México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo

México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo Editorial tepjf México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo

México 2015 342.09 M6 Seminario México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el S764m constitucionalismo europeo (26 abr - 4 may. 2012 Cádiz, España).

México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo / presentación Marco Antonio Pérez de los Reyes. -- Primera edición -- México : Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, 2015.

1 recurso en línea (349 p.)

Contenido: Mesa 1 Trascendencia y proyección de Cádiz en el derecho mexicano ; Mesa 2 Libertad de expresión y participación política ; Mesa 3 La representación política en las Cortes de Cádiz ; Mesa 4 Constitución y territorio ; Mesa 5 Derecho electoral mexicano. Presente y pasado en la Constitución de Cádiz ; Mesa 6 Cádiz en el constitucionalismo mexicano decimonónico; Mesa 7 Libertad y ciudadanía.

ISBN 978-607-708-274-3

1. España. Cortes de Cádiz. 2. Historia Constitucional -- México. 3. Derecho constitucional -- México. 4. Liberalismo – México 5. Constitución de Cádiz, 1812. I. Pérez de los Reyes, Marco Antonio, pres. II. Título.

México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo

Primera edición 2015.

D.R. © Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Carlota Armero núm. 5000, colonia CTM Culhuacán, CP 04480, delegación Coyoacán, México, DF. Teléfonos 5728-2300 y 5728-2400. www.te.gob.mx [email protected]

Coordinación: Centro de Capacitación Judicial Electoral. Edición: Coordinación de Comunicación Social.

Las opiniones expresadas son responsabilidad exclusiva de los autores.

ISBN 978-607-708-274-3 Directorio

Sala Superior Magistrado José Alejandro Luna Ramos Presidente Magistrada María del Carmen Alanis Figueroa Magistrado Constancio Carrasco Daza Magistrado Flavio Galván Rivera Magistrado Manuel González Oropeza Magistrado Salvador O. Nava Gomar Magistrado Pedro Esteban Penagos López

Comité Académico y Editorial Magistrado José Alejandro Luna Ramos Presidente Magistrado Flavio Galván Rivera Magistrado Manuel González Oropeza Magistrado Salvador O. Nava Gomar Dr. Álvaro Arreola Ayala Dr. Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot Dr. Hugo Saúl Ramírez García Dra. Elisa Speckman Guerra

Dr. Carlos Báez Silva Lic. Ricardo Barraza Gómez Secretarios Técnicos

Índice

Presentación institucional...... 13

Mesa 1 Trascendencia y proyección de Cádiz en el derecho mexicano

200 años de evolución de los derechos político-electorales de los pueblos y comunidades indígenas...... 33 José Alejandro Luna Ramos

La justicia. Cádiz y la experiencia mexicana...... 43 Elisa Speckman Guerra

La Constitución de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano durante la primera República federal. La experiencia en Michoacán...... 61 Jaime Hernández Díaz

Mesa 2 Libertad de expresión y participación política

Guerra, Constitución y libertades públicas en el proceso de la Independencia de México...... 99 Marco Antonio Landavazo

Participación política de los diputados mexicanos en las Cortes de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano...... 109 Felipe de la Mata Pizaña

Constitución de Cádiz e Iberoamérica. Algunas ideas generales...... 119 Francisco Javier Díaz Revorio

9 Índice

Mesa 3 La representación política en las Cortes de Cádiz

México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo. Cádiz, crisol de la representación popular en México...... 133 Manuel González Oropeza

Consideraciones sobre la representación en las Cortes de Cádiz...... 161 Roberto Breña

El dilema de la soberanía gaditana y la reelaboración novohispana de la representación política...... 173 Roberta Emanuela Peccatiello

Mesa 4 Constitución y territorio

Constitución y territorio. Consideraciones respecto a la nacionalización del poder político y la igualdad...... 197 José Barragán Barragán

Territorios, Constitución e historia constitucional...... 221 José María Portillo Valdés

Mesa 5 Derecho electoral mexicano. Presente y pasado en la Constitución de Cádiz

Influencia de la Constitución de Cádiz en Iberoamérica...... 247 Francisco José Paoli Bolio

En pie de desigualdad. Elecciones y nacionalismo(s) gaditano(s)...... 275 Rafael Estrada Michel

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Mesa 6 Cádiz en el constitucionalismo mexicano decimonónico

La influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo mexicano del siglo xix...... 291 Pedro Esteban Penagos López

Cádiz y su reconocimiento en el constitucionalismo mexicano del siglo xix...... 301 Álvaro Arreola Ayala

Mesa 7 Libertad y ciudadanía

La Constitución de Cádiz, la Constitución federal de México de 1824 y las constituciones de los estados de la Federación mexicana...... 325 Salvador O. Nava Gomar

¿Padres o padrastros de la patria? José Miguel Guridi y Alcocer, abogado de América en Cádiz...... 335 Guadalupe Jiménez Codinach

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Presentación

La expedición, en 1812, de la Constitución Políti- ca de la Monarquía Española, conocida popularmen- te como Constitución de Cádiz, marcó un hito en la historia de Iberoamérica, en virtud de que introdujo en la región el concepto contemporáneo de Constitución como ley suprema que establece la organización del Estado, a la vez que otorga a los gobernados una gama de derechos fundamentales, dándoles el tratamiento de ciudadanos. Este documento emanado de una histórica asamblea conformada por representantes de España y de América, con todas las limitantes que en la actualidad se le puedan señalar, trajo consigo importantes consecuencias, puesto que de alguna manera enfrentó los intereses de los parti- darios de la monarquía tradicional con los que aspiraban a limitarla adaptándola a las nuevas tendencias políticas de la época.

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Al analizar su contenido y el contexto en la que fue concebida queda claro que en materia político-jurídica representó nuevas opciones de participación en la vida pública mediante elecciones que, si bien indirectas y acotadas, a determinados órganos de poder daban la oportunidad de llevar a cabo el ejercicio sufragáneo de manera institucional, lo que en última instancia es el germen de una democracia incipiente. A mayor abundamiento y, por agregado de diversos factores circunstanciales, este his- tórico documento constituyó el detonante que hizo estallar los movimientos independen- tistas de la América española, por lo que para los países nacientes ha tenido siempre un especial significado. Por todas estas razones, al cumplirse dos siglos de su expedición resultaba evidente que no podrían pasar desapercibidos ni las reflexiones en torno a su trascendencia ni los homenajes al texto mismo y a quienes conformaron la magna asamblea que lo concibió. En tal virtud era de esperarse que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federa- ción (tepjf), órgano supremo de justicia electoral en México promoviera con particular entusiasmo la divulgación de los contenidos de esta Constitución y los foros de análisis y de discusión desarrollados por especialistas nacionales y extranjeros de pleno reconoci- miento académico, en la inteligencia de que en ella puede encontrarse el remoto origen de las instituciones político-electorales vigentes. A lo largo de 2012, y en el marco de las actividades conmemorativas de ese bicente- nario, han quedado al descubierto datos y circunstancias que no eran precisamente del dominio público y que sin duda contribuyen a considerar con mayor justicia el esfuerzo que las Cortes Extraordinarias de Cádiz tuvieron que desplegar para aprobar esta Carta constitucional que todavía hoy resulta emblemática y polémica, particularmente si se to- ma en cuenta que se elaboró con la presión que ejercía en ese momento la intervención napoleónica y el fuego intermitente de las baterías francesas en la ciudad sede de los de- bates constituyentes. Uno de los sucesos de especial relevancia en esta jornada conmemorativa lo constituyó el seminario titulado “México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo europeo”, que se llevó a cabo del 26 de abril al 4 de mayo, precisamen- te en el puerto gaditano, testigo egregio de los acontecimientos de aquellos días. Sirvió como antecedente inmediato de este seminario el coloquio “Cádiz y la mo- dernidad política mexicana”, celebrado el 17 de noviembre de 2011 en el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, en la Ciudad de México. En esa oca- sión, el excelentísimo señor embajador de España en México, doctor Manuel Alabart Fernández-Cavada, resaltó el hecho de que la Constitución de Cádiz, entre otros aspectos importantes, reconoció el principio de soberanía nacional, elevó a rango constitucional el sufragio, organizó un procedimiento electoral, estableció la división de poderes e incluso sirvió de marco referencial para el desarrollo de la obra política de don Miguel Ramos Arizpe, considerado padre del federalismo mexicano.

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El seminario contó con el patrocinio de la Secretaría de Relaciones Exteriores median- te la embajada de México en España y del Instituto de México, así como del honorable ayuntamiento de Cádiz y del propio tepjf. Desde esta perspectiva, en el histórico Oratorio de San Felipe Neri, recinto de promulgación en 1812, el magistrado presidente José Alejandro Luna Ramos dio la bienvenida a los participantes y declaró iniciados los trabajos del seminario el jueves 26 de abril de 2012. Se trató de una semana de jornadas intensas en la que los asistentes tuvieron la oportu- nidad de recrear diversas facetas del acontecimiento histórico que conmemoraban, com- partiendo conocimientos y experiencias vivenciales, lo cual contribuyó a fortalecer entre todos los vínculos de afecto y solidaridad. En esta obra se compilan los trabajos e investigaciones que sirvieron de plataforma para desarrollar el seminario, lo que permite ahora a los lectores sumar sus propias re- flexiones respecto de la temática que fue entonces debatida, lo cual constituye un objetivo paralelo de su publicación. El seminario, de carácter internacional, distribuyó sus trabajos en siete mesas, cada una de las cuales se avocó a un tema diferente. La primera de ellas se denominó “Trascen- dencia y proyección de Cádiz en el derecho mexicano” y fue dirigida por el magistrado presidente del tepjf, José Alejandro Luna Ramos, cuya ponencia despertó un interés es- pecial desde su título: “200 años de evolución de los derechos político-electorales de los pueblos y comunidades indígenas”. En ésta, el ponente hizo confluir su doble experiencia como académico y juzgador especializado en el tema de los derechos de los pueblos origi- narios, para destacar la vinculación existente entre el texto de Cádiz y el reconocimiento de la ciudadanía incluyente respecto de los indígenas de América. En un sustancial recorrido histórico, el magistrado Luna Ramos hizo referencia a las primeras disposiciones españolas respecto del tratamiento que se debía dispensar a los na- turales; mencionó que al expresarse de ellos como “rústicos” o “miserables” no era para marginarlos o señalarlos peyorativamente, sino por el contrario, para ubicarlos directamen- te en la protección del rey, lo que ayudó a esta población a no dejarla en la jurisdicción de la Inquisición y sí, en cambio, favorecer para ella una amplia política previsora y protectora de contenido jurídico. No obstante, en lo que toca ya a la Constitución de Cádiz, el texto aludido hace referencia al comentario, nada favorable, de don José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador mexicano, quien llegó a afirmar: “esa Constitución en fin, que nos acaba de transformar de esclavos en vasallos”. Posteriormente, en ese mismo trabajo se reseñó la evolución que desde el seno del Con- greso Constituyente gaditano se dio en torno a la reivindicación de la esfera jurídica de los indígenas hasta llegar a la época contemporánea, con la referencia de algunos asuntos em- blemáticos en la materia fallados por el tepjf, entre los que resaltó el de reciente aplicación en el municipio de San Francisco Cherán, comunidad indígena del estado de Michoacán a la que le fue reconocido su derecho de elección por régimen consuetudinario.

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En la misma mesa, la doctora Elisa Speckman Guerra, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (iij-unam), inició su ponen- cia “La justicia. Cádiz y la experiencia mexicana”, con una afirmación contundente: “Los novohispanos estuvieron en Cádiz y, posteriormente, Cádiz estuvo en México y en sus or- denamientos constitucionales”. En ésta, señaló la influencia que algunos delegados ameri- canos ejercieron en el Congreso Constituyente respectivo, como Ramos Arizpe y Miguel Guridi y Alcocer. Luego se expresó cómo la influencia fue marcada de la Constitución hacia la realidad jurídica de las naciones que emergieron del movimiento de Independen- cia en la primera mitad del siglo xix. El enfoque particular de este trabajo se refiere al orden judicial, tanto civil como penal, y recuerda cómo, por diferentes razones, hubo tiempos en los que personas sin conoci- mientos profesionales del derecho podían integrarse a la maquinaria jurisdiccional como miembros de jurados populares o como encargados de juzgados menores; eran “hombres buenos”. De esta manera, en un amplio recorrido por el sendero que ha seguido la imparti- ción de justicia en México, que pasa por la época en que la reforma liberal dejó sin efectos los fueros que al respecto se concedían a determinados gremios, la ponencia en comento logró, de manera fehaciente, demostrar la influencia gaditana en la concepción del sistema judicial mexicano. Cerró los trabajos presentados en esta primera mesa de trabajo la amplia exposición del doctor Jaime Hernández Díaz, profesor e investigador de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, con el tema “La Constitución de Cádiz y su influencia en el constitu- cionalismo mexicano durante la primera República federal. La experiencia en Michoacán”. El autor inició su análisis a partir de una concepción de cultura jurídica o tradición que entiende al derecho más allá de un sistema normativo, como una manera de pensar y de conducirse que se refleja en el orden social y en el jurídico, para ello, apoyó su punto de vista en tratadistas de gran impacto como Luigi Ferrajoli. Posteriormente, abundó acerca de la generación de un concepto nuevo respecto de la Constitución en Europa del siglo xviii, influida directamente por las corrientes raciona- lista y iusnaturalista de la centuria anterior. Esta reflexión lo llevó a tomar en cuenta la posición constitucionalista moderna en España, inspirada en los casos de Gran Bretaña, Francia y, en menor medida, de Estados Unidos de América. Todo lo anterior enmarca- do en la corriente de la Ilustración y, en lo tocante a España, del Despotismo Ilustrado reinante durante el siglo xviii; por eso mismo, el doctor Hernández Díaz se preocupó por replantear el concepto de Ilustración, adaptándolo a la realidad hispana de la época. Finalmente, condujo su estudio a marcar la influencia gaditana en la integración de la primera República federal mexicana, entre los años 1824 y 1835, particularmente en

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el ámbito de la integración y el funcionamiento del Poder Judicial, para llegar al estudio concreto de la realidad michoacana que inició con la expedición de la Constitución local de 1825, a partir del cual aportó una amplia variedad de datos respecto de las deliberacio- nes del Constituyente estatal para organizar al Poder Judicial. Tomó en cuenta aspectos arraigados ampliamente desde la época de la dominación española para armonizarlos con la tendencia modernizante que caracterizó al foro michoacano a lo largo de su historia independiente. La mesa 2, con el tema “Libertad de expresión y participación política”, fue presidida por el magistrado integrante de la Sala Superior del tepjf, Constancio Carrasco Daza, quien le imprimió al desarrollo de las discusiones el dinamismo y la profundidad que le son propios, dada su amplia experiencia como juzgador y como docente. En la mesa, el doctor Marco Antonio Landavazo, historiador de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, presentó una ponencia con el título “Guerra, Constitución y libertades públicas en el proceso de Independencia de México”, en la que afirmó que el movimiento de Inde- pendencia de los países de la América española no debía verse solamente como un proceso militar sino como el resultado de una evolución política surgida de la crisis que se presentó en la metrópoli a raíz de la invasión napoleónica a partir de 1808. Según esta premisa, observó el paulatino y accidentado camino que siguieron los ideólogos del Constituyente de Cádiz para establecer la soberanía nacional radicada en las Cortes del reino, a la vez que reconoció el poder soberano del ausente rey Fernando VII y cómo esta postura, entonces innovadora, impresionó a los propios representantes americanos en esa histórica asamblea, lo mismo que a los dirigentes de la insurgencia en territorio americano. De la misma manera, el autor señaló la importancia de las primeras elecciones celebra- das en la Nueva España en 1809, 1810 y 1812, que fueron ganadas, en términos generales, por los criollos en detrimento de las posiciones privilegiadas de los peninsulares, por lo que, a decir de los realistas, llegaron a elegirse “hombres inhábiles y defectuosos”. A la vez, en la ponencia resaltó la importancia de la libertad de expresión como un derecho emanado de las Cortes gaditanas, que luego, en México, tuvo tal repercusión que obligó sucesivamente a los virreyes Venegas y Calleja a manifestarse en contra y, finalmente, a dejarla sin efectos. Todo eso como consecuencia de la misma oportunidad que se abrió desde España para que los habitantes de América fueran “dueños de sus destinos”. Por su parte, el doctor Felipe de la Mata Pizaña, magistrado regional del tepjf, pre- sentó una ponencia titulada “Participación política de los diputados mexicanos en las Cortes de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano”, en la cual planteó la doble paradoja que presentaba la Constitución de Cádiz como suceso histórico, puesto que Francia invadió a España a principios del siglo xix como reacción y ante la

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ausencia de su propio monarca, el Deseado —que luego devino en el Odiado—, quien decretó la Constitución de 1812, con gran influencia de la ideología política francesa; a su vez, este documento sirvió de detonante para efectuar el proceso independentista de las colonias españolas en América. De la misma suerte, Francia, que en su revolución proclamó los principios de libertad, igualdad y fraternidad, se convirtió después en una potencia bélica de primera magnitud que representó una seria amenaza para la estabilidad política del continente europeo. El doctor De la Mata Pizaña señaló tres premisas en su estudio histórico-jurídico, a saber: 1) la participación destacada de los congresistas mexicanos en la asamblea gaditana; 2) la trascendencia de las diputaciones provinciales establecidas en la Constitución de 1812 y, 3) la influencia de la misma en el constitucionalismo nacional. En el primer orden de ideas señaló las propuestas y acaloradas discusiones de algunos de los representantes en torno a los principios de soberanía y de representación nacional, que luego quedaron impactados en el articulado de esa Carta Magna, y la lucha infructuosa por desaparecer el concepto de castas, para garantizar la participación política de un amplio sector de la población americana. En el segundo rubro, la coyuntura que se abría cuando se implementaron las diputaciones provinciales, seis de las cuales (independientes entre sí) fueron asignadas a la Nueva España, para que diputados americanos las ocuparan y, por último, el hecho de que al establecerse la República federal mexicana en 1824, algunos diputados a Cortes for- maran parte del Constituyente mexicano que estableció el régimen federal en el país. Con este recorrido histórico analítico, realizado con notable claridad por el autor, quedó clara esa influencia directa, y en dos sentidos, de los congresistas mexicanos hacia las Cortes de Cádiz y las de la Constitución emanada de éstas en el constitucionalismo mexicano. En esta misma mesa de trabajo, el doctor Francisco Javier Díaz Revorio, de la Univer- sidad de Castilla-La Mancha, presentó su ponencia con el rubro “Constitución de Cádiz e Iberoamérica. Algunas ideas generales”, en la que centró su atención en la influencia que realmente pudo ejercer la Constitución de 1812 en las constituciones de América Latina, en el entendido de que éstas fueron influidas por tres vertientes ideológicas: la francesa, la estadounidense y la española; además de que en cada país formado a raíz del triunfo del movimiento independentista la influencia de la corriente española fue de mayor o de menor envergadura. El mismo autor observó que existían antecedentes remotos en la historia de España del parlamentarismo como origen del Constituyente decimonónico, tal es el caso de las Cortes medievales de León y de Aragón. En este primer reino se expidió una carta fundamental en el año 1188, mucho antes de que en Inglaterra se hiciera lo propio, en 1215. No obstante, con la puntualidad de un experto en la historia jurídica, el doctor Díaz Revorio apuntó que en materia de constitucionalismo y frente a las corrientes inglesa —producto de una larga evolución en su lucha por limitar los poderes de la Corona y de reconocimiento de

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derechos a grupos específicos de la población— y francesa —que representó una ruptura abrupta con el régimen monárquico—, la española se abrió como una tercera vía, que tra- tó de armonizar los intereses monárquicos con los liberales simpatizantes de una mayor apertura política. Este estudio tiene la particularidad sobresaliente de destacar el carácter universal de la Constitución de Cádiz, pues involucraba a los españoles de ambos hemisferios —viéndolo bien, a personas domiciliadas en cuatro continentes (Europa, América, Asia y África)—, de acuerdo con la extensión del imperio español de la época, y pretendió crear una sola comunidad con un mismo texto constitucional, utopía que se hubiera podido realizar mucho antes que la inglesa. De cualquier manera, resultan importantes dos datos que apunta este estudio. El pri- mero es referente a que de los 37 presidentes que tuvo el Congreso gaditano, 10 fueron de origen americano y que, incluso en forma indirecta, la Constitución de 1812 influyó en otros países, tales fueron los casos de y Brasil, respectivamente. Todo esto hace del texto de Cádiz un documento eminentemente internacional. La mesa 3 fue presidida por el magistrado integrante de la Sala Superior del tepjf, Manuel González Oropeza, quien dio a conocer su ponencia titulada “México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo. Cádiz, crisol de la representación popular en México”; en ésta, el análisis inició desde 1808 con la integración de la histórica asamblea que congregó a 91 diputados nominados por el sistema de designación y que dio por resultado el Estatuto de Bayona, documento que en realidad pretendía legitimar la intervención napoleónica en España. El Estatuto fue desconocido por los patriotas españoles por considerarlo una imposición del emperador francés, si bien debe admitirse que implementaba derechos fundamentales y proponía igualdad jurídica para los habitantes de la península ibérica y de los territorios ultrama- rinos, además de que iniciaba el tema, particularmente sensible en esos momentos, de la representación política; en este punto se indicaba que las provincias americanas eran patrimonio, no del rey sino de la nación, por lo cual debían sus habitantes contar con la mencionada representación. Al respecto, el autor recordó en la ponencia aludida, que debe tomarse en cuenta que cuando el rey Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz, tomó como base para asumir tal decisión la ilegitimidad del Congreso de origen. Paralelamente, con la acuciosidad que caracteriza a un especialista de la talla del doc- tor González Oropeza, en su comunicación apuntó el hecho de que un subdelegado de las Provincias Internas de Occidente en Sonora sugería reunir 15 o 20 millones de pesos, vía donativos, para ofrecerlos por la cabeza de Napoleón, a fin de asegurar el retorno al trono de Fernando VII. Posteriormente, se relató con toda precisión la conformación de juntas como orga- nismos integrados de manera compleja, con vecinos y autoridades que de alguna manera ocupaban el vacío de poder que dejó la abdicación y ausencia del monarca español. Su

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origen deviene de la Edad Media, cuando los reinos las establecían a fin de llevar a cabo, junto con el monarca, la función legislativa. Es sabido que esas juntas proliferaron, pero carecían de coordinación respecto de sus maniobras políticas y militares encaminadas a nulificar la fuerza del ejército invasor y la del gobierno usurpador. De la misma manera, la investigación en comento se adentra en los aspectos espe- cíficos de la Convocatoria a Cortes Generales y Extraordinarias, cuyos responsables no necesariamente estuvieron de acuerdo con la participación de representantes de América, a pesar de lo cual, al convocar a un congreso constituyente sin la presencia efectiva del rey, se auspiciaba el advenimiento de un nuevo régimen político. En otro orden de cosas, se manifestó que en México, al abortarse la conspiración de 1808 fraguada en el seno del ayuntamiento de la Ciudad de México, con la manifiesta sim- patía del virrey Iturrigaray, los simpatizantes de la independencia tuvieron que recurrir a proclamas y juntas conspiradoras para organizar su movimiento. Como es sabido, la historia mexicana de aquellos turbulentos años se divide en dos vertientes: la primera es la participación política para decretar la carta fundamental de Cádiz e implementar, concretamente en América, las instituciones de ella emanadas; y la segunda, la vía armada iniciada en la Nueva España con la proclama de Dolores. En cuanto al camino institucional, la oportunidad se abría con la creación de las diputaciones provinciales, en cuya propuesta participó de una manera muy activa don Miguel Ramos Arizpe, anticipando así su vocación federalista, dado que tales organismos aseguraban la desconcentración administrativa de las provincias. La ponencia del magistrado González Oropeza culminó con la descripción de los gran- des afanes sostenidos por el padre del federalismo mexicano para culminar sus estudios e incorporarse como miembro del Congreso de Cádiz, dada la animadversión de las autori- dades eclesiales. Debe mencionarse, además, que al dar cuenta de las fuentes consultadas para la elaboración de esta comunicación académica, muchas de ellas resultaron de par- ticular importancia para los especialistas del tema, dado que se trató de obras y archivos de una particular riqueza en contenido y que generosamente compartió con sus lectores el magistrado González Oropeza, experto en investigación documental directa. En esta misma mesa fue presentada la interesante ponencia del doctor Roberto Breña, de El Colegio de México, quien enfocó su análisis al tema de la representación y su tras- cendencia para materializar el concepto de soberanía, sea considerada ésta como nacio- nal o popular. El autor destacó que el asunto de la representación permeó la llamada Era de las revoluciones, vigente principalmente entre 1775 y 1825, lo cual ha explicado la importancia de su conceptuación al integrarse y desarrollarse los trabajos del Congreso Constituyente de Cádiz. El autor procuró hacer un balance objetivo de la participación de los congresistas americanos en esa histórica reunión, dando cuenta de que a pesar de su entusiasmo y esfuerzo, no lograron todo lo que deseaban respecto de beneficios para las provincias que

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representaban, no obstante, sí alcanzaron —directa o indirectamente— resultados positi- vos, tales como libertad de cultivos e industria, abolición de torturas y penas infamantes, exención de impuestos a los indígenas y, en el tema concreto, la representación política en ayuntamientos, diputaciones provinciales y Cortes. En una panorámica muy bien lograda, el doctor Breña reflexionó acerca de las conse- cuencias paralelas de este documento constitucional, como los movimientos libertarios de América, que podrían considerarse, en alguna medida, verdaderas guerras civiles, toda vez que la población se dividió entre simpatizantes por el realismo y por el independen- tismo, pugna que prosiguió más allá de la consumación de la guerra insurgente. A la vez, introdujo a la discusión aún vigente de si el Congreso de Cádiz fue liberal o imperialista, el hecho incontrovertible de que en el breve periodo de 1808 a 1812 no era posible erradicar la cultura centralizada y monárquica imperante por tantos siglos. Esta ponencia destaca particularmente por el hecho de señalar la importancia de la nueva historiografía temática que se enfoca en temas como el de la representación, más que a los de los conflictos bélicos de la Independencia, lo cual ayuda a ampliar el panora- ma de reflexión y comprensión de las causas que motivaron este titánico movimiento en el nuevo continente. Finalmente en esta misma mesa, la doctora Roberta Emanuela Peccatiello, del Laral (Laboratorio di Ricerca sull`América Latina) Universitá degli Studi di Torino-Italia pre- sentó su ponencia denominada “El dilema de la soberanía gaditana y reelaboración novo- hispana de la representación política”, en la que la autora comenzó observando cómo la histórica convención de Cádiz representó un encuentro singular entre la metrópoli y sus colonias en el afán de procurar un destino común con el amparo de una Constitución. En el fondo, la respectiva representación concedida a los habitantes de América era una propuesta para la pacificación del territorio agitado por la insurgencia y la evidente volun- tad de generar un régimen incluyente. En tal situación venía a constituir un paso adelante respecto del parlamento inglés, que en el siglo xviii no fue capaz de atraer las inquietudes independentistas de sus colonias atlánticas. En este sentido, el concepto de representación política no se fundamentó ni en el modelo inglés ni en el francés y sí, en cambio, se ma- nifestó con sus propias características, que se hicieron patentes a lo largo del siglo xix en otros escenarios históricos de España. Por ello debe entenderse que la ambigüedad de criterios que se manifiestan en Cádiz en la conceptuación de los términos de soberanía y ciudadanía fue fruto de su propia cul- tura, por lo que tales principios siguieron su propia dinámica. En estas consideraciones es importante relacionar el término soberanía con el de territorio, toda vez que en la época historiada, al formarse las juntas que resistieron al invasor francés, basaban su presencia y ejercicio en ser titulares de un depósito de soberanía, concepto de aquel tiempo que, en la voz autorizada de la autora, merece llevar a cabo más investigaciones a fin de esclarecer el alcance de tal proclamación.

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Lo anterior conduce a una nueva vinculación, en este caso, entre los términos sobe- ranía y pueblo, en ocasiones utilizados paralelamente como nación; en esa dirección los antecedentes pueden encontrarse en la doctrina española desde los tiempos de Suárez y de Mariana, este último atribuyéndole específicamente al pueblo una potestad mayor que la del monarca. En este punto, la doctora Peccatiello hace una amplia disertación respecto de la teoría política en lo tocante a la soberanía y su concepción contractual; en ese cami- no, la ponencia ofrece su mayor aportación al analizar la historiografía especializada que enfoca su estudio a esa nueva concepción política y filosófica que afecta conceptos fun- damentales como ciudadanía, soberanía, monarquía constitucional y otros, permitiendo su adaptación al caso americano, que luego encontró eco en el actuar de los cabildos y en los textos constitucionales de cada país. En este orden de ideas destacó el ángulo de observación de la autora respecto del municipio novohispánico, que se estructuró autó- nomamente e incluso de manera distinta al proyecto de Cádiz. Dada esta singular aportación de la ponencia que aquí se menciona, resulta importante atender a las fuentes consultadas porque ofrecen una amplia gama de posibilidades para futuras investigaciones en torno al tema de estudio. La mesa 4, con el tema “Constitución y territorio”, se integró con las valiosas aportacio- nes de dos especialistas de la materia, el doctor José Barragán Barragán, del iij-unam, y José María Portillo, de la Universidad del País Vasco y de la Universidad Externado de Colombia. La ponencia del primero se tituló “Constitución y territorio. Algunas consideraciones res- pecto a la nacionalización del poder político y el tema de la igualdad”. En este texto, el autor observó la dualidad de posiciones frente a la intervención francesa entre los peninsulares, cuando se recurrió al concepto de soberanía nacional para rechazar a los franceses, y entre los habitantes de América, para rechazar al invasor, y a la vez alcanzar su propia autonomía; esto lo lograron reasumiendo su soberanía. Tal postura se evidenció, en 1808, en la posición asumida por el ayuntamiento de la Ciudad de México, que lamentablemente terminó mal para sus líderes, no así en América del Sur en donde el llamado “movimiento juntero” logró importantes avances en el camino hacia la Independencia. En este punto el autor reseña con marcado detalle los aspectos esenciales de la lucha sudamericana por imponer un concepto diferente en los principios de soberanía y de autonomía, aprovechando la coyuntura que abrió el debilitamiento de la Corona española frente a la invasión gala. Destaca el doctor Barragán que la vanguardia independentista en América mani- festaba, en términos generales, su reconocimiento al trono de Fernando VII, en lo cual pareciera haber una contradicción rotunda. Por ello, desde antes de iniciar sus trabajos legislativos, los diputados al Congreso de Cádiz juraron la aceptación de los derechos reales del monarca ausente. El punto más rico de esta amplia ponencia es el referente a la soberanía en los tex- tos constitucionales, debido a que el autor usó su doble experiencia como investigador y docente, y reseñó con gran claridad diferentes casos de impacto de este concepto en las

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constituciones respectivas, particularmente en los casos de Quito y de diversas regiones de Nueva Granada. No obstante, las Cortes de Cádiz se proclamaron como titulares de la representación nacional, con lo que fueron más allá de lo que habían realizado los ayun- tamientos americanos. En ese camino de la reasunción de la soberanía resultó evidente la incorporación a la nación, o desaparición, de los señoríos jurisdiccionales, en 1811. Igualmente importante fue la consideración de igualdad entre los habitantes de ambos hemisferios para declarar; se formó una comisión específica, que sin embargo, no logró imponer su texto propositivo original por ser desoídos sus argumentos por la mayoría peninsular del Congreso de Cádiz; al efecto debe recordarse la polémica que despertaba abarcar políticamente a las castas, lo que, por el número de sus integrantes, rebasaría a los peninsulares en la toma de decisiones políticas. Aquí el ponente ahondó en detalles respecto de la valiente y firme intervención de los congresistas mexicanos en su lucha infructuosa por alcanzar dicha igualdad. La segunda ponencia en esta mesa de trabajo fue titulada “Territorios, Constitución e historia constitucional”. En ella, José María Portillo señaló la importancia que en los paí- ses de América y en la misma España tuvo la generación de constituciones, documentos fundamentales, que en sí mismos representan la entrada a la modernidad política. Este movimiento constitucionalista primigenio se caracterizó porque diseñó los textos constitucionales correspondientes como documentos de derecho positivo, racional, gene- ral y uniforme. Apuntó el autor que si bien tales documentos aportaron principios básicos de organización política, no desplazaron otros textos previos que siguieron vigentes, co- mo fue el caso de algunas disposiciones militares, eclesiásticas, municipales y otros más. Por otra parte, se trató de un constitucionalismo en transición, por lo que las llamadas influencias deben ser estudiadas con esmero para no caer en apreciaciones fáciles y no necesariamente fidedignas. Finalmente, en este punto, la ponencia propuso el concep- to jurisprudencia constitucional difusa, para indagar no tanto qué fueron los primeros textos constitucionales de estos países sino cómo fueron. Esto porque fue en la marcha y con modificaciones, a veces muy tempranas, como se fueron desarrollando tales textos. Por ejemplo, a dos meses de expedida, la Constitución de Cádiz tuvo que reformarse para superar algunas deficiencias del derecho de voto, por lo cual, se afirmó en la ponencia que el primer constitucionalismo “se pensó para ser texto y seguir siendo jurisprudencia”. Más adelante, el estudio se enfocó en analizar el proceso de “imperialización” de la mo- narquía española, con antecedentes en los últimos momentos de la dinastía de Habsburgo y el advenimiento de la Casa de Borbón, resaltando el impacto que se originó en la do- minación de vastos territorios indígenas y la correspondiente asimilación cultural, lo que trajo como consecuencia la integración de mayores espacios territoriales y la agudización de formas de dependencia, lo mismo que la urdimbre de comercio e industrialización de la época, lo cual necesariamente tuvo relevancia al pasar, a principios del siglo xix, a la era de las independencias y de las constituciones en el nuevo continente.

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Por estas razones, al sobrevenir la crisis de 1808 y el debilitamiento de la Corona espa- ñola, un personaje como el licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos en México llegó a expresar que entre el rey y los pueblos no había nada, constitucionalmente hablando. Esto conllevó la concepción de que la monarquía albergaba varios reinos y, por lo mismo, al quedar sin conducción central en ausencia del monarca fueron las juntas las que se al- zaron como entes de autoridad, pero buscaron un gobierno coordinador de ellas mismas, de aquí que en su momento, la Junta Central recién formada emitiera un decreto en el que consideraba a los reinos de Indias ya no como colonias sino como partes esenciales de la monarquía, lo cual dio pie a la representación americana en el Congreso de Cádiz, si bien acotada por procedimientos limitativos y desiguales. Eso explica que Cádiz, que quiso ser la Constitución, se viera envuelta en muchas otras surgidas en los nuevos países de América. La mesa 5, con el tema “Derecho electoral mexicano. Presente y pasado en la Consti- tución de Cádiz”, fue presidida por el magistrado integrante de la Sala Superior del tepjf, doctor Flavio Galván Rivera, cuya amplia experiencia como docente y jurista marcó el derrotero del desempeño de este grupo de trabajo. En la mesa se presentaron las siguientes ponencias: la del doctor Francisco José Paoli Bolio, del iij-unam, con el título “Influencia de la Constitución de Cádiz en Iberoamérica”, en la que observó que establecer un nuevo régimen no implicaba necesariamente la desaparición total del anterior, por lo que los intereses creados retardaron y parcializaron los efectos de un texto liberal, como ocurrió con la Constitución de Cádiz. La resistencia a la ocupación francesa se complicó y la propia familia real quedó so- metida a Napoleón, quien paradójicamente representaba una especie de avanzada de la democracia en Europa. A partir de este rubro y previa explicación histórica para concep- tualizar el estado de cosas que privaba en América y en España por esos días, la ponencia se enfocó hacia su tema central, el estudio comparado de las Constituciones de Cádiz y de Apatzingán, de 1812 y 1814 respectivamente, encontrando una notable influencia de la primera en la segunda. A pesar de que ambos textos regulaban formas de gobierno diferentes, el de Cádiz, una monarquía constitucional, y el de Apatzingán, sin proclamar una República, sí estructuraban un Supremo Gobierno. En los dos documentos se estableció la división de poderes y un sistema de elecciones indirecto en tres categorías. No obstante, la soberanía la hizo residir Cádiz en la nación y Apatzingán en el pueblo. De esta suerte, el doctor Paoli Bolio fue encontrando semejanzas y diferencias entre dichas constituciones, señalando las razones por las que convergían y por las que diferían. Después, el ponente se enfrentó al tema de señalar la influencia gaditana en constitu- ciones específicas, dos de ellas vinculadas, de alguna manera, con México, como las de Nueva Galicia y Yucatán, y otras sin tal vínculo, como las de Venezuela y Perú. En cuanto a Nueva Galicia, advirtió el autor que esta provincia novohispana, a raíz de su independencia, consideró a la Constitución de Cádiz como propia, en tanto se emitía

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la de la misma región en todo lo que no se opusiera al Plan Provisional de Jalisco de 1823. En el caso de Yucatán, se describió la lucha temprana del grupo de los “sanjuanistas”, llamados así por reunirse en la iglesia de San Juan en Mérida para conocer y divulgar las ideas liberales que comenzaban a arraigarse en España, en medio de muchos riesgos por la represión ejercida por los simpatizantes del régimen colonial. A ese grupo acudieron per- sonajes de la talla de Lorenzo de Zavala, Manuel Crescencio Rejón y, entonces muy joven, don Andrés Quintana Roo. Yucatán logró ser reconocida como provincia en el Congreso de Cádiz y el impacto del texto constitucional emanado de esa histórica asamblea se hizo evidente en la Constitución de 1825 del estado de Yucatán, que se caracterizó por ser una defensora a ultranza del régimen federal. En lo que hace a Venezuela, su Constitución fue expedida en 1811 y recibió la influen- cia de textos de los Estados Unidos de América y de Francia. Este país fue el primero en Latinoamérica en adoptar un régimen federal, por ello, el autor consideró a esta Constitu- ción no sólo como anterior a la de Cádiz sino incluso superior a ella. Finalmente, en referencia a Perú, el virrey Fernando de Abascal y Souza se valió de cuanto recurso pudo para evitar la vigencia del texto de Cádiz, particularmente en lo relativo a la libertad de expresión y a la representación, por lo que retrasó notablemente el desarrollo constitucional del país y, finalmente hizo surgir, conjuntamente con la fuerza de la Iglesia, el voto corporativo indígena, en vez del voto individual como lo propiciaba el nuevo orden constitucional. La otra ponencia presentada en esta mesa de trabajo fue la del doctor Rafael Estrada Michel, director del Instituto Nacional de Ciencias Penales, cuyo título despertó inquie- tud y curiosidad: “En pie de desigualdad. Elecciones y nacionalismo(s) gaditano(s)”. En ésta, se observó que los mismos argumentos y bases políticas que prohibían en América la conformación de juntas, sirvieron de sustento para su formación si eran defensoras de los derechos de Fernando VII al trono de España después de la imposición de José Bonaparte. El doctor Estrada Michel ahondó en el complejo sistema electivo que se diseñaba para efectos de la representación política, lo que finalmente llevó a que se estableciera para los americanos una participación desigual respecto de los representantes hispanos. Por esa razón, y con mano certera, el autor de esta ponencia evidenció la falta de aplicación igua- litaria para integrar los órganos fundamentales de los primeros años del siglo xix español, es decir, la Junta Central, la Regencia y las Cortes, encontrando los peninsulares para ello aliados tan incondicionales como el virrey de la Nueva España Francisco Javier Venegas, quien no vaciló en anular libertades incluyendo las de participar en ejercicio electivo. Debe analizarse que el mismo Tribunal del Santo Oficio consideró en su momento como herética la doctrina de la soberanía popular y esta postura radical impactó por mu- cho tiempo el desarrollo natural del sistema electoral de América. De esta suerte, mal se puede hablar de una participación igualitaria entre los representantes del Nuevo Mundo respecto de los de la metrópoli, en ese camino de búsqueda de derroteros en un “nuevo

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régimen”, al que empujaba, por así decirlo, la emergencia que representaba la invasión francesa en España. El análisis que se presentó precisó aspectos muy finos del movimiento iniciado por el ayuntamiento de la Ciudad de México, propiciado por la petición de las juntas de Sevilla y de Oviedo que pretendían cada una arrogarse el mando centralizado de la España sin Fernando, pero este incipiente movimiento fue acotado por la Real Audiencia, la que, finalmente, logró la aprehensión del virrey y de los líderes principales, con lo cual abortó este intento de representación regional. Con ello quedó claro que las colonias de América no debían participar más allá de una representación reducida a sus propios territorios y con sedes establecidas en las grandes ciudades de cada reino. No obstante, en 1909 las cosas comenzaron a cambiar y se pensó en agregar a la fuerza peninsular la aportación de las provincias de ultramar; sin embargo, esta incorporación se hizo con evidentes muestras de desigualdad, tanto por el número —un representante por cada reino—, como por la ambigüedad territorial que representaban los elegidos por insaculación en ternas, por ello, el tratamiento no dejaba de ser colonial y esto impactaba al concepto que realmente se quería dar de nación. En concreto, América no cabía en España ni los reinos empataban con las provincias; la división de españoles y de indianos llegó a tales extremos que incluso diputados novohispanos como el obispo Antonio Joaquín Pérez, se pronunciaron por la reducción de representantes en Cortes, sin que a su parecer esto fuera impedimento para la deliberación de las mismas ni para poner en duda su legitimidad, valor y firmeza. Con tan duras reflexiones, lo menos que pudo lograr esta comunicación académica de la autoría del doctor Estrada Michel fue preocupar al lector por ahondar en un tema tan controversial como lo fue, en su momento, el de las elecciones para instrumentar la representación nacional. La mesa 6 cubrió el tema “Cádiz en el constitucionalismo mexicano decimonónico” y fue presidida por el magistrado Esteban Penagos López, integrante de la Sala Superior del tepjf, quien en su momento disertó con su ponencia “La influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo mexicano del siglo xix”, en la que, desde un principio, señaló la importancia de los conceptos de nación y de soberanía que surgieron en el cons- titucionalismo gaditano, vinculados estrechamente con el de división de poderes, este últi- mo principio de carácter institucional y dogmático, según la teoría constitucionalista. De la misma manera, fue importante el desarrollo de otros conceptos fundamentales para el derecho, como los de persona y ciudadano, lo que derivó en el reconocimiento, en la carta gaditana, de los principales derechos del hombre. Además, hizo notar el aspecto esencial del control constitucional, cuando la propia Constitución de 1812 estableció la obligación de los ciudadanos de acudir al rey o a las Cortes del reino para reclamar la observancia del texto constitucional. Una vez hechos estos apuntamientos previos, el ponente se centró en exponer la in- fluencia de los principios democráticos alcanzados en Cádiz respecto de las constituciones

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mexicanas de 1814, 1824, 1857 y 1917. En cuanto a la primera Constitución citada, conocida como de Apatzingán o de 1814, su nombre oficial fue Decreto para la Libertad de la América Mexicana y tuvo como antecedente directo los Sentimientos de la Nación, propuesta del generalísimo don José María Morelos y Pavón, en cuyo texto convergen los principios de soberanía popular y de división de poderes, y es de notarse la influencia gaditana en ello cuando el propio patricio respondió a los ataques de la Inquisición al respecto, afirmando que se había inspirado directamente en la Constitución de Cádiz. En el análisis de la Constitución de 1814, el magistrado Penagos diseñó con habilidad y precisión el tejido fino y trascendente de una nueva noción de soberanía y de un fun- damento ideológico que hizo surgir una nueva nación completamente independiente y autónoma, lo que constituyó, si bien vinculada a la influencia de Cádiz, una aportación específica y fundacional de la Constitución de Apatzingán. Paralelamente, en la ponencia, se destacó la orientación de ese texto constitucional hacia la noción de individuo como titular de los derechos fundamentales de la persona, cuyos antecedentes en México se remontan a los tiempos de los primeros misioneros que tanto lucharon por la defensa de los pueblos indígenas. En cuanto al estudio de la Constitución Federal de 1824, ésta se vinculó con el Acta Constitutiva correspondiente y en la ponencia se señaló que, también con notoria influen- cia gaditana, se estableció un régimen republicano federal, caracterizado por un complejo sistema de control constitucional y de división de poderes. En lo tocante a la Constitución de 1857, el magistrado Penagos insistió en la influencia gaditana referente al reconocimiento de los derechos humanos, pero ahora garantizados en su efectivo ejercicio mediante el juicio de amparo, por lo que se estableció la facultad del Poder Judicial para juzgar respecto de la constitucionalidad de leyes y actos de autoridad. Finalmente, en el análisis de la Constitución vigente de 1917 aún se nota esa influen- cia gaditana en los principios de división de poderes —sin los cuales se caería en la arbi- trariedad y la dictadura—, así como en el principio del reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, recientemente fortalecido con la reforma de 2011, que introdujo en el texto constitucional el respeto irrestricto a los derechos humanos. Con todos estos puntos de tratamiento, pudo concluirse, con el magistrado Penagos, que México ha mantenido y acrecentado directrices constitucionales que surgieron de alguna manera en el Congreso de Cádiz y que México, como nación soberana, las hizo suyas y ha procurado su fortalecimiento y eficacia. En esta misma mesa de trabajo se presentó la ponencia firmada por el doctor Álvaro Arreola Ayala, del iis-unam, con el tema “Cádiz y su reconocimiento en el constituciona- lismo mexicano del siglo xix”. En ésta, el académico comenzó consignando una afirmación rotunda que despertó la inquietud del lector, cuando dijo: “Dos demonios emocionales rivalizan durante el siglo xix en México: la pasión y la debilidad”, lo que llevó a México a presentar una doble faceta, la del país real y la del país formal. El ponente presentó

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un panorama general de las grandes transformaciones y amalgamaciones sufridas por la naciente sociedad mexicana, en la que se aglutinaron formas de vida y cultura que dieron origen a su nacionalismo, pero también a su particular forma de estructurar el gobierno y las normas jurídicas, todo a partir del caos que representó el suceso de Cádiz, que hizo transitar de la monarquía dominante a la República independiente, si bien es evidente que el cambio afectó también sensiblemente a la propia España, por eso se afirma que la Constitución de 1812 desencadenó cambios irreversibles para España y México. Se destacó en el estudio del doctor Arreola que en el siglo xix mexicano, en un lapso de 60 años, México se sometió a 11 congresos constituyentes y a la expedición de un am- plio número de documentos constitucionales y preconstitucionales, lo que evidenciaba la complejidad política de la época. De entre las múltiples instituciones que se afectaron en ese vericueto constitucional, el autor centró su atención en el federalismo. Al respecto, se citó que en el Constituyente de 1824 estuvieron presentes las ideas de Cádiz, pero también las corrientes constitucionalistas de Francia y de los Estados Unidos de América y destacó particularmente la lucha por el reconocimiento de los derechos de las personas, que subyace en los textos constitucionales posteriores, añadiendo los meca- nismos de garantía para su debido ejercicio. La comunicación del doctor Arreola también describió el proceso seguido constitucio- nalmente para formar y desarrollar el Poder Legislativo en México, en ocasiones, según el modelo unicamaral y, en otras, en el bicamaral, que definitivamente alcanzó a arraigarse en el sistema político nacional. El autor finalizó sus observaciones considerando que en México independiente el Estado en construcción fue objeto de la monopolización de las oligarquías tradicionales, que delegaron su poder en una clase política débil. Esta flamí- gera afirmación llevará al lector a ahondar en la fuerza y el significado de las raíces más profundas del sistema político del país. La mesa 7, con el tema “Libertad y ciudadanía”, fue presidida por el magistrado inte- grante de la Sala Superior del tepjf, Salvador O. Nava Gomar, quien a su vez presentó una comunicación titulada “La Constitución de Cádiz, la Constitución Federal de México de 1824 y las constituciones de los estados de la Federación mexicana”, en la que hizo mención a que las diputaciones provinciales establecidas por la Constitución de Cádiz, originaron la creación de 22 de ellas en el territorio de la Nueva España, las cuales fueron básicas para establecer las posteriores entidades federativas a partir de la expedición del Acta Constitu- tiva y de la Constitución de 1824. En ese mismo texto constitucional no existía un capítulo específico para la declaración de los derechos fundamentales de las personas, si bien en distintos artículos se presentaba dicho reconocimiento y regulación, ordenando a su vez a las legislaciones de las entidades federativas proveer de normas adecuadas para proteger en el ejercicio de sus derechos a sus respectivos habitantes, esto dio pie para que en la ponen- cia aludida se desarrollara un estudio de derecho comparado entre las constituciones de las entidades existentes en los primeros años de la República federal, con el fin de observar los avances de cada una en esa tutela jurídica a la población.

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El estudio mencionado representó la mayor aportación de este importante trabajo, en el que es de notarse la calidad del investigador y su experiencia didáctica al comparar 19 textos constitucionales locales, en que destacan los casos de Chiapas, al señalar preven- ciones respecto de la instrucción pública; Chihuahua, al ordenar el cumplimiento de las formalidades esenciales del procedimiento; Oaxaca, al otorgar el derecho de petición, y Yucatán, con el derecho para oponerse al pago de contribuciones que no hayan sido im- puestas constitucionalmente, además de considerar inviolable la correspondencia. En la parte final de este interesante estudio se presenta otra aportación trascendente en la que se estructura un resumen de los derechos fundamentales postulados en la Carta de Cádiz, en el cual cabe destacar la libertad de opinión y de imprenta, la inviolabilidad del domicilio, el principio de transparencia, el derecho a la educación, los derechos de salud y previsión social, los derechos de los indígenas y el derecho de denuncia popular. Con todo ello, el magistrado Nava Gomar logró sobradamente mantener la atención del lector en su comunicación académica y su interés por seguir ahondando en un tema básico como el impacto que en las constituciones locales mexicanas alcanzaron las posturas ideológicas y jurídicas de la Constitución de 1812. En la misma mesa de trabajo se presentó el estudio de la doctora Guadalupe Jiménez Codinach, del Fomento Cultural Banamex, con el polémico título “¿Padres o padrastros de la patria? José Miguel Guridi y Alcocer, abogado de América en Cádiz”, en el que la au- tora planteó, con ejemplos de singular actualidad, el estado de cosas en que se encontraba la Nueva España a raíz de los acontecimientos de 1808, que involucraron al virrey en tur- no y a las autoridades del ayuntamiento de la Ciudad de México, originando un patético golpe de Estado, que absurdamente trató de fundamentarse en la voluntad popular. Este panorama tan descriptivo sirvió de fondo para hacer pensar a los lectores respecto de la preocupación y vivencia que manifestaban los delegados mexicanos a las Cortes de Cádiz. Paralelamente, la autora reseñó, en forma por demás acuciosa, el panorama cotidiano de aquellos días en el Puerto de Cádiz y en toda España confrontada con las armas inva- soras, esto para concientizar al lector acerca de la proeza de que en plena guerra libertaria un puñado de hombres se reuniera para cambiar los destinos de España y de América. Con el mismo tono descriptivo a manera de crónica, la doctora Jiménez Codinach desarrolló la semblanza biográfica del ilustre tlaxcalteca José Mariano Guridi y Alcocer, desde su infancia hasta el momento en que acudió como diputado a las Cortes de Cádiz para asistir y participar en el nacimiento del liberalismo español y al desprendimiento de América de su territorio imperial. Ya integrando las Cortes, los delegados americanos se dividieron en tres grupos, según la postura específica que cada cual adoptara: los reaccionarios, los moderados o jovellanis- tas y los liberales o progresistas, en este último grupo estaban ubicados delegados como Guridi y Alcocer, que consideraban viable la permanencia política con España pero en un marco de respeto a las particularidades de los reinos de América.

