Hasta Que La Muerte Nos Separe
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HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE Una aventura en defensa de un amor Ómar Benítez Lozano Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias u otros medios sin el previo permiso y por escrito de los titulares del Copyright. Todos los derechos reservados. ISBN: 978-958-8516-37-0 Diseño y Diagramación: Gatos Gemelos Comunicación A Carlos y Graciela, Alba y Francisco, Myriam y Moisés, Germán y Ángela… Y a todos aquellos que han emprendido o emprenderán la aventura del matrimonio. CONTENIDO UN BONSÁI Y UN PERGAMINO UNA VISITA BUSCADA CONTINÚA LA TERTULIA UNA PESADILLA Y UNA PELÍCULA ALGO MÁS QUE INEXPERIENCIA LAS PALABRAS Y LA VIDA UNA PAUSA INFANTIL EXPERIENCIA Y APRENDIZAJE NO MÁS IMPROVISACIÓN TENER PARA DAR LOS HIJOS AGRADECIMIENTOS UN BONSÁI Y UN PERGAMINO El día de mi matrimonio, todo transcurrió con gran normalidad. Fue, podríamos decir, una boda típica. La iglesia estaba bellamente engalanada, al gusto de mi futura esposa y, por qué no admitirlo, al gusto de cualquiera que tuviera un poco de aprecio por lo bello. Alfombra roja, al mejor estilo de Hollywood; arreglos florales en los extremos de las bancas, en el altar y en varios sitios de la iglesia. Delante del altar, un poco más abajo, a distancia de un escalón, un par de sillas cubiertas con un forro blanco, salpicado de flores naturales, y con sus correspondientes reclinatorios. Y, por supuesto, un grupo musical elegantemente uniformado, con voces e instrumentos, en lugar discreto pero no difícil de divisar. Durante la ceremonia, yo me encontraba muy nervioso. Aquella entrada solemne por la nave de una iglesia abarrotada de gente que me miraba —sin duda que mirarían más a mi prometida—; el lugar que ocupamos —delante del altar y como centro inevitable de todas las miradas—; llegado el momento, las palabras pronunciadas ante un micrófono, de tal manera que las escuchasen todos —Yo, César, te acepto a ti, Luisa…—. Muchas cosas habían pasado en mi vida. Conservo muy grabados en mi memoria algunos momentos que dejaron una huella profunda: el día en que descubrí “mi primer gran amor”; mi graduación profesional; el día en que gané la medalla de oro en los juegos universitarios… Pero ninguno de esos hechos habría de tener tanta trascendencia en mi vida como el matrimonio. Ya no sería el mismo, ya no me pertenecería a mí. Ahora, todo lo mío sería compartido. Aunque no es costumbre que el esposo asuma el apellido de la esposa, en la práctica, uno pasa a ser, desde el momento de pronunciar el compromiso matrimonial, “de”: él de ella, y ella de él. De la homilía del sacerdote recuerdo poco, pero se me quedaron grabadas unas palabras que me dijo, mirándome fijamente: — César, amar es una decisión, no un sentimiento; amar es dedicación y entrega. El amor es un ejercicio de jardinería: ve arrancando lo que haga daño, prepara el terreno, siembra, sé paciente, riega y cuida. Procura estar preparado, porque habrá plagas y habrá sequías o excesos de lluvias. Pero, no por eso abandones tu jardín. Ama a Luisa: acéptala, valórala, respétala, dale afecto y ternura, admírala y compréndela. Cuando pronuncié las palabras con las que uno se compromete de por vida —Yo, César, te acepto a ti, Luisa…—, ¡me temblaba la voz! No es que tuviera miedo al compromiso, y menos con ella. Era, más bien, ese no sé qué de definitivo, de cambio de vida, de novedad, casi de aventura. Y a la hora de ponerle a ella la argolla de matrimonio, afloró mi torpeza y nerviosismo: primero, dejé caer la valiosa y significativa prenda al piso; después, intenté ponérsela en el dedo equivocado…; me sudaban las manos, y no pude evitar que se notara un ligero temblor. Me sentí un poco humillado. ¡Yo, que estaba acostumbrado desde mi juventud a los riesgos, casi a la temeridad, en excursiones y todo tipo de planes con amigos! ¡Yo, que decía no tener miedo a nada! Luisa, en cambio, se notaba muy serena, sonriente y con gran dominio de la situación. Al menos a mí así me pareció. De lo que nunca he tenido duda es de que ¡estaba bellísima! Aquel largo y sedoso vestido blanco, su cuidadísimo maquillaje y su peinado, pero, sobre todo, aquel rostro sereno y sonriente, que traslucía satisfacción y alegría. Una satisfacción y una alegría que tenían que ver conmigo. No todo fue nerviosismo para mí. También tenía un gozo inmenso, por saber que ella, desde entonces, sería solo mía, y que contaría con su compañía y con su amor hasta que la muerte nos separase… ¡Ya era hora! Llegué a pensar que, con todo lo que supuso nuestro noviazgo, habiendo logrado saltar todos los obstáculos que se presentaron, ya me la merecía. Porque