su realización y, debido a la variedad de climas, los modelos que podían ser llevados en las diferentes regiones (C-2065, 1956: 16). Este último aspecto tenía dos implicaciones: por un lado, permitiría a todas las colombianas, independientemente de dónde vivieran, estar al paso con la moda; por el otro, aconsejaba cómo vestirse cuando iban a otra región, por ejemplo, de vacaciones. La frescura y elegancia de la mujer, se puede leer en una edición de El arte de la moda, no era solamente para la ciudad sino también para el campo, y 154 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

mostraba a las lectoras algunos modelos que podían usar durante el veraneo (C-2271, 1957: 12). Frecuentemente, el campo, la playa o la tierra caliente no son presentados como lugares de residencia sino como metas de vacaciones, que implicaban un cambio de estilo de vida y de guardarropa. Ir a unos de esos lugares manifestaría un privilegio de clase, que en Colombia puede representar también un privilegio de “raza” siendo las vacaciones, como se vio en el capítulo 1, prerrogativa de las clases acomodadas, identificadas generalmente como “blancas”.

La “modernización” en la que insistieron numerosos artículos de Cromos a lo largo de los años cincuenta y sesenta está entonces atravesada por una simbología que, directa o indirectamente, remite a una dimensión étnico-racial. La blancura y, en su defecto, el blanqueamiento físico o cultural, fueron vistos como ideales para alcanzar; el consumismo, una herramienta para lograrlo. Sin embargo, no todo lo “moderno” fue considerado y acogido positivamente. A partir de esto, influenciada también por dinámicas globales, se realizó una parcial relectura de la simbología de los colores, que llevará a una mayor valoración de la “oscuridad”.

2. Anhelos de una moderna tradición: los “nortes” y la compleja relación con la modernidad

Hemos visto que la modernidad llegaba desde el norte del mundo, es decir, de los países considerados avanzados, expresando de múltiples maneras la colonialidad del poder. Como se mencionó anteriormente, el norte es un referente geográfico construido también con base en imaginarios étnicos y raciales: habitado por los “blancos”, es considerado emblema de la civilización; en términos estéticos, a partir de su predominio ha sido históricamente asociado con la idea de belleza, mezcla de rasgos físicos y culturales y, por lo tanto, manifestación de la supuesta superioridad de esa área del planeta sobre las otras. Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 155

En las últimas décadas, los estudios sobre la blancura (whiteness studies) han mostrado que ésta, y con ella el “norte”, no es un concepto homogéneo, existiendo jerarquías internas que consideran a algunos pueblos más “blancos” y “civilizados” que otros (Dyer, 1997; Jacobson, 1998). De allí la particular valoración de los rasgos físicos y culturales asociados con un mayor grado de blancura, civilización y modernidad, atribuidos a las poblaciones de los Estados Unidos y el Norte de Europa. Esta fragmentación del “norte” se encuentra también en Cromos. Sin embargo, sus resultados no llevan siempre, ni necesariamente, a una glorificación de la modernidad y “civilización” estadounidense y norteeuropea. Por el contrario, se vislumbran elementos de crítica, traducidos en una parcial puesta en discusión de ellas y, por lo tanto, de cierto tipo de blancura.

Los documentos analizados muestran dos “nortes”: el primero, representado por los países considerados emblema de la modernidad, como los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y los países escandinavos; el segundo, por aquellos del área mediterránea de Europa, principalmente España e Italia, mezcla de modernidad y tradición. Para entender la compleja relación de Colombia con la idea de modernidad, así como el oscurecimiento de los cánones de belleza, es necesario entender la manera en que estos “nortes” fueron interpretados, acogidos y adaptados al contexto local. La idea de tradición, en especial en las relaciones de género, es parte central de este discurso.

La tradición expresa la historia de un país, una concepción positiva del ordenamiento social heredado del pasado, que explica las características peculiares de un pueblo. Aunque se reconozca su mutabilidad, la preservación de los aspectos que se consideran sustanciales es un prerrequisito para la exaltación de los valores “típicos” de una comunidad. Las relaciones entre grupos étnico-raciales, clases sociales, así como las relaciones de género, intervienen en el discurso acerca de la tradición, sustentando sus diferentes lugares, así como los distintos y entrecruzados órdenes de dominación que implican. Marginalizado – aunque no eliminado totalmente– el elemento indígena, e “invisibilizado” el elemento “negro”, es sobre todo a España que se miró para explicar el alma de los colombianos. A inicio de los años cincuenta un periodista expresó así este concepto: 156 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

“[Los colombianos] somos herederos de la antigua España, circunstancia esencialísima que nos define y enriquece (…). De aquellos colonizadores (…) provienen las costumbres y conductas colectivas de las ciudades colombianas de hoy. El legado de los siglos ya muertos está ahincado profundamente en todas ellas” (C-1829, 1952: 8).

Un concepto parecido se encuentra en una publicidad de la aerolínea española Iberia que, en 1965, invitó al público latinoamericano a visitar ese país, indicándolo como la “cuna de nuestra cultura” y el “origen de nuestra historia” (C-2510, 1965: 58). La huella de España se podía encontrar también en el cuerpo. Los cánones de belleza son uno de los ejemplos más significativos. Lejos de incluir a los distintos grupos poblacionales que se encontraban en el país, se orientaron más bien hacia los rasgos considerados típicos de las clases dominantes, resumidos en un tipo español, igualmente “blanco” pero de color de piel, de ojos y cabellos más oscuros (Stanfield, 2013).

La herencia española es una marca cultural, racial y de clase, poseída sobre todo por los miembros de las elites. Un ejemplo son las candidatas a los concursos de belleza, particularmente al Concurso Nacional de Cartagena, cuyos cuerpos y temperamentos fueron frecuentemente inscritos en una tradición hispana de la cual sus familias de procedencia creían y querían hacer parte (Bolívar, 2011: 185). Una crónica consideró las candidatas de la edición de 1951 exponentes de la “hidalguía femenina, damas de rancia alcurnia social e intelectual, blasonadas con los mejores atributos espirituales y físicos”, “nobilísimas representación de nuestras castellanas virtudes”. En particular, el “porte distinguido” y los “rasgos delicados” de la Señorita Santander, Elodia Gómez, expresarían “a primera vista la innata altivez española de la mujer santandereana” (C-1802, 1951: 11). De manera parecida, en la fisonomía de las mujeres antioqueñas, cuyo carácter esencial sería la “belleza más pulcra”, se podría ver “la magnificencia humana de la estirpe hidalga” (C-1829, 1952: 41). En la misma época, algunas portadas de la revista retrataron a señoritas de la alta sociedad medellinense o caucana, vestidas con los trajes tradicionales españoles. La ascendencia española movilizaba un imaginario que ubicaba a quienes la poseyeran en una posición superior en las jerarquías racial, social y de clase: no sorprende, por lo tanto, que algunas lectoras y lectores de la revista la indicaran entre sus atractivos en las cartas Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 157

que escribieron a la sección de anuncios matrimoniales Buscando Corazones, publicada entre 1962 y 197150.

Los ideales de belleza se conforman a partir de una compleja interrelación de imaginarios de “raza”, clase y género. En este último aspecto, entre los años cincuenta y sesenta la sociedad colombiana conoció cambios significativos. Aunque siguió prevaleciendo la idea de la mujer encerrada en la esfera doméstica, desempeñándose en el papel de esposa y madre, aumentó notablemente la presencia femenina en distintos ámbitos sociales, desde la escuela hasta el mundo laboral y la política. A pesar de la persistencia de una discriminación educativa, reflejada en una tasa de analfabetismo que en los censos de 1951 y 1964 osciló entre el 52 y 53 por ciento (Velásquez Toro, 1989: 27), se registró un progresivo aumento del alumnado femenino, que llegó a ser mayoría en las escuelas normales y comerciales. Como observa Helg (1989), la educación femenina reprodujo la estructura de la sociedad. El acceso a las carreras consideradas más aptas para las mujeres – las sociales, paramédicas, artísticas y literarias– estuvo reservado a aquellas cuyas familias pudieran permitirse la enseñanza media, mientras las mujeres de los sectores más pobres accedieron principalmente a escuelas industriales y campesinas. Igualmente significativo fue el acceso al mundo laboral: entre 1951 y 1963 las mujeres económicamente activas pasaron del 18.6% al 22.3% (Gutiérrez, 1995: 304), ocupadas en todos los sectores productivos: la agricultura, la industria y los servicios (empleadas, oficinistas, maestras). Sin embargo, los salarios percibidos por las trabajadoras fueron inferiores a aquellos de sus colegas hombres (Helg, 1989). Un tercer elemento de cambio fue la entrada en la vida política oficial. Tres mujeres –Josefina Valencia, Teresita Santamaría y Esmeralda Arboleda– participaron en la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el gobierno del General Rojas Pinilla. Las tres hicieron propio uno de los objetivos principales del

50 Un lector que se firmó como Dr. Asher se describió a sí mismo como un “antioqueño, blanco sonrosado, de ascendencia española 100%” (C-2384, 1963: 54), mientras Universitario Romántico como “moreno claro, de ojos negros y ascendencia española” (C-2479, 1965: 51); la ascendencia española fue reivindicada también por una mujer, Rocabela (C-2580, 1967: 55). Finalmente, Castor destacó de sí que, aunque no fuera español, hablaba “con el acento de la madrepatria, por mis ascendentes” (C-2381, 1963: 52). Entre las mujeres que buscaban una pareja extranjera, los españoles fueron indicados entre las nacionalidades preferidas. 158 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

movimiento feministas de la época, presentando un proyecto de acto legislativo para la concesión del derecho de voto a las mujeres, otorgado con el Acto Legislativo n. 3 del 27 de agosto 1954 (Toro y Cárdenas, 1995: 251-252). Siempre en ámbito político, bajo el gobierno de Rojas Pinilla se asistió al acceso de mujeres en altos cargos políticos: Josefina Valencia fue nombrada gobernadora del departamento del Cauca en 1955 y ministra de Educación en 1956. La participación de mujeres en la vida política aumentó durante el Frente Nacional, con la elección o el nombramiento de representantes, senadoras, alcaldesas, diputadas y concejalas (Acevedo, 1995).

La entrada de las mujeres en la vida pública fue interpretada como señal de la modernidad que había llegado al país. Su desempeño en diferentes ámbitos laborales, se destacó en una ocasión, llevaría a su conquista de la individualidad, demostrada por su habilidad en el trabajo (C-2545, 1966: 58). De acuerdo con una periodista, los cambios ocurridos en esos años habían llevado al nacimiento de “nueva colombiana” “moderna y triunfadora”, sin complejos, luchadora, experta, que sabía qué quería y cómo lo quería (C-2159, 1958: 20). Uno de sus emblemas fueron las congresistas. En octubre de 1958, Cromos dedicó un reportaje a cuatro de ellas: Anacarsis Cardona de Salonia, Margarita Córdoba de Solorzano, Esmeralda Arboleda de Uribe y Carmenza Rocha. Con la excepción de Carmenza Rocha, todas eran mujeres casadas. De hecho, objetivo del reportaje era investigar su posición, sugerida desde el título, “entre el Congreso y el hogar”, mostrando su capacidad de desempeñarse en su rol público sin descuidar el privado. Todas fueron presentadas como profesionales que, pese a los numerosos compromisos que requería su nueva posición, encontraban el tiempo para dedicarse a las tareas domésticas: cocinaban para sus esposos, cuidaban de sus hijos y arreglaban la casa manteniendo, como se subrayó en el caso de Margarita Córdoba, “un hogar en buenas condiciones físicas y morales” (C-2159, 1958: 16). El artículo estaba ilustrado con un reportaje fotográfico de cuatro páginas, una por cada entrevistada. Aquellas dedicadas a las tres congresistas casadas se abrían con una imagen que las mostraba en su papel doméstico, como para subrayar la supremacía de éste sobre el público: Anacarsis Cardona “dando el gusto” a su esposo de cocinar; Margarita Córdoba con uno de sus hijos en brazos; Esmeralda Arboleda saliendo de su casa para ir a la oficina; Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 159

sólo el de Carmenza Rocha, soltera, la mostró únicamente en su ámbito laboral (pp. 15-18). Cinco años después, ocho mujeres profesionales51 explicaron al público de Cromos la diferencia entre feminismo y feminidad. Todas concordaron en definir el feminismo como un movimiento que abogaba por la igualdad de derechos de las mujeres; en cuanto a la definición de feminidad, las entrevistadas acudieron a una serie de cualidades que consideraban intrínsecas en el género femenino: encanto, sensibilidad, delicadeza, gracia, donosura, sex appeal, coquetería, preparación, inteligencia, ternura, recato, piedad, capacidad “inagotable” de comprensión, dulzura, bondad, valor, sagacidad y gusto artístico (C-2409, 1963: 21-22). Otro rasgo distintivo de la feminidad sería el cuidado de la estética, como lo subrayó la etnóloga y antropóloga Anna Kipper:

“[Las mujeres trabajadoras] no por ello dejan de ser mujeres, ni dejan de aplicarse polvos y colorete. Y no por ello dejan de casarse y tener hijos, aun cuando a una mujer que trabaja profesionalmente, le queda menos tiempo que a su abuela para dedicarse directa y personalmente a la educación de los niños. Lo cual puede resultar un inconveniente de índole moral” (C-2409, 1963: 22).

En lo relacionado con el rol de la mujer en la sociedad, la vía colombiana a la modernidad articuló las novedades manteniendo como telón de fondo los rasgos considerados distintivos de la feminidad tradicional, creando una figura ideal que expresaba el presente del país sin por ello negar su pasado. La periodista Sonia Osorio resumió este concepto, al hablar de las “múltiples personalidades”, típicas del mundo actual, que las mujeres colombianas enfrentaban cotidianamente y que articulaban “su fisionomía maternal, su calidad de hembra pura y simple, su actividad de ama de casa, su señorío de esposa y su

51 Se trataba de: María Currea, lideresa de la Unión de Ciudadanas de Colombia; Migdonia Barón, representante a la Cámara por el partido liberal; la abogada Elba María Quintana de Bermúdez; Teresa de Samper, presidenta de las Guías Colombianas y miembro de la Unión de Ciudadanas de Colombia; Carmelina Soto, poetisa; Rosa Díaz de Zubieta, política liberal; Anna Kipper, etnóloga, antropóloga y escritora; Helena Páez de Tavera, “joven madre de familia”, graduada en derecho de la Universidad Javeriana y en Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. 160 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

nueva actitud ante la vida” con la incursión en un mundo exterior conquistado a través de la cultura (C-2545, 1966: 57)52.

La presencia de requisitos como cultura, preparación e inteligencia entre aquellos que definían la feminidad indican un cambio que, aunque no radical, es importante en la idea de lo que, se pensaba, debería ser una mujer. Si en los años cincuenta la educación femenina había sido considerada un medio para hacer de la mujer una mejor madre y esposa, apoyando desde el hogar al hombre público (Viveros, 2011: 310), en los sesenta es un medio para conquistar la independencia económica (aspecto en que insistieron varias profesionales) y ascender socialmente de manera individual y no –o no solamente– como esposa de un hombre público. Se entrevé por esta época la emergencia de un modelo de pareja “exitosa”, conformado por un hombre y una mujer profesionales. Relatada desde la perspectiva de la mujer, la figura masculina no es considerada un obstáculo a su carrera sino un apoyo. No por esto dejan de persistir imaginarios que siguen atando la mujer a su rol tradicional: la referencia de Ana Kipper a los “inconvenientes de índole moral” que generaría confiar la educación de los hijos a otras personas es indicador de ello.

Aunque nunca explicitados, la “raza” y la clase son factores latentes en la definición tanto de la feminidad tradicional como de aquella “moderna”. El discurso sobre la belleza permite analizar su influencia. Al menos hasta los años sesenta, la belleza es considerada un deber eminentemente femenino. La mujer “verdadera”, “completa” es aquella que dedica tiempo y recursos al cuidado de su aspecto, para gustarse a sí misma y gustar a los demás, especialmente a los hombres: “la mujer-mujer –se lee en la publicidad de una laca– es ante

52 El artículo del que es extraída esta cita presentaba breves perfiles de algunas mujeres colombianas que se habían destacado en esos años en varios ámbitos profesionales: la política Esmeralda Arboleda de Uribe, la abogada Haydee Anzola Linares, la médica Cecilia Cardinal de Martín, la presentadora de radio y de televisión Gloria Valencia de Castaño, la gerente de industria Elvira Prieto de Saint-Malo, la periodista Elvira Mendoza, la publicista Consuelo de Montejo. El artículo estaba ilustrado con las fotos de algunas de ellas. La única presente en la primera de las tres páginas que lo conformaban, mostraba a la política Esmeralda Arboleda de Uribe con su hijo destacando, de manera parecida a lo observado con respecto al reportaje sobre las primeras congresistas colombianas, una prevalencia de la esfera privada respecto a la pública, es decir, de esposa y madre antes que profesional (C-2545, 1966: 57-59). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 161

todo mujer, y esto encanta a los hombres” (C-2682, 1969: 38-39)53. Su participación en la sociedad de consumo era uno de los prerrequisitos para caber en esa feminidad “plena”. Independientemente de la clase social o de la región de residencia, se lee en un artículo, las mujeres colombianas dedicaban “con gusto” una parte del presupuesto familiar al cuidado de la estética (C-2169, 1958: 27). La cuestión no cambiaba en el nuevo contexto social, en que un número cada vez mayor de ellas entraba en el mercado laboral: para los nuevos trabajos que se les estaban abriendo, afirmó el mismo periodista, se necesitaban, entre otras cosas, nuevos vestidos, asequibles más fácilmente gracias al aumento de los ingresos en la casa determinado por el trabajo femenino. Emblema de la modernidad y la tradición, las mujeres bogotanas podrían, por ejemplo, acceder a creaciones inspiradas en la moda parisiense o hechas sobre medida, pagándolas a plazos o “con una económica doméstica bien organizada” (C-2169, 1958: 28). En lo relacionado con el maquillaje, desde inicio de los años cincuenta aparecieron en Cromos algunos consejos específicamente dirigidos a las mujeres trabajadoras (C-1843, 1952: 16) o estudiantes (C-1917, 1954: 48). Ocasionalmente, sugerencias sobre cómo vestirse, peinarse y maquillarse en la oficina fueron solicitadas en algunas cartas publicadas en Sea Siempre Bella, siendo sencillez y discreción la recomendación de su curadora (C-1930, 1954: 47).

En este contexto, el descuido de la belleza es considerado casi una renuncia a la feminidad. Belleza y feminidad son conceptos que se construyen mutuamente, el uno determinando el

53 En la edición del 31 de marzo de 1969, Cromos publicó un test para que las lectoras averiguaran si eran mujeres “completas”. La referencia al cambio de temporada al hablar del vestuario deja suponer que se tratara de la traducción de una revista extranjera. El test estaba conformado por una serie de preguntas, divididas por materias. Contestar positivamente a todas indicaría que se era una mujer “completa”. Las materias sobre las que las lectoras debían mostrar conocimiento y experticia eran: belleza, hogar, cocina, elegancia, niños y medicina. En tema de belleza, una mujer “completa” debería, entre otros aspectos: saber a qué grupo pertenecía su piel (si seca, grasosa o mixta); usar productos que le iban bien, aconsejada por personas expertas; hacer diariamente un plan de belleza; cepillarse el cabello todos los días y lavarlo una vez a la semana; encontrar un perfume acorde con su personalidad; hacer ejercicios de gimnasia y practicar algún deporte; usar cremas preventivas de las arrugas; estar segura de los colores que iban mejor en su maquillaje; enterarse cada temporada de las nuevas tendencias; cuidar su línea y sus dientes. En cuanto a la elegancia, sus deberes serían, entre otros: elegir los modelos según su tipo y personalidad; vestir a la última moda “sin faltar nunca a la corrección y a la moral”; dar variedad a su aspecto personal; tener en cuenta del gusto de su esposo al momento de elegir un traje; vestir de acuerdo con su edad; procurar estar informada sobre las últimas tendencias de la moda; planear el vestuario al llegar una nueva temporada; mirar “detenidamente” cada quincena la sección de moda de las revistas (C-2678, 1969: 24-27). 162 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

otro. Construido, como el mismo concepto de feminidad, alrededor de la experiencia de mujeres (blancas) de sectores privilegiados (Davis, 2004), es decir, no trabajadoras, el discurso sobre la belleza se encontró a enfrentar, especialmente desde los años sesenta, un contexto socio-cultural en que cada vez más mujeres de clase media entraban en el mercado laboral y, por lo tanto, tenían menos tiempo para dedicar a sus casas, a su marido, a sus hijos y a su cuidado personal. De allí el “peligro” de una pérdida de feminidad denunciado en varias ocasiones. En su artículo sobre mujeres exitosas, Sonia Osorio lo planteó en términos físicos: aunque defendiera los efectos positivos del trabajo femenino, especificó que esto no implicaba preconizar “un tipo masculinoide o viril al que le empiecen a salir bigotes y bíceps” (C-2545, 1966: 58). De hecho, como se recordará, algunas de esas mujeres defendieron su feminidad acudiendo a los que consideraban sus rasgos distintivos, entre los cuales estaban tanto cualidades morales como la importancia de la estética.

“Afeamiento” y pérdida de la feminidad fueron indicados entre las consecuencias a las que llevarían la inserción de las mujeres en el mercado laboral y, sobre todo, la conquista de los derechos políticos. Una tira del cómic La extraña historia de los colombianos dio una interpretación de ese “peligro” que involucraba directamente el aspecto racial. Publicado entre 1961 y 1962, el cómic relataba humorísticamente aspectos de la historia del país, planteando a veces una comparación entre la época colonial y el presente. Uno de los temas tratados fue el de las mujeres antes y después de la adquisición de los derechos políticos. Como muestra la ilustración 3.1, la mujer sin derechos políticos fue representada por una que, por sus rasgos físicos (nariz fina, ojos grandes) podía ser identificada como “blanca”, y cuyo vestuario la ubicaba en la elite. Era retratada en un ambiente cerrado, posiblemente su casa, con un corsé que le apretaba el cuerpo a indicar su opresión, enfatizada también por la expresión triste de su rostro. Sus características físicas la acercan a los cánones clásicos de belleza; en una palabra, es considerada una mujer. Muy distinta es la representación de la mujer después de adquirir los derechos políticos: de figura “deformada” por la gordura, sus

Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 163

ojos almendrados y nariz “chata” parecen sugerir que se trate de una mujer mestiza54 de ascendencia indígena, rasgos que contribuyen a asociarla con la “fealdad”. A diferencia de la mujer sin derechos políticos, su feminidad es puesta en duda por un signo de interrogación al lado de la palabra “mujer”. Triste, oprimida, “blanca” pero, al fin y al cabo, “bella”, la mujer sin derechos políticos responde a la idea convencional de feminidad; enfadada, en un espacio público abogando por sus derechos, mestiza y “fea”, la mujer con derechos políticos ya no responde a esos imaginarios; por lo tanto, su feminidad puede ser puesta en tela de juicio. Encarnando la tradición, lo “blanco” aparece como la representación positiva del orden social establecido; en sus aspectos “negativos”, la modernidad es indicada como una deformación de ese orden, su alteración; de allí, la elección de un tipo que la simbolizara físicamente, como fue el mestizo.

Ilustración 3.1. “Raza” y feminidad: las mujeres antes y después de adquirir los derechos políticos. La extraña historia de los colombianos (C-2339, 1962: 61).

54 La identificación de esta figura como “mestiza” no es explícita. Propongo su ubicación en esta categoría a partir de las representaciones que generalmente se hacían de la población indígena tanto en este comic como, más en general en la revista. En La extraña historia de los colombianos, los indígenas son representados, en el pasado, como habitantes originarios de América y, en el presente, como habitantes de la selva. Fuera de esos contextos son des-etnizados, representados generalmente como campesinos. 164 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Los documentos analizados muestran una visión ambivalente de la modernidad. En sus aspectos positivos, el bienestar generalizado que llevaría consigo permitiría el mejoramiento de la población colombiana, “limpiándola” de sus “taras” culturales y biológicas. Los sectores más pobres de la sociedad y las minorías raciales serían los más beneficiados de ella: sus cuerpos sanados de las enfermedades endémicas y sus espíritus elevados gracias, por ejemplo, a una mayor difusión de la educación. Hasta cierto punto, también el mejoramiento de la condición de las mujeres es visto como una de las “caras positivas” de la modernidad, al darle individualidad y hacer de ellas unas consumidoras. Sin embargo, en las páginas de Cromos mucho espacio fue dedicado también a enfatizar los aspectos negativos de la modernidad. Al relatar los resultados de un Congreso Mundial de Psiquiatría realizado en Madrid en 1967, así como aquellos de artículos e informes médicos y sociológicos producidos en Colombia y en el extranjero, un periodista sostuvo que el progreso, la “civilización” y las nuevas conquistas habían generado un ser humano cada vez más estresado, deprimido, angustiado, que intentaba escapar a sus penas refugiándose en el alcoholismo, la prostitución, el homosexualismo y la drogadicción (C-2580, 1967: 10). Colombia no sería ajena a esos “peligros”. Una encuesta realizada ese mismo año entre los estudiantes de la Universidad Nacional, considerados una muestra representativa de la clase media, mostró la penetración de los nuevos valores en el país: el 70% de los entrevistados afirmó considerar su generación abierta a los cambios; el 50% declaró practicar una nueva moral; el 70% haber tenido relaciones sexuales antes del matrimonio, el 75% estar influenciado por corrientes extranjeras, en particular de los Estados Unidos, Rusia, Alemania y Cuba; el 60% declaró vivir angustiado (C- 2586, 1967: 14-15).

Los ejemplos de cómo la modernidad afectaría negativamente a la sociedad llegaban sobre todo de países “avanzados” como los Estados Unidos, Francia y Suecia. Uno de los argumentos centrales fue el cambio ocurrido en las relaciones de género. Allá, la mayor libertad de la que gozaban las mujeres llevaría a una relajación de su moral sexual, favoreciendo la difusión de las relaciones prematrimoniales, del adulterio y del divorcio. Por consiguiente, la figura masculina perdería autoridad, con efectos nocivos sobre su virilidad: en 1969, un periodista llegó a decretar la “crisis de la masculinidad” Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 165

estadounidense, preguntándose si se debiera al nuevo rol social conquistado por las mujeres (C-2710, 1969: 74-77)55.

La antropóloga Zandra Pedraza ha observado que las imágenes de hombres y mujeres, así como la asignación de sus respectivos papeles, deberes, derechos, emociones, se basan en las nociones de complementariedad y armonía. Las características de los unos y de las otras se conforman a partir de “oposiciones que se equilibran, tales como: fuerte-débil, activo- pasivo, impositivo-sumiso, etc.”, generando una “economía de esta imagen” que “abarca todo el espacio simbólico mediante una repartición equitativa de principios genéricos opuestos pero complementarios” (Pedraza, 1999: 303). El género es una forma socio- histórica de desigualdad entre mujeres y hombres que construye, legitima y naturaliza las diferencias biológicas (Stolke, 1999: 9 y 19). Es, en pocas palabras, un producto cultural

55 De acuerdo con un artículo publicado en 1966, las mujeres estadounidenses, eran sí hermosas, dado que el bienestar económico del que disfrutaban les permitía dedicarse al cuidado de su belleza y a los placeres de la vida. Sin embargo, el disfrute de ese bienestar hacía que prefirieran trabajar más bien que ocuparse de sus casas (C-2036, 1956: 43-44). El progreso y la libertad afectarían negativamente también a las francesas. En 1961, a su condición fue dedicado un reportaje en tres entregas, presentándolas como mujeres para las cuales la virginidad había perdido valor; la igualdad afectaría además la admiración incondicional que tenían anteriormente para el esposo, cuya figura se esfumaba entre las preocupaciones del trabajo, mientras el amante mantenía intactos sus atributos de seducción. De allí la difusión del adulterio y del divorcio, por causa del cual, sin embargo, se encontrarían a vivir en una “angustiosa” soledad (C-2293, 1961: 53-55; C-2294, 1961: 57-61). También la “crisis de la masculinidad” estadounidense sería efecto del bienestar económico y del nuevo rol social adquirido por las mujeres. Dicho bienestar llevaría a un desdibujamiento de las figuras viriles tradicionales, como el cazador, el vaquero y el leñador. Ahora, observó un médico: los hombres estadounidenses se desempeñaban en trabajos sedentarios y de oficina, donde realizaban las mismas actividades de las mujeres, pero muchas veces con resultados peores; las mujeres se habían vuelto más seguras de su feminidad que los hombres de su masculinidad; la conquista de la igualdad en ámbito laboral se había traducido en la búsqueda de una igualdad en campo sexual, en el disfrute del sexo sin vínculos emocionales “como cualquier varón picaflor” (C-2710, 1969: 74-77). En cuanto a Suecia, en 1967 un reportaje enfatizó cómo su sociedad se caracterizaría por el alejamiento de las nuevas generaciones de la moral religiosa, la atenuación de la autoridad de los padres sobre los hijos, la frialdad en las relaciones entre hombres y mujeres. También en este caso, el rol de las mujeres fue uno de los argumentos centrales del análisis: por el poco cariño que recibirían de sus madres, los hombres suecos serían incapaces de relacionarse con las mujeres, quienes a su vez usarían el sexo para romper las barreras afectivas que encontraban en ellos. Tanto por esto como por la presión de una mentalidad que anteponía a todo el éxito personal, la población sueca estaría dominada por la depresión, la ansiedad y la tristeza, que causarían una de las tasas de suicidio más altas del mundo (C-2576, 1967: 16-21). 166 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

(Laqueur, 1990: 265), que atribuye significados sociales, culturales y psicológicos a las identidades sexuales biológicas (Stolke, 1999: 8). La naturalización de estas diferencias implica su supuesta inmutabilidad: establecidos por la “naturaleza” a partir de diferencias físicas, los roles de hombres y mujeres serían ahistóricos. En las últimas décadas, numerosos estudios han contribuido a la desnaturalización del género, mostrando por ejemplo como la misma biología, lejos de ser una interpretación objetiva de la naturaleza, ha sido un instrumento para reproducir relaciones sociales capitalistas (Haraway, 1995: 72). La feminidad y la masculinidad son, por lo tanto, construcciones fundadas no en la naturaleza sino en fenómenos sociales e históricos, en los que influye la ubicación de un individuo en una jerarquía de clase y de “razas”.

En un contexto en que el rol de las mujeres estaba paulatinamente modificándose, el significado de lo que era considerado feminidad fue un tema recurrente. El miedo a la “masculinización”, incluso física, de las mujeres fue neutralizado acudiendo a los imaginarios tradicionales: una mujer trabajadora, que incluso había entrado en las altas esferas del poder, seguía siendo, al fin y al cabo, una “mujer”: madre, esposa, ama de casa, preocupada por su estética. Sin embargo, en un mundo cada vez más globalizado, en que las informaciones circulaban más rápidamente que en pasado, los modelos se multiplicaron. La feminidad de las francesas, de las estadounidenses o de las suecas no fue puesta en cuestión. El hecho de que siguieran siendo consideradas símbolos de belleza es una prueba de ello, siendo ésta siempre una manifestación de la feminidad. Desde la perspectiva de un país periférico, se trató de elegir cuál modelo presentar como deseable y, por lo tanto, adaptable al contexto local. Gracias a la dimensión pública que garantizaban a quienes trabajaban en él, los medios de comunicación, principalmente el cine, proporcionaron esos modelos. La narrativa acerca de sus divas muestra bien sobre cuál de esos modelos cayó la elección, y la influencia de representaciones de género, culturales y étnico-raciales.

Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 167

3. Estrellas que indican los nortes: las divas del cine entre género, raza y etnia

A mediados del siglo XX, Colombia no contaba con un star system propiamente dicho. La producción cinematográfica local era escasa y tampoco la televisión, que había comenzado sus emisiones en 1954, parece haber generado “estrellas” cuya conducta fuera considerada representación de la gente, o de lo que se suponía era la gente, encarnando modos típicos de proceder (Dyer, 2001: 37-39). Los personajes públicos retratados en las portadas de Cromos reflejan esta ausencia: se trataba generalmente de actrices del cine estadounidense o europeo, y más esporádicamente del cine mexicano, igualmente exitoso pero marginado en cuanto expresión de la cultura popular56. Las personalidades colombianas eran mujeres de las elites de las grandes ciudades, retratadas muchas veces con ocasión de su participación en uno de los concursos de belleza que se organizaban en el país, especialmente el Concurso Nacional de Cartagena.

56 Durante la segunda mitad del siglo XX, varios artículos destacaron la influencia de las producciones cinematográficas y televisivas procedentes de México en los sectores medios y populares colombianos. Al presentar una caracterización de los varios tipos de bogotanos que se habían formado con el crecimiento de la ciudad, un periodista analizó, entre otros, el “gloxo”, una persona que pocas veces pertenecía a las “clases distinguidas” y que se destacaba por su “indumentaria altisonante” y “lustrosa melena”, copiadas de los artistas del cine mexicano (C-2025, 1956: 15). En 1977, otro reportaje analizó la influencia del cine mexicano en los sectores populares colombianos, explicándola por la facilidad de entender el idioma, por la originalidad de sus modismos y “por el parecido físico de sus personajes con el hombre sencillo y corriente de nuestro pueblo”. La integración del cine y de la música mexicana en los gustos de las clases populares colombianas, particularmente aquella de extracción campesina y del proletariado urbano, fue explicada con base en la falta de un cine nacional y por el desinterés por la música autóctona. Carentes de imágenes creadas para ellos, los sectores populares colombianos se identificarían en los mensajes del cine mexicano, que reflejarían sus problemáticas sociales y sus esquemas mentales a través de la exaltación del machismo, de un líder redentor, de su reivindicación del “hombre del pueblo” y su violencia. Resultado de todo ello, la adopción de formas de comportamiento, expresiones lingüísticas y manera de vestir (C-3094, 1977: 74-77). Desde los años setenta, a las producciones cinematográficas se añadieron las televisivas, en particular, las telenovelas. Una tele-guía que se publicó en Cromos en los años ochenta ironizó frecuentemente sobre estos productos, definiéndolos “bodrios” cuya importación a Colombia se debería prohibir. Al analizar el éxito de la telenovela Los ricos también lloran, que se había “afortunadamente” concluido después de más de un año de emisión, un artículo publicado en 1985 vio en él una acentuación de “ese extraño influjo que tiene lo mexicano sobre la idiosincrasia popular en nuestro país” (C-3534, 1985: 102). Es interesante destacar que, en los pocos artículos que les fueron dedicados, las actrices que las protagonizaban, o sus personajes, no fueron indicadas como ejemplos positivos, ni en términos estéticos ni en sus vidas personales, contrariamente a lo que ocurrió en la misma época con personajes y actrices de algunas exitosas series estadounidenses, como se verá en el capítulo 5. 168 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Como la modernidad, las “estrellas” llegaban desde el norte, en particular de Estados Unidos, cuya producción predominaba en las carteleras locales (Patrimonio Fílmico Colombiano, online: 53), Francia e Italia. Los tres países representaban modelos diferentes en cuanto a los imaginarios acerca de las relaciones de género y, por consiguiente, de la feminidad: emblema de la modernidad los primeros dos, más tradicional el tercero. Esas diferencias son evidentes en las narrativas acerca de sus actrices. Todas consideradas mujeres hermosas y símbolos sexuales, difieren profundamente en la representación de sus conductas, como muestran los ejemplos siguientes. La vida amorosa de Liz Taylor fue argumento de numerosos artículos. De acuerdo con uno, en 1959, a los 25 años contaba ya tres maridos, divorciándose de los primeros dos, enviudando del tercero y olvidando prontamente su duelo; en síntesis, una “viuda [continuamente] enamorada” (C-2180, 1959: 45). Seis años después, sus matrimonios eran cinco, lo cual le haría ganar apelativos como “ladrona de corazones”, “egoísta” y “tigresa” (C-2476, 1965: 16). Una “vampiresa”, estrella que hacía de sus hombres unos “satélites”, destruyéndoles y haciendo de ellos unos títeres era Marilyn Monroe (C-2269, 1960: 26). Ava Gardner, por su parte, sería una “devoradora de hombres”, protagonista de amores “febriles” y “fugaces”, de temperamento tan fuerte que necesitaría a un hombre como rival (C-2329, 1962: 51). No le iba mejor a Jane Mansfield: infiel desde adolescente, resolvería convertirse en el hombre que sus padres deseaban antes de su nacimiento; casada por primera vez a los quince años, se rebelaría a su esposo, que la quería dedicada al hogar, para emprender su carrera cinematográfica (C-2355, 1962: 50). Deseosa de libertad personal, y no dispuesta a abandonarla por un hombre, sería Kim Novak (C-2358, 1962: 46), mientras de Jane Fonda se desatacó en una ocasión su opinión según la cual las mujeres, por un “problema glandular”, aspiraban a dominar a los hombres (C- 2532, 1966: 50). Parecido era el imaginario sobre la francesa Brigitte Bardot, de la cual las crónicas destacaron la inestabilidad sentimental, cuya belleza sensual y temperamento inconformista se reflejaban en apodos como “mitad ángel, mitad demonio”, “diablo”, “tentación”, y en la acusación de mover en las mujeres “emociones primarias” como deseos, celos y cólera (C-2179, 1959: 52); una mujer inmadura para la maternidad, al punto de considerar a su hijo un hermano menor (C-2357, 1962: 44). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 169

La representación de las divas del cine italiano era el opuesto. Debido a su éxito internacional, dos tuvieron un gran espacio en Cromos entre los años cincuenta y sesenta: Gina Lollobrigida y Sofía Loren. Además que su belleza, de ellas se destacaron dos aspectos: la estabilidad de su vida sentimental y la centralidad de sus esposos en su vida profesional y privada. Gina Lollobrigida, se lee en un artículo, era “mujer de un solo hombre”, con quien se había casado en 1949 y a quien quería con devoción y “desinterés total”, que le hacía de empresario e incluso de médico. En un artículo publicado con ocasión del nacimiento de su hijo se subrayó que, además de actriz exitosa, Lollobrigida era una “mujer cabal”, que tenía necesidad de sentirse como las otras: amaba cocinar, dibujaba sus vestidos, tejía, se ocupaba de su jardín, amaba recibir a sus amigos y ocuparse de su bienestar. La maternidad haría de ella “una mujer feliz”, “una mujer colmada”, “una mujer satisfecha de ser mujer y de ser madre” (C-2099, 1957: 21-22). Parecida es la imagen que numerosos periodistas dibujaron de Sofía Loren. Uno de ellos subrayó su ajenidad a los divorcios y a los escándalos que representaban las “taras” de las estrellas hollywoodenses: en la vida de Loren había un solo hombre, el productor Carlo Ponti. Con él, declaró un amigo de la actriz, ella mostraría su “verdadera naturaleza” de “mujer sencilla que coloca al hombre amado por encima de todo”, dejando “de ser una estrella para convertirse en una enamorada”; según una declaración de la misma Loren, Ponti representaba para ella “un padre, un esposo, un guía, un consejero” (C-2585, 1967: 8-9 y 14). Según una periodista, la virtud de Loren consistiría en “saber ser madre para el hombre y anciana y joven para la mujer”, representando “lo que todo hombre ansía poseer y toda mujer llegar a ser” (C-2446, 1964: 48). En una entrevista, su colega Marcello Mastroianni fue enfático en definirla “la más querida, la más bella, (…) el hogar, la madre, la amiga” (C-2546, 1966: 5). También los relatos sobre Loren subrayaron su deseo de maternidad que, frustrado durante muchos años, ofuscaría su felicidad con Carlo Ponti (C-2968, 1974: 86). Lograda en 1969, la maternidad de la actriz será celebrada en un artículo, donde se la mostraba, en una foto de una página entera, con su bebé (C-2674, 1969: 17).

Las actrices italianas gozarían de un favor particular entre el público colombiano. Un periodista lo explicó por el hecho de que, a diferencia de las “yanquis”, ellas representarían 170 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

“las características del tipo latino” (C-2399, 1963: 46). La latinidad es un concepto complejo, que abarca rasgos culturales y físicos. Surgido en Europa como identidad transnacional que unía a los países del sur de ese continente, herederos del Imperio romano, acomunados por el latín y las lenguas romances, se trasladó a América Latina, manteniéndose como identidad trasnacional para unir a las colonias españolas y portuguesas, herederas de la tradición político-filosófica francesa (Mignolo, 2007: 95-96). Como idea racial, en América Latina fue utilizada para indicar la pertenencia de sus habitantes a una categoría “no blanca”, originada por el mestizaje, que los ponía en un lugar marginal en el “pentágono racial” (Mignolo, 2007: 96; Pisano, 2012: 31-32). La misma idea de “belleza latina”, usada para referirse a las misses del área mediterránea de Europa y de América del Sur, parece indicar una dimensión física, no exenta de implicaciones culturales.

Considerada en términos étnicos-raciales, la latinidad lleva, implícita o explícita, la contraposición con su opuesto: el anglosajón o, más en general, el “nórdico”. Norte y sur, latinos y anglosajones, nórdicos y mediterráneos son percibidos como opuestos físicos, así como estilos de vida y mentalidades diferentes. El norte del mundo –Europa y los Estados Unidos– sigue siendo el referente privilegiado para definir los cánones de belleza. Sin embargo, se trata de un norte fragmentado. Por lo tanto, ubicarse en la modernidad implicaba elegir uno de estos nortes: en varios aspectos, la elección cayó en el modelo representado por Italia, como muestra una reseña de la película El Diablo (Il Diavolo), estrenada en Colombia en 1965. La película contaba la historia de un empresario italiano, Amedeo, “un latino de sangre arrevolverada” que viaja a Suecia atraído por la fama de libertad y disponibilidad de sus mujeres, con quienes intentaría, sin éxito, tener relaciones sexuales. De acuerdo con la reseña, objetivo del director Gian Carlo Polidoro era mostrar el grado de anacronismo al que habían llegado las costumbres italianas, poniéndolas en tela de juicio “a través de un contraste con la sabiduría e independencia de las gentes escandinavas, dentro y fuera del matrimonio”. Estas costumbres, especificó su autor, “son las nuestras”, es decir, de los colombianos (C-2477, 1965: 38). Contadas desde una perspectiva “latina”, las mujeres suecas de la película eran deseadas por su belleza, pero temidas por su libertad Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 171

sexual, cuyo origen era atribuido a la independencia lograda con su entrada masiva en el mercado laboral y a su alejamiento de la religión. De hecho, eran mostradas como infieles a sus compañeros y en constante búsqueda de un hombre57. A pesar de la atracción que siente por ellas, Amedeo terminará extrañando a su esposa italiana, descrita en una escena como una mujer de senos hermosos, cadera ancha y baja pero, sobre todo, de cuya fidelidad él no duda.

El contraste entre Suecia e Italia (y, por analogía, Colombia) aparece como un contraste más amplio entre norte y sur, la modernidad y la tradición, los latinos y los nórdicos, lo que es blanco y lo que no lo es (o lo es menos, o no lo es totalmente). Gracias también a la técnica del blanco y negro en que fue rodada la película, el blanco es el color predominante en Suecia: es el color de su paisaje nevado y de la piel de sus habitantes, particularmente de las mujeres, cuya claridad es fortalecida por el cabello rubio y los ojos claros; blancos son, incluso, muchos de los vestidos que llevan. Por contraste, en los italianos que aparecen en la película (casi todos hombres), prevalecen los colores oscuros: de la piel, del cabello, de los ojos58, del vestuario. El color se vuelve la forma exterior para explicar las características interiores de un entero grupo, el cuerpo que refleja el alma, haciendo de la relación norte- sur una contraposición entre climas y temperamentos, que llevan a una (parcial) reinterpretación de la simbología de los colores y de algunos rasgos característicos de la blancura “nórdica”. Un ejemplo es el apodo de “iceberg”, atribuido a la actriz sueca Anita Ekberg por la mirada “fría como el acero” que lanzarían sus ojos azules (C-2070, 1957: 28); mujer fría, y por eso siempre “ansiosa de sol” sería, según la opinión de los italianos, también su compatriota Ingrid Bergman (C-2617, 1967: 10).

La dimensión racial de estas contraposiciones se encuentra en una declaración de la reina de los periodistas del departamento de Santander, pronunciada en 1957. Aunque abogara

57 Se trata, en muchos casos, del producto de la imaginación de Amedeo, quien no conoce la lengua sueca y por lo tanto no puede entender, como él mismo admite, la mentalidad de ese país. 58 En lo relacionado con el color de los ojos, el protagonista es descrito como una excepción respecto al estereotipo de los italianos que se tendría en Suecia, como muestra, en una escena, la decepción de un grupo de niñas que, al observar a Amedeo, constatan que tiene los ojos azules. 172 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

por la independencia de la mujer colombiana, se opuso a su participación en política, como ya estaba ocurriendo en Norteamérica, por considerar que:

“Son razas de temperamento frío y calculador. Aquí somos muy fogosas, volcánicas y apasionadas, hasta lo increíble. La reflexión, el [ilegible], la mesura son atributos que desconoce nuestra raza y son los que integran el temperamento anglosajón; por eso pueden las mujeres de allá hacer política como los varones” (C-2082, 1957: 14).

Menos explícito había sido, unos años antes, un productor italiano, quien explicó en estos términos el éxito de las actrices de su país en los Estados Unidos, donde representarían una belleza “nueva”:

“Son bellas porque son mudas… las escogemos donde las encontramos… oficinas, almacenes, fábricas, granjas, aún en el arroyo… Mantenemos a nuestras actrices en su puesto, es decir, las conservamos femeninas. Tienen gustos sencillos y temperamentos románticos” (C-1964, 1954: 14).

La idea de feminidad, su relación con imaginarios étnico-raciales y la relación estos con la idea de modernidad, es transversal a los dos comentarios. En razón de un temperamento originado por su pertenencia racial, las mujeres estadounidenses protagonizarían un proceso de “masculinización”, del que su participación en la política sería la muestra más evidente. La preservación de la feminidad estaría supeditada a la permanencia en un lugar que, aunque ya no sea aquello encerrado del espacio doméstico, las mantiene en una posición parecida a aquella pensada históricamente para ellas, perpetuando la idea de su subordinación a los hombres. Esto llevó a una parcial desvaloración de la blancura tradicional, asociada a una idea de “modernidad” y la consiguiente pérdida de cierta feminidad, valorando colores “oscuros” que, también “modernos”, rescataran el rol tradicional de la mujer.

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4. Calor, color, dominación: el oscurecimiento de los cánones de belleza

Los años cincuenta y sesenta marcaron un cambio en la concepción de la belleza femenina. El historiador francés Georges Vigarello ha observado una mayor presencia de la sensualidad, cuyos emblemas fueron los cuerpos y las actitudes de algunas divas del cine: los senos de Sofía Loren y Gina Lollobrigida, la manera de caminar de Marilyn Monroe, los gestos desenvueltos y descuidados de Brigitte Bardot, señales exteriores de una naturaleza “más primitiva e instintiva” (Vigarello, 2005: 230-231). Contemporáneamente, un concurso de pretensiones mundiales como Miss Universo pareció decretar la inclusión de grupos no-blancos. En 1959, la coronación de la japonesa por parte de su antecesora, la colombiana Luz Marina Zuluaga (quien, a su vez, había sucedido a otra latinoamericana, la peruana Gladys Zender) fue interpretada como una universalización de la idea de belleza, que superaba el predominio “nórdico” de los primeros años del concurso (C-2201, 1959: 54)59.

El mercado acogió en buena medida estos cambios, mostrando el rol del consumo en la normalización de los cánones estéticos que se estaban imponiendo. Las publicidades de cosméticos estimularon las consumidoras a adquirir productos que “modernizaran” su imagen, dándole un aire “exótico” y sensual. Análogamente a lo que observa Elsa Muñiz (2014a) a propósito de la cirugía estética, dicha normalización se basó en una reafirmación de los roles tradicionales de género, así como de estereotipos raciales. De esta manera, emergen los límites de dicha “normalización”: aparentemente niveladora, reafirma en realidad la asimetría en las relaciones de poder sobre las que se basaba. Ya antes de la victoria de Akiko Kojima en Miss Universo, en el maquillaje se puso de moda el rasgo

59 Organizado desde 1952, Miss Universo fue ganado, en sus primeros años, por las representantes de Finlandia (1952), Francia (1953), Estados Unidos (1954 y 1956) y Suecia (1955). Al analizar los concursos de Miss Universo y Miss Mundo, Jones (2010: 152-153) observa que la predilección por parte de sus jurados para mujeres de piel clara y ojos grandes reflejó y fortaleció la preeminencia de los cánones occidentales de belleza. Eso se podría observar también en relación con las ganadoras procedentes de áreas del planeta diferentes de Europa y Estados Unidos, como América Latina. En cuanto a Miss Universo, desde los años sesenta se asiste a una alternancia de ganadoras procedentes de diferentes partes del planeta y representantes de varios tipos físicos: en 1960 y 1967 una mujer estadounidense, en 1961 una de Alemania Oriental, en 1962 una argentina, en 1963 y 1968 una brasileña, en 1964 una griega, en 1965 una tailandesa, en 1966 una sueca, en 1969 una filipina. 174 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

“oriental” de los ojos. El “hechizo de Oriente” –anunció en 1959 la publicidad de un lápiz labial– había subyugado París, es decir, uno de los centros de la cultura occidental. Dicho cambio fue ilustrado con la imagen de una mujer occidental, transformada en “japonesa” gracias al uso del producto, que le daría un tono “audaz”, “misterioso” y “exótico” (ilustración 3.2; C-2176, 1959: 72). En lo relacionado con el color de la piel, en 1964 una publicidad de la marca Max Factor decretó la despedida de la moda del “aspecto pálido”, invitando a las lectoras a adoptar un maquillaje “cálido”, de los “colores del sol”, que diera al rostro un “suave rubor de verano” (C-2455, 1964: 2). Al año siguiente, la publicidad de un lápiz labial de Revlon propuso como imperativo entrar “en la era del color”, aplicando a los labios colores vívidos, vistosos y femeninos (C-2494, junio 28 de 1965: 5). Ambos documentos fueron ilustrados con la imagen de modelos cuya tonalidad de piel ya no era aquella “blanca” y “rosada” de las publicidades de unos años antes: en términos cromáticos, adoptar el “color” implicaría una renuncia a ellos para resaltar una piel oscura (ilustraciones 3.3 y 3.4).

Ilustración 3.2. Publicidad Toque de Oriente Ilustración 3.3. Publicidad Tonos Pacific de Max Factor (C-2176, 1959: 72). Sunset de Max Factor (C-2455, 1964: 2).

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Ilustración 3.4. Publicidad “La Dolce Look” de Revlon (C-2455, 1965: 5).

La escenificación de rasgos orientales y el oscurecimiento de la piel por medio del maquillaje y del bronceado, parecen sugerir un alejamiento del ideal de la blancura. De hecho, el término “blanqueamiento” casi desapareció de los consejos de belleza, mientras se hicieron más frecuentes los consejos para oscurecerla. En su estudio sobre el bronceado en Francia en el siglo XX, el historiador Pascal Ory atribuye la difusión de esta práctica a un viraje de valores ocurrido en las sociedades occidentales, particularmente en lo relacionado con la idea de feminidad, lo cual generaría una nueva “norma pigmentaria” que valorizaría un color oscuro de la piel (Ory, 2008: 13 y 117-120). Establecer una norma supone una relación de poder manifestada, entre otros aspectos, en la producción del conocimiento. En la Edad Media, el hecho de que muchas de las teorías sobre el color de la piel fueron producidas en el área mediterránea de Europa, hizo que la norma se fijara en un color intermedio entre blanco y negro, considerado característico de los habitantes de esas regiones (Van der Lugt, 2005: 473). Con los viajes de exploración, la colonización de América, el inicio de la trata esclavista y el dominio de Europa sobre amplias partes del 176 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

planeta, la norma se desplazó hacia el “blanco”, considerado símbolo de poder, riqueza, belleza, civilización (Hering, 2010 y 2011). ¿Se puede considerar la difusión del bronceado un fenómeno parecido?

Algunos estudios enfatizan la dimensión de género y de clase del bronceado (Bonniol, 1995; Ory, 2008; Pastoureau, 2009; Frost, 2013). En términos de género, arraigaría en la difusión de la práctica del deporte entre las mujeres, su entrada en el mundo laboral y, por lo tanto, la salida de una dimensión privada, así como en la mayor posibilidad de manifestar su inconformismo respecto a las normas tradicionales (Ory, 2008: 119). En términos de clase, se relacionaría con la difusión en las clases medias europeas de las vacaciones pagadas y la cultura del ocio, pero también con la voluntad de las elites de distinguirse de sectores como los obreros, los mineros y los empleados, cuyas pieles pálidas se deberían al desempeño de trabajos en espacios cerrados (Ory, 2008: 117; Pastoureau, 2009: 172). De esta manera, se subvertiría el significado de clase atribuido a la claridad y oscuridad de la piel. La mayor valoración de la piel oscura tuvo también implicaciones raciales. Sin embargo, no en el sentido de incluir cuerpos colonizados, como el africano, en la idea de belleza: como el mismo Ory admite, éste siguió siendo excluido (Ory, 2008: 88). De la misma manera, es necesario problematizar la idea de una “crisis de la hegemonía blanca” sugerida por ese autor (p. 118). Por el contrario, oscurecer la piel es índice de un privilegio, de clase y racial, que los “blancos” mantendrían. “Tostar” la piel al sol, ponerla “morena”, incluso “tirando a negro”, “dorarla” o lograr un tinte más oscuro del rostro gracias al uso de lámparas especiales, son invitaciones que aparecen en algunas publicidades y artículos sobre belleza publicados en Cromos en esa época60. A ellas correspondió el estímulo a adoptar un maquillaje que destacara, o simulara, ese color de piel.