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Al momento de describir las importantes intervenciones que el prócer tlaxcalteca tuvo ante el Congreso de Cádiz, la autora se refirió a sus propuestas en torno a la esclavitud, al grado de prever la manutención por parte del amo en caso de que el esclavo fuera an- ciano o estuviera enfermo, pero dado que los congresistas hispanos se manifestaron por mantener la esclavitud, la autora concluyó que más que padres, esos diputados fueron padrastros de la patria. Algo similar sucedió cuando Guridi y Alcocer se pronunció por incluir en la ciudadanía española a los habitantes con origen en castas. Lo inconcebible es que muchos diputados americanos no presentaron un frente común a estas iniciativas, por lo que también ellos pueden considerarse padrastros de la patria. En la ponencia, a manera de epílogo, se describieron los últimos años del diputado Guridi y Alcocer y su constante lucha por abolir la esclavitud, afán que a la vez surgía en otras partes de este continente, hasta que finalmente, en 1828 murió este ilustre perso- naje, pionero y líder de la libertad, a un año de que, durante el gobierno de don Vicente Guerrero, se lograra la abolición total de esta práctica ignominiosa. Con este cúmulo de participaciones, cada una con valor específico de singular tras- cendencia, puede intuirse el éxito que caracterizó este seminario, cuya memoria ahora se publica como aportación para todos los estudiosos e interesados en el tema, y que fue convocado por el tepjf para conmemorar, en el mismo lugar de los hechos, la expedición, a dos siglos de distancia, de la Constitución de Cádiz, que hoy, como entonces, sigue des- pertando controversia política y discusión académica. Un texto constitucional que puede entusiasmar o ser blanco de severas críticas, pero que permanece, por muchos de sus pos- tulados, en la redacción vigente de las constituciones de aquellos países a los que España dio vida y herencia cultural y jurídica de invaluable trascendencia.

30 Mesa 1

Trascendencia y proyección de Cádiz en el derecho mexicano

200 años de evolución de los derechos político-electorales de los pueblos y comunidades indígenas

José Alejandro Luna Ramos*1

SUMARIO: I. Introducción; II. Cádiz en el constitucionalismo mexicano; III. Construcción de la ciudadanía indígena; IV. Los pueblos indígenas y el municipio en Cádiz; V. Avances mexicanos; VI. Conclusión, VII. Fuentes consultadas.

I. Introducción

En el marco del Bicentenario de la Constitución Política de la Monarquía Española, el seminario “México en Cádiz, 200 años después: libertades y democracia en el consti- tucionalismo contemporáneo” otorgó la oportunidad para dejar constancia de la memoria perenne pero, prin- cipalmente, de la convicción inquebrantable por honrar, en el ejercicio de la función jurisdiccional y desempeño institucional, los ideales liberales y libertarios del espíritu soberano, independentista y ciudadano de la Constitución gaditana de 1812.

* Magistrado presidente del tepjf.

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En este sentido, el presente texto expone un aspecto muy particular de la influencia que la Constitución de Cádiz —norma en la que se soporta la actual democracia mexicana y su sistema electoral— tuvo en el constitucionalismo mexicano, específicamente en los derechos político-electorales de los pueblos y comunidades indígenas. Para ello, se referirá a la configuración gaditana de ciudadano y municipio, demostran- do que en ellos se abrió un espacio de protección constitucional para los indígenas y sus comunidades, que ha perdurado y se ha fortalecido en la actualidad, especialmente con la interpretación garantista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (tepjf).

II. Cádiz en el constitucionalismo mexicano

Podrían considerarse como antecedentes fundamentales de la primera Constitución mexicana de 1824 los siguientes:

• La Constitución de Cádiz, que estuvo vigente en el territorio mexicano a partir de septiem- bre de 1812, por un año; y desde el 31 de mayo de 1820 hasta el 24 de febrero de 1822. • La Constitución de Apatzingán, de 22 de octubre de 1814, que nunca entró en vigor, que hablaba de la soberanía popular y que fue precedida del Acta Solemne de la Decla- ración de Independencia de la América Septentrional. • Y finalmente, el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, de agosto de 1821, que de- claraban la independencia y establecían la forma de gobierno.

Pero, además, debe resaltarse con relación a ellos que “entre dominación e independen- cia, México y España compartieron un momento constitucional, el de la Constitución de Cádiz” (Clavero 2010, 147). La importancia histórica del texto de 1812 para el constitucionalismo occidental se encuentra al ubicarlo, en su primer periodo, entre los tres textos más relevantes de las constituciones liberales censitarias, junto con el norteamericano y el francés, cuyo aspec- to principal fue suprimir el poder absoluto del monarca y sustituirlo por una distribución del poder, declarando, a la vez, unos derechos mínimos de los ciudadanos que todos los poderes debían respetar (Aja 1984, 13-5). Cádiz evitó el despotismo mediante la revolu- ción constitucional. José Joaquín Fernández de Lizardi en El pensador mexicano expresaba así un sentir compartido acerca de la carta constitucional:

Esa Constitución que proporciona la felicidad a cualquier honrado ciudadano, esa Cons- titución que admirarán las potencias vecinas […] esa Constitución que sabe conciliar la subordinación con la independencia y la sujeción con la suspirada libertad; esa Constitu- ción en fin, que nos acaba de transformar de esclavos en vasallos (Ferrer 1993, 40).

34 México en Cádiz, 200 años después...

Lo relevante para el futuro constitucional de México es que desde la discusión del tex- to gaditano, los argumentos y las propuestas de los diputados americanos convencieron a muchos españoles de emprender transformaciones sustanciales en América, así como en la península, principalmente con las figuras de la diputación provincial y los ayunta- mientos constitucionales. Además, se abolió el tributo indígena, asunto que es interesante resaltar por la materia a la que se avoca el presente texto. Así, la Constitución de 1824 adoptó del modelo gaditano:

• El concepto del poder que contiene al poder. • El federalismo como descentralización del poder. • La soberanía depositada en la nación y representada en las Cortes. • El principio de representación popular. • Los derechos civiles y políticos del hombre.

La labor constituyente de 1824 fue apuntalada por don José Miguel Ramos Arizpe, don José Miguel Gordoa Barrios y don José Miguel Guridi y Alcocer, quienes repitieron la experiencia de las Cortes de Cádiz para trasplantar a su medio lo más adelantado del pen- samiento liberal del siglo xviii y lo mejor de las doctrinas constitucionales de su época.

III. Construcción de la ciudadanía indígena

Una vez señalada la relevancia de Cádiz para el constitucionalismo occidental, en general, y para el mexicano, en particular, se centra la atención en mostrar la continuidad que presentó, a partir de Cádiz, la configuración constitucional de una ciudadanía indígena y los derechos político-electorales de sus pueblos. Si bien la calidad humana del indio fue aceptada desde los primeros contactos con los españoles —tanto es así, que se decidió evangelizarlos— otra cosa muy distinta fue su libertad. Se debe recordar que fue hasta 1500 cuando la reina Isabel I declaró personas li- bres a los indígenas y prohibió su esclavitud, pues aun cuando la incorporación castellana de las Indias no implicaba un estatus colonial de inferioridad a los territorios españoles, sino más bien la calidad de bienes de realengo, fue mediante las Leyes Nuevas, en 1542, que se reconoció a los indígenas como vasallos de la Corona de Castilla, lo cual implicaba un vínculo jurídico directo con el rey, similar al de los castellanos (Icaza 2008, 231). En las Indias, debido a las diferencias culturales abismales que exigían una regulación jurídica particular, la población estuvo organizada en dos distintas comunidades denomi- nadas repúblicas: la de los indios “rústicos o miserables” y la de los españoles. Cabe indicar que los términos jurídicos “rústicos o miserables” no eran discrimina- torios per se, sino protectores —frente a los abusos— entre tanto se daba la asimilación

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cultural de los indígenas a un estilo de vida europeo y a un derecho desconocido, y hasta incomprensible, que los ponía en posición de desventaja (Icaza 2008, 233-34). Este “estatus” los excluía de la Inquisición y los colocaba en el amparo directo del rey, con beneficios tales como que no podía presumirse por su parte mala fe o engaño, que sus juicios se resolvían de forma sumaria, además de excusárseles de jurar en ellos, y que se podía declarar la nulidad de los contratos cuando no se realizaran en supervisión de un funcionario especial. En esta realidad, el cambio de Cádiz en la condición del indígena frente al español es sustancial, pues el texto consideró:

Como Españoles: […] A Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos [...] (cpme, artículo 5, 2012) [Y como Ciudadanos a] aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemis- ferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios (cpme, artículo 18, § 2012). [Excluyendo únicamente, según el artículo 22, a los que tuvieran sangre africana]. 2

En esta configuración de ciudadano, un calificativo en la condición del hombre resul- taba clave: la referencia al origen de los dominios de “ambos” hemisferios. Por una parte, Europa, y por otra, América y Asia, resultando que había un tercero: África, excluido salvo exigentes excepciones de carácter individual, por lo que de inicio, no se distinguía, sino que se integró formando parte de una misma ciudadanía: la española, que comprendía a los nacidos en la Nueva España y la que luego se diría mexicana, la común a peninsulares, criollos, mestizos e indígenas. Hay que destacar que fueron los diputados americanos o de “ultramar” quienes presen- taron propuestas de igualar en derechos a los naturales libres y a los españoles peninsulares desde la segunda sesión de las Cortes, el 25 de septiembre de 1810 (Garza 1985, 57). Debe matizarse que la ciudadanía incluyente de los indígenas encontraba en un orden secundario algunas exclusiones señaladas en el artículo 25 del texto gaditano: se podía perder al declararse la incapacidad moral; además, se apartaba al sirviente domés- tico que era lo que se conoce actualmente como trabajador por cuenta ajena. Por último, se tomaba en cuenta el analfabetismo, que además se presumía en los indígenas, aunque esta excluyente no entraría en vigor hasta 1830, por lo que durante la vigencia de la Cons- titución de 1812 nunca se hizo exigible.

§ Énfasis añadido.

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Aun así, el sufragio activo establecido en Cádiz era muy amplio para los varones espa- ñoles. La población masculina adulta de la Ciudad de México tenía 93% de derecho a vo- tar, incluidos los indígenas, quienes participaron activamente (Guerra 1999, 45). Muestra de ello fue que en los censos que se realizaron en estos años se anotaba “Juan Pérez, antes indio, ahora ciudadano” (Pérez 2012, 49).

IV. Los pueblos indígenas y el municipio en Cádiz

Otro aspecto relevante para la incorporación de los indígenas en el régimen constitucio- nal de Cádiz se dio mediante el ámbito local. Constituir municipio era un derecho para no indígenas e indígenas. Además de los diputados americanos, acerca de este tema, se escuchó en los debates constitucionales abogar a Agustín de Argüelles por la realidad indiana:

Para la América […] es todavía más necesario, pues parece que allá hay pueblos de más de mil almas sin Ayuntamiento, siendo allí mayor la necesidad de tenerlos, ya por las distan- cias, ya por el sistema político con que hasta ahora se ha gobernado aquél país (Estrada 2006, 510).

Era admisible el autogobierno local indígena siempre que se recluyera a esta escala y no alcanzara de modo alguno a no indígenas. Podían incluso tolerarse hasta ciudades-Estado indígenas si era en estos supuestos. Los indígenas vieron así, en la autonomía municipal, la oportunidad de reforzar su propia organización comunitaria, por ejemplo, la de relacionarse con otras comunidades indígenas, con las que compartían lengua y cultura, pero no territorio. Y hasta ahí llegaba la posibilidad político-electoral de los indígenas. Más allá del muni- cipio, el complejo sistema electoral de varios grados impedía que éstos se vincularan entre sí a costa de la posición de las diputaciones, así como también para que la representación de éstas se produjera con la depuración de indígenas (Clavero 2010,153-4). Así, resulta que, paradójicamente, desde la etapa monárquica se produjo la cuadra- tura del círculo de la ciudadanía para los indígenas. Era algo realmente notable para una época de surgimiento del constitucionalismo sin cancelación del colonialismo. Ni quienes participaron en la independencia estadounidense ni en la Revolución francesa establecieron ni imaginaron nada parecido a la concepción y configuración de una ciu- dadanía nacional, tan singular y plural como la de Cádiz.

TEPJF 37 200 años de evolución • José Alejandro Luna Ramos

V. Avances mexicanos

Aquella historia de una ciudadanía nacional que arrancó con la Constitución de Cádiz no se agotó en la primera mitad del siglo xix. El sistema de derechos o libertades constituido encerraría, desde un principio, la po- tencialidad de progreso que hace poco más de 20 años tomó una evolución paulatina, pero consistente. A partir de la ratificación, en 1990, del Convenio 169 de la Organización In- ternacional del Trabajo (oit) respecto a los pueblos indígenas y tribales en países indepen- dientes, después, con la reforma constitucional de 1992, por la que se reconoció el carácter pluricultural de la nación mexicana basada en sus pueblos indígenas. Esto permitió incluir el respeto a las diferencias culturales, es decir, la obligación de no exclusión de los derechos colectivos de los pueblos indígenas desde el poder político republicano, pero en particular se intensificó desde 2001 cuando, en el artículo segundo de la Carta Magna y tras un largo proceso de negociación y debate, se garantizó la libre determinación y autonomía de los pueblos y comunidades indígenas, y se reconocieron los derechos de autogobierno. Desde entonces y hasta principios de 2012, diversas entidades federativas contemplan la posibilidad de elecciones por usos y costumbres: Campeche, Chiapas, Distrito Federal, Durango, Guerrero, Jalisco, Nayarit, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí, Sonora, Tabasco, Tlaxcala y Veracruz. Finalmente, la reforma constitucional en materia de derechos humanos, publicada en junio de 2011, hizo robustecer el disfrute de derechos y garantías al incorporar aquellos contenidos en tratados internacionales celebrados por México, y establecer como método interpretativo y de aplicación de normas en derechos humanos aquel que más favoreciera al individuo, haciendo, además, obligatorio el control de las normas internacionales que algunas autoridades ya aplicaban. En este sentido, el tepjf se ha sumado a tomar de manera responsable y seria la historia constitucional. Ha resuelto diversos casos en torno a la garantía de los derechos político- electorales de las comunidades indígenas. Todos ellos han sido tratados con una convicción progresista, siempre velando por la protección de los derechos de los ciudadanos indígenas. Como máxima autoridad jurisdiccional en la materia ha reconocido que el régimen del derecho consuetudinario indígena es parte integrante y, por tanto, consustancial del ré- gimen constitucional y legal de la democracia electoral mexicana, misma que toca, como instancia jurisdiccional, cumplir y hacer cumplir. Para ello, y de manera breve, pero puntual, se refieren dos resoluciones de la justicia electoral:

En el Caso Tanetze, pobladores de dicho municipio en el estado de Oaxaca, promovieron un juicio ciudadano para impugnar la determinación de las autoridades locales de no celebrar elecciones municipales, argumentando la falta de condiciones necesarias para su realiza- ción (SUP-JDC-0011/2007).

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En esta clase de juicios existe la posibilidad de suplir la deficiencia en la defensa de los actores. Y en el caso de referencia las deficiencias de las demandas eran tan evidentes que, a fin de maximizar los derechos de los miembros de la comunidad indígena, se resolvió que la suplencia de los agravios podía ser todavía más amplia, esto es, casi absoluta para el caso de los integrantes de comunidades indígenas, sujetas —como se sabe— a condi- ciones históricas de marginalidad que les han dificultado su acceso efectivo a la justicia (Jurisprudencia 13/2008). Es muy importante resaltar este punto, pues de esta manera se garantizó el disfrute de los derechos humanos de este sector de la población. Desde el Tribunal Electoral se ordenó al Consejo General del instituto electoral local a que dispusiera lo necesario, suficiente y razonable para que se considerara la posibilidad de realizar elecciones de concejales en el referido municipio. Se resolvió con base en in- terpretaciones de la legislación mexicana, en los principios y valores del derecho, así como en algunos instrumentos internacionales como la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y la Jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El segundo caso es el de San Francisco Cherán, en el estado de Michoacán (SUP- JDC-9167/2011), que fue consecuencia de un juicio ciudadano presentado por 2,312 inte- grantes de la localidad indígena pertenecientes al pueblo purépecha. Éstos solicitaron al instituto electoral que realizara todos los actos necesarios para que sus elecciones muni- cipales se efectuaran en el sistema de usos y costumbres, y no en el sistema de elección occidental que establecía la Constitución de Michoacán. El instituto electoral determinó que carecía de competencia para conocer el caso, ar- gumentando que no había regulación legal. Ante esto, los solicitantes interpusieron un juicio ciudadano. Los actores señalaron que la resolución impugnada conculcaba la Constitución federal, la Constitución local, además de la Convención de Viena, el Pacto Internacional de los Derechos Políticos y Civiles, el Convenio 169 de la oit, entre otros, en los que se protege el derecho a la auto- determinación de los pueblos. Una vez analizados los agravios, la Sala Superior resolvió en el sentido de revocar el acuerdo impugnado, otorgando la razón a los demandantes. Se reconoció la existencia histórica de la comunidad de Cherán como un pueblo purépecha gracias al análisis de diversos documentos históricos tales como la “Relación de Cerimonias y rictos y población y gobernación de los indios de la Provincia de Mechuacan”, mejor conocida como Relación de Michoacán, escrita a fines de 1541, entre otros (Cabrero 1989). También se señaló que se tiene constancia de la existencia de la comunidad indígena de Cherán durante la época colonial, según puede advertirse en el resultando segundo de la “Resolución sobre reconocimiento y titulación de bienes comunales del poblado deno- minado San Francisco Cherán” (dof 1984). En esta tesitura, la resolución consideró aplicable el derecho a la autoadscripción de los recurrentes, consistente en declararse voluntariamente como personas o comunidades

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que tienen un vínculo cultural, histórico, político, lingüístico o de otro tipo, miembros de un pueblo indígena. De allí que los integrantes de la comunidad de Cherán tenían el derecho a solicitar la elección de sus propias autoridades, siguiendo para ello sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, con pleno respeto a los derechos humanos y principios constitucionales. Aquí se puntualiza la relevancia del factor histórico en los derechos indígenas y la ayuda que para ello aportan los documentos de la Colonia. En consecuencia, la Sala Superior ordenó al instituto electoral local que instrumentara todas las medidas administrativas necesarias, suficientes y que resultaran razonables para que se resolviera en definitiva la petición de los ciudadanos indígenas y, con ello, garanti- zar sus derechos fundamentales. Cabe indicar que, con base en esto y mediante el decreto número 442 de 2011, el Con- greso del estado de Michoacán determinó que se llevara a cabo la elección de autoridades municipales de Cherán mediante el sistema de usos y costumbres el domingo 22 de enero de 2012, como ocurrió. Un último aspecto a resaltar: la demanda indígena se extendía a las elecciones de dipu- tados y gobernador, pero el texto constitucional actual es claro al posibilitar la configura- ción del régimen consuetudinario únicamente en el ámbito local y municipal, tal y como lo hizo Cádiz. Con esta resolución, el Tribunal garantizó el pleno acceso a la justicia de los actores, y la protección a sus derechos político-electorales como comunidad indígena de elegir a sus representantes por medio de elecciones de usos y costumbres.

VI. Conclusión

La protección que se hace de los derechos políticos de los indígenas en el derecho consti- tucional mexicano halla su raíz primigenia en la Constitución liberal de Cádiz. El texto gaditano marcó el camino que se siguió rumbo a la modernidad política en la que el ciudadano es parte fundamental en la construcción de la sociedad. La capacidad de los ciudadanos para participar en la administración del poder político se traduce y tiene asidero en la preeminencia y vigencia de los derechos políticos. Para ello, los ciudadanos tienen el derecho de votar, ser votados, asociarse para fines políticos y participar en la organización y vigilancia de los procesos electorales. Hoy, uno de los requisitos para que exista una democracia en un país es que haya un desarrollo pleno de estos derechos políticos en la sociedad. La participación política de los ciudadanos refleja un Estado sano que representa los intereses de todos los grupos que conforman una nación. México es el producto de la unión de pueblos y culturas diferentes. Además de la cul- tura occidental, la heterogeneidad que prevalece entre los más de 60 grupos lingüísticos

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que habitan el país, con diversidad de concepciones del mundo, costumbres y normas obliga a promover la justicia entre y para los mexicanos, partiendo de aceptar que un grupo amplio de la población del país estuvo por mucho tiempo al margen del desarrollo y bienestar al que tienen derecho. Para que las instituciones democráticas sigan apoyando el fortalecimiento de la parti- cipación política de las comunidades indígenas, se debe abonar a su efectiva autonomía, al pleno respeto de su identidad colectiva y al efectivo ejercicio de sus derechos político- electorales en tanto ciudadanos mexicanos. El tepjf, por medio de sus sentencias y juris- prudencia, contribuye a esta causa. Es así como la visión de Cádiz respecto a los indígenas, como ciudadanos con derechos político-electorales, sigue vigente hoy en día y se actualiza con pleno respeto de sus dere- chos humanos mediante el actuar del Tribunal Electoral, para que “todo el pueblo, cada ciudadano, influya y tenga parte activa en la elección de sus representantes” (Martínez 1979, 375).

VII. Fuentes consultadas

Aja, Eliseo. 1984. Estudio introductorio. En ¿Qué es una Constitución? : Ariel. Cabrero, Leoncio, ed. 1989. Relación de Michoacán. Madrid: Historia 16. Clavero, Bartolomé. 2010. Constitución de Cádiz y ciudadanía de México. En Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano. México: cide/Colmex/ Instituto Mora. cpme. 2012. Constitución Política de la Monarquía Española. 1812. Cádiz. Colección Bi- centenarios. Manuel González Oropeza et al. México: tepjf. dof. Diario Oficial de la Federación. 23 de agosto de 1984. México: Secretaría de Gobernación. Estrada Michel, Rafael. 2006. Monarquía y nación: entre Cádiz y Nueva España. México: Porrúa. Ferrer Muñoz, Manuel. 1993. La Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España. México: unam. Garza, David T. 1985. Criterio constitucional mexicano en las Cortes de Cádiz. En Méxi- co y las Cortes Españolas, 51-65. México: Instituto de Investigaciones Legislativas. Guerra, François-Xavier. 1985. El soberano y su reino: Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina. En Ciudadanía política y formación de las naciones: perspectivas históricas, coord. Hilda Sabato, 33-93. México: Colmex/Fideicomiso Historia de las Américas/fce.

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Icaza Dofour, Francisco de. 2008. Plus ultra. La monarquía católica en Indias, 1492-1898. México: Porrúa. Jurisprudencia 13/2008. COMUNIDADES INDÍGENAS. SUPLENCIA DE LA QUEJA EN LOS JUICIOS ELECTORALES PROMOVIDOS POR SUS INTEGRANTES. Gaceta de Jurisprudencia y Tesis en materia electoral, tepjf, año 2, número 3, 2009. Martínez Marina, Francisco. 1979. Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla. Monumentos de su Constitución política y de la sobera- nía del pueblo, con algunas observaciones sobre la ley fundamental de la monarquía española, sancionada por las Cortes Generales y Extraordinarias, y promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812. Madrid: Editorial Nacional. Pérez Castellanos, Luz María. 2012. “La Constitución de Cádiz y la construcción de la ciu- dadanía”. Revista Estudios Jaliscienses (febrero). SUP-JDC-11/2007. Actores: Joel Cruz Chávez y Otros. Autoridades Responsables: Quincuagésima Novena Legislatura del Estado de Oaxaca y Otras. Disponible en http://portal.te.gob.mx/sites/default/files/publicaciones/doc-relacionado/23_SUP- JDC-11-2007_0.pdf (consultada el 4 de diciembre de 2013). 9167/2011. Actores: Rosalva Durán Campos y Otros. Autoridad Responsable: Consejo General del Instituto Electoral de Michoacán. Disponible en http://portal. te.gob.mx/sites/default/files/53_sup-jdc-9167-2011.pdf (consultada el 4 de diciembre de 2013).

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Elisa Speckman Guerra* 1

SUMARIO: I. Introducción; II. De los cuerpos a los individuos; III. La regulación del proceso judicial; IV. Los jueces; V. Re- flexiones finales, VI. Fuentes consultadas.

I. Introducción

Los novohispanos estuvieron en Cádiz y, posterior- mente, Cádiz estuvo en México y en sus ordenamientos constitucionales. La obra legislativa gaditana se difundió antes, durante y después de la Independencia e influyó en los constitu- yentes mexicanos. Otras vías de influencia y factores per- miten explicar las coincidencias entre las leyes gaditanas y las mexicanas. Diputados que asistieron a Cádiz —como Miguel Ramos Arizpe y José Miguel Guridi y Alcocer—

* Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam).

1 Mi investigación acerca de la justicia en el siglo xix forma parte de un proyecto más amplio respecto a la justicia y la salud en México (proyecto PAPIIT IN403010).

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participaron después en la conformación del orden jurídico nacional. Además, existió una vinculación entre los liberalismos español y novohispano anteriores al estallido de la Independencia y ése fue el liberalismo que impactó los proyectos jurídicos de ambos países. Por último, hay que tomar en cuenta que España y México compartían herencias jurídicas, culturales y sociales, de ahí la semejanza en los problemas que enfrentaron y en las soluciones que adoptaron durante las primeras décadas del siglo xix.2 Retomando, el examen de las constituciones y otras leyes mexicanas revela la influen- cia gaditana o semejanzas originadas en ideas, problemas y soluciones compartidas. En las siguientes páginas se buscarán las coincidencias en el plano de la justicia. Posteriormente, se rastreará el destino que las disposiciones tuvieron en los años siguientes; el estudio se centrará en el caso de México pero dialogará con la experiencia española a partir de los trabajos de los miembros del grupo Hicoes (Historia Constitucional Española), quienes han estudiado la organización de la justicia y aspectos de la práctica judicial. Este estudio parte de las siguientes premisas:

1) La Constitución de Cádiz presenta novedades propias del derecho liberal o moderno, pero estas novedades conviven con elementos característicos del derecho tradicional.3 Con los riesgos que encierra una síntesis tan apretada, se resumen las características de ambos órdenes jurídicos: a) El tradicional se caracteriza por la coexistencia de diversos conjuntos normativos (escritos y no escritos), que reflejaban la heterogeneidad de una sociedad que era concebida como resultado de la voluntad divina y como una suma de cuerpos di- ferentes entre sí. Los jueces estaban encargados de preservar el orden previamente dado y tenían un amplio margen de arbitrio que les permitía valorar las circunstan- cias específicas de cada caso y, a partir de esta ponderación, buscar la solución que más se adecuaba al problema concreto.

2 Estas ideas han sido señaladas por diversos historiadores, ante la imposibilidad de citarlos a todos se proporcionarán algunos ejemplos. Para la continuidad entre el liberalismo español y el novohispano, véase Roberto Breña, El primer liberalismo español (2006), específicamente 63-4. Para un estudio de los Constituyentes mexicanos de 1824 con mención a aquellos que fueron diputados en Cádiz véase el capítulo de David Pantoja, Los constituyentes de 1824, en Los abogados en la formación del Estado mexicano: dos siglos (1810-2010). Para la repercusión de Cádiz en los lenguajes constitucionales americanos y los contextos compartidos, véase la presentación de Marta Lorente a la obra La nación y las Españas (2010) y la de Carlos Garriga a Historia y Constitución (2010). Por último, para la influencia de la Constitución de Cádiz en la Constitución mexicana de 1824, véanse los trabajos de Manuel González Oropeza y de Francisco Paoli Bolio en Constitución política de la monarquía española (2012) o la obra de José Barragán Barragán, Introducción al federalismo (1978).

3 Los investigadores del Grupo Hicoes han señalado repetidamente esta convivencia entre lo viejo y lo nuevo. Véanse Carlos Garriga y Marta Lorente, Nuestro Cádiz, diez años después (2007); también Garriga, Constitución política y orden jurídico (2007a), y Continuidad y cambio en el orden jurídico (2010a), así como la ya citada presentación de Lorente al libro La nación y las Españas (2010).

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b) En cambio, el sistema moderno o liberal supone que el orden social es resultado de la voluntad de los individuos que habitan el territorio nacional. La ley es vista como expresión de esta voluntad general, contiene el listado de derechos individuales y garantiza su cumplimiento. Ello justifica su superioridad frente a los otros dere- chos, que quedaron desplazados. La ley se convirtió en el único derecho vigente y la justicia quedó entendida como la correcta aplicación de la ley, aplicación que en respuesta a la igualdad de los hombres debería ser uniforme. De ahí el afán por ter- minar con el arbitrio de los jueces y convertirlos —valga la repetición— en “simples bocas que pronuncian las palabras de la ley”.

La misma coexistencia entre elementos propios de ambos órdenes jurídicos que se observa en las disposiciones gaditanas aparece en las primeras constituciones mexi- canas y en las leyes que organizaban la justicia expedidas en las décadas que siguieron a la Independencia. Se trata de un periodo de convivencia y de transición (como lo ha llamado María del Refugio González, 1988).

2) Al analizar los elementos novedosos hay que considerar que, tanto en la legislación ga- ditana como en la mexicana, enunciados que podrían tomarse como piezas del orden jurídico moderno o liberal, pudieron entonces tener menor peso o un diverso significa- do. Asimismo, no se puede asumir que estas novedades en la ley se tradujeron en prácti- cas, menos si no iban acompañadas de las instituciones que las hubieran hecho viables.4 3) De ahí la importancia de estudiar la experiencia judicial que, al igual que sucedía con el orden jurídico, se caracterizaba por la coexistencia de novedades y tradiciones. Así, este trabajo se inscribe a la corriente que desde hace algunos años se refleja en los es- tudios históricos del derecho en varios países —entre ellos México— y que opta por ampliar temas y fuentes, rebasando el estudio de las leyes o conjuntos normativos. (Mijangos 2011; Arenal 2006, 57-76 y Galante 2011, 93-115).

En suma, este capítulo examinará el diseño de la justicia en Cádiz y en las constituciones mexicanas, para después estudiar el destino que este modelo de justicia tuvo en México en la etapa de transición, es decir, desde la Independencia hasta la promulgación del primer

4 Coincido en estos puntos con otra de las propuestas de investigadores del Grupo Hicoes. Para lo primero, cabe citar a Fernando Martínez Pérez, quien sostiene que elementos propios de la justicia moderna o regida por el principio de legalidad, como vinculación del juez a la ley, “no jugaron entonces el papel basilar que hoy les suponemos en un Estado constitucional” o “representaban unos significantes que el peculiar momento gaditano dotó de sentidos muy diferentes respecto de los actuales” (Martínez 2006, 172). Marta Lorente agregaría que tampoco voces como ley, justicia, administración o garantías de derechos son términos atemporales o descriptivos (2010, 13). Para lo segundo cabe retomar las palabras de Lorente, quien sostiene que las novedades introducidas por el constitucionalismo no se acompañaron, ni siquiera en diseño, de los mecanismos institucionales que en principio requería su implementación” (2010, 12 -3).

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código penal del Distrito Federal (y hacer algunas comparaciones con el caso español). Se ocupará de la justicia penal y se basará en ordenamientos legales, pero en lo posible tocará aspectos de la cultura jurídica y las prácticas judiciales en la Ciudad de México. Al mostrar continuidades y rupturas desarrollará tres puntos esenciales para com- prender un sistema de justicia: los sujetos jurídicos (o la elección entre individuo y cuerpo, entre igualdad y fueros), la regulación del proceso y el perfil de los jueces.

II. De los cuerpos a los individuos

La sociedad del Antiguo Régimen estaba integrada por cuerpos que eran vistos como diferentes entre sí y que poseían diversos derechos. Según la lógica liberal, que considera a todos los individuos iguales entre sí, esta sociedad de cuerpos debía dar paso a una comunidad de individuos iguales ante la ley. Diputados gaditanos y mexicanos avanzaron hacia la igualdad jurídica, pero no terminaron con las diferencias. Connotados constitucionalistas mexicanos —como José María Lozano y Eduardo Ruiz— marcaron una diferencia entre dos “igualdades ante la ley”: la social (se referían a la abolición de títulos y privilegios por nacimiento) y la jurídica (o la eliminación de fueros) (Lozano 1876, 219 y 224; Ruiz 1888, 146-57). Resulta interesante examinar la adopción de “ambas igualdades”, pues no fue simultánea ni entre sí ni en ambos países. Si como igualdad social se entiende únicamente la abolición de títulos y privilegios por nacimiento, México la declaró desde 1814, en la Constitución de Apatzingán (artículos 24-5). La igualdad se ratificó en las Leyes Constitucionales de 1836 y en las Bases Orgáni- cas de 1843 (que considera como mexicanos, dotados de derechos a todos los nacidos en el territorio nacional, la segunda agrega la prohibición de la esclavitud) (Leyes Constitu- cionales, primera ley, artículos 1-4, 1836 y Bases Orgánicas, artículos 7-9, 1843). En 1857, la igualdad por nacimiento se expresó claramente: todos nacen libres y no se reconocen títulos nobiliarios ni prerrogativas heredadas (Constitución, artículos 2 y 12, 1857). Sin embargo, la plena igualdad jurídica se logró hasta 1857, cuando se abandonó la fórmula incluida en la Constitución de Cádiz. Los diputados gaditanos decidieron adop- tar un solo fuero para negocios civiles y criminales. Sin embargo, conservaron el fuero eclesiástico y militar (Constitución de Cádiz, artículos 248-50 y 258, 1812). La novedad es importante. En un mundo de cuerpos diferenciados conservar dos fueros no era significa- tivo, lo importante era imaginar la igualdad del resto. En este punto, la influencia gaditana en las primeras constituciones mexicanas es muy clara. Los constituyentes de 1824 y 1836 tomaron la misma fórmula, igualdad jurídica pero con subsistencia del fuero eclesiástico y militar (Constitución, artículo 154, 1824 y Leyes Constitucionales, quinta ley, artículo 30, 1836). El primer cambio vino en 1855 con la Ley Juárez: los tribunales militares subsistieron para juzgar infracciones al código

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militar por parte de miembros del ejército, pero dejaron de procesar a civiles y militares que cometían un delito común. También se prohibió que los tribunales eclesiásticos pro- cesaran a civiles por delitos contra la fe, pero los clérigos seguían siendo juzgados en sus tribunales si cometían un delito común (Ley sobre Administración de Justicia, 1855). Esta situación cambió con la Constitución de 1857, que terminó con el fuero del que gozaban los miembros de la Iglesia y logró la igualdad jurídica (Constitución, artículo 13, 1857). A partir de entonces, en México se multiplicaron las medidas que buscaban debilitar a las corporaciones y reforzar al individuo. La reforma liberal ordenó la desamortización de los bienes de comunidades religiosas e indígenas y vetó la propiedad colectiva. Esto, acompañado de disposiciones que afectaron al ejército (disminución de miembros); a la Iglesia (nacionalización de bienes y dependencia económica hacia el Estado; supresión de órdenes religiosas y recorte de la participación social de los clérigos) y a los pueblos (ata- ques a la autonomía política, o imposición de la homogeneidad cultural y de lengua). La colectividad perdió la identidad jurídica, la ley estableció la igualdad y buscó la igualdad en la justicia. Sin embargo, las mutaciones culturales y sociales fueron más lentas que las legales. Pasó mucho tiempo antes de que los mexicanos se concibieran como iguales entre sí y que el individuo se convirtiera en actor principal de la vida política, económica o social. Al menos durante todo el siglo xix, las personas seguían sintiéndose parte de agregados co- lectivos. Por otra parte, miembros de las élites y sectores medios siguieron argumentando que existían diferencias raciales o culturales insalvables entre los indígenas y el resto de los mexicanos. Algunos, en respuesta a esta idea y desde una postura paternalista, sostenían la nece- sidad de que los indígenas fueran tratados con leyes y políticas diferentes, eliminando o mitigando el principio de igualdad. Además, a partir de la década de 1880, proliferaron los autores que, influidos por el determinismo orgánico y las ideas de César Lombroso, sostenían que los criminales eran anatómicamente diferentes a los hombres honrados y clamaban por una justicia diferencial en razón al sujeto y su peligrosidad, por tanto, cuestionaban nuevamente el principio de la igualdad entre los hombres y la igualdad ante la ley y la justicia.

III. La regulación del proceso judicial

En el modelo liberal, la salvaguarda de libertades y derechos se presenta como objetivo fundacional y tarea fundamental del Estado. Los derechos de inculpados, procesados o sentenciados no son la excepción. En el Antiguo Régimen existían elementos propios de la doctrina o la costumbre que guiaban el proceso y la actuación de los jueces (en palabras de María Paz Alonso) o una

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serie de límites al absolutismo judicial, que se asentaban en la seguridad del procedimien- to o en el control de las cualidades de las personas que accedían a los oficios de justicia (como plantea Fernando Martínez Pérez) (Alonso 2006, 217-22; Martínez 1999, 50-1). Los ilustrados y los primeros liberales los soslayaron o los consideraron insuficientes y poco efectivos en la práctica. En nombre del humanitarismo, la certeza jurídica y la igualdad ante la justicia demandaron la adopción de derechos procesales que formarían parte im- portante de los derechos individuales. Los congresos constituyentes de los que se habla participaron de esta idea. De hecho, se puede hablar de una cultura de derechos compartida por los legisladores gaditanos y mexicanos. Los primeros consideraron que la defensa de los derechos individuales era obligación de la nación. La protección de los procesados frente a posibles abusos de los jueces y la fijación de plazos procesales se incluyeron en un reglamento para la abreviación de las causas criminales, presentado a la Cámara en abril de 1811. No fue discutido en su totalidad ni aprobado, pero se refleja en varios artículos de la Constitución.5 Así, como señalan Fernando Martínez y Julia Solla, las regulaciones de la forma o del proceso siguie- ron siendo un elemento central para el logro de la confianza en el sistema judicial y los fallos de los jueces (resultaba fundamental dada la ausencia de leyes de fondo) (Martínez 2010, 249; 2006, 190; Solla 2006, 312). Los constituyentes de México siguieron el ejemplo. Los diputados que redactaron la Constitución de 1824 compartieron el anhelo garantista e incluyeron diversos derechos procesales.6 Los listados fueron creciendo en cada Constitución federal mexicana hasta que la de 1857 las incluyó en su título primero.7 Lo más relevante es que, entre dichas

5 La Constitución contempla diversas garantías procesales: aprehensión sólo por actos que ameritaban pena corporal, ya fuera en flagrancia o fundada en una averiguación y ordenada por un juez de forma escrita; prohibición de embargo de bienes si el delito no conllevaba responsabilidad pecuniaria; presentación del inculpado ante el juez antes de que transcurrieran 24 horas, en la primera declaración el inculpado debía conocer el motivo de la acusación y el nombre del acusador si lo había, en las declaraciones siguientes debía conocer también las pruebas reunidas y las declaraciones de los testigos, en ninguna ocasión podía declarar bajo juramento de hechos propios ni podían emplearse el tormento o apremios para obtener una confesión; prisión fundada en autos motivados; proceso público; plazo máximo de ocho días después de concluida la casa para que el juez dictara sentencia (Constitución de Cádiz, artículos 286-96 y 300-1, 1812).

6 Incluía las siguientes garantías procesales: ninguna autoridad podrá librar orden para el registro de las casas, papeles y otros efectos de los habitantes de la República, si no es en los casos expresamente dispuestos por ley y en la forma que ésta determine; nadie podrá ser detenido sin que haya prueba o indicio de que es delincuente y ninguno será detenido solamente por indicios más de 70 horas; queda para siempre prohibido todo juicio por comisión y toda ley retroactiva; a ningún habitante de la República se le tomará juramento sobre hechos propios al declarar en materias criminales; y ninguna autoridad aplicará clase alguna de tormentos, sea cual fuere la naturaleza y estado del proceso (artículos 145-56).

7 La Constitución de 1857 incluía las siguientes garantías: el sospechoso no puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles y posesiones, sin un mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento; en la aprehensión no puede ser maltratado y no puede permanecer detenido por más de tres días sin que se justifique un auto motivado de prisión; la imposición de las penas es propia y exclusiva de la autoridad judicial; los tribunales estarán siempre expeditos para administrar justicia y ésta será gratuita, quedando

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garantías, contempló la exacta aplicación de la ley. En su artículo 14 ordenó: nadie puede ser juzgado ni sentenciado, sino por leyes dadas con anterioridad al hecho y exactamente aplicadas a él, por el tribunal que previamente haya establecido la ley. Además, otorgó la posibilidad de que, en caso de que a quien se le juzgara con una ley no exactamente ajustada al caso, recurriera a la justicia federal por vía del amparo. Los constituyentes de 1857, siguiendo el camino trazado por el estado de Yucatán y por los redactores del Acta Constitucional de 1847, encargaron a la Suprema Corte de Justicia resolver toda contienda suscitada por leyes o actos de cualquier autoridad que violaran las garantías individuales, aunque la sentencia debía resolver exclusivamente los casos particulares y limitarse a pro- teger y amparar al actor que había interpuesto el recurso (artículos 100 y 101). Por tanto, permitieron amparos contra decisiones judiciales, que aunque luego se restringieron en las leyes reglamentarias del amparo, siguieron siendo admitidos por la Suprema Corte de Justicia. Hay un tema clave: la legalidad, que por supuesto no inició en México ni en 1857. Los diputados de Cádiz, al igual que los constituyentes mexicanos de la primera mitad del siglo xix, incluyeron enunciados que —leídos con el alcance y el significado que hoy se les da— permitirían pensar que la ley se convertía en fuente exclusiva de derecho y que los jueces quedaban sujetos a ella.8 En ellos la ley aparecía como elemento rector en su cali- dad de expresión de la voluntad de la nación y salvaguarda de los derechos. Sin embargo, como sostiene Marta Lorente, dichas formulaciones conviven con supervivencias que los estorbaban y, lo más importante, carecían de las leyes secundarias y los mecanismos que hubieran permitido que se implementaran (Lorente 2010, 32-3, 38, 41 y 2006, 259). ¿Cuáles eran los mecanismos que debían acompañar esta exigencia para llenarla de significado e incluso para hacerla viable? Cuatro resultan importantes:

en consecuencia abolidas las costas judiciales; el procesado debe conocer el motivo de la acusación y el nombre del acusador y se le debe tomar la declaración preparatoria antes de las 48 horas, debe contar con los datos necesarios para preparar su defensa, debe escuchársele en su defensa por sí o por persona de su confianza (y, de no tenerlo, se le debe proporcionar un defensor de oficio), debe carearse con los testigos que depongan en su contra, no podrá ser compelido a declarar en su contra, por lo cual queda rigurosamente prohibida toda incomunicación o cualquier otro medio que tienda a aquel objeto; ningún juicio criminal puede tener más de tres instancias; nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo.

8 Como ejemplo, los siguientes enunciados: La soberanía reside en la nación y a ésta le pertenece la facultad de promulgar sus leyes, a los tribunales establecidos por la ley corresponde la potestad de aplicarlas. El rey sanciona las leyes, pero no interviene en la aplicación, tampoco puede privar a ningún individuo de su libertad ni imponerle pena alguna. Por su parte, los jueces no pueden ejercer otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado, tampoco pueden suspender la ejecución de las leyes ni hacer reglamento alguno para la administración de justicia. Los magistrados y jueces al tomar posesión de su cargo juran guardar la Constitución, ser fieles al rey, observar las leyes y administrar imparcialmente la justicia. Las leyes señalan el orden y las formalidades del proceso, que serán uniformes en todos los tribunales y ni las Cortes ni el rey pueden dispensarlas (Constitución de Cádiz, artículos 3, 15, 17, 242, 244-47 y 279, 1812).

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1) Monismo legal o existencia de una ley única que buscara ofrecer una solución, de sig- nificado también único, a cada problema que se le presentara al juez. 2) Instancias superiores que controlaran el apego de los jueces inferiores a la ley. 3) La exigencia de fundamentación de la sentencia, pues la correlación de pruebas y leyes hechas por el juez facilitaría la revisión. 4) Responsabilidad por inexacta aplicación.

Estos mecanismos no se aseguraron ni en Cádiz ni en México en los primeros años del siglo xix. Resulta importante examinarlos más detenidamente, empezando por el primer te- ma, el monismo jurídico. Si bien en España la codificación fue más temprana, por años los cuerpos hispanos tradicionales conservaron su vigencia, por décadas si se habla de México. Al consumarse la Independencia, como se estableció en los Tratados de Córdoba, se decidió que el país se gobernaría conforme a las leyes vigentes mientras se expidieran las leyes nacionales. En este orden de cosas, en 1829 la imprenta Galván publicó las dispo- siciones de las Cortes de España vigentes en México, con la siguiente justificación:

Realizada felizmente la independencia de México […] si bien quedaron rotos para siempre los vínculos de dependencia con la España, no pudieron ni debieron quedar sin vigor las leyes que arreglaban los deberes y derechos de los que componían esta nueva sociedad; pues que no pudiéndose renovar sino con el transcurso del tiempo y por las autoridades compe- tentes, la repentina abolición de todas ellas habría sido lo mismo que el establecimiento de una absoluta anarquía a la sazón que mas se necesitaba del orden. Así es que a excepción de aquellas leyes que chocaban directamente con el memorable Plan de Iguala, y nuevo orden de cosas que el crio, todas las demás que habían emanado de los reyes de España, y de la soberana autoridad que hasta aquel día se había conocido, se aceptaron y respetaron; los pleitos de decidieron por ellas, la justicia se administró conforme a ellas, y los mexicanos ajustaron su tenor a la vida social (Colección de los decretos, 2, 1829).

Efectivamente, la justicia penal recurría a las leyes hispanas. El principio general —la vigencia de leyes previas a la Independencia en los asuntos no cubiertos por los legislado- res mexicanos— se reafirmó repetidamente para el plano de la justicia. El Plan de Iguala estableció que mientras se reunieran las Cortes, los delitos se arreglarían conforme a la Constitución española (artículo 20). El 26 de febrero de 1822 el Congreso Constituyente expidió un decreto en que aceptaba que los tribunales siguieran administrando justicia según las leyes vigentes. La ley de organización de justicia, expedida en 1837, exigió a los jueces que se ajustaran a las leyes constitucionales y a la propia ley de 1837, pero en lo que éstas no contemplaban podían observar las normas que regían antes de 1824 (Arreglo provisional, artículos 145-46, 1837).

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En palabras de Jaime del Arenal, “la independencia política se anticipó en años a la ju- rídica” (Arenal 1998, 34).9 Y lo más importante para el tema de la legalidad, el pluralismo normativo no fue sustituido por un monismo jurídico sino por un pluralismo de leyes. En estas condiciones no se podía cumplir con el mandato de apego a la ley o con la exigencia de legalidad ni terminar o reducir drásticamente el arbitrio judicial.10 En otras palabras, antes de 1871 no podía exigirse respeto al mandato constitucional de exacta aplicación ni responsabilidad judicial por desapego a la ley. No era posible, pues los jueces debían buscar entre un universo legal amplio la norma más adecuada a su caso, guián- dose por un orden de prelación fijado por la doctrina pero no por la ley: debían empezar por las leyes mexicanas, seguir en Cádiz y de ahí retroceder de los más nuevos a los más viejos hasta llegar a las Siete Partidas de Alfonso X. Transitaban por cinco siglos de leyes y por dos diferentes órdenes jurídicos. Era, por tanto, imposible responsabilizar a un juez por elegir una norma no exactamente aplicable al caso, pues habría que empezar por dis- cutir cuál de ellas era la que más se ajustaba y en esta elección los criterios podían variar. Así lo argumentó el abogado de un juez que fue procesado por aplicar un principio de las Siete Partidas y no uno de la Novísima recopilación en un proceso por homicidio, natu- ralmente la acusación ante el tribunal de responsabilidades no prosperó. El juez al que me refiero no fue el único en preferir las Siete Partidas, como lo muestran Caballero (en un estudio para el Distrito Federal pero en tribunales civiles) y Leopoldo López Valencia (en un trabajo acerca de Michoacán) éste era el cuerpo que más se empleaba en los tribunales (Caballero 2005 y López 2011). En un contexto marcado por el pluralismo legal, no podía hacerse efectivo el mandato de legalidad y los otros mecanismos que podrían haber servido para que este principio se hiciera cumplir no funcionaban, tenían un carácter transitorio o servían para el control del procedimiento. Como ejemplo, el tema de la motivación y la responsabilidad. Marta Lorente, María Paz Alonso y Julia Solla observan que en el orden jurídico tradi- cional, en que la confianza en la justicia no descansaba en la correcta aplicación de la ley sino en la capacidad del juez para encontrar la norma que mejor se ajustara a la circuns- tancia específica del delincuente y del delito, la motivación no sólo no tenía sentido, sino que estorbaba. En cambio, constituye una pieza importante en un sistema de legalidad: los jueces deben atenerse estrictamente a lo alegado y probado en el juicio al aplicar la ley correspondiente, y fijar por escrito las consideraciones que lo llevaron al fallo facilita la inspección y control por parte de los tribunales superiores, que actúan como tribunales de legalidad. La motivación no se exigió en Cádiz ni antes de 1855 en España, por lo que

9 Para la subsistencia de cuerpos hispanos y las disposiciones de los legisladores mexicanos al respecto véase Masiva vigencia de las leyes gaditanas en México después de consumada su independencia (Barragán 2012).

10 Así sucedía también en el caso de España, como lo han mostrado Lorente (2006, 265 y 272) y Solla (2006, 296-97).

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la confianza en el proceso seguía descansando en la regulación del procedimiento y en la persona del juez (Alonso 2006, 222; Lorente 2010, 39 y Solla 2006, 297). En México sucedió algo similar durante los primeros años posteriores a la Indepen- dencia. La primera exigencia de fundamentación fue un poco más temprana que en Es- paña, pero muy interesante por su carácter: una ley de 1841 la ordenó, pero le permitió al juez fundamentar con base en ley, canon o doctrina. (Decreto de 18 de octubre de 1841). Hay que subrayar que la motivación era un aspecto nuevo, pero no se pedía al juez que al fundamentar se basara exclusivamente en ley, sino que se le permitía recurrir a elementos tan tradicionales como doctrina o costumbre. Sin duda, constituye una interesante mues- tra del momento de convivencia. La motivación con base en ley expresa se exigió en 1861, cuatro años más tarde que la Constitución ordenara la exacta aplicación. En el mismo año se incluyó la responsabilidad por inexacta aplicación (Ley de 28 de febrero 1861). La responsabilidad es otro tema interesante. Este aspecto era importante en Cádiz, pues todos los empleados públicos debían responder ante faltas cometidas en el ejercicio de sus funciones, con excepción de las Cortes, toda vez que representaban a la nación soberana. En la Constitución de Cádiz, el juez respondía si aceptaba sobornos y si faltaba a la observancia de las leyes que arreglaban el proceso (Constitución de Cádiz, artículos 254-55, 1812). Más tarde, en 1813, las Cortes discutieron un proyecto de ley para hacer efectiva la responsabilidad de los empleados, y disposiciones al respecto se incluyeron en el Código Penal de 1822. Advierte Fernando Martínez que para enjuiciar la actuación de los otros empleados no había lugar más que a la obediencia, pero que a los juzgadores se les reconocía margen de interpretación, por tanto, no se les consideraba responsables por errores de opinión. Tampoco resultaba posible responsabilizarlos por la inobservancia de leyes de fondo, pues se tomaban en cuenta dos cuestiones, “la dificultad de localizar indiscutibles leyes expresas en el maremágnum de la tradición normativa prerrevolucionaria” y la falta de motivación de sentencias “que impide constatar cuando se ha producido una contradicción sustantiva entre la declaración del juez y la ley” (Martínez 1999, 180-97; 2006, 181-91 y 206). La evolución legislativa en el caso de México resulta interesante y revela el mismo tono mixto, pero con una marcada transición a la justicia de legalidad. Al igual que la Constitu- ción de Cádiz, las Leyes Constitucionales de 1836 contemplaron la posibilidad de destituir o de sancionar a los jueces que aceptaran soborno o que faltaran a la observancia en los trámites que arreglaban el proceso (Leyes Constitucionales, ley 5, artículos 36-38, 1836). En la ley de organización de la justicia expedida en 1853 se incluye una novedad: también estaba sujeto a responsabilidad el juez que en sus procedimientos, autos o sentencias si- guiera las doctrinas u opiniones de los autores, separándose de las disposiciones expresas de ley vigente (Ley para el arreglo de la administración de justicia en los tribunales y juzgados del fuero común 1853). Todavía podía elegir entre varias leyes vigentes.