dificultades no nos faltaron. Desde los celos de sus hermanos, pasando por la inicial desaprobación de su madre a nuestro noviazgo, hasta la casi violenta actitud de su padre para conmigo. Él era uno de esos que piensan que los hijos se tienen en propiedad. De ahí que viese con tan malos ojos a alguien que quisiese hacerse con aquello que consideraba tan propio. Como si fuera poco, no faltaron las trabas a nuestra decisión de casarnos; no fueron pocos quienes nos aconsejaban una unión libre por un tiempo, para poner a prueba nuestro amor. No faltaron los consejos en torno a la idea de esperar a terminar unos estudios, a tener un mejor empleo, a disfrutar más la vida de solteros, porque después… Aquellos argumentos me resultaban rastreros y egoístas. Me molestaban, además, por la cuenta que me traía. —Ya me están haciendo dudar —llegó a decir en algún momento mi prometida. —¡Somos nosotros los que nos vamos a casar, no ellos! —le protesté, visiblemente molesto—. Además, no serán ellos quienes nos ayuden a sacar adelante nuestro matrimonio ni nuestra familia. ¿Confías en mí, o no? —la cuestioné. —Claro está que confío en ti, no te pongas así —dijo ella. —Entonces, deja de atender a lo que digan los demás y sigamos adelante con nuestro proyecto —dije, ya con más calma y con actitud casi suplicante. —¡Sí, vamos adelante! —exclamó ella por fin con decisión, y me abrazó. No hay duda de que, de haber atendido a tantas voces “prudentes” y a tantas otras agoreras, aún estaría esperando unas circunstancias mejores, una mujer ideal, o no sé qué más. Ante esta situación, recordé la película “Solo ante el peligro”, en la que se muestra a un sheriff dejado totalmente solo por la gente de su pueblo. Un criminal que había detenido tiempo atrás es puesto en libertad, y tiene intención de volver al pueblo para vengarse. La primera reacción del protagonista es pensar en la huida. Tiene esposa e hijos, y un buen porvenir. “¿Por qué he de jugarme la vida?” —se pregunta—. Su decisión final es quedarse, pero no por afán de gloria ni heroísmo, sino porque piensa, y así se lo explica a su mujer: —Si huimos ahora, tendremos que estar huyendo toda la vida. No le faltaba razón: aquel criminal, sin duda, le seguiría a todas partes. La esposa no entiende. Solo piensa en resolver el problema del momento. Él tiene razón, y actúa en consecuencia. No hay duda de que la prudencia lleva, a veces, a optar por el camino que exige mayor valor, y no precisamente por la solución cómoda. Prudencia es pensar, deliberar, buscar los medios que conduzcan al fin deseado; se precisa cierta reflexión y hacer las consultas oportunas. No faltan proverbios populares en este sentido: “Cuatro ojos ven más que dos”; “quien pronto se determina, pronto se arrepiente”; “rápido y bueno, raras veces”… Sin embargo, la prudencia, además de deliberación, exige tomar decisiones. No es prudente el eterno vacilar, que todo lo deja en suspenso y sume al alma en la incertidumbre; tampoco es prudente esperar a tomar una decisión hasta que se den las condiciones ideales. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, se ha dicho. Es verdad que decisiones de este estilo, aquellas que comprometen la vida, suponen un cierto riesgo. Pero, ¿acaso hay decisiones humanas que garanticen una seguridad absoluta, un total acierto? Yo ya había sopesado todos los riesgos, y nuestro tiempo de noviazgo había sido el suficiente para conocernos y saber a qué nos enfrentábamos. ¿Osado?, ¿audaz? Yo no era ni lo uno ni lo otro, pero sí tenía algo muy claro: estaba enamorado y me ilusionaba profundamente formar una familia. * * * Al salir de la iglesia, terminada la ceremonia de matrimonio, vino la acostumbrada calle de honor en medio de una lluvia de arroz. Un auto antiguo muy engalanado —también este al gusto de Luisa— nos esperaba para llevarnos al lugar donde tendría lugar la reunión con los invitados. Casi todos los preparativos para la boda corrieron a cargo de Luisa, y a su gusto. Terminé cediendo en todo, no sin un tira y afloja entre los dos. —Hagamos algo muy sobrio y privado. No me gustan los montajes — decía yo. —¡¿Qué dices?! —protestó ella—. Yo solo me voy a casar una vez en la vida, y pienso guardar un recuerdo imborrable. ¡Yo quiero una ceremonia a toda regla! Si hace falta, me gasto todos mis ahorros. —No lo digo por eso —respondí—. Es que… Muy bien. Se hará como quieras. Y entre las cosas que quiso fue el auto antiguo, de esos que yo siempre he admirado y hasta he deseado tener algún día. Un Ford T negro. De esos que aparecieron muy a comienzos del siglo XX, y que llegara a convertirse en estrella popular de las películas cómicas del cine mudo, al lado de Laurel y Hardy, y de Charles Chaplin.