El discurso sobre el bronceado remite a una dimensión urbana y a hábitos de clase. De acuerdo con una definición usada en un artículo sobre el tema, es una piel “de vacaciones” (C-2282, 1961: 38), que se adquiere durante el verano y se pierde al finalizar esa estación

60 Ver, por ejemplo: C-1940, 1954: 2; C-2525, 1966:2; C-2201, 1959: 50; C-2270, 1961: 42; C-2383, 1963: 28. Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 177

para volver a una “piel de ciudadanas” (C-2270, 1961: 42). La publicidad de la ilustración 2.5 muestra la marca racial atribuida al bronceado: los tipos elegidos para ilustrarla poseen los rasgos característicos de la blancura, destacados por el color rubio de su cabello. La relación entre esa tonalidad de cabello y la blancura es reafirmada en la reproducción del tubo que contiene el producto, donde el rubio se vuelve, literalmente, blanco, contrastando con el marrón atribuido a la piel bronceada. Cuál sea el color de la piel, quienes se bronceen no pierden, sino reafirman, su estatus de “blancos”, manteniendo los privilegios que éste otorga. Ilustración 3.5. Publicidad California Bronze de Max Factor. (C-2397, 1963: 2)

Los discursos sobre la belleza difundidos por Cromos entre los años cincuenta y sesenta llegaban principalmente desde el extranjero, a través de traducciones de artículos de revistas estadounidenses y europeas, así como de la publicidad de cosméticos producidos allá. Sus mensajes manifestaban códigos culturales propios de esas regiones, que no necesariamente correspondían a aquellos de los lugares en que eran reproducidos. A partir de esta consideración, se puede plantear la acogida limitada que el discurso sobre el bronceado parece haber encontrado en el público. Dos elementos permiten argumentarla: la ausencia de reflexiones locales sobre el tema, y su esporadicidad en los consejos de belleza solicitados por las lectoras. A pesar del panorama descrito, en lo que a color de la piel se 178 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

refiere, aún en los años sesenta sus preocupaciones parecen seguir siendo dirigidas más hacia su aclaramiento que hacia su oscurecimiento. Las dinámicas locales dificultaban una valoración del oscurecimiento voluntario de la piel. En un país cuya definición de “nación mestiza” remite a una heterogeneidad racial de la población, de la que el color de la piel es uno de los signos más evidentes, la oscuridad mantuvo su relación con las minorías étnico- raciales y los sectores más pobres de la sociedad. Un periodista acudió, por ejemplo, al adjetivo “oscura” para describir a una mujer del pueblo, en un reportaje sobre las “modas y modos” que se podían encontrar en Bogotá a finales de los años cincuenta (C-2169, 1958: 29). La relación entre “oscuridad” y pobreza fue retomada en una de las fotos que lo ilustraban, donde se mostraban tres mujeres de diferentes condiciones económicas, con sus respectivas “modas”: una pobre, vestida con una manta negra y con el rostro oscurecido por la sombra en que fue fotografiado; una de sectores medios, cuyo salario –informaba el comentario– no era suficiente para enfrentar gastos extras para invertir en el cuidado personal, con una leve sombra en la cara; otra que, gracias a su estabilidad económica, podía permitirse vestir mejor, cuyo rostro era totalmente iluminado (ilustración 3.6).

Ilustración 3.6. Clase, consumismo, “luminosidad”, blancura”. (C- 2169, 1958: 27).

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Como analizado en el capítulo 2, la relación con la luz es una prerrogativa atribuida a los blancos. De hecho, la foto muestra bien el aumento de luminosidad, y por lo tanto la mayor identificación con la blancura, conforme con el aumento de poder adquisitivo, posición social e identificación con el grupo dominante. La blancura sigue teniendo una relación privilegiada con la belleza. Más que ponerla en discusión, los ideales estéticos de mediados del siglo XX operan una fragmentación de ella, incluyendo como símbolo de modernidad algunos rasgos exteriores cuya relación con la “oscuridad” expresa culturalmente una tradicionalidad interior. Rasgo oriental de los ojos y color oscuro de la piel actúan como una síntesis de estas dos dimensiones; ambos remiten a una idea de mujer en que la exaltación de la sensualidad, índice de “modernidad”, no contradice el mantenimiento de un espíritu tradicional. Parafraseando una frase pronunciada por la protagonista de la película italiana Pan, amor y celos (Pane, amore e gelosia, 1954), ahora la “honestidad” hay que tenerla en el corazón, no necesariamente manifestarla en el cuerpo61. Italia, y sus divas cinematográficas, encarnaron esa mezcla de modernidad y tradición, exotismo y cultura occidental. La estudiosa Ilaria Serra ha observado una analogía entre el concepto de orientalismo propuesto por Edward Said y la manera en que los Estados Unidos miraron a Italia, ambos construidos como territorios intelectuales e imaginados, cuya supuesta irracionalidad, depravación, infantilismo y diversidad fortalecían la idea de la racionalidad, virtuosidad, madurez y normalidad estadounidense; se trataría además de una tierra de placer y sensualidad, en la cual el imaginario colonial pondría su fantasía de dominación sexual (Serra, 2009: 462-463). Algunas publicidades retomaron ese imaginario. Entre ellas, la de un lápiz labial de la marca Max Factor. El producto, cuyo testimonial era Sofía Loren,

61La frase “la honestidad hay que tenerla en el corazón” (L’onestà l’ha da tene’ dentro a lu core) es pronunciada por la protagonista de la película, una mujer aparentemente desinhibida cuyo aspecto sensual era subrayado por su vestimenta (un vestido ajustado que resaltaba sus formas, acentuado por un escote que mostraba parte del seno) como respuesta a su rival en amor, una joven “mojigata”, vestida con un traje que la cubría totalmente, y que en razón de eso reivindicaba tener su honestidad en el cuerpo. En cuanto a los imaginarios sobre las mujeres orientales, es significativa la opinión expresada por un personaje de otra exitosa película italiana, La dolce vita (1960): la verdadera, auténtica, mujer –afirmó– era la oriental: misteriosa, materna, amante e hija al tiempo, daría al hombre “la felicidad de quedar agachada a sus pies como una pequeña tigra enamorada”, haciéndose dominar “en el espíritu y en la carne” y quedando cercana a la naturaleza; al contrario, las mujeres italianas, “civilizadas” y occidentales, habrían perdido la capacidad de amar. 180 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

llevaba el nombre de la ciudad sureña de Sorrento donde, recitaba el slogan, “el encanto y el color del viejo mundo sirven de fondo a las intrigantes y caprichosas modas de la era moderna”; de tonos “cálidos” e “insinuantes”, el producto daría a la mujer que lo utilizara “todo el color y la alegría de Italia –una emocionante aventura” (C-2101, 1957: 71). La mezcla de exotismo y modernidad atribuida a ese país fue sugerida también por el nombre de otra línea de lápiz labial, La Dolce Look de Revlon, una referencia a la película La dolce vita (1960), ambientada en una Roma en que el glamour al estilo hollywoodense convivía con dinámicas sociales y culturales tradicionales62.

Respecto al pasado el “color”, entendido como oscuridad de la piel, mantenía su relación con la sensualidad. De hecho, la tonalidad más oscura de piel y cabello, los cuerpos torneados, más “naturales”, la sensualidad “terrenal”, genuina e incontaminada, hacían percibir a las divas del cine italiano exóticas y “diversas” en los Estados Unidos (Gundle 1999 y 2007: 234 y 256). La dimensión étnico-racial de ese exotismo puede ser inferida en la categoría “latina” en que esas actrices fueron, a veces, ubicadas (C-2029, 1956: 31; C- 2585, 1967: 14), que revelaba la blancura ambigua e inestable de su pueblo de pertenencia, cuya “oscuridad” sería, según algunas interpretaciones, herencia de antiguas mezclas con poblaciones africanas (Gabaccia, 2006). De allí, la posibilidad de desplazarlas en diferentes categorías étnico-raciales63, mostrada en algunas crónicas. Por ejemplo, una de las primeras

62La dolce vita rompió parcialmente con el estereotipo de país bello y fascinante pero irremediablemente atrasado con que los Estados Unidos, desde una mirada “casi colonial”, consideraban a Italia. En la década de 1950, las películas neorrealistas habían mostrado un país prevalentemente rural, donde predominaban la pobreza y el atraso (Gundle, 2007: 263). Por el contrario, la película dirigida por Federico Fellini estaba ambientada en un contexto urbano y acomodado, una Roma descrita en una de las primeras escenas como una “jungla”, aunque “tibia” y “tranquila”, de la que se mostraban ambientes lujosos y glamurosos, donde se movían divos del cine, ricos empresarios y la antigua aristocracia, que convivían con aspectos más estereotípicos como mujeres pasionales y supersticiones religiosas. 63 Algunos estudios sobre Sofía Loren muestran las varias formas de racialización que permitía su aspecto físico. De acuerdo con Pauline Small, su trabajo cruza diferentes modelos culturales: el italiano y el hollywoodense (Small, 2009: 12-13). Identificada posteriormente como emblema de la “belleza italiana” y con la cultura de ese país, no lo fue a inicio de su carrera. Su aspecto “demasiado oscuro” y su figura “florida” no correspondían a aquello esperado de una típica belleza italiana, por sugerir pasiones “turbias” poco aptas para una reina de belleza. Por esta razón, en varias fotonovelas que interpretó a inicio de los años cincuenta le fueron asignados papeles de seductora. En una de ellas, Il giardino di Allah (el jardín de Alá) interpretó, por ejemplo, a una danzadora del vientre, una “oriental” de ojos oscuros y poco vestida, contrapuesta a la protagonista “occidental”, de cabello claro y vestida de safari (p. 25). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 181

descripciones de Sofía Loren destacó, entre otros aspectos, su “aspecto oriental” (C-1929, 1954: 51). En otra, el periodista español Martín Abizanda constató la “ostensible” semejanza entre Gina Lollobrigida y la bailarina egipcia Naima Tcherky, una “morita” que había enseñado danzas árabes a la diva italiana para su interpretación en la película La reina de Saba. El parecido fue subrayado con una declaración de la misma Tcherky, según quien Lollobrigida no había permitido que fuera su doble en la película debido a los celos que le generaba el hecho de que se parecieran “demasiado” (C-2220, 1960: 14-15). En 1965, el autor de un artículo sobre otra actriz italiana, Virna Lisi, planteó una diferencia entre ella y sus dos paisanas en estos términos: aunque fuera italiana, su aspecto difería totalmente del de sus colegas, siendo “blanca, rubia y de ojos verdes” (C-2517, 1965: 28), dejando así en entredicho, pero sin negarla abiertamente, la total identificación de Loren y Lollobrigida con los “blancos”. Esa ambigüedad permite fortalecer su exotización y sexualización, pero también su acercamiento a imaginarios tradicionales. Al mismo tiempo, este proceso no es llevado al extremo de negar su blancura; más bien, permite matizarla, haciendo de ellas mujeres lo suficientemente “blancas” como para representar una norma, física y cultural, racial y étnica, y lo suficientemente no blancas como para ser consideradas fuera de esa norma, “novedosas” y, por lo tanto, atractivas según los cánones que se estaban imponiendo. Esta blancura “ambigua” tendrá su versión local en la elaboración de la idea de “belleza colombiana”.

Un fenómeno parecido se puede observar en su carrera hollywoodense, donde interpretó sobre todo papeles “étnicos”: además que “italiana”, fue “española” en la película The Pride and the Passion, “griega” en The Boy on a Dolphin y “norafricana” en The Legend of the lost, todas de 1957 (Gundle, 2009: 264). Al mismo tiempo, la construcción de su personaje mostraría la asimilación de la identidad étnica italiana en el marco de la blancura: su papel de refinada princesa austriaca en la película A breath of Scandal (1960) marcaría el pasaje de la italianidad de sub-cultura, ubicada en los márgenes de la blancura, a un perfil más alto (Palmieri, 2016: 31). Sobre la blancura de los italianos, ver entre otros: Guglielmo y Salerno (2006), Jacobson (1998) 182 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

5. Entre “claro” y “oscuro”: pensando la “belleza colombiana”

Este capítulo comenzó mencionando el “complejo racial” que un periodista atribuyó a la población colombiana, basado en la idea de su “fealdad” y piel oscura. En los apartados siguientes, se ha analizado la progresiva valoración de esa tonalidad de piel en el discurso sobre la belleza entre los años cincuenta y sesenta. Estos aspectos serán ahora retomados abordándolos desde la que comúnmente se define como “belleza colombiana”, mostrando la problematicidad que, en un país periférico, adquiere la relación entre “raza” y belleza.

En marzo de 1959, unos meses después de que Luz Marina Zuluaga ganara el título de Miss Universo, un columnista de Cromos manifestó su opinión favorable hacia los concursos de belleza, muy difundidos en Colombia64, argumentándola con cuatro razones: estimulaban el turismo interior; fortalecían la unidad nacional; hacían conocer el país en el extranjero, especialmente en los sitios claves para las exportaciones; elevaban la moral popular. Con respecto a este último aspecto afirmó:

“En un país atrasado y semicolonial, sometido a violentas presiones externas, donde el pueblo oye decir frecuentemente que su rostro es feo, sus costumbres ridículas y su cultura despreciable, cualquier elemento (hasta un reinado de belleza en que se exalte a una muchacha salida de su entraña) que avive su orgullo nacional y lo impulse a hacerse conscientes de su propia fuerza, contribuye a preparar las condiciones psicológicas de su libertad” (C-2180, 1959: 43).

Los concursos de belleza son manifestaciones aparentemente triviales, que ocultan representaciones simbólicas de la identidad nacional, poniendo en escena matrices y órdenes socioculturales y, por lo tanto, una imagen de la nación de la que el cuerpo femenino se vuelve un icono (Pequeño, 2004: 114-115), símbolo de estabilidad y

64Es difícil saber el número exacto de concursos de belleza que se organizaban en Colombia en esa época. La única cifra encontrada es relativa al año 1962, en que fueron más de cien. Entre ellos, además del Concurso Nacional de Cartagena y de aquellos departamentales para elegir las candidatas que participarían en él, estaban concursos como el Reinado Mundial de la Caña de Azúcar, el Reinado del Café, del Carnaval de Barranquilla, el concurso Reina de Reinas e, incluso, un Reinado de la cebolla (C- 2369, 1962: 56). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 183

reproducción cultural, portador de diferencias nacionales y étnicas, así como encarnación de la familia y de la heteronormatividad (Herrera y Prieto, 2007). Las mujeres (o, para decirlo mejor, algunas de ellas), han desempeñado un papel central en la reproducción biológica, cultural y simbólica de la nación, así como en la simbolización del orden social: de hecho, como amenaza a éste han sido interpretadas las rupturas de su domesticación. Nira Yuval-Davis ha evidenciado la doble naturaleza de su membresía en la colectividad nacional y étnica, siendo consideradas, por un lado, miembros de la colectividad como los hombres pero, por el otro, sujetas a específicas reglas que se reflejan sobre ellas en cuanto mujeres. Aunque símbolo de la unidad colectiva, del honor y de la razón de ser de muchos proyectos nacionales, su inferiorización, subyugación y exclusión las hace “otras”. Las ansias sobre su libre decisión acerca de la reproducción y, por ende, de su sexualidad, son una prueba de su lugar de reproductoras biológicas de la nación. Igualmente importante es el lugar de las mujeres en la reproducción cultural de la misma, siendo–especialmente aquellas mayores y de elite– las encargadas de establecer lo que es o no es apropiado en lo relacionado con el comportamiento y la apariencia. De hecho, a través de un comportamiento y una apariencia “apropiadas”, se vuelven las guardianas de las fronteras simbólicas de la nación, encarnando la línea de separación que marca las fronteras de la colectividad. De esta manera, algunas mujeres ejercen un control sobre otras, construidas como “desviantes” respecto a las normas. Como han demostrado ampliamente las exponentes del black feminism estadounidense y latinoamericano, las mujeres no representan un conjunto homogéneo, diferenciándose y teniendo un lugar diferente en la sociedad en razón de elementos como su posición de clase, racialización, orientación sexual (Yuval-Davis, 1997).

Los discursos sobre la belleza son también discursos sobre la nación y el orden social, y reflejan el lugar ambiguo que las mujeres ocupan en ella, así como sus diferenciaciones. El fragmento citado anteriormente describe bien ese lugar: una nación que se refleja a sí misma, y se presenta ante el mundo, a través del cuerpo de algunas de sus mujeres, aquellas consideradas “bellas”, y por medio de él fortalece su orgullo, se hace consciente de su fuerza y sienta las bases para su libertad. Sin embargo, eso no implica una ruptura del orden 184 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

de género sino su reafirmación, que es al mismo una reafirmación de las relaciones jerárquicas entre grupos étnico raciales y sociales. Como se vio, en el cuerpo femenino se encarnaron las tensiones entre modernidad y tradición que caracterizaron el discurso acerca de la nación. Hablar de belleza colombiana remite por lo tanto a la relación entre género y nación: como “belleza”, remite a un ámbito históricamente asociado con la feminidad, a lo que ésta significa y a la manera en que se imagina deba ser una mujer; como “colombiana”, revela su lugar en la sociedad, y la responsabilidad que le es atribuida en el mantenimiento del orden tradicional. La nación descrita a través de la belleza es una nación que es, en primer lugar, un cuerpo. Tampoco es casual, por lo tanto, que las mujeres sean el elemento privilegiado para hablar de él, siendo un grupo culturalmente asociado a la corporeidad, contrapuesta a la espiritualidad atribuida al género masculino (Bordo, 1995).

La nación, sostiene Benedict Anderson, es una comunidad imaginada, un espacio territorial y social heredado del pasado: imaginada en cuanto en cada individuo vive una imagen que lo acomuna a sus conciudadanos; comunidad en cuanto, a pesar de las desigualdades, es imaginada como un compañerismo horizontal (Anderson, 1993: 18-25). El acto de imaginar una comunidad nacional supone también atribuirle una dimensión corpórea, estableciendo cuáles rasgos físicos distinguen a sus miembros. Imaginar un cuerpo implica un proceso de racialización, ubicando a su poseedor en un grupo étnico-racial considerado representativo de la nación. Hasta finales del siglo XX, la identidad nacional colombiana se fundó en la ideología del mestizaje. Con base en ella, el cuerpo y el carácter de los colombianos surgirían de la mezcla de tres “razas”: la “blanca”, la “negra” y la indígena. Así, el mestizo, término usado originalmente para indicar el producto de la unión sexual entre un hombre español y una mujer indígena, cambiaría su significado, indicando ahora la mezcla genérica de estos tres grupos, singulares y jerarquizados (Losonczy, 2007: 277).

Históricamente, el mestizaje ha sido considerado un medio de fusión de distintos grupos en un único cuerpo nacional, que anulaba la diferencia racial y homologaba a los habitantes del país en un genérico concepto de ciudadanía (Fridemann, 1983 y 1992; Wade, 1997; Pisano, 2012). Como ciudadano, el mestizo no pertenecería a ninguna “raza”, teniendo inscrito algo de todas. Un ejemplo de cómo esta idea pudiera ser aplicada al cuerpo es la Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 185

Ilustración 3.7. La escritora Fanny Buitrago: “Menuda, con cierto aspecto de muñeca de trapo, su aspecto es exótico. No es blanca, ni negra, ni amarilla, ni mulata, ni mestiza; pero parece tener un poco de todo ello” (C-2665, 1968: 29).

descripción de la escritora Fanny Buitrago, planteada por un periodista en 1968: “No es blanca, ni negra, ni amarilla, ni mulata, ni mestiza; pero parece tener un poco de todo ello” (C-2665, 1968: 28); estos rasgos, añadió, le darían el “aspecto de un cuadro de Modigliani que se determina en una armoniosa desarmonía” (p. 29; ilustración 3.7).

El mestizo podría entonces ser considerado la expresión corpórea de la comunidad imaginada como Colombia. Sin embargo, en la idea de “belleza colombiana” está presente de una manera ambigua. La descripción de Fanny Buitrago mezcla dos características opuestas: la armonía, es decir, la proporción de unas cosas con otras (RAE, 1956: 120), comúnmente asociada con la idea de belleza (Eco, 2012), y su opuesto. Además, aunque asociado al mestizaje, su cuerpo no es considerado representativo de la nación: indicado como “exótico”, representaría más bien una anomalía respecto a una norma que, evidentemente, no representa. En lo relacionado con la apariencia, la historia de los colombianos se presenta como la valoración, muchas veces negativa, del proceso histórico 186 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

que los ha generado. Responsable de “anarquía morfológica” (ver capítulo 2, nota 38), de baja estatura, piel oscura y hasta de la ausencia de vello en los hombres65, el mestizaje puede estar relacionado con la fealdad, sobre todo cuando delata la descendencia de las minorías raciales. En términos estéticos, la historia de los colombianos revelaría por lo tanto un proceso de “afeamiento”66, explicitado en dos tiras del comic La extraña historia de los colombianos. Dedicada a la “evolución de las especies”, la primera mostró el cambio físico que experimentarían los dos elementos fundantes del mestizaje, los indígenas y los españoles. La tira estaba dividida en dos partes. La parte superior mostraba un español con su caballo y tres personas indígenas: un hombre, un niño y una mujer. La belleza y sensualidad de ésta, sugerida por su rostro ovalado, su nariz fina, la forma de sus senos y de su cadera, parece ser indicada como la causa de la mezcla. Sus resultados son mostrados en la parte inferior: una clase de “criollos campesinos”, pobres y físicamente deformes; en particular, la mujer mantiene sus rasgos indígenas pero su figura ha perdido gracia, deformándose y acercándose a lo que comúnmente se define “feo” (Eco, 2013: 16). Esta nueva “especie” es vista además como resultado del cruce entre seres humanos y animales, participando en su formación también el caballo del conquistador (C-2301, 1961: 57; ilustración 3.8). La animalización ha sido históricamente un medio para de-humanizar a los grupos marginados, ubicándolos en una zona intermedia entre lo humano y lo que no lo es (Hund, Mills y Sebastiani, 2015). La tira cómica parece aplicar esta idea al mestizo, excluyéndolo de la plena humanidad y, por lo tanto, de la idea de belleza. El origen animal

65 En su carta a la sección Pregunte a Soledad, una lectora se quejó de la ausencia de vello en el rostro de su esposo, solicitando un consejo para solucionar el problema: en su opinión, un hombre con barba se vería más varonil. En su respuesta, la curadora defendió la idea de que eso no pudiera ser considerado índice de menor virilidad, presentando como ejemplo los hombres indígenas, y planteó la posibilidad de que la ausencia de vello en el marido de la lectora pudiera ser una cuestión de herencia, “puesto que todos, más o menos, tenemos mucha sangre india en las venas” (C-2233, 1960: 57). 66 Ya en 1920, al plantear la necesidad de estimular la migración europea al país, Miguel Jiménez López acudió a un “perfeccionamiento” moral y morfológico de la “raza” para favorecer su evolución hacia “el tipo de belleza física admitido hoy en el mundo” (Jiménez López, 1920: 76). Algunos proyectos de ley que, con el mismo objetivo, fueron presentados en el Congreso entre los años cuarenta y cincuenta insistieron además en la inoportunidad de atraer a poblaciones “negras” y asiáticas: las primeras por razones culturales, las segundas para evitar el fortalecimiento de los rasgos “ancestrales”, es decir, indígenas (Pisano, 2012: 54). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 187

Ilustración 3.8. La extraña historia de los colombianos. La evolución de las especies (C-2301, 1961: 57). 188 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Ilustración 3.9. “Causas de la Conquista” y “causas del turismo en Europa”. La extraña historia de los colombianos (C-2299, 1961: 62). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 189

contribuye a la deformación de sus rasgos, particularmente evidente en la figura masculina, la forma de cuyo rostro recuerda aquella del rostro del caballo.

La figura del mestizo como símbolo de fealdad se encuentra también en la segunda tira, dedicada a las “causas de la conquista” de América en el siglo XVI y a aquellas del turismo hacia Europa en el siglo XX. Origen de ambas serían las diferencias entre las “señoritas europeas” y las “señoritas americanas”. Como muestra la ilustración 3.9, causa de la Conquista sería el mayor atractivo ejercido por las sensuales mujeres indígenas respecto a las europeas, a quienes no se atribuyen los rasgos típicos de la fealdad, y sin embargo carecen de sensualidad, al estar totalmente cubiertas; además, si éstas son acaparadas por hombres poderosos, las indígenas estarían disponibles: son un territorio de conquista. En el siglo XX la situación se ha invertido: las “señoritas americanas”, racialmente mestizas, han perdido su sensualidad; además, han entrado en la esfera pública y se han vuelto feministas, elementos que contribuirían a quitarle feminidad y atractivo. Por el contrario, las “señoritas europeas”, representadas por una caricatura de la actriz francesa Brigitte Bardot, al desnudarse han adquirido sensualidad, volviéndose atractivas y sexualmente disponibles. Sin embargo, mientras ellas han mantenido los rasgos atribuidos a la belleza, las mujeres americanas los han perdido (C-2299, 1961: 62).

El mestizo no remite solamente a una forma de racialización, aunque indefinida y desdibujada, teniendo también una connotación de clase. Encarnación del pueblo, es la expresión física de los sectores populares y campesinos, mal nutridos, deformes y de piel oscura, por lo tanto antónimo de los que se considera “bello”. Además, al ser usado para representar fenómenos como la entrada de las mujeres en la vida pública y la reivindicación de sus derechos, mantiene su asociación con la idea de desorden y perturbación social que, de acuerdo con Marisol de la Cadena, tuvo en la época colonial (de la Cadena, 2007: 93). Al opuesto, la blancura es vista como expresión de orden y armonía, física y cultural. El discurso sobre la belleza colombiana se basa entonces en una jerarquización de los cuerpos femeninos que refleja el orden social, exaltando algunos y marginalizando otros. Lo “blanco” representa la cumbre de esa jerarquía. Sin embargo, coherentemente con la 190 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

ideología del mestizaje, la blancura “a la colombiana” es aparentemente flexible, permitiendo ocasionalmente la inclusión en ella de grupos en otros contextos excluidos.

Antes de analizar cómo esa peculiar concepción de la blancura entró en el discurso acerca de la belleza colombiana, es oportuno detenerse en la posición de las dos minorías étnico- raciales en esa idea, partiendo de su lugar en la nación y retomando algunos aspectos de la relación entre belleza y modernidad. Como muestran las tiras cómicas analizadas, el mito fundante de la nación enfatiza una mezcla originaria entre hombres españoles y mujeres indígenas de la que surgiría un pueblo “mestizo”. Debido a la invisibilización de su aporte a la cultura nacional, la población afrodescendiente está excluida de él. Con la población indígena, los afrodescendientes comparten una marginación espacial que los ubica en regiones periféricas como el Chocó, la costa Pacífico o el archipiélago de San Andrés y Providencia, y social, viviendo la mayoría de sus miembros en la pobreza, en el campo o en la periferia de las grandes ciudades. Algunos rasgos asociados con la población afrodescendiente y los indígenas –rasgos faciales, forma de la nariz, color de la piel, contextura del cabello– hacían que no cupieran en los ideales estéticos. Sin embargo, inferir que estas minorías estuvieran siempre y necesariamente relacionadas con la “fealdad” tiene el riesgo de ocultar la complejidad de la cuestión. La ausencia de las mujeres indígenas y la presencia esporádica de las mujeres racializadas como “negras” no arraiga en una dicotomía “bello”/”feo”. Una foto que ilustró un reportaje sobre el mercado de la belleza en el (primer) mundo captó un punto central de la cuestión. La imagen mostraba a una mujer afrodescendiente vestida elegantemente, acompañada por un comentario según el cual “la vanidad no tiene fronteras” (C-2650, 1968: 29; ilustración 3.10).

Como fenómeno contemporáneo, estrechamente relacionado con el consumo, la idea de belleza establece un sinnúmero de fronteras. Se trata de fronteras aparentemente flexibles, que dejan la posibilidad de ser cruzadas, aunque dicho cruzamiento no sea tan rápido y sencillo como su retórica haría pensar: frontera entre lo urbano y lo rural, lo rico y lo pobre, por ejemplo. El espacio de la belleza “moderna” es la ciudad, con sus dinámicas consumistas; su cultura es burguesa, implicando poder adquisitivo, prestigio, cultura del ocio. En la geografía racializada colombiana, modernidad, riqueza, poder y civilización

Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 191

Ilustración 3.10. Vanidad ¿”sin fronteras”? (C-2650, 1968: 29).

están ubicados en las grandes ciudades del interior blanco y mestizo, especialmente Bogotá y Medellín (Wade, 2002: 42). La posibilidad de cruzar esa frontera permitió, con límites y contradicciones, la inserción en la concepción de la belleza de elementos comúnmente considerados ajenos a ella. Siempre imaginadas más allá de esa frontera, las mujeres indígenas fueron excluidas del imaginario nacional de la belleza. En cuanto a las mujeres afrodescendientes, su inclusión repite aquella “gota a gota” que caracterizó a esa población en la sociedad colombiana (Wade, 1997), y puede ser explicada con su presencia en un contexto urbano, moderno y “blanco”. Fue el caso de la reina de belleza Rosaura Henry. Oriunda de la isla de San Andrés, llegó a Bogotá a inicio de 1958, quedando “encantada” – según el autor de una crónica– con la ciudad, con su país y con su gente, hasta entonces desconocidos. La historia de Rosaura no es la de su transformación en una mujer “bella”, 192 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

dado que ya en su lugar de origen era “reina”; más bien, puede ser leída como su adaptación al nuevo contexto en que vivía: las fotos que ilustraron dos reportajes sobre ella la retrataron llevando vestidos y trajes de baño a la moda, visitando lugares como el campus de la Universidad Nacional o publicitando un centro vacacional como Girardot, donde buscaría el sol de su isla, al cual debería el color “moreno tostado” de su piel (C-2130, 1958: 60; C-2156, 1958: 25). Aunque desde un lugar “exótico”, Rosaura había cruzado la frontera, entrando así en espacios “blancos”, es decir, en la “civilización”.

Sin embargo, en el imaginario otras mujeres “negras” permanecían en el otro lado. Un ejemplo es la que, en un artículo de 1968, un periodista contó haber visto desde su barco mientras navegaba en el río Magdalena: insertada en un paisaje en que la presencia de palafitos y construcciones lacustres hacían “remontar la memoria hasta el periodo plenoeneolítico de la edad prehistórica”, la mujer tomaba el baño desnuda, exhibiendo orgullosamente la “simetría soberbia” de sus “contornos opulentos”: sus “senos seguros”, que “parecían dos trozos pompos de panela quemada”; sus “muslos brillantes y firmes” que “sostenían la torre de su talle invicto”; sus caderas “lustrosas y blindadas como cabezas de bagre” (C-2641, 1968: 50). Ella también es considerada una mujer hermosa: de hecho, el autor del reportaje usa ese adjetivo para introducir su descripción. Sin embargo, es una hermosura “primitiva”, fundida con la naturaleza, que hace pensar en alimentos y animales; según una definición del periodista, es una figura “tallada en macana”, una especie de machete usado por los nativos americanos; por lo tanto, no tiene la finura y elaboración de las bellezas urbanas y “modernas”, lograda con cosméticos, vestidos de moda y dietas, y perfeccionada con la cirugía estética. Igualmente, su desnudo no es el mismo de aquello de la caricatura de Brigitte Bardot mencionada anteriormente. Ambos sugieren la idea de sensualidad. Sin embargo, el primero es una imagen de la modernidad, del descubrimiento y exhibición del cuerpo “blanco” gracias a la difusión de la cultura del ocio, del oscurecimiento voluntario de la piel, del consumismo; es un desnudo “de vacaciones” como el bronceado que sugiere; el otro es lo opuesto, una imagen de primitivismo, de belleza “artesanal”, ubicada más allá de la frontera de la civilización, no refinada, que la proyecta hacia el pasado, excluyéndola de la modernidad. Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 193

Más esporádica es la referencia a la belleza de las mujeres indígenas. El tema aparece en un reportaje sobre La Guajira, para referir la costumbre de las mujeres wayús de cubrirse el rostro con una pintura oscura. Según la explicación que algunos hombres de ese grupo proporcionaron al autor del reportaje, dicha costumbre arraigaría en una imposición masculina, que las obligaba a “afearse” para quitarles sus “posibles encantos”, protegiéndolas así de la mirada de los blancos (C-2498, 1965: 9). Dos fotografías que ilustran el reportaje dan una idea de ese imaginario: la primera retrataba a una mujer guajira considerada atractiva, cuyos rasgos revelarían la mezcla entre dos “razas milenarias” –la guajira y la china–; la otra, a una mujer con el rostro “afeado” por la pintura oscura (ilustraciones 3.11 y 3.12). Un argumento parecido se encuentra en otro reportaje sobre esa región. Esta vez, su autor se refirió a la belleza de las mujeres guajiras citando la opinión

Ilustración 3.11. “Belleza indígena” (C- Ilustración 3.12. “Fealdad indígena” (C-2498, 2498, 1965: 10). 1965: 11).

194 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

del geógrafo francés Eliseo Ruclus (1830-1905), quien había destacado su hermosura radiante, de contornos perfectos y facciones semejantes a aquellas de las mujeres irlandesas, resaltando al mismo tiempo su “desfiguración” por el uso de una pintura de achiote que aplicaban a las mejillas y a la nariz (C-2431, 1964: 14). En un contexto global y “civilizado” que exaltaba la necesidad y el deber de una mujer de embellecerse, las indígenas aparecen como mujeres que renuncian a la belleza, e incluso a su parecido con las europeas, contradiciendo los imperativos que la sociedad moderna y consumista imponía a sus congéneres de las ciudades.

El diferente lugar ocupado por los grupos étnico-raciales, así como la compleja interrelación entre ellos en la construcción de la “belleza colombiana”, emerge en las representaciones de la nación producidas en el Concurso Nacional de Cartagena. Los estudios de Ingrid Johanna Bolívar han mostrado la marca de clase que caracteriza el evento, punto de encuentro de elites locales, donde se definen formas de diferenciación social y regional (Bolívar, 2001: 47), y lo nacional es representado en la atribución de valores específicos a las mujeres y a los grupos sociales que participan en él, escenificando y naturalizando el dominio de un estamento a través del uso de los rasgos físicos (Bolívar, 2007: 72). Lo que se pretende enfatizar aquí es la influencia de los imaginarios raciales en esta idea de lo nacional, que jerarquizan a los varios grupos, creando lo que es física y culturalmente imaginado como típicamente colombiano.

En Colombia, las clases y las regiones son racializadas. Parte de la retórica del Concurso se basaba en una metáfora monárquica que contraponía una “reina” a sus “súbditos”. Los dos términos indican distintas posiciones de clase y raciales, enfatizadas en una crónica de la edición de 1972, cuyo autor describió al público que asistía al desfile de las “reinas” como una masa de “mulatos”, “negros” y “gleba” (C-2861, 1972: 8). Las fotos que ilustraron el encuentro entre los dos actores, cada vez más numerosas desde los años sesenta, perpetuaron ese imaginario, mostrando frecuentemente una multitud “oscura”, de rasgos “negros” y “mestizos”, acogiendo triunfalmente a la reina nacional, exaltando en el contraste la blancura de la “soberana”, (ilustración 3.13). Como representación de lo nacional, el Concurso reflejaba así las relaciones de poder de la sociedad colombiana, Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 195

Ilustración 3.13. “Reinas” y “súbditos” Ilustración 3.14. Nazly Lozano Eljure, (C-2465, 1964: 48). Señorita Chocó 1957, belleza “estupenda belleza morena”, “singular” y “americana” (C-2112, 1957: 48). glorificando a los grupos más poderosos y más claros, y marginando aquellos más oscuros y apartados del poder.

La paulatina inserción de los grupos raciales minoritarios, más frecuente desde finales de los años cincuenta, no representó una puesta en discusión de esas relaciones, contribuyendo más bien a su reafirmación. Un caso emblemático es el de Nazly Lozano Eljure, representante del departamento del Chocó en la edición de 1957, primera mujer afrodescendiente en aspirar al título de Señorita Colombia. La narrativa sobre ella destacó dos aspectos. Primero, su ajenidad a la concepción común de una “belleza colombiana”: Nazly, se afirmó en un artículo, era la “belleza más singular del torneo”, procedente del departamento “más singular del país”. Expresiones empleadas para describirla, como “estupenda belleza morena” (término usado por primera vez en las crónicas del concurso para racializar a una candidata como “negra”) o “maravilla endrina”, subrayaron su 196 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

“anomalía” respecto a las representantes de los demás departamentos. Contemporáneamente, su singularidad fue matizada enmarcándola en la ideología nacional siendo, según otra definición, una “afortunada síntesis de la belleza americana” (C-2112, 1957: 48; ilustración 3.14), posible referencia a sus orígenes turco-libaneses67. Stanfield (2013: 120) considera su participación en el Concurso Nacional de la Belleza una reintroducción del componente africano de la identidad colombiana, ampliándolo más allá de sus “preferencias hispánicas”. Seguramente, fue una señal de la creciente visibilidad que la población afrodescendiente estaba ganando en esos años, gracias a la difusión de los estudios etnológicos y antropológicos, así como gracias a la creación de una estructura de poder como un departamento racialmente marcado como el Chocó, en 1947: aunque desde una posición marginal, pudo reivindicar su existencia y participación en la vida nacional (Pisano, 2012). Sin embargo, la narrativa sobre Nazly Lozano evidencia también la complejidad de esa inserción, que al mismo tiempo incluye y aparta a la Señorita Chocó y al grupo del que se le atribuye la representación. Incluida como “americana”, y por lo tanto partícipe del mestizaje, es apartada del ideal nacional porque su color de piel, y la racialización que lleva consigo, anulan los efectos universalizantes del mestizaje: Nazly no es solamente una mujer, ni es una “mestiza”, ni es un individuo, es una mujer “negra”, representante al mismo tiempo de un departamento y de una “raza”, contradiciendo así los mitos fundantes de la nación.

Este último aspecto es evidente en una crónica sobre un desfile en trajes tradicionales españoles realizado durante la feria de Manizales de 1958. Además de Nazly Lozano, en el evento participó la Señorita Valle 1957, Luz Carime Alhach. El comentario de una foto que retrataba esta última en traje sevillano la presentó como una belleza “criolla, oriental y española al mismo tiempo”, destacando su origen sirio-libanés para recordar la fama de “abundancia de mujeres bonitas” de esa región del mundo, parecida a la que, en Colombia, tenía Cali, su ciudad de procedencia. Por el contrario, el origen sirio-libanés de la Señorita

67 Nazly Lozano era de origen chocoano-valluna por parte de padre y turco-libanés por parte de madre (Gaitán Orjuela, 1994: 494). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 197

Chocó quedó referido solamente en su segundo apellido; por el resto, ella fue caracterizada por su origen regional y racial. El traje de española no es suficiente para acercarla a la antigua “madrepatria”, reservándole un lugar de “belleza de ébano” y, por lo tanto, “exótica”, ajena (C-2125, 1958: 36-37, ilustraciones 3.15 y 3.16). Al opuesto, la Señorita Valle es inscrita en la representación de lo nacional: como “criolla”, expresaba una identidad que consideraba el mestizaje un medio de blanqueamiento físico y cultural68; “oriental” por su origen sirio-libanés, recordaba una mezcla, considerada positiva, con un grupo “racial” valorado por su contribución al progreso nacional, por su afinidad con el país y por su color de piel (Rhenals y Flórez, 2013; ver también el capítulo 1); como “española”, se enmarcaba en la tradición hispánica de la que las elites colombianas se consideraban portadoras (Bolívar, 2011).

Ilustración 3.16. Luz Carime Alhach, “criolla, oriental y española al mismo tiempo” (C-2125, 1958: 37).

Ilustración 3.15. Nazly Lozano Eljure, “belleza de ébano” (C- 2125, 1958: 36).

68 Anne-Marie Losonczy ha estudiado los cambios ocurridos desde la época colonial en relación con el significado del término “criollo”. En época republicana, se volvería un símbolo de la identidad nacional, centrada en las características culturales de las regiones centrales y andinas de Colombia, constituyéndose en identidad hispano-andina nacional, compartiendo con el mestizaje un blanqueamiento físico y cultural homogeneizante, pero desligándose de éste y engulléndolo (Losonczy, 2007: 279). 198 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Ubicadas por fuera de la concepción moderna de la belleza, las mujeres indígenas estuvieron ausentes en el Concurso. La única candidata que haya sido puesta en relación con esa población fue la Señorita Boyacá 1967, Leonor Reyes. En una entrevista realizada unos meses después del evento, el fotógrafo Hernán Díaz atribuyó su exclusión de la final, a pesar de estar entre las favoritas, al hecho de representar una “belleza de minoría”, tratándose de una mujer de “dinastía chibcha”, descendiente de la “raza que hizo el milagro del Museo del Oro”. En pocas palabras, sus rasgos físicos delataban un origen indígena, determinando su exclusión: en los concursos, concluyó Díaz, eran las mayorías las que triunfaban (C-2618, 1968: 46; ilustración 3.17).

Lo indígena estuvo presente en las crónicas del Concurso Nacional de la Belleza como elemento folclórico: Stella Márquez, Señorita Nariño y Miss Colombia 1959, además que Miss Belleza Internacional 1960, desfiló en ambas ocasiones con un traje típico de “india del Putumayo” (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 66 y 70; C-2254, 1960: 1; ilustración 3.18); Wilma Kohlgruber, candidata a Miss Universo en 1961, desfiló con dos trajes típicos: de campesina cundinamarquesa y de “india chocoana” (C-2299, 1961: 31; ilustración 3.19)69. Finalmente, en el desfile de carrozas de la edición 1968, varias candidatas vistieron trajes que “evocaban a las princesas indígenas”: la Señorita Colombia del año anterior y la Señorita Bolívar un traje dorado adornado con piedras preciosas; la Señorita Guajira una manta wayúu y borlas; la Señorita Santander desfiló con un adorno de plumas en la cabeza, mientras la Señorita Valle, vestida de Chibcha; finalmente, la Señorita Chocó con un traje elaborado con tela de palma de coco (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 114). A ninguna de ella fue atribuido un origen indígena. La presencia de este elemento habla más bien de la construcción local de la blancura, que engloba simbólicamente elementos de esa minoría para afirmar su peculiaridad, evidenciando al

69 Kohlgruber participó al Concurso Nacional de la Belleza de 1959 como representante de Cundinamarca y del Distrito Especial de Bogotá. Su relación con el Chocó se debería a la “vasta labor social” que adelantaba en ese departamento, comenzada tras haber conocido en España a un padre Fernández, “apóstol de los negros” (C-2299, 1961: 31). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 199

Ilustración 3.17. Una “belleza de minoría”. Leonor Reyes, Señorita Boyacá 1967 (C- 2618, 1968: 48).

Ilustraciones 3.18 y 3.19. “Blancas” princesas indígenas. Stella Márquez, Miss Colombia 1959 y Wilma Kohlgruber, Señorita Distrito Especial 1960 (C-2254, 1960: 1; C-2299, 1961: 31).

200 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

mismo tiempo sus jerarquías. El hecho de que se trate de trajes reafirma y fortalece el estatus de “blancas” de las mujeres que los llevan.

La belleza es un atributo del cuerpo. La mirada tiene entonces un papel central en determinar su racialización. Como la identidad nacional, ésta deriva del cruce de dos dimensiones: una interna (cómo la colectividad se imagina a sí misma) y una externa (cómo se diferencia de otras y cómo quiere que éstas la imaginen), situándose en un marco transnacional (Wade, 2000: 15-17). El Concurso Nacional de la Belleza muestra bien esta dinámica. Su ganadora es el resultado de dos miradas. Una es aquella de las elites locales, que eligen a la candidata que representará cada departamento expresando, según una definición de Ingrid Johanna Bolívar, un “nosotros restringido” pero considerado atributo de toda la nación (Bolívar, 2007: 73). La segunda mirada es la del jurado encargado de elegir, con base en parámetros físicos y temperamentales70, a la mujer que, según la retórica del concurso, representará las virtudes físicas y morales de las colombianas. En las ediciones de los años cincuenta y sesenta, este jurado estuvo conformado por un número entre tres y cinco miembros: personajes de la política o de la farándula, ex reinas de belleza,

70 Los parámetros para la elección de Miss Colombia variaron cada año. Los siguientes son aquellos tenidos en cuenta en las ediciones de los años cincuenta y sesenta, época analizada en este capítulo. 1951: rostro, belleza física y personalidad. 1953: belleza, elegancia y personalidad. 1955: cada jurado votó por la candidata que consideraba debiera ganar. No se conocen los parámetros de la edición de 1957. En 1959, se contabilizó sobre un puntaje ideal de 400 puntos así repartidos: 20 a los ojos, 20 a la nariz, 20 a la boca, 40 al rostro, 40 a las piernas, 20 a los tobillos, 60 a la figura, 40 a la elegancia, 20 al estilo de caminar, 20 al desfile, 40 a la simpatía, 20 a la expresión, 20 a la sencillez. En la edición de 1961 (desde el cual el concurso se volvió anual), la votación se basó en la tabla de puntuación de los grandes concursos de belleza; el jurado debía evaluar nueve factores, entre los cuales: boca, ojos, busto, modales, sensibilidad, sencillez; el puntaje ideal era de 180 puntos. En la edición de 1962 la votación se basó en tres cualidades: belleza física, sensibilidad y sencillez; en 1963 en la evaluación de: ojos, nariz, boca, rostro, piernas, tobillos, silueta, elegancia, caminado, expresión y sencillez. 1965: belleza física, elegancia, sencillez, maneras y educación; 1966: rostro, cuerpo y personalidad; 1968: ojos, nariz, boca, óvalo del rostro, torso, piernas, muslos, armonía de la silueta, elegancia, caminado, expresión y personalidad. En 1968 se calificó el conjunto, sin seguir los parámetros internacionales, eligiendo entre óptimo, bueno y regular. En 1969 la calificación se ciñó en el reglamento de Miss Universo, asignando un puntaje especial a cara, cuerpo, ojos, personalidad (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 296-298). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 201

gerentes y funcionarios de multinacionales. Por decisión de las directivas del Concursos, desde 1951 ninguno de ellos era colombiano, siendo mayoritariamente estadounidenses71.

Miradas diferentes implican racializaciones diferentes. En 1972, un periodista observó la tendencia del jurado a preferir candidatas de “tipo latinoamericano”, de cabellos oscuros, “picantes” y “morenas”. La ilustración que acompañaba esta afirmación bien representa la subjetividad de la mirada y la inestabilidad de la racialización: un rostro femenino dividido en dos mitades, una de rasgos típicamente “blancos” –cabello rubio, nariz y labios finos, piel clara; la otra de rasgos típicamente “negros”: cabello crespo, nariz y labios gruesos, piel oscura (C-2857, 1972: 9; ilustración 3.20). Su parte izquierda puede ser considerada

71 De acuerdo con un artículo celebrativo de los sesenta años del Concurso Nacional de la Belleza, la decisión de que el jurado estuviera conformado por extranjeros fue tomada con la intención de “evitar malos entendidos” (Semana, 12/12/1994, online http://www.semana.com/especiales/articulo/sesenta-aos-de- monarquia/24342-3 (consultado el 10 abril de 2018). En cuanto a sus miembros, en 1951 estuvo conformado por: Edwin C. Lunsford, ortodoncista estético de Miami; Clay Shaw, gerente de la International Trade Mart de Nueva Orleans; Gerald McCarthy, ingeniero arquitecto de Nueva York. 1953: Harold Shapiro, alcalde de Miami; Arthur Adler, empresario del Hotel Alison de la misma ciudad; Miguel Ángel Ordóñez, alcalde de ciudad de Panamá; Gustavo Ortiz Hernán, director nacional de Turismo de México. 1955: Miguel Ángel Carbonell, presidente de la Academia de Artes y Letras de La Habana (Cuba); Jorge Lozada, director de la revista Visión; R. Leyson Ewen, presidente de una cadena hotelera jamaiquina. 1957: el venezolano José Herrera Uslar, jurado de Miss Universo; Stanton Robbins, técnico en turismo, estadounidense; Heith Phillips, alcalde de la ciudad de Coral Gables (Estados Unidos). 1959: el actor cubano César del Campo; Inge Stevens, Miss Mundo 1957; Fritz Bamberger, director de la revista estadounidense Squire. 1961: Dennis Colomb de Daunant, productor de cine francés; Philip Cook, periodista del Herald Tribune de Nueva York; Joan Elroy de Sttinger, ex reina de belleza estadounidense. 1962: con la excepción del actor mexicano Cantinflas, todos los miembros del jurado fueron estadounidenses: la pintora Mary Barnes; el alcalde de Nueva Orleans Victor Shiro; el arquitecto Paul Lester; el alcalde de la ciudad de Cora Gables (Florida), Robert Searle. Lo mismo ocurrió en 1963, cuando, además del actor mexicano Arturo de Córdova, el jurado estuvo conformado por los estadounidenses Mark Sulkes (presidente del Diner’s Club), William Wright (director del Hollywood Magazine de Nueva York) y Ruth Evelyn Steves (directora de relaciones públicas de Detroit). 1964: Miguel de Zárraga, periodista español; Francis Lederer, actor y productor de Hollywood; Tancredo Aybar Castellanos, síndico del Distrito Nacional de Santo Domingo. En 1965 el jurado fue enteramente estadounidense: William Quinn (director hotelero de San Francisco), George Akains (director ejecutivo de la Pan-American Airways) y Mary Jane Neff (esposa del apoderado general de la International Petroleum Company). 1966: Ted Dave Blanchard, actor estadounidense; Rose Mary Vick, estadounidense, esposa de un alto funcionario de la Standard Oil Company; el pintor cubano Enrique Riverón; la actriz italiana Annabella Ilcontreras; el gerente general de la Aerovía Ecuatoriana Eduardo Crespo Malo. 1967: la compositora e intérprete peruana Chabuca Granda; el alcalde de Miami Chuck Hall; el animador venezolano de televisión Renny Ottolina. 1968: el animador venezolano de televisión Gilberto Correa; Betty Lewis, estadounidense, de radio Phillips Bottceld; el alcalde de Coral Gables (Florida), Kaskie Dressel. En 1969 el jurado volvió a estar conformado totalmente por estadounidenses: el presidente de la American Broadcasting Film, Thomas Einsten; la actriz Rita Gam y el jurado del anterior concurso de Miss Universo, Richard Olsen (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 296-299). 202 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Ilustración 3.20. Miss Colombia, blanca y no- blanca (C-2857, 1972: 9).

una representación de cómo las elites locales veían a las jóvenes que enviaban a Cartagena, cuyos rasgos físicos y origen social hacían de ellas unas “blancas”; la parte derecha resumiría la mirada estadounidense (país de procedencia de la mayoría de los jurados), para la cual un color de piel percibido como oscuro, definido localmente a través de categorías como “moreno” y “trigueño”, hacía de su poseedora una persona no-blanca, en razón del mestizaje que lo había originado72. Especialmente desde la victoria de Luz Marina Zuluaga a Miss Universo, la representante de la “belleza colombiana” fue el resultado de una negociación entre estas dos miradas. Por un lado, se trató de responder a la aspiración a la blancura de las elites del país, eligiendo mujeres cuyos tipos físicos y virtudes morales expresaran lo que en Colombia era lo “blanco”; por el otro, esos mismos tipos deberían aparecer a ojos extranjeros lo suficientemente “exóticos” como para favorecer a las representantes del país en concursos internacionales, en un contexto en el que, como se vio

72 En su obra Of beasts and beauty, el historiador estadounidense Michael Edward Stanfield explica al público de su país, al que está dirigida la obra, que una mujer descrita en Colombia como “morena” o “trigueña” sería considerada “negra” (black) en los Estados Unidos (Stanfield, 2013: 132). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 203

anteriormente, la blancura había perdido parte de su atractivo. En síntesis, la belleza típicamente colombiana correspondería a un tipo percibido como “blanco” en el contexto local y “no-blanco” en el internacional.

Los discursos producidos con ocasión de la victoria de Luz Marina Zuluaga en Miss Universo (1958), evidencian la negociación entre estas miradas. La resonancia del acontecimiento dio a la belleza colombiana una dimensión internacional. A diferencia de las misses anteriores que, aunque elegidas por jurados extranjeros, quedaban en un ámbito local, Luz Marina y sus sucesoras representarían a Colombia ante el mundo. Su elección coincidió con un momento de cambio en el país: el inicio del Frente Nacional después de la dictadura del general Rojas Pinilla. Uno de los primeros compromisos de la nueva Miss Universo fue un encuentro en el Palacio Presidencial con el recién posesionado presidente Alberto Lleras Camargo. Un comentarista subrayó el significado simbólico del encuentro, por ser Lleras Camargo “representativo por excelencia del grande hombre de estado, del pensador sereno y visionario, del repúblico sin tacha que tan ilustre ascendientes tiene entre los fundadores de la nación”, y Zuluaga la encarnación “con toda perfección” de la mujer colombiana; él, expresión de la “inteligencia y entereza de nuestros varones”, ella de “los atributos de nuestras mujeres” (C-2152, 1958: 42).

¿Cuáles eran los atributos que hacían de Luz Marina Zuluaga emblema de la mujer colombiana? La traducción de un artículo de la revista francesa Jours de France, publicada en Cromos en agosto de 1958, deja entrever la percepción de la nueva Miss Universo fuera del país: una “morena” y “exótica estatua de cobre, pálida y de cabello castaño”, cuya victoria evidenciaba el desplazamiento de las preferencias del público occidental hacia las mujeres de piel oscura (C-2152, 1958: 40). La cuestión aparece más compleja si se analiza desde una perspectiva colombiana. En los meses sucesivos a la elección de Zuluaga, Cromos le dedicó numerosos artículos, y muchos lectores le escribieron cartas y poemas, publicados en la revista. Todos destacaron sus virtudes físicas y morales, considerándola un ejemplo a seguir por sus paisanas y un emblema de la mujer deseada por sus paisanos. Su color de piel fue un tema recurrente. Los autores de varios artículos y poemas enmarcaron la belleza de Zuluaga en la blancura. Numerosos fueron los juegos de palabras inspirados 204 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

en su nombre que, se subrayó, evocaba la luminosidad de la luz y el azul del mar. Declamaron dos lectores de Cromos:

“Dios volvió a hacer la luz… Su voz creadora / borrando fue las sombras espectrales / y entre sus dedos floreció la aurora (…). / Luz Marina –fulgor de las alturas, / que al caer en la tierra y en los mares, / las cosas deja cada vez más puras (…) / porque eres pura cual la luz y bella / como la agua marina temblorosa / que desfallece en la lejana estrella (…) / tus ojos son como dos cielos (…) / tienes un no sé qué de nieves y de rosas / cuando, hecha luz, hasta nosotros vienes / y dejas blanco lo que tocas” (C-2157, 1958: 5).

“Así como a la Venus un genio eternizara / el Artista Supremo modeló tu escultura, / para que hoy jubiloso el mundo proclamara / reina del trono augusto tu clásica hermosura. / El ánima cautiva en tu plástica albura / debió cruzar el orbe copiando la belleza, / para luego escupirla en tu egregia figura / en comunión solemne con la naturaleza.” (C-2149, 1958: 34).

La luz es el elemento más recurrente en los poemas dedicados a Zuluaga, junto a la blancura que emana. De ella surgirían las virtudes morales que le son atribuidas, pureza y castidad. Como belleza “clásica”, la Miss Universo colombiana es un ícono de blancura, en términos ontológicos y raciales. Emblemático es el uso del término “albura”, es decir, la “blancura perfecta” (RAE, 1956: 53), usado en el segundo fragmento, así como las referencias a la “aurora” –que indica tanto la luz sonrosada que precede la salida del sol, como un rostro del mismo color (RAE, 1956: 146) –, y a la nieve, referencia históricamente recurrente en definir el color de la piel de una mujer “bella”. Desde su nombre, Luz Marina es portadora y otorgadora de blancura a su pueblo, hace que todo se vuelva “blanco”. La blancura emerge también en otros rasgos atribuidos a su cuerpo, como los ojos grandes, la nariz “recta y fina”, la “curva ovalada” de su rostro, enfatizados en una ocasión (C-2149, 1958: 33; ilustración 3.21).