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Como diseño, la vinculación de la justicia a la ley encontró en el Distrito Federal su punto culminante con el código de 1871, que fue el primer código penal. Es decir, encon- tró su punto culminante con la codificación y la existencia de una sola ley de fondo. El código incluyó el listado de los delitos que podían ser sancionados, les asignó una pena media y permitió al juez graduar el tiempo de la condena pero sumando y restando el valor de circunstancias agravantes y atenuantes, también previamente consideradas y evaluadas en el código (Código penal 1871, artículos 36-37, 180-183 y 229-236). De nuevo hay que decir que las prácticas no cambiaron de un día para otro y que la posibilidad de que el mandato de apego a una única ley resultara viable no significa que tuviera un impacto inmediato en la experiencia judicial. Lo muestra Leopoldo López Valencia en el ya citado trabajo respecto al estado de Michoacán, pues sigue encon- trando la utilización de las Siete Partidas hasta finales del sigloxix . Aunque consideró que en el Distrito Federal el cambio se dio años antes, cuando los tribunales fueron ocupados por jueces formados en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y en la lógica del nuevo orden jurídico.

IV. Los jueces

El ideal —quizá sería mejor decir, la tentación— de los primeros liberales fue la participa- ción directa de los ciudadanos en la justicia. Sostiene Fernando Martínez:

para el constituyente el modelo de justicia letrado no era el ideal. Al menos en primera instancia, el ideal era una justicia de iguales o al menos una justicia electa: la representada por jurados, alcaldes y árbitros (Martínez 2010, 254-5; 2006, 198-9).

A continuación se hablará, entonces, de dos participaciones, la participación por la vía de la elección de los jueces y la participación directa o la actuación de los ciudadanos como jueces. La participación vía elección de los jueces, como se hacía en los poderes Ejecutivo y Judicial, quedó fuera de las constituciones de Cádiz y de las primeras constituciones mexicanas. En el caso de la Ciudad de México, hasta 1882 los jueces eran nombrados por el presidente de la República, con la excepción de algunos años en que los jueces crimi- nales eran nombrados por el Tribunal Superior de Justicia del Departamento de México (1836-1843) y los jueces menores eran nombrados por el gobernador del Distrito Federal o el ayuntamiento. Ahora bien, los ciudadanos sin formación jurídica podían ejercer como jueces también a partir de dos formas: convirtiéndose en titulares de un juzgado menor o bien, acudiendo como miembros del jurado a juzgados criminales. En lo primero hay un claro influjo de

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Cádiz en México: siguiendo la tradición de los “hombres buenos”, se permitió que los legos ocuparan los tribunales menores hasta 1928. En lo segundo —la creación del jurado po- pular—, también hay semejanzas, pues en ambos países la posibilidad de adoptar el juicio por jurado se debatió desde muy temprano. Un jurado popular es un tribunal integrado por jueces profesionales (jueces de de- recho) y por ciudadanos sin formación jurídica (jueces de hecho). Los primeros valoran las pruebas presentadas en el juicio con el fin de determinar cómo sucedieron los hechos y la participación del procesado, partiendo de este veredicto, los jueces profesionales aplican la ley. Los jurados populares que primero adoptaron Cádiz y México fueron los especializa- dos en los delitos de imprenta, pues defendían la libertad de expresión y de crítica política contra la represión y los abusos de las autoridades y los jueces pagados por el Estado. Cádiz encargó la instalación del tribunal a un reglamento posterior y el jurado funcionó por lapsos cortos. Según Fernando Martínez, fracasó por irresponsable en el sentido de que no se les exigía a los miembros del jurado responsabilidad por sus veredictos (sólo si los emitían por interés o cohecho). Concluye que en un modelo constitucional trabado por la responsabilidad de los empleados, una autoridad judicial irresponsable por sus decisiones devenía un cuerpo extraño (Martínez 1999, 552-3; 2006, 204-5; 2010, 260). Los constituyentes mexicanos también debatieron la posibilidad de adoptar el jurado, la Constitución de 1857 lo dejó a la voluntad de los estados y el Distrito Federal lo creó en 1869. En México, el tribunal también generó tensiones o fue visto como un cuerpo extra- ño. Sin desdeñar el asunto de la responsabilidad, hay que considerar otros motivos para explicar el fracaso del jurado popular. En primer lugar, los arraigados prejuicios de raza y clase, pues las élites dudaban de la capacidad del “pueblo” para intervenir en la vida política y social. En segundo lugar, según juristas de la época, el jurado chocaba con el principio de legalidad, pues en su opinión, los miembros del tribunal no tomaban en cuenta las pruebas presentadas sino que fallaban influidos por simpatías, valores, temores o prejuicios, habi- lidad de los abogados y, al hacerlo, obligaban al juez a aplicar una ley que no se ajustaba al hecho juzgado. Ése fue el argumento central de los detractores del jurado, que se suprimió en 1929.11 Con su cierre se cerró también la participación ciudadana en la justicia.

11 No resulta posible extenderse en el tema del jurado popular, para ello véanse otros trabajos de Speckman: Los jueces el honor y la muerte (2006) y El jurado popular para delitos comunes (2005).

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V. Reflexiones finales

El influjo o la presencia de Cádiz y de su diseño de la justicia en los ordenamientos mexi- canos resulta evidente. Los diputados gaditanos sentaron las bases y trazaron el camino hacia una justicia que cumpliría con las exigencias esenciales de la justicia moderna o liberal: vinculación a la ley y, con ello, respeto a las garantías procesales y a la igualdad de los individuos ante la ley. Los constituyentes mexicanos siguieron esta ruta y compartie- ron los mismos anhelos. Se habló solamente de puertas abiertas y de caminos trazados, pues en Cádiz y en las primeras constituciones mexicanas, los elementos propios del orden jurídico liberal o moderno coexistían con elementos tradicionales y al principio no contaban con los pi- lares que los hacían viables. Se abrió entonces un periodo de convivencia que tiene un tono de transición. El proceso fue largo, pero año con año se avanzaba hacia lo nuevo y se debilitaban los elementos y las prácticas tradicionales. En 1871, en el Distrito Federal, el monopolio era claro en la ley, no en las prácticas. Este trabajo no cree en una justicia que convierte a los jueces en simples administradores de fórmulas casi matemáticas y hasta el más leve examen de las prácticas judiciales del siglo xix y principios del xx revela resquebrajamientos en esta difícil pretensión. Pero, en dado caso, si se habla de balanzas e inclinaciones, la transición hacia ese modelo en la práctica fue mucho más lenta que en la legislación y estuvo llena de contradicciones y vaivenes.

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La Constitución de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano durante la primera República federal. La experiencia en Michoacán

Jaime Hernández Díaz*

SUMARIO: I. Introducción; II. El concepto de Constitución en la Europa de fines del siglo xviii; III. La idea de Constitución en España a fines del siglo xviii y principios del xix; IV. La organización del Poder Judicial y los tribunales de justicia en la experiencia gaditana; V. Los tribunales de justicia en México. De los inicios de la vida independiente al proyecto federal; VI. La influencia gaditana en Michoacán. La Constitución Política de Michoacán de 1825, VII. Fuentes consultadas.

I. Introducción

El análisis del sistema constitucional gaditano y sus efectos en el proceso histórico relacionado con la Inde- pendencia mexicana han sido objeto de múltiples estudios. Desde su influencia ideológica, se ha abordado el impac- to que tiene el sistema electoral en los ayuntamientos, principalmente a partir de la experiencia de la Ciudad de México. Otros aspectos que han sido motivo de estudio

* Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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son la propia constitución de los ayuntamientos y la libertad de imprenta. Asimismo, se han analizado las resistencias a la aplicación de dicho sistema constitucional y su rela- ción con el proceso de consumación de la Independencia. Poco podría agregar en estos aspectos que seguramente serán motivo de reflexión en este encuentro académico. Sin embargo, escasamente se ha reflexionado desde la perspectiva de la formación de una nueva cultura jurídica o tradición que no debería examinarse al margen del proceso his- tórico y que tiene una gran influencia en la conformación de las instituciones políticas y jurídicas mexicanas. La experiencia constitucional en Hispanoamérica, y por supuesto en México, durante la primera República federal de 1824-1835, representó un profundo cambio con respecto a la organización y a las características o formas como se ejercía el poder en el mundo novohispano. Las instituciones políticas contenidas en el diseño constitucional modifica- ron sensiblemente la vida social, económica y desde luego, política de la entidad y el país. Esta apreciación está debidamente recogida por José Antonio Aguilar, quien afirma que el constitucionalismo liberal significó profundos cambios en las realidades de los países latinoamericanos, al afirmar que:

A partir de entonces los principios de legitimidad política serían radicalmente distintos a los de la era colonial. En prácticamente ninguna nación de América Latina fue posible pres- cindir de congresos, elecciones, constituciones y derechos formales. El liberalismo adquirió poco a poco un rostro propio, moldeado por las condiciones singulares que enfrentaba en un nuevo contexto. Los constitucionalistas hispanoamericanos buscaban simultáneamen- te crear y limitar el poder: esa era la esencia de la construcción nacional liberal (Aguilar 2000, 18-9).

Un planteamiento de esta naturaleza constitucional parte, desde luego, de la experien- cia gaditana de 1810-1812 y los periodos de vigencia de la Constitución, pero no puede reducirse a éstos, pues indirectamente se prolongó a la primera experiencia constitucional mexicana y muy particularmente, en un número considerable, a las constituciones de los estados que conformaban la Federación mexicana entre 1824-1835. Como punto de partida se tiene la idea de cultura o tradición jurídica, concepto que va más allá de su aplicación plena o la eficacia con la que se hace; se sitúa en los valores e ideas que la inspiran, mismos que constituyen el arranque de una nueva cultura jurídica, por ello conviene precisar el sentido con el que uso este término. Al respecto, en diversos trabajos he utilizado la idea de John Henry Merryman, que considera al fenómeno jurídi- co más allá de las normas de esta naturaleza y lo entiende como:

Un conjunto de actitudes profundamente arraigadas y condicionadas históricamente acerca de la naturaleza de la ley, acerca de la función del derecho en la sociedad y en la forma de

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gobierno, acerca de la organización y operación apropiadas de un sistema jurídico y acerca de como el derecho debe crearse, aplicarse, estudiarse, perfeccionarse y enseñarse. La tradi- ción jurídica relaciona el sistema jurídico con la cultura de la cual es una expresión parcial, coloca al sistema jurídico dentro del ámbito cultural (Merryman 1980, 15).

Con esta misma orientación de estudiar la cultura jurídica de un momento histórico determinado, el destacado jurista italiano Luigi Ferrajoli la concibe como un conjunto o suma de diferentes conjuntos de saberes y enfoques, en los que localiza tres aspectos diferentes:

en primer lugar, el conjunto de teorías, filosofías y doctrinas jurídicas elaboradas por juris- tas y filósofos del derecho en una determinada fase histórica; en segundo lugar, el conjunto de ideologías, modelos de justicia y modos de pensar sobre el derecho propios de los ope- radores jurídicos profesionales, ya se trate de legisladores, de jueces o de administradores; en tercer lugar, el sentido común relativo al derecho y a cada institución jurídica difundido y operativo en una determinada sociedad (Ferrajoli 2010, 1).

Sin duda es un concepto que ofrece una extraordinaria amplitud para el análisis de la vida jurídica de una época histórica, ya que estos conjuntos abarcan desde las teorías o doctrinas jurídicas o filosófico-jurídicas, pasando por los modelos de justicia o formas de pensar el derecho de aquellos profesionales dedicados a ello, hasta el sentido común rela- cionado con el derecho y las instituciones jurídicas en general, en una sociedad específica. En esta dirección apunta la idea de lo que es un orden jurídico expresada por Carlos Garriga, quien considera que se encuentra formado por las normas jurídicas, las formu- laciones de estas normas, que tienen un especial énfasis en las fuentes del derecho y la cultura jurídica en la que incluye:

todas las ideas, actitudes y creencias que siendo evidentes para los participantes en cada experiencia jurídica, apenas resultan visibles para sus espectadores. La cultura como clave de lectura: si es la que aglutina y compone las normas en un orden que las trasciende y tiene sus propias reglas, entonces la cultura ha de proporcionarnos al menos el contexto que les da sentido (Garriga y Lorente 2007, 123-4).

Las ideas y las actitudes son parte de la cultura jurídica, si esto es así, se puede formular este trabajo en tres apartados:

1) El primer punto es la formación de la idea de Constitución escrita y el papel que juega en la sociedad, tan sólo ello en sí representa una ruptura radical en relación con el an- tiguo orden jurídico, si bien en el esquema español se presenta asociado con las ideas antiguas de una Constitución histórica.

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2) La concepción de la división del poder político y para los fines de esta ponencia, el Po- der Judicial y la administración de justicia asociado a la idea de los derechos humanos. 3) La experiencia jurídica relacionada con la formación de esta nueva cultura jurídica en la provincia o estado de Michoacán en el proceso formativo del Estado mexicano.

II. El concepto de Constitución en la Europa de fines del sigloxviii

Existe en el campo de la teoría, plena aceptación de que el concepto de Constitución ha tenido diversos usos en diferentes épocas históricas. La idea de entenderla como orde- nación política de la sociedad se remonta hasta los griegos y romanos,1 pasa por el uso del mismo en la Edad Media y sólo hasta el siglo xviii adquirió las características que en lo fundamental han predominado hasta este tiempo. No obstante estos viejos orígenes, parece poco útil buscar raíces constitucionales antiguas o recientes para explicar la Cons- titución moderna, pues lo que caracteriza este proceso es la existencia de diversos consti- tucionalismos, por ello, entendiendo a la Constitución como un ordenamiento general de las relaciones sociales y políticas, Fioravanti considera que es dable buscar en cada época los caracteres fundamentales de la Constitución, y

más en concreto el modo que cada época, incluida la moderna ha planteado en la teoría y en la práctica, de manera peculiar y original el problema de la constitución del ordenamiento general de las relaciones sociales y políticas (Fioravanti 2001, 13).

Se construyó así un paradigma de orden social correspondiente a un momento histórico.

1 En el pensamiento político antiguo, es decir, entre los griegos y romanos, se localizan reflexiones en torno a la idea de Constitución que ha influido el pensamiento político posterior, aunque tiene su propia especificidad, de ésta viene la noción de “que una comunidad política tiene una forma ordenada y duradera, en concreto una constitución, si no está dominada unilateralmente por un principio político absolutamente preferente, si las partes que la componen tienen la capacidad de disciplinarse” (Fioravanti, 2001, 30-31). Esta idea de Constitución se desprende de las reflexiones de Platón y Aristóteles, ya que ambos contraponen el régimen político surgido de una instauración violenta, con los regímenes políticos que desde sus orígenes son el resultado de composiciones paritarias incluyendo los diversos intereses de la sociedad. De tal forma, en la Constitución que los antiguos invocan constantemente como politeia o como res publica, está expresada como un criterio de orden y medida en las relaciones políticas y sociales de su tiempo. Su idea de Constitución como un ideal o exigencia a satisfacer tanto en el plano político como ético, concepto totalmente alejado a la Constitución como norma que nunca imaginaron. Junto a este ideal de orden, Fioravanti localiza en la concepción de Constitución de los antiguos la característica de ser concebida como “un gran proyecto de disciplina social y política de las aspiraciones de todas las fuerzas agentes, que tienen continuamente necesidad de recurrir a la imagen y a la práctica de la virtud: de los monarcas, para que no se conviertan en tiranos; pero también de la aristocracia para que no se transforme en oligarquías cerradas, y también del pueblo, para que no oiga la voz de los demagogos” (Fioravanti 2001, 12-3).

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Charles Howard Mcllwain consideraba necesario hacer una revisión detallada de los escritos jurídicos y políticos de varios siglos. Para localizar la moderna noción de Cons- titución, reconocía que aún en los inicios del siglo xviii, estaba presente en los autores, la vieja concepción de la Constitución que predominó en los últimos años del Medievo, así, comentó que Bolingbroke expresó esta antigua perspectiva en el año de 1733, cuando afirmó que:

por constitución queremos significar cuando hablamos con propiedad y exactitud, el con- junto de leyes, instituciones y costumbres, deducidas de determinados principios racionales tendentes a determinados objetos del bien común, que integran el sistema general confor- me al que la colectividad ha acordado ser gobernada [...] A esto llamamos buen gobierno, esto es [...] cuando el conjunto de la administración de los asuntos públicos se verifica con prudencia y con sometimiento estricto a los principios y fines de la Constitución (Mcllwain 1991, 16-7).

Las ideas del racionalismo y el iusnaturalismo del siglo xvii prepararon en buena medida la utilización del concepto de Constitución en su acepción moderna. La idea de sistema en el que estaba organizada toda la sociedad se trasladó al campo del derecho, y los iusnaturalistas identificaron la idea de que la ley debía corresponder con la capacidad constructora de la razón y expresar el orden político y jurídico. Esta idea del carácter sis- temático del derecho se reforzó con el concepto de contrato social y con la concepción de leyes fundamentales, antecedente de la idea de Constitución, así lo expresó Burlamaqui:

las leyes fundamentales del Estado en toda su extensión son, no solamente las reglas por las cuales el cuerpo entero de la Nación determina cual debe ser la forma de Gobierno y sobre la sucesión a la Corona, sino también con convenciones entre el pueblo y aquél o aquellos a los que entregada la soberanía que regulan la forma como se debe gobernar y por las cuales se ponen límites a la autoridad soberana (citado en Peces-Barba y Dorado 2001, 149-50).

Fue en el siglo xviii cuando cambió profundamente el significado de Constitución;2 Loewenstein consideró que

2 Charles Howard Mcllwain localizó, en los inicios del siglo xvii, un concepto de la idea moderna de Constitución, en Pierre Gregoire, en 1578, en De Republica, aunque reconoció que su empleo no se utilizaba en el significado estrictamente político que la palabra constitución conlleva ahora, “el primer ejemplo que se da en el Oxford Dictionary del empleo de la palabra como conjunto de la estructura jurídica del Estado es la frase del obispo de May en 1610, , [...] algunas palabras de Sir James Whitelocke del mismo año, tal vez no tan precisas, pero incluso más sorprendentes: ” (Mcllwain 1991, 42-3).

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la distinción entre constitución formal y material que condujo a la codificación en un do- cumento escrito de las normas fundamentales de la sociedad estatal, adquirió su forma definitiva en el ambiente racionalista de la Ilustración (Loewenstein 1979, 154).

El propio autor alemán consideró que en

el siglo xvii y más acentuadamente, en el siglo xviii, el concepto de “constitución” adquirió su significación actual bajo el poderoso estimulante de la idea del contrato social, vino a sig- nificar el documento especifico en el cual estaban contenidas en un sistema cerrado todas las leyes fundamentales de la sociedad estatal, que imbuidas en un telos ideológico particu- lar, estaban destinadas a doblegar la arbitrariedad de un detentador del poder único —por aquel tiempo representado usualmente, aunque no siempre, por una persona individual, el monarca absoluto— sometiéndolo a restricciones y controles (Loewenstein 1979, 152).

Peces-Barba y Javier Dorado compartieron la idea de que fue precisamente en el siglo xviii cuando la Constitución adquirió su sentido moderno, si bien esta idea fue conti- nuadora de concepto de leyes fundamentales, supone ahora necesariamente la existencia de un texto escrito de carácter sistemático, reconocido como norma suprema, formando parte de un proceso de racionalización y limitación del poder al realizar tres funciones fundamentales:

Una función de seguridad limitando el poder absoluto de los monarcas; una función de jus- ticia, por medio de la cual establece principios políticos y jurídicos a los que se ajustan todos los integrantes de la sociedad, como la libertad, la igualdad, la propiedad, convirtiendo a su vez a las Constituciones en sede de los derechos naturales positivados; y una tercera función de carácter legitimadora con la incorporación de la idea de soberanía que legitima en su origen al poder constituyente. Idea de Constitución concretada con la revolución liberal. (Peces-Barba y Dorado 2001, 163-7).

Así, la segunda mitad del siglo xviii se caracterizó por una serie de cambios profundos en el constitucionalismo entendido en el concepto de Fioravanti, como “el conjunto de doctrinas que aproximadamente a partir de la mitad del siglo xviii, se han dedicado a recuperar en el horizonte de la constitución de los modernos el aspecto del límite y de la garantía” (Fioravanti 2001, 85-6).

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III. La idea de Constitución en España a fines del sigloxviii y principios del xix

Particularmente en el caso español, señaló Ignacio Fernández Sarasola, durante el último tercio del siglo xviii, el constitucionalismo fue ganando adeptos entre la clase ilustrada atenta a las experiencias políticas de Gran Bretaña, Francia y, en menor medida, los Esta- dos Unidos de Norteamérica. El mismo autor reconoció que este incipiente movimiento constitucional, en el siglo xviii, adquirió diversos y variados matices, pasando por el sim- ple reformismo hasta llegar a tendencias evidentemente rupturistas. Así, el reformismo se caracterizó por proponer cambios graduales que no socavaran las bases de sustento de la monarquía. En esta corriente, a su vez, se manifestaban reformistas de corte racionalista y reformistas historicistas. Los primeros, si bien es cierto que abrevaban del pensamiento iusnaturalista, proponían la defensa del despotismo ilustrado. Los segundos, que también conocían el pensamiento iusracionalista, adoptaban estos principios con el respeto de un pasado nacional, para lo cual acudían a una explicación histórica localizando leyes fundamentales en el Bajo Medievo. Por otra parte, en este periodo llegó a manifestarse una corriente rupturista; ellos de- seaban más que una reforma, un cambio radical. “El pasado histórico español no era más que un referente, sujeto a transformación, pensaban el cambio a partir de una nueva nor- ma: la Constitución” (Fernández 2004). La existencia de estas corrientes ayuda a entender por qué en el caso español la idea de Constitución, por una parte, recogía el pensamiento constitucional antiguo, manifestado mediante el derecho natural, que actualizó el pensamiento pactista de la escuela de y, por el otro, el pensamiento constitucional del siglo xviii y principios del xix, bien por medio de las lecturas de autores de la época que les sirvie- ron de inspiración o de los propios textos constitucionales. En el primer caso la idea de Constitución se asociaba a la existencia de una Constitución histórica conformada por las leyes fundamentales del reino, idea que aún en los tiempos de la elaboración de la Constitución de Cádiz estaba presente en el ambiente teórico-político. Tomás y Valiente estudió los diversos significados que le asignaban al concepto de ley fundamental y localizó una tradición:

dentro de la cual tales leyes son las limitativas del poder del monarca absoluto, mientras que, dentro de otra línea de pensamiento, con tal significante se alude a unas normas de contenido político, escritas o no, cuyo conjunto, unido a otros elementos, viene a integrar la “constitu- ción histórica” de una nación, la de Inglaterra como ejemplo y referente digno de mención. Además, el concepto de “ley fundamental” tiene otro significado en la pluma de los pactistas,

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para quienes es la ley primaria del pacto social, de donde el deslizamiento conceptual hacia “ley fundamental” como Constitución escrita, construida en forma de código y dotada de valor racional-normativo, fue un proceso lógico y casi insensible que cristalizó a lo largo de la segunda mitad del siglo xviii (Tomás y Valiente 1997b, 4452-3).

Por la presencia del pensamiento tradicional español, se considera fundamental enten- der cómo influyó la Ilustración en el pensamiento jurídico, y también cómo influía en el pensamiento novohispano, o más bien en el de los hombres de inicios del siglo. Bastante se ha insistido en la Ilustración desde el punto de vista de las reformas administrativas impulsadas por los Borbones. Hoy, sin embargo, se conocen nuevos enfoques; Manuel Martínez Neira, utilizando una idea de Sánchez Blanco, señaló:

que la clave de la Ilustración no está en una serie de reformas administrativas o en la reali- zación de obras públicas, tampoco puede reducirse al fomento de la ciencia experimental o de la crítica histórica y religiosa. Ni siquiera puede concretarse la Ilustración en la emanci- pación del individuo ajena a cambios institucionales que la dotan de dimensión social; sino que, en el movimiento ilustrado, esa emancipación individual conlleva su institucionaliza- ción mediante el acto por el cual el pueblo o la nación se dota de una constitución (citado en Peces-Barba y Dorado 2001, 388).

Explicó Manuel Martínez que desde esta perspectiva el discurso ilustrado no estaba dirigido sólo a destruir un Antiguo Régimen sino, principalmente, a crear uno nuevo: el régimen constitucional. Con esta nueva concepción, el derecho está en el centro principal de la reflexión en la Ilustración española, revalorando la función de la ciencia jurídica, por ello, Manuel Martínez apuntó categóricamente

que el derecho no fue para los ilustrados un adorno, fue una prioridad. La cultura que, madura en la ilustración estableció un fuerte vínculo entre legislación y felicidad, es decir, se trataba de una relación entre el medio y el fin de ahí que el derecho aparezca en el centro de su interés. Puede por ello afirmarse que los ilustrados fueron los primeros en descubrir toda la potencialidad política de lo jurídico (citado en Peces-Barba y Dorado 2001, 393).

Igualmente, esta visión suponía una modificación substancial de carácter historiográ- fico en relación con la Constitución gaditana de 1812:

Así aplicado a España, podemos leer la Constitución de 1812 como una meta de la Ilustra- ción más que como uno de sus frutos, como un puerto de llegada y no como el comienzo de una historia constitucional liberal que muchas veces se ha desgajado demasiado de su matriz ilustrada (Peces-Barba y Dorado 2001, 389).

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De lo expuesto se desprende que en el pensamiento español de fines del siglo xviii y principios del xix, en realidad convivían distintos conceptos de Constitución, circunstan- cia que se hizo patente en la junta central previa a las Cortes de Cádiz.

En el seno de la Junta Central rápidamente se formaron tres posturas. La primera, proclive al absolutismo, pretendía mantener el status quo, para lo cual nada mejor que asirse a una idea de Constitución histórica no susceptible de enmienda; una segunda, reformista, pretendía modernizar el Antiguo Régimen sin ocasionar rupturas, algo que pretendía lograr mediante una idea también histórica de Constitución, pero que combinaba respeto con el pasado y posibilidad de mejora; en fin, un tercer grupo, liberal, era partidario de seguir el modelo constituyente francés y cambiar en profundidad los esquemas del Antiguo Régimen por me- dio de una nueva norma, La Constitución, fruto de la nación soberana (Fernández 2010, 51).

En ese contexto no es de extrañar que se discuta el carácter transformador o no de la Constitución de Cádiz. Diversos autores se han referido a los debates jurídico-políticos que se suscitan en el mundo hispanoamericano, varios de ellos basados en principios re- volucionarios ilustrados entremezclados con nociones tradicionales de la sociedad anti- gua. Una de esas ideas es la existencia de la Constitución histórica española sustentada en las leyes antiguas de la monarquía,

así la interpretación de la Constitución histórica o la valoración de las leyes fundamentales de la Monarquía tuvo sin duda una importante utilidad en la situación abierta por la inva- sión napoleónica: por una parte, dotó al gobierno interino, la junta central, de un esquema jurídico de referencia con respecto al cual arreglar sus procedimientos institucionales, incluida la convocatoria a Cortes; por otro lado, dio entrada a elementos innovadores en el ordenamiento, contrarios a las tendencias absolutistas y despóticas del último gobierno borbónico, bajo la forma de un regreso a la tradición constitucional más profunda de la Monarquía (Serrano 2007, 22).

Varios autores han encontrado el sentido moderno de la Constitución de Cádiz en su concepto de nación, colocada ahora como sujeto político esencial de la comunidad política, si bien este sentido moderno se ha presentado en el proyecto de la Constitución:

no como producto de las ideas ilustradas y revolucionarias del siglo XVIII, no como produc- to de Rousseau, ni de Sieyes, de Locke o de , ni mucho menos de los jacobinos, sino como resultado del examen de las más profundas tradiciones jurídico-políticas de la Monarquía, desde tiempos visigóticos (Serrano 2007, 335).

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José María Portillo ha demostrado cómo se configura un proyecto constitucional pe- culiar colocando a la nación como sujeto fundamental, con profundas consecuencias en el diseño del texto gaditano (Portillo 2000). Esta visión de ruptura con el pasado jurídico en la Constitución de Cádiz, reciente- mente se pone en tela de juicio o se propone por lo menos matizarla, así opinó, por ejem- plo, Marta Lorente, quien afirmó:

Si cierto es que no podemos negar a la obra gaditana ese carácter de ruptura con el pasado, de constitución sobre el papel del año cero del xix español, cierto es también que pocas ve- ces la historiografía se dedica a hacer balances totales o parciales de ella se ha esforzado en localizar mecanismos propios del pasado o, con otras palabras, de calificar en bloque la obra constitucional contando no sólo con los elementos de modernidad que en ella se contienen, sino con los que se encuentran a caballo de dos mundos: el que se resistía a morir y el que se resistirá, durante mucho tiempo a nacer (Lorente 2007, 74-5).

IV. La organización del Poder Judicial y los tribunales de justicia en la experiencia gaditana

Para comprender la trascendencia de los cambios operados en la administración de jus- ticia con el constitucionalismo, se hace necesario revisar brevemente las ideas clave de la época y las características fundamentales con las que operaba en el Antiguo Régimen. Tomás y Valiente inició esta caracterización destacando la indefinición o indiferenciación de la figura del juez y el corregidor, cuando este funcionario de gobierno era también juez, su imagen proyectaba temor, reverencia y respeto, ante la idea que prevalecía de honrar a los jueces y al rey; con la ausencia de mecanismos institucionales de control del juez, los criterios se concentraban en principios éticos, el ideal consistía en que los jueces fueran buenos, cumpliendo con los principios de la moral cristiana, convirtiendo a la justicia en virtud suprema. En este conjunto de valores no se contemplaba la independencia judicial, “al contrario, el juez es dependiente de una jerarquía que arranca de Dios y de su ‘vicario en la tierra’ —expresión de las partidas— que es el rey” (Tomás y Valiente 1997a, 4169). Esta idea de que la justicia se regía por una serie de categorías sería combati- da, más tarde, principalmente a raíz de la Revolución francesa, la primera de ellas era el binomio justicia retenida/justicia delegada. El rey era el referente de toda la actividad y organización del poder; todo aquel que tenía poder en sus vertientes de justicia o gobier- no, lo tenía porque provenía del rey. En un principio operó una delegación casuística de ese poder; con la evolución y con el tiempo, se fueron conformando determinados órganos que aplicaban la justicia delegada del rey. Esta delegación de la justicia del rey era revoca- ble, ya que el rey, en estricto sentido, seguía reteniendo la justicia,

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y con ella la posibilidad de avocar para sí cualquier proceso, cualquier asunto de justicia, aunque esté atribuido a otros órganos de la administración. En España esta avocación la puede hacer tanto el rey como el Consejo Real (Tomás y Valiente 1997a, 4170).

El segundo elemento giró en torno a lo enajenable o no de los cargos de justicia; Tomás y Valiente sostuvo que

no se han encontrado casos de venta de oficios de jurisdicción en sentido estricto, reducida su venta a oficios de relatores, escribanos y secretarios, a diferencia de lo ocurrido en Francia. El tercer elemento, consiste en la existencia de otras jurisdicciones que no son las del rey, por ejemplo la jurisdicción señorial y la jurisdicción eclesiástica, no obstante que estas juris- dicciones nunca actúan al margen del rey (Tomás y Valiente 1997a, 4170-2).

Durante los siglos xvi y xvii se apreciaba un claro esfuerzo de la monarquía para lo- grar que al menos, en apelación de la jurisdicción señorial o eclesiástica, se pudiera acudir a las Audiencias y al Consejo Real. Hacia fines del siglo xviii, el Consejo Real se consolidó como una cúspide a la que se atribuían los mismos poderes que al rey, porque en el fondo el Consejo Real era el rey.

Esto hace que en el antiguo régimen no sea concebible una estructura piramidal de quienes administran justicia —piramidal, estable, esquemática—, sino que cada ocasión, cada caso, es resuelto por aquel que establemente lo tiene atribuido por medio de un haz objetivo de competencias permanentes, o por aquel que avoca el caso para sí —el Consejo Real lo puede avocar—. En algunas ocasiones y por matices menores, un asunto va a parar a un órgano judicial y no a otro. No hay una clara estructuración, sino una pluralidad de órganos que administran justicia además de gobernar (Tomás y Valiente 1997a, 4170-2).

Frente a las características de la organización de la justicia en el Antiguo Régimen re- accionó la Revolución francesa, a partir de la que se generó una nueva y diferente forma de concebir la justicia, el juez y el poder o la potestad judicial. Tomás y Valiente, apoyándose en Gerard Santel, historiador francés del derecho, afirmó que el estudio de la justicia a partir de 1789, “es el estudio de la difícil definición de una función judicial elevada a la dignidad de poder”. Esta construcción resulta difícil, porque en el análisis de cada Constitución se ve la necesidad de plantearse el problema de si en verdad existe un Poder Judicial. En realidad, lo que ocurrió en la experiencia española es la configuración de la justicia como una imagen contraria en el espejo, de la justicia que existía en el Antiguo Régimen,

pero también la historia de una degradación: veremos cómo esa función judicial conver- tida en poder judicial desde los primeros momentos de la Revolución, se va a degradar

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hasta convertirse de nuevo en pura administración alejada de un verdadero poder (Tomás y Valiente 1997a, 4174).

Con la incorporación del concepto de soberanía, se desprenden definiciones funda- mentales que impactan la propia organización del Poder Judicial. Si la soberanía pertene- ce a la nación, como fue definido en los primeros textos constitucionales franceses, de ella emanan todos los poderes, y sólo por delegación de la nación se ejercen; de ahí se originó la tesis de una sola jurisdicción ejercida por el Poder Judicial, no pueden concebirse otras jurisdicciones como la eclesiástica o militar, y el Poder Judicial se delega en los jueces elegidos por el pueblo para un tiempo determinado. Tomás y Valiente lo expresó sintéticamente de la siguiente manera:

frente a unos jueces que son, o miembros de la nobleza de toga o comisionados por el rey, técnicos alejados del pueblo y odiados por éste, se configura la idea de un juez popular elegido para ejercer la función de justicia por un tiempo determinado, pero elegido por el pueblo, y junto a esta idea del juez elegido por el pueblo, aparecen otras ideas complementa- rias en clara consonancia con ella: la idea del jurado, la idea del arbitraje que se fomenta y se potencia, y la idea del juez de paz como individuo del pueblo que ejerce funciones judiciales o al menos conciliatorias (Tomás y Valiente 1997a, 4175).

En relación con la experiencia hispánica, fue en Cádiz donde se reestructuró de una ma- nera profunda la organización de la justicia, modificando de manera radical las funciones de justicia que habían ejercido funcionarios reales como el corregidor, el alcalde mayor y al final, el propio intendente, no obstante de que en Cádiz se hablaba de la “administración de justicia”, ésta no se configuraba como una mera función administrativa, sino como una auténtica potestad que residía en los tribunales. El artículo 17 decía:

la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por ley. De modo que los tribunales son los órganos en los cuales reside, de manera exclusiva y excluyente, la potestad judicial, la potestad de aplicar las leyes (Tomás y Valiente 1997a, 4176-7).

Así quedó constituido en Cádiz, a pesar del título, un Poder Judicial. Basado en el dis- curso preliminar del texto gaditano, Tomás y Valiente encontró, desde luego, la influencia de Montesquieu, que se plasmó en el articulado

para que la potestad de aplicar las leyes a los casos particulares no pueda convertirse jamás en instrumento de tiranía, se separan de tal modo las funciones de juez de cualquier otro

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acto de autoridad soberana, que nunca podrán ni las cortes ni el Rey ejercerlas bajo ningún pretexto (Tomás y Valiente 1997a, 4177-8).

Es importante presentar en esta ponencia cómo percibía el autor contemporáneo, Ramón Salas, leído en México con bastante atención, la Constitución de Cádiz en el tema que in- teresa: la administración de justicia en la organización de los tribunales, a los que reconoce como una de las operaciones más importantes de la política, “porque de esta organización depende principalmente la seguridad de las personas y propiedades de los ciudadanos y por consiguiente la felicidad del cuerpo social entero” (Salas 1982, 252). Salas precisó los cambios que le parecieron más importantes de la Constitución en materia de administración de jus- ticia criminal: procesos con reglas fijas por tribunales destinados específicamente para estas funciones, cesando el despotismo judicial por el despotismo justo. Así, señaló:

los cinco primeros artículos de este capítulo están llenos de juicio de sabiduría y humani- dad, y son otras tantas garantías de los derechos de los ciudadanos que serán juzgados por reglas fijas y por tribunales destinados para esto por las leyes y que no tendrán otra función que la de aplicarlas: cesará el despotismo judicial y será remplazado por el despotismo de la ley, único despotismo justo y que lejos de oprimir la libertad, la proteje [sic] y defiende: solamente juzgaran los tribunales: ni el rey ni la nación misma representada por sus cortes, podrá ejercer el poder judicial, y este será siempre independiente de los otros poderes polí- ticos (Salas 1982, 252-3).

En función de esta idea de cambio sustancial, se estructuró un amplio sistema de tri- bunales, definiéndose reglas generales en la propia Constitución y, de manera comple- mentaria, se reguló la organización de tribunales por medio de leyes constitucionales, como el Decreto de 9 de octubre de 1812, conocido como Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia. Con esta clara idea de división de poderes, en la que se prohibía la participación de las Cortes y el rey en las funciones judiciales, además de prohibir tajantemente el ejercicio por los tribunales de otras funciones que no fueran las de juzgar y hacer que se ejecutara lo juzgado, se configuró una nueva organización de la justicia. Se sentó, en el artículo 273, el establecimiento de partidos proporcionalmente iguales, en cada cabecera de los mismos se disponía la existencia de un juez letrado y el juzgado correspondiente con facultades ex- clusivamente contenciosas, es decir, judiciales. Sin embargo, el artículo 275 contemplaba el establecimiento en todos los pueblos de alcaldes, dejando a las leyes reglamentarias la definición de sus facultades tanto en lo contencioso como en lo económico. Se depositaba en las Audiencias las competencias de segunda y tercera instancia en asuntos civiles y criminales (artículo 263); las facultades para resolver la suspensión y separación de los jueces inferiores de su territorio, de conformidad con lo establecido en

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las leyes reglamentarias; conocían también de las competencias entre los jueces subalter- nos; era su responsabilidad resolver los recursos de fuerza que tramitaran los tribunales y autoridades eclesiásticas en su ámbito territorial, y recibían información del Estado acerca de las causas civiles y criminales que formaran los jueces subalternos, con la finalidad de tomar las providencias que fueran necesarias para lograr una pronta administración de justicia (artículo 267). Para el caso de las Audiencias de ultramar, las facultades para conocer acerca de los recursos de nulidad, se dejaba a las leyes reglamentarias determinar el número del que se habrían de componer estas Audiencias y el lugar de su residencia; además, contemplaba la creación de un Supremo Tribunal de Justicia (cpme 1836, 238-43). En artículo 1 del reglamento se contemplaba:

Por ahora y hasta que se haga la división del territorio prevenida en el artículo 11 de la constitución, habrá una audiencia en cada una de las provincias de la monarquía que las han tenido hasta esta época: […] ratifica las funciones establecidas en la Constitución de Cádiz, dedicadas a conocer ex- clusivamente asuntos judiciales, como tribunales de apelación en 2ª y 3ª instancia. Conviene subrayar la facultad LXIV: Quedando como quedan por la Constitución y esta ley inhibidas las audiencias de todo conocimiento acerca de los asuntos gubernativos o económicos de sus provincias, cuantos se hallasen pendientes en los acuerdos, y fuesen por su naturaleza contenciosos, se distribuirán por repartimiento en las salas respectivas del tribunal para su despacho; y los gubernativos o económicos se pasarán desde luego a las diputaciones pro- vinciales, para que estas, de acuerdo con los gefes[sic] políticos superiores, los examinen y clasifiquen, den curso a aquellos en que deban intervenir las mismas diputaciones, gefes[sic] y ayuntamientos según sus respectivas facultades [...] (Reglamento de las audiencias y juzga- dos de primera instancia 1876, 390).

El reglamento dedicaba el capítulo II a los jueces letrados de partido, para ello faculta- ba a las diputaciones provinciales a establecer una distribución provisional de partidos en su respectiva provincia, con la finalidad de dar concreción al establecimiento en cada una de ellas de este tipo de jueces; continuando con la idea de la división del poder, en la frac- ción VIII se establecía que “el conocimiento de estos jueces y su jurisdicción se limitaran precisamente a los asuntos contenciosos de su partido” (Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia 1876, 391). Destacan en este reglamento, en el capítulo III, las facultades otorgadas a los alcaldes en materia contenciosa, haciendo obligatoria la conciliación, junto con la participación de “dos hombres buenos” nombrados uno por cada parte (artículo I) a tal grado que

los jueces de partido no admitieran demanda alguna civil ni criminal sobre injurias, sin que acompañe a ella una certificación del alcalde del pueblo respectivo, que acredite haber

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intentado ante él el medio de la conciliación, y que no se avinieren las partes (Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia 1876, 392).

Se facultaba a los alcaldes a conocer acerca de asuntos de menor cuantía en materia civil, y en los negocios criminales en cuestiones de injurias y faltas livianas. Igualmente, este reglamento incorporó un capítulo IV, previniendo situaciones tran- sitorias, así se contemplaba que mientras se nombraran los jueces letrados por parte del gobierno,

todas las causas y pleitos civiles y criminales se seguirán en primera instancia ante los jueces de letras de real nombramiento, los subdelegados de ultramar y los alcaldes constitucionales de los partidos (Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia 1876, 390).

Establecía además que

en los demás pueblos en que no haya juez de letras ni subdelegados en ultramar ejercerían la jurisdicción contenciosa en primera instancia los alcaldes constitucionales, como lo han ejercido los alcaldes ordinarios (Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Ins- tancia 1876, 395).

De acuerdo con este esquema, se desprenden dos visiones de la forma de impartir justicia, por una parte se impulsaba en los tribunales superiores y aun en los inferiores, una justicia basada en los letrados, es decir, en los especialistas en derecho, de carác- ter profesional; por la otra y principalmente en la primera instancia, se le dio entrada y peso a una justicia no letrada, no profesional, basada en la confianza que se le otorgaba al juez, sin tener en cuenta la pertinencia de los saberes que representaba la justicia letrada. Fernando Martínez Pérez consideró que:

la justicia de jurados, la de árbitros y la administrada por alcaldes constitucionales, se consi- deraba que era compatible, mucho más que la profesional, con la idea de la fundamentación representativa de las potestades constitucionales. La justicia profesional-letrada respondía a una incipiente lógica estatalista que entendía la garantía de derechos como resultado de la necesaria mediación de un Estado representado por jueces y tribunales responsables, la justicia impartida por aquellos otros sujetos no obedecía a la misma lógica aunque sí a parecidos objetivos de eficacia cifrados en la salvaguarda de altos intereses de la Nación en la recta y pronta administración de justicia, por delante incluso de la efectiva garantía de derechos e intereses particulares (Martínez 1999, 423-4).

Haber conservado a los alcaldes y previsto otras formas de justicia indicaba la permanencia de éstos como figuras históricas dedicadas a la administración de justicia, perteneciente, como

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lo señalaba el discurso preliminar, a “una antigua y sabia constitución” ésta “contenía la sabia y popular institución de los jueces o alcaldes elegidos por los pueblos”. Esta institución merecía ser ensalzada por la confianza que inspiraría a los pueblos “el que nombren por sí mismos de entre sus iguales las personas que hayan de determinar sus diferencias” (Martínez 1999, 424). Además de la justicia, depositada en los alcaldes, en Cádiz se dibujó otra forma de justicia que ejerció influencia en México,

en efecto, cuando en el Discurso preliminar se hablaba de justicia criminal aparecía una justicia no letrada que no era ya, o no era sólo la de los alcaldes constitucionales, sino la del “método conocido con el nombre de juicio de jurados”, pero como sucedía con la justicia civil, se mencionaba para ser conceptuada como institución de futuro. Hasta que la tranqui- lidad en el público, y una mayor ilustración de la Nación, permitiesen el establecimiento de ‘la saludable y liberal institución de que los españoles puedan terminar sus diferencias por jueces elegidos de entre sus iguales’ , había que resignarse a seguir sufriendo el temor a “la perpetuidad de los destinos judiciales, el espíritu de cuerpo de los tribunales colegiados, y en fin el nombramiento del Gobierno, cuyo influjo no puede menos de alejar la confianza por la poderosa autoridad de que está investido” (Martínez 1999, 425).

V. Los tribunales de justicia en México. De los inicios de la vida independiente al proyecto federal

Para iniciar propiamente la reflexión respecto a la experiencia mexicana, vale la pena recordar que el estudio de las instituciones políticas mexicanas ha despreciado en buena medida el análisis histórico constitucional, si bien es cierto que en el pasado los juristas han realizado estudios de esta naturaleza, éstos se han caracterizado por ser demasiado formalistas, en ellos se veía al derecho desvinculado de los acontecimientos políticos y, en general, dejándole un papel secundario en los sucesos históricos. El panorama, sin embargo, parece cambiar. Como parte de un renovado proceso de actualización de la historiografía dedicada al siglo xix, el tema de las constituciones y su papel en la historia ha sido motivo de reflexión reciente, algunos someten a revisión la tesis vieja de la incom- patibilidad de las sociedades latinoamericanas y el constitucionalismo moderno, afirma- ción que nunca fue respaldada con investigaciones convincentes, como bien ha sostenido Antonio Annino, estos defectos teóricos, provienen, en buena medida, de una concepción impregnada aún de la visión formalista del hecho jurídico, superada ampliamente en la doctrina jurídica, lo que representa un retraso epistemológico a raíz de la Revolución mexicana, que proclamaba la escisión entre política y derecho, generando en los estudios histórico-jurídicos, la insuficiencia de reducirse al criterio formalista para explicar el na-

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cimiento y evolución de los principios esenciales de un sistema político constitucional. Por ello recuerda que:

si las constituciones escritas fijan algunos principios, también es verdad que otros se ge- neran por obra de actores sociales y políticos, como también es cierto que algunos otros formalmente declarados en textos escritos pueden decaer con el tiempo o no llegar a ser aplicados, sin quitar por ello legitimidad a una carta constitucional (Annino 1999, 140-1).

Antonio Annino ha buscado la solución a este problema historiográfico y, para com- prender mejor las tensiones y transformaciones ocurridas en el constitucionalismo mexi- cano, se ha apartado del análisis exclusivamente institucional utilizando el concepto de Constitución material y la necesidad de buscar principios ordenadores de la sociedad mexicana que han influido en las formas de su encuentro y relación con el constituciona- lismo moderno, por ello, ha partido de la idea de

que al interior del espacio político abierto por el constitucionalismo liberal, pese a lo cam- biante de sus formas escritas e institucionales, se ha desarrollado durante todo el siglo una coexistencia también conflictiva entre diversas formas de pensar, percibir y practicar la organización política prevista por las cartas fundamentales. Así, podemos formular la hipótesis de que la constitución material del siglo xix en México se formó a lo largo de un gigantesco proceso de mestizaje cultural no controlado por los grupos dirigentes (Annino 1999, 144).

En la vida mexicana del siglo xix, Annino localizó la convivencia de dos modelos de re- lación política, el que surgió con la independencia basado en la representación y la división de poderes, complementado en la experiencia mexicana con la organización de carácter federal, y otro de origen colonial formado a lo largo de varios siglos de presencia española, marcado por la tensión fluctuante entre la soberanía de la Corona y la de los reinos o cuer- pos intermedios que conformaron la monarquía católica. Ambas experiencias, de acuerdo con Annino, confluían en el principio de la limitación del poder en su versión monárquica o republicana, idea arraigada en la mentalidad colectiva mexicana. La tradición hispana en México, según Annino, se traducía en la experiencia práctica de un gobierno moderado “entendido como conjunto de relaciones contractuales entre la Corona y diversos y numerosos segmentos sociales organizados”, forma de organización política que, al final de la dominación española, no estaba en decadencia, antes bien en franca expansión (Annino 1999, 154-5). En este trabajo se comparte la idea manifestada por José Antonio Aguilar, en el sen- tido de que las constituciones y el sistema republicano representativo sí cambiaron la vida y el rostro de México. Esto fue así porque se modificaron radicalmente las formas de

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legitimación política que habían prevalecido en la época de la presencia española, el sis- tema constitucional incorporó instituciones como las elecciones, derechos formales y los límites al poder (Aguilar 2000, 18-19). Las ideas de Aguilar resultan sugerentes para em- prender estudios desde un punto de vista de las instituciones y, particularmente, desde el horizonte del diseño constitucional. En su análisis cuestionó el supuesto de que el modelo teórico constitucional seguido en Latinoamérica era claro y, en general, bien establecido, mismo que, sin embargo, se enfrentaba con la realidad de los países hispanoamericanos, que era lo que contradecía e impedía su adecuado funcionamiento (Aguilar 2000, 18-9). Parece correcta la tesis sustentada por José Antonio Aguilar al considerar que, en rea- lidad, el experimento constitucional representaba una novedad política que tenía escaso tiempo que había dejado de ser mera especulación filosófica política y se había convertido en una doctrina de gobierno. A su vez, la experiencia concreta era muy reciente en los lugares donde había iniciado, como en los Estados Unidos, además, en Francia no había podido sobrevivir a la vorágine revolucionaria (Martínez 1999, 154-5). Esta circunstancia propiciaba debilidades e, incluso, huecos en el modelo teórico; Aguilar identifica, por lo menos, tres:

1) La existencia de diversas interpretaciones teórico doctrinarias sobre algunos aspectos como por ejemplo la separación de poderes; 2) La insuficiente validación práctica de las formas de gobierno constitucional adoptada, propiciaba aun una débil ponderación sobre la real efectividad de varios componentes del modelo y 3) los huecos teóricos del edificio teórico liberal con conceptos insuficientemente desarrollados como, pueblo, soberanía y sus interrelaciones (Aguilar 2000, 95-112).