La magnificación de la luz lleva, implícita o explícita, la contraposición con su opuesto, la oscuridad. Respecto a esto, los documentos no presentan una visión unívoca. El primer poema interpreta el éxito de Zuluaga como una victoria de la luz sobre las “sombras espectrales”, del día sobre la noche, de lo claro sobre lo oscuro. En términos raciales, se puede interpretar como la prevalencia de lo blanco sobre lo no-blanco, del cuerpo y la Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 205

Ilustración 3.21. “Exótica” y “blanca”. Luz Marina Zuluaga, Miss Universo 1958 (C-2149, 1958: 34).

206 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

cultura de las elites sobre aquellas de las minorías raciales y de los sectores populares. Sin embargo, no siempre la oscuridad es interpretada negativamente. Un lector imaginó la piel de Luz Marina “amorenada” por una leve sombra (C-2151, 1958: 7), otro de color “rubio”, “tostado, como el oro viejo, con el sol de los trigos”, surgida de las cenizas de “razas austeras”, de “varones recios” y “mujeres lindas” (C-2150, 1958: 6). Aunque “leve”, la oscuridad está presente en la mujer que encarnaría, en cuerpo y alma, las virtudes de las colombianas. Su origen puede ser efecto de su exposición al sol tropical, dándole ese exotismo que determinó su conquista del título de Miss Universo. Al mismo tiempo, puede ser también considerado resultado del mestizaje, esta vez elemento positivo en determinar el aspecto de la colombiana considerada representativa de la belleza nacional. El mestizaje encarnado por Luz Marina Zuluaga es apenas esbozado, como para identificarla con la nación. El discurso sobre su relativa oscuridad no es llevado hasta el punto de apartarla de su racialización como “blanca”; de hecho, es vista como una belleza “clásica”, “copiada”, como afirma el autor de uno de los poemas, de otras partes del mundo, posiblemente de Europa y, más específicamente, de su área mediterránea.

“Exótica” y, por lo tanto, “no blanca” desde una mirada externa, Luz Marina Zuluaga encarna desde la perspectiva colombiana el emblema de la blancura. Un fenómeno parecido se puede observar en las narrativas acerca de varias candidatas a concursos de belleza de esos años. En algunos casos, el tipo tuvo la función de resumir la articulación de exotismo y blancura. Desde el siglo XIX, el tipo ha estado relacionado con el mestizaje, matizando las diferencias radicales implícitas en las tres “razas” para dar una idea de la unidad y variedad de la población colombiana, enmarcándola y conectándola en un origen común (Arias, 2007: 63 y 78-79). Las crónicas de algunos concursos de belleza llevados a cabo en los años cincuenta y sesenta permiten plantear una multíplice función del tipo: por un lado, expresar lo nacional, pero conectándolo con una dimensión global que acercara Colombia a aquellas áreas geográfico-culturales con las que se consideraba afín, y que en ese momento predominaban en la definición de la belleza femenina. En 1955, dos aspirantes al título de Señorita Cundinamarca fueron tipizadas, respectivamente, como “belleza italiana” y “belleza latina” (C-2000, 1955: 16-17; ilustraciones 3.22 y 3.23), mientras “mediterránea” Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 207

sería la Reina del Mar de 1961, retratada en una portada de Cromos debajo de una foto de la actriz italiana Gina Lollobrigida (C-2299, 1961: 1; ilustración 3.24). En otros casos, la tipización quedó anclada a las dinámicas locales. Así, las representantes de Bogotá y de Caldas al Concurso Nacional de la Belleza de 1969, corresponderían, respectivamente a un “tipo moreno de facciones suaves” y a un “tipo moreno”, “de grandes ojos negros y cabellos lacios” que la hacía “interesante como belleza autóctona” (C-2710, 1969: 9-11; ilustración 3.25).

La belleza colombiana se ubica entonces en un lugar intermedio de la geografía étnico- racial, no identificándose ni con la belleza nórdica ni con las mujeres de las minorías étnico-raciales. Como encarnación de lo nacional, los discursos sobre el cuerpo de las reinas de belleza se relacionan con una simbología de los colores que quiere expresar también los valores que se consideran deseables en las mujeres del país. Vuelve aquí el contraste entre modernidad y tradición analizado en la primera parte de este capítulo. Sobre todo a partir de la victoria de Luz Marina Zuluaga en Miss Universo, las reinas de belleza comienzan a ocupar en Cromos un lugar parecido al de las estrellas del cine, representando figuras de identificación (Dyer, 2001: 39). Lejano de aquello de las estrellas hollywoodenses, ese modelo se acerca más al de las divas italianas, aunque no encaja totalmente tampoco en él. Respecto a las divas del cine, las reinas de belleza son personajes cuya dimensión pública es en gran medida construida alrededor de lo privado: privados son, de hecho, los valores de pureza y respetabilidad que expresan (Bolívar, 2011). Si la diva cinematográfica es un personaje constantemente expuesto al público, la reina de belleza lo es de manera más intermitente. Su recorrido es aquel de una joven sumergida en una dimensión privada, como estudiante, hija y hermana, que logra notoriedad gracias a su participación en un concurso de belleza que la lanza a un estrellato momentáneo, del cual sale parcialmente al finalizar su “reinado”, volviendo a una vida que la verá, en futuro, ser esposa y madre. De hecho, entregada la corona, frecuentemente las ex reinas de belleza 208 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Ilustración 3.22. Lili Escobar Restrepo, Ilustración 3.23. Clemencia Herrera, candidata a Miss Cundinamarca 1955, candidata a Miss Cundinamarca 1955, “belleza italiana” (C-2000, 1955: 16). “belleza latina”. (C-2000, 1955: 16).

Ilustración 3.24, Blanca Lucía Ilustración 3.25. Patricia Duque, Señorita Sáenz, Reina del Mar 1961, Risaralda 1969, “belleza autóctona” (C-2710, belleza “mediterránea” (C-2299, 1969: 11). 1961: 1). Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 209

reaparecieron en las crónicas de Cromos con ocasión de su matrimonio y maternidad73.

Matrimonio y maternidad fueron aspiraciones constantemente declaradas por candidatas y ganadoras del Concurso Nacional de la Belleza. A estas, a lo largo de los años se añadieron la educación y el trabajo; divorcio, matrimonio civil y control de la natalidad entraron además entre los argumentos sobre los que se les interrogaba en las entrevistas previas al concurso, señal de los cambios que estaban ocurriendo en la sociedad colombiana, de los debates acerca de ellos y del rol de la mujer que implicaban. Entre estas novedades de la “modernidad”, los primeros dos no generaron respuestas unívocas, siendo varias las candidatas que se declararon favorables; más uniformes fueron las respuestas contrarias al control de la natalidad. Una excepción fue María Luisa Riascos, Señorita Colombia 1969: al declarar su aspiración al matrimonio y la maternidad, la limitó a las posibilidades que le garantizaría su potencial esposo, diciéndose favorable al control de la natalidad por razones económicas, pero contraria al divorcio (C-2714, 1969: 12).

Dimensión corpórea y cultural representan dos caras de una misma medalla. Por lo tanto, es necesario pensar en ellas como interdependientes. Un periodista captó este fenómeno: al comentar las fotografías que ilustraron un reportaje sobre el matrimonio de Luz Marina Zuluaga, destacó que la liturgia católica realzaba su “belleza criolla” (C-2250, 1960: 50), es decir, la colombianidad del cuerpo era fortalecida por la adhesión a un elemento, la religión, que contribuía en la identificación de la comunidad nacional, al cual se atribuían frecuentemente los valores que la caracterizaban. En el apartado siguiente, se profundizará

73 Terminado el reinado “universal” de Luz Marina Zuluaga, Cromos volvió a hablar de ella con ocasión de su matrimonio con un empresario, en 1960 (C-2250, 1960: 45). Tras otro periodo de silencio, la revista le dedicó algunos reportajes cuando, dos años después, nació su primer hijo, aprovechando la ocasión para dar a conocer al público anécdotas sobre su vida de mujer casada: la mudanza a los Estados Unidos para seguir a su esposo, su rutina de ama de casa, entre la cocina y las labores domésticas, su aspiración a tener “por lo menos” cinco hijos (C-2329, 1962: 32-35). Parecido es el caso de Stella Márquez, Miss Colombia 1959, de la cual las crónicas posteriores a su reinado relataron el enamoramiento por un rico empresario filipino (C-2335, 1962: 40), que le daría un “palacio” en Manila (C-2347, 1962: 43), y con el cual finalmente se casaría (C- 2355, 1962: 40-44).

210 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

la centralidad del cuerpo –y de los valores que éste reflejaría– para definir el atractivo de una persona, así como su ubicación en la jerarquía socio-racial de la nación.

6. “Moreno” y moderno para ellas, “blanca” y tradicional para ellos: “raza” y color de la pareja ideal en la sección Buscando Corazones (1962-1971)

¿Cómo, y en qué medida, el público de Cromos recibió los nuevos cánones de belleza propuestos en los medios de comunicación? Los anuncios matrimoniales publicados entre 1962 y 1971 en la sección Buscando Corazones, proporcionan algunos elementos de reflexión sobre los cuales estará enfocado este apartado. El resalte que en ellos se da a la descripción física y moral, propia y de la pareja deseada, es muy útil para entender la concepción de lo que lectores y lectoras de la revista consideraban atractivo, mostrando una relación entre el cuerpo y los imaginarios de género que rompe parcialmente con algunos modelos presentados en los apartados anteriores. La inclusión de rasgos “exóticos” en el concepto de belleza, y el relativo oscurecimiento de los cánones, parecen haber tenido un efecto limitado. Es probable que mujeres asiáticas y afrodescendientes suscitaran deseos eróticos, e incluso cierta forma de admiración estética; sin embargo, esto no se tradujo en una mayor valoración de lo “exótico” local, es decir, de las mujeres de las minorías étnico- raciales.

La imaginación tiene un lugar central en los anuncios de Buscando Corazones. En ausencia de fotografías que permitieran mostrarse al público y, contemporáneamente, ver el aspecto de la potencial pareja, los elementos proporcionados en la descripción física parecen tener la función de estimular la fantasía, evidenciando aquellos detalles que hicieran imaginar a una persona como atractiva. Como se vio en el capítulo 1, entre ellos el color de la piel tiene un lugar preponderante.

¿Cuáles eran los “colores” usados para describirse a sí mismos y a la pareja deseada? ¿Cómo se relacionan con imaginarios de género? ¿Cómo se conectan con los fenómenos Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 211

analizados en los apartados anteriores? Para responder a estas preguntas, se retomarán las categorías usadas para describir el color de la piel. Como se analizó en el capítulo 1, entre los hombres la más usada es “trigueño claro”, seguida por “trigueño” y “blanco” y, menos frecuentemente, “moreno claro” y “moreno”. Por su parte, las mujeres muestran la tendencia a enfatizar una tonalidad clara de la piel, acudiendo más frecuentemente al adjetivo “blanca”, seguido por “trigueña clara” y “morena clara” (gráficos 1 y 2). “Blanca” es también la categoría a la que acudieron muchos hombres para indicar su preferencia en la pareja deseada, mostrando así un consenso acerca del particular valor de ese “color” en el mercado matrimonial; por el contrario, las preferencias femeninas se distribuyen más homogéneamente entre las varias categorías (gráficos 3 y 4). Otros rasgos son indicados más esporádicamente. La forma de la nariz es mencionada en algunos anuncios para destacar poseerla –o buscar a alguien que la poseyera– “respingada”, “aguileña”, “recta”, “fina”, “afilada”, “helénica” o, en un caso, para destacar un “perfil romano” (Julio César74. C-2383, 1963: 51). Solamente una mujer describió su nariz como “chata” (Fracasada. C- 2524, 1966: 56), mientras al describir su pareja ideal, Omar especificó que no debía serlo

74 Los nombres indicados en las citas son los pseudónimos usados por las autoras y los autores de los anuncios. 212 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 213

(C-2436, 1964: 55). Aún menos frecuente es la referencia a la forma de los ojos o a la contextura del cabello: en el primer caso, las preferencias van a ojos “grandes” tanto para la pareja femenina (30 casos) como masculina (18); solamente tres hombres manifestaron su preferencia para ojos “rayados” o “rasgados”, y otros tres para ojos “pequeños”. Con respecto a la contextura del cabello, las preferencias masculinas iban principalmente hacia el cabello “liso” (41 casos), más esporádicamente hacia el “ondulado” (10 casos) o el “crespo” (5 casos); las femeninas, hacia el cabello “ondulado” (32 casos) o “liso” (26 casos), y menos hacia el “crespo” (9 casos)75. Un fenómeno parecido se observa en la descripción personal, donde el cabello ondulado es frecuentemente destacado, mientras aquello “lacio” y “crespo” aparecen muy esporádicamente. En cuanto al color, los ojos de la pareja ideal deberían ser preferiblemente “negros” (hombres, 154 casos; mujeres, 196), menos frecuentemente “verdes” (hombres, 69 casos; mujeres, 144), “azules” (hombres, 50 casos; mujeres, 76) o, genéricamente, “claros” (hombres, 35 casos; mujeres, 86); el cabello de la mujer ideal sería preferiblemente rubio (153 casos) o negro (98 casos), mientras en el hombre ideal el negro (82 casos) prevalece sobre el rubio (51 casos). Si, con base en estos datos, se dibujara la pareja soñada por los lectores y las lectoras de Cromos, la mujer ideal sería preferiblemente “blanca”, de nariz respingada, ojos grandes y negros, cabello rubio y liso; el hombre ideal, preferiblemente “moreno claro” o “blanco”, también de nariz respingada, ojos grandes negros o verdes, cabello ondulado y negro. En términos cromáticos, en las mujeres prevalecerían colores percibidos como claros, mientras en los hombres aquellos percibidos como (más) oscuros.

Color de la piel, forma de la nariz y de los ojos, contextura del cabello, remiten a una dimensión racial que en los anuncios de Buscando Corazones es latente. Sin embargo, el término “raza” aparece en pocos anuncios, siempre presentando una dicotomía entre “blanco” y “negro”. Así, entre los autores y autoras de los anuncios, cinco se describieron a

75 Siete mujeres expresaron además su preferencia para un cabello “liso u ondulado”, dos para un cabello “no muy crespo” y otras dos para un cabello “crespo o lacio”. 214 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

sí mismos o a la pareja deseada como de “raza blanca”76. Al contrario, las referencias a la “raza negra” están siempre acompañadas por una negación: por ejemplo, Rosalia manifestó el deseo de encontrar un hombre “no muy blanco pero tampoco que sea de raza negra” (C- 2455, 1964: 75), mientras Irma especificó que el compañero buscado no fuera “de raza negra” (C-2500, 1965: 65). La tercera “raza”, los indígenas, aparecen solamente en el anuncio de Alfaro, deseoso de encontrar a una mujer morena de ese origen (C-2629, 1968: 50). Aunque sin mencionarla, términos como “blanco” y “negro” remiten a la pertenencia a un grupo racial, valorado en un caso y menospreciado en el otro. Los datos sobre la frecuencia con que fueron empleadas son reveladores: de los 1653 hombres que indicaron su color de piel, apenas cinco se describieron como “negros” (0.3%), mientras ninguna de las 2535 mujeres lo hizo; análogamente, apenas en dos anuncios de 1344 la pareja femenina es descrita como “negra” (0.1%), y solamente en un caso de 1515 para la masculina (0.06%). Por el contrario, “blanco” es indicado como preferencia, solo o en alternativa con otros “colores”, en 746 anuncios de hombres (55.5%) y en 731 de mujeres (48.25%).

Igualmente significativo es el uso de los colores intermedios, presente en un importante porcentaje de anuncios. Como se vio en el capítulo 1, “trigueño” y “moreno” remiten a la ideología del mestizaje. “Mestizo” es la categoría que define al pueblo, es decir, al conjunto de la población, ubicándolo en una posición intermedia en la jerarquía racial de la nación: debajo de las elites “blancas” pero arriba de las minorías “negra” e indígena. Es también una categoría móvil que, de manera parecida a las cédulas de gracias al sacar de la Colonia, puede, según el contexto, permitir a un individuo adquirir un estatus de “blanco”77. De hecho, el mestizaje expresado por esas categorías comparte con la blancura

76 Entre las mujeres, dos se describieron como de “raza blanca” (Malena. C-2565, 1966: 71; M. González. C- 2656, 1968: 59); en el caso de los hombres, llama la atención que los tres que hicieron lo mismo eran migrantes colombianos en los Estados Unidos, hecho que deja abierta la pregunta de si, al racializarse como blancos estuvieran adoptando el sistema de clasificación de ese país (El Colombiano. C-2439, 1964: 52; Hernando. C-2440, 1964: 52; Escultor. C-2466, 1964: 82). Por ejemplo, Escultor no solamente se describió de “raza blanca”, sino que solicitó ese requisito también para la mujer que esperaba encontrar. Por su parte, Eustaquio expresó su preferencia para una “dama extranjera, italiana, de raza aria o anglosajona” (C-2699, 1969: 57). 77De acuerdo con Castro Gómez (2005: 104-105), las cédulas de gracias al sacar representaron una medida del Estado para “liberar” el potencial económico de los mestizos, especialmente de los más ricos, ofreciendo a Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 215

algunos elementos. Como ésta, es universalizante y de-racializante: universalizante por identificar al individuo con la nación, homogeneizándolo y matizando su relación con las minorías indígena y “negra”. El mestizo de color “trigueño” o “moreno” es el colombiano. Como colombiano, y entonces ciudadano, no pertenece a ninguna “raza”: si el “blanco” contiene en sí los demás colores, el mestizo contiene las demás “razas”. Ambos son categorías raciales, pero cada una a su manera anulan la identidad racial: el “blanco” es lo universal global, el “mestizo” es lo universal local, la versión “oscura” (o, si se quiere, “menos clara”) de la norma, sometida a la primera pero igualmente eficaz. No es casual que, como analizado en el capítulo 1, tanto “trigueño” como, de manera más problemática, “moreno” pueden ser sinónimos de “blanco”. Aplicada a los anuncios de Buscando Corazones, la “competencia mestiza” de la que habla la socióloga Elizabeth Cunin, es decir, la capacidad de jugar con el color y su significación, negociándolo y decontextualizando las apariencias raciales con el fin de pasar de unas normas a otras (Cunin, 2003: 92-95), se presenta como una forma de blanqueamiento, que permite a una persona ubicarse a sí misma en el marco de la blancura global o, en su defecto, de la local; la una y la otra hacen a una persona, especialmente a una mujer, atractiva. Sin embargo, aunque cercanos, “trigueño” y “blanco” no son categorías totalmente equiparables. Por remitir al mestizaje, el primero puede ser desplazado hacia el grupo racial considerado social y estéticamente “inferior”, como muestra el anuncio de Sufrido, quien manifestó el deseo de encontrar a una mujer “trigueña, más blanca que negra” (C-2380, 1963: 52). La valoración de “trigueño” estaría entonces supeditada a la posibilidad, frecuente pero no automática, de ser asociado a la blancura, que sigue siendo el referente en la definición de la “belleza”, como explicita EH, deseoso de relacionarse con una señorita “preferiblemente antioqueña, blanca o trigueña, en una sola palabra bella” (C-2413, 1963: 61).

los “pardos” una dispensa del “estado de infamia” representado por la descendencia de grupos indígenas y afrodescendientes. El otorgamiento de la cédula permitía probar la descendencia española, otorgando así a sus titulares un estatuto de blancura que los habilitaba para recibir privilegios como la educación, el matrimonio con un blanco, la entrada en el sacerdocio y la posibilidad de ejercer actividades económicas productivas. 216 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

Referencias a orígenes regionales o extranjeros podían fortalecer la relación de un individuo con la blancura, y en algunas ocasiones con el atractivo físico. Así, Marcelo y Denisse, destacaron de sí tanto su origen francés como el hecho de considerarse, respectivamente, “bien parecido” y “de gran belleza natural” (C-2631, 1968: 53; C-2390, 1963: 53). Entre los orígenes regionales, el antioqueño es el que fue destacado más frecuentemente. Tanto la descendencia europea como la antioqueña no están exentas de implicaciones raciales: ambas remitían en el imaginario a poblaciones consideradas racialmente “puras”, es decir, a la ausencia de “contaminaciones” “negras” o indígenas78. En otros casos, la misma función la tuvo la posición social. Así, La Mona se describió alta, rubia, de ojos claros, nariz respingada y tez blanca, especificando también haber sido invitada a concursos de belleza, de estudiar en uno de los mejores colegios de Bogotá y residir en el barrio El Chicó, en el norte de la ciudad (C-2509, 1965: 69). Por su parte, Tesorito enfatizó ser “blanca”, de cabellos castaños, ojos negros, físico “bien aceptable”, pero también culta, alegre, piadosa, “muy elegante”, hogareña, tierna y dócil (C-2409, 1963: 55).

En el imaginario, la ubicación en la jerarquía racial implica la correspondencia con un ideal de género, como muestra la descripción de la mujer deseada por Sicólogo Espiritual:

“Quiero encontrar una dama que sea diferente a esa ola tenebrosa del modernismo, con espiritualidad y dignidad, de ideales elevados, sincera, consciente del verdadero amor, que ame la música clásica, el romanticismo divino. Y que toda su figura encierre toda la belleza poética, estatura de 1.67 a 1.70, de 15 a 22 años, blanca, nariz aguileña, ojos negros grandes (signo de melancolía y veracidad), pelo largo, bien formada, que valore más que la fisionomía los detalles” (C-2750, 1970: 70).

Por su parte, Jack manifestó el deseo de encontrar una pareja que reuniera “todos los atributos esenciales para merecer el calificativo de MUJER, así con mayúsculas”: “bonita, rasgos físicos, mejor blanca, cuerpo muy bien formado, mínima estatura 1.65, elegante, culta, ojalá del exterior (…), hasta los 25 años” (C-2526, 1966: 61). Samaritano no se

78 Para el caso de Antioquia, ver Wade, 1997: 108-109. Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 217

detuvo en detalles físicos, subrayando buscar una “mujer de tiempo completo”, es decir, en sus palabras, aquella:

“a quien no le haya picado el modernismo nadaista (…), bonita pero sencilla, audaz sin descaro, inteligente aunque ignorante, pero dispuesta a dejarse educar e instruir, ojalá más pobre que rica, y lo más niña, pues al trapiche viejo caña niña, y a gato viejo ratón tierno” (C- 2523, 1966: 58).

El rechazo de la “modernidad” es común a los anuncios de Sicólogo Espiritual y Samaritano. El primero lo argumenta acudiendo a un contraste cromático, describiéndola como tenebrosa, es decir, “oscura” (RAE, 1956: 1250). La mujer que no adhiere a ella es el opuesto, incluso físicamente. La insistencia en el color de la piel y en la forma de la nariz muestra la dimensión racial del contraste. El anuncio de Jack evidencia la conexión entre la dimensión racial y de género; también para él, la mujer “con mayúsculas”, es decir, aquella que encarna el ideal femenino, pertenece a ese grupo. Por su parte, el anuncio de Samaritano enfatiza la idea de sumisión de la figura femenina a la masculina, aunque sin darle una dimensión étnico-racial. Los tres anuncios son ejemplos de un fenómeno más general evidente en Buscando Corazones, que subvierten un contexto general en que la relativa oscuridad de la piel parece ser considerada la manifestación física de una figura femenina tradicional.

Si la blancura remite a un imaginario tradicional de género, la “oscuridad” parece remitir a su opuesto. El anuncio de Gonzalo, en busca de una mujer “ardiente y apasionada”, físicamente “morena”, alta y “de labios sensuales” (C-2670, 1969: 44), es una excepción. No sabemos si, al emplear esa categoría, Gonzalo pensara en una mujer racializada como “negra” o una no racializada (es decir, blanca o mestiza) de piel oscura: en el imaginario, ambas compartían una carga erótica generalmente poco valorada en el mercado matrimonial. Como se analizó anteriormente, el erotismo es expresión de dos imaginarios opuestos: la “primitividad”, la libertad sexual, la ausencia de civilización encarnadas, como en las tiras cómicas de La extraña historia de los colombianos, por las mujeres indígenas de la Conquista y las esclavas de la Colonia, y al mismo tiempo el “exceso de modernidad” atribuido a algunos países del norte. Las dinámicas locales parecen llevar a un rechazo de 218 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

ambos fenómenos. Lo blanco “a la colombiana”, encarnado en la descripción de la mujer ideal, es la representación de lo que, se imagina, deba ser su mujer típica, cuyo emblema fueron las reinas de belleza: esposa y madre dedicada al hogar que, incluso cuando trabaja, pone esos roles por encima de sus deberes, racialmente “blanca”.

Diferente es el imaginario sobre el hombre ideal soñado por las lectoras de Cromos. Como se recordará, las mujeres que escribieron a Buscando Corazones manifestaron su preferencia por un hombre en que prevalecían colores “oscuros”. La búsqueda de una pareja masculina no estaba desligada de consideraciones estéticas. Hacía unas décadas en Colombia se comercializaban productos para el cuidado del cuerpo masculino, especialmente en lo relacionado con el peinado y el afeite, y también los reportajes sobre la moda dedicaban periódicamente espacio a las novedades dirigidas a los hombres. El refrán según el cual “el hombre es como el oso, entre más feo más hermoso” –afirmó a mediados de los cincuentas el slogan de un gel para el cabello– era solamente un pretexto de aquellos que querían justificar su falta de arreglo personal (C-2040, 1956: 52). Diversamente del discurso sobre la belleza femenina, el cuidado del cuerpo masculino no daba espacio a la piel. Sin embargo, la frecuencia con que este elemento aparece en la descripción de la pareja deseada permite plantear que su color tenía importancia para definir su atractivo. El tema aparece en el anuncio di Nerfernefer, una lectora en busca de un hombre que, sin importar su nacionalidad y origen étnico-racial, fuera “hermoso”: “Esto –especificó– no quiere decir que la nariz deba llevar determinada forma y la piel tenga que ser oscura para que haga contraste con los ojos verdes” (C-2488, 1965: 72), evidenciando cuáles serían, según el sentido común, los rasgos que lo harían percibir atractivo.

En lo que al color de piel se refiere, la blancura ha sido históricamente considerada un deber prevalentemente femenino. A finales de los años sesenta, un reportaje de la revista Ilusión para Todas puso la piel “blanca y fina” entre aquellos rasgos que –junto a la escasez de vello en la cara, un rostro de forma ovalada y redondeada, el cuello largo y cilíndrico, el andar suave, la afición a los quehaceres domésticos, un exceso de sensibilidad y emotividad, de timidez y vanidad– harían percibir “poco varoniles” a los hombres (IpT-6, 1967: 85). Por el contrario, la piel oscura es culturalmente considerada índice de Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 219

masculinidad, asociada con el desempeño de actividades al aire abierto, es decir, la frecuentación del espacio público que tradicionalmente es asignada a los hombres (Pacquet, 1998: 15). La relación entre color oscuro de la piel y masculinidad fue expresada por el autor de un artículo sobre el actor estadounidense Dick Chamberlain, protagonista de una exitosa serie televisiva trasmitida en los años sesenta. A Chamberlain, afirmó, no le gustaba su apariencia física: pudiendo escoger, “sería un hombre moreno, alto y rudo” (C-2452, 1964: 46). Desde la antigüedad, el color moreno es considerado expresión de virilidad, fuerza y valentía (Frost, 1997; Mudry, 2005; Beherend-Martínez, 2007; Rappaport, 2012). Esos imaginarios seguían vigentes a mediados del siglo XX, reflejándose en el “color” requerido a la pareja masculina.

Tal como aparece en Buscando Corazones, el color “moreno” no tiene ninguna relación con los hombres racializados como “negros”, como algunos usos de esa categoría podrían hacer pensar. Los anuncios de Teresa y Chocoanita muestran este aspecto, estando ellas en busca de un hombre, respectivamente, “blanco, moreno claro” (C-2656, 1968: 58) y de “tez blanca, moreno claro, [de] cabellos rubios” (C-2585, 1967: 77). En su anuncio, Katia detalló en estos términos la relación entre la blancura y el color oscuro de la piel del hombre deseado:

“Busco correspondencia de carácter amoroso con caballero de unos 45 a 50 años, bien alto, con apellidos elegantes, color de tez moreno claro, que sea de buen genio, que guste de las diversiones sanas, que sea un pozo de ternura, que a su edad haya conocido muchas mujeres y sepa apreciar las que verdaderamente valen, leído, viajado, muy inteligente y sagaz, pero culto e interesado en lo que es bello, importante y agradable, que sea soltero o viudo, ojos bellos, boca pequeña, cuerpo gracioso, en síntesis, un gentlemen (sic)” (C-2454, 1964: 70).

Aunque el color de piel pueda dejar pensar lo contrario, este hombre “ideal” es esencialmente “blanco”: su piel relativamente oscura parece más la exaltación de un estereotipo de género, acercándolo al ideal masculino que subyace detrás de ella. Por el resto, la “elegancia” requerida a su apellido y la cultura que se le exige lo identifican socialmente con el grupo racial considerado superior, enfatizada en la referencia final al 220 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

“gentlemen”: un caballero “a la inglesa”, de cierto rango social o que se le asemejara por su porte, comportamiento y actitud (RAE, online).

Esta forma de racialización más centrada en aspectos culturales y temperamentales se repite en varios anuncios. Un ejemplo es el de Gloria Ester, cuyo hombre deseado es físicamente trigueño claro, de ojos verdes, cabello liso y temperamento responsable, detallista, moderno, hogareño, que valora a la mujer y no abusa del licor (C-2766, 1971: 71). Por su parte, Stella no especificó el color de la piel del hombre que buscaba; en cambio, exigió que fuera “buen administrador de sus bienes”, “amigo del ahorro”, “comprensivo, considerado, cariñoso” (C-2709, 1969: 76). Para entender la importancia de los requisitos enumerados en estos anuncios, y repetidos en numerosos otros, es necesario tener en cuenta que no solamente los cuerpos, sino también las características morales son racializadas. Responsabilidad, galantería, buen trato hacia las mujeres, conyugalidad y paternidad responsable son virtudes tradicionalmente atribuidas a los hombres de la elite y de la clase media (López Pedreros, 2009), en términos raciales, a los blancos o blanco-mestizos. La blancura de un hombre, por lo tanto, no se expresaría necesariamente en su color de piel sino, sobre todo, en sus características morales. Los estereotipos raciales se mezclan continuamente a imaginarios de clase, contraponiendo los polos opuestos en ambos aspectos: blanco/negro, acomodado/pobre, educado/ignorante. De hecho, los defectos correspondientes a las virtudes citadas son frecuentemente atribuidos a los hombres de sectores populares y, en términos raciales, a los hombres “negros”.

La antropóloga Mara Viveros ha mostrado la existencia de un imaginario que considera a los hombres racializados como “negros” menos detallistas y elegantes en su conquista respecto a los hombres (blancos) del interior (Viveros, 2000: 118). A lo largo del siglo XX, fueron frecuentes la referencias a ellos como maridos y padres irresponsables, descontrolados en el ejercicio de la sexualidad, sin cultura, tendientes al despilfarro y al alcohol, en pocas palabras, ajenos a los valores de las clases medias y de las elites, física y/o culturalmente blancas (Pisano, 2014). Si se considera que, entre los requisitos morales exigidos a la pareja masculina los más recurrentes eran ternura, responsabilidad, fidelidad, Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 221

capacidad de ahorro y de administración de sus bienes, así como la ajenidad a vicios como el alcohol, se entiende la blancura implícita en los anuncios de Buscando Corazones.

Racializados como negros al interior de la nación, esos “defectos” eran atribuidos a menudo a todos los hombres colombianos, particularmente a aquellos de los sectores medios-bajos. De allí la preferencia de muchas lectoras para una pareja extranjera, presente en 331 anuncios, frente a los 43 de hombres que expresaron la misma exigencia. Genérico en la mayoría de los casos (136), el hombre deseado era muchas veces norteamericano (33 casos), europeo o norteamericano (24), europeo (21). En ningún caso fue justificada la razón de esta preferencia. Una explicación se puede encontrar en el anuncio de Rubia y Morena, deseosas de conocer hombres extranjeros o colombianos, pero a condición que estos últimos fueran “cultos, ojalá profesionales, serios y bien presentados, amigos del deporte y enemigos del alcohol” (C-2769, 1971: 50). Cabe resaltar que, en caso de que fueran extranjeros, no se le exigía ningún requisito específico, como para indicar que el mismo hecho de no haber nacido en el país alejara la posibilidad de que tuvieran esos defectos. Por contraste, los colombianos imaginados por Rubia y Morena serían hombres ignorantes, poco serios, físicamente no atractivos y alcohólicos.

El imaginario negativo sobre los hombres colombianos aparece en varios artículos publicados en Cromos en esos años. Sobre su escaso atractivo físico, es significativa la opinión expresada en 1969 por el actor argentino Julio César Luna. Protagonista de varias telenovelas producidas en Colombia, Luna sería muy solicitado por los productores locales por reunir “las condiciones de actor y galán”: una “figura pasable” (es decir, de cierto atractivo físico) y “esa personalidad especial, capaz de enamorar a las mujeres” (C-2700, 1969: 46). La una y la otra faltarían a los actores colombianos y, si se considera la relativa frecuencia con que las lectoras de Buscando Corazones solicitaron una pareja extranjera, a los hombres del país en general. En cuanto a las características morales, el alcoholismo, la importancia del ahorro y la responsabilidad fueron algunos de los temas tratados en una serie de historias ilustradas que Cromos publicó en 1967, cuyo objetivo era enseñar a los lectores a “vivir mejor”. En ellas, el origen del alcoholismo fue atribuido a la falta de serenidad y a la ignorancia. Físicamente, originaría problemas de salud que afectarían el 222 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

cerebro, el corazón, el hígado y el sistema nervioso; socialmente, llevaría a “degeneración, delincuencia y crimen”, ejemplificados con la imagen del acoso de un grupo de hombres hacia una mujer, así como a un escaso rendimiento en el trabajo, a su vez causa de desempleo y, por lo tanto, de la imposibilidad de atender a sus deberes de padre y marido (C-2590, 1967: 36). Por el contrario, la capacidad de ahorro sería el reflejo de confianza en sí mismos, virtud del trabajador, del buen jefe de hogar y del buen padre (C-2592, 1967: 23). Tema transversal era la responsabilidad. De acuerdo con el capítulo correspondiente, se manifestaría en una actitud “seria” en el trabajo y en la familia, en la capacidad de no derrochar el dinero y en la observancia de las normas de higiene. “Ser responsable – proclamaba la frase que concluía el relato– significa, ante todo, SER HOMBRE” (C-2595, 1967: 61). Escrito en mayúsculas, el término indicaría la necesidad de cumplir cabalmente con los requisitos exigidos a quienes quisieran ser considerados como tales. Entre ellos, está uno que aparece con frecuencia en los anuncios de Buscando Corazones, y que permite volver al hilo conductor de este capítulo: ser “moderno”. Contrariamente a los hombres, que como se vio estuvieron más orientados hacia una pareja que respetara los cánones tradicionales de la feminidad, muchas mujeres solicitaron ese requisito para su pareja potencial, sin especificar el significado atribuido a ese término. La más explícita fue Eliana, quien destacó que su hombre ideal tenía “que haber superado el tradicional machismo latino” (C-2796, 1971: 46). La cuestión es puesta en términos culturales. Sin embargo, un análisis de las nacionalidades indicadas al solicitar una pareja extranjera muestra cómo éstos se referían a estereotipos también raciales. Dada la problematicidad de plantear hipótesis sobre la indicación genérica, el análisis se basará en aquellos anuncios donde la nacionalidad es especificada. El gráfico 5 muestra una neta preferencia para hombres europeos y norteamericanos79 respecto a los latinoamericanos80.

79 Las nacionalidades indicadas en los anuncios, solas o en alternativa entre ellas, están así distribuidas: norteamericano (33 anuncios); europeo o norteamericano (24); español (23); europeo (21); alemán (10); español o italiano (8); alemán o norteamericano (7); italiano (4); holandés (3 anuncios); norteamericano, francés o italiano (3); norteamericano o inglés (3); alemán o inglés (2); estadounidense, alemán o canadiense (2); italiano o francés (1); suizo, americano o alemán (1); español, inglés o alemán (1); americano o italiano (1); francés (1); estadounidense u holandés (1); americano, alemán o lituano (1); inglés, francés o italiano (1); Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 223

Como se ha visto en este capítulo, Europa y los Estados Unidos representaron el emblema de la modernidad, frecuentemente interpretada a través de un cambio en las relaciones de género que garantizaría una mayor libertad –en términos sociales, económicos y sexuales– a las mujeres. Por el contrario, el tradicionalismo latino fue considerado un obstáculo para salir del rol que les era atribuido en la sociedad. Las lectoras de Cromos abogaron frecuentemente por una mayor libertad en el primer ámbito, considerando a los hombres colombianos como el origen de una situación de sumisión de la que querían salir. Tanto desde la perspectiva femenina como desde aquella masculina, tradición y modernidad tuvieron en la blancura su manifestación racial mostrando cómo, a pesar del oscurecimiento de los cánones de belleza emergido en esos años, la blancura física y moral siguieron representando un punto de referencia para establecer quiénes y qué eran los hombres y las mujeres.

norteamericano o español (1); español o ruso (1); canadiense (1); norteamericano, inglés o español (1); norteamericano, canadiense o irlandés (1); norteamericano, francés o italiano (1); alemán, italiano o español (1); yugoeslavo (1). 80 Las nacionalidades latinoamericanas indicadas en los anuncios son: venezolano, 11; mexicano, 4; argentino, 3; ecuatoriano, 1; venezolano o mexicano, 1; cubano, 1.

224 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

7. A manera de conclusión

Muchos artículos publicados en Cromos a mediados del siglo XX presentan una fragmentación de los imaginarios acerca de la modernidad y la tradición. La modernidad aparece como un ideal para alcanzar, deseado en cuanto portador de progreso y bienestar, capaz de “mejorar” física, económica y culturalmente a la población del país, pero también rechazada en sus aspectos más “radicales”, especialmente, en la subversión del orden de género que implicaría. A su vez, la tradición fue rechazada como símbolo de todo aquello que el país quería dejar atrás, pero exaltada en otros discursos por representar la conservación de un orden social, cuyo emblema fueron también las relaciones de género, y los distintos órdenes de dominación que implicaba.

El cuerpo, visto como expresión de imaginarios de género, de clase y de “raza”, representó un eje central para argumentar las posiciones a favor o en contra de la modernidad y de la tradición. Al hablar del cuerpo, es inevitable una referencia a su “color”. La simbología de los colores analizada a lo largo del capítulo muestra un panorama complejo, que bien expresa la tensión entre modernidad y tradición. En las acepciones positivas que le fueron atribuidas, la modernidad se presenta como una exaltación de la blancura, en los significados ontológicos y étnico-raciales sugeridos por Dyer (1997), siendo considerada el triunfo de la luz sobre la oscuridad, del norte sobre el sur, de lo “blanco” sobre lo que no lo es.

Sin embargo, la visión de la modernidad no fue unívocamente positiva, representando en otras interpretaciones un elemento subversivo del orden tradicional de género, sobre el que se basaba parte de la cultura local y global. Esto no llevó a una radical puesta en discusión de lo “blanco” como índice de “civilización” y “belleza”. Los documentos analizados han mostrado más bien una fragmentación de la blancura, expresada en la fragmentación del “norte”, origen tanto de la modernidad como de la tradición.

Es en este contexto que hay que ubicar el oscurecimiento de los cánones de belleza. No se trató de un fenómeno exclusivamente colombiano. Muchos de los reportajes sobre los países europeos y sobre los Estados Unidos, así como las publicidades y consejos de Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 225

belleza analizados llegaron desde el extranjero. Lo que se ha pretendido mostrar, comparándolos con documentos de producción local, es su relación con esos fenómenos globales y su adaptación a la realidad colombiana. El género, articulado con la clase y la “raza”, ha sido el eje central del análisis. De hecho, la parcial revisión de la simbología de los colores refleja una interpretación de los cambios sociales que estaban ocurriendo en esa época y la manera en que se trasladaron a las ideas sobre el cuerpo.

En un nivel global, se impuso una nueva concepción de la belleza femenina que, mayormente centrada en el “exotismo” y la sensualidad, se tradujo en la valoración de una tonalidad oscura de la piel, históricamente asociada con esos aspectos. Lograda por medio de prácticas como el maquillaje y el bronceado, daría a las mujeres una apariencia “moderna”. Sin embargo, un análisis de los significados asociados con los rasgos físicos deseados para las mujeres “modernas”, muestra los límites de estos cambios. Sensualidad y exotismo se presentan como la otra cara de un imaginario de género que, en respuesta a las recientes conquistas de las mujeres del norte del mundo, sigue auspiciando su permanencia –al menos parcial– en el lugar que les había sido tradicionalmente asignado. Así, la modernidad exterior esconde la supervivencia de una tradicionalidad interior, que siguió valorándolas como madres y esposas, aunque dotadas de una mayor carga de sensualidad e, incluso, de una mayor independencia económica.

La fragmentación de la blancura que está en la base de este fenómeno se hace evidente si se la considera desde la perspectiva colombiana, un país periférico que recibía continua, pero no pasivamente, las novedades de la llamada modernidad. La sociedad colombiana siguió mirando hacia el norte del mundo (es decir, Europa y los Estados Unidos) como modelo de progreso. Sin embargo, operó una fragmentación de ese “norte”, valorando mayormente los mensajes que llegaban de esa parte del mundo considerada más afín con los valores que se consideraban característicos del país. La narrativa acerca de las profesionales colombianas y de las reinas de belleza, así como el análisis de los anuncios de Buscando Corazones, han mostrado la predilección por una mujer ideal que, aunque insertada en una dimensión pública, no perdiera los rasgos considerados tradicionales de la feminidad, como la aspiración al matrimonio y a la maternidad, y el cuidado de la estética, es decir, según una 226 Capítulo 3 ¿Una norma oscura?

opinión difundida en esa época, lo que definiría a una “verdadera” mujer. Desde el punto de vista étnico-racial, eso se tradujo en una mayor valoración de lo “blanco”.

La blancura a la colombiana presenta algunos elementos característicos, que incluyen imaginarios acerca de la nación y de su posición en un contexto global, evidenciados en los discursos acerca de la “belleza colombiana”. La blancura local se presenta como una negociación entre esas dos dimensiones. La participación de jóvenes colombianas en los concursos internacionales, cada vez más frecuente desde la victoria de Luz Marina Zuluaga a Miss Universo, llevó a una mayor valoración de rasgos que, en un contexto global, aparecían “exóticos”, incluyendo entre ellos la relativa oscuridad de la piel. Coherentemente con una ideología nacional que se fundaba en la mezcla racial, esto llevó a una mayor, aunque retórica, valoración del mestizaje. Sin embargo, lo que era percibido como “oscuro” y “exótico” fuera del país, se volvía “claro” y “autóctono” dentro de él; en ambos casos, “claridad” y “colombianidad” fueron influenciadas por las jerarquías socio- raciales internas, volviéndose una exaltación de la blancura.

La “blancura” a la colombiana se confirma flexible y heterogénea. Por un lado, en un país marcado por la búsqueda de modernidad, se identificó con la posibilidad de acceder a sus beneficios, adoptando estilos de vida y de presentación personal urbanos y consumistas. En este sentido, permitió una relativa inclusión, aunque compleja y contradictoria, de aquellos grupos que encajaban mayormente en esas dinámicas, especialmente, de algunas mujeres afrodescendientes que habían ascendido a la clase media y que vivían en las grandes ciudades. Por el contrario, un grupo como los indígenas, más alejado de procesos urbanos, modernos y “civilizados”, es decir, “blancos”, permaneció excluido de los ideales estético.

Igualmente ambigua es la relación con el mestizaje. Indicado a menudo como causa de “fealdad” y deformación física, entró en los cánones locales de belleza en la medida en que manifestara cercanía con la blancura, como mostraron los discursos acerca de la “belleza colombiana” y aquellos contenidos en los anuncios matrimoniales de Buscando Corazones. El relativo oscurecimiento de los cánones de belleza no representó, por lo tanto, una puesta Capítulo 3 ¿Una norma oscura? 227

en discusión de la blancura como ideal estético. Más bien, expresa una fragmentación de la misma que permitió negociaciones, en los ámbitos global y local.

Capítulo 4

La edad “morena”.

Feminidad, masculinidad y blancura en la época de la revolución sexual

Los años sesenta y setenta son recordados como la época de la revolución sexual. Aunque algunos estudios han cuestionado su carácter revolucionario81, muchos coinciden en reconocer las importantes transformaciones ocurridas en esas décadas. Defensor de este último planteamiento, David Allyn sostiene que la revolución sexual articuló los dos significados del término “revolución”, implicando tanto una protesta contra el orden establecido como un periodo de improvisas e inesperadas transformaciones sociales (Allyn, 2016: 7). De cualquier manera se entienda, el sexo fue un eje central de ella, volviéndose argumento de debates públicos (Garton, 2004: 217): la comercialización y difusión de la píldora anticonceptiva determinó una mayor permisividad en las prácticas sexuales de hombres y mujeres; el movimiento feminista, anteriormente centrado en asuntos políticos y legales como el derecho al voto, a la propiedad y al divorcio, se enfocó ahora en la denuncia de la discriminación y subordinación experimentada por las mujeres en la vida cotidiana, cuestionando la naturalidad de los roles de género; los movimientos de liberación homosexual reivindicaron el derecho a expresar libremente una manera de vivir la sexualidad hasta entonces perseguida (McLaren, 1999; Allyn, 2016; Garton, 2004). Paralelos a la revolución sexual, los procesos de descolonización de muchas de las antiguas colonias europeas, como aquellas africanas, y el movimiento de los derechos civiles en los

81 Para un análisis de los debates historiográficos sobre la revolución sexual, ver McLaren (1999: 166-192) y Garton (2004: 210-228).

230 Capítulo 4. La edad morena

Estados Unidos, reivindicaron formas de liberación que, análogamente a los anteriores, tuvieron en el cuerpo una de sus expresiones. Lo mismo se puede decir de otro fenómeno que llegó a cumplimiento en esa época: la afirmación de las y los jóvenes como sujetos políticos, cuyo punto más alto fueron las revueltas estudiantiles de 1968. Como afirma Mauricio Archila, su origen arraiga en un desplazamiento de la política global hacia la izquierda, causado tanto por los fenómenos anteriormente descritos como por otros, cuales la consolidación del socialismo en Unión Soviética y Europa del Este, las revoluciones en China y Cuba, las guerras de liberación nacional en Argelia y Vietnam, y el surgimiento de movimientos pacifistas en el mundo occidental (Archila, 2012). Protagonistas de los movimientos de protestas, muchas y muchos jóvenes desafiaron los valores imperantes en lo relacionado con la familia, la educación, la política y la sociedad. Ejemplo de ello fue el movimiento “hippie”, surgido en los Estados Unidos en los años sesenta como forma de rebelión contra la estructura conformista y centrada en la familia que había prevalecido en la década anterior (Cole y Deihl, 2015).

Aunque mantuvo muchos de los supuestos de las épocas anteriores, el ideal de belleza promovido por la industria hizo propios los cambios determinados por la ola “revolucionaria”. Si se le mira desde el punto de vista étnico-racial, se puede afirmar que se volvió (aparentemente) menos “blanco”, en términos de género, más abierto a nuevas concepciones de la feminidad y de la masculinidad, reflejo de nuevas maneras de entender las relaciones entre los sexos y, en general, la sexualidad. Elemento transversal fue la edad. Más marcadamente que en el pasado, la belleza se volvió sinónimo de juventud. De hecho, la afirmación de las y los jóvenes como sujeto político fue paralela a su reconocimiento como sujetos consumistas, dotados de modas propias en lo relacionado con el vestuario, el peinado y el maquillaje (Hibbert y Hibbert, 2005). Así, se impuso un nuevo estándar de belleza femenina marcada por la juventud y la delgadez, que contrastaba con la feminidad sofisticada promovida en los años cincuenta. De esta manera, las modelos altiva y maduras fueron reemplazadas “por teenagers de piernas largas y ojos saltones” (Cole y Deihl, 2015: 270). La juventud fue el elemento que caracterizó también las celebridades influyentes de la época: cantantes, actrices, herederas, etc., mientras el dominio de las mujeres “blancas” de Capítulo 4. La edad morena 231

ancestro europeo-occidental fue parcialmente cuestionado por la fama adquirida por personajes como la actriz Diahann Carroll o la soprano Leontyne Price, afroestadounidenses, la modelo ugandesa Princess Elizabeth de Toro, o la reina de Tailandia Sirikit (p. 271). Lo mismo se puede decir en relación con los hombres, muchos de los cuales eligieron como modelos personajes como el músico afrodescendiente Jimi Hendrix o el actor chino Bruce Lee (p. 302).

A partir de esta premisa, en este capítulo se analizará la manera en que las nuevas concepciones del sexo y de los roles de género, así como la renovada atención hacia grupos étnico-raciales minoritarios, se articularon para determinar las ideas acerca de la belleza femenina y, paulatinamente, también de aquella masculina. La definición de “edad morena” que se propone para describir la década de 1970, justificada por la particular difusión conocida por esa categoría, permitirá profundizar el análisis del oscurecimiento de los cánones de belleza comenzado en el capítulo anterior, abordándolo a partir de las nuevas concepciones del sexo, del género y de la “raza” que emergieron en esa época. Estos cambios comparten con la categoría “moreno” una compleja relación con la blancura, distanciándose de ella y conservando intacto, al mismo tiempo, su poder representativo. Como se vio en los capítulos anteriores, el discurso sobre la belleza femenina expresa frecuentemente discursos sobre la nación. La conexión entre “raza”, sexo y nación se puede ver en la inclusión en la idea de belleza de elementos diferentemente asociados con la “oscuridad”: lo mestizo, lo “negro” y lo masculino. Considerando la influencia que históricamente ha tenido en la definición de belleza, ¿cambió, y de qué manera, la relación entre esa idea y la blancura?

1. Revolución en el sexo, “(con)fusión” en los géneros: Colombia entre blancura y oscuridad

Entre finales de los años sesenta e inicio de los setenta, también a Colombia llegó la revolución sexual. El sexo, anteriormente tema tabú, muchas veces sugerido pero raramente 232 Capítulo 4. La edad morena

tratado de manera abierta, adquirió una centralidad anteriormente desconocida, volviéndose argumento de debate e influenciando las ideas acerca de la belleza. Los cuerpos desnudos y semidesnudos, visibles con frecuencia cada vez mayor en el cine y en la prensa, pueden ser considerados un emblema de la erotización de la belleza, modelos para alcanzar para hombres y mujeres acudiendo a dietas, gimnasia y cirugía estética. Objetivo de estas prácticas: ser “bellas”/“bellos”, y sexualmente deseables, durante gran parte de la vida, desafiando el paso de los años y conquistando la “eterna juventud”. Todo lo que contribuye a definir el atractivo de una persona, incluyendo elementos como la piel (C-2955, 1974: 55- 57) o el cabello (C-3139, 1978: 44-49) se vuelve ahora una especie de órgano sexual.

Esta nueva concepción del sexo se insertó en un contexto de cambios que atañeron las relaciones de género, producto de la difusión de nuevos valores y conductas que llegaron a reflejarse en el ámbito jurídico. En 1970 se suprimió la obligación para las mujeres casadas de llevar el apellido del marido, mientras en 1974 el Estatuto de Igualdad Jurídica de los Sexos eliminó la potestad marital sobre la mujer, reconoció la igualdad entre los cónyuges, estableció la dirección conjunta del hogar y la corresponsabilidad de la pareja para el sustentamiento del hogar. Finalmente, en 1976 se estableció el divorcio para el matrimonio civil (Giraldo Gómez, 1987). Igualmente importante fue el aumento de las posibilidades para las mujeres de ingresar a la educación media y superior y a los mercados formales e informales de trabajo (Palacios y Safford, 2002: 553): en este último aspecto, para 1973 las mujeres representarán el 25.3% de la población económicamente activa (Gutiérrez, 1995: 304). En cuanto a la moral sexual, los años setenta se caracterizaron por una gran difusión de los métodos modernos de control natal, al punto que Colombia era el país latinoamericano con el mayor número de mujeres que los empleaban. En particular, se destaca el uso de la píldora anticonceptiva: comenzado a mediados de los sesentas en las clases altas de las grandes ciudades, se propagó gradualmente a los pequeños centros y las regiones rurales (Palacios y Safford, 2002: 553).

Un reportaje publicado en Cromos en 1971 revela una actitud ambivalente hacia la revolución sexual. Por un lado, su autor subrayó sus efectos potencialmente benéficos, por permitir un mayor conocimiento del ser humano como individuo sexual, la desaparición de Capítulo 4. La edad morena 233

tabúes y prejuicios sexuales, una “utilización responsable de la función genésica”, la instauración de una moral “más lógica y natural”, así como el surgimiento de generaciones biológica y psíquicamente más saludables. Por el otro, enfatizó el prevalecer, hasta ese momento, de sus consecuencias “negativas”: “traumas” individuales y colectivos, confusión de los individuos frente a la sexualidad, especialmente en lo relacionado con la distinción entre “libertad” y “libertinaje”. Entrevistado sobre el tema, el sociólogo Sepúlveda Niño definió el “libertinaje” como una “desviación del uso normal y libre del sexo”, un desenfreno causado por los modelos propuestos en los medios de comunicación, cuyas consecuencias serían el aumento del homosexualismo y de la prostitución. Por su parte, su colega Carmen Quintero sostuvo la artificialidad de la “liberación sexual” en Colombia, donde se difundiría en contraste con un ambiente permeado por los valores morales de la Iglesia católica, especialmente en lo relacionado con la castidad y la pureza femeninas. De allí, la “frustración” de las mujeres que experimentaban la nueva moral sexual, tanto de aquellas que migraban a Europa, donde se demostrarían inadecuadas para adaptarse psíquicamente a una cultura más “adelantada”, como de las estudiantes universitarias que, de las provincias, llegaban a las grandes ciudades del país, quienes confundirían la liberación sexual con la sexualidad libre, reemplazando los valores religiosos con las aventuras eróticas. Causa de esa frustración, el choque con la mentalidad de los “don juanes criollos”, “violadores profesionales” que seguían valorando la virginidad femenina, “cáncer necesario” para una muchacha soltera que quisiera ser feliz y psíquicamente equilibrada (C-2768, 1971: 8-9).