En esta presentación se realizará una reflexión inicial respecto a la división de poderes en las primeras experiencias constitucionales mexicanas y se dejará para futuros semina- rios los otros aspectos planteados por Aguilar. Al momento de iniciarse el sistema republicano representativo y federal en México se conocían diversas teorías y experiencias prácticas del modelo constitucional, en algunos casos, los modelos teóricos seguidos quedaron consignados explícitamente, en otros se requiere un análisis de los propios textos constitucionales. Un primer elemento que llama la atención es el papel preponderante, desde sus inicios, del Poder Legislativo, que se pre- senta en los primeros pasos como un cuerpo legislativo con una gran indeterminación de sus funciones, circunstancia que se aprecia en la gran cantidad de asuntos o competencias respecto a los mismos que tuvieron que atender, desde los casos más insignificantes hasta los más trascendentes. Este fenómeno que se observa en la revisión de las actas de los congresos como el caso de Michoacán, puede tener, de acuerdo con Aguilar, dos explica- ciones: la primera, y quizá más obvia, la inexperiencia que tenían los mexicanos en esta materia; en segundo término, se puede estudiar como el resultado de una indetermina- ción del modelo constitucional (Aguilar 2000, 95-6).

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El asunto conduce al tema de la división de poderes y a la manera como la teoría diseñó los límites sustantivos de las funciones y los confines de cada poder y especialmente a que su autor, Montesquieu, no fijó éstos para el Poder Legislativo. En este sentido, Aguilar señaló que

la doctrina de separación de poderes —un pilar del constitucionalismo liberal— tenía a fines del siglo xviii por lo menos dos interpretaciones distintas: la de pesos y contrapesos y la de límites funcionales. Por razones que expongo más abajo, los hispanoamericanos eligieron esta última (Aguilar 2000, 95-6).

De acuerdo con el estudio que hizo Aguilar, el sistema que se adoptó por el consti- tucionalismo mexicano fue el que correspondía a la idea de los límites funcionales, esto fue así, en principio, derivado de la trasmisión de la experiencia francesa por medio de su adopción en la Constitución de Cádiz, así lo expresó José Antonio Aguilar:

Después de la independencia de la España, los hispanoamericanos siguieron en sus cons- tituciones este modelo que establecía una estricta división de poderes pero sin ninguna garantía que previniera la trasgresión de los límites asignados. En México, como en prácti- camente toda América Latina, se adoptó una versión de la división de poderes que estaba textualmente equivocada. A pesar de que en ciertos aspectos la Constitución federal de 1824 se asemejaba al texto constitucional norteamericano su columna vertebral, en lo que se refiere a la división de poderes era más bien gaditana (Aguilar 2000, 102).

En el análisis de la división de poderes en la experiencia mexicana se cree imprescin- dible revisar la conformación del Poder Judicial. Los acontecimientos políticos en México, a partir de 1821, sucedieron con extraor- dinaria rapidez, lo que obliga a ser cuidadosos en el examen de la construcción de los aparatos dedicados a impartir justicia. Un primer momento se desarrolló durante el gobierno de la Regencia y el imperio de Iturbide, conformados aún en la organización centralista del poder, aunque en el marco de un Estado independiente. No obstante que el tema de los tribunales de justicia estaba presente, no lo resolvió el gobierno provisio- nal y le correspondió abordarlo al Congreso mexicano, ello explica que en la sesión del 26 de febrero de 1822 resolviera “confirmar por ahora todos los tribunales y justicias establecidas en el Imperio, para que continúen administrando justicia, según las leyes vigentes” (Barragán 1980, 13). Esta determinación tiene diversos aspectos necesarios de explicar, primero preguntar, ¿cuáles eran los tribunales y justicias establecidas en ese momento? Eran, desde luego, los tribunales contemplados en la Constitución de Cádiz vigente al momento de la Indepen- dencia, con la consideración de los que se habían suprimido obedeciendo a ese esquema

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de organización de justicia en tres instancias e incorporaba, por lo tanto, la legislación de tribunales emitida en Cádiz. De conformidad con el esquema aprobado en Cádiz se había configurado una nueva organización de la justicia. Particularmente, las Audiencias sufrieron una profunda trans- formación, se habían separado de sus funciones todas las facultades de carácter adminis- trativo, convertidas ahora en tribunales dedicados exclusivamente a impartir justicia en segunda instancia. Así, con motivo de la vigencia de la Constitución de Cádiz en 1820, al conocer la noticia, la Audiencia de México se dispuso a instrumentar la organización judi- cial contenida en ella, transformándose en Audiencia territorial; se declararon a sí mismos magistrados, dieron autorización a los 32 alcaldes de barrio de la Ciudad de México para que asumieran funciones de jueces de primera instancia, en tanto se nombraran los jueces de distrito, y además ordenaron a los asesores de cada intendencia y a los subdelegados de las mismas, que sirvieran temporalmente de jueces de distrito (Arnold 1991, 107). Sin embargo, de acuerdo con el esquema jerárquico de tribunales gaditanos, con moti- vo de la separación política, en la naciente nación estaría faltando un Tribunal Superior de Justicia que conociera de la tercera instancia, a su vez, en la justicia de primera instancia deberían constituirse los tribunales o juzgados de letras que sustituirían a los intendentes y subdelegados en las funciones judiciales. Así lo entendieron varios ciudadanos que hicieron llegar al Congreso diversas peticio- nes que tenían que ver con los asuntos de justicia ventilados en los tribunales; por ejem- plo, don Joaquín Fernández de Lizardi señalaba la inexistencia de un Tribunal Superior de Justicia que pudiera conocer de los recursos de fuerza de los tribunales superiores eclesiásticos (Arnold 1991, 54). En el propio órgano de apelaciones, es decir, el Tribunal más importante del reino, era necesario llenar algunas vacantes, de esa manera, el presi- dente de la Audiencia se había dirigido al secretario de Justicia para explicar la necesidad de llenar los huecos que habían dejado los ministros emigrados, de lo que se daba cuenta en el Congreso, el día 14 de marzo del mismo año de 1822 (Arnold 1991, 69). No obstante esa situación, después de que México obtuvo su independencia, no se de- positó en la Audiencia la cabeza del Poder Judicial, a pesar de esa limitación, la audiencia cumplió las funciones establecidas enfrentando el problema de la escasez de personal, debido, en algunos casos, a la emigración de algunos de sus miembros, y en otros porque varios de sus integrantes pasaron a formar parte de los órganos legislativo y gubernativo iniciales. Yáñez fue regente desde finales de septiembre de 1821 a mayo de 1822; Manuel Martínez Mancilla y el magistrado honorario José María Fagoaga figuraron en la junta de gobierno provisional de septiembre a febrero de 1822, al iniciar las labores del Congreso Constituyente Nacional. Linda Arnold señaló, como rasgo principal, el hecho de que durante los primeros cua- tro años de la vida independiente, el grupo político dirigente no otorgara poder al sector judicial mexicano,

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la incapacidad de crearlo dejó un hueco en el equilibrio de poderes dentro del gobierno tripartita, sin el poder judicial no existía un foro nacional para la adjudicación de derecho en los asuntos de estado, ni para instruir las causas contra los funcionarios nacionales, ni para resolver los conflictos jurisdiccionales. Los magistrados titulares, sustitutos e interinos que integraron la corte de apelación regional entre septiembre de 1821 y diciembre de 1824, resolvían continuamente apelaciones civiles y penales. Dirigida por Manuel Campo y Rivas, conspiró también con los dirigentes políticos para establecer un Supremo Tribunal de Jus- ticia que ejerciera un poder independiente de la rama judicial. Los jefes políticos pasaban el asunto de un ejecutivo y un congreso al siguiente. Durante tres años y medio, aunque las cortes resolvían los casos, la tercera rama del gobierno nacional tripartita no existió (Arnold 1991, 110).

La conformación de este Tribunal Supremo de Justicia diseñado por los constituyentes de Cádiz, inicialmente se ventiló en el seno de la Junta Provisional, este organismo, sin embargo, se pronunció por aplazar su establecimiento, así, en sesión celebrada el 22 de noviembre de 1821:

urgida la cuestión del Supremo en el mes de enero de 1822, prosperó el dictamen de la comi- sión de justicia de la junta gubernativa que aconsejó aplazar el establecimiento del tribunal, y la designación de los magistrados que habían de componer la tercera sala de la audiencia reducida por entonces a dos magistrados y un fiscal. Hasta la instalación del Congreso se decidió en consecuencia, proveer a completar interinamente las dos Salas de la Audiencia cuyo funcionamiento se consideraba indispensable; y con respecto a la Suplencia del Tribunal Supremo de España, “que a la primera Sala de Audiencia se agregue dos militares de gradua- ción que nombre la Regencia, y formado de esta manera el tribunal, exerza [sic] todas las funciones que exercia[sic] antes el Supremo de España, entendiéndose igualmente hasta la reunión del Congreso (Ferrer 1995, 249 y 250).

El asunto de la creación de un Tribunal Supremo de Justicia llegó hasta el primer Con- greso Constituyente instalado en México, pero nunca lo resolvió; este asunto fue uno de los grandes conflictos que sostuvo con el emperador, derivado, principalmente, de la manera como deberían designarse a los integrantes de dicho Tribunal. Iturbide pretendió ejercer el derecho que le daba el mecanismo establecido en la Constitución de Cádiz, vigente aún, a lo que se opuso terminantemente el Congreso, votando la situación hasta en tres ocasiones. En efecto, a fines de mayo de 1822, el Congreso resolvió la formación de un Tribunal Supremo de Justicia inicialmente propuesto en su integración por cuatro ministros elegidos por el Congreso, separándose, en ese sentido, de lo establecido por la Constitución de Cádiz (Frasquet 2008, 197). Este episodio que intensificó el desencuentro entre Iturbide y el Congreso nunca se superó; en realidad esta cuestión tuvo que pasar al

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Congreso Constituyente que en 1824 adoptó el federalismo, en consecuencia se discutió la conformación de los tribunales de justicia, en un nuevo escenario político totalmente distinto, en donde los protagonistas principales serían ahora los estados miembros de la Federación. La decisión a favor del federalismo quedó plasmada inicialmente en el Acta Constitu- tiva, la que, además de adoptar la organización federal, estableció claramente el princi- pio de la división de poderes como base fundamental de la organización del poder. Este trabajo se concentrará en la organización del Poder Judicial. Éste se contemplaba desde el proyecto de Acta en su artículo 23; establecía, en principio, como derecho de todo habitante de la República, el derecho a una justicia pronta, fácil, completa e imparcial, en orden a las injurias o perjuicios que se les infieran contra su vida, su persona, su honor, su libertad y propiedades; para poder cumplir este propósito de corte claramente liberal, “la federación deposita para su ejercicio el poder judicial en una corte suprema de justicia, y en los tribunales y juzgados que se establecerán en cada estado” (Barragán 1978, 264-5). En el Acta no se expresan más elementos, seguramente considerando que las faculta- des previstas para la Corte serían desarrolladas propiamente en el texto constitucional. En opinión de José Barragán,

la redacción del proyecto, es marcadamente federal, sin interferencias ni intromisiones en el ramo de los estados, quienes cedían muy pocas atribuciones al poder judicial de la federación, solo causas de responsabilidad de los altos magistrados y autoridades; causas contenciosas estrictamente y causas de responsabilidad por infracciones a la Constitución y demás leyes generales. Prácticamente sólo esto y no tantos otros extremos como los que ahora son del resorte de la federación, en perjuicio de esa misma federación como dirían aquellos diputados y Rejón mismo (Barragán 1978, 267-8).

En el Congreso, el tema del Poder Judicial se discutió hasta el análisis de la tercera par- te del proyecto de Constitución, en agosto de 1824; se propuso entonces como parte cen- tral de la organización del Poder Judicial el artículo 115, que depositaba este poder en una Corte Suprema de Justicia, en los tribunales de circuito y jueces de distrito. La discusión giró más bien en torno al uso de la voz “Corte”, debate que no alteró en lo fundamental la estructura del artículo propuesto. En torno a esta organización existen diversas opiniones. David Pantoja Morán encontró, en la adopción de esta forma de organización del Poder Judicial, la influencia del modelo federal estadounidense, aunque difería en torno a la designación de los magistrados (Pantoja 2005, 38-9). Barragán, siguiendo la aclaración que hiciera en aquella época el diputado Espinosa y Becerra —al afirmar que el artículo propuesto se reducía a establecer juzgados de primera instancia y tribunales de segunda y tercera—, hizo la siguiente observación:

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La aclaración de Espinosa y Becerra es de enorme importancia, ya que justamente con la aclaración que se nos dio acerca de la voz corte, prueba que se está configurando un poder que apenas nada tiene que ver con el modelo norteamericano, como suele afirmarse ha- bitualmente en sentido contrario. Los tribunales de circuito y los jueces de distrito están naciendo por imperativo intrínseco de que exista una primera instancia, y una segunda y una tercera, según la tradición entre nosotros, según preceptuaban las leyes españolas en vigor, que lo seguirán estando por mucho tiempo más, después de publicada la Constitución de 1824 (Barragán 1978, 271 y 272).§

Una vez adoptada el Acta Constitutiva, se configuraron las dos esferas dedicadas a la administración de justicia. En adelante se culminarían los juicios en todas sus instan- cias en el ámbito de cada estado, terminando con ello la posibilidad que tenían las dos Audiencias en el territorio, México y Guadalajara, de conocer en apelación los asuntos ventilados en las provincias. Esta circunstancia obligaba a los estados a configurar sus tribunales estatales. Éstos se conformaron a semejanza de las Audiencias, el Congreso dictaminó que se remitieran a los tribunales de segunda instancia de los estados, los ex- pedientes civiles y criminales que correspondieran con anterioridad a las Audiencias, a propuesta de la comisión de legislación (Barragán 1978, 279). En la defensa del dictamen de la comisión y ante la preocupación expresada por algunos diputados con respecto a visos de aplicación retroactiva de la ley, argumentaron los diputados Morales y Anaya que:

establecido el sistema federal, los estados quedaron independientes entre sí por lo respectivo a su administración interior, y por consiguiente la Audiencia de México era tan incompetente para seguir conociendo de los asuntos de otros estados, como el Consejo de Indias lo era por nuestra independencia de España. Que los tribunales establecidos en los estados son lo mismo que las audiencias y por tanto no se puede decir que son de los prohibidos por el acta constitutiva, así como aunque durante un proceso se renueven los magistrados del tribunal no se sigue que este ha sido establecido posteriormente al acto que dio motivo al proceso.

Así pues, los tribunales superiores de los estados, en principio, se crearon a semejanza de la Audiencia de México, pero no eran el mismo Tribunal transformado, era uno nuevo en el ejercicio de la soberanía, ello se desprende de la petición realizada por el estado de Michoacán. Con motivo de este dictamen, consignó Barragán que se recibió en el Con- greso una representación que fue leída durante la sesión del día 6 de noviembre, suscrita por Juan Gómez de Navarrete, que señalaba:

§ Énfasis añadido.

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Sr. La Audiencia del estado libre de Michoacán de que tengo el honor de ser miembro, se sirvió autorizarme para que tomase cuantas providencias me pareciesen necesarias, a fin de que se remitiesen de esta capital los autos que estaban pendientes de este estado, y cuyo conocimiento pertenece a aquel estado desde el momento en que por la instalación de su tribunal de segunda instancia, se verificó su independencia y entró en el goce y ejercicio pleno de la soberanía que le declara el acta constitutiva (Barragán 1978, 280-1).

Sin embargo, en la intervención del diputado Jiménez vuelven a aparecer ideas que se prestan a confusión respecto al carácter de los tribunales de apelación que se venían es- tableciendo en los estados, así lo manifestó en su intervención: “que los nuevos tribunales están formados sobre la planta de las antiguas audiencias, y así es evidente que no son de nuevo establecimiento y comprendidos en la prohibición del acta constitutiva” (Barragán 1978, 280-1). Prácticamente todos los tribunales establecidos con este carácter en los estados, si- guieron el modelo de la Audiencia de México, así lo expresaba el diputado Izazaga al co- mentar el próximo establecimiento de una Audiencia en el Estado de México, señalando

la Audiencia de México que se va a nombrar de un día a otro por el gobernador del estado, a propuesta del Consejo, es un tribunal nuevo idéntico a las audiencias de Puebla, Michoacán, Oaxaca y Guanajuato. ¿Hay alguna diferencia entre unas y otras? Dígase cuál es porque yo no la alcanzo (Barragán 1978, 282).

El dictamen que propició la discusión establecía que las causas y procesos civiles y criminales, que se hallaban pendientes en las Audiencias de México y Guadalajara hasta el momento de establecer el sistema federal

se remitirán desde luego aquellas que correspondan a la jurisdicción de otros de los diversos estados que se han formado y cuyos tribunales de segunda instancia a quienes se hará la remisión, estuvieren ya instalados (Barragán 1978, 282).

Lo que destaca, independientemente del carácter de estos tribunales, como ha señala- do desde hace tiempo José Barragán, es la presencia de las leyes peninsulares gaditanas, a las que se les concedía pleno vigor, destacando la del 9 de octubre de 1812, “que tuvo que condicionar no sólo la formación de esas segundas instancias de los estados, sino que aún condicionó el funcionamiento de la misma Suprema Corte” (Barragán 1978, 282). Regresando al tema propiamente de la configuración del Poder Judicial, es conveniente recordar que se había previsto que todas las causas debían substanciarse en cada estado hasta su última instancia y última ejecutoria de sentencia; como un complemento del pro- yecto de Acta Federativa, se establecieron reglas generales a las que deberían someterse los estados en la tramitación de los asuntos, de acuerdo con Barragán estas reglas son

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una calca del correspondiente gaditano: se trata de un conjunto de principios o máximas que, en Cádiz se fueron elaborando poco a poco hasta ser recogidas en su constitución, entrañan el ideal mínimo de justicia a que podía aspirar una nación dentro de la nueva era del constitucionalismo, del estado de derecho (Barragán 1978, 278).

La adopción del sistema constitucional incorporaba una nueva organización del po- der basada en la división del mismo, lograr el equilibrio entre ellos fue un anhelo de los grupos dirigentes mexicanos. En lo que se refiere a la organización del Poder Judicial, se debe partir de la organización que se configuró en el Acta Constitutiva y la Constitución de 1824, ambos documentos dejaron un amplio margen para la organización del Poder Judicial en los estados.

VI. La influencia gaditana en Michoacán. La Constitución Política de Michoacán de 1825

Con la finalidad de poder apreciar los cambios operados con la aplicación de la Constitu- ción de Cádiz, se hace necesario, por lo menos, caracterizar la situación que guardaba la vida jurídica y, principalmente, la justicia penal en Valladolid de Michoacán a fines del siglo xviii y principios del xix. Actualmente, hay mejor información al respecto, su caracterís- tica fundamental consiste en la persistencia de los castigos que caracterizaron al Antiguo Régimen, basados en las penas de carácter corporal (azotes y escarnio en la plaza pública); también se ha podido comprobar lo tardado de los procesos penales en asuntos de natura- leza menor y las circunstancias deplorables que se vivían en las cárceles vallisoletanas. Muy representativos son los casos que estudió Isabel Marín Tello y, particularmente, el castigo a la pena pública a que fueron sometidos un indígena y un mulato en 1781 por cometer un robo en la ciudad, la imagen medieval que acompañaba el espectáculo público en las calles y plazas de la ciudad para ejecutar la pena de azotes era patética; se realizó el cortejo públi- co acompañado de los gobernadores de los barrios de indios, del escribano, los ministros de vara y el verdugo, lo que refleja bien la cultura jurídica que se había construido de muy antiguo y estaba presente en la sociedad (Marín 2008). La Constitución de Cádiz en su primera época de vigencia tuvo una vida muy acci- dentada y efímera en la ciudad de Valladolid, se juró la misma sólo hasta el 7 junio de 1813, el estado de guerra en la provincia había impedido su aplicación (Juárez 2008, 46-7). En agosto del año siguiente (1814), el Virrey Calleja emitía un bando mediante el cual solemnizaba la noticia del 10 de mayo acerca de la posesión al trono de Fernando VII y anunciaba la abolición de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, seis años después, el 5 de junio, el intendente Merino dio a conocer en el seno del ayuntamiento el bando y orden del virrey Apodaca del 31 de mayo para que se promulgara y jurara la Constitución,

TEPJF 85 La Constitución de Cádiz y su influencia... • Jaime Hernández Díaz

tomándose el acuerdo para que, sin demora, se procediera a realizar dicho acto al día siguiente martes 6 a las diez y media de la mañana en la plaza mayor de la ciudad, como en efecto ocurrió (Juárez 2008, 164-5). La promulgación de la Constitución de Cádiz, como bien señala Eva Elizabeth Martínez Chávez, no sólo trajo una nueva forma de elegir a los miembros del ayuntamiento, también fue esgrimida en algunos procesos penales intentando hacer valer sus nuevos postulados. Esto se aprecia en

la causa seguida contra Tiburcio Ramírez, María Vital Hernández, José Ramón Luna, Juana María Hernández, Crisanto Hernández, José Antonio Borja, María Josefa Castillo y Juana María Benítez, acusados por robo a una tienda. El proceso inició el 20 de enero de 1813, meses antes de promulgarse la Constitución, sin embargo, en septiembre de 1813 —tres meses después de ser jurada la Constitución en la provincia— el defensor de Juana María Benítez, Miguel Palacios, expuso al alcalde que de lo actuado en el proceso se desprendía que a su defendida no le resultaba delito alguno que mereciera pena corpo- ral y por tales méritos pedía que [...] (Martínez 2008)

Conforme a lo previsto por la sabia Constitución política de la monarquía respecto a que en cualquier estado de la causa se ponga en libertad al reo, cuyo delito no sea grave y digno de pena corporal, se dejara en libertad bajo fianza a la procesada. Hizo la misma solicitud el defensor de Crisanto Hernández y María Josefa Castillo, Luis Chávez, los ar- gumentos utilizados por ambos defensores se encontraban contemplados en el capítulo de la Constitución que regulaba la administración de justicia en lo criminal. El alcalde que debía dictar sentencia pidió asesoría al licenciado José María Ortiz Izquierdo, quien además era regidor del ayuntamiento y determinó conceder la libertad bajo fianza a los reos que la solicitaron de acuerdo a lo dispuesto por la Constitución política de la monar- quía española§ (Martínez 2008, 70-1). Antes de analizar la configuración de los tribunales de justicia en la primera Constitu- ción michoacana, conviene revisar la discusión que se generó en el seno del Congreso, en la que se aprecia claramente la influencia que seguía teniendo la Constitución de Cádiz; esto permite conocer las ideas que se quedaron en el camino, pero que expresan concep- ciones y problemas que estarían presentes en el estado de Michoacán a lo largo de toda la primera mitad del siglo xix. El Congreso Constituyente abordó el tema de la organización de los tribunales, lamen- tablemente no se han podido localizar algunos proyectos que están consignados en Acta, como los presentados por los diputados Lejarza y Salgado, mismos que son mencionados

§ Énfasis añadido.

86 México en Cádiz, 200 años después...

en la discusión del día 22 de mayo de 1824, fecha en que fueron retirados por sus autores para entrar a discutir el plan sobre el establecimiento del Tribunal de Justicia, cuyo exa- men estaba reservado para esa sesión. En realidad, se desprende que dicho plan era el esta- blecimiento del Tribunal de Segunda Instancia, denominado Audiencia, pues la discusión se refirió a si “la Audiencia ha de constar de dos Salas compuestas de seis individuos permanentemente dotados del fondo público o de menos numero”, se declaró la votación por lo primero, salvo el voto de Isidro Huarte (Actas y Decretos 1975, 58). De las actas del mes de mayo se desprende que existía la preocupación de abordar los tribunales tanto de primera instancia como los de apelación, se consigna, inclusive, en la sesión del día 20 de mayo de 1824, que el presidente del Congreso había presentado un plan respecto al establecimiento del Tribunal de Primera Instancia (Actas y Decretos 1975, 55), sin embargo, en las siguientes sesiones el Congreso se concentró, en principio, en el diseño del Tribunal de Segunda Instancia, no obstante que en la sesión extraordina- ria celebrada el 25 de mayo se dio segunda lectura al plan que presentó el presidente de la Asamblea Legislativa respecto al establecimiento de un Tribunal de Justicia en Primera Instancia, mismo que fue admitido a discusión y turnado para su análisis a la comisión de legislación y justicia (Actas y Decretos 1975, 62). La creación del Tribunal de Apelación se discutió entre el 22 de mayo de 1824 y el 1 de enero de 1825; su aprobación no suscitó mayores controversias, es probable que lo más destacado represente, primero, el tema relativo a la escasez de abogados en el Estado para integrar este órgano judicial, razón por la cual originó se buscaran alternativas provisio- nales; así se desprendió la intervención del diputado Villaseñor, que decía

que si por la escasez de letrados no pudiese establecerse pronto el tribunal de que se trata, en la totalidad de Ministros de que debe componerse conforme a esta nueva ley, se formara por lo menos, con arreglo a ella una sala de segunda instancia (Actas y Decretos 1975, 66).

En segundo lugar, queda claro que para la elaboración final del decreto de creación de dicho Tribunal, se basaron en la legislación emitida por las Cortes Españolas, para lo cual se consignó en actas la elaboración de un plan para su instalación que consistía en

que la Comisión entresaque del Decreto de las Cortes de España sobre arreglo de tribunales y de la Constitución Española los artículos que corresponden a este tribunal, según el actual sistema y demás circunstancias con que debe formarse, pasándole igualmente las adiciones que presentó la misma, y se leyeron por primera vez en la sesión de hoy; que con todos estos documentos forme el proyecto de ley que marque las atribuciones y arreglo del repetido tri- bunal con lo que más que le toque (Actas y Decretos 1975, 68).§

§ Énfasis añadido.

TEPJF 87 La Constitución de Cádiz y su influencia... • Jaime Hernández Díaz

Finalmente, en la sesión del 1 de junio de 1824 se dio cuenta de la minuta de decre- to acerca de la formación del Superior Tribunal de Justicia y en esa misma sesión se decretó que el nombramiento de los integrantes de la Audiencia lo haría el Congreso, situación que debió haber sido controvertida, ya que el presidente del Congreso pidió se asentara en acta el sentido negativo de su voto (Actas y Decretos 1975, 70-1). Una vez aprobado el dictamen, en la sesión del día 8 de junio de 1824, para proceder a la elección de los oidores, se resolvió que los diputados llevaran en la siguiente sesión lista de todos los individuos que juzgaran aptos. Por otra parte, el tema de la justicia en primera instancia y, por ende, las funciones ju- diciales de los alcaldes, se abordó al discutirse el proyecto de ley acerca de ayuntamientos presentado por la Comisión de Constitución, en el que se contemplaba separar a los alcal- des de los ayuntamientos, seguramente pensando en otorgarles funciones que diferencia- ran los aspectos judiciales o contenciosos de los administrativos. Así se desprendió de la intervención de Isidro Huarte, quien manifestó su oposición al proyecto que disociaba a los alcaldes de los ayuntamientos, y lo hizo considerando que los alcaldes, según él,

ejercen una administración meramente económica y no judicial como supone el dictamen de la comisión, pues el ejercicio de jueces conciliadores, y la obligación de impedir los de- sórdenes, no se comprende en el ramo de justicia; que a más de esto, en los lugares donde se escasea la gente de algunos conocimientos no se puede conseguir número suficiente de individuos para la alternativa, cuya dificultad se disminuye formando los alcaldes un cuerpo con los regidores (Actas y Decretos 1975, 453).

En el fondo de la discusión estaba el papel que la Constitución de Cádiz y su reglamen- tación ordinaria les había otorgado a los alcaldes constitucionales en materia de justicia; por ello, el diputado Pastor Morales expresó lo que seguramente fue el argumento de la comisión para proponer la separación de los alcaldes de los ayuntamientos, en su inter- vención del día 6 de diciembre de 1824, manifestó:

Que es contra derecho público dar lugar a los Alcaldes en el Ayuntamiento, porque las atribuciones de uno y otro, son notablemente distintas, pues las de los Alcaldes se contraen únicamente a la aplicación de las leyes civiles y a los derechos individuales en puntos con- tenciosos, cuya atribución, sólo por la pequeñez de los objetos, se distingue de la de los jueces de primera instancia (Actas y Decretos 1975, 451-2).§

§ Énfasis añadido.

88 México en Cádiz, 200 años después...

Así pues, la tesis sustentada por Pastor Morales constaba de distinguir las funciones judiciales de los alcaldes y justificar, por ello, su separación de los ayuntamientos; para fortalecer estas ideas señalaba que esta separación

se confirma reflexionando que están subordinados a las Audiencias o Tribunales de justicia, por el recurso de nulidad; cuando los Ayuntamientos cuidan solamente de la policía, de seguridad, salubridad y comodidad, de los censos y contribuciones (Actas y Decretos 1975, 451-2).

En su intervención partía también de la experiencia práctica que había resultado de la aplicación de la Constitución de Cádiz, ya que afirmaba que no haber tomado en cuenta esta separación de alcaldes y ayuntamientos por sus funciones representaba consecuen- cias importantes:

por haber violado esta regla; han resultado en los pueblos, entre ambas autoridades, graví- simos disgustos, y contiendas perniciosas, a que se agrega, que de este modo se reducen a nulidad los Ayuntamientos, por que la Autoridad judicial que preside a sus deliberaciones intimida a sus miembros, y se expone a ejercer sobre ellos un influjo despótico (Actas y Decretos 1975, 451-2).

Aprovechó la intervención de Huarte, quien había señalado que la existencia de alcal- des en ayuntamientos se había establecido en la Constitución española, y así también se había establecido en las constituciones de otros estados, a lo que Pastor Morales señaló que “no era razón de peso ello”. Lo que sirve para confirmar la idea de que en la elabora- ción del texto constitucional, los diputados michoacanos no se reducían simplemente a realizar las copias de otras constituciones. De esa manera, Morales realizó una intervención interesantísima digna de transcri- birse íntegramente,

Que nada hace contra estas reflexiones, ninguno de los ejemplos citados por el señor preo- pinante [Isidro Huarte], pues la Constitución Española se contrae al sistema de Monarquía moderada, y es de admirar que los otros Estados no hayan puesto atención en estos puntos, o porque se hallan en diferentes circunstancias de las que hay en éste, o porque sean preo- cupados con los ejemplos de la Europa, los cuales aunque respetables, no quitan la libertad para que no se discurra conforme a ellos, así como la han tenido aun algunos individuos particulares para desviarse de las tradiciones de muchos siglos y que, puntualmente, a estos se debe la regeneración de los Gobiernos (Actas y Decretos 1975, 451-2).§

§ Énfasis añadido.

TEPJF 89 La Constitución de Cádiz y su influencia... • Jaime Hernández Díaz

El debate del artículo propuesto por la comisión que diferenciaba a los alcaldes de los ayuntamientos continuó el 7 de diciembre. Desafortunadamente, no hay mayores elemen- tos en el acta salvo que consigna que, habiéndose presentado más razones o argumentos del tema, se declaró por suficientemente discutido y que “la mayoría se decidió por la ne- gativa; y a consecuencia propuso el señor Huarte, el artículo redactado en estos términos: “Habrá Ayuntamientos compuestos de Alcaldes, Regidores y Síndicos, a cuyo cargo estará el régimen interior de los pueblos” (Actas y Decretos 1975, 455), mismo que fue aprobado. En el acta de la sesión del 22 de abril de 1825 se consignó el inicio, un día antes, de la organización del Poder Judicial, y en la sesión del 29 de abril, se procedió a discutir el ar- tículo sexto correspondiente al capítulo segundo del Poder Judicial. El proyecto contem- plaba la creación de tribunales de primera instancia en todas las cabeceras de partido que atendieran los negocios comunes. Estos tribunales incorporaban formas de una justicia no oficial o ciudadana no letrada, ya que se compondrían de uno de los alcaldes y de dos vecinos nombrados por los ayuntamientos, mismos que serían renovados cada tres meses y tendrían la facultad de conocer a prevención (Actas y Decretos 1975, 264). Se opusieron al artículo los partidarios de una justicia letrada o profesional. Isidro Huarte expuso argumentos que tenían que ver con la pronta resolución de los asuntos, lo que según él sería poco viable por el carácter de legos de los alcaldes y la necesidad que tendrían de consultar asesores para sus deliberaciones, además de la escasez de indivi- duos de medianas luces con capacidad para administrar justicia; terminaba su interven- ción proponiendo que

la administración de justicia en primera instancia debe ejercerse por Jueces de Letras e ínte- rin las circunstancias permiten el establecimiento de éstos por los Alcaldes constitucionales de las cabeceras de Partido, en los términos que se acordó por este honorable Congreso. (Ac- tas y Decretos 1975, 264).§

Apoyó la intervención de Isidro Huarte el diputado Villaseñor, quien argumentó que, a excepción de uno u otro, “generalmente todos los demás son muy ignorantes y por lo mis- mo carecen, como acredita la experiencia, de individuos capaces de administrar justicia” (Actas y Decretos 1975, 265). En este debate se expresó una corriente de diputados favorable al carácter electivo de los jueces, como una forma además de contener la intromisión del Poder Ejecutivo, tal como lo proponía la comisión redactora, uno de sus mejores exponentes fue el diputado Lloreda, quien manifestó:

§ Énfasis añadido.

90 México en Cádiz, 200 años después...

que atendida la naturaleza del sistema republicano, parece más conforme que los jueces que se establezcan sean elegidos y nombrados inmediatamente por el Pueblo, y no por el gobierno, pues en este caso una parte del Poder Judicial se entendería como emanación del Ejecutivo, lo que desde luego sería confundir a los Pueblos (Actas y Decretos 1975, 264-5).

La intervención del diputado presidente llama la atención, pues en ella parece intentar equilibrar los argumentos; no obstante, se pronuncia por la facultad de los alcaldes para administrar justicia. Por una parte, reconocía las limitantes de los pueblos caracterizados por carecer de elementos aptos para desempeñar el cargo, así como los inconvenientes que ello acarrearía en la administración de la justicia; sin embargo, afirmaba, por otro lado, que debía reconocerse a

la justicia que parecía fundar un derecho de propiedad a favor de los Pueblos respecto de nombrarse sus jueces inmediatos; que las dos opciones tienen fundamentos gravísimos; [las pronunciadas en contra por Huarte y Villaseñor y las de Lloreda a favor] pero siendo forzoso elegir, le parecía más conveniente la segunda por las razones que ya tenía producidas, y prin- cipalmente por la reflexión de que hasta en los gobiernos despóticos se había respetado la jurisdicción de los Alcaldes, que por eso ha conservado la denominación de ordinaria; que en México siempre se les conservó como en las demás ciudades y villas no obstante la propensión del Gobierno Español a extender los privilegios de los letrados (Actas y Decretos 1975, 264-5).

En esta ocasión se impuso la corriente partidaria de dar cabida en asuntos de jus- ticia a los alcaldes, después de debatirse, sin embargo, sólo se aprobó la primera parte del artículo en los siguientes términos “En todas las cabeceras de partido habrá para los negocios comunes, tribunales de primera instancia, compuesto de uno de los Alcaldes que conocerán a prevención [...]” (Actas y Decretos 1975, 264-5)§ y se dejó pendiente otra parte que se refería a la participación de los habitantes del municipio a propuesta de los ayuntamientos. La elaboración de la Constitución Política de Michoacán se inscribió en el proceso del constitucionalismo que inundó todo el espectro político latinoamericano a raíz de la Independencia; de esta forma recibió la influencia no sólo de teóricos del momento, sino de modelos adoptados. Por otra parte, el sistema federal adoptado hacía necesario que el Constituyente michoacano, a la hora de elaborar la Constitución local, tuviera presen- te tanto el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, como la Constitución Política Mexicana de 1824, ambos documentos en la misma jerarquía, como quedó consignado en el artículo 3 de la Constitución del Estado de Michoacán.

§ Énfasis añadido.

TEPJF 91 La Constitución de Cádiz y su influencia... • Jaime Hernández Díaz

Los trabajos del Congreso Constituyente michoacano tuvieron su culminación con la aprobación de la Constitución Política del Estado en el mes de julio de 1825. Constaba de 223 artículos divididos en nueve títulos y una sección llamada Artículos preliminares. La ley fundamental de 1825 fue el primer ordenamiento jurídico de esa jerarquía en el estado. De conformidad con lo dispuesto en la Constitución federal de 1824, adoptaba el sistema de división de poderes en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Destaca este ordenamiento por el reconocimiento expreso que hace a la organización municipal en la entidad y su gobier- no político constituido por ayuntamientos. Administrativamente, el estado se dividió en cuatro departamentos, al frente de los cuales se encontraba un jefe político denominado prefecto y 22 partidos. En los artículos preliminares se especificaba el nombre que adoptaba el nuevo estado, aceptaba la religión católica como única y señalaba los derechos fundamentales del hom- bre: libertad de hablar, escribir, igualdad jurídica; garantizaba el derecho de propiedad y la seguridad para todos los ciudadanos, y concedía el derecho a los michoacanos para participar en la elección de sus representantes en los diversos órganos de poder existentes. Los diputados dedicaron el capítulo IV, del título cuarto, a regular la administración de justicia criminal, recogiendo las ideas de los principales publicistas de la época. Con una clara influencia de la Constitución de Cádiz de 1812, la Constitución michoacana de 1825 estableció, en materia penal, un procedimiento criminal con el interés de proteger la libertad individual y en contra de cualquier acto de arbitrariedad en las personas, basado en las prácticas y costumbres judiciales del régimen colonial, aunque adaptadas al espíritu liberal de la época. Así, en su artículo 162, estableció que para proceder a detener a algún habitante y colocarlo en calidad de preso, debería elaborarse la información sumaria del hecho por el que mereciera ser castigado con pena corporal. Al igual que en la práctica judicial durante la Colonia, éste distinguía entre una declaración inicial y la confesión del reo, especificando que la primera debería hacerse en un plazo no mayor de 48 horas posteriores al arresto del detenido, instruyéndolo respecto a quién era su acusador, en caso de que lo hubiera, para evitar, con ello, la acusación anónima o secreta que en casos de justicia especial había prevalecido en la época colonial durante el proceso inquisitorial. A los constituyentes michoacanos, que tenían evidentes tendencias liberales, les preo- cupó poner barreras a las detenciones de carácter arbitrario, por lo que establecieron con toda precisión los requisitos que deberían cumplirse para poder colocar en calidad de presos a los individuos que, privados de su libertad, habían cometido algún ilícito; de este modo, los diputados especificaron en el artículo 164, cuatro requisitos para su realización:

1) Orden de prisión firmada por autoridad competente. 2) Que el mandamiento expresara los motivos de la prisión. 3) Que se notificara al reo. 4) Que aquel documento se entregara al alcalde, firmado por la autoridad que había de- cretado la prisión.

92 México en Cádiz, 200 años después...

Igualmente, en la detención de las personas se exigía que hubiese, por lo menos, indicios o semiplena prueba, para proceder las primeras averiguaciones en busca de mayores ele- mentos, con la finalidad de proseguir el proceso y agotarlo en un plazo máximo de 70 horas. Se puede afirmar que la primera Constitución michoacana, en materia de penas para castigar a los delincuentes se colocaba en la línea liberal y humanista que se apoderó del derecho penal de la época, al prohibir el castigo de azotes, no aceptándolos tan siquiera “como vía de corrección”, y cancelando igualmente las penas afrentosas “de exponer a los delincuentes al escarnio público”. Reconocía la pena de prisión como la más importante, limitada a un plazo máximo de ocho años, prohibiendo la detención de carácter perpetuo, precisando que las cárceles “deberían servir sólo para seguridad y no para mortificación de los reos”, por lo cual prohibía “la incomunicación de los mismos y su confinamiento en departamentos especiales por separado” (Actas y Decretos 1975).

VII. Fuentes consultadas

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TEPJF 95

Mesa 2

Libertad de expresión y participación política

Guerra, Constitución y libertades públicas en el proceso de la Independencia de México

Marco Antonio Landavazo*

SUMARIO: I. Una revolución política; II. Guerra y revolución en el campo insurgente; III. Conclusión, IV. Fuentes consultadas.

Historiadores, juristas y politólogos han discutido, en los últimos tiempos, los alcances y límites del consti- tucionalismo gaditano en América Latina y, en particular, para el caso de México. Durante mucho tiempo, la Consti- tución de Cádiz estuvo prácticamente ausente en la histo- riografía mexicana, preocupada ésta por hacer más bien la apología del movimiento insurgente. En años recientes, y con el influjo de una renovada historiografía, los historia- dores han examinado de manera muy inteligente el ámbito de lo político en el proceso de la Independencia, lo que llevó a su vez a una revaloración del liberalismo gaditano. Para algunos colegas, sin embargo, se ha caído en un ex- ceso y se ha terminado por darle demasiada importancia a Cádiz y sus efectos, de manera que se ha incidido en el ex- tremo, a su vez, de dejar de lado la experiencia insurgente.

* Universidad Michoacana de San Nicolás, Instituto de Investigaciones Históricas.

99 Guerra, Constitución y libertades públicas... • Marco Antonio Landavazo

En este trabajo no se entrará en esta discusión, pero se cree que no debe soslayarse si se ha de hablar del impacto de Cádiz en México, en particular en lo que tiene que ver con la libertad de expresión y la participación política. Cádiz e insurgencia, constitucio- nalismo y guerra: éstos que parecen ser los polos de un debate estaban en realidad más vinculados de lo que puede parecer, y remiten también a una serie de ambigüedades y contradicciones de los que estuvo hecho el proceso de la Independencia y de la transición a la modernidad política en México, en las primeras décadas del siglo xix.

I. Una revolución política

Se debe empezar por reconocer que con las Cortes de Cádiz y su labor constituyente surgió el constitucionalismo liberal y todo lo que está asociado a él: la negación del ab- solutismo y el advenimiento de la idea de la soberanía nacional; el establecimiento de un régimen representativo; la separación de poderes y las elecciones como método de formación del gobierno; el individualismo y la ciudadanía como formas de concebir al hombre en su relación con la sociedad, y el declive del corporativismo como fundamento de la organización social; en fin, apareció y se difundió la libertad de opinión y de prensa y se gestó el fenómeno moderno de la opinión pública. La Nueva España, como toda la América española, fue, desde luego, partícipe de ese gran movimiento. Pero se sabe ahora que ese proceso de modernización política fue gradual y no estuvo exento de ambigüedades. Las primeras declaraciones de las Cortes de Cádiz, justamente en la apertura de sus sesiones el día 24 de septiembre de 1810, no dejan duda de ello. El diputado por Extremadura, Diego Muñoz Torrero, leyó un proyecto de decreto, aprobado posteriormente en su totalidad, en el que planteaba una suerte de declaratoria de los alcan- ces y límites de las Cortes: mientras que el punto número 2 establecía que los diputados reconocían y juraban “por su único y legítimo rey al señor Fernando VII”, el punto número 1 señalaba que los diputados que formaban el Congreso representaban a la nación española se constituían en Cortes Generales y Extraordinarias y que en ellas residía “la soberanía nacional”. Estas proposiciones, junto a otras cuatro más que dieron forma a lo que después se conoció como el Decreto 1 de 24 septiembre de 1810, fueron la base, en palabras del conde de Toreno, de “todas las resoluciones posteriores de las Cortes” (Toreno 1953, 288-9). Aunque las ideas de soberanía nacional se habían expresado con anterioridad,1 desde cierto punto de vista, el triunfo de tales ideas se produjo cuando fueron hechas suyas por

1 Cuando menos un par de años atrás, cabe recordar, por ejemplo, las proposiciones del poeta Manuel José Quintana y sus contertulios, formuladas desde 1808 en el Semanario Patriótico que empezó a publicarse en Madrid a partir de septiembre de ese año. En el primer número del Semanario, por ejemplo, se afirmaban cosas como éstas: “el poder supremo, la verdadera soberanía reside en la Nación”, o “todo poder constituyente emana del pueblo sin que pueda tener otro origen”. Véase, al respecto, Guerra 1993 (230-3).

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las Cortes y elevadas a principio constitucional.2 Existe, desde luego, un debate acerca del significado correcto que debe atribuirse a la declaración de las Cortes, que va de las pos- turas que intentan fundar la idea de soberanía nacional en la tradición filosófica y política española de corte escolástico, hasta aquéllas que afirman que el postulado constitucional y la misma Carta Magna abrevaban no de la tradición española, sino de las ideas políticas de Francia revolucionaria. Se trata, este último, de otro debate al que no se entrará, pero cuya referencia puede servir para insistir en las complicaciones y ambigüedades del periodo, que a su vez ayudan a explicar por qué un planteamiento adoptado por las Cortes españolas como el de la soberanía nacional, que atentaba contra la autoridad del monarca tal y como venía enten- diéndose antes de 1808-1810, no provocó de inmediato ni entre todos los novohispanos una reacción de rechazo. Finalmente, las Cortes habían reconocido a Fernando VII como “su único y legítimo rey”. Y aunque para Miguel Artola este reconocimiento debe ser entroncado “con la doctrina de una nueva elección, por la que la nación libre y soberana se da un rey” (Artola 1999, 363), para algunos novohispanos esa declaración obraba como un elemento legitimador. Así se deja ver, por ejemplo, en una carta de Francisco de las Piedras, realista y funcio- nario menor, que empezaba así:

Toda potestad legítima viene de Dios, y el que conspira contra ella comete el mayor de los crímenes. Nuestro gobierno, esto es, las Cortes instaladas en España con voluntad de nues- tro Soberano Captibo, es inconcusamente legítimo, nos gobierna en su Real nombre y bajo los vínculos más estrechos del más tierno amor y benignidad (Piedras 1812, 75).

El argumento parece ser, si no certero, sí bastante claro: las Cortes eran el gobierno le- gítimo en la medida en que gobernaban con la voluntad y en el “Real” nombre de Fernan- do. Las Cortes reconocieron a Fernando como rey y la Constitución estableció un régimen de gobierno monárquico, por supuesto, pero en realidad obraban en nombre de la nación, como lo declararon en su primera sesión. Sin embargo, para Francisco de las Piedras el rey seguía siendo la autoridad soberana. He ahí una clara muestra de las transacciones históricas propias del periodo. Sin embargo, el movimiento de nuevas ideas y prácticas políticas que se puso en mar- cha terminó por ser imparable. El surgimiento de la opinión pública —una de las figuras

2 Justamente el artículo tercero de la Constitución de la Monarquía Española aprobada en marzo de 1812, cuyo enunciado inicial reza “La soberanía reside esencialmente en la nación”, reafirmó la idea de la soberanía nacional. Pero fue más allá: el aparentemente simple agregado del adverbio modificó de raíz el sentido de la formulación, pues con ello se sentaron las bases de una nueva forma de legitimidad, propia de la modernidad política. El conde de Toreno, al pronunciarse a favor del añadido, argumentaba que de esa manera se postulaba el carácter inalienable de la soberanía, que se volvía un atributo consustancial a la nación. Véase Ferrer 1993 (56).

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principales de la modernidad política— cobró, por ejemplo, una significación especial. Y es que a raíz de la crisis de 1808 se observó una oleada nunca antes vista de todo tipo de discursos —orales, escritos, ceremoniales, simbólicos, icónicos—, que echaron mano de diversos géneros literarios —sermones, cartas, poesía, canciones, sátiras, catecismos, y los recién creados periódicos y gacetas—. Se produjo así lo que François-Xavier Guerra ha denominado una “gigantesca toma de la palabra”. En el origen de estos discursos se hallaba la necesidad de legitimar la resistencia a Napoleón y la obediencia al rey, y constituir los nuevos poderes. Pero por la forma en que se produjeron acarrearon transformaciones pro- fundas: por un lado rompieron con el esquema vigente en el que era atributo exclusivo de las autoridades la publicación de textos o por lo menos su control, pues la iniciativa venía ahora de la sociedad; y por el otro, las circunstancias llevaron a imprimir y reimprimir una enorme cantidad de textos, lo que reforzaba “un espacio de comunicación muy unifi- cado, germen de un futuro espacio global de opinión” (Guerra 2002, 125-47). Guerra ha advertido que en este proceso de creación de un espacio de discusión se pro- dujo un cambio fundamental, pues de los problemas prácticos de constituir un gobierno unificado y legítimo se pasó a la discusión pública de los altos asuntos del gobierno, aunque ciertamente la discusión se dio en círculos restringidos —gobiernos, juntas y tertulias—. De esta manera, se está ante los orígenes de la opinión pública moderna: el uso público de la razón, la diversidad de opiniones, la discusión respecto de asuntos antes reservados a los gobernantes. Y en tanto el pueblo bajo era considerado por los sectores ilustrados como carente de luces y por tanto presa de sus pasiones, los escritos y, principalmente, la prensa, se concibieron en “una óptica pedagógica”, esto es, como un medio para ilustrar al pueblo y para formar la opinión. Obviamente, con la coyuntura de la guerra, los textos que se elaboraron buscaban hacer la apología de la causa propia y desacreditar al adver- sario, y por ello tendían a la unanimidad u homogeneidad de opiniones; las publicaciones se movieron entonces en un registro de la lucha de propagandas en donde se trataba de movilizar y no de convencer (Guerra 2002, 125-47). Fue tal el impacto de esta avalancha de escritos, potenciada por la libertad de impren- ta decretada por las Cortes gaditanas en noviembre de 1810, que en la Nueva España el virrey Venegas decidió suspender dicha libertad, medida que continuó su sucesor, Félix Calleja, en 1813. En una carta enviada al ministro de Gracia y Justicia español en junio de aquel año, Calleja explicó que el público empezó a usar el derecho que se le concedía y “principió también a abusar de la libertad de imprenta”, produciéndose en los ánimos una “general agitación”, peligrosa, dijo, pues fue aprovechada por algunos “hombres per- versos” para provocar un “movimiento popular” que sirviera de ocasión para sus miras. Esas razones fueron las que llevaron al virrey Venegas y a la Audiencia a suspender “la indicada libertad”, explicó Calleja, por bando del 5 de diciembre de 1812, para “precaver las especies sediciosas que se esparcieron y el fomento de la división” (Calleja 1813a). Para el virrey Calleja, las circunstancias de rebelión y alzamiento en la Nueva España no eran “compatibles” con la libertad de escribir.