La nueva actitud femenina hacia el sexo fue una de las preocupaciones centrales de los críticos de la revolución sexual. Causada, según un psicólogo estadounidense, por la independencia y el nuevo lugar adquirido por las mujeres, generaría confusión y conflictos entre los sexos. Las mujeres, afirmó el experto, habían adquirido un papel sexualmente “más agresivo” y exigente que las llevaba, por ejemplo, a quejarse del desempeño de sus esposos “en la cama” y hasta a tomar la iniciativa (C-2944, 1974: 30). Tanto en el “amor” (eufemismo usado para indicar las relaciones sexuales) como en la vida conyugal y laboral, las mujeres se estaban volviendo “iguales” a los hombres. Paralelamente, otros comenzaron 234 Capítulo 4. La edad morena

a cuestionar la naturalidad de los roles de género, considerados producto de convenciones establecidas en las sociedades occidentales. Basándose en datos químicos, fisiológicos y psicológicos, un reportaje desmintió el mito de la superioridad masculina desde el punto de vista intelectual, físico y sexual. Aunque existieran “diferencias reales” entre los géneros (un mayor tamaño promedio del cerebro del hombre, su mayor pilosidad, especialmente en la “raza blanca”, y una mayor estatura y robustez muscular), la disparidad entre hombres y mujeres se debía a factores socio-culturales. Así, los casos de “menor inteligencia” de la mujer tendrían su origen en pautas ambientales, que desestimularían el desarrollo de su potencial intelectual. De hecho, insistió, la distancia intelectual entre hombres y mujeres sería menor en los países desarrollados y en las sociedades “primitivas” debido a que, en los primeros, ambos debían estudiar y resolver problemas complicados en el trabajo y, en las segundas, ninguno usaría “demasiado su intelecto”; por el contrario, sería mayor en las sociedades intermedias, en las cuales el hombre trabajaba y la mujer quedaba reducida al rol de ama de casa. En cuanto a la esfera sexual, hombres y mujeres tendrían la misma capacidad erótica, aunque desarrollada en momentos diferentes de la vida, llegando los unos a su mayor potencial alrededor de los 14 años y las otras alrededor de los 25; la capacidad y necesidad de “amor físico” no terminarían además con el envejecimiento: con las debidas precauciones, también hombres y mujeres mayores podrían mantener una actividad sexual. Factores sociales explicarían incluso tendencias temperamentales consideradas típicamente femeninas, como el amor a los niños, o masculinas, como la agresividad y la competencia (C-2717, 1970: 14-15). A partir de una premisa parecida, la periodista Ofelia de Wills atribuyó a factores culturales la “frivolidad” de la mujer colombiana, cuya tendencia a dedicarse a actividades triviales como la lectura de novelas rosas, el cuidado estético y las conversaciones insustanciales originaría en la voluntad de dominación de los hombres locales, quienes la considerarían una especie de “póliza” para mantenerlas en “esclavitud”. La igualdad entre hombres y mujeres, y la conquista de la independencia por parte de ellas, insistió de Wills, haría innecesario el recurso a la frivolidad, como demostraba su mayor incidencia en las mujeres de sectores medios y altos, quienes se encontraban en una condición de dependencia, respecto a aquellas de los Capítulo 4. La edad morena 235

sectores campesinos y obreros, cuyo trabajo las haría elementos útiles al país, a sus hogares y a sí mismas (C-2769, 1971: 54-55).

Revés de la medalla sería la pérdida de masculinidad por parte de los hombres y de feminidad por parte de las mujeres con el “riesgo”, según una periodista, de formación de una sociedad asexuada, en la cual las diferencias se esfumarían, generando un “unisexo” andrógino (C-2758, 1970: 67). Surgido en el mundo de la moda a mediados de los sesentas, el “unisexo” alcanzó su auge en la década siguiente, indicando un estilo creado intencionalmente para cruzar y romper las fronteras entre los géneros, cuestionando los roles socialmente atribuidos a hombres y mujeres. Las expresiones del “unisexo” abarcaron un amplio conjunto de prácticas: el cabello largo en los hombres, la adopción de un estilo “andrógino” o que combinaba elementos del estilo masculino y femenino, el cross-dressing, entre otras (Paoletti, 2015: 40). Sin embargo, como observan Cole y Deihl (2015: 316), lo que era considerado “unisexo” se basaba generalmente en el vestuario masculino.

Algunos artículos de Cromos se ocuparon de esta tendencia, repitiendo la ambivalencia observada acerca de la nueva moral sexual. Así, un periodista consideró la moda del cabello largo un pretexto de muchos hombres para no ir a la peluquería formulando, sin embargo, recomendaciones acerca de la variable

Ilustración 4.1. “Moda unisexo”. (C-2759, 1970: 82). longitud del cabello según edad, forma del rostro y actividad desempeñada (C-

2729, 1970: 15). Un reportaje sobre la colección del modisto francés Pierre Cardin para 1971, incluyó el unisexo entre las expresiones artísticas de la moda. Las fotos que lo 236 Capítulo 4. La edad morena

ilustraban muestran el desdibujamiento de las diferencias de género, mostrando dos modelos –una mujer y un hombre– vestidos de manera muy parecidas: mismas telas, mismos decorados, mismos colores, abrazados de manera tal que parecían fundidos el uno en la otra (ilustración 4.1; C-2759, 1970: 80-83).

Análogamente a lo que ocurrió en Europa y en los Estados Unidos (McLaren, 1999; Allyn, 2001; Garton, 2004; Paoletti, 2015), también en Colombia los efectos de la revolución sexual fueron, con toda probabilidad, sobreestimados. En relación con la moral sexual, algunos artículos de Cromos relataron la sobrevivencia de una “doble moral” (C-2824, 1972: 34) y tabúes. “Colombia no es Italia” ni “Amparito Grisales es Claudia Cardinale”, declaró el autor de una encuesta sobre las circunstancias en que algunos personajes de la farándula tenían relaciones sexuales, contrastando la “mojigatería” de los divos locales con la mayor espontaneidad manifestada por sus colegas europeos (C-3108, 1977: 62-64). Tampoco la igualdad de género, con los relativos “peligros” temidos por algunos expertos, parecía haberse realizado. A pesar de la progresiva entrada de muchas colombianas en el mundo laboral, la conquista de la independencia aún era una meta lejana. En sus artículos, Ofelia de Wills denunció repetidamente las discriminaciones padecidas por las mujeres. Partiendo de la premisa de que la cultura del país no favorecía la igualdad entre los sexos, en uno de sus escritos analizó la condición de las colombianas, llegando a conclusiones pesimistas acerca de los logros obtenidos. En el ámbito legal denunció cómo, a pesar de la emancipación económica garantizada por la ley 28 de 1932 a las mujeres casadas82, los derechos del marido permanecían intactos: daba el apellido a su esposa, tenía el poder de controlar su conducta y relaciones, ejercía la patria potestad sobre los hijos; de su permiso dependía además la posibilidad de la conyugue de ejercer una profesión. En el ámbito laboral, De Wills destacó el menor valor reconocido al trabajo femenino: los salarios

82 La Ley 28 de 1932 garantizó el derecho de la mujer de disponer libremente de sus bienes, contraer deudas autónomamente, realizar transacciones financieras y comparecer por sí misma ante la justicia. Como observa Diana Gómez estos, y otros derechos reconocidos en esos años, privilegiaron a las mujeres de clase media y alta (Gómez, 2011: 46-47).

Capítulo 4. La edad morena 237

inferiores percibidos por las trabajadoras, el incumplimiento de leyes como aquella sobre el descanso de maternidad, la existencia de prejuicios en todos los niveles, dificultaban el abandono de su condición de inferioridad. En cuanto a la relación hombre-mujer, denunció su cosificación en una sociedad dominada por hombres machistas y narcisistas: sometidas a un patrón en el trabajo y esclavizadas por el marido en la casa (C-2779, 1971: 34-35). Las enfermedades mentales y paramentales sufridas por las mujeres por causa de las horas dedicadas al trabajo doméstico, y los sentidos de culpa padecido cuando no los ejercían, la llevaron a considerar la liberación femenina “un mito” (C-2733, 1970: 31).

Paralela a esta situación era, de todas formas, la difusión de nuevos modelos de feminidad que se adaptaban, sin subvertirlas radicalmente, a las relaciones de género tradicionales. El rol de esposa y madre no fue puesto en discusión, pero su lugar comenzó a diferir de aquel sumiso del pasado. Una serie de consejos para las amas de casa sobre cómo hacer de su esposo un “hombre nuevo”, aconsejó sí hacerlo sentir “necesario”, “importante” y “querido”, “hacer más sólido y pulir (…) el pedestal en que lo había colocado” durante el noviazgo, pedirle consejos y seguirlos, adularlo para que se sintiera apreciado y feliz (C- 2919, 1973: 76-80), pero también generarle celos para avivar el matrimonio (C-2911, 1973: 84) y, sobre todo, hacerle creer que él era el jefe, dejando entender que era la esposa quien realmente tenía la jefatura en el hogar (C-2912, 1973: 84). Otros documentos enfatizaron la importancia de la independencia, y el rol de la educación en lograrla. Las publicidades de una emisora radiofónica, cuyo slogan la presentaba como aquella elegida por las “mujeres atractivas”, dio de éstas la siguiente definición: una mujer que se divertía, viajaba, usaba pestañas postizas, tenía una casa para adornar y niños para cuidar, pero también educación superior y más dinero para gastar (C-2826, 1972: 78). La educación, se lee en un anuncio, hacía a una chica atractiva, dado que “una mujer que tiene más en la cabeza tiene MÁS EN EL BANCO” (C-2828, 1972: 27; mayúsculas en el original). Los dos anuncios no especificaron cuál sería el origen de esa capacidad adquisitiva. Sin embargo, la frecuencia con que en esa época aparecieron imágenes de mujeres trabajadoras, permite plantear la importancia de la dimensión laboral, en parcial detrimento de aquella doméstica. Para ser “atractiva”, una mujer debería ser una consumidora. Otros artículos mostraron la difusión 238 Capítulo 4. La edad morena

de nuevas actitudes ante la familia y la sexualidad: una menor valoración de la virginidad, evidente en una encuesta entre las estudiantes de algunas universidades bogotanas (C-2901, 1973: 38), opiniones más favorables hacia cuestiones como las relaciones prematrimoniales, el control de la natalidad, el matrimonio civil y el divorcio (C-2811, 1971: 48).

Consideradas emblemas de la mujer colombiana, las reinas de belleza expresaron estos cambios. En una encuesta realizada durante el Concurso Nacional de la Belleza de 1971, las candidatas fueron interrogadas, entre otros argumentos, sobre el movimiento de liberación femenina y la importancia para una mujer de llegar virgen al matrimonio. Solamente tres – la Señorita Bolívar, la Señorita Sucre y la Señorita Norte de Santander– se declararon rotundamente contrarias al primero; la mayoría defendió la paridad entre hombres y mujeres, así como su derecho a desarrollarse profesionalmente, aclarando algunas que, sin embargo, esa libertad no debería traducirse en “libertinaje” como, según la Señorita Cauca, había ocurrido en los países desarrollados. Más tradicionalistas fueron las opiniones en materia sexual: 10 de 16 defendieron la virginidad ante del matrimonio, considerándola algo sagrado en la mujer (Señorita Cauca), una cuestión de principios, costumbres y educación (Señorita Sucre y Señorita Valle), una adaptación a las exigencias de los hombres (Señorita Tolima). Entre las que se expresaron en contra, la Señorita Guajira y la Señorita Caldas remitieron a concepciones personales; la Señorita Atlántico declaró que no tenía ninguna importancia, mientras para la Señorita Cundinamarca lo importante era la “virginidad moral” de una mujer (C-2808, 1971: 40-49). La importancia atribuida a la sexualidad es mostrada también en una declaración de la Señorita Magdalena 1978, quien haría voto de castidad solamente en caso de entrar en un convento dado que, subrayó, “una mujer no debe nunca renunciar a su realización como tal” (C-3171, 1978: 82). A lo largo de la década, el imaginario tradicional que consideraba a las reinas de belleza y, por extensión, a las mujeres colombianas, un símbolo de pureza y castidad convivió con otro que comenzaba a verlas como seres sexuados. Uno de los más explícitos fue el autor de una entrevista “insolentísima” con una reina imaginaria; de las diez preguntas que la conformaban, la mitad trataron temas relacionados con su actividad sexual, como la Capítulo 4. La edad morena 239

frecuentación de moteles, el uso de la píldora anticonceptiva y el número de sus relaciones sexuales (C-3016, 1975: 92).

La revolución sexual se fundó en dos aspectos relacionados entre ellos: un cambio en la concepción de la relación entre hombres y mujeres, que veía las segundas en un lugar más visible y de mayor autonomía, y una nueva concepción del sexo, ya no solamente limitado a una función reproductiva sino como medio de realización y complemento de una persona. Era, en pocas palabras, un producto de la modernidad que podía suscitar ironías, temores o preocupaciones, pero también demostraba la inserción de la población colombiana en los procesos que estaban ocurriendo en las sociedades “avanzadas”. Como tal, no involucraba a toda la población. Protagonista de la revolución sexual era una persona de clase media, dotada de capital escolar, residente en las grandes ciudades, donde había nacido o hacia donde había migrado, muchas veces para estudiar, quien adoptaba estilos de vida y una moral hasta entonces atribuidos a las pueblos del norte del mundo. Si, en el siglo XVII, el ascenso de la burguesía y del capitalismo habían determinado el encierro de la sexualidad en el marco de la familia legítimamente constituida, limitándolo a una función procreadora (Foucault, 1991: 9), en los años sesenta del siglo XX una parte importante de la llamada revolución sexual estuvo relacionada con un cambio en la actitud hacia el sexo por parte de jóvenes, especialmente mujeres, blancas y de clase media. Se trataría, entonces, de un fenómeno fuertemente marcado por la edad, el género, la clase y la “raza”. Si la mujer ideal ha históricamente considerada “blanca”, ¿determinó esto una nueva concepción de la blancura?

Richard Dyer ha analizado la compleja relación entre blancura, sexualidad y roles de género. Desde su perspectiva, blancura y sexualidad son aparentemente antitéticas, siendo ésta considerada una práctica bestial, opuesta a la civilización encarnada por los “blancos”. Sin embargo, para reproducirse y garantizar la sobrevivencia de la “raza”, los blancos deben tener relaciones sexuales; el deseo y la práctica sexual hacen, por un lado, que los blancos no sean “muy blancos”, y al mismo tiempo que tengan que acudir a medios “no puramente blancos” para reproducirse. Además, la relación entre blancura y sexualidad no es igual para hombres y mujeres, siendo la heterosexualidad occidental construida sobre 240 Capítulo 4. La edad morena

una diferenciación de la sexualidad entre los dos géneros, y las diferencias de género origen de un poder diferente. Así, mientras la representación del hombre blanco enfatiza su eterno dilema entre sucumbir a sus impulsos sexuales y la autodisciplina (will power) para luchar contra ellos y dominarlos, aquella de la mujer blanca enfatiza su ajenidad al deseo sexual, siendo su figura moldeada sobre aquella de la Virgen María, emblema de un modelo reproductivo privado de los “impulsos oscuros” que la reproducción conlleva. En síntesis, la sexualidad implica una perturbación de su pureza racial. Antitética a la blancura, es “oscura”, como demuestra el uso de ese adjetivo para algunos grupos humanos a los cuales es atribuida una particular carga sexual83. Sin embargo, mientras la presencia de esos “impulsos oscuros”, y la lucha contra ellos, habilitan al hombre “blanco” para asumir la posición universal de representante de la humanidad, en las mujeres determina una caída (fall) de su blancura, hecho que explicaría las ansias especiales acerca de su sexualidad. La rigidez de ese modelo es complicada por las personas de clase baja y los “latinos blancos” de ambos sexos, también poseedores de esa “oscuridad” pero cuya voluntad de luchar contra sus impulsos sexuales sería menos cierta (Dyer, 1997: 27-29).

La época que se está analizando fue impregnada de sexo, lo cual generó una nueva relación entre “blancura” y “oscuridad”. Sin embargo, no implicó la desvaloración de la primera: fiel a su poder representativo, lo “blanco” absorbe lo “oscuro”, haciéndolo parte de su sistema normativo. Aunque se admita que el sexo pueda ser practicado más a menudo, con mejores técnicas e incluso antes del matrimonio, su dimensión sigue siendo aquella de la pareja y su finalidad, generalmente, la reproducción. La diferenciación entre “libertad” y “libertinaje” es diciente: el sexo es una actividad que puede ser ejercida más libremente que en pasado, pero no de manera descontrolada; debe ser “controlado”, razonado, racionalizado, reconducido en los cauces de una norma. Las publicidades de una marca de

83 En sus estudios sobre las ideas acerca del color de la piel en la Edad Media, Van der Lugt y Biller han mostrado la relación que se estableció en esa época entre la piel “negra” y la sexualidad. Originada en climas calientes por los efectos quemantes del sol, siempre debido a los efectos del calor, determinaría una sexualidad descontrolada y bestial (Van der Lugt, 2005: 448-455). Por su parte, Biller ha mostrado cómo en la Edad Media se racionalizó la idea aristotélica según la cual, por tener más calor, las personas “oscuras” o “negras” tendrían un mayor deseo sexual (Biller, 2005: 484-85). Capítulo 4. La edad morena 241

preservativos, publicadas en Cromos en 1978, muestran este aspecto. Su eslogan enfatizó la preferencia de las mujeres para hombres que, acudiendo a ese método contraceptivo, se “preocupa[ba]n por ellas”. Aunque no especificara el tipo de relación entre los potenciales consumidores del producto, la terminología usada remitía a relaciones sexuales en el marco de la pareja casada, siendo el uso del preservativo una cuestión de “planificación familiar”, dirigida al ejercicio de una “paternidad responsable” (C-3157, 1978: 18; C-3165, 1978: 88). Más que subvertir el orden tradicional, conceptos como familia, paternidad, planificación y responsabilidad parecen más bien perpetuarlo, adaptando sus valores al nuevo contexto cultural.

Lejos de estimular el libre disfrute del placer sexual, la promoción de los métodos contraceptivos escondía la preocupación por un fenómeno que caracterizó muchas sociedades occidentales de la época: el control de la natalidad. Entre 1951 y 1973, la población colombiana se duplicó, pasando de 11 millones y medio de habitantes a casi 23, con un crecimiento anual que, en la década de los sesentas, había llegado al 3.2% (Carmona, 2005: 467; Bushnell, 1996: 324). A mediados de los años sesenta, el tema entró en la agenda pública con el surgimiento de Profamilia (1965), la incorporación de acciones de planificación familiar al programa materno-infantil del Ministerio de Salud (1967) y la cooperación técnica de gobiernos, fundaciones y agencias extranjeras. Resultado, la reducción de la tasa de hijos por mujer de 7 a 4.7 entre 1965 y 1975, más rápida en los centros urbanos, más lenta en las zonas rurales (Gómez, online). Controlar la natalidad implica controlar la sexualidad, gobernarla para contrastar las consecuencias sociales y económicas de su ejercicio “irresponsable”; retomando el slogan de la marca de preservativos, es una cuestión de “responsabilidad” frente a la familia y, por lo tanto, a la sociedad. “Responsabilidad” e “irresponsabilidad”, capacidad e incapacidad de previsión, son ideas social y racialmente marcadas, las primeras consideradas distintivas de las clases medias urbanas y de los “blancos”, las segundas de los sectores populares, de los campesinos y de las minorías étnico-raciales. Según un periodista de Cromos, la miseria de Tumaco, ciudad de mayoría de población afrodescendiente, sería reproducida constantemente por causa de la explosión demográfica, objetivo al que se dedicarían “con 242 Capítulo 4. La edad morena

el mayor entusiasmo” sus habitantes; ejemplo de ello, la historia de un pescador polígamo, que vivía con sus cuatro esposas y sus 18 hijos (C-2836, 1972: 57 y 59); situación parecida en Buenaventura donde, según otro, se notaba tanto la explosión demográfica “que causa risas ver cómo pasan señoras grávidas frente a los letreros de Profamilia” (C-3063, 1976: 20); finalmente, para una periodista de la revista Laura, explosión demográfica y control de la natalidad serían temas desconocidos a las mujeres indígenas, para quienes tener hijos sería una función “habitual y frecuente”, y el embarazo no representaría un inconveniente para la realización de sus labores diarias (L-16, 1975: 40). Los tres documentos permiten trazar un mapa socio-racial de la “irresponsabilidad” sexual y económica, tal como imaginado por sus autores. Aunque con temas diversos respecto al pasado, la asociación entre urbanismo, capitalismo, blancura, responsabilidad y “civilización”, permanece inmutada, así como aquella de sus opuestos con poblaciones “oscuras”. Sin embargo, no se trata de una contraposición maniquea, que asigna a la primera un valor intrínsecamente positivo y a la segunda uno intrínsecamente negativo; los dos aspectos están en constante tensión. Aunque gobernado y racionalizado, el sexo sigue representando un elemento subversivo, generador de tensión, especialmente cuando su práctica más libre por parte de las mujeres parece llevar a una subversión del orden de género. En ese aspecto, los grupos ubicados más allá de las fronteras de la “civilización” y del progreso pueden volverse ejemplo de un orden que la sociedad “civilizada” había perdido. Así, en un reportaje sobre los indígenas arhuacos, la periodista Zulima Palacio subrayó cómo en esa comunidad los papeles de hombres y mujeres estaban “perfectamente bien definidos (…) respetando cada uno su posición y deberes dentro de su campo” cosa, subrayó casi con añoranza, “no muy común en la civilización” (C-3081, 1977: 54-56)84. Un tema parecido se encuentra en un

84 Un fenómeno parecido ocurrió con la añoranza del pasado. Según advirtió un psicólogo estadounidense, aunque los seres humanos estuvieran “haciendo el amor más a menudo y de manera más perfecta”, la técnica y la habilidad en las relaciones sexuales se estaban imponiendo sobre el romance y la satisfacción emocional; todo esto, por efecto de la confusión generada por la independencia de las mujeres y su nuevo papel en la sociedad (C-2944, 1974: 30). Preocupaciones parecidas fueron expresadas por personajes famosos como la actriz francesa Brigitte Bardot, quien en una entrevista se declaró a favor de que las mujeres usaran pantalones durante el día, pero también que volvieran a usar, por la noche “vestidos largos con profusión de encajes y todas aquellas arandelas que constituían el encanto de las mujeres de antaño” (C-2945, 1974: 77). Siguiendo esta idea, la modista Catherine Fernández lanzó una colección cuyo objetivo era “devolver a la Capítulo 4. La edad morena 243

reportaje sobre la población de los Llanos, cuyos hombres fueron descritos como en constante lucha para el dominio sobre una naturaleza hostil. Concluyó su autor:

“Para la mujer que lo ama y sabe cuánto tiene que soportar, el llanero no es simplemente un hombre; el llanero es ‘el hombre’. Y quizá con esto a él le baste para continuar en aquella tierra sacrificándose, luchando y venciendo. Y es que no es fácil hoy, en el mundo, tener la oportunidad de ser siempre, para la mujer, ‘el hombre’” (C-2523, 1966: 53)

La revolución sexual suscitó reacciones contradictorias en quienes intentaron trazar un balance de sus efectos. Nuevas concepciones sobre la feminidad, la masculinidad y la sexualidad se insertaron en un contexto en que la blancura mantuvo su carácter de normalización de los individuos, incluso cuando acogió las novedades generadas por las dinámicas sociales cambiantes. La relación género/sexualidad/blancura aparece en su complejidad si se analiza desde el punto de vista de los ideales estéticos, objetivo del siguiente apartado.

2. El encanto del mestizaje: sexo, belleza y orden social

El 12 de octubre de 1972 se cumplieron 480 años de la llegada de los españoles al continente americano. Para celebrar el aniversario, Cromos abrió su edición 2856 con una portada en que estaba retratado un grupo de mujeres, presentadas en el reportaje correspondiente como “las más bellas de la raza colombiana”. Dos de los artículos que la revista dedicó al Día de la Raza trataron, directa o indirectamente, la relación entre mestizaje y belleza: una historieta en que el humorista Pepón reconstruyó irónicamente el

mujer esa encantadora delicadeza, e inclusive esa apariencia de fragilidad que hacía correr hacia ella a los hombres” (p. 77). Opiniones contradictorias acerca del presente se encuentran también en las opiniones expresadas por la Señorita Atlántico y la Señorita Cundinamarca 1978. Interrogadas sobre la época en que le hubiera gustado vivir, la primera contestó a favor de la actual, en que las mujeres y los hombres tenían las mismas oportunidades y no existía la educación represiva de antes; la segunda, a favor de los años treinta, cuando “los hombres eran más románticos y las mujeres más femeninas” (C-3171, 1978: 83). 244 Capítulo 4. La edad morena

proceso de mezcla desde la época colonial hasta la actualidad, y el mencionado reportaje, centrado en los efectos benéficos del mestizaje, apreciables en las seis jóvenes de la portada. Ambos coincidieron en indicar en ese 12 de octubre la fecha de nacimiento de la “raza colombiana” (C-2856, 1972: 24), comenzando ese mismo día, “sin pérdida de tiempo”, la mezcla racial en el continente (p. 56). Sin embargo, la opinión acerca de sus efectos era opuesta. Tema predominante de la historieta de Pepón era el “desorden” físico y moral generado por el mestizaje. El caricaturista se mostró pesimista acerca del “mejoramiento de la raza” que, en la primera viñeta, dos españoles anunciaban a una mujer indígena como objetivo de su llegada: la mezcla se traduciría más bien en una heterogeneidad racial, delatada por la variedad de colores de piel y un “mosaico” de rasgos, testimonios de las contribuciones de cada grupo en la fisionomía de los colombianos (viñetas 2 y 3). Este “desorden” físico se acompañaría con uno de tipo moral: “La Rubiera” (es decir, desorden que causa daños y destrozos; RAE, online) era el nombre de una cantina a la que un “mejorador de la raza” invitaba a un hombre indígena, determinando la destrucción de las comunidades nativas. Resultado, una “raza” lejana de los ideales estéticos, caracterizada por una “dureza monolítica” parecida a aquella de las esculturas precolombinas (viñeta 6) (C-2856, 1972: 24-25; ilustración 4.2).

Ilustración 4.2. “La raza” (C-2856, 1972: 24-25)

Capítulo 4. La edad morena 245

Opuesta era la interpretación del mestizaje planteada en el reportaje sobre “las más bellas de la raza colombiana”. Allí, la mezcla racial fue considerada origen de la belleza de las seis jóvenes “de todos los colores” (“blancas, negras, trigueñas, amarillas, mulatas”) retratadas en la portada. Cada una, era descendiente de los grupos étnicos que habían poblado el Nuevo Mundo, testimonio de “lo que había producido en materia femenina (…) la fusión de razas”. El reportaje presentó un breve relato histórico de la mezcla racial, comenzada el mismo 12 de octubre de 1492, con el primer contacto (sexual) de hombres españoles y portugueses con mujeres indígenas; de él, nacería una nueva figura, el mestizo, punto de unión entre esos dos mundos. Las seis mujeres de la portada eran el producto de esa historia. Al final del artículo se reveló su identidad, indicando su respectiva racialización: la barranquillera Cecilia Marriaga, cuyo cabello “african-look”, se afirmó, “habla por sí solo”, es decir, era prueba evidente de su identificación como afrodescendiente; la “mulata” Yolanda Solano; las “rubias” Piedad Cogollo, Dora Piedrahita y Alicia Delgado, representantes implícitas de los “blancos”. La representación indígena parece atribuida a una Consuelo Wuman, indicada sin embargo como una especie de “‘bella embajadora’ del Japón en Colombia”. Además que por sus fotos, el mestizaje estaba ilustrado con una serie de pinturas de castas de la época colonial85, que inspiraron a su autor a proponer un juego: cada lector y lectora debería hallar su proprio origen en una lista de los grupos raciales que se habían mezclado históricamente y entre las categorías surgida de esa mezcla; el premio: una foto (sic) del primer antepasado del ganador que había llegado a América86 (C-2856, 1972: 56-59). La ironía del premio se basaba en la

85 Los cuadros de casta que ilustraron el artículo eran: de lobo con china, gíbaro; de gíbaro con mulata, albarazado; de albarazado con negra, canbujo; de canbujo con india, sanbaigo; de sanbaigo con loba, calpamulato; de calpamulato con canbuja, tente en el aire; de tente en el aire con mulata, no te entiendo. 86 Respecto a los cuadros que ilustraban el artículo, esta lista era más larga, comprendiendo las siguientes mezclas: de español con india resulta mestizo; de mestizo con española resulta castizo; de castizo con española resulta español; de español con negra resulta mulato; de mulato con española resulta morisco; de morisco con española resulta chino; de chino con india resulta salta-atrás; de salta-atrás con mulata resulta lobo; de lobo con china resulta jíbaro; de jíbaro con mulata resulta albarazado; de albarazado con negra resulta cambujo; de cambujo con india resulta zambaigo; de zambaigo con loba resulta calpamulato; de calpamulato con cambuja resulta tente-en-el-aire; de tente-en-el-aire con mulata resulta no-te-entiendo; de no- te-entiendo con india resulta torna-atrás; de español con morisca resulta albino; de lobo con india resulta zambaigo; de mulato con zambaigo resulta ahí-te-estás (C-2856, 1972: 59) 246 Capítulo 4. La edad morena

imposibilidad, en un contexto de fusión de “razas”, de ubicar exactamente aquellas de las que se descendía, implicando el mestizaje la cancelación de cualquier frontera racial. Al mismo tiempo, esas fronteras eran reafirmadas, representando cinco de las seis jóvenes diferentes grupos étnico-raciales: el mestizaje era fusión, pero también distinción entre “razas”.

Como ha mostrado Wade (1997 y 2003), no existe una única interpretación del mestizaje. Elemento de identidad, puede estar asociado con fenómenos diversos e incluso opuestos, evidentes cuando relacionados con las ideas acerca de la estética. Asociado al “desorden”, se vuelve sinónimo de fealdad; asociado con el orden, de belleza. De hecho, al expresar simetría y armonía, la belleza es considerada manifestación de un orden físico que, relacionado con la identidad de una nación, expresa su orden social. La portada de la edición 2856 de Cromos bien representa esa idea. Aunque, como se anunciaba en el reportaje, las seis jóvenes representaban el producto de la fusión de “razas”, solamente a una era atribuido un origen mezclado siendo, como “mulata”, producto de la unión entre “blancos” y “negros”; las demás, representaban las tres “razas” como elementos “puros”: tres “blancas”, una afrodescendiente y una (se deja entender) indígena. El mestizo está ausente como categoría racial, tanto en su significado de mezcla genérica, como en su significado colonial de mezcla entre “blanco” e indígena (RAE, 1970: 871). Su distribución numérica muestra una nación que, aunque reconociera la presencia de minorías étnico- raciales, seguía asignando un lugar predominante al componente “blanco”, confirmado por la distribución espacial de las seis mujeres, reflejo del orden racial colombiano tradicional, con las tres “blancas” de pie, dominando sobre las dos minorías y la mezcla87 (ilustración 4.3). La representación de ese orden contiene una novedad: el reconocimiento de la presencia afrodescendiente y de su mezcla con los “blancos”, paralelo a una relativa

87Además que en la portada, las seis jóvenes aparecieron en tres fotos que ilustraban el reportaje. Solamente una las retrataba en grupo, reproduciendo casi exactamente el orden de la portada; en las otras dos aparecieron dos mujeres “blancas” y la joven “mulata” y solamente dos “blancas”, respectivamente (C-2856, 1972: 56). Capítulo 4. La edad morena 247

invisibilización de los indígenas, evidente en la “orientalización” a la que es sometida la (supuesta) representante de ese grupo88.

Ilustración 4.3. “Las chicas de la portada. Las más bellas de la ‘raza colombiana’”(C-2856, 1972: 1 y 56).

88 Coherentemente con el significado original del término, hasta mediados del siglo XX las representaciones del mestizaje enfatizaron la mezcla entre españoles e indígenas, marginalizando la contribución de la población de origen africano (Pisano, 2012: 77-78). 248 Capítulo 4. La edad morena

Una vez más, el cuerpo femenino es el medio a través del cual se representa la nación, su historia y actualidad: en pocas palabras, su identidad, no como fenómeno estático sino en continuo cambio. Diferentemente racializadas, simbólicamente homogéneas en lo relacionado con su ubicación de clase y edad, las seis jóvenes encarnaban una Colombia en que el mestizaje ya no era considerado solamente una vía para lograr el blanqueamiento sino para visibilizar –por lo menos formalmente– la participación de los grupos étnico- raciales presentes en ella. Se puede vislumbrar en esta foto uno de los embriones de la Colombia pluriétnica y multicultural que 19 años después será reconocida en la nueva Constitución política. De esa identidad encarnan las rupturas y continuidades. De hecho, la portada de Cromos confirma la belleza como una expresión de la modernidad, de su aparente democracia, así como de las asimetrías que siguen operando en las ideas acerca de la inserción en ella de los grupos minoritarios. Las seis mujeres representan la modernidad a partir de una concepción tradicional de la jerarquía nacional. Diferentes y jerarquizadas por sus rasgos físicos y racialización, son iguales por su identificación con la nación. Sobreentendido de la imagen es otro elemento común: su relación con el consumismo y las (grandes) ciudades, espacios privilegiados de expresión de la belleza moderna. De allí la diferente participación numérica de las distintas “razas” que conforman el mestizaje colombiano. Si se mira en términos raciales y representaciones de género la Colombia exaltada en esta imagen es un país que, más que como mestizo, se representa a sí mismo como “mulato”, es decir, mezcla “blanco” y “negro”, marginalizando y des-indigenizando al componente amerindio, como tal ausente en la idea de belleza. Retomando los planteamientos de Nira Yuval-Davis (1997), al cuerpo –o a los cuerpos– femenino(s) le corresponde la tarea de encarnar y reproducir lo nacional, establecer sus fronteras, marcar sus jerarquías y contradicciones. Si anteriormente, el mestizaje fue un medio para exaltar principalmente el componente blanco –según las dinámicas complejas que se analizaron en el capítulo 3–, ahora se vuelve la base para exaltar la diversidad nacional a través de varios cuerpos que se relacionan entre ellos según dinámicas complejas.

Desde otra perspectiva, la portada de Cromos parece exaltar la inclusión de mujeres de diferentes grupos raciales en los ideales estéticos, análoga a la que estaba ocurriendo en el Capítulo 4. La edad morena 249

mundo occidental89, mostrando también el lugar adquirido por la mezcla racial en su concepción. Para entender ese fenómeno, es oportuno volver a la relación entre “raza” y sexo. Como se vio en el apartado anterior, desde una perspectiva “blanca” el sexo es un impulso “oscuro”, así como física y ontológicamente “oscuros” son considerados los grupos “no blancos” a los cuales han sido históricamente atribuidos una mayor libertad y desenfreno sexual. Como mostraron las historietas de La extraña historia de los colombianos analizadas en el capítulo anterior, y aquella de Pepón publicada con ocasión del Día de la Raza de 1972, el mestizaje puede ser interpretado como la sujeción de hombres “blancos” a sus impulsos, provocada por el encuentro cultural y sexual con mujeres no-blancas. Como planteado por Wade, el mestizaje es un fenómeno impregnado de nociones que remiten al sexo, como reproducción, genealogía, familia, parentesco (Wade, 2013: 46-47). En su base están las relaciones coloniales determinadas por la expansión europea y la conquista de amplios territorios representada, entre otros aspectos, por el acceso (consensual o no) de hombres blancos al cuerpo de mujeres no-blancas. El mestizaje, por lo tanto, se funda en relaciones desiguales de “raza”-género-clase, en las cuales la sensualidad atribuida a las unas, y la imposibilidad de los otros de dominar el deseo sexual que suscitan en ellos, son consideradas la causa primera de la mezcla de la cual surgirían los pueblos latinoamericanos. De hecho, ha observado Ronald Hyam para el

89 Los resultados de concursos internacionales de belleza como Miss Universo y Miss Mundo muestran esa inclusión. En la década de 1970, las ganadoras de Miss Universo fueron las representantes, respectivamente, de: 1970, Puerto Rico (finalistas: Estados Unidos, Australia, Japón y Argentina); 1971, Líbano (finalistas: Australia, Finlandia, Puerto Rico y Brasil); 1972, Australia (finalistas: Brasil, Venezuela, Israel, e Inglaterra); 1973, Filipinas (finalistas: Estados Unidos, Noruega, España e Israel); 1974, España (finalistas: Gales, Finlandia, Colombia y Aruba); 1975, Finlandia (finalistas: Haití, Estados Unidos, Suecia y Filipinas); 1976, Israel (finalistas: Venezuela, Gales, Escocia y Australia); 1977, Trinidad y Tobago (finalistas: Austria, Escocia, Colombia y Alemania); 1978, Suráfrica (finalistas: Estados Unidos, España, Colombia y Suecia); 1979, Venezuela (finalistas: Bermuda, Inglaterra, Brasil y Suecia). Las ganadoras de Miss Mundo fueron: 1970, Granada (finalistas: África del Sur, Israel, Suecia, Sudáfrica, Brasil y Reino Unido; 1971, Brasil (finalistas: Reino Unido, Portugal, Guyana, Jamaica, Estados Unidos y Francia); 1972, Australia (finalistas: Noruega, Israel, Austria, India, Finlandia, Reino Unido); 1973, Estados Unidos (finalistas: Filipinas, Jamaica, Israel, Sudáfrica, República Dominicana, Reino Unido); 1974, Reino Unido (finalistas: Sudáfrica, Israel, Australia, Estados Unidos, Suecia, Japón); 1975, Puerto Rico (finalistas: Alemania, Reino Unido, Cuba, Yugoslavia, Haití, Venezuela); 1976, Jamaica (finalistas: Australia, Guam, Reino Unido, Finlandia, Holanda, Turquía); 1977, Suecia (finalistas: Holanda, Alemania, Brasil, Estados Unidos, Reino Unido, Australia); 1978, Argentina (finalistas: Suecia, Australia, México, España, Reino Unido, Suiza); 1979, Bermudas (finalistas: Reino Unido, Jamaica, Australia, Suiza, Brasil, Austria). 250 Capítulo 4. La edad morena

caso del imperio británico, la sexualidad representó la punta de lanza para el contacto racial (citado en Young, 1995: 5). Sexo y mestizaje encubren entonces teorías sobre el deseo (Young, 1995: 9), aunque desarrolladas de manera ambivalente: mixto de atracción, al unir personas y culturas que se transforman mutuamente, y repulsión, al distinguirlas y contraponerlas (p. 19).

En la década de los setenta, la valoración de la dimensión sexual de los individuos trajo consigo aquella de la “oscuridad”, de la que el mestizaje es una de las expresiones. Según un periodista, la “enigmática belleza” de la modelo Josephine Lemson se debería al haber nacido del “cortocircuito de dos mundos”, provocado por el encuentro entre una mujer hawaiana y un aventurero alemán, incapaz de resistir “la fascinación de los mares del sur”. A la herencia materna, Josephine debería su “excepcional piel de aceituna”, y a la “raza alemana” de su padre sus proporciones, volúmenes, peso y medidas, demostrando “que la mezcla sirve para mejorar la raza, tanto la raza malasia como la raza aria” (C-2862, 1972: 70)90. El mestizaje es entendido aquí como mejoramiento mutuo, e incluso señal de modernidad: en otra ocasión, Lemson fue descrita como una muchacha “muy moderna” por su temperamento independiente, su estilo de vida (practicaba deporte y había viajado en el exterior) y manera de vestir, así como por su aspecto físico (C-2910, 1973: 18-19).

El mestizaje remite a un fenómeno parecido al “cortocircuito”, es decir, la reacción generada por el encuentro accidental entre dos polos opuestos (RAE, online): uno “civilizado” y “blanco”, el otro “primitivo” y “no blanco”. Fenómeno complejo, no se traduce necesariamente en la eliminación de lo “negro” y lo indígena a través del blanqueamiento, sino puede implicar su re-creación y reconstrucción activa, creando un “mosaico” (Wade, 2003: 277-282). Ese proceso de re-creación y reconstrucción involucra también lo “blanco”, siendo el mestizaje un fenómeno dialógico, que según la manera en que se exprese puede implicar tanto el blanqueamiento de lo “oscuro” como el

90 De manera parecida, la “rara belleza” y la “increíble y armónica figura de la modelo Kalani Mickle se deberían a las mezclas de las que había nacido: ojos portugueses, feminidad china, pelo rojo irlandés, “exuberancia teutona” y piel canela de las mujeres de las islas del Pacífico (C-2991, 1975: 79). Capítulo 4. La edad morena 251

oscurecimiento de lo “claro”. Esa multiplicidad de facetas se puede observar en tres reportajes sobre otras tantas jóvenes estadounidenses, dos indígenas y una “blanca”. La primera, hija de un cacique, tras haber vivido todas su vida “con la naturaleza”, había sido seducida por la “civilización”, convirtiéndose en una modelo (C-2921, 1974: 90-91); la segunda, también indígena, se había resistido a abandonar “su vida y costumbres primitivas” y “pasadas de moda”, y a entrar en la sociedad de consumo (C-2946, 1974: 42- 43); la tercera, una joven blanca que había elegido abandonar la “civilización” y había sido “adoptada” por una tribu indígena, entrando a ser parte del “mundo primitivo” (C-2948, 1974: 46-47). La dicotomía civilización/primitivismo es el común denominador de los tres relatos, fundados en la renuncia del uno a favor del otro. Las decisiones tomadas por sus protagonistas no tienen la misma implicación: la primera se “civiliza”, la segunda decide quedarse en su mundo “primitivo” y “pasado de moda”, la tercera deja el mundo “civilizado” por el “primitivo”. Sin embargo, el material fotográfico que ilustra sus historias las muestra todas vestidas a la manera indígena y como símbolos sexuales, exhibiendo sus cuerpos desnudos o semidesnudos. Así, si la indígena no se vuelve “blanca”, la “blanca”, aún sin dejar de serlo, se “indigeniza” adquiriendo sensualidad. Al basarse en la desnudez, total o parcial, del cuerpo, la “blancura” se apropia de una característica culturalmente asociada con el “salvajismo”, haciendo de ella un componente de la “civilización” y de la “modernidad”. Ejemplo de ello es la modelo australiana Jill Johnston. Para un periodista de Cromos, representaba “la mujer de los años 70”, siendo “independiente, liberada, hermosa, despampanante y retadora”, en busca de un hombre que fuera lo suficientemente “moderno” para ella y que entendiera su ritmo de vida (C-2940, 1974: 92-93). Representación gráfica de su “modernidad”, una serie de fotos que la retrataban desnuda, o bajando maliciosamente la parte inferior de un bikini (ilustración 4.4). El cabello claro y el color de piel identifican a Johnston como “blanca”. Sin embargo, su blancura ya no es aquella de-sexualizada de las mujeres de las colonias (Stoler, 2002: 44); por el contrario, ostenta esa carga erótica que históricamente ha sido atribuida a las mujeres de las minorías raciales, y de la que la blancura se había apropiado gracias a la 252 Capítulo 4. La edad morena

Ilustración 4.4. Jill Johnston, “la mujer de los años 70s” (C-2940, 1974: 92)

nueva moral introducida por la “revolución sexual”. Jill es “blanca” porque es “moderna”, y es “moderna” porque se apropia de lo sensual y, en los términos propuestos por Dyer, de lo “oscuro”, encarnando simbólicamente el encuentro entre lo “salvaje” y lo “civilizado” que está en la base de la retórica del mestizaje.

Un fenómeno parecido se puede observar en relación con el peinado y el vestuario. Algunos estudios sobre el tema (Craig, 2002; Sherrow, 2006) han enfatizado las prácticas de blanqueamiento de la apariencia realizadas por personas de las minorías étnico-raciales, quienes en diferentes sociedades han adoptado las maneras de vestir, peinarse y maquillarse de las mayorías “blancas”, medios de aceptación social que podían garantizar mejores empleos y mayor atractivo respecto a quienes mantuvieran un aspecto que delatara un origen racial desvalorado (Sherrow, 2006: 17). Aunque la situación no cambie radicalmente, en la década de 1970 se puede observar un proceso parcialmente inverso: la adopción, por parte de un público “blanco”, de elementos estéticos de esas minorías. Capítulo 4. La edad morena 253

Principal punto de referencia es África o, para decirlo mejor, cierta idea de ese continente. Anteriormente desprestigiado, África se volvió ahora el continente “de moda” y “de la moda”, como afirmó una colaboradora de Cromos (C-3111, 1977: 81). En el peinado, los movimientos de reivindicación de la población afroestadounidense determinaron la notoriedad del cabello al estilo “afro”, símbolo de identidad y orgullo racial, acogido como una moda por una parte de la juventud blanca (Sherrow, 2006: 22). Los viajes al Caribe, unidos a los discursos reivindicatorios, estimularon además la moda de las “trenzas africanas”91. No se conocen datos acerca de la difusión de esos peinados en Colombia. El material fotográfico proporcionado por revistas como Cromos y Laura permite plantear una acogencia muy limitada por parte de las mujeres blancas del país. Como veremos en el apartado sobre la “belleza negra”, la difusión del estilo “afro” parece limitada a la población afrodescendiente. Sin embargo, un reportaje de 1971 informó sobre la demanda de pelucas “african look” por parte de algunos “hippies ricos” para darse un aspecto “más sofisticado” (C-2806, 1971: 70). En otra ocasión, Cromos publicó en su portada la foto de una joven modelo, llevando un peinado que recordaba el “afro” (C-2898, 1973: 1). En cuanto a las “trencitas africanas”, la difusión de esa moda fue inicialmente acogida con cierta ironía. La curadora de la sección La semana de Gloria reconoció a ese peinado la ventaja de ser realizado solamente una vez al mes, dado que “ni el viento ni las almohadas deben mover un pelo”, preguntándose al mismo tiempo quiénes podrían hacerlo y llevarlo, “aparte de las lindas y ociosas mujeres de las tribus africanas” (C-3111, 1977: 81). Diferente fue su opinión unas semanas después, cuando volvió a hablar del tema tras haber encontrado las fotos de una “belleza colombiana” llevándolas. Se trataba de una pereirana, funcionaria de las Naciones Unidas en Ginebra quien, siguiendo las tendencias de la moda, había adoptado las trencitas congolesas, peinado que destacaba “las líneas muy clásicas de su rostro” (ilustración 4.5; C-3120, 1977: 63). De elemento que, aunque estéticamente agradable y práctico, delataba el ocio y la lejanía de la modernidad de quienes lo

91Algunos artistas contribuyeron a la fama de esos peinados. En esa época, el “afro” fue llevado por ejemplo por la cantante Barbra Streisand y el músico Art Garfunkel, quienes acudían a la permanente para lograrlo. En cuanto a las trenzas africanas, se volvieron particularmente famosas a finales de la década, después de que la actriz Bo Derek las llevara en la película Ten (1979) (Sherrow, 2006: 22 y 97). 254 Capítulo 4. La edad morena

adoptaban, las trencitas se vuelven símbolo de la misma e incluso un medio para destacar la blancura, como deja entender la referencia a las líneas “clásicas”, eso es, “europeas” de la funcionaria.

Ese imaginario contradictorio sobre África se encuentra también en dos reportajes sobre las nuevas tendencias de la moda, publicados en 1975 y 1977 en la revista Laura. El primero estaba centrado en la “petro-moda”. Inspirada en los atuendos típicos de los nómadas de la región árabe, había sido creada por algunos modistos europeos rescatando prendas como caftanes, sandalias, túnicas, turbantes, y adornos como brazaletes y collares, que las mujeres (occidentales) podrían utilizar especialmente en climas calientes (ilustración 4.6; L-9, 1975: 51-55). El segundo, publicado en previsión del verano 1977, propuso a las lectoras una colección inspirada en los vestidos tradicionales de las mujeres marroquíes, aconsejados a aquellas colombianas que quisieran darse un aire “africano”, “elegante” y “diferente”, usando una djellaba (“atuendo clásico de los árabes del desierto”) como “sofisticada” salida de baño o “cómoda” bata de casa, o vistiendo caftanes y turbantes que les darían un toque de elegancia (L-12, 1975: 4-9).

Estas narrativas parecen sustentar la idea de una mutua influencia entre “occidente” y “oriente”, “Europa” y “África”, “blanco” y “no blanco”: los primeros ganarían en exotismo, elegancia, sensualidad y belleza; los segundos en “civilización” y “finura”. Sin embargo, evidencian también la asimetría de esa relación, y el diferente valor atribuido a cada una de las partes. Este aspecto es evidente en el reportaje sobre la “petro-moda”. La descripción de algunos modelos enfatizó el “mejoramiento” aportado por sus creadores a las prendas originales: así, al describir aquella que abría el reportaje, se subrayó que hubiera podido ser llevado por la esposa del rey de Arabia Saudí, con la diferencia que ésta no luciría tan linda como la modelo francesa de la foto (ilustración 4.7); unas páginas adelante se subrayó la “sofisticación” que “Inglaterra y Francia”, es decir, los modistos Pierre Cardin y Jean Muir, habían aportado a un par de sandalias y a un vestido inspirados “en Arabia”, así como que ninguno de los beduinos que llevaban el modelo original de una túnica de esa colección se soñaría jamás llevarla con sandalias firmadas por Charles Jourdan y un turbante de Bianca Buscaglia (L-9, 1975: 51-55). Capítulo 4. La edad morena 255

Ilustración 4.5. “Belleza colombiana” con trencitas congolesas. “Como es lógico, sigue las tendencias de la moda actual, que destacan las líneas muy clásicas del rostro” (C-3120, 1977: 63).

Ilustración 4.7. Moda “oriental”: “Este puede ser un atuendo de la única esposa del amo y rey del petróleo, el piadoso rey Faisal. Lo que pasa es que, con seguridad, ella no luce tan Ilustración 4.6. Moda “africana”. “Este es el linda como la francesita que ha servido de modelo” (L-9, caftán que ha tomado de asalto la moda 1975: 51). occidental (…). Las marroquíes los llevan sobre pantalón” (L-14, 1975: 6).

256 Capítulo 4. La edad morena

Muchas de estas nuevas tendencias estaban dirigidas a un público de mujeres colombianas que, “orientalizándose” o “africanizándose”, podían expresar su modernidad, dándose un aire exótico y sensual. Sin embargo, en lo que a exotismo y sensualidad se refiere, Colombia tenía una posición ambivalente. Por un lado, estaba el público al que se dirigían esos consejos: genérico y no marcado racialmente, adquiría un estatus implícito de “blanco”; por el otro estaba un imaginario acerca del país que lo marcaba como “no blanco”, generador y no solamente receptor de exotismo y sensualidad. Paulatinamente, ese imaginario estaba siendo acogido como elemento de identidad. En 1977, un grupo de modistos locales creó una colección, presentada al salón del Prêt-à-porter de París, cuyos temas estaban inspirados en las artesanías de Colombia. Al presentarla a su público, la revista Laura seleccionó algunas que representaban “los colores de tierra, de sol ardiente, de flores tropicales y de fruta de nuestro país”. Tejidos y diseños de la colección estaban inspirados en el mundo rural y en las culturas indígenas: telas de hamacas que estilizaban la manta tradicional guajira convirtiéndola, de manera parecida a los conjuntos “africanos” de los que se habló anteriormente, en atuendos para la playa; vestidos de algodón realizados con las molas fabricadas por los indígenas Cunas y aquellos de las islas de San Blas; trajes de lienzo para el verano bordados en retazos y lanas por las campesinas de Fonquetá y La Calera; modelos de noche adornados con las “chumbes”, tiras de colores fabricadas por los indígenas del Putumayo; monteras y ruanas como atuendos invernales (L-36, 1977: 47-53). Percibidos localmente como “exóticos”, lo rural y lo indígena terminaron confirmando su estatus, pero convertidos en símbolos que identificaban al país. Un fenómeno parecido se puede observar en relación con el color de la piel.

3. Piel, mestizaje y nación: ideas sobre morenidad y latinidad

La fisonomía de los individuos es la manifestación visible del mestizaje. Entre los rasgos físicos, el color de la piel ocupa un lugar de particular importancia en los discursos estéticos, delatándose por medio de él estilos de vida, hábitos de clase, origen racial. Capítulo 4. La edad morena 257

Coherentemente con el clima de la época, en los años setenta se destaca su papel en la atracción sexual. Todo el arsenal del que la piel disponía, se lee en un artículo, estaba puesto “al servicio del amor”: pelos, glándulas, secreción, rubor y, para el tema que interesa a esta investigación, “color”, como comprobaban la difusión del bronceado y la idea de que un cuerpo “dorado” por el sol sería más atractivo (C-2955, 1974: 55-57). La publicidad de una línea de cosméticos de la marca Max Factor ayuda a entender el significado atribuido a este término. Ilustrada por un rostro femenino dividido en dos partes, una clara y la otra oscura, invitó a sus consumidoras a dejar de ser mujeres “en blanco y negro” para vivir “toda la magia del color” (C-2840, 1972: 55; ilustración 4.8). Aquí, “color” indica una tonalidad ajena a esos dos opuestos: como muestra la imagen, es “oscuridad” y, en los años setenta, “oscuridad” es belleza. Siguiendo la tendencia comenzada en las décadas anteriores, en esa época se multiplicaron las invitaciones a “oscurecerse” a través del bronceado, y no solamente durante las vacaciones: aprovechando el desarrollo de nuevas tecnologías, como las lámparas de heliocura, una persona podía hacerlo en cualquier época

Ilustración 4.8. Publicidad línea de cosméticos Max Factor (detalle) (C-2840, 1972: 55).

258 Capítulo 4. La edad morena

del año con la ventaja, respecto al baño de sol en la playa, de lograr un “moreno más regular” (C-2840, 1972: 88). Consejos sobre la manera mejor de broncearse, conservando esa tonalidad más tiempo posible, aparecieron regularmente en las revistas de moda. Por ejemplo, un artículo de Laura sugirió a las lectoras métodos para oscurecer aún más la tonalidad de su piel, aplicándose una jalea colorada sobre base dorada (L-7, 1975: 68). A diferencia del pasado, el público colombiano comienza a aparecer como destinatario explícito de esos consejos. Cromos, por ejemplo, dirigió algunos a “los de ruana”, es decir, a los habitantes de la región andina quienes, por llegar de un clima frío, al ir de vacaciones en la playa deberían tomar particulares precauciones para evitar el peligro de insolaciones (C-2840, 1972: 88); para una joven lectora de Laura, broncearse era “el mayor atractivo” de las vacaciones (L-28, 1976: 37). El bronceado aparece también entre los remedios tomados por la Señorita Huila 1977, Constanza Mejía Navia, para corregir uno de los “defectos” que limitarían sus posibilidades de éxito en el Concurso Nacional de la Belleza: su piel “demasiado blanca” (C-3113, 1977: 15). Igualmente valorado fue el “color” de aquellas mujeres que, por vivir en regiones calientes, estaban constantemente expuestas a los rayos solares. En 1972, un periodista de Cromos lamentó que en Colombia la televisión fuera en blanco y negro, hecho que impedía a la audiencia gozar del encanto principal de la presentadora caleña Margarita Vidal: su color “dorado-canela-rojizo”. Fácil de conservar en el Valle o en la Costa, había logrado resistir hasta en el clima frío de Bogotá, donde Vidal residía hacía diez años (C-2819, 1972: 12). “Morena hermosa”, de color parecido al “de las mujeres más bellas y soleadas de la Costa” era, según otro, la Señorita Valle 1974, Beatriz Cajiao Velásquez (C-2921, 1974: 19).

Otros documentos consideran el color de la piel una señal del origen racial. Referido a la “raza” termina expresando un discurso sobre la nación. Entrevistada sobre su estadía en Tokio, donde había representado a Colombia en el concurso Miss Youth International, la Señorita Chocó 1976, Enny Ovidia Moreno, relató la curiosidad de los japoneses para averiguar si, en el país, todas las personas eran “negras” como ella: Capítulo 4. La edad morena 259

“Allá creían que aquí en Colombia, todos somos de raza negra. Hubo que aclarar bien el asunto (…) y manifestarles que esta patria es tan grande y tan bella que da mujeres de todos los colores, y que por eso era el motivo de mi presencia” (C-3109, 1977: 57).

En el relato de la Señorita Chocó, su color de piel era apenas uno de los muchos que se podrían encontrar en la población del país. Esa variedad alude a la presencia de distintos grupos étnico-raciales y a la mezcla entre ellos. El mestizaje es “color” o, más exactamente, “colores”. Un discurso parecido se encuentra en algunos relatos acerca de la modelo y actriz Esther Farfán, que en esos años gozó de notoriedad nacional e internacional. La particularidad de su color de piel inspiró los títulos de dos artículos que le dedicó Cromos92. El primero se centró en la imposibilidad de definirlo, dado que la piel de Farfán no era “adicta a ninguna de las tonalidades ni del negro ni del blanco ni de ninguno” (C-2909, 1973: 107; ilustración 4.9). Igualmente misterioso era su origen regional:

“Esther nació en Colombia. Lo dice y se justifica con esta afirmación tan contundente: ‘no es muy importante el lugar donde nací. Me siento muy colombiana y me identifico con todas las regiones del país’” (C-2909, 1973: 107).

El relato sobre Farfán está enmarcado en la retórica del mestizaje, entendido como anulación de las fronteras raciales. En un país donde las identidades regionales representan también formas de racialización, la imposibilidad de ubicarla hace de ella un ser indefinible, que puede pertenecer a todas las “razas” y a todas las regiones, y al mismo tiempo a ninguna. De acuerdo con su misma declaración, Farfán sería una síntesis de todas, así como el mestizaje ha sido considerado una síntesis de todas las “razas” presentes en el país. Del mestizaje, Farfán tiene también el poder seductor, argumento recurrente en los relatos sobre su carrera en Europa. Según contó en una entrevista, su aspecto de chica latina

92 El primer artículo que Cromos dedicó a Esther Farfán tenía por título “La piel que pone a discutir a los hombres”, inspirado en la imposibilidad de ubicarlo en el panorama racial, como se analiza en el texto (C- 2909, 1973: 106-107). Publicado tres años después, el segundo era titulado “Esther Farfán y… el color de su piel ¡Recuérdenla!”. A parte una breve referencia a la importancia que había tenido para su carrera de modelo y actriz en Europa, el tema no apareció en el texto. Sin embargo, su particularidad sería tal que para el público de Cromos debería ser suficiente como para acordarse de Farfán después de unos años pasados en el extranjero (C-3037, 1976: 88-89). 260 Capítulo 4. La edad morena

y sexy que mostraba su cuerpo vistiendo blusas abiertas y trajes transparentes sería fundamental en la construcción de su estrellato (C-3037, 1976: 88-89). Al menos dos de los personajes que interpretó en su carrera cinematográfica, retoman además la idea de un poder seductor ejercido sobre un mundo “blanco”, cuyos hombres ceden, o están a punto de ceder, al encanto de mujeres “oscuras”: un aventurero italiano en la película La reina del Amazonas (1974)93, un maduro y casado bogotano de vacaciones en Cali en la película Esposos en vacaciones (1978). Los personajes de la actriz parecen expresar el que McClintock ha definido “porno-trópico”, que desde la expansión colonial europea ha erotizado a África, América y Asia, considerando a sus mujeres epítome de aberración y excesos sexuales (McClintock, 1995: 21-22). La carga erótica atribuida a los personajes de Farfán se basa en diferentes miradas coloniales: aquella de los hombres andinos hacia las mujeres de tierra caliente, o de los europeos hacia las mujeres de la “selva”.

En una época en que el sexo adquirió una centralidad anteriormente desconocida, el poder seductor de la “oscuridad” se volvió un elemento de identidad, especialmente en un ámbito en que Colombia comenzó a conquistar un lugar a nivel internacional: la belleza. Señal de eso es el auge de la categoría “moreno”, que comienza a ser usada con frecuencia para describir el color de piel de los colombianos, especialmente de muchas reinas de belleza.

93 Coproducción colombo-alemana-italiana, la película es conocida con varios títulos. En un artículo posterior es mencionada como Los respetables delincuentes (C-3012, 1975: 81). Un canal de youtube, donde es disponible doblada en italiano, la indica con los siguientes títulos: en español, Honorables delincuentes y Amazonas para dos aventureros; en italiano, Che matti ragazzi (qué locos muchachos); en alemán, Dschungelmädchen für zwei Halunken (chica de la selva para dos canallas). La historia es la de dos jóvenes italianos que viajan por una zona indefinida de Colombia estafando a tribus indígenas, contratados por un rico emprendedor para buscar a las Amazonas, que de acuerdo con un mapa heredado de su madre colombiana vivirían en la selva de este país. Tras una serie de vicisitudes encuentran la tribu, conformada solamente por mujeres, quienes una vez al año usan tener relaciones sexuales con hombres. Con base en esa costumbre, los dos protagonistas y su jefe serán seducidos por la reina (Esther Farfán) y sus súbditas. Sin embargo, se descubrirá al final que las Amazonas son en realidad jóvenes actrices colombianas, contratadas por un productor cinematográfico para engañar al emprendedor italiano. Online: https://www.youtube.com/watch?v=LdHhsnDH0sg (última consulta: 26 de enero de 2017). Capítulo 4. La edad morena 261

Ilustración 4.9. Esther Farfán, “La piel que pone a discutir a los hombres”: Nadie pudo saber exactamente cuál de todos los colores estaba pegado a su piel. Y es que es así. Después de contemplarla detenidamente se da cuenta uno que su piel no es adicta a ninguna de las tonalidades ni del negro ni del blanco ni de ninguno (C-2909, 1973: 106-107). 262 Capítulo 4. La edad morena

Para el periodista Ernesto Rodríguez “morena” sería, por ejemplo, toda la “raza” colombiana (C-3192, 1979: 79)94. Como se analizó en el capítulo 1, entre las categorías usadas para describir el color de la piel, “moreno” es particularmente ambigua, y es usada para definir varias “oscuridades”, abarcando el entero panorama étnico-racial del país. La valoración de lo “oscuro” es una de las manifestaciones de la parcial transformación de la identidad nacional colombiana, que el antropólogo Peter Wade ha definido “tropicalización”. Comenzada en los años cuarenta, parece llegar a su cumplimiento en los setentas. De acuerdo con Wade, la “tropicalización” se manifestó en un desplazamiento de la identidad nacional de estereotipos “eurófilos” hacia estereotipos “tropicales”, enmarcándose en una dicotomía blanco-negro (Wade, 2002: 15). Sin renunciar a la imagen de nación europeizada, Colombia rearticularía su identidad, reconociéndose como una nación “no muy negra” y, al mismo tiempo, incorporando aspectos de lo que se consideraba estereotípicamente lo “negro” (Wade, 2003: 279). Uno de ellos fue la sensualidad. En la música, así como en las ideas sobre el cuerpo, la sexualidad femenina “negra” entraría a ser parte de la sexualidad femenina “blanca”, sobre todo en lo que se refiere a la “calentura” y sensualidad (Wade, 2002, 259-260). Modernidad y tradición, “blanco” y “negro”, región, nación y globo son los espacios “tensos y ambivalentes” en que se inserta la tropicalización (p. 296).

En muchos de los documentos analizados, la ambigüedad de la categoría “moreno” indica las múltiples respuestas a esas tensiones, pudiendo ser al mismo tiempo “blanco”, “negro”, síntesis de los dos y algo ajeno a ellos; es un color camaleónico, característica particularmente importante en un momento en que la dimensión internacional adquirida por la belleza colombiana lleva a una constante negociación de identidad, de la nación hacia sí misma pero también en ámbito transnacional. Reinas, virreinas y princesas siguen representando el imaginario que la nación tiene de sí misma, pero la conquista de ese lugar

94 La definición fue empleada por el periodista, director de un noticiero televisivo, en una encuesta sobre la llegada a Colombia de la televisión a color, en 1979. Entre los efectos de esta novedad tecnológica, destacó aquellos sobre el personal que trabajaba en televisión, declarando: “Por lo que respecta a nosotros, el recurso humano, puede que nuestra raza morena no se proyecte tan bien como la mona ojiazul, pero creo que tampoco es para esconder” (C-3192, 1979: 79). Capítulo 4. La edad morena 263

depende cada vez más de la posesión de requisitos que satisfagan las expectativas del jurado internacional del Concurso Nacional de la Belleza, así como de aquello de los concursos internacionales a los que están destinadas a participar, especialmente Miss Universo. La pregunta de cuál sea el tipo físico capaz de sintetizar esas múltiples identidades y estereotipos es recurrente en la década de 1970. Sus respuestas comprueban la necesidad de una síntesis que pueda adaptarse a las diferentes exigencias, nacionales e internacionales. En primer lugar, ese tipo no puede ser encarnado por las mujeres afrodescendientes, como emerge de una declaración de Marta Josefina Noguera, Señorita Magdalena 1971. Entrevistada sobre los resultados del Concurso Nacional de la Belleza de ese año, Noguera expresó su satisfacción por el puesto de “tercera princesa” obtenido por la candidata chocoana, Alicia Janeth Silima, manifestando también su convicción de que ella no pudiera representar al país en el exterior, dado que “la mujer colombiana no es negra” (C-2810, 1971: 4). El mayor reconocimiento de la presencia afrodescendiente en Colombia no implicó que el país se reconociera como tal. El “negro” era uno de los diferentes “colores” y “razas” que podrían encontrarse en él, pero no la síntesis que permitiera negociar la multiplicidad de identidades en juego. Lo mismo se puede decir de su opuesto, es decir, aquellas mujeres cuyos rasgos y color de piel la identificaban con una blancura de tipo europeo. Para la periodista Margot Ricci, la Señorita Cundinamarca 1976, Doris Beltrán, era “demasiado rubia [y] demasiado nórdica para caracterizar el estilo clásico de la mujer colombiana”, al contrario de la Señorita Cauca, Margarita Arroyo, expresión de “ese tipo latino que a veces resulta indispensable cuando se trata de ir a un concurso internacional” (C-3069, 1976: 4). Al año siguiente, la misma Doris Beltrán manifestó dudas parecidas acerca de la recién elegida Señorita Colombia, la “muy europea” Shirley Sáenz; su preferencia iba hacia la Señorita Risaralda, Luz Marina Maldonado Londoño, “de tipo más latino” (C-3122, 1977: 9-10). La elección de Sáenz no convenció tampoco a un cronista de Cromos: por su “belleza nórdica” –declaró– “bien podría ser la reina de Estados Unidos…o de Irlanda del Norte”, pero no de Colombia, a la par de la Señorita Huila Constanza Mejía Duque (C-3121, 1977: 9), cuyas posibilidades de victoria peligrarían por el “inconveniente” de tener una piel “demasiado blanca” (C-3113, 1977: 15). Ambas, observó, contrastaban “radicalmente” con la “belleza morena” de las Señoritas 264 Capítulo 4. La edad morena

Cundinamarca, Santander y Norte de Santander (C-3121, 1977: 9). El tema volvió a aparecer en julio de 1978, cuando Shirley Sáenz representó a Colombia en Miss Universo. Su antecesora, Edna Margarita Rudd (Miss Colombia 1965) pronosticó que llegaría a estar entre las 12 finalistas pero no entre las últimas cinco, careciendo del “tipo latino que tanto gusta” (C-3157, 1978: 90).

Ni “negra” ni (demasiado) “blanca”, la mujer que sintetizaría el tipo colombiano es indicada como “morena” y “latina”. Volvemos a encontrar esta categoría, ya analizada en el capítulo anterior. Sin embargo, el tipo latino del que hablan estos documentos no corresponde exactamente al de los años sesenta, cuando estuvo asociado sobre todo a un tipo europeo mediterráneo: “latino” es, ahora, latinoamericano. De acuerdo con un periodista de Cromos, los años setenta marcaron el éxito internacional de América Latina. Determinado por la difusión de ritmos como la salsa, involucraría también la apariencia, al punto que muchas agencias de modelaje comenzaron a “latinizar” las figuras de modelos europeas, estadounidenses y canadienses para ponerlas así “a la altura de las exigencias modernas” (C-3148, 1978: 8)95.

Análogamente a la categoría “moreno”, con la cual está asociado, “latino” permite una síntesis entre diferente miradas, y por lo tanto una mayor negociación entre modernidad y tradición, recato y sensualidad, “blancura” y “oscuridad”, dimensión nacional y transnacional, para retomar los espacios en los que Wade ha ubicado las tensiones manifestadas por la tropicalización. El mestizaje sigue siendo el punto de referencia, implicando una incorporación de lo “negro” y, especialmente en lo cultural, de lo indígena, como muestran los siguientes ejemplos. El primero son las protestas de las candidatas latinoamericanas durante la edición 1976 de Miss Universo, desencadenadas por las discriminaciones padecidas respecto a sus colegas europeas: mientras éstas salían casi siempre de agencias de modelajes y estaban familiarizadas con las dinámicas del jet-set

95 De “tipo esencialmente latino” sería, por ejemplo, la modelo alemana Karin Kleer, por su cabello negro, ojos claros (sic) y cuerpo sensual (C-2822, 1972: 28); “extraña belleza” sería Miss Inglaterra 1972, cuyo color de piel, de ojos y de cabello parecerían “pintados por el trópico” (C-2847, 1972: 12-13). Capítulo 4. La edad morena 265

internacional, las latinoamericanas eran, en las palabras de la periodista Margot Ricci, “estudiantes universitarias procedentes de familias acomodadas”, educadas “en el ambiente tradicional propio de la mayoría de nuestros hogares”, hecho que las hacía aparecer tímidas y desacostumbradas “a los trajines de la sociedad mundana”; de allí la indiferencia de los medios de comunicación. De acuerdo con Ricci, la “malicia indígena” de la cual casi todas estarían provistas les había permitido entender que Miss Universo era un evento “montado”, en el cual el papel protagónico era asignado a las europeas, representando ellas apenas un “relleno” (C-3052, 1976: 6). El segundo ejemplo es la respuesta de Margarita Rosa Donado, futura reina del Carnaval de Barranquilla, a la pregunta de si le gustara el “color moreno” de su piel:

“Me encanta. Cuando vaya a los Estados Unidos me subiré al bus de los negros” (C-2807, 1971: 15; ilustración 4.10).

Los dos ejemplos permiten ver la complejidad de la dimensión racial expresada por la latinidad y la morenidad. Como síntesis, reconoce la participación de las minorías en determinar rasgos físicos como el color de la piel, o temperamentales como la “malicia”, diferenciándose de la blancura “pura” atribuida a los pueblos europeos. Es significativo que ambos sean planteados en comparaciones con pueblos “blancos” del norte; la referencia indígena y “negra” desplaza a las protagonistas de estos documentos hacia una posición minoritaria en el panorama racial global, diferenciándolas respecto a los “blancos”, pero representa también un capital en grado de garantizarles éxito, otorgándoles una imagen de sensualidad y exotismo particularmente valorada en esa época. Sin embargo, esa influencia no determina una total identificación con esos grupos. De hecho, por lo menos en Colombia, los indígenas estarán ausentes de los ideales estéticos hasta la década siguiente; en cuanto a la belleza “negra”, su auge, aun reflejando los cambios ocurridos en la percepción de esa población, no estuvo exento de límites y contradicciones. 266 Capítulo 4. La edad morena

Ilustración 4.10. Margarita Rosa Donato. “-¿Le gusta su color moreno? -Me encanta. Cuando vaya a los Estados Unidos me subiré al bus de los negros”. (C-2807, 1971: 13)

Capítulo 4. La edad morena 267

4. Belleza “negra”, ¿“poder mulato”? Democratización de la estética e imaginarios racistas

“No sé por qué me miran tánto, si soy negra”

Rosaura Henry, reina de belleza de San Andrés (C-2130, 1958: 60)

“Yo soy negra y así me siento bien porque el negro es un lindo color. No ambiciono facciones de raza blanca. No puedo encajarlas porque eso la[s] degeneraría. El negro tiene que ser negro en toda la expresión de la palabra. Y así soy yo, de lo cual me siento orgullosa”. Enny Ovidia Moreno, Señorita Chocó 1976 (C-3106, 1977: 21)

Estas frases, pronunciadas por dos reinas de belleza respectivamente en 1958 y 1977, muestran los cambios ocurridos en esos veinte años con respecto al lugar de las mujeres afrodescendientes en la concepción de la belleza femenina. La sanandresana Rosaura Henry pronunció la primera durante una visita al campus de la Universidad Nacional, en Bogotá, en 1958. Allí, según una crónica, llamó la atención y suscitó los silbidos de admiración de algunos estudiantes. Esa reacción, y el estupor de Rosaura frente a ella, dan cuenta de la dimensión ambigua con respecto al atractivo atribuido a las mujeres racializadas como negras: por un lado, objeto de admiración y deseo; por el otro, excluidas de los ideales estéticos por no encajar en un concepto construido con base en cánones blancos. Muy diferente es el contexto en que Enny Ovidia Moreno expresó orgullo por su color de piel. Elegida “segunda princesa” en el Concurso Nacional de la Belleza de 1976, en agosto del año siguiente sería la primera mujer afrodescendiente representante de Colombia en un certamen internacional, Miss Young International, en Tokio. Al relatar el acontecimiento, el subtítulo de un artículo recordó que los años setenta eran una época en que “las bellas de color” estaban “de moda”: un mes antes otra mujer “negra”, la Señorita Trinidad y Tobago Janelle Penny Commissioning, había sido coronada Miss Universo. La misma Enny Ovidia se refirió a esa victoria declarando que, con ella, se había roto “el tabú que existía en el mundo acerca de la raza negra”. Sin embargo, unas líneas antes el autor del artículo había 268 Capítulo 4. La edad morena

Ilustración 4.11. Enny Ovidia Moreno, Señorita Chocó y “segunda princesa” 1976 (C-3109, 1977: 56)

recordado también cómo, en los meses anteriores, su viaje a Japón había estado en veremos, y los organizadores del Concurso Nacional de la Belleza habían incluso considerado la posibilidad de desistir enviarla a Tokio. Sospecha sobre la razón de esa actitud: su origen racial (C-3106, 1977: 20-21; ilustración 4.11).

La belleza negra se inserta en un panorama complejo, reflejo del nuevo lugar adquirido por la población afrodescendiente a nivel internacional y local, mostrando al mismo tiempo la supervivencia y operatividad de imaginarios racistas. En 1974, un artículo de Cromos atribuyó su surgimiento a los nuevos valores que se habían impuesto en Europa con el resurgimiento político de África, y el consiguiente cuestionamiento del monopolio de la belleza “clásica” basada en patrones europeos. Gracias a esos cambios, la belleza “negra” había salido de los cabarets y otros “centros nocturnos” en los que había estado relegada hasta entonces, para conquistar “sitios más sofisticados” (C-2958, 1974: 50). La moda fue uno de estos. Las fotos de los desfiles realizados en Europa documentan la participación cada vez mayor de modelos “negras”. Paralelamente, en los Estados Unidos, los movimientos para los derechos civiles y el “poder negro” determinaron una politización del cuerpo que cuestionó los cánones estéticos “blancos” y, a través de la fórmula black is Capítulo 4. La edad morena 269

beautiful (“negro es bello”), valoraron los rasgos característicos de ese grupo: el color oscuro de la piel, la forma de la nariz y de los labios, la contextura “natural” del cabello (Craig, 2002: capítulos 1 y 2)96. Igualmente importante fue la mayor visibilidad mediática lograda por artistas y modelos afrodescendientes, con su consiguiente aparición en revistas, programas de televisión y desfiles de moda (Sherrow, 2006: 20). Tal fue el impacto de la “belleza negra” que, en 1975, la modelo afroestadounidense Beverly Johnson fue definida “el rostro de la década” (C-2987, 1975: 89). En una época marcada por importantes logros, pero también por la supervivencia de tensiones raciales, la belleza de las mujeres “negras” fue incluso considerada un arma en contra del racismo. Para un periodista, los atributos físicos de la modelo senegalesa Eunaku Bwiranda, (su “esbeltez de las palmeras datileras”, su sinuosidad parecida a la “del río Senegal”, y su rostro que delataba “las influencias de un remoto ancestro moro”) serían “argumentos” gracias a los cuales, tarde o temprano, llegaría la integración (C-2925, 1974: 18). Según otro, los “encantos oscuros” de la bailarina Lola Falana volverían locos a actores “blancos y racistas” demostrando que, cuando “bonitas y sexapilosas”, las mujeres “negras” tendrían entre los hombres estadounidenses más éxito “que sus habituales rubias desteñidas” (C-3038, 1976: 58).

La complejidad de este panorama es confirmada si analizamos la belleza negra desde Colombia. Los años setenta se caracterizaron por una visibilidad sin precedentes de la población afrodescendiente. En 1970, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi rompió el silencio que, desde el censo de 1918, existía en Colombia con respecto a su consistencia numérica, estimando que representaba el 30% de la población, del cual el 6% conformado por “negros puros” y el 24% por “mulatos”, frente a un 47.5% de mestizos, un 20% de

96 Maxine Leeds Craig se refiere a la expresión black is beautiful para describir las nuevas prácticas de auto- representación y la valoración de rasgos como la piel oscura y el cabello rizo ajustado (tightly curled) que se difundió en las comunidades afroestadounidenses entre finales de los sesentas e inicio de los setentas. De acuerdo con su análisis, la politización de la belleza de las mujeres “negras” fue el producto de cuatro factores. Primero, los nuevos estándares de belleza, que valoraban rasgos anteriormente menospreciados como la piel oscura, el cabello crespo natural y los labios gruesos. Segundo, una cultura afroamericana que consideraba la “buena presentación” una vía para el logro del respecto. Tercero, la influencia de las teorías sociológicas y psicológicas acerca del odio de las personas afrodescendientes por sí mismas. Cuarto, las críticas hacia patrones de privilegio basados en el color de la piel al interior de las comunidades “negras”, especialmente en la clase media (Craig, 2002: 23). 270 Capítulo 4. La edad morena

blancos y un 2.5% de indígenas (Urrea, Viáfara y Viveros, 2014: 93-94). Su visibilidad estadística fue acompañada por aquella política, concretada con la formación de un movimiento social, el surgimiento de grupos de estudio en las principales ciudades del país, movimientos rurales, y la organización de encuentros nacionales que pusieron en la mesa temas como su aporte en el desarrollo del país, la igualdad de derechos y la lucha contra el racismo (Agudelo, 2005: 171-173; Wagbou et. al., 2012: 99-130)97. Igualmente importante fue su presencia mediática. Revistas como Cromos dedicaron un espacio sin precedentes a artistas, deportistas y, en menor medida, intelectuales afrodescendientes especialmente cuando, como en el caso de los campeones mundiales de boxeo Kid Pambelé y Rodrigo Valdés, o de la cantante Leonor González Mina, su fama traspasó las fronteras nacionales98.

97 Pese a esto, el racismo siguió representando un tema tabú. Aunque no faltaron esporádicas referencias a su existencia y operatividad en la sociedad colombiana, la idea de una sociedad racialmente armónica e igualitaria prevaleció. En las páginas de Cromos, la primera denuncia del racismo apareció en 1977, con ocasión del Primer Congreso de la Cultura Negra de las Américas, organizado en Cali. Un reportaje resaltó las formas de sutil segregación existentes en Latinoamérica, destacándose entre los países más racistas Colombia, Argentina y Chile. De acuerdo con los organizadores del Congreso, la discriminación racial sería una herencia española presente sobre todo “en las altas esferas sociales” pero no “en el pueblo como expresión de la nacionalidad”, aunque menos “burda” de la norteamericana, donde se expresaba también por medio de la violencia (C-3111, 1977: 94-96). 98 Los resultados de la investigación Escapando a la desdicha genealógica. El surgimiento y participación de las clases medias ‘negras’ en la vida nacional colombiana, dirigida por la antropóloga Mara Viveros, documentan la repentina visibilidad adquirida por personas afrodescendientes en los años setenta. Sobre la época estudiada en esta investigación, un análisis de los artículos que Cromos les dedicó muestra, para las décadas de 1950 y 1960, su relativa ausencia. En la década de 1950, la revista dedicó apenas 24 artículos a personas afrodescendientes, ocho de los cuales a la bailarina folclórica Delia Zapata Olivella y a su grupo de danzas; cuatro a la reina de belleza Rosaura Henry, a final de la década; entre los políticos, el chocoano Daniel Valois Arce fue protagonista de tres artículos, mientras siete fueron dedicados a deportistas (dos artículos), intelectuales (los hermanos Manuel y Juan Zapata Olivella) y artistas (dos artículos). En la década de los sesentas, los artículos fueron 26. Los deportistas representaron la categoría predominante, especialmente futbolistas y boxeadores, a quienes la revista dedicó 10 artículos; en lo relacionado con el mundo intelectual, los únicos a quienes fue dedicada atención fueron los hermanos Manuel y Delia Zapata Olivella, respectivamente dos y tres artículos; a políticos fueron dedicados cinco artículos (dos al chocoano Diego Luis Córdoba; tres a su paisano Adán Arriaga Andrade y uno al vallecaucano Néstor Urbano Tenorio); dos artículos fueron dedicados al cocinero Segundo Cabezas y cinco a la cantante Leonor González Mina, quien en esa época comenzó su carrera artística. En la década de los setentas, los artículos dedicados a personajes afrocolombianos subieron a 106. Como en la década anterior, la categoría más representada fueron los deportistas (66 artículos, de los cuales 22 y 19, respectivamente, a los campeones mundiales de boxeo Kid Pambelé y Rodrigo Valdés) y los cantantes (24 artículos, 14 de los cuales a Leonor González Mina, cuya fama había logrado una dimensión internacional). Solamente dos artículos –uno a Manuel Zapata Olivella y otro a su hermano Juan– fueron dedicados a intelectuales, cuatro a actores (tres a Evaristo Márquez, coprotagonista de la película colombo-italiana “Quemada”; uno a la actriz Magola Cogollo, protagonista de la película “Inmortalidad”); las modelos Laura Capítulo 4. La edad morena 271

El éxito de deportistas y artistas afrodescendientes tendría efectos sobre la percepción del racismo. Según un colaborador de la revista Negritud, publicada por el Centro para la Investigación de la Cultura Negra-CIDUN, en una ciudad donde el problema del racismo era particularmente evidente como Cartagena, la fama internacional adquirida por algunos boxeadores haría que la costumbre de ofender a alguien por su color de piel se hubiese “un tanto” perdido (N-3, 1978: 12). En cuanto a los sectores de la moda y la belleza, desde 1970 modelos afrodescendientes comenzaron a aparecer en algunas publicidades de los productos de Coltejer, así como entre las aspirantes al título de Modelo del Año, concurso que Cromos organizó desde 1972. Señal de esta visibilidad es el número de portadas que la revista dedicó a mujeres afrodescendientes: siete en toda la década, el más alto en la historia de la revista hasta ese momento99. Análogamente, las crónicas del Concurso Nacional de la Belleza destacaron la presencia de reinas “negras”, generalmente representantes del departamento del Chocó. Significativo de su éxito es la posición conquistada por la mayoría de ellas. De las cinco ediciones en las que el Chocó participó en los setentas (1971, 1973, 1975, 1976 y 1978), en cuatro sus candidatas se clasificaron entre las finalistas, conquistando dos veces el título de “tercera princesa” (Alicia Janette Silima Ramírez, en 1971; Lucina Herrera Mosquera, en 1978), una el de “segunda princesa” (Enny Ovidia Moreno, 1976) y otra el de “cuarta princesa” (Gladys Silima Ramírez, 1973).

Mosquera, Eneida Caicedo y Nohora Perfecta Pereiro fueron protagonistas de uno cada una; en cuanto a las reinas de belleza, la chocoana Enny Ovidia Moreno totalizó tres artículos. Tres artículos fueron dedicados a personajes de los medios de comunicación: dos al cocinero Segundo Cabeza, presentador en esa época de un programa de televisión, y uno al locutor radiofónico Edgar Perea (Viveros et. al., 2013). 99Antes de los años setenta, la única mujer “negra” retratada en la portada de Cromos fue la actriz estadounidense Dorothy Dandrige, en 1951 (C-1787, 1951: 1). En la década de 1980, fueron solamente dos: una anónima bailarina brasileña que, en 1980, participó en la Feria de Cali (C-3234, 1980: 1) y otra, igualmente anónima, de un grupo de danza cubano, en el febrero del mismo año (C-3239, 1980: 1). Las mujeres retratadas en las siete portadas de la década de 1970 fueron: la actriz Magola Cogollos (C-2852, 1972: 1), la pintora Beatriz Piedrahita (C-2886, 1973: 1); la modelo senegalesa Eunaku Bwiranda (C-2925, 1974: 1) y su colega colombiana Laura Mosquera (C-2937, 1974: 1); Janelle Commissioning, Miss Universo 1977 (C-3105, 1977: 1; C-3111, 1977: 1). A ellas hay que añadir la modelo Melba Mosquera, retratada en la edición del 13 de mayo de 1974, junto a la cantante Astrid Elena Prieto y a una Yolanda Ángel, rodeando al cantante inglés Tom Jones, de visita en Colombia. De acuerdo con el autor del artículo correspondiente, por su atuendo y color de piel las tres representarían una “síntesis de la mujer colombiana”: vestida con una manta guajira, Prieto representaría a los indígenas; la “rubia” Yolanda Ángel a los blancos; “rutilante negra”, Melba Mosquera representaría a este grupo étnico-racial (C-2938, 1974: 1 y 4). 272 Capítulo 4. La edad morena

La irrupción de la “belleza negra” en el imaginario colombiano se puede explicar con el entrelazamiento de distintos factores, que articulan las dinámicas globales con aquellas específicamente locales. Como se expuso en el capítulo anterior, el discurso contemporáneo sobre la belleza no puede prescindir del contexto en que es producido y el público al que está dirigido: personas de contextos urbanos y de sectores medios-altos, dotadas de poder adquisitivo, racialmente imaginadas como “blancas”. Se trata de un concepto “moderno”, eso es, expresión de lo que se considera sea el presente. Para entender el éxito de la belleza “negra” es necesario interrogarse sobre cómo la población afrodescendiente se insertó en esas dinámicas, lo cual hace necesario reflexionar sobre los imaginarios acerca del lugar que históricamente ha ocupado en la sociedad colombiana, y los cambios ocurridos en la época considerada.

En uno de sus escritos, Victorien Lavou invita a recordar un hecho hasta tiempos recientes negado o subestimado: la participación de la población afrodescendiente en la construcción de las sociedades latinoamericanas (Lavou, 2002: 94). Se trata de procesos problemáticos, que se cruzan continuamente con la historia del racismo del que esta población ha sido objeto. Aunque étnicamente “invisible”, es decir, no considerada portadora de una cultura propia (Friedemann, 1983 y 1992; Pisano, 2012), la presencia “negra” ha sido históricamente reconocida en Colombia: esclava en la Colonia y en las primeras décadas de la República, posteriormente elemento “peligroso” que era necesario eliminar a través del mestizaje y de políticas de blanqueamiento (Helg, 1989; Pisano, 2012: 49-59), a mediados del siglo XX se había vuelto objeto de estudios folclóricos, etnológicos y antropológicos que habían comenzado a evidenciar sus especificidades culturales, y la huella que éstas habían dejado en la cultura nacional (Arboleda, 1952; Escalante, 1954 y 1964; Velásquez, 1948, 1959, 1960 y 1962 entre otros). Estudios recientes han mostrado además su participación en un momento crucial de la historia nacional, la Independencia (Almario, 2010; Mosquera, 2010; Múnera, 2010). Igualmente reconocida ha sido su participación en la sociedad de clases, ejemplificada por los procesos de movilidad social protagonizados por algunos de sus miembros, así como su inserción compleja y minoritaria en la vida política, cultural y económica del país. Como han mostrado varios estudios, se trata de Capítulo 4. La edad morena 273

procesos individuales y de una inserción “gota a gota” que excluía a la mayoría del grupo (Wade, 1997; Viveros et.al, 2010 y 2013; Urrea, 2011). Sin embargo, tal fue la conciencia de esos procesos que se volvieron un paradigma para negar el racismo contra ella como evidenciaron, en 1943, los debates suscitados por la fundación del primer movimiento “negro” organizado en Colombia (Pisano, 2012: 68-75). La relación de la población negra con un mundo dominado por los blancos fue analizada, en 1957, por el antropólogo Roberto Pineda Giraldo. Según él, los antiguos esclavos habían estado históricamente “incrustado[s] en el mundo de los amos”, creando un mundo “a imagen y semejanza” de ellos y compartiendo formas culturales “hispanas” y “mestizas” (C-2114, 1957: 38-40). En síntesis, la población negra compartiría muchas de las expresiones culturales y de las dinámicas sociales del mundo “blanco” volviéndose, de alguna forma, parte de él. Aunque construidas gracias a su participación activa, las sociedades latinoamericanas se han fundado en una estratificación socio-racial que justificaba el dominio de los “blancos” sobre los grupos étnico-raciales minoritarios. De hecho, cuando aparece en los relatos fundacionales, la población afrodescendiente es presentada como un elemento subordinado. A este fenómeno parece aludir el caricaturista Pepón en su historieta conmemorativa del Día de la Raza de 1972, donde los esclavos africanos son definidos como “secretarios” de los blancos (C-2856, 1972: 24). Aunque trivialice una historia mucho más compleja, el uso de ese término revela la percepción del lugar desde el cual se realizaría su participación, encargándose el secretario de labores administrativas pero sin poder de decisión, ejecutor de órdenes impartidas por alguien ubicado en una posición jerárquicamente superior. Insertarse en una sociedad así estructurada implicaría la adhesión a los valores de los grupos dominantes. Tanto el discurso militante como el imaginario colectivo han interpretado durante mucho tiempo la movilidad social de personas afrodescendientes como un proceso de “blanqueamiento”, es decir, de adaptación cultural y física que involucraba aspectos como la adquisición de “buenos modales”, la educación y la apariencia: manera de vestir, de peinarse, prácticas de aclaramiento de la piel100. Revistas como Negritud y

100 Estudios históricos y antropológicos han mostrado que, tanto en el pasado como en el presente, la movilidad social a través de la escolarización puede llevar, según las circunstancias, al proceso inverso, es 274 Capítulo 4. La edad morena

Presencia Negra denunciaron esas prácticas como una manera de “escapar” a la condición de “negro”, originada por la vergüenza que el sistema racista y pigmentocrático había determinado hacia rasgos que marcaban ese origen: color de la piel, forma de la nariz y de los labios, contextura del cabello (N-2, 1977: 28; PN-16, 1981: 3 y 10). La historia de los movimientos migratorios hacia las grandes ciudades del país muestra cómo ese “blanqueamiento” pudo manifestarse en una urbanización de la apariencia. Una reciente investigación sobre la migración afrodescendiente a Bogotá entre los años cuarenta y sesenta, resalta la adhesión a los cánones predominantes, medio para lograr aceptación y “sentirse bien” en la sociedad capitalina: en el vestuario, gabardinas, guantes, calzado y vestidos de moda; en el peinado, cabellos alisados o recogidos para las mujeres, muy cortos para los hombres (Angola y Wagbou, 2015: 60-71). El acceso a ese vestuario y a las prácticas de cuidado del cabello dejan entrever una población que participa, no se sabe en qué medida, de una lógica consumista, pero al mismo tiempo es ignorada como cliente, efectivo o potencial, de esos productos. De hecho, ninguna publicidad hace referencia a ella: hasta la década de los sesenta, vestirse y peinarse a la moda implica adherir a normas construidas y pensadas para un público imaginado como “blanco”.

Los años setenta marcan un cambio parcial de este panorama. Anteriormente ignoradas, las mujeres afrodescendientes comienzan a aparecer en algunas publicidades de cosméticos y de colecciones de moda. Las fotos utilizadas para ilustrarlas dan cuenta de la ampliación del público al que estaban dirigidas. En varios casos, retratan a un grupo de mujeres, posiblemente representantes de las que eran imaginadas como potenciales consumidoras, entre las cuales se destaca la presencia de una mujer “negra” (ilustraciones 4.12, 4.13 y 4.14). En 1973, una colección de la línea de vestuario Lady Manhattan la presentó como expresión de un “original mundo de color y belleza” (C-2895, 1973: 52), del que el “negro” es considerado parte integrante. El texto que acompaña la publicidad de una laca de la Recamier es igualmente significativo:

decir a la acumulación de experiencias y de un capital cultural que favorecen el desarrollo de una identidad étnico-racial (Figueiredo, 1990; Viveros y Gil, 2010; Pisano, 2014a). Capítulo 4. La edad morena 275

Ilustración 4.12. Publicidad Kleer-lac de Ilustración 4.13. Publicidad Skin Balance de Recamier, “La nueva gente es así” (C-2807, Helena Rubinstein (C-2853, 1972: 91). 1971: 83).

Ilustración 4.14. Publicidad Lady Manhattan (C-2895, 1973: 52).

276 Capítulo 4. La edad morena

“La nueva gente es así: innovadora, independiente, liberada y hasta rebelde. Impone la moda en el vestir, en su actitud, en el peinado. Kleer Lac de Recamier fijando los peinados del momento, participa en las innovaciones de esta nueva gente” (C-2807, 1971: 83).

La ilustración 4.12 muestra quiénes conformarían esta “nueva gente”: una mujer “negra” peinada al estilo “afro”, y tres “blancas”, una rubia y dos de cabello negro. La gente negra es incluida en ese espíritu de innovación, independencia, liberación y rebeldía que se considera característico de la época, ejemplificado en los movimientos de liberación femenina y por los derechos civiles. Compartir ese espíritu la hace “gente”, es decir, le reconoce un estatus no solamente de personas, de seres humanos, sino de personas consumistas y, por lo tanto, “modernas”. De allí su inclusión en la idea de belleza. La “democratización” de la que la belleza “negra” parece ser el auge, se presenta más bien como una expansión de la lógica consumista hacia un sector poblacional cada vez más visible mediáticamente, tanto por sus luchas como por su producción cultural. Un anuncio publicitario publicado en Cromos en 1970 da una idea de las dinámicas de esa “democracia”:

“BLANCA, MORENA, TRIGUEÑA, PÁLIDA, o NEGRA. No pierda su glamour, abandonando su silueta. Recuerde que un cuerpo estilizado es el atractivo de toda mujer moderna. USE ‘Linecrem’. No es una droga. Es la crema que imparte glamour” (C-2754, 1970: 70; mayúsculas en el original).

Todas las mujeres, independientemente de su color de piel y origen racial, pueden ser “bellas”, residiendo la belleza en una esbeltez al alcance de todas (todas aquellas, por lo menos, que pudieran adquirir el producto). La belleza consumista se funda en una nivelación e inclusión que parece romper las barreras raciales, de clases y geográficas, llegando incluso a la “selva”, territorio donde, como ha observado Frantz Fanon (2009), la población afrodescendiente ha sido simbólicamente relegada. El tema aparece en la historia de Mirna, la “caperucita negra”, y su mamá Aída, relatada por Cromos en 1977. Ambas vivían aisladas en la selva chocoana, teniendo su único contacto con la “vida moderna” cuando Aída iba hasta el pueblo más cercano para vender pescado “y a comprar con su producto peinetas, coloretes, trajes y cintas para ella y su niña” (C-3091, 1977: 38). Aunque Capítulo 4. La edad morena 277

vivieran en la selva, Aída y Mirna se alejan idealmente de ella adquiriendo los productos que, al embellecerlas según los cánones establecidos por la moda, las acercan a la modernidad y a la civilización, opuesto ontológico de la “selva”.

¿Podemos considerar todo ello una forma de “blanqueamiento”? ¿Dependió la belleza “negra” únicamente de una adhesión y participación a dinámicas racialmente asociadas con lo “blanco”? Un análisis del fenómeno escapa a una respuesta netamente positiva o negativa a estas preguntas. El éxito de la “belleza negra” puede encontrar su explicación en un fenómeno peculiar y complejo, que une y separa al tiempo lo “negro” y lo “blanco”. Como vimos en los apartados anteriores, los años setenta se caracterizan por un cambio en la construcción de la “blancura”, que se apropia de una sensualidad y un exotismo culturalmente asociados con lo “negro”. De alguna manera, es una blancura “ennegrecida”, que incorpora lo que consideraba –y sigue considerando– “salvaje” sin perder su centralidad como referente de la civilización y de la belleza. De hecho, ese aparente “ennegrecimiento” de los “blancos” no borra la necesidad de un igualmente aparente “blanqueamiento” de los “negros” para lograr aceptación social; éste sigue sobreviviendo, aunque acompañado por afirmaciones identitarias.

Esta compleja relación entre “blanco” y “negro” es ejemplificada en el “poder mulato” atribuido a la modelo y actriz samaria Magola Cogollo. Mujer “revolucionaria” y “agresiva”, tendría “en su carne morena” la fuerza y el calor característicos del trópico y, más específicamente, de las mujeres costeñas (C-2852, 1972: 51). Utilizado solamente en el título del artículo del que son extraídas las citas, el término “mulato” está constantemente evocado en el texto por medio de tres elementos: el color “moreno” atribuido a su piel, su ubicación regional de mujer costeña, y global de mujer “tropical”. “Morenidad”, “costeñidad” y “tropicalidad” son diferentes caras de una misma medalla, remitiendo a una mezcla entre dos elementos compenetrados: lo “blanco” y lo “negro”, que se funden e influencian mutuamente (aunque de manera asimétrica), pero al mismo tiempo se distinguen y se apartan. Tampoco el uso de la categoría “mulato” es casual. Desde la Colonia, indica el producto de la unión sexual entre una persona “blanca” y una “negra”, cuyo elemento visible es el color de la piel. La edición 1970 del Diccionario de la Real 278 Capítulo 4. La edad morena

Academia de la Lengua Española indicó, entre los significados de “mulato”, a alguien “de color moreno” y, por extensión, a todo “lo que es moreno en su línea” (RAE, 1970: 903). El mulato sería entonces una persona “morena”. Sin embargo, contrariamente a uno de los significados atribuidos a ese término, no indica ni a una persona “blanca” de piel oscura, ni a una persona “negra” (RAE, 1970: 895), adquiriendo un tercer significado: es la mezcla de ellas, relacionada con ambas pero también independiente. “Mulato” desdibuja y ablanda las fronteras entre “blanco” y “negro” (Degler, 1971: 225), pero no las anula. Esto es evidente si se compara con la categoría “mestizo”, que alterna su significado colonial de mezcla entre blancos e indígenas con aquello genérico de mezcla entre personas “de raza diferente” (RAE, 1970: 871). Por su misma definición, “mulato” remite a una mezcla específica, que relaciona a quienes describe con los elementos que lo han originado. Parafraseando el título de un conocido estudio de Carl Degler, podemos afirmar que no es “ni blanco ni negro”, pero tiene un poco de lo uno y un poco de lo otro101.

Esta interdependencia de “blanco” y “negro” la encontramos en algunos documentos sobre reinas de belleza de la época. Una de ellas es Nohora Perfecta Pereiro, Señorita Chocó 1975. Una crónica la describió como una joven “bastante morena” pero con “las facciones finas propias de las mujeres blancas” (C-3015, 1975: 6). Igualmente significativa es la descripción que la periodista Margot Ricci presentó de Janelle Commissioning en agosto 1977, cuando la recién elegida Miss Universo visitó Colombia:

“Es una chica exageradamente bella. A esta conclusión se llega después de haberla analizado largo rato. Es entonces cuando uno descubre que no tiene ningún defecto. Que sus facciones son exactas. Que tiene un cuerpo perfecto. Que es la “Miss Universo” más “completa” de las que han puesto los pies en territorio colombiano. Y que definitivamente… ¡No es negra! (…). La inmensa mayoría de la gente la mira con curiosidad e invariablemente termina con el

101El reportaje sobre Magola Cogollo es uno de los pocos que, en la segunda mitad del siglo XX, el término “mulato” es empleado para racializar a una persona. Esta categoría aparece también en dos crónicas sobre las ediciones de 1971 y 1972 del Concurso Nacional de la Belleza, para describir al pueblo cartagenero que asistía al desfile de las reinas (C-2808, 1971: 18; C-2861, 1972: 6). Capítulo 4. La edad morena 279

mismo comentario: “pero… no es que sea muy negra que digamos… tiene facciones de blanca” (C-3111, 1977: 10 y 14).

Los dos documentos permiten considerar la relación entre “blanco” y “negro” desde otra perspectiva. Las facciones de “blancas” atribuidas a Pereiro y Commissioning no anulan sino fortalecen su racialización como “negras”, continuamente reafirmada bien sea recordando el origen regional de la primera, subrayado por el uso de “moreno” (esta vez, sinónimo de “negro”) para describir su color de piel, o recordando a Commissioning como la “primera Miss Universo negra”. Su identificación racial no es considerada un accidente sino un elemento central en definir su belleza. Matizada por sus facciones, en algunos casos se recomendó incluso resaltarla, como emerge en la sugerencia a Nohora Perfecta Pereiro de hacerse “un sofisticado ‘african-look’” que le imprimiera “carácter”, expresada por un periodista durante el Concurso Nacional de la Belleza de 1975 (C- 3015, 1975: 6): cuanto más se “ennegreciera”, Ilustración 4.15. Nohora Perfecta Pereiro, Señorita Chocó 1975 (C-3015, 1975: 6) tanto más aumentaría sus posibilidades de éxito (ilustración 4.15).

Aunque a mediados de los setentas representara una moda adoptada también por algunos “blancos”, el peinado “afro” tiene una fuerte implicación racial, habiendo surgido al interior de los movimientos “negros” estadounidenses para cuestionar los cánones de belleza centrados en patrones “blancos” y afirmar el orgullo de pertenencia a ese grupo (Craig, 280 Capítulo 4. La edad morena

2002: 78; Sherrow, 2006: 22)102. No es posible establecer cuándo esta moda llegó a Colombia. El material fotográfico publicado en revistas como Cromos o Negritud a lo largo de los setentas, muestra su adopción por parte de un espectro relativamente amplio de personas afrodescendientes: artistas como las cantantes Támara (N-1, 1977: 20) y Amparito (C-3063, 1976: 68-69); reinas de belleza como la Señorita Cauca 1977, Nancy Viáfara (C- 3121, 1977: 12), o la Reina sanandresana del Bikini 1973, Olga Henry (C-2884, 1973: 94); modelos como Eneida Caicedo (C-3207, 1979: 68); intelectuales y militantes como Rosa Amelia Uribe, colaboradora de Negritud (N-3, 1978: 27); un anónimo bibliotecólogo, empleado en la Casa de la Cultura de Buenaventura (N-3, 1978: 17). Es probable que su adopción respondiera a diferentes exigencias, que articulaban la adopción de la nueva moda con un discurso identitario. No parece casual que, aunque visible a lo largo de toda la década, aparezca con mayor frecuencia hacia su final, cuando en Colombia ya había surgido un movimiento social afrocolombiano organizado, e incluso reinas de belleza como Enny Ovidia Moreno manifestaron abiertamente orgullo por su color de piel y sus rasgos físicos. Los discursos acerca del “afro” muestran los límites de la acogencia de la belleza “negra” en Colombia y, por extensión, de todo ese grupo. Aconsejado a Nohora Perfecta Pereiro, su reducción, junto a una dieta adelgazante, fue el primer punto de un memorándum al que la cantante Amparito tuvo que someterse para participar en el Festival Internacional de la OTI, y competir así “en igualdad de condiciones con cualquier delegación internacional”, presentándose al exterior “como toda una cantante profesional” (C-3063, 1976: 68). Proporcionados a distancia de un año, los dos consejos revelan una actitud ambigua: fortalecer la asociación con ese grupo en un caso, disminuirla en el otro. Si Nohora Perfecta Pereiro parece no ser considerada suficientemente “negra”, Amparito parece serlo demasiado.

102 Maxine Craig describe así la evolución del cabello “afro” en los Estados Unidos: inconcebible en los años cincuenta, extravagancia a inicio de los sesentas, símbolo de militancia a mediados de esa década y, desde 1968, una moda que perdurará hasta los primeros años setenta, para volverse un anacronismo pocos años después. Su difusión en la juventud afroestadounidense se debería a un desafío y puesta en discusión, expresado también en la presentación física, de los valores de las generaciones anteriores y su sentido de respetabilidad deferencial hacia los blancos, así como una respuesta a las estructuras debilitadas del racismo. Hacia finales de los sesentas, perdería parte de su significado político, pudiendo indicar tanto la adhesión a la militancia “negra” y a la cultura del movimiento social como a una moda (Craig, 2002: 78-94). Capítulo 4. La edad morena 281

La aparente contradicción entre las dos historias refleja la ambigüedad de la aceptación de la población afrodescendiente en la sociedad colombiana. En la Colombia que aún se reconocía ideológicamente como mestiza, su mayor reconocimiento se insertó en un complejo equilibrio, fundado en una idea armónica de las relaciones raciales que podía reconocer la existencia de diferencias, e incluso estimularla, limitando contemporáneamente la posibilidad de reivindicarlas políticamente (Wade, 1997; Pisano, 2012). A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la elaboración del discurso identitario tuvo que lidiar con ese equilibrio, encontrando una vía intermedia entre respeto y desafío. Parte del equilibrio se basaba en el reconocimiento formal de la población afrodescendiente, especialmente de aquella fracción que compartía los valores considerados comunes en la comunidad nacional, reconociéndole incluso algunas especificidades culturales; todo ello, a pacto que eso no implicase la reivindicación política de esa diferencia racial y cultural. Uno de los ejemplos más emblemáticos son las ideas que Margot Ricci atribuyó a Janelle Commissioning. De acuerdo con la periodista, Miss Universo 1977 estaba convencida de que su victoria se debía únicamente al hecho de ser hermosa y no a su origen racial:

“Por eso –subrayó– no se le ha pasado por la mente programar campañas en favor de su raza. Ni adelantar programas contra la discriminación. Ella –como reina y como persona– está muy lejos de las negritudes” (C-3111, 1977: 14)103.

La actitud atribuida a Commissioning es aquella requerida a una persona “negra” que quisiese integrarse en la sociedad: serlo racialmente pero no políticamente. En la misma dirección parecen ir los objetivos del concurso Miss Negra Internacional. Su primera

103 La afirmación contrasta con aquellas de la revista Negritud, que en su edición de agosto 1977 polemizó con la definición de “negra blanca” empleada para describir a Commissioning. Su elección a Miss Universo, se afirmó en un artículo, sería más bien una prueba de que “Occidente ha empezado a decir realmente el negro es bello”, comprobada también por la participación de Enny Ovidia Moreno a Miss Juventud Internacional (N-1, 1977: 10). En otros artículos, la revista enfatizó la pertenencia de Commissioning a este grupo, considerándola “orgullo de las Antillas y de la ‘raza’” (N-1, 1977: 12). Tampoco su lejanía de los temas del racismo y la discriminación parece corresponder a su pensamiento. Otro artículo de Negritud relató la impresión, manifestada por ella en una conversación con los miembros del Movimiento de Cultura Negra en Colombia, de que éste le había parecido “uno de los países más racistas por el acondicionamiento a que fue sometida durante su permanencia en el país” (N-2, 1978: 9). 282 Capítulo 4. La edad morena

edición, anunciada en 1975, se realizaría al año siguiente en Buenaventura bajo la coordinación de un comité de personalidades “negras” conformado, entre otros, por el senador Jorge Tadeo Lozano y la ex parlamentaria, y ex Señorita Chocó, Nazly Lozano Eljure. Aclaró el senador:

“No se trata de realizar un acto de recismo (sic) o una protesta del llamado ‘black power’, sino de exaltar la hermosura de las mujeres negras y a la vez realizar una campaña para que el folklor y el arte de procedencia africana se mantengan en sus formas más auténticas” (C- 3016, 1975: 83)104.

Lozano despojó el concurso de toda sospecha de fines contestatarios, considerados ajenos al país, destacando sus aspectos culturales y de exaltación de la belleza de las mujeres del grupo. Cultura y belleza aparecen como elementos de integración de la población afrodescendiente. Contrariamente a los Estados Unidos, donde certámenes parecidos surgieron en respuesta, y en polémica, con el predominio blanco de los cánones estéticos (Craig, 2002, capítulo 3), su homólogo colombiano parece haberse moldeado en el equilibrio racial del país, coherentemente con un panorama que incluyó la belleza “negra” entre aquellas que se encontraban en él.