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Otro elemento fundamental de la revolución política que se desarrollaba en todo el mundo hispánico fue el impacto que tuvieron los procesos electorales en los que los ame- ricanos participaron a partir de 1809. En este año tuvieron lugar las primeras elecciones generales en la América española para enviar representantes ante la Junta Central en España. Aunque los diputados americanos no llegaron a formar parte de la Junta pues ésta se disolvió en enero de 1810 —por causa de la invasión francesa a la península, que alcanzaba para entonces a Andalucía— y algunos americanos objetaron la inequidad en la representación respecto de la metrópoli —más de 30 representantes españoles frente a menos de 10 americanos—, las elecciones se realizaron de cualquier modo y constituyeron un hito político de la mayor trascendencia: como han señalado François-Xavier Guerra y Jaime E. Rodríguez fue el primer ejercicio cívico en América para elegir representantes de un gobierno para el conjunto de la monarquía española y el primer paso hacia la política y los regímenes representativos modernos. Pero de mayor impacto quizá, para el caso de la Nueva España, fueron las elecciones posteriores, las de 1810 para enviar diputados a las Cortes Españolas y las de 1812 para formar ayuntamientos constitucionales y diputaciones provinciales y elegir nuevamente diputados a Cortes. Las primeras fueron muy accidentadas, pues tuvieron lugar en un contexto de rebelión civil apenas iniciada, de tal suerte que no todas las regiones del con- tinente pudieron finalmente llevarlas a cabo. En Nueva España, por ejemplo, se eligieron 20 de los 25 diputados que le correspondían, pero de ésos sólo pudieron llegar 15 a la península. La Regencia se vio obligada a elegir, de entre los americanos que residían en Cádiz por entonces, a 30 diputados “suplentes”, no sin que se produjeran en algunas pro- vincias reacciones de desaprobación. Como quiera que haya sido, lo cierto es que las elec- ciones se realizaron en la Nueva España, con un resultado explosivo: fueron controladas por los criollos. Las de 1812 tuvieron también un carácter altamente significativo: fueron las prime- ras elecciones no organizadas por los ayuntamientos, es decir, las primeras elecciones populares aunque ciertamente de tipo indirecto. Ello permitió una amplia presencia de sectores populares, a los que se les abría como una novedad la participación política y electoral. No fue sorpresa que de nuevo los americanos hayan resultado triunfadores, incluso con la colaboración de simpatizantes de la insurgencia como ocurrió, por ejemplo, en la Ciudad de México o en Querétaro. En un carta que envió al ministro de la Gober- nación de Ultramar el 22 de junio de 1813, el virrey Calleja informaba que al igual que en la capital del reino, en Querétaro se había hecho exclusión en las elecciones “de todo europeo y americano honrado” habiéndose elegido sólo sujetos “inhábiles y defectuosos” (Calleja, 1813b). Como resultado de los procesos electorales de 1812 se establecieron, además, los nue- vos órganos de gobierno local creados por la Constitución: diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales. Estos últimos, en la medida en que podían establecerse

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en poblaciones con al menos mil habitantes, representaron una transferencia de poder del centro a la periferia. Claro que el regreso de Fernando VII al trono español en 1814 trajo consigo la abolición del orden constitucional. El 22 de marzo de ese año el monarca entró a territorio español, el 12 de abril diputados conservadores conocidos con el nombre de los “persas” dieron a conocer la famosa representación en la que pedían precisamente la derogación de la Constitución, y el 4 de mayo Fernando emitió su decreto en el que se ordenaba la disolución de las Cortes y la abolición de la carta gaditana. En menos de dos meses, tras su regreso del cautiverio francés, el rey anulaba una destacada labor constitu- cional. Pero el impacto en términos del aprendizaje político en clave liberal que vivieron las provincias americanas a raíz de la crisis dinástica de 1808, y principalmente tras la experiencia constitucional gaditana, era ya un hecho innegable.3

II. Guerra y revolución en el campo insurgente

Por eso mismo, la labor insurgente, con todas sus ambigüedades y contradicciones en ma- teria ideológica, acusó también y sin embargo, ese impacto político y social de la revolución liberal. Si las referencias a ideas y nociones políticas tradicionales estaban presentes en el discurso y en la práctica de los rebeldes, también lo estuvieron el pensamiento y las actitu- des ilustradas y modernas, muy allegadas a la experiencia del incipiente liberalismo político. Algunos indicios se pueden encontrar, sin duda, en la prensa rebelde, por ejemplo, en sus títulos, que hacen eco de los nombres de los periódicos españoles modernos que dieron forma a una verdadera prensa revolucionaria —el Semanario Patriótico o el Es- pectador Sevillano— y que revelan, también, una voluntad ilustrada y protoliberal —por decirlo de alguna forma— de constituir un espacio independiente de opinión pública y de servir de medios de educación cívica del pueblo: El Despertador Americano (impreso en Guadalajara por el doctor Francisco Severo Maldonado, desde el 20 de diciembre de 1810 al 17 de enero de 1811); el Ilustrador Nacional (fundado por el doctor José María Cos en Sultepec y que vio la luz el 11 de abril de 1812 para fenecer el 16 de mayo de ese mismo año); el Ilustrador Americano (que se imprimió entre mayo de 1812 y abril de 1813, en Sultepec y Tlalpujahua y en el que colaboraba Andrés Quintana Roo, además de Cos) y el Semanario Patriótico Americano (que editado también en Sultepec en julio de 1812, reunió las plumas de Quintana Roo, Cos y Francisco de Velasco). El Ilustrador Nacional, continuación del El Despertador Americano, planteaba, por ejemplo, en su nuevo nombre un propósito y una declaración de principios: buscaba

3 Acerca de esto pueden consultarse tres interesantes libros: La escritura de la Independencia de Rafael Rojas (2003); La formación del gobierno de Alfredo Ávila (2002) y El primer liberalismo español de Roberto Breña (2006).

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“ilustrar” al público en el doble sentido de la palabra, instruir y llevar las luces, y se pre- sentaba a sí mismo como el periódico de la nación, tal y como se expresa abiertamente en su prospecto: “Por él sabréis a fondo las pretensiones de la nación en la actual guerra, sus motivos y circunstancias y la justicia de nuestra causa”. El Ilustrador Americano, por su parte, recuperó el apelativo americano para tomar distancia otra vez de los europeos pero sin desprenderse del adjetivo nacional, pues se refería de continuo a la “nación americana”. El Semanario Patriótico Americano representó un paso más: el Ilustrador Americano quedó reservado para la publicación de partes oficiales y de guerra, mien- tras que el nuevo periódico se dirigió a exponer los “principios de la sana política y las máximas primitivas del derecho de las naciones” y para llevar la “ilustración al público”: su primer número, dedicado una vez más a justificar los motivos de la rebelión, apelaba a la razón (el título del texto es “Clamores de la razón”) y discurría acerca de principios de gobierno, libertad y despotismo. Las ideas de autogobierno, autonomía política e independencia fueron creciendo vertiginosamente, a partir de 1808. Las Cortes gaditanas le dieron un impulso cuando emitieron esa célebre declaración dirigida a los americanos, en principios de 1810, que aseguraba: “desde este momento os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes […] vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos” (Consejo de Regencia, 1810). Asumida esa condición de hombres libres y constructores de su propio destino, los dirigentes insurgentes se dieron a la tarea de construir instituciones: la Suprema Junta Nacional Americana, el Congreso de Chilpancingo, la Constitución de Apatzingán o el Tribunal de Ario. Una revisión rápida de los documentos de creación de estas instituciones pone de re- lieve la genealogía de los propósitos institucionalizadores de la insurgencia, en un registro políticamente moderno, republicano, liberal en algunos aspectos, aunque francamente conservador en otros como en materia de religión. A manera de ejemplo se puede decir que el artículo 4 de la Constitución de 1814 establecía que los ciudadanos tenían el dere- cho “incontestable” de establecer el gobierno de su conveniencia, así como de alterarlo, modificarlo o abolirlo; el artículo 5 prescribía que la soberanía residía originalmente en el pueblo y su ejercicio en la representación nacional; el 24 postulaba que la felicidad del pueblo y de los ciudadanos consistía en “el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad”; y en la segunda parte capítulo dos, por su parte, se establecía la división de poderes y la supremacía del Poder Legislativo (Lemoine 1974).

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III. Conclusión

Para terminar, se señala que la Independencia de México no sólo fue el proceso mediante el cual la Nueva España se separó de la península, sino fue parte de una serie de transfor- maciones políticas y sociales que podrían considerarse de índole revolucionaria. No se trató de una revolución social propiamente, pero sí de una revolución política, que impli- có a todo el mundo hispánico: a España, a la América española y a México. En la medida en que esa revolución política se produjo a raíz de la crisis de 1808, su fase inicial tuvo lugar en la península y se expresó, inicialmente, en la guerra de resistencia a los franceses en su vertiente institucional: las juntas; después, adquirió una mayor envergadura con el establecimiento de las Cortes, en la ciudad de Cádiz, y su labor constituyente y legislativa. En México, mientras tanto, los esfuerzos de institucionalización de la insurgencia, que tuvieron sus mejores logros en la instalación de un Congreso y en la promulgación de una Constitución, deben contabilizarse como una más de las caras revolucionarias del proceso independentista, junto a la aplicación y los efectos duraderos del código gaditano.

IV. Fuentes consultadas

Artola, Miguel, 1999. La España de Fernando VII. Madrid: Espasa Calpe. Calleja, Virrey Félix María. 1813a. Archivo general de Indias, Audiencia de México, 1480. Oficio dirigido al Ministro de Gracia y Justicia. 20 de junio. México. . 1813b. Archivo General de Indias, Audiencia de México, 1322. Oficio dirigido al Ministro de la Gobernación de Ultramar. México: 22 de junio. Consejo de Regencia 1810. Instrucción para las elecciones por América y Asia (14 de febrero de 1810). Disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ instruccion-para-las-elecciones-por-america-y-asia-14-de-febrero-de-1810--0/ html/fffa720a-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html (consultada el 14 de marzo de 2014). Ferrer Muñoz, Manuel, 1993. La Constitución de Cádiz y su aplicación en Nueva Espa- ña. México: unam. Guerra, François-Xavier. 1993. Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revolu- ciones hispánicas. México: fce. . 2002. El escrito de la revolución y la revolución del escrito. Información, propa- ganda y opinión pública en el mundo hispánico (1808-1814). En Las guerras de in- dependencia en la América española, eds. M. Terán y J. A. Serrano Ortega. 125-47. México: El Colegio de Michoacán/inah/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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Lemoine, Ernesto. 1974. La Revolución de Independencia. 1808-1821. Testimonios. Ban- dos, proclamas, manifiestos, discursos, decretos y otros escritos. México: Departa- mento del Distrito Federal. Piedras, Francisco de las. 1812. Archivo General de la Nación de México. Ramo Operacio- nes de Guerra, vol. 646, f. 75. Tulancingo. 6 de mayo. Rodríguez O., Jaime E. 1996. La Independencia de la América española. México: fce. Toreno, Conde de. 1953. Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Madrid: Ediciones Atlas.

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Participación política de los diputados mexicanos en las Cortes de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano

Felipe de la Mata Pizaña*1

SUMARIO: I. Introducción; II. Tesis liberales de la Revolución francesa en Cádiz; III. Cádiz como reacción libertaria ante la invasión francesa a España; IV. Reconocimiento de Cádiz en el constitucionalismo mexicano; V. La herencia gaditana en México, VI. Fuentes consultadas.

I. Introducción

La celebración del Bicentenario de la Promulgación de la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812, con un seminario internacional como el denominado “México en Cádiz, 200 años después: libertades y demo- cracia en el constitucionalismo contemporáneo”, resulta de gran relevancia para el constitucionalismo mexicano. El estudio que se realiza a continuación se enmarca en el tema de la libertad de expresión y participación política y se

* Doctor en Derecho por la Universidad Panamericana. Secretario general de acuerdos de Tribunal Electoral de Justicia del Poder de la Federación (tepjf). Miembro del Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de México.

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centra en la participación política de los diputados mexicanos en las Cortes de Cádiz y su influencia en el constitucionalismo mexicano. Para ello, se referirá al contexto en el que se gestó la Constitución gaditana, pasando por las aportaciones en las Cortes Generales de los entonces diputados de la Nueva Espa- ña y su influencia posterior en el constitucionalismo mexicano.

II. Tesis liberales de la Revolución francesa en Cádiz

La Revolución francesa de 1789 fue producto de los ideales forjados en el Siglo de las Lu- ces. Esta revolución de la razón permeó no solamente en Francia, sino en todo el mundo occidental. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, estandartes del movimiento social francés, fueron pronto adoptadas en otras naciones que vivían en el absolutismo de un monarca. El Siglo de las Luces privilegió al racionalismo por encima de cualquier otro factor, aspecto que produjo grandes cambios en el pensamiento político, social y económico del hombre. En dicho ilustre siglo también se gestó la independencia de los Estados Unidos de América del reino de Gran Bretaña, en 1786. La independencia fue impulsada por ideas igualmente liberales como las de soberanía, federalismo y división de poderes. Estas tesis liberales puestas en circulación por el Siglo de las Luces, la Revolución fran- cesa y la independencia de Estados Unidos, proporcionaron modelos de reforma política a los que recurrieron los diputados en las Cortes de Cádiz para delinear un nuevo constitu- cionalismo, origen y, en buena medida, inspiración del mexicano. Los ideales revolucionarios e independentistas pasaron a integrar la plataforma de las reformas liberales de Francia y Europa en el siglo xix, también sirvieron de motor ideo- lógico a las naciones latinoamericanas independizadas en ese mismo siglo, y continúan siendo hoy las claves de la democracia.

III. Cádiz como reacción libertaria ante la invasión francesa a España

Sin embargo, en este trabajo se resalta el contexto histórico en el que se dio la Constitu- ción de Cádiz en España, ya que en cierto sentido resulta paradójico. Si bien es cierto que la Revolución francesa se basó en los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, también lo es que después de la Revolución de 1789, Francia se volvió más po- derosa en las naciones europeas. Se decretó la libertad comercial, con lo que dio inicio a una época bélica comandada por Napoleón Bonaparte (Sánchez 2000, 26-39). Consecuencia de lo anterior, en 1808, el ejército francés ocupó España.

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La historia ha narrado que fue Fernando VII quien fomentó un complot que obligó a Carlos IV a abdicar ante el ejército de Napoleón conocido como el “Motín de Aranjuez”. Sin embargo, Fernando VII tuvo que ceder el trono a José Bonaparte, hermano de Napoleón. Así se trazó el camino de un rey que pasó de ser llamado El Deseado a ser considerado El Odiado. Al respecto, y como simple referencia, cito las palabras de Arturo Pérez Reverte, quien al referirse a Fernando VII en su obra El asedio, lo describe como “un rey traidor y ruin, el peor” (Pérez Reverte 2010). El 22 de mayo de 1809 y, en reacción a esta ocupación donde fueron secuestrados los últimos miembros de la familia real, se convocó a las Cortes de Cádiz por medio de un decreto de la Junta Central. En septiembre de 1810, justo el mes en que el cura Hidalgo convocó al inicio formal del movimiento independentista mexicano, se reunieron en Cádiz las primeras Cortes Generales y Extraordinarias con el simple objetivo de defender al pueblo español ante la invasión cruenta del emperador francés. Se eligió a la hermosa ciudad de Cádiz porque en 1810 era prácticamente el único lugar sin presencia francesa. De igual manera, porque esta ciudad era tradicionalmente liberal, pues en ella residía una poderosa burguesía mer- cantil que había impulsado notablemente el comercio con América. A la par de lo ocurrido en España, y temiendo que Napoleón decidiera también domi- nar América, en varias provincias de las colonias se iniciaron movimientos tendentes a la emancipación y a la autodeterminación, reivindicando la figura del malogrado Fernando VII (Garza 1985, 51). Francia, a su vez, en 1803, había vendido la colonia de Luisiana a los Estados Unidos de América, y en la Florida se estaba perdiendo presencia y control por parte de los españoles. Es por ello que 1808 representó una transformación en México, y en el resto de las colonias españolas en América, de una manifestación que tenía más de un siglo de estar fabricándose: la reacción de los criollos en contra de los peninsulares (Ferrer 1993, 7); reacción que tuvo efectos enormes, pues no sólo desembocaría en las independencias de los países hispanoamericanos, sino, además, en el triunfo del constitucionalismo moder- no: del principio de soberanía popular, el reconocimiento de los derechos del hombre y la formación del Estado nacional y de derecho. Por lo tanto, la Constitución gaditana se gestó, paradójicamente, como un movimiento liberal en contra de la invasión francesa con el propósito de restaurar la monarquía espa- ñola y sirvió también como detonante de los movimientos independentistas en América.

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IV. Reconocimiento de Cádiz en el constitucionalismo mexicano

Es importante también resaltar la influencia que tuvo Cádiz en el constitucionalismo mexicano. Se puede decir que el derecho constitucional mexicano halla su raíz primigenia en la Constitución liberal de Cádiz de 1812, que en su elaboración participaron algunos diputados que posteriormente fueron piezas integrantes destacadas del Congreso consti- tuyente mexicano de 1824. Con base en ello, a continuación expongo tres aspectos relevantes acerca de la influen- cia de Cádiz en el constitucionalismo mexicano. En primer lugar, la participación de la representación mexicana en las Cortes de Cádiz. Específicamente el análisis de los asuntos que introdujeron los diputados mexicanos en los debates en Cádiz. En segundo lugar, una vez promulgada la Constitución gaditana, revisar cómo se im- plementó en México y en qué consistió la figura de la diputación provincial. Y por último, explorar qué influencia tuvo la Constitución doceañista en el federalis- mo mexicano instaurado en la Constitución de 1824.

Primera representación nacional mexicana en las Cortes de Cádiz

La participación de los ahora mexicanos como diputados de ultramar fue fundamental en las Cortes de Cádiz. Los diputados americanos depositaron gran confianza en la Cons- titución, en la que veían el medio para poner fin a las arbitrariedades del gobierno en las colonias y así establecer oficialmente la igualdad de derechos y de categoría entre las provincias americanas y las peninsulares (Garza 1985, 52). La comitiva que representó a la actual nación mexicana se integró por 21 diputados y todos ellos, al asumir la importancia de tan honorífico encargo, tuvieron una intensa actividad en las Cortes. Esto se reflejó en las palabras de José Miguel Guridi y Alcocer, diputado por Tlaxcala: “Como la Constitución —para cuya elaboración principalmente nos hemos reunido— es la misión más importante de las Cortes, no deben escatimarse esfuerzos para lograr que resulte perfecta” (España Cortes 1810-1813,15). De los diputados más activos pueden resaltarse a:

1) José Miguel Ramos Arizpe, diputado por las Provincias Internas de Oriente. 2) Mariano Mendiola, diputado por Querétaro. 3) José Miguel Guridi y Alcocer, diputado por Tlaxcala. 4) José Simeón de Uría, diputado por Guadalajara. 5) José Miguel Gordoa, diputado por Zacatecas. 6) Mariano Robles Domínguez, diputado por la Capitanía General de Guatemala, especí- ficamente del actual estado mexicano de Chiapas.

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Los representantes mexicanos en Cádiz jugaron un papel destacado, pues sostuvieron debates fundamentales en las Cortes, los cuales se reflejaron directamente en el texto constitucional de 1812. Principalmente, queda de manifiesto su criterio y sus conviccio- nes americanistas, particularmente en lo referente a las doctrinas políticas de la soberanía popular o nacional, la separación de poderes, la igualdad representativa, la igualdad de derechos y privilegios, y la autonomía de los gobiernos locales. Por citar un ejemplo, Guridi y Alcocer, desde un principio, presentó importantes ob- jeciones al artículo 1, referente a la nación española. En los debates gaditanos fue uno de los más fervientes defensores de la igualdad de los americanos en el mismo, y evitó que el texto constitucional excluyera a los americanos de formar parte de la nación española. Su aportación a los debates fue fundamental para que en el texto promulgado, los derechos políticos de los americanos, y específicamente de los diputados americanos, fueran los mismos que los reconocidos para los peninsulares. De igual forma, contribuyó en la defi- nición de soberanía popular, la cual consideraba que residía originariamente en la nación. En el tema de la igualdad de derechos y representación nacional, los diputados mexi- canos fueron portavoces de los sentimientos americanos. Pusieron en la mesa el debate respecto a la participación de las castas y defendieron su participación política, argumen- tando que el derecho a participar en la Asamblea Legislativa se derivaba de la soberanía nacional, que también comprendía a las castas. José Simeón de Uría y José Miguel Gordoa fueron férreos promotores de la idea de reconocer a las castas como ciudadanos plenos. Para ellos, las castas no podían ser reco- nocidas como parte de la soberanía de la nación sin que fueran ciudadanos de la nación. Los diputados mexicanos comprendían perfectamente que si se eliminaba a las castas de las listas electorales, muchas provincias no completarían los 70 mil habitantes reque- ridos para enviar a un representante a las Cortes. Sin embargo, la batalla por los derechos de las castas se perdió a manos de los diputa- dos peninsulares, quienes sostenían que al excluir a las castas de la ciudadanía española se reafirmaba el dominio español en las colonias. Los mexicanos, en su afán de proteger los intereses americanos y, por lo tanto, la igual- dad entre españoles y americanos, argumentaron que los diputados provinciales debían ser oriundos de las provincias a las que representarían. Con esta medida se intentaba poner un candado para que los representantes realmente fueran americanos y no penin- sulares con negocios en América. Por otro lado, la diputación americana y, en específico, la de la Nueva España lucharon por la reducción del absolutismo del régimen monárquico. Al instaurarse que la soberanía ya no radicaría en el monarca sino en el consentimiento de la nación; el rey, en consecuen- cia, sería un mandatario sujeto a la Constitución. Con todas estas aportaciones, los mexicanos dejaban claro que su propósito era lograr que se pusiera fin al dominio que la península ejercía en los gobiernos provinciales ame- ricanos y sus intereses económicos.

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Ahora bien, sin duda, el diputado mexicano más influyente en las Cortes, así como en la tradición constitucionalista posterior de la nación mexicana, fue don José Miguel Ramos Arizpe. Oriundo de Coahuila, participó en todos los debates importantes que se dieron durante la creación de la Constitución gaditana. Sus aportaciones fueron fundamentales en temas de soberanía nacional, igualdad de derechos, división de territorios y educación. Fue el más ardiente defensor de la autonomía local. El Benemérito de la Patria, como se le llama en México, fue quien primero propuso la nueva forma de gobierno provincial para las Américas, la “diputación provincial”. El doctor Ramos Arizpe introdujo el tema de la descentralización administrativa en pro del principio de división de poderes. Con la instauración de la diputación provincial, los mexicanos veían una oportunidad de conseguir más independencia política para las provincias, los diputados y, principalmente, para los americanos. Las diputaciones provinciales instauradas con la Constitución gaditana sirvieron co- mo base para el federalismo mexicano de 1824. Es por ello que a Miguel Ramos Arizpe se le considera como el padre del federalismo mexicano, su aportación fue además de inteligente e interesante, trascendental en el desarrollo del constitucionalismo mexicano y en la división del territorio.

Las diputaciones provinciales en México (1812-1814)

Como se puede observar, las Cortes de Cádiz llevaron a cabo una transformación revo- lucionaria de las estructuras políticas de España y sus colonias. La separación de poderes se privilegió, y se limitó el poder del rey, quien gobernaría junto con un Poder Legislativo depositado en las Cortes. Con la Constitución de Cádiz se creó un nuevo derecho de representación: la nación ejercería su soberanía mediante sus representantes en las Cortes. En este nuevo sistema político se instauró la diputación provincial que, una vez más en palabras de Guridi y Alcocer: “sería una legislatura local cuyo poder vendría del pueblo y que representaría exclusivamente la voluntad y los intereses de la provincia” (España Cortes 1810-1813, 15). Las diputaciones provinciales dieron autonomía e independencia a las provincias del reino español, incluidas las americanas. Cada provincia, las de España y las de ultramar, debía ser gobernada por un jefe po- lítico, un intendente y la diputación provincial; subordinados directamente al gobierno central español mediante el jefe político y el ministro de asuntos ultramarinos. También es importante resaltar que en el nuevo sistema de gobierno que implantaba la Constitución de 1812 no se incluía un virrey. El jefe político era el único funcionario ejecutivo de toda la provincia o intendencia, en que la diputación provincial tenía juris- dicción (Benson 1994, 27).

114 México en Cádiz, 200 años después...

El jefe político de la Ciudad de México que, en efecto, reemplazó al virrey, carecía de jurisdicción con los jefes políticos de las otras provincias. En las facultades de las diputaciones provinciales destacaban las referentes a las con- tribuciones y a los fondos públicos, así como la de velar por la economía y el orden en las provincias de ultramar. Estas facultades aumentaron cada vez más, fortaleciendo así su autonomía. En el caso de México se autorizaron seis diputaciones provinciales:

1) Dos en la Nueva España —una en la capital que incluía las provincias o intendencias de México, Veracruz, Puebla, Oaxaca, Michoacán, Querétaro y Tlaxcala— y otra en San Luis Potosí, que incluía también a Guanajuato. 2) La de Guadalajara que se componía por Nueva Galicia y Zacatecas. 3) Otra en Mérida que ocupaba a Yucatán, Tabasco y Campeche. 4) La de Monterrey, conocida como la Provincia Interna de Oriente, que incluía a Nuevo León, Coahuila, Nuevo Santander y Texas. 5) Y por último la de Durango, de las Provincias Internas de Occidente que eran Chihuahua, Sonora, Sinaloa y las Californias.

La Constitución declaró a cada una de estas seis diputaciones independientes de las demás. En ese entonces, Chiapas no era parte de la Nueva España sino de la Capitanía General de Guatemala, por lo que no tenía diputación provincial propia. Es por ello que en 1813 Mariano Robles Domínguez, diputado por Chiapas a las Cortes españolas, y a quien tam- bién se tiene referido, presentó ante éstas una proposición para establecer en la ciudad real una diputación provincial. La propuesta fue estudiada, sin embargo, no recibió el apoyo necesario y Chiapas si- guió siendo parte de la diputación de Guatemala. Esta situación cambió en 1824, cuando la Constitución mexicana federalizó a Chiapas como un estado de la naciente República.

El federalismo mexicano y la influencia de la Constitución de Cádiz

Con la aprobación del modelo de diputaciones provinciales impulsada por Ramos Arizpe en las Cortes de Cádiz, la semilla del federalismo adoptado en México por la Constitución de 1824 estaba sembrada. La doctora Nettie Lee Benson, especialista en el tema, afirmó que muy probablemente Ramos Arizpe haya dado su apoyo a esta institución, precisamente para sentar los cimien- tos del sistema que plasmó en la Constitución de 1824 (Garza 1985, 64). Es importante recordar que entre los representantes que formaron parte de aquel Con- greso Constituyente del 24, se encontraban tres que habían participado en las Cortes de

TEPJF 115 Participación política de los diputados mexicanos... • Felipe de la Mata Pizaña

Cádiz. Ellos eran José Miguel Ramos Arizpe, José Miguel Guridi y Alcocer y José Miguel Gordoa. Todos diputados activistas en la elaboración de la Constitución gaditana y fuertes defensores de la autonomía de las diputaciones provinciales en las colonias. Por lo tanto, el sistema de diputaciones provinciales, impulsado por los diputados mexicanos e instaurado con Cádiz, sirvió al Congreso Constituyente de 1824 como base para la división del territorio mexicano en entidades federativas y, en consecuencia, como base del sistema federalista mexicano. Existieron algunos conceptos acuñados en las Cortes gaditanas que influyeron di- rectamente en el pensamiento del Constituyente de 1824 y que se reflejan en el texto constitucional. Entre ellos se refieren conceptos como la limitación del poder absoluto, la descentralización del poder, la soberanía popular depositada en la nación, así como el nuevo modelo de representación popular instaurado en Cádiz. Lo anterior representa los antecedentes directos del sistema federalista promulgado en la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824. De esta forma, el movimiento doceañista en que participaron ilustres mexicanos tuvo un impacto significativo en el desarrollo constitucional en México. A manera de conclusión, puede referirse que la Constitución de 1824 presenta muchos puntos de contacto con la Constitución española de 1812 en el contenido, en la forma en que está organizada y hasta en la redacción. Incluso algunos especialistas van más allá y reconocen a la Constitución gaditana como la primera Constitución mexicana, ya que además de que tuvieron participación los diputados de la Nueva España, también estuvo vigente en México no sólo durante los periodos de 1812 y 1820, sino que incluso siguió rigiendo durante una buena época del México independiente, en cuanto no se opusiera a las emergentes instituciones naciona- les y republicanas. El criterio constitucional mexicano tiene gran relevancia no solamente en las repercu- siones que tuvo en la Constitución española de 1812, sino también por su influencia en el desarrollo de la historia política en toda América. Las doctrinas y principios liberales expuestos por los diputados mexicanos en las Cor- tes de Cádiz se convirtieron en auténticas normas del constitucionalismo nacional. La Constitución liberal de 1812 sirvió de fuente de inspiración de los procesos consti- tucionales de las colonias americanas y de piedra de toque de las independencias. Es por ello que este trabajo considera a la llamada Pepa como fuente histórica de todo el ordenamiento jurídico nacional y de la modernidad política mexicana.

116 México en Cádiz, 200 años después...

V. La herencia gaditana en México

La herencia gaditana en México ha quedado dignamente plasmada en la historia del dere- cho constitucional mexicano y su importancia para la nación es indiscutible. En México hay muchos motivos para celebrar los 200 años de la promulgación de la Constitución de Cádiz de 1812 porque fue:

1) El marco en que se desarrolló el movimiento independentista y que estuvo vigente hasta 1824; 2) Fuente primaria de la Constitución Federal Mexicana de 1824; 3) Símbolo de libertad, igualdad y justicia para los grandes pensadores de la independencia y; 4) Es y será un texto trascendental y fundamental para la historia constitucional de México.

Motivos suficientes para que los mexicanos sientan orgullo de la Constitución gadita- na y celebren sus 200 años de existencia.

VI. Fuentes consultadas

Basauri, Enrique. 2011. “Régimen de las elecciones indirectas en la Constitución de Cá- diz y en el constitucionalismo local mexicano de 1824-1827”. Revista Lex: difusión y análisis (mayo-junio). Benson, Lee Nettie. 1994. La diputación provincial y el federalismo mexicano. México: El Colmex. . 1985. México y las Cortes Españolas. México: Instituto de Investigaciones Legislativas. Chust, Manuel. 1999. La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz: 1810-1814. México: unam. Colomer, Antonio. 2011. Las Cortes de Cádiz, la Constitución de 1812 y las independen- cias Nacionales en América. España: Universidad de Valencia. cpme. Constitución Política de la Monarquía Española. 1812. Cádiz. España Cortes. 1810-1813. Diario de las discusiones y actas de las Cortes. Volúmenes 7-8. Cádiz: Imprenta Real. 910 pp. Disponible en http://books.google.es/books?id=aSd OAAAAYAAJ&printsec=frontcover&hl=es#v=onepage&q&f=false (consultada el 14 de marzo de 2014). Estrada Michel, Rafael. 2006. Monarquía y nación: entre Cádiz y Nueva España. México: Porrúa.

TEPJF 117 Participación política de los diputados mexicanos... • Felipe de la Mata Pizaña

Ferrer Muñoz, Manuel. 1993. La Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España. México: unam. Garza, David T. 1985. Criterio constitucional mexicano en las Cortes de Cádiz. En México y las Cortes Españolas. México: Instituto de Investigaciones Legislativas. Pérez Castellanos, Luz María. 2012. “La Constitución de Cádiz y la construcción de la ciu- dadanía”. Revista Estudios Jaliscienses (febrero). Pérez Reverte, Arturo. 2010. El asedio. España: Alfaguara. Rieu-Millan, Marie Laurie. 1990. Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz (igual- dad o independencia). México: unam. Sánchez Fernández José Roberto, 2000. “Genealogía del Poder: Constituciones de Cádiz y de Apatizingán”. Urna. Revista de la Comisión Estatal Electoral Veracruzana (junio).

118 Constitución de Cádiz e Iberoamérica. Algunas ideas generales

Francisco Javier Díaz Revorio*

SUMARIO: I. Planteamiento. Cádiz e Iberoamérica en la historia del constitucionalismo; II. La singularidad del texto gaditano; III. Las relaciones entre Cádiz y Latinoamérica. La cuestión de las influencias, IV. Fuentes consultadas.

I. Planteamiento. Cádiz e Iberoamérica en la historia del constitucionalismo

Las siguientes páginas pretenden realizar una breve y sencilla aportación a la cuestión de las relaciones entre la Constitución de Cádiz y el constitucionalismo latinoa- mericano. Con motivo del bicentenario del texto gaditano han sido muchas las actividades y publicaciones dedicadas al mismo, y no pocos los trabajos ya publicados que se centran o inciden de algún modo en la cuestión de dichas relaciones. Sin embargo, su análisis tropieza con algunas

* Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad de Castilla-La Mancha (Toledo, España).

119 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

dificultades, que se manifiestan en los tres ámbitos principales en los que cabe abordar esa relación:

1) En primer lugar, en el de la participación americana en la elaboración de la Constitu- ción, en cuyo análisis conviene no sólo tener en cuenta la cuestión de la presencia y el posicionamiento de los diputados americanos en Cádiz, sino también lo que paralela- mente acontecía en los mismos territorios americanos, como en el caso de México, que ha sido analizado con minuciosidad y acierto por algún autor (Soberanes 2011, 736). Y conviene analizar ambos aspectos de forma conexa, pues en no poca medida la actitud de los territorios americanos estaba marcada por lo que sucedía en Cádiz, y en parti- cular por la insatisfacción por el papel de sus representantes en las Cortes. 2) En segundo lugar, aunque en alguna medida vinculado con el anterior, está el tema de las relaciones entre el texto gaditano y las independencias iberoamericanas, algo en cierta medida paradójico por cuanto aparentemente lo que propiciaban las Cortes y la Consti- tución de 1812 era la integración de los territorios americanos, partiendo de la conside- ración de España como una única nación ubicada en ambos hemisferios, y de la igualdad de los representantes de todos ellos. Pero si se tiene en cuenta, por un lado, que la ocupa- ción española por los franceses que inició la guerra de independencia fue el primer argu- mento a favor de las independencias americanas; por otro, que los territorios americanos, formalmente considerados en pie de igualdad con los peninsulares, estaban en realidad infrarrepresentados; y, por último, que los mismos principios de soberanía nacional que recogía la Constitución gaditana justificarían, aplicados a los territorios americanos, su propia independencia, se puede entender el papel del proceso vivido en Cádiz y del texto de 1812 en el proceso de independencia que de algún modo se inició de modo paralelo. 3) Por último, las relaciones entre Cádiz e Iberoamérica se manifiestan también de forma notoria en las influencias del texto gaditano en el constitucionalismo americano, que se aprecian no sólo en su origen, sino incluso en la actualidad, como han demostrado al- gunos autores (Escudero 2011, 550 y Díaz 2012a, 375 y 475).1 Sin embargo, en muchos casos resulta difícil precisar en qué medida se produce esa influencia, pues la misma debe ponderarse con otras probablemente más importantes, como la estadounidense, así como con otras como la francesa, de las que es muy difícil delimitar en qué medida hay una influencia directa de la misma en América, y en qué aspectos esa influencia se produce “mediatizada” por la misma Constitución de 1812, ya que ésa, a su vez, recibe en buena medida la influencia francesa de la Constitución de 1791. En realidad, cuando se habla de influencias, convendría tener en cuenta que hay principios y valores como la

1 Véanse acerca de este tema, VV.AA. (2011) y Escudero (2011, 550); así como algunos de los trabajos (destacando Sagüés y Landa) incluidos en Díaz, Revenga y Vera (2012).

120 México en Cádiz, 200 años después...

libertad, la división de poderes o la soberanía nacional, que forman parte del “patrimo- nio común” del constitucionalismo, sin que sea fácil ubicar su origen en un solo y con- creto texto constitucional. Por lo demás, al abordar la cuestión de las influencias de la Constitución de Cádiz en América, no hay que olvidar que es muy difícil hacer afirma- ciones generales, ya que en cada país los perfiles constitucionales son específicos, y el peso del texto gaditano puede ser mayor o menor.

En todo caso, para llevar a cabo un análisis del tema sugerido es imprescindible tener en cuenta los antecedentes constitucionales y políticos del texto gaditano, para ubicar- lo en la historia del constitucionalismo, y analizar cuáles son las influencias que el mis- mo recibió, y cuáles de ellas pudieron, de algún modo, pasar a la América Latina. Ello supone preguntarse en qué medida la Constitución de 1812 es un texto original y cuál fue el peso que tienen en éste los diversos antecedentes. Para ello es necesario retrotraerse a momentos históricos anteriores a la Constitución de 1812, para analizar en qué medida las ideas e instituciones que estuvieron presentes en la elaboración de ésta, y finalmente en su redacción definitiva, encuentran antecedentes en ese pasado histórico. A juicio de este trabajo, ese repaso de antecedentes conlleva alguna revisión, o al me- nos matización, de algunas de las ideas más extendidas de forma general en los análisis históricos y jurídico-constitucionales del tema. Ciertamente, hay que reconocer que, en lo relativo a la mayor o menor influencia de instituciones o ideas en la elaboración de un texto constitucional, la tesis depende muchas veces del enfoque, o del mayor o menor énfasis que cada autor ponga en los distintos elementos en juego. Ello es particularmente cierto cuando las distintas corrientes de influencia estuvieron ya presentes en los debates que dieron lugar a la aprobación del texto constitucional; y si bien éste es probablemente un resultado que permite apreciar el triunfo de una de las corrientes de influencia en jue- go en las demás (y, mucho más que eso, el triunfo de una corriente ideológica en otras), la presencia de las demás corrientes en los debates es incuestionable, así como su huella en el texto y en el significado de la Constitución. De cualquier modo, aun considerando esta dificultad, parece necesario someter a re- visión algunas de las ideas más comúnmente extendidas, para, de este modo, apreciar, en su justa medida, el impacto de las distintas influencias en la Constitución de Cádiz. Esas ideas, comunes en los análisis histórico jurídico constitucionales y susceptibles de revi- sión, comienzan mucho antes de la edad contemporánea, y sirven para poner de relieve que, junto al evidente antecedente revolucionario francés, tuvieron gran peso los antece- dentes históricos españoles, que se retrotraen a los orígenes del parlamentarismo, y aun antes, a los remotos antecedentes visigodos, aunque en este caso sin duda se produce una mitificación de los mismos (Díaz 2012).2

2 Para abundar en esta cuestión véase Díaz (2012).

TEPJF 121 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

Con dichos parámetros, la primera de las ideas a revisar sería la costumbre de ubicar el origen del parlamentarismo en Inglaterra, minimizando la importancia que las Cor- tes castellanas, leonesas y aragonesas como asambleas en las que se va materializando la idea de la necesaria limitación del poder real e incluso el reconocimiento de “dere- chos” de los individuos pertenecientes a determinados estamentos; cabe considerar que la primera reunión propiamente parlamentaria del mundo fue la de las Cortes de León de 1188, acompañada de su propia Carta Magna leonesa, casi una generación antes que la inglesa de 1215 (Procter 1988, 120).3 La segunda, la afirmación según la cual, fuera del caso británico, en la Europa continental hubo en la Edad Moderna una ruptura con lo que se podría denominar “constitucionalismo medieval” y con el parlamentarismo, obviando las peculiaridades del caso español. La tercera, la idea de que en la Ilustración española, debido al deseo de progreso y a la evidente influencia francesa, fueron ignoradas o muy poco consideradas las referencias e influencias medievales españolas. La cuarta, en fin, se referiría ya a las Cortes de Cádiz, y sería la idea según la cual éstas implican una revolu- ción que, siguiendo de cerca los parámetros de la que se había producido en Francia dos décadas antes, supone una ruptura o abandono total de las referencias españolas. La revi- sión (aunque sea obviamente parcial) de todas estas ideas implica, a juicio de este capítulo, la afirmación de que el modelo del constitucionalismo español, lejos de ser una mera copia del francés de 1791, tiene perfiles propios y originales.

3 Acerca de este tema, véanse el completo trabajo de Procter (1988). En la página 120 se justifica la participación ciudadana en las curias leonesas de 1188, 1202 y 1208. Aunque, como se aprecia en el citado trabajo, esta circunstancia había sido estudiada desde hace décadas en la doctrina británica, un trabajo más reciente, de alcance más general, y probablemente de mayor difusión, ha vuelto a destacar en el Reino Unido la importancia de esas Cortes, y la mayor antigüedad de las mismas respecto a los primeros parlamentos ingleses. Se trata de Keane (2009, 169), quien realiza un sagaz análisis del contexto histórico que provocó esa convocatoria de Cortes, señalando cómo las guerras con los musulmanes y la debilidad de las ciudades leonesas estuvieron en la base de la misma, que considera como el origen de la democracia representativa. Algunas citas de este pasaje de la obra resultan realmente sugerentes: “Vamos a volver atrás en el tiempo, a los años del siglo xii, al extraordinario momento de nacimiento de uno de los componentes básicos de lo que posteriormente se llamaría democracia representativa. La institución no tenía precedente. Era un nuevo tipo de cuerpo de gobierno[…] “¿Dónde nació? Contrariamente a algunos relatos pasados de moda, devotamente británicos, que piensan en el Big Ben como eterno, y suponen con arrogancia que las instituciones parlamentarias fueron “incomparablemente el mejor regalo de los ingleses a la civilización del mundo” [este inciso es una cita de A. F. Pollard, The evolution of Parliament, 1920, Londres], los parlamentos fueron en realidad un invento de lo que hoy es norte de España, en Europa, que es ese pequeño trozo de tierra que se extiende desde la cuenca del Mediterráneo hasta el Círculo Polar Ártico […] En la página 173 añade: “Desde dentro de este magnífico triángulo formado por los nobles, los obispos y los ciudadanos de las ciudades, nació la práctica moderna de la representación parlamentaria. Fue en la ciudad amurallada y anteriormente ciudad romana de León, en marzo de 1188 —toda una generación antes de la Carta Magna del Rey Juan de 1215—donde Alfonso IX convocó por primera vez Cortes” […] Y en la página 176 añade que las nuevas Cortes fueron: “[…] la creación de un animal político que vio que el gobierno eficaz requería la creación de un nuevo mecanismo para resolver las controversias y alcanzar acuerdos entre las partes interesadas que sentían que tenían un interés común en lograr un compromiso, evitando así la violencia intestina […] En retrospectiva es difícil exagerar la originalidad de las Cortes convocadas por primera vez en 1188” . Y finalmente explica las diferencias que justifican hablar de que esta asamblea supuso una ruptura con otras formas históricas de participación ciudadana conocidas con anterioridad.

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II. La singularidad del texto gaditano

En consecuencia, un análisis que parta de una amplia perspectiva histórica lleva a desta- car la singularidad del texto gaditano. Éste, en el ámbito español e iberoamericano, puede sin duda calificarse como netamente innovador, por lo que tiene de ruptura (en cuanto al contenido) con los antecedentes históricos medievales y modernos, y de inauguración, en el ámbito español e iberoamericano, de una nueva época, que desde el punto de vista histórico se llamaría Edad Contemporánea, y desde la perspectiva jurídico-política, constitucionalismo. Pero conviene insistir en la necesidad de matizar la visión un tanto simplista según la cual la Constitución de Cádiz se emparenta directa y casi únicamente con el primer constitucionalismo revolucionario francés y, en especial, con la Constitución de 1791, su- poniendo la culminación de un proceso revolucionario de similares características al del país vecino. Antes, al contrario, y desde luego sin negar que el citado texto constitucio- nal galo es probablemente la más importante influencia que finalmente se manifiesta en la Constitución de 1812, hay que poner de relieve las peculiaridades del texto gaditano, que también recibe claras influencias de las instituciones y del pensamiento histórico español, e incluso del constitucionalismo británico. Hay que desmentir la idea de que la influencia del “constitucionalismo medieval” español fue utilizada en las Cortes de Cádiz de modo meramente formal o superficial para encubrir la influencia francesa y su carácter revolucionario (Díaz 2012 y Nieto 2007).4 En realidad, la intensidad rupturista del proceso revolucionario no puede equipararse con la que décadas antes se había manifestado en Francia, de tal manera que posiblemente el proceso español podría considerarse una “ter- cera vía” que cabría situar en algún punto intermedio entre la vía revolucionaria francesa, y el largo proceso evolutivo propio del sistema inglés. De este modo, el constitucionalismo español habría nacido como un proceso en el que, sin negar el predominio de las influen- cias francesas, existe una hibridación o mixtura de influencias. Y una reflexión similar cabría hacer, mutatis mutandis, respecto al constitucionalismo iberoamericano. Con todo lo que tenga de complejo el intento de analizar el mismo de for- ma conjunta, y a pesar de la clara influencia estadounidense, especialmente notoria en sus orígenes, parece que diversas constituciones de países iberoamericanos reciben también otras influencias europeas, entre las cuales, además de la francesa, es apreciable la de la propia Constitución gaditana de 1812, que por lo demás se aprobó con representación de diputados americanos y formalmente estuvo vigente y resultó aplicable en los territorios transoceánicos que aún formaban parte de España. Así, hay probablemente una red de

4 Véase al respecto, con mayor amplitud, el trabajo Díaz (2012) y la bibliografía allí citada. Ha de destacarse el espléndido trabajo de Nieto (2007), que reconoce tanto la influencia medieval como su mitificación.

TEPJF 123 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

diversas influencias directas e indirectas: por ejemplo, el constitucionalismo inglés pudo influir también mediante el americano, y el constitucionalismo francés, también por me- dio de Cádiz. Y ello tiene como consecuencia que el constitucionalismo iberoamericano es posiblemente el mayor ejemplo de “mixtura constitucional” existente en el mundo. Esta característica —que muy probablemente cabe extender a otros aspectos culturales, en los que acaso sea aún más notoria por la mayor presencia de elementos de origen indígena— existe desde los orígenes del constitucionalismo iberoamericano, pero probablemente se ha ido intensificando en la posterior evolución del mismo. En todo caso, es importante insistir en las dificultades para llevar a cabo un análisis global del constitucionalismo latinoamericano. Cada Constitución es un mundo, y su ori- gen obedece casi siempre a una multiplicidad de influencias, siendo además en muchos casos extremadamente compleja la labor de delimitación del peso específico de cada una de éstas, pues un mismo principio o un mismo precepto puede tener diversas influencias y, al tiempo, puede calificarse como original en la medida en que no sea una copia acrítica de preceptos de otras constituciones, sino que tenga la capacidad de ofrecer una regula- ción específica, adaptada al momento y al lugar.

III. Las relaciones entre Cádiz y Latinoamérica. La cuestión de las influencias

Los diputados americanos en Cádiz

Como se indicó al inicio, las relaciones entre la Constitución de Cádiz y Latinoamérica se producen en un triple sentido, y encuentran también otras importantes manifestaciones, en las que no se puede profundizar en este trabajo. Por un lado, y como han analizado diversos autores (entre otros, Rieu 1990), en las Cortes de Cádiz estuvieron presentes representantes de las distintas provincias americanas, quienes, si bien no constituían el número que un criterio estrictamente proporcional hubiera conllevado, jugaron un papel realmente relevante en la elaboración de la Constitución.5 Por ello, se ha podido decir que

5 Cabe apuntar que a pesar de la proclamación del principio de igualdad de las provincias americanas con la metrópoli, no se llevó a efecto en lo relativo a la representación. En la Península, cada junta y cada ciudad pudo nombrar un diputado, que se sumaría a otro por cada 50,000 habitantes. En América, en cambio, cada provincia elegía a un diputado, pero no hubo corrector demográfico (como destaca por ejemplo Lucena 2012). Como resultado, y partiendo de cifras globales aproximadas, las provincias americanas suponían entre 15 millones y 16 millones de habitantes frente a los 10 millones de peninsulares (dato reiterado y ofrecido, por ejemplo, por Chust 1999, 55). En cambio, en lo relativo al número de representantes la proporción se invertía, pues, incluyendo a los suplentes hubo aproximadamente 60 diputados americanos sobre 170 (dato ofrecido por Esteban 2012, 20; los nombres de cada uno de los diputados americanos pueden encontrarse en Chust 1999, 43-44). Solís (2000, 504), contabiliza exactamente 63 diputados americanos, y señala que ello supondría 21% del total, y añade el dato de que de los 37 presidentes que tuvo el Congreso, 10 fueron americanos.

124 México en Cádiz, 200 años después...

la Constitución de Cádiz fue “una Constitución hispánica y no solo española” (Lucena 2012), “una carta universal” (Chust 2011, 119),6 o bien, “una Constitución planetaria” que supuso “el primer intento de integrar en una Asamblea Constituyente a representantes de ciudadanos que pertenecían a cuatro continentes diferentes” (Esteban 2012, 19). Es sabi- do, además, que el artículo 1 del texto constitucional proclamó que “la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”.

Cádiz y la independencia americana

En segundo lugar, como ya se apuntó al inicio, y en cierta medida vinculado con la cir- cunstancia mencionada de la participación en Cádiz de representantes de las provincias americanas, la Constitución de 1812 influye probablemente en la independencia de los países iberoamericanos, cuyo proceso había comenzado de forma casi paralela. Es obvio que la independencia se habría producido en todo caso, pero las formas y circunstancias de la misma se relacionan en cierta medida con lo sucedido en Cádiz desde 1810, al me- nos en dos sentidos: en primer lugar, la insatisfacción con la subrepresentación de los territorios americanos en las Cortes de Cádiz pudo servir como acicate para reclamar de forma más contundente esa independencia; y en segundo lugar, las mismas ideas de soberanía nacional que triunfaron en Cádiz podían en realidad aplicarse para justificar la independencia, trasladando el concepto de nación “en dos hemisferios”, que proclamaba la Constitución de Cádiz a cada una de las naciones iberoamericanas que ya habían co- menzado a tomar conciencia de serlo. Por último, no hay que olvidar que, en 1820, Riego consideró prioritario un pronunciamiento en favor de la Constitución que había sido ig- norada por Fernando VII, antes de acudir a sofocar la revuelta americana tal y como se le había encomendado, lo que acaso aceleró una independencia que de todos modos se ha- bría de producir. En suma, la Constitución de Cádiz ejerció una aparentemente paradójica influencia en la independencia de las naciones de este continente, no sólo porque los valores liberales en los que se asienta (y el mismo concepto de nación) estuvieron en la fundamentación ideológica de la independencia, sino también porque los avatares y convulsiones vincula- dos a la vigencia de la misma favorecieron el triunfo del movimiento independentista (por ejemplo, Pérez-Bustamante 2011, 555). En cualquier caso, el hermoso sueño de una comunidad hispana de una misma Cons- titución era quizá una utopía que los constituyentes de uno y otro lado del Atlántico com- partieron, aunque quisieron plasmar de forma diferente. Como ha destacado Chust, en realidad el nuevo Estado nacional surgía con parámetros plurinacionales:

6 En la página 122 señala que “el Imperio se convertía en un estado-nación transoceánico, una commonwealth, una comunidad hispana ochenta años antes que la británica”.

TEPJF 125 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

Para los americanos de Cádiz, para el criollismo que apostaba por una vía autonomista, España era una parte del todo, la otra parte era América, el todo globalizador la monar- quía hispánica. Para los revolucionarios peninsulares España era su “todo”, su Estado, la monarquía su forma de estado y el otrora imperio americano, transformado en provincias, formaba parte de ella. La Constitución estaba nacionalizando a los americanos, los había integrado en la socie- dad civil, ¿los integraría también bajo los mismos parámetros que a los peninsulares en la sociedad política? Se sabía quiénes eran los españoles, resta por saber quiénes eran los ciudadanos” (Chust 1999, 163).

La pronta abrogación de la Constitución gaditana dio al traste, además de con tantos ideales de libertad, con la mera posibilidad de una comunidad hispana plurinacional.