La belleza “negra” se presenta como un aspecto de la democratización de ese concepto, pero también como medio para destacar la diversidad racial y étnica que el país estaba paulatinamente adoptando como elemento de identidad. Los concursos de belleza reflejan esa tendencia, así como sus contradicciones y límites. En 1977, una lista de recomendaciones a los jurados del Concurso Nacional de la Belleza incluyó tener en cuenta que, en el país, existían “varios tipos de belleza” (C-3121, 1977: 17). El éxito obtenido en esos años por las candidatas chocoanas puede ser considerado prueba de la inclusión de la belleza negra en dicha variedad. Sin embargo, inferir de eso su mayor valoración social es problemático. Un primer elemento de reflexión emerge si se considera quiénes operaron esa elección. Como se recordó en el capítulo anterior, la Señorita Colombia y sus “princesas”

104 No se sabe si esa edición del Concurso se llevó a cabo (Stanfield, 2013: 177). Capítulo 4. La edad morena 283

eran el resultado de la selección de un jurado internacional en que no participaba ninguna personalidad colombiana105. El éxito de la belleza negra se debería entonces más a una decisión externa, posiblemente influenciada por el exotismo que esas mujeres inspiraban, conforme con aquello atribuido al país, que a su efectiva aceptación en la sociedad local. Más bien, esta parece acoger y hacer propia una elección operada por personas ajenas a ella. Así, un artículo de Cromos saludó positivamente el cuarto lugar logrado por Enny Ovidia Moreno en Miss Young International, considerándolo una demostración de que el país no podía “quedar atrás” en un momento en que las “bellezas de ébano” estaban de moda, teniendo tantas entre su población. Sin embargo, se resaltó también que Moreno había concursado en Tokio sin ningún apoyo, debido a los obstáculos puestos por los organizadores del Concurso Nacional de la Belleza, actitud cuya razón, se sospechaba, arraigaba en su origen étnico-racial (C-3109, 1977: 55). Ese mismo año, la Señorita Cauca, Nancy Viáfara, protagonizó un episodio parecido, llegando a Cartagena sin el apoyo de los payaneses, quienes se lo habían negado por no considerarla “digna representante de las mujeres de su raza” (C-3121, 1977: 4). Incluido simbólicamente en la nación, lo “negro” es

105 En las ediciones de los años setenta el jurado del Concurso Nacional de la Belleza estuvo conformado por las siguientes personalidades. 1970: Bella La Rosa, Señorita Venezuela 1969; Jaime Ballester, comerciante y banquero portorriqueño; William Mofett, representante para el Caribe de la Gulf Oil Company. 1971: Gladys Zender, peruana, Miss Universo 1957; Edgar Arce, industrial panameño; Anselmo Moreno, ingeniero español. 1972: Akiro Matsui, director de los concursos y Miss Young International; Beba Franco, Miss Puerto Rico; Jorge de Mirjan, pintor argentino. 1973: Carlos Flores Marini, arquitecto mexicano; María Elena Sol, Reina Internacional del Turismo; Carlos Romero Barceló, alcalde de San Juan, Puerto Rico; Sandy Hoffman, esposa del presidente del First National City Bank; Julio Trinidade, director ejecutivo del periódico brasileño Cruzeiro do Sul. 1974: Helen Krauzen, periodista mexicana; Victoria Puig de Lange, periodista ecuatoriana; Leonidas Limperopoulos, pintor griego; Robert E. Parkinson, vicepresidente de Miss Universo; Joaquín Bento Ribeiro, presidente del periódico brasileño Cruzeiro do Sul. 1975: Julio A. Enrilex, abogado y sociólogo español; Gisela de Luna, “esposa del presidente de una corporación financiera del Perú”; George Kacskemethy, vicepresidente de ventas de Braniff. 1976: Fadua Cajales, “libanesa residente en París”; Aldo Rodríguez, cubano, director de turismo de Miami; José Pineda, poeta andaluz. 1977: Rosalyn Winn, enfermera, esposa del senador de Florida Sherman Winn; Jayme Castro Barbosa, presidente del Jockey Club de Río de Janeiro y ejecutivo de empresas aéreas; Carlos E. Riva, gerente general de la aerlínea costarricense Lacsa. 1978: María Estela de Mantilla, mexicana; Juan Sevilla, director de la Corporación Nacional de Turismo de Ecuador; Terje Braaten, noruego, presidente de Seguros Skandia para América Latina; 1979: Margaux Hemingway, actriz y modelo estadounidense; Jaime Moreno, actor y compositor mexicano; Peter Capua, político de Florida, Estados Unidos (Concurso Nacional de la Belleza, 1994: 299-301). 284 Capítulo 4. La edad morena

excluido de ella en el momento en que ese reconocimiento se pueda traducir en su “ennegrecimiento”.

Esta tensión entre aceptación y rechazo está constantemente presente en el discurso sobre la belleza negra colombiana. Si, aunque con límites, el cuerpo “negro” parece gozar de una mayor aceptación que en pasado, otras características atribuidas a ese grupo fueron abierta o veladamente rechazadas. Contrariamente a sus colegas blanco-mestizas, las bellezas “negras” se encontraron a menudo en la posición paradójica de representar al entero grupo pero, en razón de su éxito, a ser contrapuestas a él. Durante su participación al Concurso Nacional de la Belleza, Enny Ovidia Moreno fue indicada, por ejemplo, como el “prototipo de las mujeres de su raza” (C-3070, 1976: 6-7), una “negra espectacular” que, aunque al público de Cromos pudiera parecer “mentira” era también una mujer “elegante ‘de verdá verdá’” (C-3069, 1976: 4). Un discurso parecido se encuentra con respecto a la trayectoria social y profesional de la modelo Laura Mosquera, también chocoana. Nacida en una familia pobre de Istmina, se diferenciaría de las mujeres de su tierra por su rebeldía (posiblemente heredada, se subrayó, de algún antepasado cimarrón), por no resignarse a la pobreza y la miseria, y por su sentido de la dignidad personal, todos determinantes en la decisión de emprender la carrera de modelo (C-2937, 1974: 36). Representantes de un grupo, estas mujeres se vuelven individuos al apartarse de él. Esa individualidad se traduce en la atribución de características (elegancia, espíritu de iniciativa, sentido de la dignidad) que las asocian –aunque no las identifiquen totalmente– con el grupo dominante.

La posición de clase fue otro aspecto en que se manifestó esta alternancia de asociación- apartamiento. En contraste con el imaginario acerca de esa población, muchas de las bellezas “negras” fueron expresión de procesos de movilidad social y espacial, a veces comenzados por ellas, otras veces por sus familias. Es el caso, por ejemplo, de Nohora Perfecta Pereiro, hija de un empleado de la Compañía Minera Chocó Pacífico y de una congresista (Gaitán Orjuela, 1995: 825), de Enny Ovidia Moreno, profesora y estudiante universitaria, residente en Medellín (Viveros et.al., 2013), de Nancy Viáfara y Magola Cogollos, estudiantes universitarias (C-3121, 1977: 4; C-2852, 1972: 51). Nacidas en lugares periféricos de la nación, en el momento en que conquistaron notoriedad muchas de Capítulo 4. La edad morena 285

ellas residían en las grandes ciudades del país. Participaban, por lo tanto, de aquellos espacios en que la idea de belleza se construye, y de los cuales se propaga. En otros casos, como el de Laura Mosquera, el proceso de movilidad social fue determinado por una carrera de modelo que la llevó, de su situación originaria de pobreza, a ser una de las modelos mejor pagadas de Venezuela (C-2937, 1974: 34-38)106. Parecida es la historia de la modelo Eneida Caicedo. Estudiante de bacteriología en Cali, comenzaría modelando en Bogotá para luego emprender una carrera internacional que la llevaría a modelar en Italia, donde tendría éxito por “el color oscuro de su piel” y su aire “exótico” (C-3207, 1979: 68). El exotismo, es decir, la percepción de ellas como seres ajenos y extraños a los contextos sociales donde se movían, es la clave para entender su lugar tanto en el mundo de la moda y en los certámenes de belleza como en aquellos espacios sociales que éstos les abrieron. Ni la posición de clases ni los rasgos temperamentales (elegancia, espíritu emprendedor) que les son atribuidos, diferenciándolas del resto de la gente afrodescendiente, borran su origen étnico-racial. Por un lado, algunas de ellas destacaron ese aspecto para resaltar un exotismo que podía garantizarle éxito en un certamen o en su ámbito laboral; por el otro, la acentuación de ese exotismo se vuelve un medio para afirmar su identidad étnico-racial. En ese sentido se pueden interpretar elecciones estéticas como el cabello “afro”, las afirmaciones de orgullo hacia un color de piel hasta entonces menospreciado en el mercado de la belleza por parte de Enny Ovidia Moreno, o la denuncia del racismo por parte de Laura Mosquera, quien explicará su migración a Venezuela por la dificultad para una mujer negra de conseguir trabajo como modelo en Colombia (C-2937, 1974: 34-38).

El mismo fenómeno se puede observar desde la perspectiva de aquella sociedad en que reinas de belleza y modelos afrodescendientes habían entrado. Sin embargo, la perspectiva es opuesta: perpetuar el imaginario acerca del lugar que les era atribuido. Con respecto a eso, es significativa la crónica de una fiesta de disfraces organizada en Medellín en 1978, que vio entre sus invitados a Enny Ovidia Moreno. Una foto del evento la retrató con un Fernán González, acompañada por el siguiente comentario:

106 Para un análisis de la historia de Laura Mosquera, ver también Pisano, 2014. 286 Capítulo 4. La edad morena

“A Fernán González la esclava Equi (sic) Moreno ex Señorita Chocó, lo sedujo totalmente y lo acaparró toda la noche” (C-3168, 1978: 84).

El apelativo de “esclava” se refiere al disfraz llevado por Enny Ovidia. Se desconocen las razones de esa elección por parte de la ex reina de belleza. Las declaraciones de orgullo para su origen étnico-racial, citadas al inicio de este apartado, dejan abierta la pregunta de si pueda ser considerada una manera de reafirmarlo a través de una referencia a la historia de ese grupo. Sin embargo, llama la atención la evocación de cierta interpretación de la historia colonial realizada por quien escribió el comentario: una esclava bella y sensual seduciendo a un hombre blanco, que recordaba aquellas planteadas una década antes en algunas historietas de La extraña historia de los colombianos. Referencias a la esclavización se encuentran también en el ya mencionado reportaje sobre Laura Mosquera cuyo apellido, resaltó su autor, recordaba la descendencia de quienes lo llevaran de los “grandes señores” esclavistas, que se lo habían dejado para que nunca olvidaran ese pasado; de la misma manera, su rebeldía sería una herencia de antepasados cimarrones (C-2937, 1974: 35). La evocación de la esclavitud hace parte de la que Victorien Lavou, retomando una definición de Michel de Certeau, ha definido la “desdicha genealógica”, es decir, la reafirmación de un lugar social producido por la historia, situándola en un orden de las cosas, de las representaciones y de los colores, enfatizando su descendencia de los esclavos y no de pueblos (Lavou, 2002: 78; Gil, 2010: 66).

La belleza negra representó, sin duda, una de las novedades de la década de 1970, marcando una ruptura en los ideales estéticos que, reflejando los cambios que estaban ocurriendo en la sociedad, incluyó a un sector poblacional hasta entonces ignorado. Buena parte de esa ruptura hay que mirarla a través de los lentes de la concepción consumista de la belleza, y de la compleja participación de la población afrodescendiente a los espacios, sociales y geográficos, en que ese concepto se produce. Se trata de una “democratización” incompleta, que no borra los imaginarios tradicionales acerca de esa población; por el contrario, la inclusión de ese grupo puede llevar incluso a su reafirmación. La tensión entre lo “blanco” y lo “negro” es uno de los terrenos en que se juega la aceptación social de la belleza negra. Capítulo 4. La edad morena 287

5. Belleza que no es belleza. Pautas sobre el atractivo masculino

Los años setenta marcan una ruptura también en relación con las ideas acerca de la belleza masculina. Hasta esa época, las fuentes muestran una actitud ambivalente sobre el tema, correspondiente a la ambivalencia con que fue acogida la revolución sexual. Desde comienzos del siglo XX algunas figuras masculinas, especialmente los actores del cine estadounidense y europeo, se impusieron como ideales estéticos. Además, aunque el mercado cosmético siguió estando dirigido principalmente a las mujeres, se asistió a intentos para ampliarlo al público masculino, especialmente en lo relacionado con productos para el afeite, el perfume y el cuidado del cabello (Jones, 2008 y 2011). A pesar de eso, difícilmente el término “belleza” aparece relacionado con esas prácticas, ni en las publicidades ni en las secciones de consejos, en las cuales los problemas estéticos de los hombres fueron tratados muy esporádicamente107. La ambivalencia alrededor del tema se puede explicar con el choque entre dos visiones diferentes de la masculinidad: una tradicional, que consideraba la belleza física un aspecto secundario, o incluso le restaba importancia, como testimonia el conocido refrán según el cual “el hombre es como el oso, entre más feo, más hermoso”; una más “moderna”, que comenzaba a darle un espacio creciente. Los discursos acerca de la belleza expresan una disputa más general acerca de la idea misma de masculinidad, cuyo imaginario tradicional, como se vio en el capítulo anterior, parecía vacilar. De acuerdo con un dirigente de Revlon, los hombres que acudían a los cosméticos –perfumes, maquillajes y cremas de noche, cuya producción era creciente– eran aquellos que habían perdido confianza “en su propio atractivo viril” (C-2650, 1968: 29). Es significativo que, como se observó en un reportaje, aunque se tratara de cosméticos, este término no era utilizado para definirlos: la cosmética, es decir, el uso de productos para

107 Las secciones de belleza publicadas en Cromos durante las décadas de 1950 y 1960 son un ejemplo. Dirigida explícitamente a un público femenino, Sea Siempre Bella publicó solamente la carta de un lector, preocupado por la caída de su cabello (C-2032, 1956: 52). Sobre el mismo tema escribieron dos lectoras, solicitando consejos para frenar la caída del cabello de sus esposos (C-1972, 1955: 44; C-2078, 1957: 46). Lo mismo ocurrió con la sección Pregunte a Soledad. A lo largo de su existencia (1958-1961), algunos lectores escribieron solicitando consejos para cuestiones como la estatura excesiva (C-2163, 1958: 67; C-2168, 1958:65); la eliminación de cicatrices causadas por barros y espinillas, que hacían sentir a un lector “poco apreciado por el sexo femenino” (C-2171, 1959: 59); extirpar definitivamente la barba, que hacía aparecer más adulto a un lector de 14 años (C-2234, 1960: 57). 288 Capítulo 4. La edad morena

el embellecimiento del cutis y del cabello (RAE, 1970: 372) seguía siendo considerada una práctica eminentemente femenina.

Sin embargo, esto no implica que la apariencia tuviera un lugar secundario: cuidar el cabello, afeitarse, aplicarse lociones108, vestirse elegantemente son sugerencias que se encuentran continuamente en las publicidades de esos productos, índice de una imagen exitosa que cada hombre tenía el deber de presentar ante la sociedad. Sin embargo, la belleza nunca era indicada como objetivo: un hombre debía estar arreglado, ordenado, elegante, distinguido y atractivo, pero nunca “bello”. “Atractivo” es un adjetivo particularmente importante para entender el discurso acerca de la apariencia masculina. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, expresaba “gracia” en el semblante, las palabras, las acciones o las costumbre de una persona (RAE, 1970: 14), expresando la “gracia” un cierto “donaire y atractivo, independiente de la hermosura de las facciones” que se advertía en la fisonomía de algunas personas (p. 672). Estas definiciones recuerdan aquella de la presentadora de televisión Margarita Vidal, quien en una entrevista definió el atractivo masculino como “algo muy sutil e indefinido”, mezcla de inteligencia, apostura, erudición y “una pizca de no sé qué” (L-20, 1976: 77). Entre esas cualidades, solamente la “apostura”, hacía referencia al aspecto físico, pero no en términos estrictamente asociados con la belleza sino con la actitud, el ademán, el orden, el afeite, el adorno y el atavío (RAE, 1970: 106). Opiniones parecidas a las de Margarita Vidal fueron expresadas por algunas mujeres de la farándula colombiana, en una encuesta sobre “los hombres más atractivos” realizada por la revista Laura en 1976. Algunas de ellas indicaron su preferencia por hombres “churros”, es decir, de aspecto convencionalmente considerado “bello”, como el empresario Álvaro Castaño, el industrial Pablo Gabriel Obregón Santodomingo, los políticos Diego Arria y Santiago Salazar Santos. Sin embargo, la mayoría manifestó su predilección por cualidades como el sentido de humor, el “charm”, la

108 En una ocasión se subrayó que, aunque el agua de colonia semejara a un perfume, ningún hombre la llamaría así, siendo el perfume “un producto típicamente femenino contrario a las características que tienden a afirmar la personalidad masculina” (C-2186, 1959: 51). Capítulo 4. La edad morena 289

cultura, la inteligencia, la vitalidad, la “chispa” y la elegancia (L-20, 1976: 77). Unos años después, al describir su “hombre ideal”, tres Miss Colombia –Aura María Mojica (1978), Shirley Sáenz (1977) y Ana Milena Parra (1976)– concordaron en el lugar secundario del físico, considerando requisitos indispensables: elegancia, inteligencia, fidelidad, educación, responsabilidad, ternura, seriedad (C-3201, 1979: 58-59). La posición social sería otro elemento constitutivo del atractivo masculino, asociándose la imagen del éxito a aquella de un hombre de poder, a menudo sugerida por el saco y la corbata llevados por los modelos, y promovida en los consejos sobre moda masculina. Los hombres indicados como “más atractivos” en la encuesta de Laura fueron sobre todo políticos, empresarios e intelectuales (L-20, 1976: 77). La juventud, elemento central para que una mujer pudiera ser definida “bella”, era otro elemento secundario: las canas, afirmó el protagonista de un cuento publicado en Cromos en 1950, hacían a un hombre “más interesante”, indicando que había luchado y no había vivido en vano (C-1727, 1950: 38).

¿Hasta qué punto el atractivo masculino prescindía de la belleza física? Las opiniones expresadas en las encuestas de Cromos y Laura dan cuenta de un imaginario profundamente arraigado, que atribuía un lugar marginal al aspecto físico de un hombre. Paralelamente, desde la segunda mitad de los años sesenta se desarrolló otro que atribuía una importancia cada vez mayor al hecho de que también un hombre debería ser “bello”. Pionero fue un reportaje sobre los cambios ocurridos a lo largo de la historia en relación con los cánones de belleza, publicado en la revista Ilusión para Todas en 1968. A diferencia de documentos análogos que aparecieron regularmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, éste amplió su atención a la belleza masculina siendo, según afirmó su autor, el alcance de los ideales estéticos una preocupación constante de ambos sexos a lo largo de la historia (IpT-17, 1968: 57-62). “Belleza” era entonces un concepto que podía abarcar también a los hombres. Los medios para alcanzarla no diferían mucho de aquellos recomendados a las mujeres: dietas, gimnasia, vestuario a la última moda, cirugía plástica para corregir “defectos naturales” como una nariz demasiado grande, una cabellera afectada por la calvicie o las arrugas generadas por el paso del tiempo. Anteriormente reservada a las mujeres, la palabra “juventud” (en la medida de lo posible, eterna) entra también en el 290 Capítulo 4. La edad morena

vocabulario estético masculino. En una publicidad de 1970, la casa de moda medellinense Everfit prometió entregar a las colombianas ese hombre “nuevo”, “vibrante”, “moderno” y “juvenil” que ellas “siempre ha[bían] querido lucir” (C-2755, 1970: 75); la juventud, fijada entre los 20 y 25 años, “edad en que se puede sin decir”, fue exaltada también en la publicidad de una colección de camisas Arrow (C-2841, 1972: 34); finalmente, “eternamente joven” sería el hombre que llevara los jeans “alegres” y colorados de la marca Lord (C-2843, 1972: 47). “Eterna juventud” era la promesa que formulaban las varias clínicas de cirugía estética que en esos años aumentaron sus inserciones publicitarias en Cromos. Mientras la voluntad, la esperanza, el deseo de superación no se “arrugaran”, – afirmó una– se justificaba tener una apariencia juvenil, cuyos beneficios se podrían comprobar tanto en la esfera sentimental como en la socio-económica (C-2957, 1974: 62). La difusión de la cirugía estética entre los hombres colombianos fue confirmada por un cirujano bogotano, quien reveló que ya eran muchos los que acudían a su consultorio: artistas deseosos de exhibir una apariencia agradable ante su público, y ejecutivos en busca de una “presencia lo más sugestiva posible” para sus relaciones públicas. Sin embargo, el profesional negó que, contrariamente a sus clientas, se pudiera hablar de “coquetería masculina”: en juego estaba la búsqueda de seguridad y felicidad que los tratamientos estéticos podían otorgar (C-2823, 1972: 61). En algunas ocasiones, el uso de productos cosméticos fue sugerido también para el embellecimiento de los hombres. A una lectora de Cromos, preocupada por la mortificación que generaba en su esposo, un hombre de 42 años, la aparición de bolsas y arrugas alrededor de los ojos, se sugirió compartir su crema antiarrugas, o acudir a la cirugía estética, tratamiento al cual se sometían cada vez más hombres, siendo “natural” que también el sexo masculino quisiera lucir joven el mayor tiempo posible, conservando un “buen aspecto” (C-3040, 1976: 83).

La belleza de un hombre se vuelve índice de éxito, tanto en la esfera profesional como en la erótico-afectiva. Este último aspecto es central para entender la nueva atención hacia la belleza masculina. Se mostró a inicios de este capítulo que la revolución sexual implicó un cambio en la concepción de los roles de género. De acuerdo con la historiadora Jo Paoletti, ese cambio no atañó la masculinidad como elemento aislado sino en su relación con una Capítulo 4. La edad morena 291

feminidad en rápido cambio (Paoletti, 2015: 68). La mayor independencia de muchas mujeres, su reivindicación de una sexualidad más libre, no necesariamente vivida al interior del matrimonio o de una relación, ni cuyo fin era necesariamente la procreación, cambió la relación entre los sexos. Aunque con críticas y temores, las mujeres fueron ahora consideradas seres independientes y sexuados, que podían tener un rol activo en la elección de un compañero, cuyas posibilidades económicas pasaban en un plano secundario respecto a su atractivo físico. De allí que, para tener éxito, un hombre tuviera que convertirse en objeto sexual, por ejemplo vistiendo ropa más informal, colorada, ajustada y “sexy” (p. 79), así como exhibiendo un cuerpo “bello” y “perfecto”. No es casual que, asociado con los hombres, el término “belleza” aparezca relacionado con el desnudo. Fue, por ejemplo, el desnudo exhibido en la revista Cosmopolitan en 1972 que hizo ganar al actor Burt Reynolds el apodo de “hombre más hermoso de América” (C-2856, 1972: 98-99). De acuerdo con un periodista de Cromos, se trataba de un acontecimiento de “dimensiones históricas”: por un lado, hacía siglos que el cuerpo de un hombre no aparecía “con el desenfado público y la naturalidad de los viejos frescos o los heroicos monumentos de las culturas antiguas” (p. 101); por el otro, comprobaba la igualdad entre los sexos demostrando, después de años de predominio del desnudo femenino, que también las mujeres tenían ese “afán de contemplación” considerado típico de los hombres (p. 101). Sin embargo, esa “igualdad” entre los sexos parece traducirse en un intercambio de roles. Otro desnudo, esta vez de un grupo de modelos de varias partes del mundo que posaron para un calendario, fue considerado una “venganza” de las mujeres liberadas, que apuntaban a convertir a los hombres en objetos decorativos, sexuales y eróticos, tal como ellas lo habían sido durante décadas, haciendo de ellos una especie de “pin-ups” que se exhibían en “actitudes lánguidas” y lanzando “miradas incendiarias” (C-2861, 1972: 31). Definida en términos de “lo que es considerado ser exclusivamente de los hombres”, la masculinidad se considera amenazada por cualquier expansión de lo que está asociado con la feminidad (Paoletti, 2015: 70), en este caso, la belleza. Con sus múltiples implicaciones, la liberación femenina parece representar la amenaza más grande, junto con unas tendencias de la moda que, más que igualar los géneros, parecían querer “feminizar” a los hombres: cabellos largos, ropa más colorada y ajustada, etc. De allí una reacción que, al apropiarse 292 Capítulo 4. La edad morena

parcialmente de esos cambios, los utilizó para reafirmar un orden pensado como natural. Por ejemplo, una inserción publicitaria de los perfumes Arden for Men anunció la fundación de un imaginario Movimiento de Liberación Masculina. Aburridos de tener que usar productos destinados también a las mujeres, anunció, los hombres reivindicarían tener los propios: querían “oler a hombre”, incluso porque las mismas mujeres, se subrayó, preferirían “hombres que huelan a hombre, aunque algunas militen en los movimientos de liberación femenina” (C-2864, 1972: 88). Cuidar la apariencia se vuelve así una reivindicación de masculinidad: perfumarse con fragancias “varoniles” y “violentamente masculinas” (C-2724, 1970: 68) o con desodorantes “viriles” (C-2897, 1973: 47) para hombres “rudos” y “de acción” (C-2916, 1973: 61), o vestir ropa interior “varonil”, “para que nadie se equivoque” (C-3018, 1975: 24), según se lee en los eslogan de algunos productos, la manera de reafirmar una identidad de género vivida como inmutable.

Contrariamente a lo que dejan entender estos documentos, la belleza masculina no era ni una novedad ni un oxímoron. Lo que cambia entre finales de los sesentas e inicio de los setentas es la manera de hablar de ella, volviéndola (o intentando volverla) un asunto público tal como hasta entonces había sido la belleza femenina. El historiador George Mosse ha demostrado ampliamente cómo la idea moderna de masculinidad, surgida entre los siglos XVIII y XIX, se fundó en la fusión de un ideal espiritual y estético, al que todos los hombres deberían acercarse. Al igual que la feminidad, la masculinidad fue considerada un conjunto indivisible y armónico de cuerpo y alma, siendo la apariencia manifestación externa de virtudes interiores. Existió entonces un ideal estético masculino, manifestación corpórea de los valores de la clase media al poder: trabajo, moderación y limpieza, cuyo modelo fue considerado el cuerpo atlético de las estatuas griegas (Mosse, 2001: 9-58). Símbolo del cuerpo y del espíritu de una clase y de una “raza”, el cuerpo musculoso y atlético ha sido históricamente considerado el emblema de la belleza masculina, tanto en Europa (Mosse, 2001) como en países latinoamericanos como Brasil (Fornazari, 2010; Bernuzzi, 2014) y Colombia (Pedraza, 1999), que adoptaron los ideales estéticos y las representaciones de género de las antiguas “madrepatrias”. Ese ideal se renovó después de la Segunda Guerra Mundial, centrándose sobre todo en la musculatura de hombros y brazos Capítulo 4. La edad morena 293

(Bernuzzi, 2014: 97). Considerado señal de virilidad, en los años cincuenta y sesenta el cuerpo musculoso apareció en las publicidades de productos como lociones faciales y ropa interior109, difundiéndose en el marco de una americanización de los valores operada por el cine (p. 45), la prensa y concursos de culturismo como Míster Universo.

Los concursos de culturismo revelan las resistencias hacia la belleza masculina, así como sus connotaciones raciales. El primer aspecto emerge en las crónicas de la edición 1978 de Míster Universo y de la primera (no se sabe si única) edición de su versión local, el Señor Colombia, organizada en Bogotá a inicio de noviembre de 1971, contemporáneamente al Concurso Nacional de la Belleza. Ambos concursos fueron comparados con sus homólogos femeninos. De acuerdo con un cronista, Míster Universo no sería más que una versión masculina de Miss Universo (C-3175, 1978: 10); en cuanto al Señor Colombia, sus dinámicas recordaban el Concurso de Cartagena, siendo una competición entre los representantes de varios departamentos, cuyos ganadores fueron irónicamente apodados de “rey”, “virrey” y “príncipes”, retomando la terminología monárquica de Miss Colombia (C- 2807, 1971: 74)110. Al mismo tiempo, los autores de las dos crónicas enfatizan la distinción entre estos concursos y aquellos femeninos. Míster Universo se diferenciaría de Miss Universo por su énfasis en la armonía física y no en la belleza, tratándose de una competición de medidas musculares y técnicas de exhibición (C-3175, 1978: 10). La distinción entre el Señor Colombia y el Concurso Nacional de la Belleza fue menos directa. Mientras desde sus orígenes la retórica del Concurso Nacional de la Belleza lo exaltó como una competición entre las mujeres más bellas del país, los concursantes del Señor Colombia

109 Una de ellas fue la publicidad de la colonia Mennen, publicada en Cromos en 1959. Ilustrada por la imagen de un hombre mostrando su brazo musculoso a una mujer que lo miraba con admiración, su eslogan reafirmó repetidamente la hombría de quienes usaran el producto: “Usted es hombre”, afirmaba, y por lo tanto, necesitaba de una colonia “para hombres”, apta al “exigente gusto varonil”, de “fragancia totalmente masculina” que “encanta a las damas” (C-2199, 1959: 4). Unos años antes, Cromos había publicado también el anuncio del culturista Charles Atlas invitando a los lectores a fortalecer brazos, hombros, pecho y piernas, volviéndose así “hombres nuevos” y conquistando, a través de su solidificación, una fuerza “aplastante y duradera” (C-1932, 1954: 51). 110 Ganador del título de Señor Colombia fue el bogotano José Vicente Reyes, seguido por el sanandresano Guillermo Henao; otros finalistas fueron los representantes de Bolívar, Cundinamarca, Atlántico, Santander y Antioquia (C-2807, 1971: 74) 294 Capítulo 4. La edad morena

quedaron reducidos a un “grupo de forzudos”; estéticamente, “los feos más lindos del país” (C-2807, 1971: 74).

Versión moderna de las estatuas griegas, el cuerpo de los culturistas expresa lo que históricamente ha estado asociado a la belleza masculina. Sin embargo, para los autores de las dos crónicas este término sigue siendo inaplicable a un hombre. Paradójicamente, el cronista de Míster Universo distingue entre “armonía física” y “belleza”, que en el arte son prácticamente sinónimos, el uno determinando la otra (Eco, 2012). Por su parte, la crónica del Señor Colombia junta dos términos antitéticos: “lindo” (eso es, “bello”, “hermoso”, RAE 1970: 807) y “feo” (es decir, carente de hermosura, causa de horror y aversión; p. 613)111. Los participantes al concurso son ambas cosas: “lindos” por sus cuerpos atléticos, “feos” porque la masculinidad parece acarrear necesariamente la fealdad112. Culturalmente, los músculos representan para el ideal masculino lo que la piel representa para el ideal femenino: manifestaciones externas de virtudes interiores que contribuyen a determinar quién sea un verdadero hombre o una verdadera mujer. Ambos comparten una dimensión racial que los asocia con la blancura, incluso en una época en que ese ideal estaba sujeto a algunas transformaciones. A su vez, gracias también a los valores que le han sido asociados, la blancura se vuelve sinónimo de “belleza”. Tres ejemplos muestran la persistencia de ese estereotipo en la segunda mitad del siglo XX. En 1954, el actor Jacques Sernas, protagonista de la película Helena de Troya, se ganó el apelativo de “hombre más hermoso del mundo” por ser alto, atlético, rubio y de ojos azules (C-1946, 1954: 43); de acuerdo con una caricatura humorística de 1966, un seductor debería tener perfil griego, rostro ovalado, ojos grandes y negros, un semblante entre el actor italiano Marcello Mastroianni y el protagonista de la serie estadounidense Doctor Kildare (C-2543, 1966:

111 En su Historia de la fealdad, Umberto Eco asocia la fealdad a los siguientes adjetivos: repelente, horrendo, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, repelente, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, repugnante, espantoso, abyecto, horrible, horroroso, horripilante, laido, terrible, terrorífico, tremendo, monstruoso, repulsivo, disgustoso, nauseabundo, fétido, espeluznante, innoble, desaliñado, indecente, deforme, desfigurado (Eco, 2013: 16) 112 Denise Bernuzzi plantea que en sociedades donde los hombres están encargados de la lucha pública para el sustento familiar y la administración social, su “fealdad” gozaría de mayor aceptación social, evocando una apariencia “feroz” la masculinidad de una fiera, y sugiriendo también su éxito; esto, siempre y cuando estén acompañadas por la fuerza física (Bernuzzi, 2014: 68). Capítulo 4. La edad morena 295

73); en 1974, el retrato del buen amante era el de un hombre que poseía la galantería de un español, el romanticismo de un italiano y el físico de un dios griego (C-2945, 1974: 58-59).

Desde el siglo XVIII, las estatuas griegas han sido el punto de referencia de los ideales estéticos masculinos. Un cuerpo esculpido por medio de la gimnasia demostraría una perfección intelectual, interdependiente con la integridad moral. Dicha integridad se manifestaba en el control de las pasiones, la moderación, la pureza mental y sexual, ejemplificadas en las estatuas griegas (Mosse, 2000: 50 y 59), cuya blancura sería índice de una belleza humana apartada de la sensualidad (Mosse, 1985: 138). Richard Dyer ha mostrado cómo, además que al arte clásico, el cuerpo atlético expresa la blancura a través de varias manifestaciones: 1) en la segunda mitad del siglo XX, el estilo de vida norteamericano, especialmente californiano, con su énfasis en las ideas de salud, energía y naturalidad, concatenación de trabajo, tiempo libre, dolor y consumismo; 2) el simbolismo cristiano: como cuerpo construido, recuerda el dolor, el sufrimiento del cuerpo y el valor del sufrimiento ejemplificados en la representación de la crucifixión de Cristo; 3) es “blanco” en cuanto es un ideal, alcanzable gracias al trabajo mental y a la superioridad intelectual atribuida a ese grupo (Dyer, 1997: 148-150 y 164). Las crónicas sobre los concursos de culturismo han mostrado su relación con otra característica considerada típicamente masculina, la fuerza: fuerza de voluntad, pero también física, permitiendo el dominio sobre la naturaleza. En 1972, Cromos dedicó un reportaje a un “Ursus opita”, un joven huilense “luchador, pesista, boxeador”, de 78 kilos de musculatura y de “fuerza descomunal” que se ganaba la vida enfrentándose a los toros con la sola fuerza de sus brazos en las ferias de pueblo de su departamento; “espontáneo gladiador” que convertía la plaza de su pueblo “en el coliseo de los césares”, su lucha no era más “que una forma de la lucha por la vida en Colombia” (C-2840, 1972: 96). En una época marcada por la valoración de la dimensión sexual, el cuerpo musculoso se vuelve también objeto de deseo erótico. Así, el actor y ex boxeador panameño Ron Henríquez, con su 1.80 de estatura, 77 kilos de peso, ojos café, “fenomenal cuerpo atlético” y su “tipo viril y refinado con que sueñan las mujeres de la época”, sería un tipo “indiscutiblemente sexy”, hecho demostrado 296 Capítulo 4. La edad morena

también por haber mostrado sus “encantos” posando desnudo para la revista Playgirl (C- 3005, 1975: 18)113.

Que sea definida “belleza” o no, la apariencia física de un hombre es una expresión de masculinidad, término que tiene sus implicaciones raciales por ser encarnada en cuerpos asociados con la blancura. Sugerida en varios documentos, la relación belleza- masculinidad-blancura es particularmente evidente en una publicidad de la crema Linecrem, publicada en la revista Laura en 1977. Como muestra la ilustración 4.16, se trataba de un producto de belleza “unisexo”, dirigido tanto a hombres como a mujeres. Su efecto principal consistía en proteger la belleza reduciendo la silueta, rejuveneciendo los ojos y los labios y dando tersura a la piel (L-34, 1977: 54). La relación entre tersura y juventud de la piel con los imaginarios acerca de la blancura ha sido analizada en el capítulo 2. Ahora, se profundizarán otros dos aspectos. El primero es el discurso producido por la imagen: un hombre y una mujer de piel clara (levemente más oscura la del hombre, coherentemente con una tradición en que la blancura de la piel era considerada un rasgo eminentemente femenino), vestidos de ropa

Ilustración 4.16. Publicidad Linecrem (L-34, interior blanca, que se destacan en un fondo 1977: 54).

113 El tema se encuentra también en un un cuento publicado en Cromos en 1950. Su protagonista era María, una joven colombiana estudiante en los Estados Unidos, quien durante unas vacaciones en la finca de familia conoce a Francisco, uno de los trabajadores, sintiéndose inmediatamente atraída por él por su elevada estatura, la “fuerte musculatura” que se entrevía debajo de su ropa sencilla, y su “cutis tostado por el sol”. Francisco despierta el deseo de María, quien se le ofrece, volviéndose su amante. En una época en que seguía prevaleciendo un ideal femenino casi asexuado, María fue tildada por la autora como una mujer “atrevida” y de alma “perversa” (C-1732, 1950: 14). Capítulo 4. La edad morena 297

igualmente blanco, casi fundiéndose en él. La imagen es una exaltación del poder representativo del blanco. En términos de género, muestra a un hombre cuyo abrazo a su compañera parece ser un llamado a la protección sugerida en el slogan: protege a su compañera, y simultáneamente a su (de él) belleza; es, por lo tanto, un hombre responsable y activo, tanto hacia la mujer que lo acompaña como hacia sí mismo. Una atención particular merece otro aspecto. Como crema adelgazante, “estiliza” la silueta, dándole una forma convencional que resalta sus rasgos más característicos (RAE, 1970: 583). En otras palabras, la moldea para acercarla a un prototipo considerado ideal. Una función parecida la tienen algunos procedimientos de cirugía estética, como aquellos para corregir los “defectos” de la nariz. De acuerdo con el anuncio publicitario de un centro estético activo en Bogotá en los años setenta ésta consistiría, genéricamente, en darle un “aspecto armonioso” que guardara una relación eurítmica con el conjunto de la cara (C-3183, 1979: 95). Aunque varios anuncios insistieran en que su forma no debía ser producida en serie, existiendo una para cada cara, su ilustración mostraba siempre narices rectas y respingadas (C-2837, 1972: 87; C-2957, 1974: 62)114. La nariz ha sido un rasgo físico alrededor del cual se ha disputado la correspondencia de un hombre con los ideales estéticos, revelando el trasfondo racial de esos procedimientos: asociada con los griegos, punto de referencia de la masculinidad blanca, la nariz fina y recta tenía su opuesto en aquella “aplastada” considerada distintiva de los “negros” (Mosse, 2001: 78).

Incluso en una época de aparente “democratización”, el ambiguo discurso sobre la belleza o, según se le llamara, el “atractivo” de un hombre siguió basándose en una dicotomía “blanco”/“negro”115. Análogamente a lo ocurrido con las mujeres afrodescendientes, aun no

114 Las fuentes callan sobre los tipos de nariz que quienes acudieran a ese tipo de cirugía querían lograr. Un breve artículo publicado en la sección de farándula de Cromos, fue dedicado a aquella del gerente Alberto Peñaranda para respingarse la nariz. Su autor subrayó que no era solo Peñaranda quien acudía a ese procedimiento: el político Germán Zea Hernández se sometería con frecuencia a él, objetivo para el cual viajaba cada año a Europa (C-2988, 1975: 17). 115 Sobre todo en el mundo del cine, no faltaron casos de hombres ubicados en categorías “no-blancas” considerados atractivos. De acuerdo con un artículo de Ilusión para Todas, con su figura “delgada y morena”, sus ojos grandes, fijos y penetrantes, y su sonrisa, el actor Omar Sharif daba la idea de un ídolo diferente, recordando a los ancianos la “varonil apostura” de Rodolfo Valentino, y dando a los jóvenes la imagen de un héroe distinto de aquellos propuestos por el cine estadounidense y europeo. Su origen egipcio, además, lo 298 Capítulo 4. La edad morena

representando ideales estéticos, tampoco los hombres de ese grupo fueron necesariamente asociados con la “fealdad”. En el capítulo 3 se mostró como el escaso atractivo que les era atribuido se basaba más en una idea de masculinidad desviada respecto a aquella normativa, considerándolos hombres irresponsables, perezosos, despilfarradores, sexualmente descontrolados. En pocas palabras, el opuesto del hombre previsor, capitalista y de clase media sobre el cual se había construido el ideal masculino. Ajenidad al capitalismo implicaba ajenidad al trabajo: en 1970, un reportaje sobre el desempleo en Colombia se abrió con la foto de un grupo de hombres afrodescendientes (C-2757, 1970: 5), mientras según otro en el Chocó el mercado laboral estaría dominado por las mujeres, dedicándose ellas a los trabajos más pesados (C-2968, 1974: 80). La incapacidad atribuida a los hombres “negros” de ser padres y maridos responsables, así como administradores atentos de su patrimonio, es un tema recurrente también en las narrativas acerca de los deportistas que emergieron en esa época, descritos en varias ocasiones como hombres de sexualidad descontrolada, infieles, aficionados al alcohol y despilfarradores de sus ganancias (Pisano, 2014). La recomendación “nada de mujeres, nada de trago, nada de parrandas”, que según una crónica el Presidente de la República Alfonso López Michelsen hizo al boxeador Rodrigo Valdés es indicativa de dos diferentes concepciones de la masculinidad presentadas en constante choque: aquella de un hombre “blanco” de la elite bogotana indicando a un afrodescendiente la vía a seguir para ser un hombre exitoso, y la supuesta incapacidad de éste de seguirla, cayendo en la “tentación” y dejándose “pillar” al fin de semana siguiente sacando “una cana al aire” durante una fiesta (C-2943, 1974: 108).

La visibilidad mediática obtenida con el cine y la televisión favorecieron la inclusión de algunos afrodescendientes entre los hombres considerados “atractivos”. “Apuesto” y “símbolo de virilidad” sería, por ejemplo, el actor estadounidense Jim Brown, protagonista en 1968 de la película 100 rifles. Su efecto en las mujeres, se afirmó, era el mismo que la protagonista femenina, la “explosiva bomba” Rachel Welch, suscitaba en los hombres, es

hacía un personaje “extraño y legendario, rescatado del misterioso mundo de los vuelos azules y lánguidos camelos del desierto” (IpT-8, 1967: 61). Capítulo 4. La edad morena 299

decir, deseo erótico (C- 2667, 1968: 20). Por su parte, el también estadounidense Richard Roundtree, fue declarado unos años después, “el tipo más varonil del cine norteamericano” (C-2916, 1973: 132) y, posteriormente, “el hombre más apuesto del mundo entre los de su raza” (C-2962, 1974: 97). Comparado con el apelativo de “hombre más hermoso del mundo” atribuido a varios actores “blancos” estadounidenses, la “apostura” de Roundtree muestra los límites de esa inclusión ya observados para la belleza “negra” femenina. No solamente Roundtree no es definido “hermoso” (término que, como vimos, referido a los hombres fue utilizado de manera ambivalente); su virilidad y apostura nunca adquieren una dimensión universal, limitándola a su país de origen o, lo que es aún más significativo, a su grupo racial.

El atractivo atribuido a algunos hombres negros parece encontrar su legitimación en la medida en que es ejercido sobre mujeres blancas, consideradas emblemas de la feminidad. Fanon (2009 [1952]) y Bastide (1970) han abordado la cuestión desde la experiencia de los hombres de ese grupo, analizando el deseo de muchos de ellos para acceder a mujeres así racializadas, producido por las dinámicas del colonialismo y la esclavización; en el caso colombiano, Viveros (2000) se ha enfocado en las respuestas de ellos frente al estereotipo del hombre negro como ser “dionisiaco”. Algunos materiales publicados en Cromos permiten abordar la cuestión desde otra perspectiva. Entre la segunda mitad de los años sesenta y a lo largo de la década siguiente, tanto la prensa como el cine trataron ocasionalmente la atracción de mujeres “blancas” hacia hombres “negros”. La película 100 rifles fue la más explícita, mostrando la primera escena de sexo interracial en la historia del séptimo arte. En Colombia, el tema apareció en un reportaje de 1975 sobre el creciente turismo a la isla de San Andrés de mujeres maduras estadounidenses, en busca de “aventuras románticas” con los hombres locales; “modernos Casanova”, comprobarían según su autor que, “si los caballeros las prefieren rubias (…) las gringas los prefieren negros” (C-2983, 1975: 38-39). Menos directas, pero no por eso menos explícitas, fueron dos fotos publicadas en 1965 y 1968 respectivamente. Probablemente extraídas de un mismo reportaje, mostraban a un hombre negro semidesnudo mostrando sus bíceps a una 300 Capítulo 4. La edad morena

mujer blanca que los tocaba, admirada (C-2507, 1965: 5; C-2656, 1968: 49; ilustraciones 4.17 y 4.18).

Ilustración 4.17. “Objetos” del deseo (C- Ilustración 4.18. “Objetos” del deseo (C- 2507, 1965: 5). 2656, 1968: 49).

Tema común de esos documentos es el deseo de mujeres blancas, cuya feminidad se ha construido alrededor de un ideal de pureza sexual, hacia hombres de un grupo históricamente considerado inferior e hipersexualizado. En una época de importantes cambios en materia de relaciones de género y de relaciones interraciales, podría aparecer como el emblema de una sexualidad femenina más libre, capaz de superar una barrera racial hasta entonces considerada insuperable. Desde otra perspectiva, un análisis de esos documentos revela la persistencia de un imaginario mucho más tradicional. La escena de sexo entre los protagonistas de 100 rifles es un ejemplo: según el periodista que la describió al público de Cromos, se trataba de una “demostración de amor” “furiosa” y “descontrolada”, todo el contrario del sexo racional y controlado, aunque más libre, que como se observó en el primer apartado seguía siendo presentado como ideal. Las dinámicas

Capítulo 4. La edad morena 301

en que sus protagonistas, Sarita y Lyedecker, tienen esa relación, parecían ubicarlo además en una zona gris entre el sexo consensual y la violación, confirmando el prejuicio según el cual una mujer que deseara sexualmente a un hombre “negro” lo haría por una ansia de ser violada (Fanon, 2009: 131; Bastide, 1970: 87), y la supuesta naturaleza de violador y, por lo tanto, de “animal”, de éste (Affeldt, 2015; Hund, 2015)116. En cuanto a las turistas estadounidenses en San Andrés, los elementos que cuentan son: por el lado femenino, la edad, por tratarse, desde la perspectiva del narrador, de “otoñales escarceos” soñados por mujeres cuya edad las excluye del mercado erótico-afectivo de su país de origen; por el lado masculino, la puesta a disposición de esas mujeres de un cuerpo atractivo, heredado de “piratas británicos” y “altísimos watusis esclavizados”, y el poder seductor derivado de sus voces cautivantes “como un calypso”. El romanticismo de esos encuentros desaparece por el final planteado como casi inevitable: el aligeramiento de las carteras de ellas. Se trataría de relaciones que transgreden varias normas morales, de género y raciales, y por eso castigadas. “Inmoral”, “indecente” e “ilegal” sería el desnudo que da título al cuento ilustrado por una de las fotos (ilustración 4.18). Lo interesante es que el hombre negro exhibiendo sus músculos a una blanca, admirada por el espectáculo, nada tiene que ver con la historia: la investigación sobre la muerte de un rico hombre de negocios, residente en un pequeño pueblo de los Estados Unidos, cuya costumbre era nadar desnudo en un lago, involuntariamente observado por una anciana señora de la que, además que la opinión resumida en los tres adjetivos, se deja entender cierto deseo de contemplación. En ningún momento se explicita la pertenencia racial del desnudista (C-2656, 1968: 49-53). El hecho de que se acuda a esa imagen es indicativo de la idea de que un hombre objeto –aunque involuntario– de una acción y de un deseo considerado “inmoral”, “indecente” e “ilegal” sólo pueda ser ejemplificado por un “negro”, que a la inmoralidad, indecencia e ilegalidad

116 En un primer momento, la escena es ambigua con respecto al consenso de Sarita (Rachel Welch). Lyedecker (Jim Brown) la asalta después de haber recibido un leve beso en la boca como disculpa por algunos insultos que ella le había dirigido anteriormente: agarrada a Sarita por los pulsos, Lyedecker la empuja contra una pared, mientras ella le ruega que no lo haga. A ese punto, él se detiene, Sarita se aleja y Lyedecker la alcanza, acercándosele de manera más delicada; la escena sigue mostrando la relación sexual entre los dos, enfatizando el placer sentido por la mujer (https://www.youtube.com/watch?v=kbMIMsYyGTc&t=4552s; consultado el 12 de junio de 2017). 302 Capítulo 4. La edad morena

ha sido históricamente asociado. La segunda foto es utilizada para introducir el tema de un artículo que, a partir de las innovaciones tecnológicas en el entrenamiento de los atletas, se preguntaba si, tarde o temprano, estos llegarían a convertirse en autómatas. Aquí, usar la imagen de un hombre negro remite a dos estereotipos diferentes: la idea de su superioridad física, pero no mental, sobre los “blancos”, que los haría aptos para el deporte pero no para trabajos que implicaban el uso del intelecto y, relacionado con esto, la idea de que un “negro” no sea un “hombre”, es decir, un ser racional y pensante, sino una máquina, apta apenas para el trabajo o para satisfacer los deseos de mujeres quienes, por su parte, al reivindicar su derecho a una sexualidad libre, se han también alejado del ideal al que esa palabra se refiere. El sexo interracial entre mujeres blancas y hombres negros se ubica entonces en un contexto de cambios de las relaciones de género, pero también de una reacción dirigida a reafirmar un orden social que se consideraba puesto en peligro por los movimientos de reivindicación.

Esta consideración nos hace volver a las resistencias hacia la belleza masculina. La concepción setentera de la belleza enfatizó el rol del deseo sexual. En su dimensión tradicional, se trataba de la relación entre un ser deseante (el hombre) y un objeto deseado (la mujer): ser “bella”, o “bello”, implicaba volverse objeto, lo cual llevaría a pasar al otro lado de esa dicotomía, con sus consecuencias en el orden de género y racial. En una visión binaria del género, aceptar la idea contemporánea de belleza implicaba, como se vio a propósito del desnudo, la aceptación de un lugar “femenino”, es decir, “feminizarse” y, por consiguiente, dejar de ser “hombres”. Ser “bellos” implica también cosificarse, volverse objeto. En términos raciales, a raíz de una historia marcada por la esclavización, la gente negra ha sido el emblema de la cosificación, tanto en el mercado laboral como en el sexual: trabajo y sexo la hacían puro cuerpo, instinto.

Conclusiones

La década de 1970 es la época en que es más evidente el oscurecimiento de los cánones de belleza. Relacionados con la “oscuridad” son diferentes conceptos y grupos que Capítulo 4. La edad morena 303

paulatinamente entraron, desde diferentes lugares y perspectivas, en el discurso estético: los mestizos, la población afrodescendiente, los hombres. Por esta razón, para explicar el oscurecimiento de los cánones de belleza es necesario tener en cuenta los cambios ocurridos en ámbitos como las relaciones de género, las ideas acerca de la sexualidad, y sus repercusiones en las ideas sobre “raza”.

El auge de la “oscuridad” en los cánones estéticos no implicó una desvaloración de la blancura. Fiel a su poder representativo, lo “blanco” absorbió parte de lo “oscuro”, integrándolo en su sistema normativo. Los discursos acerca del mestizaje y de la “belleza negra” analizados a lo largo de este capítulo son una muestra de ello. Categorías para indicar el color de la piel como “moreno”, la pertenencia a un grupo cultural-racial como “latino”, incluso la ampliación de la idea de belleza a ciertas personas racializadas como negras, muestran cómo lo blanco siguió representando un punto de referencia. Sin embargo, su lugar no es predominante sino dialógico, aunque de manera asimétrica, con otras identidades, que se relacionan con él desde un lugar que sigue siendo considerado subordinado, pero al mismo tiempo puede adquirir una propia especificidad.

La importancia de la mezcla racial en el discurso sobre la belleza es otra prueba de ello. A partir de las teorías propuestas por Peter Wade, el mestizaje se presenta como un fenómeno en que lo “blanco” y lo “no-blanco” se articulan, influenciándose mutuamente. Ideología fundante la nacionalidad, muestra los cambios que estaban ocurriendo alrededor de la identidad nacional, evidenciando tanto el aporte de las minorías étnico-raciales (especialmente de la población afrodescendiente), como su relación con los “blancos”. Conceptualmente, el mestizaje remite al sexo, tema recurrente en el discurso estético y social de los setentas. El sexo es el ámbito en que lo blanco se apropia de la oscuridad. Lo mismo puede decirse si se considera el auge conocido por la categoría “moreno” para describir el color de la piel. Como vimos, remite a varias “oscuridades”, siendo al mismo tiempo sinónimo y antónimo de “blanco”; lo mismo ocurre con la categoría “latino”. Mestizaje, latinidad y morenidad son conceptos interdependientes, relacionados tanto con la apariencia como con la identidad o, para decirlo mejor, múltiples identidades. Estas 304 Capítulo 4. La edad morena

características les permiten una constante negociación y desplazamiento, acercándolas y apartándolas de lo blanco según el contexto en que sean utilizadas.

Para los años setenta parece llegar a cumplimiento el proceso de “democratización” de la belleza iniciado en las décadas anteriores, con la inclusión de mujeres de diferentes orígenes étnico-raciales. Las ideas acerca de la “belleza negra” muestran los límites de esa “democracia”. La inclusión de una parte de la población afrodescendiente en el discurso sobre la belleza encuentra su explicación en la percepción de su lugar peculiar en la sociedad: la ubicación de una parte de ella en las clases medias y en los contextos urbanos, donde los ideales estéticos son producidos, pero también su creciente visibilidad política, lograda con el surgimiento de movimientos de reivindicación. Aunque formas de “blanqueamiento” estén presentes en los discursos acerca de la “belleza negra”, relacionarla solamente con ello sería una explicación limitada. Asociado con lo “exótico” y, al mismo tiempo, lo político, el cuerpo “negro” entra en el imaginario colectivo como elemento parcialmente autónomo, cuya especificidad debe ser matizada en algunos casos y exaltada en otros.

En cuanto a la belleza masculina, su paulatina aparición puede ser explicada teniendo en cuenta diferentes factores. En primer lugar, los cambios en las relaciones entre hombres y mujeres y, más específicamente, aquellos ocurridos en el imaginario acerca de la feminidad, determinados por la “revolución sexual”. La imagen de la mujer como ser sexuado y deseante (no solamente deseado) produjo una mayor atención hacia la apariencia masculina. Sin embargo, no se puede interpretar ese fenómeno como una mera ruptura respecto al pasado. Como vimos, el cuidado de la estética escondió también la permanencia de un imaginario que la consideró un medio para perpetuar concepciones tradicionales acerca de la masculinidad.

El cuerpo “blanco” fue un referente constante en el discurso acerca de la belleza masculina, evocado por los dispositivos culturales y simbólicos activados por los elementos considerados centrales de ese concepto: la referencia a las estatuas griegas y a la musculatura son un ejemplo. Al contrario de los temores expresados por los Capítulo 4. La edad morena 305

contemporáneos, no se trata de una cosificación de la figura masculina, más bien, de la perpetuación de un imaginario históricamente arraigado, que ahora adquiere visibilidad mediática. Expresión de características consideradas eminentemente “blancas” como el esfuerzo, el trabajo y el espíritu de sacrificio, expuestos sí a la vista y el deseo femenino, siguen mostrando al “blanco” como hombre ideal, por eso deseado y deseable. Coherentemente con ese imaginario, el lugar de hombre-objeto es atribuido a hombres de las minorías étnico-raciales, especialmente a aquellos racializados como “negros”, emblema de un deseo sexual subversivo, relacionado con la inmoralidad y por eso casi que merecedor de un castigo. Todo ello confirma los límites de la “democraticidad” de los ideales estético setenteros así como permite matizar las opiniones más radicales acerca de sus aspectos revolucionarios, mostrando más bien –junto a cambios que efectivamente caracterizaron esa época– la sobrevivencia de imaginarios tradicionales acerca de las relaciones de género e interraciales.

306 Capítulo 4. La edad morena

Capítulo 5

Blancos, no blancos, casi blancos.

Ideales estéticos y ordenamiento social en los años ochenta

Los años ochenta marcaron una inversión de tendencia respecto a la década anterior. La libertad sexual y la puesta en discusión de los roles tradicionalmente asignados a hombres y mujeres, que representaron algunos de los rasgos distintivos de los años setenta, fueron parcialmente reemplazadas por un retorno a la contención y a los roles de género tradicionales. Manifestación racial de esa ola conservadora fue el retorno al ideal de la blancura. Paralelamente, en Colombia se hicieron evidentes los fenómenos que, a inicio de los noventa, llevarán al cambio constitucional y a la proclamación de la nación pluriétnica y multicultural. El discurso sobre la estética no quedó ajeno a esos fenómenos. Se asistió así a la difusión de un discurso sobre la nación que, a través de la retórica del mestizaje, evidenció la contribución indígena, no solamente en lo relacionado con su mito fundacional sino también con la apariencia de sus habitantes. Sin embargo, esto no implicó una radical puesta en discusión de la blancura como referente en establecer los ideales estéticos. Más bien, al entrelazarse con el discurso sobre la nación, la “belleza mestiza” (entendiendo este término en su significado originario de mezcla entre “blancos” e indígenas) se revela como un complemento de la “blanca”. Se evidencia así una correlación entre la blancura y el mestizaje que será analizada y problematizada.