La cuestión de las influencias

Por último, estaría la cuestión de la influencia de Cádiz en el constitucionalismo ibe- roamericano, que requiere, según este trabajo, referirse a dos aspectos: en primer lugar, ponderar la importancia de esa influencia respecto a otras recibidas en el pri- mer constitucionalismo iberoamericano; y, en segundo lugar, concretar algunos de los aspectos en los que se ha podido producir tal influencia. A ambos aspectos se referirá brevemente este estudio. Comenzando por el primero de ellos, y a pesar de los riesgos de llevar a cabo afirma- ciones generales que no podrán probablemente predicarse con la misma intensidad en todos los países, parece que la más importante influencia recibida en el constituciona- lismo iberoamericano (al menos en su desarrollo inicial) es la estadounidense. El para- lelismo entre los procesos de independencia de las colonias españolas y el que décadas antes habían iniciado las 13 colonias inglesas, así como la propia proximidad geográfica, explican la mayor intensidad de esta influencia, que se manifiesta en aspectos como la misma forma de gobierno republicana, el modelo rígido de separación de poderes, e incluso (en algunos países) el modelo federal. La importancia de esta influencia es superior a la de cualquier otra, pero, al igual que en España se ha rechazado que la Constitución de Cádiz fuera mera copia de la francesa, hay que descartar también que las primeras constituciones iberoamericanas sean simple copia de la estadounidense. En efecto, y aunque ya es difícil intentar establecer un orden “de mayor a menor peso” entre las restantes influencias7 es apreciable también la francesa, tanto de forma direc- ta, como indirecta, mediante la propia Constitución de Cádiz. Y también puede existir

7 Así, para García Belaunde (2004, 40), las dos grandes influencias en el constitucionalismo latinoamericano son la estadounidense y la francesa, aunque también recoge (39) las “inquietudes” derivadas de la experiencia gaditana.

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influencia de las instituciones propias del constitucionalismo británico, aunque quizá algunas de las mismas llegan por medio del modelo norteamericano. Y en este contexto puede ubicarse la Constitución de Cádiz, cuya influencia en Ibe- roamérica, sin alcanzar el impacto de la estadounidense, ha sido importante y significativa, aunque seguramente con un peso desigual en los distintos países.8 La importancia de esa influencia se cimenta, según esta presentación, en varios factores relevantes. Por un lado, la proximidad cultural existente entre España e Iberoamérica durante los tres siglos en que estos territorios habían sido españoles. Como ha destacado Fernández Sarasola

el hecho de que los territorios americanos perteneciesen a España desde el siglo xv implicó una formación intelectual de sus habitantes (sobre todo de sus élites intelectuales) muy próxima a la española, que solo adquiere un matiz distinto […] en lo referente al conoci- miento del sistema norteamericano (Fernández 2000, 441).9

Por otro lado, la presencia de los representantes de las provincias americanas en Cádiz constituyó una nueva vía de comunicación, no sólo en lo relativo a la elaboración de la Cons- titución, sino también en lo que atañe al conocimiento y difusión de la misma; aunque en algunos casos, especialmente en la Nueva España, fue notoria la vinculación posterior de los diputados que acudieron a Cádiz con el proceso de independencia (Pérez-Bustamante 2011, 552), incluso allí donde la Constitución generaba rechazo fue conocida y pudo, por ello, generar una influencia posterior en las Constituciones propias (Soberanes 2011a, 731 y 2010, 59). En tercer lugar, la vigencia directa (aunque efímera) en la mayor parte de los terri- torios iberoamericanos,10 permitió que este texto fuera en realidad su primera Constitu- ción, y aunque probablemente no se produjo una fuerte implantación de la misma mediante su aplicación, esa vigencia pudo ser otra vía que favoreció su conocimiento. Por último, a pesar de su efímera vigencia, la Constitución de 1812 tuvo importante repercusión en algunos países de Europa, lo que permitiría generar, junto a la influencia directa, una

8 Véanse por ejemplo, con carácter general, Pérez-Bustamante (2011, 550); Rodríguez (2011, 99); Fernández, (2000, 440 y 2011, 309) y Stoetzer (1962a, 641). Algunos análisis específicos de las influencias de la Constitución de Cádiz en concretos países pueden verse en Soberanes (2011b, 563), en relación con México, así como otros trabajos incluidos en Escudero (2011) y dedicados a Venezuela, Río de la Plata, Brasil, Perú, Chile, Centroamérica, o Cuba. Igualmente cabe referirse a los numerosos trabajos dedicados a países concretos, e incluidos VV.AA. (2011) o los referidos a México y Chile, incluidos en García y Sánchez (2011, 601).

9 Acerca de las influencias culturales en el periodo final del siglo xviii y en los inicios del siglo xix, puede verse Stoetzer (1962b, 257).

10 Como recuerda Fernández (2000, 443), la excepción sería Venezuela, si bien este autor añade que incluso la Constitución venezolana de 21 de diciembre de 1811, “aun siendo previa al texto gaditano muestra algunas influencias de este”, lo que “no es de extrañar, puesto que por esas fechas la Constitución de Cádiz se hallaba redactada en su mayor parte y podía conocerse a través de la prensa que circulaba con fluidez”. En contra, Pérez-Bustamante (2011, 552-3), señala que en el caso de ésta y otras constituciones iberoamericanas, anteriores o simultáneas, “no puede hablarse de una influencia de la Constitución de Cádiz de 1812, sino en los aspectos en que las primeras constituciones americanas confluyen con la gaditana, y en concreto de sus influencias comunes”.

TEPJF 127 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

indirecta en otros países (probablemente la influencia en Brasil mediante Portugal es un caso paradigmático de lo que digo, aspecto analizado por ejemplo por Pérez-Bustamante [2011, 554-5] o González [2012]). Aunque esta presentación no puede extenderse en los concretos aspectos en los que se manifiesta esa influencia en cada uno de los estados de Iberoamérica, cabe apuntar que, en algunos de los primeros textos constitucionales del continente, la misma se ha puesto de relieve también en determinados aspectos vinculados a la separación de poderes, y en particular a la configuración del Ejecutivo (con la obvia salvedad del carácter monárquico del Ejecutivo gaditano) y sus relaciones con el Legislativo, al sistema electoral en grados, e incluso en algunos casos puntuales el unicameralismo; y también, en cuestio- nes culturales o religiosas y, aunque en menor medida, en diversos aspectos relativos a los derechos y libertades (Fernández 2000, 451 y 2011, 309). Lo que ahora interesa destacar es que esa influencia directa, que configura una de las corrientes que recibe el constitucionalismo iberoamericano, cuyo carácter mixto es una de sus señas de identidad, es a su vez una influencia híbrida, mediante la cual, aunque de forma indirecta, pasan al continente americano las distintas corrientes pre- sentes en el constitucionalismo gaditano. Así, de alguna manera alcanzan presencia en el primer constitucionalismo iberoamericano las regulaciones procedentes de Francia, pero también el peso de las instituciones históricas españolas. Y aunque esas prime- ras constituciones americanas tuvieron probablemente un carácter revolucionario, por la vía de la Constitución de Cádiz (e incluso antes, y más ampliamente, del derecho colonial español) las mismas tampoco fueron ajenas a la influencia del Derecho y las instituciones históricas españolas. En suma, desde luego las ideas revolucionarias (que pudieron llegar por las vías es- tadounidense, francesa e incluso española aunque de forma más moderada) tuvieron un peso importante en el constitucionalismo iberoamericano, pero también los anteceden- tes medievales de las instituciones constitucionales llegaron a América, si bien en este caso mediatizados por el paso del constitucionalismo anglosajón al norteamericano, por un lado (un ejemplo podría ser el hábeas corpus) y, en algunos casos, también por el paso de las ins- tituciones medievales españolas por el “filtro revolucionario” de la Constitución de Cádiz. En cualquier caso, fue merced al derecho colonial y al texto constitucional de 1812 como el “Medievo constitucional español” y su idea más o menos mitificada de limitación del poder, participación e inmunidad ciudadana dieron el salto al otro lado del Atlántico, y quizá el mismo haya jugado su papel en el origen de instituciones como las juntas o diputaciones, en aspectos electorales, o acaso incluso en otras tan importantes, originales y específicas (y ajenas desde luego a las otras posibles corrientes de influencia) como el amparo.11

11 Respecto a esta concreta cuestión, apuntada a título de muestra, es de gran interés el ya casi clásico trabajo de Fairén (1971).

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IV. Fuentes consultadas

Chust, Manuel. 1999. La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz. Valencia: Centro Tomás y Valiente uned Alcira-Valencia/Instituto de Investigaciones His- tóricas-unam. . 2011. “La Constitución de 1812: una carta universal”. En La Constitución de Cádiz y su huella en América. VV. AA. Cádiz: Universidad de Cádiz. Díaz Revorio, Francisco Javier. 2012a. “Cádiz e Iberoamérica: sobre las influencias medieva- les y contemporáneas en la Constitución de 1812… y en Iberoamérica”. En La Cons- titución de 1812 y su difusión en Iberoamérica, dirs. Francisco Javier Díaz Revorio, Miguel Revenga y José Manuel Vera Santos. Valencia: Tirant lo Blanch. , Miguel Revenga y José Manuel Vera Santos, dirs. 2012b. La Constitución de 1812 y su difusión en Iberoamérica. Valencia: Tirant lo Blanch. Escudero, José Antonio, dir. 2011. Cortes y Constitución de Cádiz. 200 años. Madrid: Espasa. Esteban, Jorge de. 2012. “Ante el bicentenario: ‘Cádiz 1812. Una Constitución disfrazada’”. El cronista del Estado social y democrático de Derecho 25 (enero). Fairén Guillén, Víctor. 1971. Antecedentes aragoneses del juicio de amparo. México: iij-unam. Fernández Sarasola, Ignacio. 2000. “La Constitución española de 1812. Su proyección eu- ropea e iberoamericana”. En Fundamentos. Cuadernos monográficos de Teoría del Estado, Derecho Público e Historia constitucional 2. . 2011. La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. García Belaunde, Domingo. 2004. El constitucionalismo latinoamericano y sus influen- cias. En Textos constitucionales históricos. El constitucionalismo europeo y lati- noamericano en sus documentos, comp. Francisco Javier Díaz Revorio, 40. Lima: Palestra. García Trobat, Pilar y Sánchez Ferriz, Remedio, coord. 2011. El legado de las Cortes de Cádiz. Valencia: Tirant lo Blanch. González Hernández, Esther. 2012. De viajes y constituciones: De Cádiz a Latinoaméri- ca pasando por Europa. En Francisco Díaz, Francisco Javier Revenga y José Manuel Vera Santos 2012. Keane, John. 2009. The life and death of . Londres: Simon & Shuster UK Ltd.

TEPJF 129 Constitución de Cádiz e Iberoamérica... • Francisco Javier Díaz Revorio

Lucena Giraldo, Manuel. 2012. “La participación americana. Los españoles de Ultramar”. En La aventura de la historia, 13 (159): enero. Disponible en www.orbyt.es (consul- tada el 20 de enero de 2013). Nieto Soria, José Manuel. 2007. Medievo constitucional. Historia y mito político en los orígenes de la España contemporánea (ca. 1750-1814). Madrid: Akal. Pérez-Bustamante, Rogelio. 2011. “A propósito de la influencia de la Constitución de Cá- diz en la independencia y en el constitucionalismo hispanoamericano”. En Cortes y Constitución de Cádiz. 200 años, dir. José Antonio Escudero, 555. Madrid: Espasa. Procter, Evelyn S. 1988. Curia y Cortes en Castilla y León 1072-1295. Madrid: Cátedra. Rieu Millán, Marie Laure. 1990. Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Rodríguez O., Jaime E. 2011. “La Constitución de Cádiz en Iberoamérica”. En La Constitu- ción de Cádiz y su huella en América. VV. AA., 99. Universidad de Cádiz. Soberanes Fernández, José Luis. 2010. “La primera Constitución mexicana y la guerra de independencia”. En Parlamento y Constitución 13. 59. . 2011a. “Orígenes del constitucionalismo mexicano”. Boletín Mexicano de Derecho Comparado 13. 735. . 2011b. La Constitución de Cádiz y su influencia en el inicio del constitucionalismo mexicano. En Escudero 2011, vol. III, 563. Solís, Ramón. 2000. El Cádiz de las Cortes. La vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813. Madrid: Silex. Stoetzer, Otto Carlos. 1962a. “La Constitución de Cádiz en la América española”. Revista de Estudios Políticos 126 (noviembre-diciembre): 641. . 1962b. “La influencia del pensamiento político europeo en la América española: el escolasticismo y el período de la Ilustración, 1789-1825”. Revista de Estudios Políti- cos 123 (mayo-junio): 257. VV. AA. Varios Autores. 2011. La Constitución de Cádiz y su huella en América. Cádiz: Universidad de Cádiz.

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La representación política en las Cortes de Cádiz

México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo. Cádiz, crisol de la representación popular en México

Manuel González Oropeza*

SUMARIO: I. Prefacio francés; II. Tradición española de con- vocatoria a Cortes; III. Mientras tanto en América…; IV. Ra- mos Arizpe. Paradigma del representante americano en Cádiz; V. Fuentes consultadas, VI. Anexos.

I. Prefacio francés

Aunque la representación política para los congre- sos comience poco antes de las Cortes de Cádiz, con las Cortes de Bayona de 1808, las primeras elecciones en la España peninsular y americana, excluyendo las municipa- les, se convocaron para formar las Cortes Generales, que discutirían la primera Constitución española de 1812. Esta primicia tenía que descansar en los ayuntamientos, únicos órganos electivos.

* Magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Doctor en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). Miembro fundador del Sistema Nacional de Investigadores (sni), nivel III.

133 México en Cádiz... • Manuel González Oropeza

La representación política que estuvo presente en Bayona fue por designación y no por elección popular. La parodia constitucional que resultó de este Estatuto de Bayona, convocado por Napoleón, preludia la Constitución de Cádiz. Ambas asambleas tan disím- bolas como lo son contienen el descontento de la representación americana. El emisario de Napoleón en España, Joaquín Murat, gran duque de Berg, había acorda- do con la Junta de Gobierno de Madrid que se convocara a una dieta o Cortes Generales con representantes de las provincias peninsulares, pero también de las “ultramarinas” (Sanz 1922, 80), invitando a los residentes de las “colonias” a que estuvieran en la me- trópoli. Por la Nueva España estuvo José Joaquín del Moral, junto con un total de 91 diputados. Este digno representante fue canónigo de la iglesia metropolitana de México.1 Su participación fue persistente en la representación de México para lograr concesio- nes y así atraer a los habitantes de este virreinato y consolidar los vínculos con ellos (Sanz 1922, 134), pero dejando que desplieguen su propia industria, según aseveró en la sesión del 23 de junio de 1808. No obstante, la asamblea de Bayona fue un fracaso en la representación política de los españoles, pues se constituyó de “manera caprichosa” (Sanz 1922, 162); de la misma ma- nera, sus efectos fueron inútiles pues el Estatuto sería meramente un texto confeccionado a la voluntad del emperador (Sanz 1922, 162-5). Hugo Maret rechazó algunas provisiones del Estatuto. Con todo, la representación de los americanos estuvo contemplada, así como la abolición de la Inquisición. Pese a todo ello, el Estatuto de Bayona inició la discusión de la representación política de las provincias de ultramar. En el título 10 del Tercer Proyecto de los Estatutos de Ba- yona se contemplan las disposiciones “de las colonias españolas en América y Asia”, (Sanz 1922, 361) abriendo este título el artículo 80, determinando que las colonias gozarían de los mismos derechos que la Metrópoli, entre ellos el de elegir diputados a Cortes (82 en to- tal, teniendo 4 la Nueva España).2 La elección de diputados se haría por los ayuntamientos de acuerdo con lo prescrito en el artículo 83.

1 Natural de la Nueva España y canónigo de la Iglesia Metropolitana de México, quien se hallaba en España cuando Napoleón convocó a asamblea. Durante su participación en las Cortes de Bayona propuso el despliegue de la industria en América (Congreso de diputados 1808, junta sexta). Durante su intervención en las observaciones que sobre el proyecto de Constitución presentado de orden del emperador y las juntas de españoles celebradas en Bayona, hicieron los miembros de éstas, se anotaron las “Observaciones hechas por D. José del Moral, Diputado del reino de Méjico, en la seria consideración que ha puesto sobre el proyecto de Constitución, no ha reconocido otra cosa que la bondad, la prudencia y el amor á los pueblos que respira en todos sus proyectos el Gran Napoleón”, y “Concluye el Diputado de Méjico con los sentimientos debidos de admiración y gratitud hacia el grande Emperador por la eficacia de sus deseos de hacer felices ambos mundos, dándoles una Constitución tan digna de su grande alma, como benéfica á los pueblos que la deben guardar” (Congreso de Diputados 1808, 112-3).

2 De acuerdo con la siguiente composición: dos para el virreinato, una para las provincias internas de Occidente y otro más para las Provincias Internas de Oriente. Las Provincias Internas de Occidente comprendían a los Gobiernos de Nueva Vizcaya, el Gobierno de las Provincias de Sonora y Sinaloa, así como el Gobierno de la Provincia de Nuevo México. En tanto que las Provincias Internas de Oriente contenían a los Gobiernos del Nuevo Reino de León, del Gobierno de la Colonia de Nuevo Santander, el Gobierno de la Provincia de Coahuila y el Gobierno de la Provincia de Texas (O’ Gorman 1979, 24-5).

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Además, el Estatuto de Bayona contempló varios derechos fundamentales como la in- violabilidad del domicilio y la prohibición de la detención arbitraria. Finalmente, en este texto se abolió el nombre de “colonias”, con aprobación de la asamblea a petición de los diputados José Ramón Milá de la Roca y Nicolás de Herrera (diputados por el virreinato del Río de la Plata), por el de Provincias de España en América, estableciéndose en el artículo 30, del título 10, la igualdad de derechos entre españoles y americanos (Sanz 1922, 362). Ello representó la demanda de integración de los órganos centrales de gobierno, por lo que José Joaquín del Moral propuso que los diputados americanos fuesen consejeros de Estado en su sección de Indias. Del Moral propuso igualmente la plena libertad de comercio, in- dustria y agricultura entre la península y América, así como la abolición de tributos para indios y castas. De la misma manera, planteó la suspensión de cualquier separación entre indios y españoles (Sanz 1922, 363). Otro diputado, Francisco Amorós, propuso aumentar dos di- putados a la representación americana para incluir representantes de Yucatán y de Cuzco, a lo que Del Moral agregó que la representación de grandes ciudades, como México y Lima, fuera incluida también. Hubo, en conclusión, una profunda preocupación por parte de estos delegados por ampliar la representación política de manera igualitaria. En el texto definitivo del Estatuto aparece en el artículo 87 que “Los reinos y provincias españolas de América y Asia gozarán de los mismos derechos que la metrópoli” (Congre- so de diputados 1808). La igualdad del comercio, industria y cultivos que propusiera Del Moral se concretó en los artículos 88, 89 y 90 del Estatuto; asimismo, con la fórmula genérica de que “Cada reino y provincia tendrá constantemente, cerca del gobierno, diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes” (Congreso de diputados 1808, artículo 91), la igualdad política que se complementaría con la integración de seis diputados como adjuntos en el Consejo de Estado, Sección de Indias. El Estatuto de Bayona fue rechazado por el constitucionalismo español, por ser pro- ducto de una imposición francesa, donde si bien había elementos positivos, tanto en ma- teria de representación como de libertades, el absolutismo y el férreo control de Napoleón amenazaba todo su articulado. Además, la falta de legitimidad de sus representantes por haber sido designados y no electos, se unió al descrédito de esta carta constitucional. La guerra de independencia mexicana reaccionó contra la invasión de Napoleón, te- niendo como pretexto u objeto la reposición de Fernando VII al trono español; este tema está bien estudiado por parte de la historiografía, por lo que sólo me interesaría insertar un episodio ocurrido en las Provincias Internas de Occidente, en la Nueva España, en el actual estado de Sonora, México, en donde Bernardo Andrade propuso reunir algunos millones de pesos para que se entregue la cabeza de Napoleón Bonaparte y pudiera así ser restituido Fernando VII,

TEPJF 135 México en Cádiz... • Manuel González Oropeza

[Bernardo Andrade, subdelegado de Copala, Sonora] propone reunir “quince o veinte mi- llones de pesos fuertes, que cree se podrán colectar por via de donativos en esta Nueva España y Provincias Internas para el que entregue la caveza de Napoleón Bonaparte, con lo cual se acabará la Guerra y será restituido a su trono nuestro católico monarca el Señor D. Fernando Septimo, y a este fin indica que se debe anunciar la idea en un papel público, pero con disimulo (agn 1810g).3

La invitación para convertirse en asesino está abierta tanto a españoles (incluidos los americanos) como extranjeros, y en el escrito, de manera muy clara, queda de manifiesto que se trata de una conspiración, porque Andrade es miembro del reino (de España y las Américas), y funcionario del mismo (subdelegado de Copala, Sonora), quien convoca para que otros se le unan y así acaben con el usurpador Rey y restauren en el poder al “amado y deseado” Fernando VII. En el mismo sentido, otros documentos emitidos en 1810 (agn 1810c)4 hacen referen- cia al “intruso rey José Napoleón Bonaparte,5 con lo cual se advierte que los habitantes novohispanos, pese a que habían trascurrido dos años desde las abdicaciones reales de Bayona, eran fieles al Antiguo Régimen, encabezado por Fernando VII, pero que tam- bién estaban interesados en participar de manera activa en las juntas y convocatorias que los habitantes de la península llevaban a cabo, para construir una Constitución de

3 “Petición que hace el Subdelegado de Copala, en Sonora, don Bernardo Andrade, para que se ofrezcan 15 o 20 millones de pesos por la cabeza de Napoleón Bonaparte, firmada el 24 de julio de 1810. Comentario que hace la Real Audiencia Gobernadora el 19 de septiembre de 1810 a la nota enviada por Bernardo Andrade, fojas 4 a 7”. Se respeta la ortografía original del documento.

4 Por ejemplo: “Expediente relativo a las ordenes de aprenhención, y aprehención de Don Josñe [sic] María Navarro, emisario del intruso Rey José Napoleón Bonaparte, México”, fechado en 1810; “Expediente sobre los informes para la aprehensión de Manuel Rodríguez Aleman y Piña, considerado como emisario de José Napoleón de Bonaparte para incitar a la revolución de América y para que se realizara la confiscación de sus bienes”, también de 1810. En otro expediente, en el cual no se precisa fecha (1809-1811) se señalan como contenidos, los “informes sobre las intenciones de José Napoleón Bonaparte de incitar a la revolución de América y de apoderarse de la Florida como plan estratégico”, y en uno más tardío, de 1815, se refiere que “En cumplimiento de real orden se remitirá una lista de emisarios de José Napoleón Bonaparte y vigía por posible arribo.”, titulado “Expediente de la correspondencia dirigida al virrey Francisco Xavier Lizana en contestación a su oficio sobre la entrada de emisarios de José Napoleón Bonaparte para inducir a la revolución a las colonias americanas, introduciéndose por la parte de Estados Unidos, y por lo cual se ordena su aprehensión, en México año de 1810”. Una de las fojas del expediente señala: “Con el superior oficio de V.E. 22 de Junio de este año he quedado impuesto de la Real Orden de 14 de Abril ultimo, por la que se noticia las intrigas con que el Rey intruso Josse [sic], y el tirano de la Europa Bonaparte quiere corromper a los Españoles ultramarinos, mandando a estos Dominios emisarios que introduzcan en ella, el desorden y anarquía valiendose de [ilegible] por los Estados Unidos de América de donde con disfraces procuran penetrar por tierra en la Provincia de Texas ó embarcarse para otras posesiones Españolas”. No se debe olvidar que para esta época Texas aún pertenecía a la Nueva España.

5 La víctima, en opinión de Pedro A. López, no debe ser Napoleón Bonaparte, sino su hermano José I., quien ocupó desde 1808 el cargo de Rey de España, pues es él quien jura el cargo ante las Cortes de Castilla en 1808; la confusión del nombre reside en que en diversos expedientes entre 1809 y 1810, incluso hasta 1814, se registra el nombre de “José Napoleón Bonaparte” como el usurpador del trono español, lo cual puede llevar al error en el nombre. Véase Pedro A. López Saucedo, “Una conspiración para cometer regicidio: el asesinato de Bonaparte”, 2012.

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la Monarquía Española, que también incluye a sus antiguas colonias de ultramar, que después llamó provincias, gracias al Estatuto de Bayona. Y la mejor manera de hacerlo fue mediante la participación en las elecciones para las Cortes Generales y Extraordi- narias que se llevarían a cabo en Cádiz. No obstante, la designación de representantes fue también un método para integrar las futuras Cortes de Cádiz, pues durante esos años de invasión y guerra civil, la elección no era un método de selección compatible con las circunstancias de urgencia y peligro, aunado a que los gastos de los diputados tendrían que ser sufragados por ellos mismos o por los ayuntamientos que los eligieran. Estas circunstancias apremiantes para la designación o elección de diputados a las Cortes de Cádiz fue pretextado por el propio Fernando VII para abolir tan pronto como pudo la misma Constitución de Cádiz por medio del Real Decreto del 4 de mayo de 1814:

[SM al tomar las riendas del Gobierno] ha de conocer que la pretendida Constitución Política de la Monarquía, promulgada en Cádiz por las llamadas Cortes Generales y Ex- traordinarias en 19 de marzo de 1812, fue obra de personas que de ninguna provincia de la Monarquía tenían poderes para hacerla; y los que se suponían diputados por América en aquellas Cortes ilegítimas, habían sido por la mayor parte elegidos en Cádiz, sin que las provincias, de las cuales se intitulaban apoderados, tuviesen parte en tales elecciones, ni aún siquiera noticia de que se trataba de hacerlas, Con este vicio de ilegitimidad concurrió el de la falta absoluta de libertad en las deliberaciones (González Obregón 1913, 149).§

Al aprobarse el Estatuto de Bayona el 7 de julio de 1808 quedó el proyecto propuesto por los representantes americanos, por ilegítimo que fuera, que las provincias america- nas, antes denominadas colonias por los monarquistas, eran parte de España, pero no como patrimonio del rey, sino de la nación, por lo cual podían tener representación; en otras palabras, se afirmaba que los territorios americanos no eran colonias y, por lo tanto, no estaban vinculados con una familia real, sino con la nación española en este caso. Es lo que Carré de Malberg, en su Teoría general del Estado y con apoyo en la doctrina del Contrato social, propone que la “soberanía primaria, el poder constituyente, reside esencialmente en el pueblo, en la totalidad y en cada uno de sus miembros” (Carré 1998, 1163).6 No obstante esta importante afirmación, los sucesos en la península impidieron a los Bonaparte aplicar el Estatuto de Bayona, pero fueron un importantísimo antecedente para la etapa juntista y de la regencia en la metrópoli, hasta que la Suprema Junta Central

§ Énfasis añadido.

6 Para Carré de Malberg, la creación de una Constitución no crea a la sociedad (eso lo hace el pacto social), sólo la organiza, es por ello que el pueblo es dueño de cambiarla cuando así lo considere conveniente, pues él es dueño de la soberanía y está en sus manos el poder constituyente.

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de 1808 logró aglutinar los principales movimientos y encauzarlos hasta formar el espíritu que animó a esta época: convocar a un Congreso que discutiera quién asumiría el poder tras la abdicaciones de Bayona.

II. Tradición española de convocatoria a Cortes

No se debe olvidar que los habitantes de la península se sintieron abandonados por los máximos representantes de la nación tras las abdicaciones de Bayona,7 por lo que el pueblo permaneció ahora como depositario de la soberanía; la renuncia de la familia real, volunta- ria o por la fuerza, sólo tenía una lectura: se había dejado sin cabeza al reino.8 La situación

7 A partir de 1807 comenzó a cuestionarse la alianza franco-española que había nacido desde las Guerras de Sucesión (1707-1714), y que tras la victoria de Felipe V (y el modelo centralista francés) en contra de Carlos de Habsburgo (apoyado por Austria, Inglaterra y Holanda), significó la pérdida de fueros de los reinos que apoyaron a éste último, así como la llegada de las intendencias, las cuales eran divisiones administrativas a cuya cabeza estaban los intendentes, hombres de confianza de la monarquía, y era por medio de ellos que la nueva dinastía impulsó muchas de sus reformas. Finalizada la guerra de sucesión, el pueblo español y las colonias acataron a la nueva dinastía, y el gobierno monárquico español se volvió absolutista, eliminando las autonomías y fueros de los reinos de la metrópoli y mantuvo un férreo control de los territorios de ultramar, provocando el descontento entre sus súbditos (incluida la expulsión jesuítica de 1767 y la implementación de las reformas borbónicas en América). Eso no era todo; casi 100 años después, Carlos IV le otorgaba a Napoleón, por medio del Tratado de Fontainebleau de 1807, el paso franco del ejército francés para la invasión militar de Portugal (que se había unido a Inglaterra contra la invasión napoleónica), y lo más importante, Napoleón lo reconoce como el “emperador de las Américas” Manuel Chust añade “Reconocido por quien ve en ese título la vía más directa para obtener, sin un solo tiro sino por sustitución de dinastías, no sólo el imperio hispanoamericano, sino también el iberoamericano”. Unos meses más tarde, luego del fracaso de la conjura de El Escorial y la aprehensión de Fernando VII, y tras el encuentro en Bayona, los monarcas Borbones abdican y Joaquín Murat, duque de Berg, es designado como regente, quien más tarde traspasa a José Bonaparte el cargo de regente de las Españas e Indias. En pocas palabras, como señala Marco Antonio Lavandazo, citando a Miguel Artola, se trata de la crisis de 1808, lo cual no es sino el quiebre total de las instituciones representativas del Antiguo Régimen, pues los reyes fracasaron al abandonar a su pueblo, la Junta de Gobierno toleró a Murat como su presidente y por consiguiente, al Consejo de Castilla y a su vez las audiencias continuaron a las órdenes de aquélla, en tanto que los capitanes intentaron mantener una menguada legalidad ante la crisis política. Tras los sucesos acontecidos en España, y la inoperancia de la Junta Suprema de Gobierno y el Consejo de Castilla, quienes sólo se limitaron a dar recomendaciones pacifistas ante la invasión napoleónica con la finalidad de mantener el statu quo en todas las provincias, el ayuntamiento de la Ciudad de México temía que la Audiencia siguiera el ejemplo de los Consejos de Castilla e Indias, y reconociera a José I, hermano de Napoleón, a fin de conservar América unida a España, cualquiera que fuese la dinastía que gobernase, como había sucedido en la Guerra de Sucesión (sustitución de la dinastía de los Habsburgo por los Borbones). De ahí el rechazo de manera categórica a que la monarquía de España y de las Indias dejara de ser gobernada por los Borbones y empezara a serlo por los Bonaparte. Se crearon varios centros de poder a partir de las abdicaciones de Bayona el 5 de mayo de 1808, como la Junta de Sevilla, la Junta Central, la Regencia y las Cortes, destacándose que lo importante no fue la debilidad del imperio, sino la fortaleza ideológica y política, así como el respeto y fidelidad mostrado por las autoridades e instituciones coloniales a sus monarcas cautivos. Véase Manuel González Oropeza, capítulo I. Quiebre del Antiguo Régimen. Bienio 1808-1810, origen de la representación electoral en la tradición republicana y federalista de México. En Historia jurídica de los conflictos electorales en México. Siglos xix y xx, libro en proceso.

8 Según las leyes de León y Castilla, “Los reyes no podrán renunciar la corona a su voluntad, así como una persona no puede faltar al contrato sin la venia de la otra parte con quien está ligado.” Manuel Colmeiro, De la Constitución del Gobierno de los Reinos de León y Castilla, Madrid: Librería de Don Ángel, Calleja Editor, 1855, 281-84. No obstante, antes de la abdicación de Carlos IV se habían dado otros: Doña Berenzuela abdica a favor de su hijo Fernando III

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de anarquía creciente por todo el reino llevó a los patriotas a buscar una salida novedosa para resolver la crisis política, creando las juntas de autoridades en ciudades y provin- cias. Estas juntas no pueden desligarse del levantamiento popular, pues en la mayoría de pueblos y ciudades de toda España la constitución de las juntas estuvo precedida o acom- pañada de movimientos populares de rechazo contra el invasor francés, y de protesta por la difícil situación por la que atravesaba España. En ausencia del rey, el pueblo toma las armas; frente a la debilidad de las juntas y el Consejo, las Cortes y los ayuntamientos opu- sieron la fortaleza, como fue el caso del ayuntamiento de la Ciudad de México, en 1808. El ayuntamiento, representado por los regidores Juan Francisco Azcárate y Francisco Primo de Verdad y Ramos, así como por el religioso fray Melchor de Talamantes, es el paradigma de esta vigorosa irrupción de la representación novohispana en la política imperial española, pero con un componente adicional: la génesis de la emancipación mexicana del imperio español. Por lo que respecta a las Cortes, cada reino convocaba a sus respectivas Cortes desde tiempo inmemorial con representantes de sus habitantes para ejercer la potestad legisla- tiva en compañía del monarca (García 2003, 261). A partir de la Constitución de Cádiz de 1812, las Cortes cobraron un papel preponderante y se consideraron como instituciones para “derribar, cambiar o conservar el régimen político”, estando las leyes sometidas a su autoridad (Martínez 1813). Un hecho que no puede dejarse de lado, por lo menos en este momento, es que las juntas de gobierno peninsulares partían de una dogmática concep- ción borbónica, en el sentido de que las naciones americanas eran colonias dependientes de España, más que partes integrantes de la monarquía; en otras palabras, las colonias resultaban ser posesiones de la nación peninsular y, por ende, pertenecían a los españoles, por lo que carecían de personalidad jurídica propia. Ante el temor de perderlas, se hacía inevitable retenerlas por todos los medios, incluida la fuerza militar,9 por lo cual no estaba sujeto a discusión el que éstas aprovecharan la situación para separarse de la Corona.10 El 9 de mayo comienza el debate entre las autoridades provinciales acerca de la posi- bilidad de sublevarse contra el poder francés, es así como se erige una junta suprema que declara la guerra a Napoleón. Asturias fue la primera en declarar la guerra a Francia, en- viando emisarios a Europa, creando un ejército regular y unas estructuras administrativas

ante las Cortes Generales de Valladolid en 1217; Carlos I (de España y V de Alemania) abdica en 1556 en Bruselas a favor de Felipe II, sucediendo lo mismo con Felipe V a principios del siglo XVIII a favor de Luis I (cuyo reinado fue de sólo 229 días, al morir de viruela a los 17 años).

9 En estas medidas se incluyen los propios golpes de Estado, como el ocurrido el 15 de septiembre de 1808, cuando Gabriel de Yermo y Pedro Garibay depusieron al Virrey Iturrigaray y aprehendieron a los miembros del ayuntamiento de la Ciudad de México; con su encarcelamiento y muerte termina el primer intento de una representación política novohispana y en antecedente directo de la misma en las Cortes de Cádiz.

10 Como el caso del ayuntamiento de la Ciudad de México, en donde la idea de la soberanía popular fue puesta a discusión por parte de los ya referidos Azcárate, Primo de Verdad y Talamantes, cuyos argumentos lograron convencer al virrey José de Iturrigaray de crear una junta novohispana que separase al virreinato hasta el restablecimiento de Fernando VII.

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y organizativas ajenas a Francia y en cierta medida a España, ya que no es la junta sobera- na o suprema de España, sino la de la provincia de Asturias la que reivindica la vuelta de Fernando VII. En los días siguientes también se levanta en armas Zaragoza; mientras tanto en Murcia el antiguo ministro Floridablanca preside la constituida nueva junta; durante los meses de mayo y junio del mismo año fueron erigiéndose distintas juntas: las juntas locales y las supremas. En ellas, numerosos intelectuales y en especial políticos de renombre trataron de organizar la caótica situación ante los invasores, declarando, en primer lugar, la guerra a Napoleón. Para llevar a cabo este cometido, fue necesaria la inversión de grandes sumas de dinero, proporcionado en parte por colectas populares y en parte por apoyo británico, con el fin de crear y formar un ejército antinapoleónico. En Sevilla, la junta local adopta el nombre de Junta Suprema de España e Indias, im- pulsora del texto considerado como la declaración de guerra formal emitido el 6 de junio de 1808. Tras la victoria española de Bailén del 19 de julio, en el hasta entonces invicto ejército imperial, se fortaleció la idea de conformar juntas que gobernaran en ausencia del rey. No obstante, las rivalidades entre los altos mandos militares, que emprendían ac- ciones sin coordinación, se sumaba la de la divergencia política en la reforma del sistema del Antiguo Régimen y el surgimiento de reclamaciones particulares en cada territorio, al amparo del clima de federalismo de facto favorecido desde las diferentes juntas provin- ciales. A pesar de ello, un acuerdo general permitió constituir en Aranjuez la denominada Junta Suprema Gubernativa, presidida por Floridablanca y con 35 miembros. Se constitu- yó el 25 de septiembre de 1808 tras la victoria en la batalla de Bailén en julio y después de que el Consejo de Castilla declarase nulas las abdicaciones de Bayona. La Junta Suprema Central, también llamada la Junta Suprema o Junta Central Suprema, oficialmente Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, fue el órgano que concentró los poderes Ejecu- tivo y Legislativo españoles durante la ocupación napoleónica de España. Se forma, de manera inicial, por los representantes de las juntas provinciales, cuya misión fue la de asumir el poder del Estado durante la ausencia del rey, Fernando VII. El afrancesamiento del Consejo de Castilla, que aceptó en un primer momento el mandato de Bonaparte, provocó conflictos ideológicos con las juntas, cuyo poder aumentaba parejo al apoyo del pueblo, hasta que, finalmente, debió resignarse a que fueran éstas, más nume- rosas, las que lograran la soberanía. Desde sus comienzos, en la sesión que la junta celebró el 7 de octubre de 1808, se realiza una propuesta de convocatoria a Cortes, la cual, según el decreto de 5 de mayo de Fernando VII, debía nombrar una regencia que albergara la soberanía del rey durante su ausencia. Sin embargo, esta proposición fue desestimada por un gran sector de ésta, pues no sólo suponía un largo estudio, con la consecuente pérdida de tiempo, sino que, teniendo a la susodicha regencia, apenas podrían aprovecharse del poder concentrado de que presumían antes. En los meses que siguieron a su fundación, la junta se encargó de organizar al país y la guerra, entre cuyos actos destacan la fijación de los tributos de guerra, el establecimiento

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del Ejército de la Mancha, mandado por el general Juan Carlos de Aréizaga y la firma del tratado de alianza con Gran Bretaña (14 de enero de 1809). Es en Sevilla, el 15 de abril de 1809, en donde el diputado por Aragón, Lorenzo Calvo de Rozas elaboró una propuesta concreta de “Convocatoria de las Cortes y elaboración cons- titucional”, la cual fue bien recibida, y de inmediato el Secretario de la Junta Martín de Garay y su colaborador José Manuel Quintana se encargaron de redactar la minuta de decreto de convocatoria a Cortes, en donde se plasmaba sin tapujos el ideario libe- ral de sus autores: había que convocar a Cortes, con el objeto de que éstas elaborasen una Constitución que trajese la felicidad al reino. Lo que en otras palabras significa romper el Antiguo Régimen al crear una Constitución que sea la expresión de la voluntad nacional y no de un pasado anquilosado, en donde la voluntad del rey es la ley, en donde “callar y obedecer” fue la norma; ahora, la idea reformista comienza a tomar forma desde los mis- mos cimientos de la sede de la monarquía, es decir, en la cabeza del reino. Las noticias emanadas desde la metrópoli referentes a la pertinencia de celebrar unas Cortes que, al igual que las convocadas por Napoleón, incorporar a los territorios de ultramar, sacudió los cimientos de la sociedad en América. Las noticias acerca de los acontecimientos en la península, aunado a las viejas demandas de los criollos para ocupar mejores cargos en su propio territorio, condujeron por caminos diferentes las propuestas de la junta peninsular, es por ello que resulta trascendental el decreto de enero de 1809, en donde se convoca a los territorios americanos a participar en la Suprema Junta Central. José Mariano Beristáin de Souza, con el pseudónimo de Filopatro, publica el Dis- curso dirigido á los señores regidores de… sobre la eleccion de diputado de la Nueva Es- paña, en cumplimiento de la Real orden de la Suprema Junta Central de 29 de enero de 1809,11 en donde se refieren los sucesos actuales en la metrópoli

Así como desde la felíz conquista de este Reyno no nos habiamos vestido luto mas triste y funesto, que el que nos obligaron á tomar las desagradables noticias del cautiverio de nues- tro amado y augusto Monarca FERNANDO VII. y de los sucesos desgraciados de nuestra Metropoli; tampoco habiamos recibido en el largo espacio de tres siglos testimonios mas convincentes del amor y consideracion, que merecen estos remotos Pueblos á la Nacion Española, su Madre, que los que acaba de darnos por medio de la Suprema Junta, que en nombre de nuestro Rey gobierna legitimamente hoy estos y aquellos Dominios§ (Beristáin 1809, 1).

11 Adviértase que la Nueva España, una vez conocida la suerte de Fernando VII y las acciones de Cádiz, de inmediato se abocó a participar en las cuestiones político-electorales del virreinato, aun antes de emitirse la convocatoria oficial en España.

§ Énfasis añadido.

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Y continúa señalando este discurso

Desde allá nos llama: todas las Provincias de nuestra Metrópoli congregadas en nombre de Dios y de Fernando nos convidan: la Nacion toda, Señora de la America llama á sus hijos americanos, para darles parte en el Supremo Gobierno de toda la Monarquia. Y esta es, Señores, la mayor y mas alta prueba del amor y consideración que sinembargo de la enorme distancia, que nos separa, deben á la España sus Americas. Y si tan grande y sublime es el honor, que se nos dispensa, llamando un Diputado de este Reyno; no es menor el empeño en que os hallais comprometidos para elegirlo con acierto. Yo venero, Señores, vuestro zelo y virtudes patrioticas, venero vuestros talentos, y venero en fin las nobles ideas, de que estais animados, para escoger la persona digna que ha de representarnos en la Suprema Junta de la Nación§ (Beristáin 1809, 2-3).

Para el 22 de mayo de 1809 la Junta Central emite un decreto por medio del cual orde- na la celebración de Cortes Extraordinarias y Constituyentes, rompiendo con el protocolo tradicional pues sólo el rey tenía la potestad de convocarlas y presidirlas. Entre mayo y junio la Junta Central comienza a disolverse para dejar paso al Consejo de Regencia meses más tarde, al que encarga la ejecución de lo que quedaba por hacer llamamiento a los estamentos nobles y eclesiásticos, y a la elección de los representantes de América y Asia y de las provincias ocupadas por el enemigo que no pudiesen elegir de manera libre a sus diputados. El 29 de enero del año siguiente se expidió el último decreto de la Suprema Junta en la Isla de León, por el cual, ésta se disolvía y daba paso al Consejo de Regencia de España e Indias, el cual se compuso de cinco miembros, los cuales debía organizar las futuras Cortes (agn 1810h)12 La regencia lleva a cabo la convocatoria de las elecciones con el decreto hasta el 14 de febrero de 1810; en la Nueva España se publica hasta el 16 de mayo de ese año (agn 1810h) enfatizando que

El Consejo de Regencia de España é Indias á los Americanos Españoles… El rey nuestro Señor Don Fernando VII, y en su real nombre el Consejo de Regencia de España é Indias:

§ Énfasis añadido.

12 Entre otros aspectos interesantes de esta Real Orden, en uno de sus párrafos señala “Que se establezca un Consejo de Regencia compuesto de cinco personas, una de estas por las Américas, nombradas todas fuera de los individuos que componen la Junta. Que estas personas sean…; y el Ministro del Consejo de España é Indias Don Esteban Fernández de León, por consideración á las Américas.” Esteban Fernández de León e Ibarra había nacido en Badajoz, por lo cual fue impugnada su designación al no haber nacido en América, y su lugar fue ocupado por Miguel Lardizábal y Uribe (1744-1824), novohispano nacido en Tlaxcala, aunque residía en España desde 1761; por sus conocimientos ingresó a la Real Academia de Geografía e Historia en Valladolid, y más tarde obtuvo una plaza en el Consejo Supremo de Indias, caracterizándose por ser un fiel defensor de los derechos de Fernando VII.

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considerando la grave y urgente necesidad de que á las Cortes extraordinarias que han de celebrarse inmediatamente que los sucesos militares lo permitan concurran Diputados de los dominios españoles de América y de Asia, los quales representan digna y legalmente la voluntad de sus naturales en aquel Congreso, del que han de depender la restauración y felicidad de toda la Monarquía, han decretado lo que sigue: Vendrán á tener parte en la representación nacional de las Córtes extraordinarias del Reyno, Diputados de los Virreynatos de Nueva España, Perú, Santa Fe y Buenos Aires, y de las Capitanías generales de Puerto Rico, Cuba, Sto. Domingo, Guatemala, Provincias Internas, Venezuela, Chile y Filipinas. Esos diputados serán uno por cada Capital cabeza de partido de estas diferentes Provincias. Su elección se hará por el ayuntamiento de cada Capital, nombrándose primero tres individuos naturales de Provincia, dotados de probidad, talento é instruccion, y exentos de toda nota; y sorteándose después uno de los tres, el que salga á primera suerte será Diputado en Córtes. Las dudas que puedan ocurrir sobre estas elecciones serán determinadas breve y perentoria- mente por el Virrey ó Capitan general de la Provincia en union con la Audiencia (agn 1810h).

Poco antes de la reunión de las Cortes Generales y Extraordinarias, se emite un Edicto y Decreto fijando el número de diputados suplentes de las dos Américas y de las Provincias ocupadas por el enemigo y dictando reglas para esta elección (Colón 1810) con fecha del 8 de septiembre de 1810, en donde en sus capítulos III y IV, de manera clara señala

III. Para la voz activa y pasiva de elegir, o ser elegido, se requieren precisamente las calidades de mayor de 25 años, cabeza de casa, soltero, casado, viudo o eclesiástico secular, de buena opinión y fama, exento de crímenes y reatos, que no haya sido fallido, ni sea deudor a los fondos públicos, ni en la actualidad doméstico asalariado de cuerpo o persona particular. IV. Tendrán voto y podrán ser electores todos los concurrentes, naturales o vecinos de las referidas provincias; pero para ser elegidos Diputados en Cortes han de ser naturales de los residentes de Cádiz y la isla de León, o en cualquiera de nuestros pueblos libres (Colón 1810, numeral III-IV).13

En la Instrucción que deberá observarse para la elección de diputados de Cortes, (Junta Suprema Central 1808-1810) reimpreso en México en el año de 1810, se aprecia el com- promiso de los novohispanos para “salvar la patria” y “mejorar una constitución que sea digna”, mediante un minucioso proceso electoral con base en el censo de 1797.

13 Entre otras cosas también señala que el virreinato de México contará con siete diputados, y que no hay obstáculo para que el “indio puro” y sus descendientes puedan ser diputados (Colón 1810, numeral XII).

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El célebre literato mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi publicaría, posterior- mente en 1812, acerca de la relevancia de las juntas parroquiales en la elección de diputa- dos las siguientes palabras

Ciudadanos: Vais a entrar ya por primera vez en el ejercicio de las facultades que os restitu- ye la Nación por medio de sus representantes en Cortes, y el primer acto solemne de estas preciosas prerrogativas que tanto han engrandecido a las naciones libres, en la elección (Fernández 1981).

Con estas solemnes declaraciones se desmiente lo que Fernando VII falazmente ase- veraría en 1814 para abolir la Constitución de Cádiz. La importancia de la Constitución se destacó por las noticias de la prensa española reimpresas en la Ciudad de México, con editoriales que afirmaban “Sólo una buena Constitución que tenga por base la virtud y la ilustración, es la que hace felices a los pueblos, y sin ella todo engrandecimiento es apa- rente o precario” (El voto de la nación española 1810a, 3-12). Ya en materia de las elecciones y su dificultad para realizarlas, bien en la península o bien en América, la prensa después de definir al pueblo español como todos los habitantes de la Nación, sugiere suplir la elección por la designación de diputados a Cortes en las siguientes palabras

Este mismo modelo de suplir la falta de nombramiento de representantes en toda regla, vere- mos con suma satisfacción extendido en obsequio de nuestros dominios de Asia y América. La premura de la celebración de las próximas Cortes y la lejanía de los dominios mismos no dan lugar para establecer en cuanto a ellos una medida adecuada de representación que requiere un examen particular de sus circunstancias, y que debe ser un objeto de la deli- beración augusta que se prepara. Pero el gobierno acude también a proveer en este punto. Llama en rededor de si a los naturales de aquellos dominios, para que libremente puedan delegar personas que promuevan sus intereses provinciales, no pudiendo prescindir de que son nuestros hermanos, y de que han dado a la Madre Patria insignes testimonios de su magnificencia y patriotismo (El voto de la nación española 1810b, 68).

Las Cortes Generales y Extraordinarias se reunieron en Cádiz el 24 de septiembre de 1810. Su composición estuvo formada por 104 diputados elegidos por los nuevos ciudada- nos y por las juntas provinciales, los que unidos integran un único cuerpo unicameral que representaba a la nación soberana (incluidas América y las Filipinas) y cuya función era constituyente. Comenzaban unas Cortes que son todo un precedente en la historia uni- versal del parlamentarismo, al albergar a representantes de los territorios que formaban el antiguo imperio.

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III. Mientras tanto en América…

Tras el fallido intento de autonomía del ayuntamiento de México, en septiembre de 1808, unos pocos meses después, en febrero de 1809 se descubrió una proclama dirigida a los “habitantes de América”, en donde se proponía reunir una junta de autoridades y ciuda- des del reino y “Proclama[r] la independencia de Nueva España”, la cual fue organizada por Julián de Castillejos, quien laboraba como abogado de José Mariano de Sardaneta y Llorente, Segundo Marqués de San Juan de Rayas, regidor y alcalde de la ciudad de Guanajuato; y para septiembre del mismo año se descubre la Conspiración de Valladolid, encabezada por José Mariano Michelena, José María García Obeso y fray Vicente de Santa María, entre otros. Lo cual advierte que los cauces tomados por algunos miembros de la sociedad novohispana no eran por medio de los ayuntamientos, sino de las armas. El 13 de mayo de ese año se crea un Proyecto de Decreto sobre restablecimiento y con- vocatoria de Cortes o consulta a país14 lo cual es respaldado por el Decreto sobre restable- cimiento y convocatoria de Cortes (je 2008, 379)15 del 22 de mayo de 1809, por el cual se convocaban las Cortes en las que los territorios americanos estaban invitados a enviar re- presentantes16 para la celebración de la asamblea constituyente del año siguiente (1810), y se señalaba la creación de una comisión de cinco vocales que deben preparar lo necesario para estas primeras Cortes. De esta manera, “los diputados a Cortes procedieron en Cádiz a echar las bases de un nuevo Estado con el único instrumento que tenían a mano: una Constitución” (Santos 2003, 322). Se iniciaba así todo un nuevo proceso representativo y de politización no sólo en la península, sino en Asia y América en general, y en la Nueva España en particular. El 8 de noviembre de 1809 se emitió una Comunicación que acompañó la Comisión de Cortes a la Instrucción que debía observarse para la elección de Diputados a Cortes al someterla a la aprobación de la Junta Central (Jovellanos y Catanedo 1809) firmada por Gaspar de Jovellanos, en donde se menciona que la reunión de las Cortes se llevaría a cabo en San Carlos, cerca de la isla de León, por ser más adecuada para albergar a los diputados y así tener más fácil comunicación con el mar, además de estar provisto de los alimentos que se necesiten para abastecer a los diputados. En esta misma comunicación se prevé que los Diputados “después de haber sido examinados y aprobados sus poderes, presten el

14 En donde a la letra dice “Nuestras Américas y demás colonias serán iguales a la Metrópoli en todos los derechos y prerrogativas constitucionales”.