Este capítulo analizará estos fenómenos articulándose en tres ejes temáticos: primero, el retorno a la blancura tradicional, producto de la reacción a la “revolución sexual” de las décadas anteriores; segundo, la blancura como status privilegiado, tal como emerge de los discursos acerca de los peligros cancerígenos del bronceado, particularmente numerosos en esa época; tercero, la entrada del cuerpo mestizo de ascendencia indígena en los ideales estéticos locales, su participación en la retórica del mestizaje y sus correlaciones con la blancura.

308 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

1. El “mito de las rubias”. La “contrarrevolución sexual” y el retorno de la blancura en los ideales morales y estéticos

“Las rubias [están] otra vez de moda. Los años 80s van a ser los de la vuelta a la moralidad y también a las bellezas rubias e ingenuas” (C-3255, 1980: 72).

Con este título, un artículo publicado en Cromos en junio de 1980 anunció los elementos que caracterizarían la década que estaba comenzando. De acuerdo con su autor, la búsqueda, por parte de los hombres, de “una feminidad ideal, dulce y al mismo tiempo apasionada, inocente y perversa”, había determinado el retorno del “mito de las rubias”, tipo físico asociado “a una piel de leche, unos ojos claros y el pelo de un rubio cenizo”. Prueba de ese renovado éxito era el aumento de las ventas, en varios países europeos, de los tintes para aclarar el cabello (C-3255, 1980: 74). La “oscuridad” de los años sesenta y setenta, manifestación exterior de la libertad sexual experimentada en esas décadas, sería reemplazada por la “claridad”, índice de la vuelta a la moralidad y la familia. Eje de la vida social en los años setenta, el sexo pasaría “de moda”, reemplazado por el romanticismo al punto que hasta el director de la revista erótica Playboy encomendaría a sus colaboradores artículos sobre familia, matrimonio, pareja e hijos. Otra señal de la victoria del romanticismo sería el renovado éxito de la novela Love Story (1970), de Erich Segal: solamente en los últimos tres años, informó un reportaje en 1981, se habían vendido en los Estados Unidos 11 millones de copias, mientras las ventas de las videocintas de su versión cinematográfica habían superado, entre abril y diciembre del año anterior, aquellas de todas las películas pornográficas juntas (C-3306, 1981: 80-81). Al rescate del romanticismo contribuyó, en 1981, la atención mundial hacia “la boda del siglo” entre la aristocrática Diana Spencer y el heredero al trono de Inglaterra, Carlos. Un periodista de Cromos observó que, desde el acontecimiento, la “moda romántica” había “asaltado” las vitrinas de los grandes almacenes, especialmente en lo relacionado con los trajes de novia (C-3379, 1982: 86).

La vuelta al romanticismo se expresaría en la triada enamoramiento-matrimonio- reproducción. Aunque nunca había desaparecido, la figura materna recobró importancia, Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 309

como muestra la narrativa acerca de algunas protagonistas de la farándula nacional e internacional. La mencionada “lady Di” fue uno de los paradigmas de la vuelta a la familia tradicional. Las crónicas de Cromos relataron constantemente sus vicisitudes matrimoniales y, desde el nacimiento de su primer hijo (1982), sus virtudes maternales. Por dos veces, en 1983 y 1985, la entonces princesa de Gales protagonizó los reportajes sobre el Día de la Madre, rol que desempeñaría de manera “perfecta”, “ejemplar” e “integral”, nunca separándose de sus hijos, rodeándoles de mimos y cuidados (C-3407, 1983: 1 y 112) y dedicándoles mucho tiempo, sin dejarlos a los cuidados de una niñera (C-3512, 1985: 94). Emblema de la vuelta al romanticismo, la pareja real inglesa atestiguaba la entrada de los valores burgueses hasta en la secular y rígida monarquía británica117. Una atención parecida fue dedicada a la maternidad de Krystle Carrington, personaje ficticio protagonista de la exitosa serie estadounidense Dinastía (1981-1989). “Prototipo del ama de casa, la elegancia y, desde luego, la belleza” (C-3496, 1985: 42), “de la feminidad, la gracia, la elegancia” (C- 3564, 1986: 94), fue declarada “mamá del momento” con ocasión del Día de la Madre 1986, retratada en una portada de Cromos junto a su esposo y su hija en la ficción, una “infante especial”, rubia y de “cuerpecito distinguido, como el de la mamá” (p. 1 y 94). Tampoco en ámbito local faltaron ejemplos de abnegación materna. En 1980, un reportaje sobre el nacimiento del primer hijo de María Helena Reyes, Miss Colombia 1975, destacó que, a pesar de sus éxitos como reina de belleza y como profesional, su realización llegaría solamente con la maternidad. La misma Reyes confirmó esta afirmación: ninguno de sus títulos, declaró, le había dado tanta felicidad como el matrimonio, el embarazo y la maternidad. (C-3270, 1980: 105)118. De tono parecido fueron las declaraciones de Susana Caldas, Miss Colombia 1983, quien dejaría en el pasado los recuerdos del reinado para dedicarse a su primer hijo, a su esposo y su hogar, poniendo en segundo plano las

117 A eso parece referirse un relato acerca de los métodos educativos de la princesa Diana en la crianza de sus hijos. De acuerdo con un artículo de Cromos, ella aplicaría los métodos aprendidos en su experiencia laboral en una guardería de Londres, donde trabajó antes del matrimonio, haciendo que los infantes disfrutaran “de una vida hogareña semejante a la de cualquier hijo de clase media alta” (C-3512, 1985: 94). 118 Los títulos a los que se refiere Reyes eran el de Miss Colombia, pero también de doctora en odontología, conseguido posteriormente a su reinado. 310 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Retratos de familia blanca y burguesa

Ilustración 5.1. “Krystle Carrington, la Ilustración 5.2. Una familia real “de clase mamá del momento”, y su familia de la media”. Diana Spencer, Carlos de serie Dinastía (C-3564, 1986: 1). Inglaterra y sus hijos. (C-3512, 1985: 95).

Ilustración 5.3. (Ex) reina y madre. María Helena Reyes, Miss Colombia 1975, con su familia: “Por un hogar como el que tengo y por la vivencia de ser madre, cambiaría todos los títulos que me han otorgado” (C-3270, 1980: 1 y 105). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 311

preocupaciones por la belleza física para concentrarse en el bienestar de su bebé (C-3652, 1988: 44) (ilustraciones 5.1, 5.2 y 5.3).

La mujer sensual, independiente, social y sexualmente apoderada de los años sesenta y setenta parece dejar el lugar a un modelo tradicional de feminidad, replegado en la esfera doméstica y en el papel de esposa y madre. El fragmento que abre este apartado muestra cómo la representación de este regreso a la moralidad y la familia tuvo su expresión cromática y, por ende, racial, en la exaltación de los rasgos distintivos de la blancura: piel “blanca”, ojos claros y cabello rubio. Tras el “desorden” y la “oscuridad” de los años setenta, la vuelta al orden no podía ser representada sino por su opuesto. Como en la década anterior, las ideas acerca de la sexualidad representan el telón de fondo de las representaciones sobre el cuerpo. Desde los años ochenta se asiste a una “contrarrevolución sexual” que, originada en los países anglosajones, llegó a Colombia por medio de las traducciones de reportajes, a través de los cuales el público local se enteraba de las nuevas tendencias y de los modelos a seguir. Ya criticado en la década anterior, el “lado oscuro de la sexualidad” recibió una renovada atención (McLaren, 1999: 193). La difusión del Sida contribuyó en determinar la vuelta a una moral sexual basada en la contención, y a una vivencia de la sexualidad replegada en el marco de la pareja heterosexual monógama. Sin embargo, los reportajes mencionados muestran que las primeras señales se manifestaron ya antes del reconocimiento del virus, que ocurrirá a mediados de 1981 (Gottblied, 2006: online). En una entrevista publicada en Cromos, Gilbert Tordjiman, presidente de la Asociación Mundial de Sexología, analizó la nueva actitud hacia el sexo. De acuerdo con él, el regreso al romanticismo era protagonizado por muchas de las personas que en las décadas anteriores se habían dado al “ritmo desenfrenado”, ahora desamparadas y temerosas de perder su madurez y su ancianidad; el rescate del sentimiento en detrimento del sexo representaría además una tregua entre los sexos, “agobiados” por décadas de enfrentamientos, determinando la victoria de una milenaria “educación sexual” sobre pocas décadas de desenfreno (C-3306, 1981: 80-81). El anuncio de que también las personas heterosexuales estaban en riesgo de contraer el Sida (1987) dio nuevo impulso a la ola conservadora: hasta en un país conocido por su libertad como Suecia, se observó en una 312 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

ocasión, el temor a la enfermedad había generado un cambio en la conducta sexual hacia la abstinencia y la monogamia (C-3644, 1987: 78); en los Estados Unidos, desde 1981 gobernados por el conservador Ronald Reagan, la contrarrevolución sexual generaría una nostalgia hacia los años cincuenta, convirtiendo el matrimonio en el estado ideal de la pareja (C-3668, 1988: 44).

Asociada con el orden y la moralidad, la blancura recobró un lugar central. Como muestran las ilustraciones 1, 2 y 3, los emblemas de valores considerados intrínsecamente positivos como la familia y la maternidad, fueron frecuentemente encarnados por tipos físicos caracterizados por la claridad de su piel, de su cabello y, muchas veces, de sus ojos. La figura de Diana Spencer y la serie Dinastía son ejemplo de ello. La primera se volvió un emblema de feminidad, clase y nobleza “blancas”, presentada por los medios de comunicación como esposa sufrida, madre abnegada y mujer bondadosa, dedicada a la beneficencia. Retratada como una santa, encarnaría la relación entre la maternidad blanca y la luz ejemplificada por el rubio de su cabello, marcas de santidad y deidad religiosa (Foster, 2003: 125). En cuanto a Dinastía, a cuyos protagonistas e historias Cromos dedicó mucho espacio en esos años, la exaltación de un modelo tradicional de blancura se expresó en el contraste entre sus dos protagonistas: la rubia y buena Krystle y la “morena” (brunette) y mala Alexis (Grisprud, 1995: 151)119.

Portador social de codificaciones (Hering, 2008: 15), el cuerpo fue uno de los medios para expresar la adhesión a los valores predominantes. Viejas y nuevas tecnologías proporcionaron las herramientas para que cualquier persona, especialmente las mujeres, pudieran darse un aire inocente, casto y, por supuesto, moderno. Considerados una época de sólidos valores morales, orden y glamour, los años cincuenta se volvieron uno de los puntos de referencia en los consejos de belleza. En ellos se inspiraba, por ejemplo, el maquillaje sugerido a las lectoras de Cromos para 1980, basado en una predominancia de

119 Algunas escenas de la serie, disponibles en youtube, muestran cómo los temperamentos de las dos contrincantes fueron resaltados visualmente acudiendo a contrastes cromáticos, especialmente en el maquillaje y el vestuario: claros para Krystle, más oscuros para Alexis. Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 313

tonos rosados y dorados para el rostro, y rosados o azules para los ojos (C-3241, 1980: 70- 71). En cuanto a la piel, reapareció, aunque con una frecuencia mucho menor que en los años cincuenta, el blanqueamiento, sugerido por nombres como Blankísima y Blancanova con los que fueron bautizadas algunas cremas que prometían eliminar pecas, paños y manchas, como aquellas causadas por el embarazo o por el uso de la píldora anticonceptiva (C-3431, 1983: 69; C-3460, 1984: 124).

En un contexto en que, como se profundizará en el apartado siguiente, la consolidada práctica del bronceado contribuyó a restarle importancia a la claridad de la piel como señal de belleza, otra marca distintiva de la blancura conoció un nuevo auge: el cabello rubio. De acuerdo con el reportaje sobre el retorno del “mito de las rubias”, para inicio de la década de los ochenta se asiste en Europa a un aumento de las ventas de tintes para aclarar el cabello, medio para conquistar el aire apasionado, inocente y perverso asociado con ese tipo físico (C-3255, 1980: 74). En cuanto a Colombia, no se han encontrado datos acerca de la difusión de esa práctica, ni los consejos de belleza publicados en Cromos le dieron gran espacio. Su valoración fue repetidamente sugerida en las publicidades de algunas tinturas, asociando el rubio con el “tono natural” del cabello (C-3305, 1981: 66) o indicándolo como “la más bella alternativa de color para el cabello de la mujer de hoy” (C-3675, 1988: 33); además, algunos centros de belleza usaron imágenes de mujeres rubias para ilustrar los peinados de moda (C-3430, 1983: 58-59). Es significativo el nombre elegido por una peluquería activa en Bogotá a finales de la década: “Platino”, según cuyo slogan interpretaba “el idioma de tu pelo”, traducidos en imágenes por dos modelos, un hombre y una mujer, de cabello claro (C-3629, 1987: 23). “Natural”, “bello” y “moderno”, el cabello rubio perpetuó el valor simbólico de la blancura y su supremacía en los cánones estéticos. Lo mismo puede decirse de otra moda surgida en esos años: la “iluminación” por medio de “rayitas”. De acuerdo con un artículo, su función sería matizar el tono (¿oscuro?) del cabello, suavizando la expresión del rostro (C-3237, 1980: 91). Sugeridas tanto a hombres como a mujeres (C-3639, 1987: 23), tintura e “iluminación” tenían en común el logro de una apariencia más clara. Natural o tinturado, el color del cabello tiene un rol importante en otorgar al cuerpo una apariencia clara u oscura. Claridad y oscuridad remiten a una 314 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

dimensión racial que, aunque jamás explicitada, no es por eso menos relevante. Rubio es un color culturalmente considerado exclusivo de los “blancos” (Dyer, 1997). Su empleo para ilustrar muchos documentos sobre la belleza y estilo del cabello es indicativo de la centralidad que seguía teniendo la relación entre blancura y belleza en determinar parte de los ideales estéticos. Los significados raciales atribuidos a ese color emergen en un artículo sobre Miss Universo 1981, la venezolana Irene Sáenz. Rubia como todas las finalistas de esa edición (las representantes de Canadá, Suecia, Brasil y Bélgica; C-3315, 1981: 94), según un periodista de Cromos Sáenz no representaría el “tipo latino”, pareciendo más bien “nórdica, o norteamericana”. Solamente el “imperceptible rasgado” de sus ojos y la raíz castaña de su cabello dejarían presentir su “espíritu suramericano” (C-3325, 1981: 126). Junto a la forma de los ojos, el color “natural” del cabello aparece en este documento como una marca reveladora de un origen geográfico, a su vez indicador de una ubicación racial que aparta a Miss Universo de la blancura. La posibilidad de tinturarlo le permite ganar una apariencia que la acerca temporalmente a ese estereotipo físico, haciendo de ella una especie de “blanca provisional”. De hecho, subraya el texto, se trata apenas de una apariencia: su color “natural”, visible en la raíz del cabello, la reubica inmediatamente en su categoría original e inmutable, de “latina”120.

120 La producción literaria, cinematográfica y televisiva muestra la importancia atribuida al cabello rubio, tanto en esa época como antes y después, en diferentes contextos sociales y geográficos. Una película italiana de 1989, Le finte bionde (las falsas rubias), ironizó sobre la difusión de ese tinte entre las mujeres de la clase media de ese país, símbolo de status social y adhesión a la moda, que acercaba su apariencia a aquella de las divas de la época: para una de sus protagonistas, “ser negra” (es decir, tener el cabello negro) era una “insoportable humillación”. Para la protagonista de la novela estadounidense La sobrina de Rameau, de Cathleen Shine, haber nacido rubia era un “golpe de suerte” que, aunque no estuviera relacionado con alguna virtud, le garantizaba cierto atractivo: “Nadie merece ser rubia –reflexiona en un fragmento–, nadie se lo gana, no viene en pago por ninguna virtud. Pero, por el otro lado, nadie se merece no ser rubio tampoco” (Shine, 1999 [1993]: 66). Algunas reflexiones sobre los significados atribuidos al cabello rubio son planteadas también por la protagonista de la novela Tuya (2005), de la argentina Claudia Piñeiro. Tras haber cometido un asesinato, la mujer acude a una peluca castaña oscura y de pelo lacio para mimetizarse. De esta manera, adquiriría un aspecto “típicamente argentino”, en contraste con el deseo de muchas mujeres locales de ser, o parecer, rubias acudiendo a reflejos y destiñéndose las cejas. Las argentinas, reflexiona, serían “rubias a pura envidia” (Piñeiro, 2005: 141). Aunque no se explicite hacia quién esté dirigida esa envidia, la referencia a la nacionalidad (lo cual conlleva en muchos casos a una forma de racialización) permite plantear que el término de comparación sean las rubias “naturales”, es decir, las “nórdicas”. En años más recientes, en la telecomedia estadounidense The New Adventures of Old Christine (2006-2010), el cabello oscuro de la protagonista está al Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 315

Un discurso parecido se puede plantear acerca de otra moda surgida hacia mediados de los ochentas: el aclaramiento del iris por medio de lentes de contacto especiales. Las noticias encontradas acerca de ese producto dejan entrever la puesta en venta de una variada gama de colores. Sin embargo, las mismas fuentes evidencian cómo el cambio privilegiado fue aquello de un color oscuro hacia uno claro, generalmente el azul. Así, una publicidad invitó a las lectoras de Cromos a cambiar el color de sus ojos haciéndoles, según su gusto, azules, verdes o aqua (C-3642, 1987: 38); otra mostró a una modelo volver azules sus ojos café (C- 3641, 1987: 114). Lentes de contacto colorados fueron utilizados por algunas reinas de belleza: según una crónica, Patricia López, Miss Colombia 1986, solía convertir en azules sus ojos negros (C-3614, 1987: 76); la modelo tolimense Vivian Rocío Caro alternaba su color “auténtico” (café) con el azul (C-3624, 1987: 50), lo mismo que la Señorita Guajira 1987, Ligia Isaza (C-3641, 1987: 108). Solamente la Señorita Atlántico 1987, María Patricia Eusse, optaría por lentes color miel (C-3642, 1987: 44). Que se tratara de un “capricho” estético para expresar una personalidad fuera del común y ser más bella, como fue declarado por Patricia López (C-3614, 1987: 76), o de un cosmético más entre aquellos usados cotidianamente, como afirmó Ligia Isaza (C-3641, 1987: 108), la predilección para el azul no puede ser desligada del valor simbólico atribuido a ese color. Desde la Edad Media, alrededor del azul se ha desarrollado un amplio campo semántico. Según las épocas ha sido considerado: color del cielo y de la luz; en ámbito religioso, junto al blanco y al oro, uno de los colores de la Virgen María; desde el siglo XVIII, color del progreso, la razón, los sueños, la libertad (como atestigua su uso durante las revoluciones americana y francesa); en la poesía medieval y en el Romanticismo, símbolo de las virtudes poéticas, del amor y la melancolía; en la contemporaneidad, un color que evoca el cielo, el mar, el descanso, el amor, el viaje, las vacaciones, pero también un color “casi neutro”, expresión de calma y paz; finalmente, un color “frío”, tal como se consideran las sociedades europeas contemporáneas (Pastoureau, 2002). En lo relacionado con el color de los ojos, entre finales del siglo XIX e inicio del XX, algunos estudios de optometría elaboraron algunas teorías

centro de varios chistes, mostrándolo como un elemento que haría de ella una “blanca” de menor valor respecto a sus rivales rubias. 316 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

que mucho recuerdan aquellas sobre la “blancura” como condición originaria y natural de los seres humanos de la que se habló en el capítulo 2. De acuerdo con ellos, azul sería el color originario de todos los ojos pero, mientras aquellos con un mayor grado de pigmento aparecerían marrones, los con menores cantidad de melanina aparecerían de ese color (Miller, 2004: 137). Todo este amplio campo semántico remite a las múltiples expresiones de la blancura, relacionado como está, además que con un cuerpo “claro”, con posiciones de clase privilegiadas, la cultura del ocio y ese romanticismo que para los años ochenta había sido declarado otra vez “de moda”. Aclarar el cabello y el iris era una práctica a la que podrían acudir quienes no poseyeran esos rasgos físicos, ubicándose fuera del ideal de la blancura. Con esas prácticas, adquirirían aquel pedacito faltante, escenificando la adhesión, personal y colectiva, a los valores estéticos y morales imperantes.

La escenificación ochentera de la blancura no se agotaba en dar al cuerpo un aspecto que evocara inocencia y contención sexual. El fragmento que abre este apartado muestra cómo el retorno a la moral tradicional no rechazó totalmente los cambios ocurridos en las décadas anteriores en lo relacionado con las representaciones acerca del género y la sexualidad. Como se recordará, la mujer ideal encarnada por las rubias articulaba un conjunto de “virtudes” que incluían tanto la dulzura y la inocencia como la pasión y la “perversión”. De hecho, la vuelta a la moralidad y al romanticismo no implicó la puesta en discusión de la mujer como ser sexuado, cuyo atractivo residía en evocar, en su inocencia, el erotismo. Como observado por McLaren para el caso estadounidense y europeo (especialmente inglés y francés), la llamada “contrarrevolución sexual” articuló avances y retrocesos respecto al pasado, siendo el retorno a una moral conservadora paralelo a la difusión de opiniones más liberales en temas como el apoyo al aborto, la aceptación de la homosexualidad, las relaciones sexuales prematrimoniales, la convivencia y el nacimiento de hijos fuera del matrimonio (McLaren, 1999: 195-213). Colombia participó de este marco cultural. De acuerdo Bushnell (1996: 376-77), la mayor aceptación social del divorcio y de las separaciones, así como la difusión de las nuevas costumbres sexuales constituyeron las señales de su pertenencia a la “civilización occidental”. Varios reportajes de Cromos reflejan la difusión de esos cambios, especialmente en las generaciones más jóvenes de Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 317

mujeres. De ellos emergen figuras femeninas que, a pesar de un contexto cultural que seguía queriéndolas madres y esposas, cohibiendo su sexualidad, comenzaban a considerar el sexo una dimensión importante de la vida, hablaban del tema y disfrutaban practicándolo (C-3319, 1981: 90-92). Las jóvenes colombianas, informó un reportaje en 1984, estaban mayormente informadas que sus madres y abuelas en temas relacionados con el sexo, lo hablaban con su pareja, conocían los métodos contraceptivos y estaban “medianamente” favorables a su uso, especialmente para el control de la natalidad; seguían valorando el matrimonio y la maternidad, pero en número cada vez mayor cursaban estudios universitarios que les pudieran garantizar autonomía económica (C-3465, 1984: 118-120).

La mujer esposa y madre de la que se habló en las páginas anteriores es, entonces, apenas una faceta de una idea de feminidad más compleja y articulada, producto de las conquistas de las décadas anteriores. En la misma edición en que se anunció el retorno del “mito de las rubias”, Cromos anunció también la inminente publicación en Colombia de Activa, una revista dirigida, según recitaba su slogan, a una “nueva mujer” descrita en estos términos: liberada, curiosa, interesante, dinámica, elegante, sexy, romántica, glamurosa y, por supuesto, activa (C-3255, 1980: 55). Los artículos publicados en esa revista nos dan una idea de cómo era imaginada: trabajadora, consciente de su sensualidad, reacia al lugar sumiso al que había sido educada, en busca de satisfacción “en la intimidad”, capaz de romper la rutina de la pareja, de tomar la iniciativa en las relaciones sexuales, cuyo referente ya no era la Virgen María sino una “Cleopatra” que estaba dentro de ella y necesitaba ser “resucitada” (A-1, 1980: 88-90); que realizaba el sueño de ser una “devoradora de hombres”, acabando con sus propias “farsas” y “aprendiendo a vivir” (A-5, 1980: 52); que actuaba para entender lo que quería de la vida (A-5: 1980: 55); madre y “activa” “en la proporción adecuada”, no abnegada sino consciente de los límites de sus obligaciones (A-9, 1980: 33); que podía vivir “sola”, sin un hombre a su lado (A-9, 1980: 88; A-18, 1981: 60). En síntesis, el opuesto de la mujer ideal representada por las esposas y madres. Con ellas comparte una dimensión socio-racial, evidente en su representación gráfica: “blanca”, a menudo de cabello rubio, de clase media. 318 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Dos modelos opuestos, un único tipo físico para representarlo. Lo “blanco” se confirma como el punto de referencia para definir lo humano en su complejidad y contradicciones: inocencia y perversión, castidad y sensualidad, tradición y modernidad. Si lo no-blanco, o el “menos” blanco, está ubicado en uno de los dos opuestos, lo “blanco” los abarca todos. En eso consiste su poder representativo. La blancura es omnicomprensividad, la posibilidad de serlo todo. La cuestión emerge en unos consejos para el maquillaje publicados en Activa, invitando a las lectoras a elegir, con base en su tipo, si ser una “morena de fuego o una rubia todopoderosa” (A-15, 1980: 54). “Moreno” –término que aquí hace referencia a una persona de cabello oscuro– es limitado a un ámbito particular, la fogosidad del temperamento; por el contrario, el rubio, a la posibilidad de poderlo todo, omnipotencia garantizada por el hecho de serlo todo. En muchos discursos estéticos de los años ochenta, la blancura se expresó especialmente a través del color del cabello. En lo relacionado con el color de la piel, la cuestión adquirió unos matices que serán analizados en el apartado siguiente.

2. Blancura: privilegio y peligro. Matices raciales del bronceado y del cáncer de piel

Contrariamente a las previsiones planteadas por el autor del artículo sobre el mito de las rubias, la “piel de leche” no volvió de moda. Siguiendo una tendencia comenzada en las décadas anteriores, el bronceado continuó su auge, pese a las alarmas médicas sobre sus riesgos cancerígenos. Así, mientras los expertos en salud y belleza multiplicaron sus advertencias sobre los peligros derivados de una excesiva exposición al sol, la industria cosmética desarrolló productos y maquinarias –bloqueadores solares y cámaras para el bronceado, por ejemplo– que perpetuaron la idea de la piel bronceada como indicador cultural de atractivo (Hunt et.al, 2011: 17-20).

El imaginario sobre la blancura está basado en una serie de paradojas. Por un lado, éstas comprueban su inexistencia y el hecho de tratarse, como muchas condiciones humanas, de Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 319

una construcción social. Por el otro, justamente de esas contradicciones trae su valor estético, a su vez reflejo del poder atribuido a las personas racializadas como “blancas”. Socialmente, otorga una posición privilegiada a quienes la posean. Sin embargo, como condición de privilegio es también frágil, constantemente amenazada y, por lo tanto, necesitada de defensa. Por su universalidad, es decir, su aparente aplicabilidad a un cuerpo abstracto, ideal e idealizado, los discursos estéticos se traducen en consejos y recomendaciones sobre el cuidado de un cuerpo “blanco”. De la misma manera, cuidar el cuerpo implica el uso de la racionalidad y, por medio de ella, el dominio sobre la naturaleza culturalmente atribuido a ese grupo. No sorprende, por lo tanto, que detrás de muchos discursos sobre el cuidado del cuerpo se escondan otros sobre el cuidado de la blancura. Aquellos sobre los peligros del bronceado ilustran este planteamiento. Como se observó en el capítulo 3, el bronceado no es una puesta en discusión de la blancura: al contrario, la capacidad de “oscurecerse” es justamente una de las manifestaciones del poder representativo del “blanco”. La blancura va de la mano con una jerarquización de los seres humanos, bien reflejada en algunos discursos sobre los peligros del bronceado producido en la década de los ochenta.

Uno de ellos es un reportaje, publicado en Cromos en 1987, sobre los riesgos para la salud ocasionados por dos prácticas opuestas: el bronceado en las mujeres “blancas” y el blanqueamiento de la piel en las mujeres “negras”. Puntos en común de las dos prácticas eran la conquista de un mayor atractivo y los perjuicios para la piel ínsitos en su logro, debido a la toxicidad de los químicos utilizados para fabricar los productos necesarios. El título del reportaje planteó la cuestión en términos raciales: el bronceado manifestaría un deseo de las “blancas” de volverse “negras”, mientras el blanqueamiento un deseo de las “negras” de volverse “blancas”. Sin embargo, su contenido dejó en claro la imposibilidad de traspasar las fronteras raciales intentado cambiar el color de la piel, las sanciones de ese intento, su diferente valor y, finalmente, la deseabilidad de que cada grupo mantuviera su lugar. Grave fenómeno social y “plaga” que azotaba a algunos países africanos, el blanqueamiento de la piel representaba un peligro para la salud y la identidad de las personas de ese continente. Biológicamente, al despojarlas de la melanina, protección 320 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

natural contra los rayos ultravioletas, las hacía vulnerables al riesgo de cáncer, incluso más que a los blancos; socialmente, llevaba consigo el peligro de desidentificación y pérdida del orgullo por “su propia belleza autóctona”. Para el autor del reportaje, aunque peligroso, el blanqueamiento sería comprensible y casi justificado, relacionado como estaba con el racismo y la doble discriminación, como mujeres y como “negras”, experimentada por las africanas, alimentado por los medios de comunicación que las estimulaban a alcanzar la “esplendorosa blancura” de las estrellas del cine. Por el contrario, inexplicable sería el deseo de las “blancas” por oscurecerse: después de haber defendido durante siglos la claridad del cutis, argumentó el periodista, invadían ahora las playas y los institutos de belleza en busca de una belleza “efímera”, exponiéndose además al riesgo de cáncer. Igualmente peligrosos, blanqueamiento y bronceado tenían entonces valores diferentes, que hacían comprensible el uno e incomprensible el otro. Su diferente valor fue evidenciado en las fotos usadas para ilustrar el artículo: la de una mujer “negra”, cuya piel lisa y radiante en nada recordaba los estragos generados por la aplicación de productos químicos; la de una mujer rubia, cuya piel de color no uniforme y quemada por el sol se presentaba como el símbolo de una belleza puesta en peligro (C-3627, 1987: 72-73; ilustraciones 5.4 y 5.5). Remedio “efímero” y, por lo tanto, no duradero, el bronceado realizado irresponsablemente no determinaría una renuncia a la blancura pero sí la abdicación de un privilegio otorgador, en sí mismo, de una posición considerada estética y culturalmente valiosa, cuyo descuido podía ser acompañado por una sanción que, aunque dura, era al fin y al cabo casi merecida.

En su excepcionalidad, este documento muestra el particular valor estético atribuido a la blancura, incluso en una época en que la “democratización” de la belleza parecía un hecho consolidado. Si, aún con peligros, el aclaramiento de la piel implicaba el acercamiento a un ideal estético, más articulada es la relación entre bronceado y belleza. Realizado con precauciones, constantemente sugeridas en los consejos de belleza121, el bronceado hacía

121 Para evitar las consecuencias de la exposición al sol, algunos consejos invitaron a “activar la pigmentación” comiendo zanahorias, o enriquecer el cuerpo de vitamina A, la “vitamina de la piel”, ingiriendo huevos, queso, leche entera y verduras crudas, responsables de un “bronceado transparente y vital” (C-3483, 1984: 104); la protección constante de la piel por medio de dietas, bloqueadores y limpieza de la piel Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 321

Ilustración 5.4. Efectos del Ilustración 5.5. Efectos del bronceado (C-3627, 1987: blanqueamiento (C-3627, 1987: 73). 73).

atractiva una persona, dándole un aspecto “exótico” y sensual. Una piel bronceada remitía, por ejemplo, al exotismo y la sensualidad atribuidos al trópico, como sugieren las referencias a lugares como las islas Hawái o el Caribe contenidas en el nombre de algunos productos y estilos de bronceado (C-3278, 1980: 208; C-3672, 1988: 66). Sensualidad y exotismo evocan la transgresión, aunque temporal, de las normas establecidas: en las palabras usadas en la publicidad de un bronceador, era un “pecado de sol” que daba a la piel un color “tentador” (C-3672, 1988: 66). Como observa Dyer (1997: 27-29), la suspensión entre la represión y la satisfacción de instintos “oscuros” (es decir, el sexo) ha sido históricamente central para habilitar al hombre blanco a asumir la posición universal de representante de la humanidad. En la época posterior a la revolución sexual –concepto

eran otros remedios (C-3557, 1986: 101). Los efectos dañinos del sol se podrían además prevenir tomando las medidas acordes con el tipo de piel, “frágil”, “normal” o “resistente” (C-3621, 1987: 94), definidas en la publicidad de un bloqueador como “clara”, “normal” y “oscura” (C-3571, 1986: 45). 322 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

que, como vimos en el capítulo anterior, involucró ampliamente la sexualidad femenina– esa dimensión entra también en el imaginario acerca de la feminidad.

A finales del siglo XX, esta práctica parece difundida también en Colombia. El bronceado se encuentra entre los servicios ofrecidos por varios centros estéticos, equipados con maquinarias modernas que permitían a los clientes oscurecer artificialmente su piel, y mantener el “color moreno” obtenido con sesiones quincenales o mensuales, como se lee en un reportaje sobre un centro estético de Bogotá (C-3627, 1987: 54-57). Las vacaciones en la playa constituían el momento más propicio para broncearse. Además que por sus virtudes estéticas, el valor del bronceado residía en manifestar una marca de clase. Según una periodista de Activa, las vacaciones eran aquel periodo del año en que una persona podía y debía lucir “como auténtica millonaria” (A-5, 1980: 64). Varios documentos enfatizan su difusión entre las mujeres de la clase media colombiana, quienes acudirían a esa práctica pero, se subrayó en una ocasión, sin perder el recato que era atribuido al ideal femenino local: de acuerdo con un periodista, las colombianas sí se bronceaban, pero sin usar masivamente la tanga ni descubrir el seno, como hacían las europeas y las norteamericanas (C-3467, 1984: 56). La narrativa acerca de modelos y reinas de belleza testimonia la difusión de esta práctica. Una piel bronceada fue lucida, por ejemplo, por la Señorita Valle durante el Concurso Nacional de la Belleza, en 1981 (C-3327, 1981: 79), mientras la modelo Vivian Rocío Caro hizo de testimonial a las modernas máquinas bronceadoras de un centro estético bogotano (C-3627, 1987: 54-55); en 1983, las candidatas al Concurso Nacional de la Belleza fueron elegidas como testimonial por una marca de bronceadores (C-3436, 1983: 89). Tres años después, la misma marca alentará a las consumidoras locales a lograr, por medio de su uso, un “bronceado canela”, “hawaiano”, “de reina” (C-3594, 1986: 83).

El complejo entramado de simbologías raciales y de clase implícito en el bronceado fue explicitado por la periodista Julia de Milewicz en 1986. A partir de la pregunta de por qué la gente quisiera broncearse, ella analizó el fenómeno, tratando también sus riesgos para la salud. Para Milewicz, el éxito nacional e internacional del bronceado se debía a tres factores. Primero, era una cuestión estética, representando la “piel morena” (o, especificó, Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 323

“más bien dorada”), un símbolo de vida al aire libre, de energía y salud; segundo, la piel bronceada era “sexy”, considerándose a “los morenos (…) más fogosos que los caraspálidas”; tercero, era “chic”, índice de un poder adquisitivo que permitía tomar vacaciones en la Costa o “practicar deportes caros como el tenis, la equitación y el golf” (C-3571, 1986: 70). El atractivo del bronceado residía entonces en un conjunto de factores que articulaban ideas acerca de la salud, la “raza” y la clase. Como índice de salud, la piel “oscura” haría a una persona más “bella”. La corrección del término “moreno” por “dorado” parece querer evitar cualquier malentendido en términos raciales: una persona sana y atractiva sería aquella que elegía cuidar de su cuerpo y pasar tiempo al aire libre, así como elegía oscurecerse, hecho que terminaba excluyendo a muchas personas de sectores populares, a menudo identificadas como no-blancas, cuya piel oscura se debía a su desempeño en trabajos al aire libre, así como al conjunto de personas ubicadas en las minorías étnico-raciales. Sin embargo, tras haberlo corregido, la periodista volvió a utilizar la categoría “moreno” para exaltar el aspecto erótico y sensual logrado a través del bronceado, culturalmente atribuido a las personas de piel oscura.

La dimensión racial apareció más explícitamente en lo relacionado con los peligros del bronceado. Punto de partida fue una afirmación inicial acerca de la igualdad de los seres humanos frente a ellos: independientemente de su origen étnico-racial y de la tonalidad de su piel, todas las personas que se expusieran prolongadamente a los rayos del sol estaban en riesgo de contraer cáncer de piel. Sin embargo, la periodista evidenció una serie de variables que hacían determinados grupos más vulnerables que otros. Una de ellas era el género: por tener la piel más delgada, las mujeres estarían más expuestas al riesgo respecto a los hombres. Otro factor de riesgo era la pigmentación. La protección de los efectos nocivos del sol, explicó, dependía de la melanina, elemento presente en cantidades variables según la tonalidad de piel. Así, “las personas blancas y rubias, o pelirrojas de tipo nórdico”, al no tener melanina estarían más sujetas a los estragos del sol y, con el tiempo, a contraer cáncer de piel, posibilidad menos frecuente en aquellas de piel “morena”, debido a su mayor cantidad de melanina, y casi ausente en las “negras”, que eran “todo melanina”. Aunque acuda al tipo, la terminología empleada en el documento era esencialmente racial: 324 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

quienes pertenecían a las más claras y valoradas, los “blancos” y los “nórdicos”, estarían más expuestas al peligro respecto a aquellas oscuras, los “morenos” y los “negros”. La “raza” era considerada entonces una variable central en determinar los riesgos del bronceado, confirmando la blancura como un status privilegiado, cuyo valor crecía en la medida en que estaba expuesto a peligros.

La diferente repartición del peligro según el origen racial fue confirmada al tratar el tema desde Colombia. Para ello, Milewicz entrevistó a tres dermatólogos, preguntándoles acerca de la gravedad del problema en el país. Los expertos confirmaron el panorama esbozado anteriormente: aunque nadie estuviera exento de peligros, existía un mapa del riesgo que coincidía con aquello étnico-racial de la nación. El doctor Guillermo Pardo lo argumentó diferenciando entre tipos físicos: por la mayor sensibilidad de su piel, las personas rubias tenían más posibilidades de contraer cáncer respecto a las “morenas”. Para el dermatólogo Edgar Olmos, el peligro podía ser distribuido según el origen regional: la probabilidad de contraer cáncer de piel sería más alta entre los habitantes de las altiplanicies que entre los de la Costa, que por estar acostumbrados al mar y a la playa se asoleaban menos. El tercer experto, Fabio Londoño, fue el más explícito en plantear una explicación de tipo racial, enfatizando la posición de la población colombiana en ese ámbito. Tras haber tildado las alarmas de los expertos estadounidenses de “exageradas” y determinadas por un “afán de inmortalidad”, declaró:

“Ellos [los estadounidenses], indudablemente por su tipo racial, deben cuidarse más del sol. Nosotros tenemos la ventaja del color que heredamos de nuestros antepasados indígenas, de modo que la proporción de cáncer de la piel es menor aquí que allá, pero de todas formas frecuente en nuestro medio, hasta el punto de ser la segunda causa de consulta entre los dermatólogos” (C-3571, 1986: 74).

El planteamiento de Londoño se basa en la equiparación de dos dimensiones que terminan por coincidir, “raza” y nación: por un lado “ellos”, los estadounidenses, “blancos” y afanados por lograr una inmortalidad puesta en peligro por el mismo origen racial del que traen su poder; por el otro “nosotros”, los colombianos, cuya identidad racial arraiga en la mezcla con las poblaciones indígenas, ya no causa de fealdad y deformidad sino, en lo Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 325

relacionado con la piel, garantía contra la enfermedad y para la preservación de la belleza. Su discurso pone en juego tres elementos: la “raza”, la nación y, por ende, la identidad. La menor exposición al peligro es el producto de una historia interpretada en términos biológicos en que, a diferencia del pasado, la herencia indígena adquiere una connotación positiva. Las afirmaciones de Londoño fueron pronunciadas en un momento de progresiva revisión de la identidad nacional, en la cual la herencia biológica y cultural de las poblaciones nativas conquistó un nuevo lugar determinando una nueva –y al mismo tiempo vieja– relación con la blancura.

3. “Indios” por dentro: valoración indígena, identidad nacional y mestizaje en la década anterior a la reforma constitucional

El discurso sobre el cuerpo oculta frecuentemente otro sobre la “raza”, a su vez manifestación de un discurso sobre la nación. Cuerpo, nación, “raza” e identidad son los cuatro ejes alrededor de los cuales se desarrollará el análisis de algunos ideales estéticos promovidos en la década de los ochentas. En Colombia, la dimensión racial de la identidad nacional ha sido históricamente expresada por la ideología del mestizaje, que considera a sus habitantes el resultado de la fusión física y cultural entre los tres grupos presentes en el territorio: la población indígena, la afrodescendiente y los “blancos”. En términos estéticos, los últimos han sido asociados con lo que convencionalmente se define “bello”, mientras más ambiguo ha sido el lugar de las poblaciones indígenas y afrodescendientes en ese concepto: a veces asociadas con la fealdad, otras con un tipo de belleza menos refinada y “civilizada”. Como se vio en el capítulo anterior, el consumismo determinó una aparente “democratización” de la belleza subordinando, al menos en teoría, la posibilidad de inclusión a cualquier persona tuviera la posibilidad de adquirir los productos necesarios para el embellecimiento, como atestigua la referencia a las diferentes tonalidades de piel contenidas en publicidades y consejos desde la década de 1970. La belleza “negra” mostró además cómo esa “democratización” pudo ser influenciada por la mayor visibilidad política 326 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

y social de un grupo minoritario articulada, sin embargo, con su relación con el grupo dominante y la sociedad consumista, evidenciando un diálogo asimétrico entre los distintos grupos étnico-raciales implicados en ella.

En Colombia, una constante en el discurso sobre la belleza ha sido la ausencia del elemento indígena. Su explicación puede encontrarse en dos cuestiones. Primero, en el imaginario que ubicaba esa población fuera de la sociedad “blanca”, urbana, de clase media, “moderna”, capitalista y consumista donde los ideales estéticos eran producidos122; segundo, una concepción peculiar de la corporeidad indígena. Estas dinámicas emergen en la década de 1980, cuando nuevas reflexiones acerca de la identidad nacional llevaron a una nueva manera de mirar a la participación, biológica y cultural, de estos grupos en la conformación de la población colombiana. La creciente visibilización de los movimientos de reivindicación de las minorías étnico-raciales, favorecida por un clima de dinamismo social propicio al posicionamiento de sus propuestas (Wagbou et. al, 2012: 135)123 puso las bases para los procesos que a inicio de la década siguiente llevarán a la reforma constitucional y a la proclamación de la nación pluriétnica y multicultural. Uno de sus efectos fue la visibilización del problema del racismo: anteriormente negado, comenzó

122 Las publicidades atestiguan el imaginario que consideraba a la población indígena ajena a la sociedad de consumo, sobre todo en lo relacionado con bienes de lujo y “modernos”. En este sentido, es significativo que ninguna publicidad de las grandes marcas de cosméticos, de vestuario o productos tecnológicos utilizara modelos que físicamente representaran a esa población. En lo relacionado con la belleza, como se mostró en el capítulo 3, por su aspecto físico y prácticas culturales, las mujeres indígenas son comúnmente consideradas ajenas a requisitos como la sensualidad, rasgo indispensable en la concepción de belleza de la segunda mitad del siglo XX. Igualmente, esta población está ausente de os imaginarios sobre las clases medias. En algunas ocasiones, personas que podían ser identificadas como mestizas de ascendencia indígena fueron utilizadas para publicitar bebidas alcohólicas. Fue el caso, por ejemplo, de una publicidad del ron Boyacá, ilustrada con la foto de una mujer de piel oscura y vestida con atuendos que podían recordar la ascendencia indígena de la población de ese departamento, fotografiada mientras invitaba al público a tomar el producto (C-2571, 1967: 3). Análogamente, los creadores de una publicidad de la cerveza Costeña utilizó la imagen de un pesebre conformado por figuras cuyos rasgos físicos y vestimenta recordaban a los indígenas, en una publicidad de final de 1967 (C-2616, 1967: 72) 123 El movimiento afrocolombiano se articuló alrededor de varias instancias: la protección, el control y el acceso al territorio y a sus recursos naturales; la creación de una conciencia étnica y el reclamo por una mayor justicia social (Pardo, 2001, citado en Wagbou et.al, 2012: 139). En cuanto a las poblaciones indígenas, sus organizaciones aumentaron en todo el país, centrándose en cuestiones como la autonomía, el territorio, la autoridad ancestral, la medicina tradicional, la educación bilingüe, la defensa de sus derechos (Osorio, 2011: 57). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 327

ahora a ser tímidamente discutido y denunciado. Ejemplo de ello fueron dos artículos publicados en Cromos para conmemorar el Día de la Raza de 1984, dedicados a las discriminaciones que afectaban a las poblaciones indígenas y afrodescendientes. Uno de esos artículos denunció el imaginario que consideraba la primera conformada por personas infantiles y salvajes, sus limitaciones en el ingreso al sistema escolar, las dificultades encontradas en regiones como La Guajira (C-3482, 1984: 30-33). En cuanto a las personas afrodescendientes, basándose en entrevistas a algunos científicos sociales y militantes, el otro evidenció su marginación geográfica, socioeconómica y cultural, su exclusión de sectores como el ejército y la Iglesia, los problemas generados en las familias por los matrimonios interraciales y las discriminaciones que enfrentaban en el mercado laboral (C- 3482, 1984: 34-47). La imagen de una sociedad racialmente armónica, en que distintos grupos iguales en derechos convivían pacíficamente, dejó el lugar a la de una sociedad en que cada uno –“blancos, mestizos, mulatos, indígenas y negros y mil mezclas más”– discriminaba al otro.

En algunas ocasiones, la nueva atención hacia el racismo se reflejó en el discurso sobre la belleza. Ese mismo año, la modelo guajira Hélida Pacheco denunció las dinámicas discriminatorias presentes en la moda colombiana, afirmando la necesidad de promover tipos físicos que poseyeran los rasgos característicos de las mujeres locales, reemplazando las modelos rubias, de ojos azules y piel bronceada “a la manera gringa”, protagonistas de las publicidades de cosméticos que llegaban al país, con otras “de ojos rasgados y piel morena” que mejor representarían a la “raza colombiana” (C-3453, 1984: 105; C-3465, 1984: 137). Por sus “ojos orientales y pómulos fuertes” (C-3453, 1984: 103), ella misma fue considerada el prototipo de la mujer colombiana, cuyos rasgos distintivos remitían al origen mezclado de la población, y especialmente al aporte indígena en determinar el “tipo” nacional (ilustración 5.6).

328 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Ilustración 5.6. La modelo Hélida Pacheco: Sus rasgos son los de una mujer colombiana, de ojos orientales y pómulos fuertes (C- 3453, 1984: 103).

Al año siguiente, otra encuesta realizada para el Día de la Raza profundizó la cuestión, revelando su problematicidad. Basada en las respuestas de 17 personalidades del mundo artístico, intelectual y económico colombiano a la pregunta: “¿Qué tan indígena es usted?”, se propuso mostrar su “gran orgullo” para el “ancestro aborigen” y, posiblemente, transmitirlo a un público acostumbrado a menospreciarlo. Primer paso de ese rescate fue asignar a los indígenas un lugar en la idea de belleza: de hecho, el reportaje se abrió citando un fragmento de los diarios de Cristóbal Colón, en que éste describía la hermosura de las poblaciones encontradas a su llegada al continente124. Sin embargo, las respuestas de las personalidades encuestadas muestran un panorama más articulado. Al menos teóricamente, el reconocimiento de la descendencia indígena parece un hecho consolidado. El arquitecto y diseñador Dickens Castro afirmó considerarse “indígena de pies a cabeza”; otros

124 El fragmento de los diarios de Cristóbal Colón, escrito el día después de su llegada al continente, el 13 de octubre de 1492, es el siguiente: “Luego que amaneció vinieron a la playa muchos de estos hombres, todos mancebos, como dicho tengo, y todos de buena estatura, gente muy fermosa (…). Los cabellos no crespos, salvo corredizos y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que fasta aquí haya visto, y los ojos muy fermosos y no pequeños, y ellos ninguno prieto, salvo de la color de los canarios” (C-3535, 1985: 80). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 329

intentaron medir su identificación con esos grupos en porcentajes, comprendidos entre el 60% de la pintora Beatriz González y el 80% del publicista Gonzalo Meza; el escultor payanés Edgar Negret declaró orgullosamente descender de los incas, tanto por parte materna como paterna, hecho comprobado por una investigación acerca de su familia; la periodista Amparo Pérez, segura de su abuelo español, supuso que los demás fueran chibchas; su colega Daniel Samper Pizano, vástago de una de las familias de mayor alcurnia del país, lamentó incluso ser menos indígena de lo que quisiera, recuperando para la ocasión la memoria de una bisabuela guajira, perteneciente a la tribu de Epinayú. Para otros, el aporte indígena era más esfumado. La directora del Museo del Oro, María Elvira Bonilla, se definió “completamente mestiza”, por tener las “buenas maneras” de los españoles y la alegría de los africanos, lo mismo que la directora del Ballet de Colombia, Sonia Osorio: segura de sus ancestros franceses, italianos y españoles, añadió tener “lógicamente mucho indígena”; el pintor Antonio Caro se declaró “ideológicamente indio” al cien por ciento, y “alguna cosa” en cuanto a los cromosomas, aspecto en el cual consideró tener “mucho de malandro español y nada de negro”.

La manifestación de la descendencia indígena en los rasgos físicos fue tratada solamente por dos entrevistados, Daniel Samper Pizano y el animador de televisión Saúl García. Sin embargo, ambos lo hicieron para destacar su ausencia. Según el primero, la mezcla de sus “cromosomas guajiros” con otros “de origen diferente” había determinado un “aspecto de vikingo” que declaró odiar; análogamente, García se dijo seguro de que tener más de indígena hubiera contribuido a darle “una cara de tipo más sexy” respecto a aquella “de gringo” que tenía, responsable de su “aspecto de míster pendejo”.

Una declaración de la pintora Beatriz González pone en la mesa una cuestión central para entender la relación de muchas de las personas entrevistadas con la herencia indígena, especialmente en lo relacionado con el cuerpo:

“Los rasgos –afirmó– no son los mejores indicadores [de un origen indígena]. La cosa es por dentro” (C-3535, 1985: 81). 330 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Referencias a esta dimensión interior e “invisible” de lo indígena se encuentran en varios documentos de la época. En algunos casos, fue justificada acudiendo a factores temperamentales: herencia indígena sería, por ejemplo, la “malicia” que algunas personas entrevistadas reconocieron en su carácter. En otros, los discursos involucraron la biología, como muestra la referencia a los cromosomas contenida en algunas respuestas. Conformes con este panorama fueron algunas investigaciones científicas que, durante los años ochenta y noventa, localizaron trazas amerindias preponderantes en el ADN de la población colombiana. A diferencia de la “blanca” y la “negra”, presentes en cantidad variable según las regiones del país, la traza indígena sería homogénea, con un porcentaje variable entre el 73.9% y el 96.5%, y un promedio del 85.5% (Restrepo et.al., 2014: 77). Como observado por Restrepo et.al., esas investigaciones revelan la adhesión de los científicos locales a la ideología del mestizaje como elemento central en la conformación biológica del pueblo colombiano. Biológica o culturalmente, los habitantes del país tendrían dentro de sí algo de indígena, sin especificar si esa interioridad se reflejara también en su fisonomía.

En la narrativa acerca de algunas reinas de belleza emerge un tercer elemento: la sangre. “Sangre indígena” fue reivindicada por dos Señoritas Guajira, Clarena Barros Gnecco y Soraima González, representantes de ese departamento en 1984 y 1986. La primera lo hizo destacando su pertenencia a una familia indígena desde siempre preocupada por el destino de sus “hermanos de raza” (C-3482, 1984: 56; C-3486, 1984: 113). En cuanto a Soraima González, su descendencia ocupó mucho espacio en los artículos que le fueron dedicados durante su participación al Concurso Nacional de la Belleza, en 1986. La joven atrajo la atención de los medios por ser una princesa wayú de la casta apushana, descendiente de caciques y, por parte materna, de un destacado líder político que, en la época en que La Guajira era Intendencia del departamento del Magdalena, había recibido al presidente de la República Alfonso López Pumarejo: “Siempre –recordó Soraima en una entrevista– nos recibían antes como príncipes guajiros, con respeto y ceremonia” (C-3586, 1986: 60). Perteneciente a la elite de ese grupo, manifestó la adhesión a su cultura indicando el wayú entre las lenguas conocidas, declarando hablarlo tanto como el inglés, el italiano y el español. En una ocasión explicó su identificación como mujer indígena en estos términos: Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 331

“Somos altivos porque nos sentimos orgullosos de lo que somos. Nuestra cultura está intacta, hemos aceptado la transculturación en cosas de vivienda e indumentaria, pero conservamos nuestro espíritu y nuestro corazón indígenas (…). Considero que yo, como portadora de sangre indígena, me siento en la obligación de hacer algo por mis paisanos” (C-3586, 1986: 60 y 62).

Históricamente, la sangre ha sido uno de los campos a través de los cuales se ha codificado el cuerpo, adquiriendo valor en términos fisiológicos, simbólicos y discursivos (Bottcher, Hausberger y Hering, 2011: 9). La “limpieza de sangre” en la península ibérica, posteriormente trasladada a las colonias americanas, es un ejemplo ampliamente estudiado125. Elemento que fluye al interior del cuerpo, la sangre no es visible. Simbólicamente, puede indicar la descendencia de un grupo, no necesariamente perceptible a la vista. En el caso de las dos Señoritas Guajira, la “sangre indígena” permite la activación de un doble mecanismo: de identificación, por medio del recuerdo de una historia familiar ligada a esos grupos; de separación, ubicando lo indígena en el pasado y en lo invisible. La declaración de Soraima González es particularmente indicativa: su “indigenidad” arraiga en elementos relacionados con una dimensión interior, el espíritu y los sentimientos; en cuanto a la apariencia, la transculturación parece aludir a un proceso de occidentalización, anulando la manifestación visible de su otredad. Como los entrevistados de Cromos, ella también es una indígena “por dentro”, y no “por fuera”.

A diferencia de la población afrodescendiente, cuya diversidad es destacada en términos físicos (color de la piel, contextura del cabello, forma de los labios y de la nariz), lo indígena parece despojado de una dimensión corpórea propia. En razón de esto, en determinadas condiciones es susceptible de pasar desapercibido, eso es, no ser exteriorizado. Para explicar este fenómeno es necesario tener en cuenta el imaginario construido alrededor de este grupo. Aunque también lo indígena pueda estar asociado con determinados rasgos físicos (la forma de los ojos y de los pómulos, la contextura del

125 Para un análisis exhaustivo de la “limpieza de sangre” ver, entre otros: Zúñiga, 1999; Bottcher, Hausberger y Hering (2011), Martínez (2008), Hering, 2003 y 2011. 332 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

cabello), su definición pasa especialmente por una dimensión cultural: indígenas serían quienes pertenecen a una tribu, residen en determinados territorios, generalmente imaginados lejos de la “civilización”, visten de determinada manera y tienen determinadas prácticas culturales. En ausencia de estos requisitos, lo indígena puede desaparecer, fundiéndose con otro elemento: el mestizo. Las observaciones de un periodista acerca de los indígenas residentes en la vereda de Guatavita-Tua, en el Tolima, muestran la labilidad atribuida a esa identidad. Ellos, afirmó, podían “fácilmente confundirse con cualquier grupo campesino del departamento”, compartiendo la misma fisonomía, el hecho de hablar español y trabajar por los “blancos”; la expresión “indios acampesinados” (C-3482, 1984: 33) usada para definirlos es indicativa de cómo su lugar social, fisionomía y lengua desdibujen su identidad, integrándolos en lo mestizo con el que está relacionada la imagen del campesino colombiano. Lo mismo puede decirse de los “indios” urbanizados como Cecilia, una joven de quien Cromos había relatado la historia en 1974. Por residir en Bogotá, se relató en un artículo, ella ya no era “salvaje”; sin embargo, le gustaban las costumbres de sus antepasados y por eso solía vestir atuendos indígenas e ir de cacería en los cerros de la capital. Su identificación como indígena no se basó en el aspecto físico, al que no se hizo ninguna referencia; más bien, serían sus prácticas y manera de vestir a determinar la identificación con su grupo originario (C-2956, 1974: 36-37; ilustración 5.7). Lo mismo puede decirse de algunas reinas de belleza, cuya indigenidad “de sangre” no está relacionada con su aspecto físico. De hecho, las descripciones que las crónicas proporcionaron de ellas en nada difieren de aquellas de candidatas no marcadas desde el punto de vista étnico-racial, eso es, “blancas” o “blanco-mestizas”: perteneciente a la tribu Miraña, la Señorita Amazonas 1980 fue presentada como una joven alta 1.67, de medidas 91-62-91 y, como lo muestran sus fotos, de piel, cabello y ojos claros (C-3275, 1980: 81); por su parte, la Señorita Guajira 1984 fue descrita como “una trigueña (…) de ojos color miel y cabellos castaños” (C-3482, 1984: 61), mientras Soraima González como una joven de “ojos negros, cabello negro, piel trigueña y medidas tradicionales de soberana: 90-60- 90”, que apenas en su “mirada dura” recordaba la “gente de su suelo” (C-3586, 1986: 61- 62) (ilustraciones 5.8, 5.9 y 5.10). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 333

Bellezas “indígenas”

Ilustración 5.7. Cecilia, la “india Ilustración 5.8. Ivonne Maritza Gómez, indómita” (C-2956, 1974: 37). Señorita Amazonas 1980, de la tribu Miraña (C-3275, 1980: 81).

Ilustración 5.9. Clarena Barros Gnecco, Señorita Guajira 1984, de “sangre indígena” (C-3482, 1984: 57). ←

Ilustración 5.10. Soraima González, Señorita Guajira 1986, de “sangre indígena” (C-3586, 1986: 1). → 334 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Imperceptible, o apenas perceptible, en los rasgos físicos de muchas mujeres consideradas representantes de la belleza nacional, en los años ochenta la herencia indígena se hizo manifiesta en la evocación de las poblaciones precolombinas, cuyas culturas y mitología proporcionaron elementos identitarios utilizados para exaltar la peculiaridad colombiana.

Trajes inspirados en las diosas muiscas aparecieron constantemente en el desfile de disfraces organizado durante el Concurso Nacional de la Belleza (C-3278, 1980: 207): en 1985, las candidatas del Chocó y de Norte de Santander desfilaron vestidas de diosas precolombinas y de “india motilona”, respectivamente; por su parte, la Señorita Magdalena fue presentada como una “diosa Tairona” y la Señorita Cesar como representante de una región identificada con “la nostalgia silenciosa de los indios arhuacos y la belicosidad legendaria de los motilones”126. De acuerdo con el diseñador Limbdberg, autor de muchos trajes llevados en Cartagena, relacionada con el pasado indígena estaría la costumbre de adornar a las reinas colombianas de belleza con plumas de avestruz y faisán: “si pensamos de dónde descendemos –argumentó– las plumas de nuestros antepasados correspondían a los caciques y guerreros importantes” (C-3436, 1983: 108).

Lo indígena entra en el discurso sobre la belleza nacional no como elemento autónomo sino a través del mestizaje, elemento constitutivo de una figura híbrida, fronteriza, habitante “el borde de una realidad ‘inter-media’” (Bhabha, 2002: 30), punto de encuentro entre los mundos de los que ha sido originado, y origen de un tercero, relacionado con ellos y al mismo tiempo autónomo. Las narrativas acerca de tres mujeres permiten analizar las diferentes maneras en que, en su mezcla con el “blanco”, lo indígena entró a ser parte del discurso sobre la belleza y la nación. La primera es la modelo Diana Umbreit, a quien Cromos dedicó un artículo en 1985, presentándola como reencarnación de Biara, diosa “desobediente” de la mitología muisca, condenada por Bochica a vivir en el desierto. En el desierto de Guatavita fue retratada en el reportaje fotográfico que ilustró el documento, en poses y vestuario que la mostraban como una mujer libre y sensual. Su libertad, sensualidad

126 Final del Concurso Nacional de la Belleza 1985, disponible en youtube (https://www.youtube.com/watch?v=Of2W5IpI-w0; última consulta: 3 de agosto de 2017) Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 335

y piel “púrpura” serían los elementos que la identificaban con la diosa muisca. Sin embargo, interrogada acerca de la comparación con Biara, la modelo respondió describiéndose como “una pelada corriente”, cuya libertad para expresarse delante de una cámara, vestir ropa “insinuante” y ver la vida “desde un ángulo desbordante y desabrochado” derivaban de haber nacido en Cali. Sus afirmaciones fueron contradichas por el autor, quien reiteró su convicción de que, más que los orígenes caleños, debajo de la “piel púrpura” de la joven se escondiera “algo de libélula, de puma y de diosa del averno muisca” (C-3521, 1985: 50-53) (ilustración 5.11).

Lo indígena entró progresivamente también en los relatos acerca de María Mónica Urbina, Señorita Guajira y Miss Colombia 1985. A diferencia de su antecesora Clarena Barros y su sucesora Soraima González, Urbina no reivindicó descendencia indígena, limitándose a mencionar esa población en el objetivo, declarado en Cartagena, de ayudarla a mantener sus costumbres, mostrándole “que lo más bonito es que sea autóctono” (C-3524, 1985: 66- 69). Una crónica la mostró como una especie de síntesis de las dos caras del país: la Colombia urbana y blanco-mestiza representada por Bogotá, donde residía disfrutando de un estilo de vida moderno127, y aquella lejana, periférica e indígena representada por La Guajira, su departamento de procedencia128. Igualmente sincrética aparece en lo relacionado con su aspecto físico. Por un lado, su color de piel, descrito a veces como “moreno” (C-3524, 1985: 66; Semana, online129) y otras como “canela” (C-3553, 1986:

127 Como muchas reinas de belleza de la época, María Mónica Urbina residía en Bogotá, donde estaba terminando el bachillerato. Su retrato es muy parecido a aquello de la mayoría de sus colegas. Procedía de las elites de su departamento: hija de un ex gobernador, era cercana, según se destacó en una crónica, a los círculos del poder político y económico; por parte materna, tenía origen italiano y descendía de una familia de “reinas”, siendo sobrina de dos y prima de otra. Entre sus programas favoritos estaba viajar (ya había conocido varios países de Europa); en su estilo de vida, se consideraba dividida entre su región y la capital: amante de las fiestas, del cine y de las lecturas, de la ciudad extrañaba las discotecas, mientras de La Guajira la playa, la gente y la comida tradicional; en cuanto a sus aspiraciones, deseaba afirmarse como profesional, casarse y tener “por lo menos cinco hijos” (C-3524, 1985: 66-69). 128 La lejanía de La Guajira respecto al resto de la nación fue evocada durante su desfile en traje de fantasía, donde Urbina fue presentada como “una linda jovencita de 18 años de edad en cuyos ojos color de miel y lejanía hace soñar a Colombia y pensar en el porvenir de ese distante departamento” (https://www.youtube.com/watch?v=Of2W5IpI-w0&t=569s; última consulta: 7 de agosto de 2017). 129 “La princesa guajira”. Semana, 25/8/1986. http://www.semana.com/gente/articulo/la-princesa- guajira/7996-3 (última consulta, 22 de septiembre de 2017). Junto a la Señorita San Andrés, Urbina fue la 336 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

60), parece ubicarla en la órbita del mestizaje; por el otro, el parecido con la actriz Ornella Muti observado en algunas ocasiones, y el énfasis en sus orígenes italianos (C-3539, 1985: 14), la desplazaban hacia la blancura. La participación de Urbina a Miss Universo, donde logró el tercer lugar, marcó su progresiva exotización: “exótica” fue, de hecho, un adjetivo utilizado en varias ocasiones para describirla, durante y después del evento (C-3574, 1986: 91 y 103; C-3591, 1986: 76 Semana, online). “Exótico” es, por definición, lo que se considera lejano, diferente; como tal, implica un término de comparación ¿Respecto a qué y a quién era “exótica” la entonces Miss Colombia y “primera princesa universal”? En una escala global, lo era respecto a las candidatas “blancas” de otros países. Sin embargo, sus orígenes regionales las hacían igualmente “exótica” en ámbito local. “Lejano”, “distante” y “exótico” era considerado también su departamento, relacionado como estaba con la población indígena. La exotización de Urbina se volvió entonces una “indigenización”, como muestra la descripción proporcionada por un periodista de Cromos:

“Parece una princesa india con su cabeza altiva, paso lento, sonrisa triunfal y ojos color oro que hacen juego con una túnica que cae suavemente sobre sus 1.73 de estatura” (C-3574, 1986: 90).

“Morena”, “italiana” e “india”, Urbina es constantemente desplazada en varios lugares del mapa racial, nacional y global, relacionada con todos y, al mismo tiempo, ajena a todos. Justamente esto le permite adquirir el papel de mediadora entre mundos distintos, como hizo en 1987 acompañando unos reporteros de Cromos en un “viaje más allá de la civilización blanca” en la “exótica” Guajira, dejándose fotografiar tomando el sol en traje de baño como una cualquier turista de las altiplanicies, pero también como mujer “típica” de la región, vestida con la tradicional manta y bailando, como una wayú, el baile de la chichamaya (C-3610, 1987: 58-63) (ilustración 5.13).

única candidata al Concurso Nacional de la Belleza descrita como de piel “morena” en la edición 1985 (online: https://www.youtube.com/watch?v=eKIMbH-sG-Q&t=1226s; última consulta: 22 de septiembre de 2017). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 337

Ilustración 5.11. La modelo Diana Umbreit: Estamos seguros que Diana no es caleña (…). Tenemos, en verdad, la absoluta convicción de que debajo de esa piel púrpura se esconde algo de libélula, de puma y de diosa del averno muisca (C-3521, 1985: 51 y 53).

Ilustración 5.13. María Mónica Urbina en un reportaje sobre La Guajira, viaje “más allá de la civilización blanca” (C-3610, 1987: 60)

“Parece una princesa india con su cabeza altiva, paso lento, sonrisa triunfal y ojos color oro que hacen juego con una túnica que cae suavemente sobre sus 1.73 de estatura” (C-3574, 1986: 90) Ilustración 5.12. María Mónica Urbina, Miss Colombia 1985 (C-3553, 1986: 1). 338 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

El mestizo se vuelve la figura más acorde para encarnar el cuerpo y el espíritu de la nación en un periodo en que el multiculturalismo estaba entrando en el discurso sobre su identidad. Como figura intermedia, es el punto central para representar una sociedad nueva, ni totalmente “blanca” ni totalmente indígena. Emblema de esta manera de entender el mestizaje es la protagonista de la novela Los pecados de Inés de Hinojosa, de Próspero Morales Pradilla. Publicada en 1986, la obra se centraba en la historia de una mujer mestiza vivida a finales del siglo XVI en la Nueva Granada, quien, aprovechando de su poder seductor, llevará al crimen a sus amantes. La novela se insertó en un ciclo literario que, entre los años ochenta y noventa, se propuso replantear la llegada europea al Nuevo Mundo mostrándola como un acto brutal y codicioso, y criticando las injusticias del régimen colonial (Robledo, 2009: 46). El mestizaje fue uno de sus temas centrales, interpretado como un proceso de mutuas influencias entre los nativos americanos y los europeos, del cual surgiría un sujeto hispanoamericano (p. 47). Se trata, entonces, de una obra de corte histórico que mucho dice del contexto en que fue escrita. Este análisis estará enfocado en las ideas acerca de la belleza de su protagonista. Por su aspecto físico, Inés es objeto del deseo de muchos hombres. Para el tema que se está analizando es de particular importancia un fragmento, donde acaba de conocer a Pedro de Rivera, un encomendero del que se volverá amante:

“–No sois una belleza, sois la belleza –fue el saludo de don Pedro.

Inés, silenciosa, era una extraña visión, era la india vestida. En esta casa, con escudo en la puerta, parecía posesionarse de las nuevas paredes en nombre de todas las gentes sin historia, cuyo mundo fue arrebatado por la pujanza imperial. La madre indígena de Inés apareció en su mirada huidiza y Pedro creyó percibir un olor desconocido al paso de esta mujer cuyo cuerpo no era tan macizo como el de las indias, ni tan frágil como el de las españolas, sino perturbador como todo cuanto se salía de los moldes tradicionales para indicar la presencia de un mundo nuevo” (Morales Pradilla, 2009: 229).

El cuerpo de Inés es “perturbador”, alterador de un orden y origen de otro. En esto arraiga su belleza. Hija de una mujer indígena y de un español, lleva inscritas en su cuerpo y en su espíritu las marcas de ambas “razas”, aspecto en que se insiste constantemente en la Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 339

narración. En algunos fragmentos, Morales Pradilla desglosa sus rasgos físicos y temperamentales, evidenciando los aportes de cada una. A la “raza materna” atribuye el color trigueño de su piel, la agilidad y fugacidad de su mirada y de su cuerpo (p. 13 y 19), su astucia (p. 33), “olfato” (p. 294) y capacidad de “ir más allá de las palabras oídas” (p. 331). La marca española se revelaría en su “nariz casi perfecta” y rostro ovalado (p. 13 y 523), en la decisión de ademanes, el movimiento rapaz y la belleza del conjunto (p. 19). La dimensión espiritual del mestizaje es explicitada hacia el final de la novela, cuando Inés planea el asesinato de su segundo esposo. Atormentadas por las dudas, en un fragmento retiene las lágrimas, volviéndose “más mestiza que nunca”, síntesis de la “soberbia española y la voluntad de los indios” (p. 443); lo mismo ocurrirá cuando, tras el asesinato, reaccionará al arresto “resignada como las indias pero altiva como las españolas” (p. 458). La separación entre los dos elementos ocurrirá unas páginas adelante: encarcelada, perderá su “sangre española”, pudiendo sólo “pensar como india”, recordando su infancia libre, añorando no haber vivido “salvaje” como su madre y su abuela (p. 467).

Latente en las historias de Diana Umbreit, apenas mencionado en aquella de María Mónica Urbina, el mestizaje se vuelve central en la representación del cuerpo de Inés de Hinojosa. Éste adquirirá una apariencia concreta en la serie televisiva basada en la novela, realizada en 1988. Una de las diferencias entre las dos versiones fue un menor énfasis en el origen racial de Inés130. La evocación visual del mestizaje se basó aquí en los imaginarios desencadenados por la lectura del cuerpo de la actriz elegida para interpretarla, Amparo Grisales, considerada verdadera encarnación del personaje literario. Un periodista de Cromos planteó en estos términos la semejanza entre Inés y su intérprete:

130 El análisis de la serie se basa en la versión disponible en youtube. El origen mestizo de Inés es mencionado en dos escenas. La primera muestra una comida ofrecida en honor de una aristocrática santafereña, de visita a Tunja para restablecer la moral en la ciudad. Al mencionar a Inés, una comensal habla de ella como de una mestiza, reafirmando así su ubicación social y explicando sus maneras poco refinadas. La segunda es una reflexión del presidente de la Nueva Granada, Andrés Venero de Leyva, llegado a Tunja para presidir el proceso por asesinato a Inés, su amante y el hermano de éste. Asombrado por la llegada de un grupo de indígenas para asistir al juicio, encontrará la explicación en el hecho de ser Inés una mestiza, estableciendo así, por única vez en la serie, una relación entre ella y ese grupo. 340 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

“Su cuerpo era fino y huidizo, piel canela131, ojos grandes y profundos, sobre sus hombros caía una larga cabellera con la cual jugueteaba, y su voz ronca, sensual, alegre… Así era Inés de Hinojosa, según la describe Próspero Morales Pradilla en su libro. Así también es Amparo Grisales. Por eso, cuando la actriz colombiana leyó la obra y observó que la descripción física de la protagonista era similar a la suya e incluso las dos coincidían en su origen mestizo, pensó: ‘Ese es un personaje que está hecho para mí’. Lo mismo reflexionaron los directivos de la programadora RTI [productora de la serie]” (C-3664, 1988: 49)”.

“La designación del cuerpo –observa Le Breton– traduce un hecho del imaginario social” (Le Breton, 2002: 31). La elección de Grisales respondió a consideraciones que mucho dicen sobre los imaginarios acerca del cuerpo mestizo. Por sus rasgos físicos, la actriz pudo interpretarlo sin que se hiciera necesario explicitar el origen racial suyo y de su personaje. El mismo silencio sobre el tema se encuentra sobre la racialización de Grisales. Si se excluyen las constantes referencias a su sensualidad, y aquella a su piel “dorada” contenida en un reportaje (C-3308, 1981: 90), en los documentos analizados su cuerpo nunca es descrito: “sencillamente espectacular” –afirmó un periodista– hacía “innecesarios la descripción y el comentario” (p. 89). Grisales era “evidentemente” bella, “evidentemente” sensual y “evidentemente” mestiza. Sujeto a múltiples lecturas, su cuerpo fue desplazado en algunas ocasiones entre distintas “razas”, como testimonian algunos de los personajes que había interpretado hasta entonces. Su debut en la televisión había ocurrido en 1976, cuando protagonizó la telenovela Manuela en el papel de una campesina de cabello recogido en una trenza, falda hasta los tobillos y “mirada ingenua” (C-3281, 1980: 47; ilustración 5.14). A mediados de los ochenta, además, se anunció varias veces su participación en una coproducción anglo-mexicana sobre la conquista de México, donde interpretaría a la Malinche, la “india” –se especificó– amante de Hernán Cortés (C-3515, 1985: 47; C-3664, 1988: 49)132. Siempre asociados con la sensualidad, sus otros personajes no fueron racialmente marcados. Por lo tanto, pueden ser considerados expresión de un tipo que, por

131 Esta categoría no es empleada en la novela, donde el color de la piel de Inés es descrito como “trigueño” (Morales Pradilla, 2009: 96 y 173). 132 El proyecto de esa película, basada en la novela Ellos vienen del mexicano José López Portillo, nunca se concretó. Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 341

lo menos en ámbito local, expresaba la “universalidad”: podía ser una “india”, una campesina y una colombiana “común”. “Puro” o mezclado, lo indígena es un elemento transversal a esas tres dimensiones: elemento originario de la “raza” a la que pertenecía, ubicado en una clase social, universalizado como tipo nacional.

Entendido como mezcla entre indígenas y “blancos”, el mestizo no reemplaza sino complementa el imaginario sobre la blancura. De hecho, la exaltación de la figura de una mujer mestiza, producto y espejo del avasallamiento y la violación de la conquista (Robledo, 2009: 47) no lleva a una radical puesta en discusión del lugar de la blancura en los ideales estéticos. Más bien, coherente con un contexto histórico en que ésta había perdido mucha de su iconicidad y ya no era el único referente para definir la belleza133, su lugar es matizado acercándole la figura del mestizo. Este proceso es evidente en las dos versiones de Los pecados de Inés de Hinojosa. Figura destacada de la historia es, al lado de Inés, su sobrina Juanita. A diferencia de su tía, Juanita es una “blanca” “sin ninguna participación indígena en su vida” (Morales Pradilla, 2009: 19). Igualmente bellas y sexualmente desenfrenadas, ambas serán consideradas las mujeres “más atractivas de Carora”, donde viven a inicio de la historia: Juanita como “española de forma talante” e Inés como mestiza (p. 57). Su complementariedad es explicitada en las consideraciones que el autor atribuye a los habitantes de Pamplona, ciudad donde se mudan tras el asesinato del primer esposo de Inés, quienes ven en ellas el símbolo del “señorío de España y [de] la belleza universal” (p. 173). La universalidad ya no es un atributo exclusivo de la blancura: también otros seres humanos pueden encarnarla. El mestizo se vuelve una figura “universal” por “sintetizar” cuerpos y espíritus, “razas” y culturas, igualándolos o, según la ocasión, jerarquizándolos; es lo “blanco” que participa en la construcción de una figura nueva, dependiente y autónoma de él.

Igualmente importante, y llena de implicaciones raciales, fue la elección de la actriz que interpretaría a Juanita en la versión televisiva: Margarita Rosa de Francisco. Si la elección de Grisales parece responder a una lectura de su cuerpo que la consideraba

133 Para una discusión sobre la iconicidad de lo blanco en la idea de belleza, ver Tate, 2009 y 2010. 342 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

inequívocamente mestiza, la de Margarita Rosa de Francisco parece motivada por una lectura que hacía de ella una mujer inequívocamente “blanca”. Respecto a la novela, Juanita fue objeto de un ulterior “blanqueamiento”: descrita como de cabello “negro como las mozas del Mediterráneo” (Morales Pradilla, 2009: 19), en la versión televisiva su blancura fue acentuada por el cabello rubio de su intérprete. Igualmente complementarias fueron consideradas las dos actrices. Al anunciar el inicio de las grabaciones de la serie, un artículo de la revista Semana las comparó, dando cuenta de las implicaciones socio-raciales de su elección. Ambas dotadas de “gran belleza”, Grisales y De Francisco eran diferentes “como el día y la noche” en los demás aspectos: la primera, actriz de larga trayectoria llegada 10 años antes de Manizales para triunfar en Bogotá; la segunda, procedente de la alta sociedad caleña, reina de belleza, modelo y actriz. Aún más “claras” eran, según el autor del documento, sus diferencias en lo relacionado con el aspecto físico: Grisales, afirmó, era “una morena agreste y exótica”, mientras de Francisco una rubia de “belleza tierna y candorosa que hace descubrir la sensualidad tras una cara de niña”. Puestas en la “delantera” de una “selección Colombia de la televisión” (Semana, online134), las dos actrices parecen los dos rostros en que se reconocía la nación: aquello “exótico”, rural y racialmente mestizo encarnado por Grisales; aquello urbano, refinado, de elite y “blanco” encarnado por Margarita Rosa de Francisco. Cuatro años antes, en 1984, un contraste parecido se encuentra en algunas crónicas sobre dos candidatas al Concurso Nacional de la Belleza. Una era la misma Margarita Rosa de Francisco, en ese momento Señorita Valle, presentada como el emblema de la contemporaneidad por su cabello ‘chuto’ natural y vestimenta de universitaria que mostraban su desdén por el aspecto de reina tradicional, enfatizando aquello contemporáneo de “modelo”. En ese caso, su complemento fue considerado la Señorita Cundinamarca, Gehovell Serrato: con su piel canela, ojos almendrados y cabello recogido en una trenza, la joven era “exactamente la belleza colombiana descrita en los bambucos”, que despertaba “nostalgia de bohíos, de tiples y

134 “Los pecados de Amparo y la Mencha”, Semana, 8/1/1988: http://www.semana.com/especiales/articulo/los-pecados-de-amparo-la-mencha/10516-3 (consultado el 21 de septiembre de 2017). Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 343

Ilustración 5.14. Amparo Grisales en la telenovela Manuela (1976). Fuente: Kienyke.

Ilustración 5.15. Inequívocamente “blanca” e inequívocamente mestiza: Margarita Rosa de Francisco y Amparo Grisales en Los pecados de Inés de Hinojosa (1988). Fuente: Colarte.

“Donde sus diferencias se hacen más claras es en su físico. Amparo, es una morena de belleza agreste y exótica, mientras Margarita Rosa posee una belleza tierna y candorosa que hace descubrir la sensualidad tras una cara de niña” (Semana, 1 de agosto de 1988, online).

344 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

hierbabuena”, “reina ideal” para una época “nacionalista”, en que se estaban adelantando diálogos con la guerrilla (C-3485, 1984: 94-96).

Un país, dos rostros, dos racializaciones complementarias. A pocos años de la reforma constitucional de 1991, los ideales estéticos representados por estas mujeres pueden ser considerados un ejemplo de cómo la identidad nacional se construyó también por medio del cuerpo femenino, y del complejo lugar de la blancura en su elaboración. Retomando el título de esta investigación, “blanco”, no-blanco y “casi blanco” –entendiendo con esta definición la posibilidad de acercamiento a un ideal históricamente impuesto, pero también de apartársele, y de alguna manera incluso cuestionarlo– se revelan conceptos complementarios, cuya articulación evidencia una elaboración identitaria igualmente compleja. El mestizaje fue una manera de expresarla. No es casual que, como ideología fundada también en una representación corporal, lo encontramos a lo largo de esta investigación como elementos constitutivo de todas. La blancura no es mestizaje, es más, puede ser considerada hasta su negación, implicando ésta una “contaminación” de la “pureza” sobre que se ha constituido lo “blanco”. Sin embargo, en un contexto local puede representar una forma de blancura simbólica, negociable, que se puede afirmar o negar según contextos y exigencias específicas. Sobre esa posibilidad de desplazamiento y negociación se construyó buena parte del imaginario sobre la belleza colombiana en la segunda mitad del siglo XX y, como vimos, también parte de aquello sobre la blancura.

Conclusiones

Este capítulo comenzó con el retorno en auge de los rasgos distintivos de la blancura en los cánones estéticos, tras la “oscuridad” valorada durante la época de la revolución sexual. El “mito de las rubias”, los discursos acerca del bronceado y de sus peligros, y aquello sobre la valoración del componente indígena en el mestizaje han mostrado un panorama complejo y Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 345

articulado. La “raza”, en su imbricación con los imaginarios de género y clase, sigue representando el telón de fondo del discurso sobre la belleza, y ésta una manera para leer el ordenamiento simbólico de una sociedad, en este caso, la colombiana. “Raza”, belleza y sociedad no son conceptos estáticos. El “mito de las rubias” ha mostrado la persistencia de un imaginario en que los rasgos característicos de la blancura seguían representando aquellos de una sociedad basada en la contención sexual y los valores tradicionales como el matrimonio y la familia, índice de civilización y orden. Sin embargo, se trata también de una sociedad que parece haber incorporado los valores emergidos en las décadas anteriores: es un blanco que se ha apropiado del “desorden” y la “oscuridad”, los ha absorbidos y hecho parte de la “civilización”.

El discurso sobre el bronceado es una muestra de ello. Las alarmas acerca de los peligros de esa práctica revelan, por un lado, las preocupaciones acerca de su fragilidad como posición de poder, y por medio de ésta, su particular valoración. Visto desde Colombia, los “peligros” ínsitos en la blancura parecen neutralizados por el origen mezclado de la población, especialmente por la herencia biológica indígena. El discurso sobre la belleza ha mostrado la peculiaridad de este “rescate” de lo indígena. Excluido como elemento “puro” de los ideales estéticos, entra en el discurso sobre la belleza como elemento constitutivo del mestizaje, expresión de una sociedad que, en los años que preceden la celebración de los 500 años del “descubrimiento” de América, está en busca de una identidad peculiar, no totalmente “blanca” ni totalmente indígena sino encuentro de las dos.

De esta manera, se perpetuó el imaginario del mestizaje como elemento constitutivo de la nacionalidad. Sin embargo, emergieron unas novedades importantes que prepararon el advenimiento de la Colombia pluriétnica y multicultural que será establecida en la Constitución de 1991, anticipando también la nueva manera de entender la participación de las minorías étnico-raciales en ella. Un punto central es la compleja relación entre la ideología del mestizaje y la blancura. Una de las múltiples interpretaciones que se han dado al mestizaje, y que ha estado presente en los proyectos de las elites colombianas por lo menos hasta mediados del siglo XX, es la de representar una vía para el blanqueamiento físico y cultural de la población, que llevaría a borrar las herencias “negativas” de las 346 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

minorías afrodescendiente e indígena (Pisano, 2012). De hecho, como se vio en el capítulo 1 al analizar los significados atribuidos al color de la piel, en muchas circunstancias las negociaciones identitarias permitidas por esta ideología van en esa dirección. Por ello, la identificación como “mestizos/mestizas” puede acarrear el acceso a una forma de blancura inestable, provisional y siempre en peligro de ser puesta en entredicho. No se trata de aquella “universal” y universalizante representada por las poblaciones del noroccidente del mundo sino de su variante local, históricamente construida a través de dinámicas de negociación e, incluso, adquisición monetaria atestiguada por las cédulas de gracias al sacar de la época colonial (Castro-Gómez, 2005). De hecho, como se vio en el capítulo 3, y como se reiteró en éste, la figura del mestizo encarna otra forma de “universalidad”, traducida en Colombia en una ciudadanía (aparentemente) ajena a discriminaciones, origen de equidad y democracia, tanto política como “racial”.

Opuestos y complementarios, y aun manteniendo muchos de los rasgos que han adquirido a lo largo del tiempo, la blancura y el mestizaje que emergieron en la década de 1980 han parcialmente cambiado las dinámicas de su interrelación. La blancura que vuelve a estar de moda en esa década no es exactamente aquella “tradicional” sino una blancura “oscurecida” que se ha apropiado, canibalizándolos, de algunos rasgos anteriormente atribuidos a las minorías étnico-raciales, de los que la sexualización es el ejemplo más evidente. Como se vio en el capítulo 4, esa canibalización ocurrió a través de una retórica que remonta a las dinámicas del mestizaje, y a las relaciones asimétricas con otros grupos, otras maneras de entender las relaciones de género y la sexualidad que les ha sido históricamente atribuida. Es una blancura “mestizada”, diluida, pero siempre poderosa.

Por otro lado, aunque mantenga su relación con la blancura, el mestizaje exaltado como elemento de identidad nacional –y encarnado por las representantes de la belleza colombiana– también matiza su influencia, acercándosele o apartándosele según las circunstancias. Los discursos acerca de la belleza colombiana confirman la necesidad de entenderlo como un fenómeno flexible, cuyo significado está sujeto a múltiples interpretaciones, variables según el contexto y el momento histórico. Exaltado en la década anterior como símbolo de una modernidad fundada en el encuentro de diferentes grupos Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos 347

culturales y raciales, el mestizaje mantiene esa función, adaptándose a las nuevas reflexiones sobre la nacionalidad. En este sentido, ya no representó una práctica dirigida a borrar las huellas –físicas y culturales– de las minorías étnico-raciales. Al contrario, aun manteniendo el lugar preponderante de la blancura, se basó en una administración de la diferencia presente en el país visibilizándola, por un lado, como elemento fundamental de su identidad, por el otro, relegándola a una esfera “exótica”. Como bien mostró la narrativa acerca de las protagonistas de Los pecados de Inés de Hinojosa, blancura y mestizaje representaron las dos caras en que se reconocía el país: aquella “blanca”, urbana, moderna y proyectada hacia el futuro, y aquella mestiza, rural, reflejo de la historia del país y de las mezclas que la caracterizaban. Ambas representaron un “nosotros”, del que los “otros” eran considerados parte integrante, ya no invisibilizados en un genérico concepto de ciudadanía sino formalmente, aunque no totalmente, parte de ella. Se trata de una inserción compleja y frecuentemente contradicha por dinámicas excluyentes bien representadas en los discursos sobre la belleza colombiana. La visibilidad adquirida por el elemento indígena permite plantear el énfasis en un mestizaje entendido en su significado originario, de mezcla entre esta población y los “blancos”. Un mestizaje sentido como fuerte elemento de identidad que, sin embargo, gracias a ciertas interpretaciones de la corporeidad indígena, podía aparecer y desaparecer según las circunstancias, incluyendo a esta minoría como parte de su identidad cultural, pero también matizando su presencia o incluso borrándola en una dimensión física.

Así, la nación simbolizada en el cuerpo de las mujeres encargadas de representar su belleza podía aparecer: “blanca”, dado que los rasgos físicos, culturales y sociales de sus representantes, así como la ausencia de una racialización explícita de la gran mayoría de ellas, remitía a los rasgos locales de la blancura; no blanca, en cuanto la mezcla podía representar un apartamiento de ese ideal; “casi blanca”, porque esa misma mezcla podía representar un acercamiento, inestable y nunca definitivo, a él. La ideología del mestizaje es el perno alrededor del cual giran esas múltiples identidades que, vale la pena subrayarlo, representan las varias formas de entender la nacionalidad; su dinámica relación con la blancura una manera de expresarlas. 348 Capítulo 5. Blancos, no blancos, casi blancos

Conclusiones

A finales de agosto de 2018, el canal de información online RPTV ha dedicado un breve reportaje a la creciente difusión en Colombia de las prácticas de blanqueamiento de la piel. De acuerdo con él, actualmente en el país se encuentran numerosos productos para lograrlo, a menudo de fabricación artesanal y comercializados en contextos “no indicados” como las plazas de mercado. Quienes dispongan de una tarjeta de crédito pueden además adquirir por internet una amplia gama de cremas y lociones de fabricación extranjera que prometen despigmentar la piel, eliminando manchas y arrugas. Entrevistado para el reportaje, un médico ha denunciado el sustrato racista que subyace detrás del recurso a esas prácticas: más que eliminar las manchas, el deseo de quienes acuden a ellas es “aclarar y mejorar” la calidad de su piel, mostrando así la existencia y operatividad de prejuicios y discriminaciones alrededor de ese rasgo135. Unos días después, el portal de internet Pulzo ha retomado un artículo de la revista de farándula Aló, en que la presentadora de televisión Carolina Cruz revelaba al público el “secreto” que le permitiría mantener una “piel de porcelana”: una mascarilla casera basada en una mezcla de clara de huevo y gotas de limón. A diferencia del reportaje de RPTV, el de Pulzo se caracteriza por la ausencia de reflexiones sobre las implicaciones raciales de la “piel de porcelana” atribuida a Cruz. Es más, a partir de las declaraciones de la presentadora algunos enlaces profundizaron los efectos de los dos ingredientes para la belleza femenina: si la clara de huevo sería útil para la reducción de arrugas y bolsas en los ojos, la hidratación del rostro, la eliminación de

135 “La peligrosa práctica de blanquearse la piel toma fuerza en el país”. http://noticiasrptv.com/la-peligrosa- practica-de-blanquearse-la-piel-toma-fuerza-en-el-pais/ (consultado el 26 de septiembre de 2018).

350 Conclusiones

impurezas y manchas, así como para el mejoramiento de la salud de los párpados, los beneficios del limón consistirían principalmente en su efecto aclarador, ayudando a “blanquear” las manchas, eliminar los puntos negros, curar el acné y dar un “brillo especial” a la piel136.

Aún en la actualidad, la blancura representa un referente importante en la definición de la belleza. La relación entre estos dos elementos es un fenómeno de larga duración, que ha atravesado el tiempo. A conclusión de este estudio, que se ha propuesto analizar la manera en que se presentó en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX, una primera reflexión es dedicada a la periodización propuesta. Como se advirtió en la introducción, la subdivisión temporal sobre la cual se basa no debe ser considerada estable y definitiva; al contrario, es flexible y permeable, marcada por la convivencia de cambios y permanencias. De hecho, aunque blancura y belleza se acompañen constantemente a lo largo del tiempo, no lo hacen de la misma manera: su manifestación varía de acuerdo con la emergencia de nuevos fenómenos sociales. Así, no se puede entender el oscurecimiento de los cánones estéticos sin considerar el contexto histórico en que ocurrió. Cambio y permanencia están en constante tensión, generando nuevas realidades bien ejemplificadas en los dos reportajes: una blancura que sobrevive, aparentemente intacta, como canon que define la belleza femenina, pero también es cuestionada y denunciada en cuanto expresión de un sistema racista y pigmentocrático que se ha impuesto históricamente en el país.

Esta múltiple manera de entender la relación entre blancura y belleza es, en buena medida, producto de los procesos estudiados a lo largo de esta investigación. En ella se ha mostrado la belleza como un fenómeno social cuya elaboración no depende genéricamente de los caprichos de la moda sino de dinámicas más amplias y complejas, que la moda refleja pero no inventa. Dichos procesos unen constantemente lo global y lo local, involucrando

136 “La sencilla mascarilla con la que Carolina Cruz mantiene su piel porcelana” (https://www.pulzo.com/vivir-bien/mascarilla-usa-carolina-cruz-su-rostro-PP553064); “Beneficios del limón para la piel” (https://www.vix.com/es/imj/salud/2010/02/01/beneficios-del-limon-para-la-piel); “Los beneficios de la clara de huevo para la piel” (https://mejorconsalud.com/los-beneficios-la-clara-de-huevo-la- piel/). Consultados el 18 de septiembre de 2018. Conclusiones 351

cuestiones como los cambios en las concepciones de los roles de género, las relaciones entre grupos diferentemente racializados, la identidad nacional. En el trasfondo de todo ello están jerarquizaciones históricamente establecidas, que perduran pero también se modifican, dando vida a elaboraciones estéticas profundamente atadas a nuevas identidades emergidas en este lapso temporal. La belleza negra es el ejemplo más evidente.

Responder de manera netamente positiva o negativa a la pregunta de si el oscurecimiento de los cánones estéticos cambió la relación entre blancura y belleza en la segunda mitad del siglo XX, no es posible. La tensión entre continuidad y cambio está constantemente presente. Sintetizando lo expuesto en los capítulos anteriores, se puede decir que se mantuvo constantemente, pero no siempre se expresó de la misma manera. De hecho, en ello consiste el poder representativo del “blanco” que se analizó a partir de teorías propuestas por Richard Dyer. Como sistema de poder, la blancura logra perpetuarse gracias a una capacidad de adaptación que le permite apoderarse de lo que le es opuesto, devorándolo, colonizándolo, insertándolo en su sistema normativo. En este sentido, el oscurecimiento de los cánones puede ser interpretado como una confirmación de su poder representativo, por medio del cual los seres humanos racializados como blancos se otorgan a sí mismos una representación de la humanidad en su complejidad, un ser en que conviven elementos opuestos: la modernidad y la tradición, la contención y el disfrute del placer sexual, lo claro y lo (relativamente) oscuro. No es casual que, al tratar de cada uno de ellos, hemos terminado hablando de la blancura: ella los representa a todos.

La belleza cuya preservación o conquista los medios de comunicación estimularon constantemente en la época analizada, no es un concepto abstracto. Lo que es impuesto como “bello” está arraigado en un sistema de poder conformado por al menos tres dimensiones: la “raza”, el género y la clase. Ninguna de ella opera por sí sola. La blancura contemporánea es heredera de una larga historia en que el color “blanco” ha operado como una distinción entre los seres humanos, que a su marca originaria de género y clase ha añadido aquella racial; una distinción que siempre implica una jerarquización, el predominio de un grupo sobre otros. Si, como se afirmó repetidas veces, la belleza es un fenómeno fuertemente anclado en dinámicas de poder, su análisis ha mostrado la necesidad 352 Conclusiones

de considerar el poder en su complejidad y capacidad de movilizar simultáneamente varias dinámicas de opresión, distinción y discriminación. Tal como la hemos encontrado, la belleza no muestra solamente el dominio de un grupo racial sobre el otro, de una clase sobre la otra o de un género (el masculino) sobre otro (el femenino). Como vimos, ese grupo racial (los blancos) define su predominio en cuanto símbolo al tiempo de una clase social y de ciertas representaciones sobre la feminidad y la masculinidad ideales; mirado desde otra perspectiva, ese grupo social, identificado con las elites, expresa su predominio también por ser históricamente expresión de una “raza”, detentora además de lo que son considerados la masculinidad y la feminidad ideales; análogamente, los ideales de género sobre los que se basa la idea de belleza no pueden ser entendidos sin considerarlos manifestación del imaginario construido alrededor de una clase social que, valga la repetición, construye su identidad también con base en los supuestos fundantes de la blancura. De la misma manera, la configuración del poder es dinámica y, aún con continuidades importantes, está sujeta a cambios. No es casual que la “democratización de la belleza” ocurriera en una época marcada por movimientos cuyo objetivo era el logro de una igualdad de los grupos no-blancos con los “blancos”, de las mujeres con los hombres, así como por una mayor nivelación de las clases sociales. Tampoco es casual que esos cambios se reflejaron en las nuevas concepciones de la identidad nacional, cuya manifestación física fue asignada, por medio de la belleza, al cuerpo femenino. Aparentemente separadas, esas instancias convergieron en un mercado y unos ideales estéticos que, no sin límites y contradicciones, eran a la vez menos “blancos”, más accesibles a personas de distintas clases, y expresión de nuevas maneras de entender la feminidad y la masculinidad, así como la relación entre los sexos.

Dar cuenta de la manera en que esas dinámicas son interdependientes, y de cómo esa interdependencia afecta el lugar atribuido a grupos e individuos en la sociedad, es uno de los desafíos de las ciencias sociales actuales. En las últimas décadas, muchas estudiosas feministas –con una contribución particularmente relevante de las exponentes del feminismo negro estadounidense (y, más recientemente, latinoamericano) –, han propuesto herramientas teóricas y metodológicas para enfrentarlo. Las metáforas de la Conclusiones 353

interseccionalidad y su variante elegida para esta investigación, la articulación, se confirman así herramientas a través de las cuales es posible comprender de manera más amplia el poder y su manifestación. A través de ella se ha podido mostrar la belleza como un reflejo de dichas dinámicas, en que el lugar cambiante de grupos sociales distintos pero intersecados entre ellos –las minorías étnico-raciales y las mujeres, principalmente– contribuyó a construir nuevos imaginarios sobre ellos y sobre la nación, así como a perpetuar otros. Como anunciado en la introducción, la relación entre “raza” y belleza ha sido el punto de partida de esta investigación. Sin embargo, su desarrollo ha demostrado que se trata, justamente, de un punto de partida, cuya comprensión no puede prescindir de otras dimensiones, que se crean y re-crean mutuamente. En este sentido, se confirma la importancia de analizar el poder como fenómeno complejo en que distintos ámbitos de dominación actúan de manera a menudo inextricable, pero cuya articulación es determinante tanto para entender el funcionamiento de la sociedad como, se espera, luchar simultáneamente para poner fin a las desigualdades que marcan la sociedad, incluso en aspectos aparentemente triviales como los ideales estéticos.

A mediados del siglo XX, la belleza se ha consolidado como un fenómeno atado a una lógica consumista fundada en supuestos aparentemente democráticos e incluyentes. Lo que se acaba de afirmar muestra la falacia de esos supuestos. Sin embargo, es preciso anotar también que esa lógica aparentemente democrática e incluyente puso las bases para el cuestionamiento de la que Tate ha definido la iconicidad de la blancura. De hecho, el oscurecimiento de los cánones de belleza fue también el resultado de una mayor visibilidad de los grupos “no-blancos”. Se estableció así una doble dinámica: mientras la blancura se apropió de una sensualidad y exotismo que estereotipos arraigados atribuían a las poblaciones “oscuras”, éstas pudieron, aunque desde una relación asimétrica, proponerse como alternativas y complementarias a la “blanca”, poniéndola directa o indirectamente en discusión y abriendo nuevas perspectivas sobre la conformación de la sociedad.

Este último aspecto emergió al analizar el caso colombiano. También aquí la segunda mitad del siglo XX fue una época de progresivo “oscurecimiento”, reflejado en la concepción local de la belleza. El cuerpo femenino, se volvió el terreno en el cual se pusieron en la 354 Conclusiones

mesa cuestiones que trascendían la esfera individual, abarcando aquella colectiva: el presente, el pasado y el porvenir del país, su lugar en el mundo, su ordenamiento; en pocas palabras, su identidad. De hecho, en los imaginarios sobre la belleza se pueden vislumbrar aquellos cambios en la concepción de la identidad nacional que preparan el reconocimiento de su carácter pluriétnico y multicultural ocurrido con la reforma constitucional de 1991. “Raza” y etnia, cuerpo y cultura, las bases de esos cambios, medio de representación de un orden social del que el cuerpo de las mujeres expuesto en las revistas y en los concursos de belleza fueron el símbolo.

Como se ha mostrado en los capítulos anteriores, el imaginario sobre la belleza remite a una búsqueda de universalidad, ya sea aquella global (globalidad que, en realidad, no es tal, siendo representada por el norte del mundo) o local, expresión de una visión del mundo emanada desde el interior urbano y andino (cuyos anhelos están, por su parte, en buena medida dirigidos hacia ese norte). Todo ello contrasta con una Colombia a menudo representada como un país de regiones, a su vez asociadas a determinados grupos étnico- raciales. Si consideramos los ideales estéticos que emanan de un evento como el Concurso Nacional de la Belleza, la diferencia regional aparece y desaparece; aparece sobre todo en elementos culturales, como el folclor local y los gustos musicales y gastronómicos, frecuentemente manifestados por las “reinas” departamentales; desaparece casi totalmente en lo físico. De hecho, desde este punto de vista las candidatas enviadas a Cartagena son, como se mencionó en el capítulo 5, generalmente homogéneas, tanto en lo relacionado con el color de la piel como en otros rasgos. Esa homogeneidad desaparece si consideramos las regiones en términos dicotómicamente raciales, es decir, en “blanco y negro”. Aquí, la predominancia blanco-mestiza es rota por las representantes de departamentos racialmente marcados, el Chocó y, particularmente desde la década de 1980, el archipiélago de San Andrés. Una vez más, eso remite a las complejas relaciones entre mestizaje y blancura, y su compartida aspiración a la universalidad. Mestizo y variado en lo cultural, lo que se podría definir como étnico, el país se presenta relativamente homogéneo en lo físico, es decir, en lo racial. Tal vez esto ayuda a entender algunas dinámicas que se harán más evidentes con el advenimiento del multiculturalismo en que, como bien lo expresa la palabra, la Conclusiones 355

dimensión cultural tendrá gran relevancia, aunque articulada con aspectos más explícitamente raciales que nunca desaparecieron. Todo ello lleva también a preguntas acerca de cómo se expresa en la actualidad esa articulación entre blancura y multiculturalismo que, debido al marco temporal adoptado, no pudo ser profundizada.

Como mostró el sistema cromático-racial analizado en el capítulo 1, en la segunda mitad del siglo XX lo blanco representó el perno alrededor del cual giraron los demás “colores” y “razas”, unidos y jerarquizados en la ideología del mestizaje. De hecho, la construcción local de la blancura mucho debe a las dinámicas características de esa ideología, especialmente en lo que tiene que ver con la movilidad, flexibilidad y ductilidad de la racialización. La posibilidad de jugar con los significados atribuidos al color de la piel la confirma como una cuestión de adscripción, un status deseable en cuanto capaz de desplazar a una persona hacia la cumbre de la jerarquía racial de la nación, pero también negociable e, incluso, comprable. Por ello, junto a la belleza con la que está históricamente asociada, se volvió un objeto y cuerpo del deseo, ampliamente aprovechado por la lógica del consumo. En este sentido, podemos decir que la belleza representó un sueño: un sueño de modernidad y progreso que operaba en dos dimensiones: aquella individual, garantizando el logro de aspiraciones como el éxito laboral, el amor, el matrimonio; aquella colectiva, por expresar, al menos en parte, la identidad nacional y racial.

Generizado, racializado y enclasado, el cuerpo se vuelve uno de los instrumentos de elaboración de esa identidad. En este sentido, tal como lo encontramos al tratar las varias problemáticas que le están relacionadas, se presenta no como un fenómeno biológico sino como un texto, cuya lectura e interpretación dan una dimensión física a la historia del país y a sus aspiraciones. Individual y colectivamente, la belleza encarnó un sueño de modernidad y progreso, que insertara a sus habitantes en las dinámicas de los países avanzados de los cuales estaba excluido a raíz de su historia colonial. Como se mostró en el capítulo 3, el sueño de la modernidad fue en buena medida un sueño de blancura. Sin embargo, vista desde un país periférico, la blancura no se presenta como un concepto monolítico y fijo sino heterogéneo e inestable, que por lo tanto puede ser fragmentado y adaptado a lo que se consideraba más apto al contexto cultural local. Anhelada, perseguida y fragmentada, la 356 Conclusiones

blancura pudo ser también parcialmente negada. En Colombia, el oscurecimiento de los cánones de belleza se tradujo en una nueva valoración del mestizaje, ya no solamente medio para lograr el blanqueamiento de la población sino para afirmar una heterogeneidad y diversidad que paulatinamente se consolidó como elemento característico de la nación, capaz además de posicionarla de manera positiva en un marco transnacional aprovechando el exotismo y la sensualidad que inspiraba. Eso no implicó la desaparición de una idea jerárquica de esa diversidad. Sin embargo, permitió la emergencia de otras identidades hasta entonces invisibilizadas y marginadas. Así, mientras el mestizaje adquirió un lugar simbólico parecido y complementario a la blancura, las minorías afrodescendiente e indígena fueron insertadas en la idea de belleza colombiana, aunque con dinámicas cuyo origen arraiga en diferentes procesos de inclusión y exclusión en la nación.

“Raza” y etnia, cuerpo y cultura, “visibilidad” e “invisibilidad” son los elementos que ayudan a entender la presencia diferente, e incluso la diferente temporalidad de la compleja e inacabada inserción de las dos minorías en el imaginario sobre la belleza colombiana y, más en general, en la construcción de la identidad nacional. Los primeros corresponden a la población afrodescendiente. Su “invisibilidad” étnica, cada vez menor en la medida en que los movimientos de reivindicación afirmaron su contribución a la construcción de la cultura nacional, contrasta con su “visibilidad” física, como cuerpo y “raza”, aún mayor cuando insertada en aquellos ámbitos “blancos” en que se construyen los ideales estéticos: la ciudad, los sectores medios y medio-altos, el consumo. Podemos decir que lo “negro” emergió por su contraste, físico y ontológico, con esos contextos y, por lo tanto, con lo “blanco”; es un elemento de ruptura. Por ello, incluso cuando emerge como sujeto político es particularizado, nunca universalizado como símbolo de la nación. No pasa lo mismo con la población indígena. Ausente o, para decirlo mejor, imaginada como tal, en los contextos en que se producen los imaginarios sobre la belleza, entró en ellos gracias a una “invisibilidad” física, a su dilución en el mestizaje, que atenúa su perceptibilidad. Como elemento esencialmente cultural, fue incluido por medio de la interiorización, pero excluido casi totalmente en la exterioridad del cuerpo. Conclusiones 357

De hecho, diferente fue también su lugar en el mestizaje, que desde los años setenta emerge como elemento fundante de la belleza colombiana. Aunque permanezca como fusión genérica entre tres grupos étnico-raciales distintos y jerarquizados, entre los años setenta y ochenta emerge también como una relación de a dos, en que lo “blanco” se relaciona de manera separada con cada una de las dos minorías: el “mulataje” en un caso, el “mestizaje” (entendido en su significado originario de mezcla entre blancos e indígenas) en el otro. Sin embargo, mientras el primero nunca se impuso como representativo de la nación, el segundo cobrará nueva importancia y centralidad en la década que prepara la reforma constitucional, y en coincidencia con el acercamiento de los quinientos años de la conquista de América. Común a estas dos maneras de representar la mezcla racial es la presencia del “blanco”: aún matizado, cuestionado, incluso “diluido”, siguió representando el centro de un sistema que, en contraste con la retórica democrática e inclusiva común a la belleza y al mestizaje, mantenía viva una visión jerarquizada de la sociedad.

Las fuentes y el enfoque elegidos para la investigación determinan inevitablemente límites en el análisis del problema estudiado. Como se advirtió en la introducción, la relación entre “raza” y belleza fue aquella que se propagó desde una perspectiva particular: una revista, Cromos, expresión de los valores y los ideales de una elite, que se repercutían en un público de sectores medios y medios bajos; una revista desde la cual se promovía una determinada idea de modernidad, elaborada en contextos urbanos y expresión de la lógica del consumo, que miraba al norte del mundo como una referencia (pero también lo fragmentaba, apropiándose de los componentes que eran considerados más afines a la realidad local). Si, como plantea Eco, en una determinada sociedad pueden convivir diferentes ideas acerca de la belleza, dado el tipo de fuente utilizado, estos no pudieron ser objeto de análisis.

Por otro lado, el énfasis adoptado, centrado principalmente en el color de la piel, deja abiertas muchas preguntas acerca de otros aspectos en que se expresó la relación entre “raza” y belleza. Uno de ellos, mencionado en el capítulo 4 pero que merecerá futuras profundizaciones, son las intervenciones corporales realizadas por medio de la cirugía estética que, como han mostrado estudios realizados en otros contextos (Gilman, 1999; 358 Conclusiones

Davis, 2003; Muñiz, 2014 y 2014a) mucho tiene que ver con ella, y con su intersección con los imaginarios de género.

Por otro lado, los imaginarios sobre la belleza abren nuevas perspectivas para entender algunas de las principales dinámicas sociales que se presentaron en Colombia en la segunda mitad del siglo XX, cuyos efectos siguen manifestándose en la actualidad. La belleza no se reduce a prácticas de modificación del cuerpo; esas prácticas tienen su razón de ser en cuanto expresan por medio del cuerpo un complejo entramado simbólico, atado al poder en sus múltiples y articuladas dimensiones: la “raza”, los ideales de género, la clase. Por lo tanto, esta investigación puede ser considerada un aporte a varios ámbitos de estudio: sobre la belleza, la “raza”, el cuerpo, los estudios de género –particularmente, en lo relacionado con la feminidad–. Su contribución a cada uno de ellos va en la dirección de plantear un marco interpretativo que muestre la interdependencia de esas dimensiones, y de otras que, o no han sido tratadas, o apenas han sido mencionadas. Es el caso, por ejemplo, de la manera en que otra dimensión, la juventud, operó en la concepción de la belleza, y cómo se puede relacionar con las demás mencionadas. Otro tema que merecerá futuras profundizaciones es la belleza masculina, a la que se ha dedicado un espacio menor. Finalmente, muchas preguntas surgen acerca de la belleza en la Colombia multicultural, cuyas características tienen sus raíces en los procesos analizados.

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