15 En este documento sólo se menciona en un párrafo “Parte que deban tener las Américas en las Juntas de Cortes”.

16 Pero el decreto de la Junta Central no fue gratuito, pues se relacionaba con la propuesta de organización representativa del otro Estado que en estos momentos estaba dominando la península y aspiraba a hacer lo mismo con América: el Estado francés, las Cortes de Bayona y su carta otorgada. La Carta de Bayona (1808) contemplaba la elección de diputados a Cortes en número de 22, la igualdad de derechos entre americanos y españoles, y libertades de comercio, industria y cultivo.

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juramento de fidelidad a Vuestra Majestades y sus sucesores y descendientes” (Jovellanos y Castanedo 1809). Sin embargo, la representación americana no fue paritaria con la peninsular, pues mien- tras España contempló 36 representantes, América “contó tan solo con un representante por cada uno de los cuatro virreinatos y cinco capitanías generales” (Guedea 2004, 66). En este momento de la situación, en febrero de 1810, se emite la Instrucción para las elecciones de diputados por América y Asia (Castaños y Saavedra 1810), la cual dispuso que los ayuntamientos de las capitales de todas las provincias españolas eligieran, in- cluyendo las americanas y filipinas, por medio de una elección directa a tres individuos: “dotados de probidad, talento e instrucción, y exentos de toda nota” (Castaños y Saavedra, 1810) y que entre los mismos se sorteara quien “habrá de ser el diputado que represente a su provincia ante el parlamento español o cortes.” En la Instrucción se publica el Real Decreto, en donde a la letra señala

Considerando la grave y urgente necesidad de que a las Cortes extraordinarias que han de celebrarse inmediatamente que los sucesos militares lo permitan, concurran Diputados de los dominios españoles de América y de Asia, los cuales representan digna y lealmente la voluntad de sus naturales en aquel Congreso, del que han de depender la restauración y felicidad de toda la Monarquía […] y verificada su elección, una vez que reciban sus poderes e instrucciones, se pondrá inmediatamente en camino de Europa, por la vía más breve, y se dirigirán a la isla de Mallorca, en donde deberán reunirse todos los demás representantes de América, a esperar el momento de la convocatoria de las Cortes (Castaños y Saavedra 1810).

Mientras se obedecía en las Américas y Asia este Real decreto y se llevaban a efecto las elecciones en todas las provincias, en la península se emitía una nueva documentación, el Edicto y Decreto fijando el número de diputados suplentes de las dos Américas y de las Provincias ocupadas por el enemigo y dictando reglas para esta elección, el 12 de septiem- bre de 1810 (Colón 1810), en el cual “el Consejo de Regencia a nombre del Rey nuestro Señor Don Fernando VII” reitera la importancia de las elecciones, tanto en las provincias libres como en las ocupadas; si bien es cierto que la Junta Suprema Gubernativa instruyó un prolijo expediente en punto a la representación supletoria de los dominios de Indias, y consta que la acordó; mas no aparece que la hubiese publicado, y será que vacilaba entre los escollos de la invención de este arbitrio y los de no dar entrada en Cortes de tan sumo interés general, a una parte del reino rica, numerosa, libre y apreciable, que ya la tenía justamente declarada en las funciones del gobierno soberano, por ello la regencia se dio a la tarea de ratificar la representación supletoria de los dominios de Indias, y precisar que los diputados suplentes de las dos Américas debían ser 30, correspondiendo 7 de ellas a todo el virreinato de la Nueva España; adicionalmente, se señala que los indios puros y de descendientes de españoles gozarían de los derechos comunes a aquéllos, por lo cual

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“pueden ser elegidos Diputados, como iguales vasallos, así como lo habrán sido o podido ser los residentes de Indias” (Colón 1810). El 24 de septiembre, doce días después, en la Isla de León quedaron instaladas las Cortes Generales y Extraordinarias, con 104 miem- bros firmantes, entre los cuales se hallaban 29 representantes americanos, 7 de los cuales eran novohispanos: José María Couto, Francisco Munilla, Andrés Savariego, Salvador San Martín, Octaviano Obregón, Máximo Maldonado y José María Gutiérrez de Terán; (Colón 1810 y Berry 1966)17 posteriormente se reuniría el más célebre de todos: Miguel Ramos Arizpe, quien llega a Cádiz el último día de febrero de 1811 y se incorpora a las Cortes hasta el 21 de marzo de ese año. En esta misma reunión se declara que

las personas de los Diputados de Cortes son inviolables, reservando señalar el modo con que podría intentarse contra los mismos cualquiera acción para el reglamento general que iba á establecerse: y hallándose ya formalizado y aprobado el reglamento, y teniendo en consideración las Cortes que jamás deben molestarse ni inquietarse a los Diputados por las opiniones y dictamen que manifiesten, para que tengan la libertad que es tan indispensa- blemente precisa en los delicados negocios que la Nación confía a su cuidado (agn 1811).

En las Cortes se creó una comisión encargada de formular el proyecto de un plan interino de arreglo y organización de las provincias (Benson 1980, 33), el cual cumplió su cometido el 13 de noviembre de 1810, pero dicho plan no prosperó, por lo cual se designó otra comisión, la cual presentaría “un nuevo proyecto sobre las bases de las discusiones anteriores” (Benson 1980, 33). Y así se hizo el 4 de marzo de 1811, para ser aprobado más tarde el día 16 del mismo mes, con el título de “Reglamento de Provincias”.18 Debe

17 En total asistieron 15 diputados según se desprende en cuadro 1, preparado por Charles R. Berry en 1966. También se recuerdan otros 5 diputados que, aunque electos en sus respectivas provincias, no pudieron asistir a las Cortes, véase cuadro 2. Ambos cuadros se pueden consultar en la sección Anexos, al final de este texto.

18 Nettie Lee Benson (1980, 11-2) señala: “En cada provincia habría una junta superior compuesta del capitán general, el intendente y nueve vocales. En las provincias de más de nueve corregimientos o partidos, habría tantos vocales como corregimientos o partidos. Cada partido habría de elegir un miembro o diputado a la Junta. Los elegidos deberían tener bienes o arraigo y ser naturales de la provincia o haber tenido en ella diez años de vecindad y estar adornados de las demás cualidades requeridas para ser diputado a Cortes. En encargo del vocal de las juntas provinciales duraría a lo más tres años, y se renovaría por terceras partes cada año. Los vocales habrían de servir sin sueldo, gratificación, honores ni tratamiento alguno, sin derecho a usar insignia ni distintivo por razón de su cargo, sin goce de fuero en las causas civiles; sólo en las criminales gozarían de privilegio de no poder ser acusados, sino en las audiencias o cancillerías territoriales mientras ejercieran el cargo de vocales. El capitán general, si lo hubiere, sería presidente de la junta y cada junta elegiría un vicepresidente de entre sus individuos por mayoría de votos, cuyo encargo duraría un año sin que pudiera ser reelegido. Cada junta también debería nombrar secretario, quien serviría sin sueldo ni gratificación, y podría ser reelegido después de transcurridos tres años de su nombramiento. Las juntas serían el conducto por el que el gobierno comunicaría a los pueblos las órdenes gubernativas y cuantas providencias estimasen convenientes dirigidas para la defensa de la patria, y habrían de ejecutar todos los negocios que el gobierno les confiase”.

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destacarse que ninguno de los proyectos se “abrigaba el propósito de extender el ámbito... fuera de la península” (Benson 1980, 35). El diputado americano por el Nuevo Reino de Granada había solicitado “que se extendiese también a América por el gran beneficio que reportaría al Nuevo Mundo si se adoptaba para aquellos países” (Benson 1980, 35). Agustín Argüelles y Evaristo Pérez de Castro, miembros de la Comisión de Constitución, “advirtieron que ya se entendía que el plan interino no incluiría a las Américas” (Benson 1980, 35); no obstante, Argüelles manifestó que la constitución “proveería el gobierno de la provincias de ultramar” (Benson 1980, 35). Ningún diputado americano formó parte de la comisión ni tampoco se volvió a hablar de América en los debates del plan interino.

IV. Ramos Arizpe. Paradigma del representante americano en Cádiz19

Siete días antes de la publicación del “Reglamento de Provincias”, el diputado de las Provincias Internas de Oriente, José Miguel Ramos Arizpe, se incorporó a las Cortes el 21 de marzo de 1811; él solicitaba nuevos derechos políticos para su tierra natal, entre ellos el establecimiento en Saltillo de una junta superior que llevara el nombre de “gubernativa”, compuesta por 7 miembros (2 de Coahuila, 2 de Nuevo León, 2 de Nuevo Santander y 1 de Texas), y “que en las capitales de cada una de las 4 provincias de esta- bleciesen juntas subalternas, integradas por un número de vecinos que oscilaría entre 3 y 5. En noviembre de 1811, Ramos Arizpe dirigió una larga memoria a las Cortes, en donde expuso su propuesta, proponiendo así que “en cada provincia habría una dipu- tación provincial encargada de la administración” (Ramos 1992). Es decir, ya apuntaba sus ideas federalistas aún antes de conseguir la independencia. Tras su discusión en las Cortes, se aprobó el proyecto de Constitución, cuyo título VI se refería al gobierno interno de las provincias y pueblos. Con la promesa de que se tendría en cuenta a las Américas cuando se tratara del asunto del gobierno provincial, al formular la Constitución, los diputados americanos comenzaron a prepararse para esa oportunidad, y durante los debates hicieron todo lo posible a su alcance para aumentar el número de diputados y ampliar los poderes de las diputaciones americanas. Al mismo tiempo, trataron de limitar la autoridad de los funcionarios, nombrados por el rey —el jefe político y el intendente—, privándoles de voz y voto en la diputación provincial. De acuerdo con el proyecto de Constitución,

19 Se trata de una reseña del artículo de Nettie Lee Benson “La elección de José Miguel Ramos Arizpe a las Cortes de Cádiz en 1810” (1984, 515-39).

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se concedían 6 diputaciones provinciales a la América septentrional: Nueva España, Nueva Galicia, Yucatán, las Provincias Internas de Oriente, las Provincias Internas de Occidente y Guatemala; más tarde se consiguió que la Nueva España tuviera 2: una en la capital y otra en San Luis Potosí. La Constitución declaró a cada diputación políticamente independiente de las demás. Cada provincia (la Constitución gaditana no establecía diferencias entre las provincias de España y las de ultramar, punto fundamental que los diputados americanos aprovecharon para obtener una diputación en cada una de sus provincias) debía ser gobernada por un jefe político, un intendente y la diputación provincial, subordinados directamente al go- bierno central de Madrid por medio del jefe político y los ministros de gobierno. Las Cortes de Cádiz promulgan el 19 de marzo de 1812 la primera Constitución Polí- tica de la Monarquía Española, en donde ya se incluían a los territorios de ultramar (en los artículos 18 al 22, 37, 61 y 80, sólo como ejemplos). Esta Constitución también fue conocida como “la Pepa”, pues se promulgó durante las festividades de San José. La expedición el 14 de febrero de 1810 del decreto de la Suprema Junta Gubernativa de España e Indias (conocida como la Instrucción para las elecciones por América y Asia), dispuso que los ayuntamientos de las capitales de todas las provincias españolas eligieran, incluyendo las americanas y las islas Filipinas, por medio de una elección directa a tres individuos, “y que entre los mismos se sortee a quien habrá de ser el diputado que repre- sente a su provincia ante el parlamento español o cortes” (Castaños y Saavedra 1810). Al comunicar dicho decreto a la Audiencia de México, la regencia reitera que “los dominios de América y Asia son partes integrantes de la monarquía” (Castaños y Saavedra 1810); a los cuales les corresponden los mismos derechos y, en consecuencia, deben mandar sus diputados al congreso nacional. El decreto fue reproducido por la Audiencia de México —a pesar de sus reservas— el 18 de mayo siguiente. El primer párrafo de la Instrucción que deberá observarse para la elección de diputados de Cortes (1810) advierte

La elección de Diputados de Cortes es de tanta gravedad o importancia, que de ella depen- de el acierto de las resoluciones y medidas para salvar la patria, para restituirle el trono á nuestro deseado monarca, y para restablecer y mejorar una Constitución que sea digna de la Nación española (Junta Suprema Central 1810).

Lo cual demuestra de manera perfectamente clara la finalidad de las Cortes de Cádiz. Las ciudades novohispanas que participaron en el primer proceso electoral fueron las capitales de las 17 provincias, en las que estaba dividido entonces el reino de la Nueva Es- paña (luego de las disposiciones borbónicas de mediados del siglo xviii, que organizaron al reino en intendencias, de las cuales tres eran provincias internas): México, Guadalajara, Valladolid (de Michoacán), Puebla, Veracruz, Mérida (de Yucatán), Guanajuato, San Luis

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Potosí, Zacatecas, Tabasco, Querétaro, Tlaxcala, Nuevo Reino de León y Oaxaca; así como las internas de Sonora, Durango y Coahuila.

Los nombramientos recayeron en igual número de individuos —uno por cada provincia—, de los cuales doce resultaron eclesiásticos, cuatro abogados y uno militar. Es así que se de- signaron por primera vez —por elección directa de los ayuntamientos e insaculación— los diputados americanos a las Cortes Constituyentes de Cádiz. Suprema Junta Gubernativa de España e Indias 1814.

Resultaron electos José Beye de Cisneros, eclesiástico, por México; José Simeón de Uría, canónigo penitenciario, por Guadalajara; Cayetano de Foncerrada, canónigo de México, por Valladolid; Antonio Joaquín Pérez, canónigo magistral, por Puebla; Joaquín Maniau, con- tador general de la renta de tabaco, por Veracruz; Miguel González Lastiri, eclesiástico, por Mérida de Yucatán; Octaviano Obregón, oidor honorario de la Real Audiencia de México, residente en España, por Guanajuato; José Florencio Barragán, teniente coronel de milicias, por San Luis Potosí; José Miguel de Gordoa, catedrático eclesiástico, por Zacatecas; José Eduardo de Cárdenas, cura de Cunduacán, por Tabasco; Mariano Mendiola, por renuncia de fray Lucas Zendeno, por Querétaro; José Miguel Guridi y Alcocer, cura de Tacubaya, por Tlaxcala; Juan José de la Garza, canónigo de Monterrey, por el Nuevo Reino de León, y licenciado Juan María Ibáñez de Corvera, por renuncia de Manuel María Mejía, cura de Tamasulapa, por Oaxaca, y por las provincias internas (de enorme extensión, pero escasa población), con los mismos derechos, por supuesto, Manuel María Moreno, eclesiástico, por Sonora, Juan José Güereña, provisor del obispado de Puebla, por Durango, y Miguel Ramos de Arizpe, cura del Real de Borbón, por Coahuila. La historia de la elección de este último personaje resulta a todas luces fascinante, a continuación se verá el porqué. Tras la reproducción de la convocatoria y las instrucciones a Cortes en el ayuntamiento de México en mayo, unas semanas después llega este decreto a la Provincia de Coahuila, colocándose en los sitios públicos designados para ello en Parras, Saltillo, Monclova y otras poblaciones. Saltillo era la única población que tenía ayuntamiento, por ello el gobernador Antonio Cordero dispuso “que [se] nombrara a los tres individuos más idóneos y capaces de entrar en el sorteo según las instrucciones de la convocatoria” (González Oropeza s.f., 2012, 2), y el 24 de julio el ayuntamiento designó a José Domingo López de Letona, doctoral del obispado de Oaxaca, a José Miguel Ramos Arizpe, cura del Real de Borbón (ambos nativos de Saltillo), y Francisco Antonio Gutiérrez, de Santa María de las Parras. Cinco días des- pués, se reunieron en Monclova el gobernador Cordero y los alcaldes José Melchor Sánchez Navarro y José Villarreal, además de varios oficiales, quienes “como de acostumbre en estos sorteos, los nombres estaban guardados en un jarro y se pedía a un niño que sacara uno de ellos. Así se hizo aquel día y el nombre que resultó fue el de José Miguel Ramos Arizpe” (González Oropeza s.f., 2).

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El proceso de elección se llevó a cabo sin problemas, sin embargo, como señala Nettie Lee Benson “toda esta elección tuvo lugar sin que él interviniera” (Benson 1980, 519), es más, ni siquiera se enteró pues se hallaba “recluido” desde el 15 de junio en la Ciudad de México en el convento de los Carmelitas Descalzos” (Benson 1980, XII-237). ¿El motivo? La abierta enemistad del obispo Primo Feliciano Marín de Porras, quien se desempeñaba como cuarto obispo de Linares con Ramos Arizpe. Se habían conocido en 1803, cuando éste le entregó las órdenes sagradas del presbiterado en la Ciudad de México; a partir de entonces él se encargó de que en cada concurso que participaba Ramos Arizpe, en vez de lograr un mejor cargo, el resultado fuera “desalentador”. Pese a esos descalabros, Ra- mos Arizpe continuó sus estudios, y el 29 de noviembre de 1807 se presentó en la Real Universidad de Guadalajara para examinarse como Licenciado en Cánones, y un mes más tarde en el examen de doctorado, obteniéndolo el primero de enero de 1808. De nada sir- vió su empeño en el estudio, pues el obispo Marín de Porras persistía en su animadversión hacia él; el primero de mayo de 1810 Ramos Arizpe solicitó al obispo “licencia para salir del obispado para recuperar salud y su mejor interés” (Benson 1980), a lo cual se negó, pidiéndole diferir su solicitud y explicar los motivos de ésta. Al parecer, Benson consideró que Ramos Arizpe estaba ya interesado en las cuestiones políticas tras los sucesos en la península y el ayuntamiento de México un par de años atrás, de ahí su intención en par- ticipar en estos momentos. Ramos Arizpe decidió salir de su curato sin permiso del obispo e ir a resolver sus “negocios” a la Ciudad de México, sólo le escribió una carta advirtiéndole que éstos no admitían demora y la llegada del presbítero Francisco Treviño a Real de Borbón le permi- tía encargarse del curato durante su ausencia, aunque le avisaba a éste para que no se le culpara. Esta salida fue tomada por el obispo Marín de Porras como una “fuga”, y así lo informó al arzobispo-virrey Francisco Javier de Lizana y Beaumont, quien el 7 de junio mandó aprehender al fugitivo Ramos Arizpe, por ausentarse “sin licencia de su diocesano”, y para el 15 de ese mes ya había sido remitido al convento de los Carmelitas Descalzos. Ramos Arizpe presentó documentos referentes a las acciones del obispo en su contra, por lo que el fiscal José Beye de Cisneros informó a Lizana que “el cura había efectuado ‘su venida a esta ciudad con el objeto de representar sus derechos sobre varios particulares’ y en tal su- puesto, consideraba que ‘no debe conceptuarse un verdadero fugitivo’” (González Oropeza s.f., 3), además de recomendar ampliar el arresto de manera que pudiera salir durante la mañana y tarde del convento para que resolviera sus asuntos. Benson señala que uno de los asuntos que resolvía Ramos Arizpe en la Ciudad de México fue su ingreso al Real Colegio de Abogados de México, en donde presentó su examen el 4 de agosto, y para el 20 del mismo mes fue incorporado como un miembro más. El virrey Lizana aceptó la recomendación y autorizó la salida de Ramos Arizpe; és- te, viendo que sus negocios demoraban mucho, pidió su regreso al curato, ante lo cual

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accedió el virrey arzobispo. Notificado Marín de Porras de las decisiones de Lizana, le informó el 30 de julio “que sin embargo de lo que tenía expuesto a la Excelencia Arzobis- po sobre el genio revoltoso e inquieto del Dr. Dn. Miguel Ramos Arizpe [sic], no hallaba ‘inconveniente alguno para que el Excmo. Illmo Arzobispo le permitiera el regreso que solicitaba’”, (González Oropeza s.f., 4). Aunque el arzobispo dio fin a la reclusión de Ramos Arizpe el 11 de julio, esta noticia le fue informada hasta el 21 de agosto, y al mismo tiempo le notificaron “que había sido elegido diputado por la provincia de Coahuila a las Cortes Extraordinarias de España” (González Oropeza s.f., 4). Al saber Marín de Porras el resultado de la elección “de inmediato escribió al arzobispo-rey una airada protesta contra la elección de Ramos Arizpe” (González Oropeza s.f., 4), conside- rando que era injusto que el acto del cura del Real del Borbón quedara impune, es decir, su fuga del curato, y demandaba que lo detuvieran más tiempo en la capital; argumentaba que

el nombramiento de Ramos Arizpe como diputado estaba contra la declaración de la declarato- ria que prohibía ‘proponer para este empleo a sujeto’ que tuviera ‘tacha legal, qual es la reclusión y procedimiento judicial de mi orden contra dicho Ramos’”, y él mismo acudiría al Supremo Consejo de la Regencia para exponer la nulidad de su elección (González Oropeza s.f., 4).

Por su parte, Ramos Arizpe solicitó permanecer en el convento hasta reunir los tes- timoniales y pruebas que requería para partir a España, como diputado de “su patria”: Coahuila. También, solicitó al virrey Lizana las certificaciones necesarias para acreditar su representación en las Cortes; no obstante, el 26 de septiembre Lizana decidió “poner todo el problema en manos del recién llegado virrey Francisco Xavier Venegas, quien un mes después decidió que Ramos Arizpe se trasladara a España, ‘con la brevedad que pre- viene las Reales órdenes del asunto’” (González Oropeza s.f., 4). A fines de noviembre parte a Veracruz, y de ahí se embarca el 28 de diciembre a España, en el navío inglés El Implacable; llega a Cádiz el 28 de febrero de 1811. En Cádiz, la Comisión indicó que “que no había duda de la elección”, pero no “había re- cibido datos para que juzgase si su elección había sido hecha en la forma debida” (González Oropeza s.f., 5), pese a las cartas del virrey, de los gobernadores y del anuncio en la Gaceta del 19 de enero de 1811 que imprimía sus nombres como diputados. “No obstante, las Cortes votaron a favor de la admisión de los dos diputados y el 21 de marzo de 1811 Ramos Arizpe tomaba el juramento como miembro de aquella asamblea” (González Oropeza s.f., 5). Los documentos que acreditaban su cargo (el poder y las instrucciones del ayuntamiento de Saltillo) los recibió el 11 de julio de 1811, y de inmediato los presentó a la Comisión de pode- res, quienes el 10 de agosto los aprobaron; había transcurrido ya un año desde su elección. Benson supone que el obispo Marín de Porras quizá impidió el envío expedito de los docu- mentos, o bien, que el “Grito de Dolores” pudo haber interferido en el correo entre Saltillo y la Ciudad de México, demorando el envío de las credenciales de Ramos Arizpe. Lo que no

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demoró ni decayó fue la inmensa voluntad de la provincia de Coahuila, quienes comenzaron a reunir los fondos suficientes para sufragar los gastos del viaje de su representante a Cádiz, con “las altas esperanzas del ayuntamiento y la provincia ante la oportunidad de que la voz de un diputado natal se oyera en las Cortes y en España” (González Oropeza s.f., 5).

V. Fuentes consultadas agn. Archivo General de la Nación. 1810a. “Bernardo Andrade pone precio a la cabeza de Bonaparte”. Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 2986, expedien- te 024, (24 de julio de 1810). México: Archivo General de la Nación. . 1810b. “Expediente de la correspondencia dirigida al virrey Francisco Xavier Lizana en contestación a su oficio sobre la entrada de emisarios de José Napoleón Bonaparte para inducir a la revolución a las colonias americanas, introduciéndose por la parte de Estados Unidos, y por lo cual se ordena su aprehensión, en México año de 1810.” Insti- tuciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 3374, expediente 035. México: Archivo General de la Nación. . 1810c. “Expediente relativo a las ordenes de aprenhención, y aprehención de Don Josñe [sic] María Navarro, emisario del intruso Rey José Napoleón Bonaparte, México”. Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 5653, expediente 014, (1810). México: Archivo General de la Nación. . 1810d. “Expediente sobre los informes para la aprehensión de Manuel Rodríguez Alemán y Piña, considerado como emisario de José Napoleón de Bonaparte para incitar a la revolución de América y para que se realizara la confiscación de sus bienes”. Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 3398, expediente 022. México: Archivo General de la Nación. . 1810e. Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 3422, Expediente 002. . 1810f. Instituciones Coloniales, Inquisición (61), volumen 1455, expediente 11. . 1810g. “Petición que hace el Subdelegado de Copala, en Sonora, Don Bernardo Andrade, para que se ofrezcan 15 o 20 millones de pesos por la cabeza de Napoleón Bonaparte”. En Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, caja 2986, expedien- te 024, 24 de julio de 1810. México: Archivo General de la Nación. . 1810h. “Real Orden y decreto sobre establecimiento del Consejo de Regencia en los dominios españoles y abolición de la Junta Gubernativa”. México: Instituciones Co- loniales, Gobierno Virreinal, Impresos Oficiales (056), Contenedor 13, volumen 30, expediente 18, (7 de mayo de 1810). México: Archivo General de la Nación.

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. 1811. “Bando 01: Bando publicado en México por el virrey Francisco Xavier Venegas de acuerdo al decreto del 24 de septiembre de 1810 emitido en la Real Isla de León.”. En Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal. 27 de marzo de 1811. Volumen 31. México: Archivo General de la Nación. . 1815. “En cumplimiento de real orden se remitirá una lista de emisarios de José Napoleón Bonaparte y vigía por posible arribo”. En Instituciones Coloniales, Indi- ferente Virreinal, caja 5945, expediente 045. México: Archivo General de la Nación. Benson, Lee Nettie. 1980. La Diputación Provincial y el Federalismo mexicano, prefacio de Luis González y González. 2ª ed. México: El Colmex-LI Legislatura, Cámara de Diputados, (Serie Estudios Parlamentarios, 1). XII-237. . 1984. “La elección de José Miguel Ramos Arizpe a las Cortes de Cádiz en 1810”. En Historia mexicana 132, núm. 4, vol. XXXIII. México: El Colmex, (abril-junio) (132). 515-39. Beristáin de Souza, José Mariano. 1809. Discurso dirigido a los señores regidores de… so- bre la elección de diputados de la Nueva España, en cumplimiento de la Real Orden de la Suprema Junta Central de 29 de Enero de 1809, por Filopatro. México: Im- prenta de Doña María Fernández de Jauregui. Disponible en http://papiit.amecsa. org/Transcr/LAF0161-01.pdf (consultada el 02 de octubre de 2013). Berry, Charles R. 1966. “The election of The Mexican Deputies to The Spanish Cortes 1810-1822”. En Mexico and The Spanish Cortes 1810-1822. Eigth Essays.Introduc - ción de Benson Nettie Lee. Austin: University of Texas Press. Carré de Malberg, Raymond. 1998. Teoría general del Estado. José Lión Depetre trad. Prefacio de Héctor Gros Espiell. 2ª ed. en español. México: fce-unam. Castaños, Xavier De; Francisco de Saavedra; Antonio de Escaño y Miguel de Lardizábal y Uribe. 1810. Instrucción para las elecciones por América y Asia. 14 de febrero de 1810. España: Consejo de Regencia. Disponible en http://bib.cervantesvirtual.com/ servlet/SirveObras/c1812/90251732102370596554679/p0000001.htm#I_0_ (consul- tada el 02 de octubre de 2013). Chust, Manuel. 2007. Un bienio trascendental: 1808-1810. En 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano. Manuel Chust. coord. (Colección Fideicomiso Historia de las Américas. Serie Estudios). México: fce-Colmex, 11-50. Colmeiro, Manuel. 1855. De la Constitución del Gobierno de los Reinos de León y Castilla. Madrid: Librería de Don Ángel Calleja Editor. Colón, José. 1810. “Edicto y Decreto fijando el número de diputados suplentes de las dos Américas y de las Provincias ocupadas por el enemigo y dictando reglas para esta elección”. 12 de septiembre de 1810. España: Consejo de Regencia. Disponible en

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VI. Anexos

Cuadro 1. Asistencia de diputados a las Cortes Generales y Extraordinarias, Isla de León

Diputado Provincia Fecha de asistencia Cargo ocupado Beye Cisneros, José México 3 de enero de 1811

Cárdenas, José Tabasco 17 de febrero de 1811 Eduardo de

Foncerrada, José Michoacán 4 de marzo de 1811 Cayetano de

González y Lastiri, Yucatán 12 de marzo de 1811 Miguel

Vicepresidente (24 de agosto de 1812) Gordoa, José Miguel Zacatecas 4 de marzo de 1811 Presidente (24 de agosto de 1813)

Presidente (24 de julio de 1812) Güereña, Juan José Durango 8 de abril de 1811 Falleció el 9 de octubre de 1813

Guridi y Alcocer, José Presidente Tlaxcala 10 de diciembre de 1810 Miguel (24 de mayo de 1812)

Vicepresidente (24 de julio de 1811) Maniau, Joaquín Veracruz 1° de marzo de 1811 Presidente (24 de febrero de 1813)

Mendiola Velarde, Vicepresidente Querétaro 15 de enero de 1811 Mariano (24 de febrero de 1811)

Fallece el 4 de septiembre Moreno, Manuel María Sonora 26 de marzo de 1811 de 1811

Obregón, Octaviano Guanajuato 23 de diciembre de 1810

Pérez, Antonio Presidente Puebla 23 de diciembre de 1810 Joaquín (24 de enero de 1811)

Pino, Pedro Bautista Nuevo México 5 de agosto de 1812

Ramos Arizpe, José Coahuila 21 de marzo de 1811 Miguel

Vicepresidente Uría, José Simeón de Guadalajara 4 de marzo de 1811 (24 de junio de 1811)

Fuente: Elaboración propia con datos de Colón (1810) y Berry (1966).

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Cuadro 2. Diputados electos que no asistieron a las Cortes

Diputado Provincia Situación Barragán, José Florencio San Luis Potosí Incapacitado

Garza, Juan José de la Nuevo León Falleció en el trayecto

Sustituyó a Mexía, Ibáñez de Corvera, José María Oaxaca pero no llegó a Cádiz

Mexía, Manuel María Oaxaca Rehusó ejercer el cargo

Sustituyó al electo, quien estaba Villamíl, Bernardo San Luis Potosí incapacitado

Fuente: Elaboración propia con datos de Colón (1810) y Berry (1966).

TEPJF 159

Consideraciones sobre la representación en las Cortes de Cádiz

Roberto Breña*

La representación política es un tema capital a lo largo de la llamada era de las revoluciones (circa 1775- 1825), una época crucial en el surgimiento de lo que actualmente se denomina la “modernidad política” de Oc- cidente. Basta pensar en lo que acerca de este tema escri- bieron seis autores de primerísima categoría en la historia del pensamiento político durante esa media centuria (y sus alrededores) para darnos cuenta de la trascendencia y complejidad del tema: Rousseau, Burke, Paine, Sieyès, Kant y Hegel. Este trabajo, sin embargo, no pretende ocu- parse de las complejidades teóricas que caracterizan a la representación política, sino referirse a algunos aspectos importantes de la misma durante la reunión de las Cortes de Cádiz (1810-1814), especialmente a cuestiones relati- vas a la diputación americana en dichas Cortes. Antes de hacerlo, conviene señalar brevemente algunas de las razo- nes que explican el lugar central que ocupa el tema de la

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor e investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México (Colmex).

161 Consideraciones sobre la representación... • Roberto Breña

representación durante el ciclo revolucionario que vivió Occidente durante el medio siglo mencionado.1 De entrada, por supuesto, está la soberanía nacional o popular, un elemen- to que fundamenta y explica toda una nueva manera de concebir la política y lo político. Desde el momento mismo en que la soberanía la detenta “la nación” o “el pueblo” y ante la imposibilidad de una democracia directa en las sociedades occidentales de la era mo- derna, la representación surgió como un tema crucial. En concreto, como la única manera mediante la cual esas sociedades podían “materializar” dicha soberanía (sea “nacional” o “popular”). Ahora bien, esta “materialización” contiene una serie de aporías (cuestiones irresolubles) que contribuyen tanto a la amplitud de los contenidos de la representación como a la complejidad que resulta evidente en cuanto se profundiza en el tema.2 En buena lógica, con lo dicho en el párrafo anterior, el tema de la representación está vinculado con otros de los temas centrales de la era de las revoluciones. Se piensa, por ejemplo, en la ciudadanía, en las elecciones, en la división de poderes, en los derechos indi- viduales y en el sistema parlamentario moderno. Esta vinculación, mayor o menor según el aspecto específico de que se trate y el enfoque que se adopte, explica parcialmente la omnipresencia del tema de la representación durante los procesos revolucionarios que re- corren el mundo occidental desde los prolegómenos de la independencia de las Trece Co- lonias hasta los desenlaces de los procesos emancipadores de la América española (o más allá, como quedó apuntado). Ahora bien, aunque es cierto que la representación política existía desde mucho antes de la era de las revoluciones, la abstracción jurídico-política de la ciudadanía es la que hace posible el surgimiento de la representación moderna. No obs- tante, como lo ha demostrado Bernard Manin, existe una serie de elementos que establece una clara continuidad entre la representación que se puede denominar “premoderna” y la que surge durante la era en cuestión; entre ellas, de manera destacada por las consecuen- cias políticas y sociales que tiene, el hecho de que a pesar de todo su “democratismo” la representación mantuvo durante la era de las revoluciones (y mantiene hasta la fecha) una dimensión oligárquica (Manin 1996, 306).3

1 Cabe apuntar que este medio siglo puede ampliarse sin muchas dificultades. Algunos autores, por ejemplo, colocan el final de la era de las revoluciones en 1848. Lo mismo se puede hacer, si bien con mayores dificultades historiográficas, con su punto de inicio (¿la revolución inglesa de 1688-89?).

2 La primera de las aporías aludidas es la que está implícita en la disyuntiva siguiente: “la representación es estar ‘en el lugar de otro’ o bien es algo diferente”. (Accarino 1999, 7) Como no es difícil colegir, la representación tiene algo de lo primero, pero también de lo segundo. No es casual que el primer capítulo de este libro se titule “Presencia y ausencia” (Accarino 1999, 17-45), pues los representantes políticos son una “presencia” que nunca puede llenar del todo la “ausencia” que representan. La introducción de Accarino (1999, 7-15) muestra bien la complejidad teórica del tema de la representación.

3 “La elección —escribe Manin en un libro que es ya un clásico en el tema— es de hecho un procedimiento aristocrático u oligárquico en el sentido de que reserva los cargos a los individuos eminentes que sus conciudadanos juzgan superiores a los demás [...] La elección selecciona necesariamente a las élites, pero son los ciudadanos ordinarios quienes definen lo que constituye una élite y quién pertenece a ella.” (Manin 1996, 306, 307 y 308). Acerca de la continuidad de la representación en el plano electoral y respecto a algunas de las expectativas (fallidas) de las elecciones “modernas” en el caso de la Revolución Francesa vis-à-vis el Antiguo Régimen, véase Jourdan (2004, 146).

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Se dejan aquí estos prolegómenos teóricos respecto a la representación para pasar directamente al tema de la representación en las Cortes de Cádiz, más concretamente a la diputación americana y a lo que ésta implicó para el funcionamiento de las Cortes y para el momento histórico en el que éstas se inscriben. Quizá ninguna otra cuestión relativa a la representación americana en la asamblea gaditana ha recibido mayor aten- ción que la negativa por parte de la mayoría de los diputados peninsulares de conceder la ciudadanía a las llamadas “castas” (población de origen africano). Una concesión que hubiera implicado el control de las Cortes por parte de los americanos, pues la pobla- ción americana era mayor que la peninsular. Se han derramado ríos de tinta acerca de esta “injusticia” peninsular. Vista desde la óptica de la realpolitik más elemental, la renuencia peninsular resulta perfectamente comprensible (más aún si se recuerda que durante casi 300 años los territorios americanos habían sido, en términos prácticos, posesiones coloniales) (Bennassar 1996, 83).4 Al respecto, el apresuramiento de algunos historiadores latinoamericanos por condenar esta actitud peninsular resulta cuando menos eso, “apresurada”. Si además se pretenden hacer valoraciones generales de la di- putación metropolitana con base exclusivamente en dicha renuencia, el apresuramiento se convierte en algo aún más grave. El resultado final de este tipo de análisis es, en todo caso, una incapacidad para comprender un periodo de la historia hispanoamericana que es tremendamente complejo y que, por lo mismo, resulta imposible aprehender con planteamientos maniqueos como los que están detrás de algunas de las valoraciones que se han hecho de las Cortes gaditanas vis-à-vis el llamado “problema americano” con base en la cuestión de las castas. La no aceptación de las castas a la ciudadanía fue sin duda un revés considerable para los representantes americanos en las Cortes gaditanas, pero algunos historiadores han tendido a exagerar su peso al momento de sopesar los motivos que estuvieron detrás del fracaso de estas Cortes en cuanto a poner fin a los procesos emancipadores americanos. Existen otros elementos que fueron tanto o más importantes; se piensa, por ejemplo, en la incapacidad de las Cortes para poner fin a la situación de guerra que existía en varios territorios americanos desde que las Cortes se reunieron en septiembre de 1810. Esta in- capacidad estaba directamente vinculada con dos elementos: la presión de la comunidad comercial gaditana por no ceder un ápice en lo relativo a las ventajas comerciales que te- nía en sus tratos con América y la hipótesis, bastante difundida en Cádiz, de que eran sólo unos cuantos los americanos quienes habían soliviantado a la mayoría de los pobladores americanos para que se levantaran contra la metrópoli.5 Aquí se debe ser precavido, pues

4 Bennasar lo señala de manera breve pero muy clara. Es cierto que la denominación general “Reinos de Indias” teóricamente otorgaba a los territorios americanos un estatuto igual al de los otros reinos del imperio, sin embargo, “en la práctica —escribe Bennassar— todo era bastante distinto”.

5 Todavía en 1814 el Consejo de Indias hablaba de un “club de malvados” para explicar los levantamientos de 1810. (Costeloe 1989, 54).

TEPJF 163 Consideraciones sobre la representación... • Roberto Breña

si bien es cierto que el apoyo a la Independencia era bastante menor de lo que la historio- grafía latinoamericana planteó durante mucho tiempo, también lo es que el descontento americano en aspectos como el monopolio peninsular de ciertos puestos públicos y el mo- nopolio comercial era real, como se puede comprobar en infinidad de documentos de la época.6 Por otra parte, no se debe olvidar que los primeros enfrentamientos bélicos entre americanos y autoridades peninsulares datan de 1809 (es decir, son previos a la reunión de las Cortes). También conviene tener presente que para muchos americanos las Cortes estaban viciadas de origen, pues los representantes americanos que empezaron ocupando un lugar en la asamblea gaditana no habían sido elegidos en sus respectivos territorios, sino entre los americanos que vivían en la ciudad de Cádiz cuando en enero de 1810 la Junta Central decidió convocar la reunión de unas Cortes integradas por representantes de ambos continentes (y de Filipinas). Por último, cabe apuntar que durante los tres años y medio que estuvieron reunidas las Cortes en Cádiz se mantuvo una diferencia numéri- ca significativa entre las diputaciones peninsular y americana. Una diferencia que hacía prácticamente imposible que las votaciones resultaran favorables a la segunda en temas que eran muy importantes para ella (específicamente en las votaciones que tenían que ver con el logro de una cierta autonomía política).7 Si bien es cierto que respecto a la obtención de la ciudadanía por parte de las castas los diputados americanos no obtuvieron lo que querían, también lo es que una valoración de la labor de Cortes de Cádiz con respecto a América no se puede limitar a este ámbito (por más importante que sea). Los repre­sentantes americanos consiguieron logros que no se pueden conside­rar menores; entre ellos, la libertad de cultivos, la libertad de indus- tria, la igualdad de empleos, la remoción de ciertas autoridades peninsula­res que estaban entonces en funciones en América, la exención de tri­butos a los indígenas, la prohibición de la tortura y la derogación de la pena de horca. Si a esto se añade el funcionamiento de instituciones re­presentativas en tres ámbitos (ayuntamientos, diputaciones provinciales y las propias Cortes), una división de poderes que limitaba los abusos del poder público y una Constitución escrita que ga­rantizaba un conjunto de derechos individuales, llama la atención que algunos estudiosos afirmen que los liberales peninsulares gaditanos eran tan “imperialistas” como Fernando VII (Lynch 1989, 134; Costeloe 1989, 186 y Anna 1986). A este respecto, cabe replicar que existen claras diferencias entre los proyectos absolu- tista y liberal, en general y con respecto a América. Es por ello que, cuando el historiador

6 Sin embargo, algunos historiadores han exagerado el primero de estos monopolios, hasta considerarlo una de las “causas” de los procesos emancipadores. Como han señalado dos expertos en el tema, Burkholder y Chandler (1977, 140-1), planteamientos de este tipo deben ser evitados. Al respecto, concluyen que de no haber sido por la invasión napoleónica, el “agravio” americano del limitado acceso a ciertos puestos públicos (en particular a las Audiencias), pudo haberse mantenido indefinidamente.

7 Esta diferencia varió mucho dependiendo del momento elegido y del tema votado. En cualquier caso, para fines de 1811 la diputación peninsular oscilaba alrededor de 200 representantes y la americana contaba con cerca de 60; la diferencia, como resulta evidente, era notable.

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Timothy Anna afirma que “los liberales españoles eran no menos imperialistas que los absolutistas que formaban el Antiguo Régimen”, está expre­sando una verdad a medias (Anna 1986, 147).8 Si, en lo que respecta a la cuestión comercial, las Cortes de Cádiz mantuvieron una postura que puede considerarse “imperialista”, desde una perspectiva política y social, la distancia en­tre el Antiguo Régimen y la Constitución de 1812 parece incon ­mensurable. Esperar que en un lapso de tiempo muy reducido, como son los cua- tro años transcurridos entre 1808 y 1812, puedan modifi­carse de manera radical valores, mentalidades y prácticas que habían tenido vi­gencia durante siglos es una expectativa desmedida, que no presta la atención debida a la historia peninsular durante las tres cen- turias previas, ni al tipo de relación que la metrópoli había mantenido durante todo ese tiempo con sus territorios americanos. Las valoraciones mencionadas olvidan, en suma, que las transformaciones políticas son siempre relativas al momento histórico en que acontecen. La revolución política que tuvo lugar en el mundo hispánico a partir de 1808 sólo puede ser calibrada con respecto a lo que existía antes; en este caso: el Antiguo Régi- men. Por lo tanto, solamente al cotejar con los valores, instituciones y prácticas políticas de este régimen es que se puede comprender la magnitud de los cambios que tuvieron lugar a partir de la primavera de 1808. Existen otros aspectos relativos a la representación americana en Cádiz que permiten tener una visión más completa y más compleja de ésta. El primero es refutar la correlación que en ocasiones se establece entre la participación americana en algunos debates y la con- tribución americana al documento constitucional. La distancia entre ambas cuestiones es enorme. Una cosa es que los americanos hayan participado activamente en la discusión de temas que tenían que ver con el problema americano; que hayan puesto en la mesa algunas cuestiones que hubieran recibido un tratamiento muy distinto de no haber estado ellos presentes y que algunos se hayan destacado por su capacidad argumentativa y retó- rica; otra muy distinta es que sus propuestas hayan llegado al texto constitucional.9 Un segundo aspecto que parece relevante en lo concerniente a la representación americana es la clasificación más común que existe con respecto a los diputados gaditanos: “liberales”, “serviles” y “americanos”. De entrada, porque dicha clasificación sugiere que los “ameri- canos” se distinguían claramente de los “liberales”. Por supuesto, en los asuntos relativos a América, así era, pues los liberales peninsulares se caracterizaron desde el primer día por un afán centralizador o, mejor dicho, unitarista, que entraba en contradicción directa con los afanes descentralizadores de la inmensa mayoría de los diputados americanos. Sin

8 En la pág­ ina 97, este autor había expresado un juicio aún más severo respecto a las Cortes: “ese gobier­ no liberal y reformador no hizo nada para satisfacer los agravios de los america­nos, ni ciertamente hizo nada tampoco para unir a los dos hemisferios del imperio”.

9 De hecho, se podría argumentar que las aportaciones de Miguel Ramos Arizpe con relación a las diputaciones provinciales son las únicas claramente identificables en el documento constitucional.

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embargo, en los temas que no tenían que ver directamente con América, con frecuencia los representantes americanos estuvieron en consonancia con los liberales peninsulares y ambos grupos votaron a menudo en el mismo sentido. Por lo mismo, una clasificación alternativa (si bien con las limitaciones propias de toda clasificación política) sería “libe- rales peninsulares”, “liberales americanos”, “tradicionalistas americanos” y “serviles”. En relación con este tema, surge un aspecto que vale la pena mencionar respecto al hecho de que la mayoría de los diputados americanos que más claramente expresaron sus tenden- cias reformistas o liberales y que, por lo tanto, fueron los más propensos a transformar la situación imperante, fueron los mismos suplentes que tantas críticas recibieron por su escasa representatividad (Marx y Engels 1998, 140). Algunos de los planteamientos que se han hecho hasta aquí pretenden “historizar” el momento de estudio, con el fin de relativizar algunos de los juicios que han sido emitidos acerca de la labor de las Cortes gaditanas respecto a América. Está fuera de duda que las Cortes tuvieron la posibilidad de atajar o por lo menos atenuar la vía bélica que se fue im- poniendo (desde antes, insisto, de que se reunieran las Cortes) y es cierto también que esta misma diputación depositó demasiadas expectativas en el texto constitucional, al que con- sideró una especie de panacea para una situación que, en algunos territorios americanos, había entrado en una pendiente bélica muy pronunciada. Ahora bien, si la responsabilidad que corresponde a las Cortes fue compartida entre un número considerable de diputados, no es el caso una vez que Fernando VII regresó al trono español en mayo de 1814 y decidió obliterar toda la labor de las Cortes. La obstinación del monarca recién reinstaurado en volver a la situación statu quo ante resultó ser tan desastrosa para la causa peninsular como lo habían sido las declaraciones de igualdad absoluta entre peninsulares y americanos que habían hecho tanto la regencia como la Junta Central en 1809 y 1810, respectivamente. Esto, en la medida en que estas declaraciones fueron negadas en los hechos de muy diversas maneras, fue lo que provocó, como numerosas fuentes de la época lo muestran, una profunda erosión de la legitimidad peninsular en América. Una vez que Fernando VII decidió que la vía armada era la única salida posible, si bien se podría decir que la suerte estaba echada para el imperio español en América (considerando la debilidad militar española), lo cierto es que para la segun- da mitad de 1815 las tropas realistas habían logrado restablecer la calma en casi todo el subcontinente. Si poco a poco, dependiendo del territorio de que se trate, los americanos fueron capaces de rehacerse hasta lograr su independencia, eso tuvo que ver más con la inquebrantable voluntad de algunos de sus jefes militares (empezando por Bolívar y San Martín), con una represión realista cuya magnitud de violencia parece haber convencido a no pocos americanos de que la separación absoluta de España era la única opción y, en el caso concreto de la Nueva España, con la vuelta del liberalismo a la península en 1820 (una vuelta que modificó radicalmente el panorama político novohispano) (Breña 2006, 456 y 489).

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Conviene precisar, para aquellos que no son expertos en el tema, que los procesos emancipadores americanos fueron guerras eminentemente civiles; es decir, que por mo- tivos de muy diversa índole, miles y miles de americanos lucharon del lado realista. Esta adhesión a Fernando VII apenas debiera sorprender, pues, como la historia lo ha demos- trado en innúmeras ocasiones, hay una tendencia humana (demasiado humana si se quie- re) a mantener el orden existente. Por eso las revoluciones son hechos excepcionales y por eso también, en el caso concreto de los procesos emancipadores americanos, éstos se prolongaron durante tanto tiempo y, en la mayoría de los casos, tuvieron desenlaces imprevisibles hasta poco tiempo antes de consumarse cada una de las independencias de los diversos territorios que conformaban el imperio español en América. La historiografía latinoamericana alimentó durante mucho tiempo lo que se puede considerar una mitolo- gía acerca de un enfrentamiento a muerte entre “americanos” y “españoles” (Pérez 2010, 169-212). Según este relato mitológico, los americanos supuestamente luchaban por valo- res como “la libertad” y “la igualdad” (ambas republicanas), mientras que los peninsulares estaban enfrascados en una obcecada defensa del absolutismo monárquico. De sobra está decir que las cosas fueron bastante más complejas. De entrada, porque entre 1810 y 1814 y luego entre 1820 y 1823, lo que existía en la Península era un régimen de índole liberal. En lo que se refiere concretamente al republicanismo y al monarquismo, la historio- grafía contemporánea ha puesto de manifiesto la adhesión de no pocos líderes americanos al monarquismo (ahí están Miranda, San Martín, Bello, Belgrano, Henríquez y Rivadavia, por mencionar solamente a los de primer rango) y una adopción del republicanismo que fue bastante más pausada y con menor conocimiento de causa por parte de los america- nos de lo que se planteó durante mucho tiempo. Al respecto, cabe insistir en algo que para los expertos puede sonar a perogrullada: durante el primer cuarto del siglo xix el mundo hispánico muestra una cantidad tal de matices, ambigüedades y tensiones en el ámbito político-intelectual que para poder comprenderlo es fundamental dejar atrás por comple- to los enfoques nacionalistas, que a pesar de ser manifiestamente maniqueos, imperaron en la historiografía latinoamericana durante muchísimo tiempo y que, si bien de maneras “sofisticadas”, hasta la fecha siguen asomando la cabeza.10 Desde hace varias décadas, pero particularmente desde los años ochenta del siglo pa- sado, la historiografía respecto a la crisis hispánica de 1808, la revolución liberal española y los procesos emancipadores americanos han sufrido cambios muy profundos. Son mu- chos los autores que han contribuido a esta transformación, pero ninguno ha desempe- ñado un papel tan importante como François-Xavier Guerra, cuyo libro Modernidad e

10 Este trabajo se refiere por supuesto al ámbito académico, pues desde una perspectiva política la utilidad de los enfoques nacionalistas es evidente (más aún durante el siglo xix, cuando todo lo que significara alguna “simpatía” por o “apertura” hacia la madre patria debía ser rechazado); por lo mismo, los enfoques de este tipo nunca desaparecerán del todo.

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independencias es, desde su publicación en 1992, un punto de referencia insoslayable para adentrarse en las revoluciones hispánicas.11 No es éste el lugar para hacer una valoración general de la obra de Guerra, pero para concluir este trabajo se referirá a algunas de las consecuencias que ha tenido la obra de Guerra respecto al tema central de este trabajo: la representación. El objetivo en estas líneas finales es poner de manifiesto algunas de las aportaciones más importantes de la obra de este historiador y, al mismo tiempo, plantear algunas de sus limitaciones. Es importante señalar que la obra de Guerra se ubica dentro de la llamada “nueva historia política”, es decir, de una historia que ha dejado atrás todo vestigio de la historia événemen- tielle; es decir, basada en el relato de “hechos” concretos; los cuales, además, eran siempre de naturaleza militar, política (en su sentido más restringido) o diplomática. Además, esta “nueva historia política” ha incorporado elementos, contenidos y enfoques de la historia so- cial y de la historia cultural (en la medida en que ambas pueden distinguirse), lo que en parte explica algunos de los temas en los que aquélla ha centrado su atención: la ciudadanía, las elecciones, las sociabilidades, la opinión pública y la prensa. Ahora bien, este interés explica también algunos de los temas que han pasado a un segundo plano en la explicación histórica de las revoluciones hispánicas desde que la obra de Guerra dejó su impronta en el estudio de las mismas; refiriendo concretamente a la coerción, la violencia y la guerra. Esto no quiere decir que esos tres elementos hayan “desaparecido del mapa”. En rigor, esto es imposible si lo que se estudia es el primer cuarto del siglo xix en el mundo hispánico. Sin embargo, al centrar la atención en temas como la ciudadanía, las elecciones, las sociabilidades, la opinión pública y la prensa, se está dando mayor peso interpretativo a aspectos vinculados con el consenso (en sentido amplio si se quiere; en todo caso, no con la coerción); vinculados con el funcionamiento cotidiano de la sociedad y de la política (no con el carácter extraordinario que en cualquier sociedad, incluso en tiempos revolucionarios, tiene la violencia). Si esto es así, resulta hasta cierto punto lógico que la representación desempeñe un destacado papel en la interpretación de Guerra con relación a las revoluciones hispánicas y en su obra en general, como es el caso (Guerra 1993 y 1994). Lo anterior no implica reivindicar el regreso de la “historia social”, como lo han hecho desde hace algunos años un par de historiadores españoles, así como tampoco implica rei- vindicar el regreso de los insurgentes al primer plano de la interpretación histórica de los procesos emancipadores americanos, como lo están haciendo algunos historiadores mexi- canos actualmente (Chust y Serrano 2006, 153-6; Piqueras 2010, 456-7 y Granados 2010). Lo que sí implica es el reconocimiento de que el énfasis en temas como la ciudadanía, las

11 La edición original es de Mapfre (1992), seguida de una coedición de Mapfre y el Fondo de Cultura Económica (1993). En 2009, Ediciones Encuentro de Madrid publicó una nueva edición.

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elecciones, las sociabilidades, la opinión pública y la prensa lleva a colocar en un segundo plano a la violencia y a la guerra. Una decisión que resulta perfectamente legítima desde una perspectiva historiográfica (tomando en cuenta el olvido en el que dichos temas habían estado hasta hace relativamente poco), pero que tiene sus riesgos (principalmente porque se habla de un periodo que se puede considerar “convulso”, por decir lo menos, en varias partes del mundo hispánico y en el que, en muchos casos, fue la guerra la que decidió el desenlace de varios procesos emancipadores). Guerra ha sido pues el historiador que, más que ningún otro, ha concedido a los cin- co temas mencionados un lugar destacado al estudiar e interpretar el mundo hispánico durante la era de las revoluciones. Si, como se señaló anteriormente, ningún otro autor ha modificado tanto el panorama historiográfico respecto a las revoluciones hispánicas, se sigue en buena lógica que dichos temas son muy importantes si se quiere entender lo acontecido durante dichas revoluciones. Algo que tampoco puede sorprender mucho, pues los cambios más significativos que se dieron durante este periodo de la historia del mundo hispánico fueron de naturaleza eminentemente política. Si la ciudadanía y las elecciones ocupan un lugar destacado en la interpretación de Guerra, lo mismo sucede ló- gicamente con el tema central de este trabajo: la representación. Sin embargo, el énfasis en la ciudadanía, las elecciones y la representación refiere principalmente al funcionamiento “cotidiano” de la política; a un funcionamiento que de una u otra manera implica un cier- to consenso. A este respecto, también conviene insistir en que, con honrosas excepciones, hasta hace relativamente poco estos temas habían sido puestos entre paréntesis por los historiadores (cuando no ignorados); en parte, por esa tendencia de los historiadores la- tinoamericanos a centrar sus análisis, de manera casi exclusiva, en los “próceres” y en los “logros insurgentes”. Desde el punto de vista de esta presentación, la aparición y desarrollo de temas como la representación dentro del panorama historiográfico que se ocupa de las revoluciones hispánicas es un avance fundamental. Al mismo tiempo, para lidiar con la complejidad político-ideológica que las caracteriza resulta importante no ignorar (o soslayar) el peso que la violencia y la guerra tuvieron a todo lo largo del periodo emancipador hispanoa- mericano (esto significa, en cierto sentido, no ignorar la historia socio-cultural). En suma, creo que más allá de los intereses académicos de cada quien, los autores que se dedican a las revoluciones hispánicas deben reconocer los influjos mutuos entre las distintas su- báreas de la historia; esta disposición fomentará el surgimiento de interpretaciones cada vez más ricas, más complejas y más sugerentes acerca del ciclo revolucionario hispánico.

TEPJF 169 Consideraciones sobre la representación... • Roberto Breña

Fuentes consultadas

Accarino, Bruno. 1999. La representación. Buenos Aires: Nueva Visión. Anna, Timothy. 1986. España y la independencia de América. México: fce. Bennassar, Bartolomé. 1996. La América española y la América portuguesa, siglos XVI- -XVII. Madrid: AkaI. Breña, Roberto. 2006. El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América 1808-124 (Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico). México: El Colmex. Burkholder, Mark y Dewitt Chandler. 1977. From Impotence to Authority (The Spanish Crown and the American Audiencias, 1687-1808). Columbia: University of Missou- ri Press [existe versión en español de 1984: De la impotencia al autoridad (La coro- na española y las Audiencias en América, 1687-1808), México: fce]. Chust, Manuel y José Antonio Serrano. 2006. “Guerra, revolución y liberalismo en México, 1808-1835”. En Bastillas, cetros y blasones (La independencia en Iberoamérica), coord. Ivana Frasquet Madrid: Mapfre. Costeloe, Michael. 1989. La respuesta a la independencia (La España imperial y las revo- luciones hispanoamericanas, 1810-1840). México: fce. Granados, Luis Fernando. 2010. “Independencia sin insurgentes. El bicentenario y la his- toriografía de nuestros días”. Desacatos 34, (septiembre-diciembre). Guerra, François-Xavier. 1992. Modernidad e independencias (Ensayos sobre las revolu- ciones hispánicas). Madrid: Mapfre. 1994. “Las metamorfosis de la representación en el siglo xix”. En Democracias po- sibles. El desafío latinoamericano, coord. Georges Couffignal. Buenos Aires: fce. y Marie-Danielle Demélas. 1993. “La Révolution de Cadiz. Un processus révolu- tionnaire méconnu: l’adoption des formes représentatives modernes en Espagne et en Amérique (1808-1810)”. En Situations de la démocratie. La penséspolitique, ed. Marie-DanielleDemélas París: ehess/Gallimard/Le Seuil. Jourdan, Annie. 2004. La Révolution, une exception française? París: Flammarion. Lynch, John. 1989. Las independencias hispanoamericanas (1808-1826). México: Ariel [la edición original de este libro es de 1973]. Manin, Bernard. 1996. Principes du gouvernement représentatif. París: Flammarion [existe una versión en español: Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza, 1998].

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Marx, Karl y Friedrich Engels. 1998. Escritos sobre España (Extractos de 1854), Madrid: Trotta. Pérez Vejo, Tomás. 2010. Elegía criolla (Una reinterpretación de las guerras de indepen- dencia hispanoamericanas). México: Tusquets. Piqueras, José Antonio. 2010. Bicentenarios de libertad (La fragua de la política en España y las Américas). Madrid: Península.

TEPJF 171

El dilema de la soberanía gaditana y la reelaboración novohispana de la representación política

Roberta Emanuela Peccatiello*

SUMARIO: I. Introducción; II. Legitimidad y soberanía; III. Monarquía y soberanía; IV. Entre Cortes y municipios, V. Fuentes consultadas.

I. Introducción

El proceso constitucional y político desarrollado por las Cortes Generales y Extraordinarias que tuvo lugar en la Isla de León y Cádiz entre 1810 y 1813, de cuya Cons- titución se celebra con orgullo y emoción el bicentenario justo en la misma bahía que le dio amparo, fue una de las experiencias políticas y doctrinarias más admirables de la historia europea y americana. Esto no sólo por constituir el fruto de las circunstancias imprevisibles y extraordi- narias ocasionadas por la vacatio regis impuesta por la usurpación napoleónica y las abdicaciones de Bayona por parte de Carlos IV y Fernando VII en 1808, sino porque a

* Investigadora en el Laboratorio de Investigaciones sobre América Latina, Universidad de Turín.

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lo largo de esta experiencia creadora, los patriotas y Constituyentes españoles tuvieron la capacidad y voluntad de establecer un diálogo político con sus colonias, intentando esbo- zar y vislumbrar un destino político común. En este proceso se cuestionan las posibilida- des y pautas que podían ser recorridas para llegar a una nueva formulación, compartida también con los delegados de representación política en sus colonias, en el marco y al abrigo de una carta constitucional. Aunque parezca indudable que el proyecto gaditano fuese también impulsado por con- sideraciones de orden económico y de oportunismo político —premiar a las colonias por el aporte ofrecido con generosidad en contra de los franceses y apagar los brotes insur- gentes encendidos en el suelo americano, mediante una atribución que consistía en una representación legítima de los americanos— y pese a las perplejidades que ahora podrían formularse acerca de las imperfecciones y límites discernibles en algunas exclusiones de- terminadas por sus procedimientos electorales, parece innegable la evidente voluntad y el deseo de la mayoría de sus protagonistas, como se nota en los relatos de los Diarios de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, de reformular las viejas relacio- nes coloniales replanteando la postura asumida por la monarquía borbónica en sus últimas décadas e intentando asegurar la expansión de los derechos de los ciudadanos de ambas orillas del océano. De lo anterior se desprende que un estudio acerca de la representación política en la ar- quitectura de la Constitución de Cádiz no puede, ni pudo en aquel entonces, ser enfocada sin desatar ante todo el nudo de la situación jurídica y política de las posesiones coloniales con relación a la metrópoli. Precisamente por esto los Constituyentes de Cádiz pueden ser recordados con acierto, como los iniciadores de una inédita y valiente propuesta de pacificación y de inclusión política de sus colonias. Con esta actitud los insurgentes gaditanos llegaron de manera doctrinaria y consti- tucional a rebasar al mismo parlamentarismo inglés de la década de los años setenta del siglo xviii que, por el contrario, no supo proponer ni articular una solución institucional adecuada a las instancias de sus colonias insurgentes.1 Los parlamentarios ingleses, de hecho, seguían rehusando cualquier propuesta que pudiera cuestionar la primacía de la soberanía del Parlamento en su formalización institucional del King-in-parliament, ya que ésta garantizaba para ellos una representación virtual más que suficiente de los intereses de los colonos. El hecho de que los representantes americanos no tuviesen una representa- ción en el congreso, no implicaba que sus intereses no fuesen representados. De tal forma, en aquella ocasión no se llegó a concebir la idea de que los americanos pudiesen tener una

1 Por supuesto hubo algunas raras excepciones como en el caso de las propuestas de algunos representantes del Whig (partido liberal en Inglaterra durante la década de los sesenta del siglo xvii) como el radical John Cartwright, Sir Josiah Tucker e incluso de conservadores como , veáse al respecto Burke y Payne (1970).

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representación política en el Parlamento de Westminster ni tampoco en las reivindicacio- nes de los mismos colonos reunidos en la Stamp Act Congress, aunque se alegaron razones de distancia geográfica (Derry 1976). El proceso constituyente de Cádiz, por el contrario, al abrir las puertas de su Con- greso a los suplentes y diputados americanos, tuvo el valor de retar la distancia geo- gráfica que lo alejaba de sus colonias, midiéndose con otras culturas y grupos étnicos y creando un particular tipo de ciudadanía incluyente liberal y a la vez pluriétnica, que adquirió un valor polisémico y complejo debido a la experiencia y el léxico político so- brevivientes de antiguas categorías pertenecientes a la cultura del ancien régime. Estas categorías y tradiciones intelectuales fueron matizadas, reactualizadas y enriquecidas con los nuevos aportes del pensamiento liberal español de las primeras décadas del siglo decimonónico, que se diferenciaba hondamente, como se sabe, tanto del pensamiento contemporáneo político inglés y francés como el de la siguiente generación española del “Trienio liberal” ibérico más atrevida políticamente, caracterizada por perfiles jurídicos y políticos más revolucionarios y definidos y, principalmente, libre ya definitivamente del concepto de autoridad. La discontinuidad y novedad introducidas en el pensamiento político y jurídico espa- ñol durante la etapa gaditana parecen entonces ser muy significativas, particularmente por su capacidad de ampliar de forma radical e inmediata el significado del término de “ciudadanía” y debido a su determinación de una aplicación concreta por medio de una representación política eficaz procedente de una nueva teorización de la soberanía. Al mismo tiempo, la modernidad del proceso no logra ocultar el hecho de que en Cádiz no se fundó una visión de la representación política decididamente adherente a los mo- delos liberales contemporáneos —que ya en aquellos tiempos se articulaban con muchos modelos no unívocos, como los propuestos por los modelos francés o anglosajón— sino que más bien se abrió un paradigma de ciudadanía que, desde el antiguo surco de tradi- ciones y derechos estratificados desde la edad feudal y la edad moderna supieron articu- larse con nuevos derechos. Esto podría ser analizado en una perspectiva histórica que intente articular los cambios con las continuidades (Ávila 2004, 76-112), no limitándose a analizar el proceso gaditiano como un proceso lineal y unidireccional hacia los valores liberales —aunque la interpretación con relación al supuesto carácter de transición de la Constitución de Cádiz queda aún abierta y cuestionada por la historiografía—, ni a inter- pretarlo como perteneciente a un cierre de una época, negando el carácter de revolución liberal a dicho movimiento.2

2 Por la minuciosidad del análisis historiográfico respecto de las interpretaciones acerca de la Constitución de Cádiz, resulta particularmente útil el trabajo de Roberto Breña respecto al primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América (Breña 2006).

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Por el contrario, será útil hacer una reflexión centrada en una perspectiva orientada di- rectamente a develar el significado que las aparentes ambigüedades de este suceso político encierran y que, de emplearse fructíferamente, permitirán observar con más atención la especificidad correspondiente a la historia jurídica y política española. Dicha historia es capaz de reunir y utilizar diferentes tradiciones jurídicas ocurridas en un mismo territo- rio y época, realidad aún más evidente en el desarrollo histórico, jurídico y social de sus posesiones coloniales. Este análisis, entonces, podría ser llevado a cabo explorando la interacción producida entre algunos principios clave que caracterizaron el complejo proceso de cambio desenca- denado en Cádiz, insertándolo en una perspectiva global que podría desembocar en una visión euroamericana de la historia, como lo que proponen Annick Lempérière y Monica Quijada, entre otras (Lempérière 2004, 76-114 y Quijada 2008, 19-51 y 2004, 128-37), continuando el camino empezado hace tiempo por pioneros como la norteamericana Nettie Lee Benson y Carlos Stoetzer (1966 y 1996). Por tal razón, y con esta perspectiva de investigación, se llega a entender cómo las mismas ambigüedades generadas por las disposiciones constitucionales de Cádiz en la definición de soberanía y ciudadanía y su aplicación en los primeros ámbitos locales de representación activa, podrían ser analizadas como reflejo y fruto de una cultura política peculiar, la cual hizo posible la fruición e inmediata comprensión del texto constitucio- nal, tanto en el territorio español como en los dominios coloniales pero sólo donde su aplicación fue permitida. De esta manera, la singularidad e impureza del modelo gaditano —reflejo de la sociedad que lo produjo— también constituyeron su fuerza, que se percibe en la flexibilidad de un texto que bien concuerda con una sociedad compleja y dominada aún por la fuerza y pretensiones de sus cuerpos urbanos, villas y pueblos. Esa percepción podría quizá ser confirmada, por lo que se refiere a los temas objeto del presente congreso, por medio de un análisis de las modalidades con las que las élites criollas e indígenas, en las áreas coloniales mexicanas, interpretaron el texto gaditano; es decir desplegando de forma dinámica —como ya había ocurrido a lo largo de tres siglos frente a los múltiples desafíos exógenos sociales, políticos y religiosos— unas estra- tegias de defensa creativa para preservar algunos elementos de su propio pasado e inten- tar recrear su futuro, en su propio control, participando y disfrutando de las posibilidades abiertas por los nuevos mecanismos electorales. De esta forma, los actores coloniales mexicanos también conocieron el nuevo tema de la representación política constitucional y cómo actuar en calidad de actores colectivos activos capaces no sólo de comprender el nuevo modelo político, sino también de modelar, manipular y desplegar una sutil estrategia de reinterpretación y reelaboración del nuevo dictamen constitucional. Esto con el fin de controlar los mecanismos electorales de pri- mer grado para defender las identidades locales y sociales de sus municipios y cuerpos locales.

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Esta reflexión pretendería ubicarse, por ciertos aspectos, en una tradición que inicia con la vieja historiografía constitucional alemana y llega por varios caminos hasta la ac- tual historia crítica del derecho, ya que ante todo se quiere subrayar la importancia de los tejidos intelectuales y sociales destinatarios de las normas de representación política gaditana. En esta perspectiva la tensión subyacente entre norma y prácticas puede conver- tirse en instrumento de exploración de un proceso cambiante, capaz de generar un nuevo significado en su dinámica creativa. El objetivo central de este ensayo, por lo tanto, intenta esbozar algunas claves inter- pretativas para investigar particularidades ocasionadas en las dinámicas de teorización, discusión y aplicación de la Constitución de Cádiz acerca del tema de la representación política y de los primeros pasos hacia una nueva definición de los ciudadanos españoles y americanos del siglo xix.

II. Legitimidad y soberanía

Intentar abordar una reflexión respecto a las dinámicas del proceso de construcción de legitimidad y representación política teorizados en la Constitución de Cádiz significa también cuestionarse acerca de las evidentes soluciones de continuidad y las igualmente evidentes persistencias de algunas tradiciones y argumentaciones teóricas, por medio de las cuales los protagonistas doceañistas concibieron el acto de la convocación de las Cortes a la luz de la tradición hispánica. Esto ayudará, quizá, a esclarecer más algunos aspectos peculiares de los mecanismos electorales descritos en la carta y algunas prácti- cas generadas por aquéllos, mostrando un ámbito complejo de referencias y experiencias comunes e interactuantes, que recorre el mundo occidental a lo largo de muchos siglos de las que forman parte sustancial las experiencias generadas en el ámbito hispánico. El primer factor a tener en cuenta en esta trayectoria parece ser la importante arti- culación entre territorio y soberanía, ya que la insurrección nacional espontánea contra los ejércitos franceses fue guiada por unas juntas locales y regionales de defensa impro- visadas, surgidas en las ciudades y principales villas del territorio nacional y no, desde sus orígenes, por un órgano o voluntad central. Las juntas actuaron de esa forma como verdaderas iniciadoras y protagonistas de su tiempo. No sólo reasumieron la soberanía en sí mismas, sino que empezaron por elegir a un representante o juntero, para formar juntas provinciales que llegaron finalmente a conferir, en septiembre de 1808, sus poderes soberanos a la junta central, tal como anota Clavero: escasa de autoridad aún titulándose también Suprema (Clavero 1989)§, cuya existencia sería finalmente formalizada con el Decreto del 25 de octubre de 1808.

§ Énfasis añadido.

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Como es sabido, el comportamiento de las primeras juntas territoriales vacilaba ini- cialmente, entre actos poco innovadores y posiciones muy revolucionarias, como las del movimiento que se pronunció a favor de una convocatoria de las Cortes. En tal sentido, la Junta del Principado de Asturias fue pionera al anunciar en junio de 1808, como recuerda Manuel Morán Orti en su estudio, que: “La soberanía reside siempre en el pueblo, prin- cipalmente cuando no existe la persona en quien la haya cedido y el consentimiento unánime de una nación autoriza todas las funciones que quiera ejercer” (Morán 1991). Pese a la fuerza de esta declaración, hay que destacar que esas juntas no poseían una auténti- ca soberanía, sino más bien, como brillantemente resalta José María Portillo (2000): un “depósito de la soberanía” ya que el movimiento había sido organizado en unidades territo- riales o en una “federación de depósitos de la soberanía” (Morán 1991, 18). Esta definición alienta por sí misma investigaciones que tengan como objetivo esclarecer las posibles bases intelectuales respecto de las cuales podría argumentarse no sólo la reivindicación de la soberanía, sino también de su ejercicio y además las motivaciones de algunas juntas, las más revolucionarias, para negarse a entregar sus poderes a la junta central. En esta dirección se puede pensar que la vinculación entre el “pueblo”, representado en esas juntas y la “soberanía” que ellas reivindicaban, tenía raíces muy profundas en la tradición hispánica tanto de la teoría como la práctica política y que el uso de las pala- bras “pueblo”, “pueblos” y “nación” se utilizaron a menudo indistintamente en la primeras décadas del siglo xix, incluso en un mismo párrafo, ley o texto, como lo demuestra la propia Constitución de Cádiz refiriéndose por lo tanto, a una colectividad que defendía su derecho histórico a la soberanía (Quijada 2008, 105-14). Esa reivindicación parecía estar originada básicamente en la vigencia del imaginario político del “pactismo”, es decir, de una concepción de la existencia de las relaciones entre el rey y cada uno de los reinos que componían la Corona como si fueran regidos por un pacto que implicaba derechos y debe- res recíprocos, cuyo incumplimiento por el monarca podría justificar la rebelión. Así mis- mo, aún no parecía olvidada la influencia de los tratados de Juan de Mariana y Francisco Suárez que sostenían, aunque con planteamientos diferentes, que el origen de la soberanía reside en el pueblo y éste la traslada al gobernante, reservándose para sí mismo hasta una potestas mayor que la otorgada a este último; según indica el jesuita Mariana. Como es sabido, la consecuencia de este asunto es, que en caso de incumplimiento del pacto inicial, la comunidad podía despojar al rey de su poder regresando la potestas al populus. Para apreciar esta posibilidad parece suficiente mencionar que la revolución no de- cidió optar en favor de una transferencia del principio de soberanía de un titular a otro, sino por una reintegración de la misma, es decir, respecto al reclamo de un regreso a los orígenes, lo que también se destaca en los aportes de los diputados americanos de las Cortes, como por ejemplo el novohispano José Miguel Guridi y Alcocer, diputado por Tlaxcala, en la sesión del día 28 de agosto de 1811 quien afirmó que la nación

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no puede desprenderse jamás de la raíz u origen de la soberanía” y “puede adaptar el gobierno que más le convenga” ya que la soberanía resulta de la “sumisión que cada uno hace de su propia autoridad y fuerza a una autoridad a que se sujeta, ora sea por un pacto social, ora a imitación de la potestad paterna, ora en fuerza de la necesidad de la defensa y comodidad de la vida habitando en sociedad; la soberanía, pues, conforme a estos principios de derecho público, reside en aquella autoridad a que todos se sujetan, y su origen y raíz es la voluntad de cada uno (Diario de sesiones 1810-1813).3

Así se dificultaba el problema al identificar la voluntad general con la suma de muchas voluntades individuales. Aunque en esta concepción también es relevante la influencia de las obras de Rousseau y Montesquieu, lo cierto es que la idea de que el origen y raíz de la soberanía residen en la voluntad de la comunidad, operaba tanto en la tradición hispánica como en el imaginario político de los americanos. Así lo demostraron las violentas reacciones contra los ataques al reformismo borbónico, cuyos principios teóricos y prácticos se remitían a formas con- tractuales y soberanía popular, objeto de estudio de importantes investigaciones como las de Antonio Annino, Marco Bellingeri, Antonio Fernández Santamaría y Quentin Skinner, entre otros (Annino 2003; Chiaramonte 1994; Bellingeri 2000; Fernández 1997). Como se ha escrito en muchas ocasiones, en la bahía gaditana los intelectuales no se reunían sólo “para sepultar el Antiguo Régimen” (Foro España 2012), porque a menudo lo nuevo y lo viejo se mezclaban indistintamente en la conciencia política de sus protagonistas y no era habitual discernir con rigor respecto a la raigambre teórica ni la “filiación” doctrinaria de sus pretensiones. En este sentido, parece interesante mencionar la propuesta interpretativa de Mónica Quijada, quien en su ensayo titulado “Sobre ‘nación’, ‘pueblo’, ‘soberanía’ y otros ejes de la modernidad en el mundo hispánico” (2008, 19-51 y 2005, 61-86), revela cómo desde la edad moderna o Antiguo Régimen en el ámbito occidental, se entrecruzaron dos formas de entender el poder inclinadas a formar un principio de legitimidad política distinto, es decir “uno fundado en la soberanía por designio divino en una única persona, y otro cimentado en la soberanía colectiva, voluntaria y contractual de “los muchos”, “la mul- titud”, “el pueblo”.§ A lo largo de los siglos las dos concepciones de soberanía tendieron a considerarse indivisibles y excluyentes y, al entrar en conflicto, originaron las grandes crisis y “revoluciones modernas”. A partir de la intersección de una tratadística de carác- ter contractual con unas prácticas fundadas en la propia noción de derechos o libertades, las aspiraciones de los abanderados de la segunda concepción fueron resignificadas“en y

3 Véase al respecto también: Quijada (2008, 36), Garza (en Benson 1985, 51-66) y Chust (2006, 217-38).

§ Énfasis añadido.

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por el contexto en que se produjo su reivindicación”§ (Quijada 2008, 49-50), más allá del momento histórico al que podía remontarse el origen de aquellas libertades. En este orden de ideas, los actores del proceso gaditano y más aún los americanos autonomistas, podrían ser incluidos en ese modelo interpretativo, ya que miraron hacia un pasado reconstruido mediante la memoria colectiva para poder incorporarse y en- frentar de manera no traumática los retos del presente y, para conseguirlo, rescataron el pensamiento neoescolástico como una propuesta libertaria que, a la larga, como han señalado historiadores como Silvio Zavala Carlos Herrejón Peredo, ayudaría los próceres de la independencia (Zavala 1992; Guerra 1992, 115-49 y Herrejón 1992). La “neoescolás- tica” se refiere al conjunto de contribuciones filosóficas y políticas cuyo nombre a menudo, tiene la desventaja de limitar y ocultar la complejidad y heterogeneidad de autores tales como Domingo de Soto, Francisco de Vitoria, Alonso de Castrillo y Juan de Mariana y, principalmente, los debates suscitados por éstos. Dichas enseñanzas estaban articuladas en una concepción fundada en los orígenes contractuales de la sociedad y en las posibles relaciones entre potestas y populus que fueron a la vez reinterpretadas posteriormente y reutilizadas en direcciones divergentes, bien por los partidarios de las concepciones abso- lutistas o por los de ideas más democráticas. Sin embargo, si se considera que la mentalidad colectiva hispánica y americana le atri- buía centralidad al territorio, se puede entender cómo la supuesta soberanía colectiva, voluntaria y contractual de los muchos§ no podía existir sin ser vinculada a un espacio, es decir, un elemento externo que le diera sentido grupal. En esta dirección, el poder que se pide respetar por parte de los nuevos órganos recién constituidos era precisamente la vo- luntad colectiva de los pueblos y las provincias. Para demostrar lo anterior, el liberal Álva- ro Flórez Estrada —Procurador General de la Junta General del Principado de Asturias en 1798 y, posteriormente, diputado a Cortes en 1812 y 1820— quien durante su largo exilio en Inglaterra manifestó —en su Examen imparcial de las dimensiones de la América con la España de los medios de su recíproco interés, y de la utilidad de los aliados de la Espa- ña—, que la conducta de la junta central durante la presidencia del Conde Floridablanca “no era liberal” porque “desde el momento de su instalación la Central, faltando á todas las leyes del agradecimiento, y lo que es mas de la justicia, trató de la destruccion de las Provinciales” (Flórez 1812, 13) reiterando el mismo error con las provincias americanas:

no conociendo la plenitud de los derechos de los pueblos, y que excercer las funciones de la Soberanía sin tratar de nivelar los poderes de todos ellos con una perfecta igualdad, era una verdadera usurpación; como si fuese un negocio puramente de gracia, que dependiese

§ Énfasis añadido.

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de su voluntad, acordó que cada Virreynato de América nombrase un solo Diputado para ser individuo del Cuerpo Soberano, sin hacerse cargo que era una injusticia no acordar dos por cada Vireynato, quando cada Provincia de la Metrópoli habia comisionado este número (Flórez 1812, 16).

La centralidad del tema de la individualidad del origen de la autoridad, que Flórez Estrada remite a los pueblos y a las provincias de España, regresa constantemente en un ambiente intelectual caracterizado históricamente por el surgimiento de una vacatio regis que hacía imprescindible e impostergable la aceleración del esfuerzo político y jurídico respecto de la definición y fundamentación de la soberanía, que enseguida hubiera con- sentido la legitimación política de los nuevos órganos constitucionales. Por esta razón, el acto más importante y resolutivo en esta dirección puede ser reconocido en el Decreto del 29 de enero de 1810 con el que la Junta Central decidió disolverse para trasladar todos sus poderes a un Consejo de Regencia que pudiese formalizar y fundar su legitimidad, apresurándose a convocar reunión de Cortes, con el fin último de elegir unos diputados que pudieran crear una constitución legítimamente y, por medio de ella, un nuevo orden político y jurídico legítimo.

III. Monarquía y soberanía

A lo largo del recorrido se profundizarán algunos aspectos respecto a las consideraciones que los actores históricos estaban elaborando acerca de temas esenciales vinculados con la fundamentación de la soberanía y su representación: el análisis de la Guía patriótica de España para el año de 18114 podría constituir un valioso observatorio, ofreciendo aspectos interesantes para la reflexión historiográfica, con el fin de brindar un punto de referencia importante para sus contemporáneos, bien sea por su actualización, difusión y utilidad inmediata o por presentarse como una verdadera guía de derecho público, tal como se subraya en la primera parte titulada “de la forma actual de su Gobierno legíti- mo” (Guía patriótica 1811, VI). Otro aspecto importante es su publicación anual para que el “público” pudiera satisfacer “su curiosidad, tomando conocimiento de todos los empleados en los diversos ramos del Estado” (Guía patriótica 1811, III); así mismo, los interesados podían individualizar los “sugetos á quienes se debia dirigir para facilitar el despacho de sus negocios” (Guía patriótica 1811, III) y ponerse al tanto en los cambios de cargo institucionales más relevantes que ocurrían en la organización de la monarquía

4 Esta publicación periódica anual fue impresa en 1811 después de dos años de interrupción (1808 y 1809) en la misma Real Isla de Léon, y no, como de costumbre, en Madrid, desafiando los problemas prácticos ocasionados por la guerra y por la escasez de prensas y operarios.

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española (Cortes, diputados de Cortes, Consejo de Regencia, Consejo de Estado, secreta- rías, tribunales, etcétera). Es emblemático cómo en dicha publicación se puede apreciar toda la ambigüedad que hubiera permeado la futura Constitución de Cádiz, acerca del tema de la relación entre monarquía y soberanía nacional, porque, si por un lado, la soberanía seguía procediendo del monarca y empezaba a ser bosquejada como única e indivisible, de otro lado, dicha soberanía recaía totalmente en las Cortes Generales y Extraordinarias —por medio de una hábil transferencia de poderes—, las cuales estarían compuestas por diputados en- viados por las provincias, reinos, principados y ciudades con voto, es decir, muchos de los poderes tradicionales locales, aunque con mecanismos electorales propios de la época liberal decimonónica. A las futuras Cortes, finalmente, se reservaría el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión, ya que en el título III, capítulo primero “Del modo de for- marse las Cortes” y además el artículo 27 aclara que “Las Cortes son la reunión de todos los Diputados que representan la Nación, nombrados por los ciudadanos en la forma que se dirá” (Constitución de Cádiz de 1812, III). La solución que empezaba a perfilarse entre los constituyentes fue otra vez llevada a cabo en una peculiar perspectiva de interacción entre principios de teoría y práctica políticas antiguas, vinculados a la tradición hispánica y principios modernos adaptados fundamen- talmente de la experiencia ilustrada y revolucionaria francesa, cuya interacción habría per- mitido el desarrollo y la justificación teórica de la fundación de una soberanía nacional en el marco de un constitucionalismo monárquico. Sin embargo, la peculiaridad del proceso que conduce en España a la Constitución liberal de 1812 reside en el presupuesto según el cual el principio abstracto de la nación debía pasar del cuerpo del rey al pueblo, con la soberanía de aquél intacta y, además, sin su previo consentimiento expreso. La circunstancia de que Fer- nando VII, cautivo, no se hallase en posibilidad de poder oponerse al proceso constituyente, hizo que los Constituyentes gaditanos, a diferencia de los franceses, pudieran no sólo luchar en su nombre, sino añorar el regreso del Deseado con matices patrióticos y hasta románticos (Varuela 1987, 182; Guerra 1992, 334; Quijada 2008, 28-9). De tal forma, pese a que el ejercicio de la soberanía recaería por completo en la nación, se seguiría garantizando la titularidad de la soberanía a la Corona y un espacio institucional mediante el cual pudiese participar en el liderazgo político de la nación junto con las Cor- tes, aunque de manera auxiliar. De hecho, no se puede negar que la Constitución de Cádiz despojara al rey de la parte más sustancial de su Poder Legislativo, aunque en su artículo 15 se le otorgara la potestad de hacer las leyes con las Cortes, en el artículo 16 se guardara en su persona el Poder Ejecutivo, es decir “la potestad de hacer ejecutar las leyes” (Constitución de Cádiz de 1812, II) y, por último, le fuera concedida una posibilidad de veto.5 Sin embargo,

5 Limitado porque podía suspender la ley sólo por un año e interponerse dos veces, ya que a la tercera vez el rey quedaba obligado a pagar sanción (Clavero 1989, 28).

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aún así, la sumisión del monarca al Poder Legislativo de las Cortes introducida por la Cons- titución fue relevante, ya que le estaba vedado —entre las muchas restricciones prescritas en el artículo 172 que tenía que respetar por medio de un juramento solemne según el artículo 173— “impedir bajo ningún pretexto la celebración de las Cortes en las épocas y casos se- ñalados por la Constitución, ni suspenderlas, ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones” (Constitución de Cádiz de 1812, IV). La forma de gobierno que derivada de la Constitución de 1812 fue entonces una mo- narquía constitucional que se iba imaginando, como destaca Joaquín Varela Suanzes, precisamente en oposición a los modelos de una monarquía absoluta; porque si hubiera sido entendida de forma más ortodoxa no podría haber surgido sin un acuerdo directo y explícito entre el rey y su reino, lo que no sucedió y no podía suceder en Cádiz. La eviden- cia de la incompatibilidad entre una monarquía constitucional y el principio de soberanía nacional, fue clara y provocó un sutil malestar entre algunos diputados conservadores y liberales, debido a dicha incompatibilidad la posición del monarca no podía ser sólo un órgano delegado y constituido, sino también un órgano constituyente (Varela 1987, 188). Esa contradicción fue advertida de manera lúcida por el mismo Flórez Estrada, quien defendiendo en las Cortes la adopción del principio de la soberanía nacional recordaba a los Constituyentes que la soberanía era indivisible y, por lo tanto, no podría recaer de for- ma simultánea en la nación y el rey. Él alertaba a sus contemporáneos en estos términos:

y como no puede haber en la sociedad un Poder Superior al de facultar ó apoderar para hacer leyes, del qual depende el mismo legislador, el que tenga aquel poder es el Soberano de derecho. Confesar (.....). que la Nación tiene el derecho de elegir apoderados para hacer leyes y afirmar al mismo tempo que la soberanía no reside en ella y sí en el Monarca, es un absurdo§ (Flórez 1958, 173).

Sin embargo, antes de la observación de Estrada, es interesante cómo los autores de la Guía patriótica de España precisaron que durante el cautiverio de Fernando VII “la Soberanía” se ejercía “en su nombre, primero con la Junta Suprema Central; después el Consejo Supremo de Regencia que esta nombró”, pero que esta misma soberanía “ahora reside en las Cortes Generales Extraordinarias, instaladas en la Real Isla de León el 24 de septiembre de 1810”§ (Guía patriótica 1811, 3-4), como culminación de un proceso di- recto para legitimar y perfeccionar un poder antes imperfecto, es decir, que la soberanía,

§ Énfasis añadido.

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aunque ejercida en nombre del rey, no podía residir ni en la junta central ni en el Consejo Supremo, por falta del consentimiento de la nación, o sea de las Cortes que la hubieran representado. Es curioso destacar al respecto que la falta de asentimiento del rey a la Constitución, por el contrario, no viciara la legalidad del proceso. De hecho, la preocupación por esas afirmaciones estaba relacionada directamente con construir y ostentar, en un momento histórico acelerado, la presupuesta legalidad de los nuevos órganos de gobierno creados en nombre del rey. También se orientaba a tranqui- lizar a los “conciudadanos de la península y especialmente á los que tienen la desgracia de vivir baxo el yugo y dominación francesa, á sus hermanos de América y Asia, y á las Potencias del Continente de Europa”§ con la “idea” que “España” [...] fuera “regida por un Gobierno legítimo y legalmente establecido”§, por lo tanto había que seguir adelante en la “lucha valiente y generosa [...] contra las armas de Napoleon”§ (Guía patriótica 1811, V), intentando así contrarrestar los movimientos disgregantes de la monarquía a través de la autoridad monárquica, identificando al mismo tiempo la monarquía de Fernando VII con España y con la religión católica y al invasor francés con el “gorro frigio y la impiedad volteriana” (Varela 1987, 188). Sin embargo el apego y la lealtad a la monarquía no puede ser interpretada sencilla- mente como una búsqueda de legitimidad política, debido a consideraciones político- internacionales, ni como una elección necesaria solamente para mediar las instancias de conservadores y liberales, sino como una adhesión política que veía en la monarquía la capacidad de desplegar una fuerza simbólica y efectiva capaz de reunir una nación tan heterogénea sacudida por los cambios políticos presentes y futuros originados en la aplicación de la nueva Constitución. Este sentimiento parece ser confirmado también en la lectura del sumario de la Guía patriótica, en la que se ilustra toda la sucesión cronológica de los reyes de España, desde los primeros reyes Godos hasta la abdicación de “Don Carlos IV en 19 de marzo de 1808 en su hijo primogénito Don Fernando VII” (Guía patriótica 1811, 2-4) confirmando la vocación monárquica y el deseo del Consejo de Regencia de perpetuar su lealtad hacia la Corona. En este sentido es aún más representativo que en dicha publicación la legitimidad del proceso en curso partiera desde un principio en la voluntad misma del monarca, recor- dando como

la Junta de Gobierno formada por el Sr. D. Fernando VII á su salida de Madrid para Burgos en Abril 1808, envió un Comisionado a Bayona, á preguntarle entre otras cosas, si quería que se convocasen las Córtes. Este Comisionado llegó a su destino el 4 de Mayo siguiente

§ Énfasis añadido.

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y el 5 por la mañana expidió el Rey un decreto para que las convocase el Consejo, y en su defecto qualquier Chanchillería ó Audiencia del Reyno que se hallase libre§ (Guía patriótica 1811, 5).

De esta forma, el poder conferido a las Cortes adquirió una triple legitimación: en prin- cipio resultaba sancionado por la voluntad del rey, luego revalidaba el orden tradicional de la monarquía histórica y por último, resultaba legalizado por la voluntad de los poderes locales que podían elegir por medio de sus diputados en las Cortes, expresando la volun- tad de la nación. El hecho de que el Consejo de Regencia decidiera acudir en su léxico polí- tico a la imagen de las Cortes, en lugar de convocar una asamblea constituyente —aunque es indudable que la composición, el poder y el significado desempeñado por las nuevas Cortes gaditanas fuese diferente del poder tradicional conferido a las Cortes antiguas— no puede ser pasado por alto y podría ser interpretado con la persistencia del recuerdo colectivo, aunque vago e impreciso, de una monarquía cuyo poder era considerado justo y legítimo —según la valiente interpretación del “constitucionalismo histórico”—6 por re- sultar compartido y moderado por el contrapeso del poder de las Cortes, tema hace años bien investigado por la historiografía que ha empezado a recuperar esas formas prerevo- lucionarias de reivindicación de una constitución antigua y contractual (Maravall 1991).

IV. Entre Cortes y municipios

En esta última parte el análisis se centrará —acogiendo la sugerencia del modelo de Mónica Quijada ya mencionado, en la individualización de las dinámicas producidas desde la edad moderna por el despliegue de una concepción colectiva y secular de derechos y libertades (Quijada 2008, 38 y 2005, 61-85)—7 en reconocer aquellas dinámicas referentes a la sociedad novohispana de las primeras décadas del siglo xix, poniendo de relieve la continuidad de un sustrato común desde la época colonial, basado en la vigencia de las raíces contractuales de la tratadística hispánica y del iusnaturalismo católico de los siglos xvi y xvii, cuyas categorías

§ Énfasis añadido.

6 Véase Otto Brunner. 2000. Per una nuova storia costituzionale e sociale (trad. it.), Milán: Vita e Pensiero, 1-20; Paolo Grossi. 1968. Le situazioni reali nell’esperienza giuridica medievale, Padova:cedam, 1968 y Id.,1992. Il dominio e le cose: percezioni medievali e moderne dei diritti reali, Milán: Giuffrè; Roland Mousnier. 2002.La Costituzione nello Stato assoluto: diritto, società, istituzioni in Francia dal Cinquecento al Settecento (trad.it), Nápoles: Edizioni Scientifiche Italiane; Norberto Bobbio, 1995.Stato, governo, società. Frammenti di un dizionario politico. Turín: Einaudi, 96 y siguientes; Vincenzo Ferrone. 2003. La società giusta ed equa: repubblicanesimo e diritti dell’uomo in Gaetano Filangieri. Roma: Laterza.

7 El mismo conjunto de valores, según la historiadora, “reconocidos por la revolución inglesa o difuminados por la revolución francesa tras el iusnaturalismo abstracto de los derechos del hombre” (Quijada 2008, 38). Veáse también de la misma autora (2005, 61-85).

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fueron utilizadas para reinterpretar la nueva carta constitucional de 1812 y refundar las prácticas políticas prescritas a los nuevos ciudadanos españoles del hemisferio americano. Es importante observar que frente al repentino cambio introducido por Cádiz, las socie- dades indígenas y criollas de las provincias novohispanas supieron tejer nuevas teorías, prác- ticas y estrategias para reivindicar sus derechos y defender sus identidades colectivas, con el fin de poder insertar y controlar, en un proceso de continuidad, aquella discontinuidad, como ya había ocurrido mediante estrategias materiales e inmateriales en el ámbito so- cial, religioso y político de la época colonial.8 Con esta finalidad se apoderaron del nuevo lenguaje liberal para transformarlo y superponerlo a su idioma tradicional de referencia, creando de esa forma un léxico político peculiar y nuevas prácticas para ejercer una no- ción singular de derechos y libertades (Annino 1999, 63). Al respecto, la determinación demostrada por la delegación americana, novohispana en particular, fue significativa tal como se puede apreciar en las Actas de la Comisión de la Constitución del 28 de agosto de 1811 para controlar el proyecto centralista de los pe- ninsulares, proponiendo una definición más favorable de la soberanía de las autonomías territoriales, argumentando, por lo tanto, que la soberanía residía “originariamente” en la nación y no “esencialmente”, como afirmaron los liberales españoles retomando la famosa definición de Sieyès (Diario de sesiones 1810-1813). Por medio de esta posición los diputados americanos reafirmaban una idea típicamen- te contractual de la soberanía, que sostenía que ella, originariamente depositada en la nación, jamás podía ser delegable en forma definitiva a las instituciones representativas, lo que sería retomado en todas las constituciones federalistas mexicanas del siglo xix. En la misma dirección de la defensa del poder territorial, en las provincias novohis- panas se llevó a cabo un proceso colectivo dirigido a evocar el recuerdo del poder y las libertades, desarrollado desde la primera mitad del siglo xvi por los antiguos ayunta- mientos o cabildos, herencia ideal destinada a ser resignificada “en y por el contexto en que se produjo su reivindicación (Rodríguez 2005)”, parecida a la recuperación ideal de las Cortes antiguas llevada a cabo simultáneamente en las provincias españolas (Bayle 1952, Prietsley 1921 y Tapia 1966).

8 Entre las muchas investigaciones respecto a las estrategias materiales e inmateriales del mundo indígena y criollo, de supervivencia colectiva a lo largo del periodo colonial, señalo: Nancy Farriss. 1992. La sociedad maya bajo el dominio colonial, Madrid: Alianza Editorial; Serge Gruzinski. 1990. La guerra delle immagini: da Cristoforo Colombo a Blade Runner (ed. it.), Milán: Sugarco; Stephen Greenblatt. 1994. Meraviglia e possesso. Lo stupore di fronte al Nuovo Mondo (ed.it.), Boloña: Il Mulino; Marcello Carmagnani. 1988. El regreso de los dioses, México: fce; Daniele Pompejano. 1997. Popoyá-Petapa. Historia de un poblado Maya, siglos XVI-XIX, Guatemala: Editorial Univeristaria, Universidad San Carlos de Guatemala. Yo también he llevado a cabo algunas investigaciones acerca de la reelaboración del imaginario religioso indígena y criollo: Roberta Emanuela, Peccatiello. 1999. Sotto il manto della Virgen María: la penisola yucateca verso l’incerto cammino della propria identità coloniale en Annali della Fondazione Luigi Einaudi. Turín: XXXIII: 141-209 y Strategie francescane e taumaturgie nell’evangelizzazione della penisola yucateca, En Fiume, Giovanna (coord.) 2000. Il santo patrono e la città, 143-163, Venecia: Marsilio Editori.

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Cabe aclarar que las libertades a las cuales hacían referencia las comunidades no- vohispanas en el pasado no podían ser políticas stricto sensu, ya que, como se sabe, la Corona de Castilla había desalentado rotundamente cualquier brote constitucionalista en el Nuevo Mundo, negando en 1528 a la Ciudad de México a tener un voto en las Cortes de Castilla y oponiéndose a todo proyecto dirigido a realizar formas de representación en las principales ciudades indianas, en Cortes o en cualquier otra forma de reunión regional. No obstante, el ejercicio del poder colonial, especialmente en el reinado de los Habsburgo, no debe ser señalado de menospreciar las autoridades locales ya que, por el contrario y como la historiografía ha demostrado ampliamente, el grado de autogobierno alcanzado por las ciudades americanas fue considerable. Sin querer abordar la compleja polémi- ca del grado de centralización o devolución de poderes que caracterizaba a las regiones americanas coloniales, no cabe duda de que, por lo menos hasta Carlos III, nadie puso en discusión la naturaleza de la monarquía, aunque ella no estuviera fundada en asambleas parlamentarias. Algunos factores como la lejanía de los centros del poder metropolitano, la ausencia de un control militar extendido por el territorio, la debilidad de la Corona y el peso político que la ciudad americana adquirió en el proceso de conquista y ocupación del territorio, entre otros, hicieron que por lo general en la sociedad colonial criolla y también indí- gena se desarrollaran mecanismos de fortalecimiento autónomo tanto a nivel local en los municipios, como regional en las Audiencias, y Consulados controlados hábilmente por las oligarquías locales y regionales mediante mecanismos como el acceso a los car- gos, especialmente por medio de la venalidad de los oficios. Al mismo tiempo, las élites indígenas también intentaban desde hace siglos reivindicar espacios para preservar su poder y control político, social y religioso en la sociedad colonial, eligiendo sus alcaldes a nivel municipal y controlando, por ejemplo, los cargos más importantes en sus cofradías e intentando lograr el respeto del derecho consuetudinario acogido también en las provincias indianas como fuente del derecho (García-Gallo 1974) desde la aplicación de la Ley de Toro de 1505. Esto según las enseñanzas clásicas de Francisco Suárez, por medio de la Cédula Real de 1555 que fue insertada tanto en las Leyes Nuevas de 1542 como en la Recopilación de las Leyes de Indias de Juan Solórzano de Pereyra. Aunque el reformismo borbónico in- tentó limitar el poder de las comunidades locales en la sociedad colonial, la reacción de las élites urbanas y municipales confirma la fuerza y el dinamismo estratégico que seguían detentando para preservar su poder. Por tanto no parece raro que la aplicación de la Constitución de Cádiz en Nueva España (1812-1814 y 1820-1824) hiciera que los cabildos, a diferencia de las juntas españolas que representaban heterogéneamente a varios intereses locales (reinos, ciudades y provincias) y gubernamentales, reivindicaran autónomamente el exclusivo depósito de la soberanía. Éstos interpretaban la posibilidad de alcanzar una representación política local, como un justo reconocimiento al ejercicio de la potestas al populus, pero en el marco de los nuevos

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valores liberales. Entonces, con razón, podrían ser adscritos al primer liberalismo popular mexicano que como recuerda Antonio Annino, tendría que ser ubicado en las primeras décadas del siglo xix, antes de la creación de la República y no durante las guerras civiles de mitad de siglo, cuando los pueblos apoyaron a Benito Juárez, primero contra los con- servadores y posteriormente contra Maximiliano (Annino 1999, 63-4). De hecho, la nueva carta constitucional no había resuelto definitivamente el dilema de la definición de ciudadanía, limitándose a dejarla como “vecino” —utilizada anteriormen- te— e incorporó nuevas categorías de ciudadano al sistema representativo, especialmente las de indios avecindados y libertos que, por lo tanto, devinieron nuevos sujetos políticos, adelantándose, de tal modo, a la propia Corona inglesa, que nunca reconoció a los indios como súbditos y a los Estados Unidos que extendieron la ciudadanía a los indios en una fecha tan tardía como 1924 (Quijada 1999, 49). La dimensión y distribución territorial de los nuevos cabildos demuestra la impor- tancia de la adhesión de la sociedad novohispana a la nueva Constitución y confirma la participación indígena masiva en el fenómeno. De acuerdo con la investigación de An- tonio Annino, los cabildos novohispanos pasaron de 54 a 1,000 aproximadamente, en el periodo entre 1812 y 1821 (Annino 1995, 214-24 y Bellingeri 1995, 227-92). En su mayoría estaban ubicados en las áreas indígenas donde a menudo se encontraban alcaldes y regi- dores indígenas. Al respecto, es importante anotar que resultó elegido un número mayor de regidores indígenas, que el que le correspondía de acuerdo con el número de habitantes (Annino 1999, 72-3). Esto confirmaría la costumbre indígena tradicional colonial de en- viar un representante por cada comunidad cuando tenían que unirse para pronunciarse respecto a decisiones importantes que involucraban a toda la República, según un modelo de representación comunitario considerado más importante que los criterios numéricos impuestos por la nueva carta y aceptados formalmente, pero ignorados de hecho según el antiguo lema colonial del “obedezco pero no cumplo”. La nueva definición de ciudadanía, que no coincidía con los patrones de la tradición antigua tan arraigada en los pueblos, era de índole territorial y no se identificaba ni con parámetros dictados por la fiscalidad, ni por la propiedad. Por el contrario, su principio era la notoriedad social, ya que los únicos requisitos claros eran ser padre de familia y gozar del respeto de la comunidad de pertenencia, “tener modo honesto de vivir”§ (Annino 1999, 19).9 Esa nueva definición abrió una “brecha” significativa, como Antonio Annino lo califica de manera acertada, dando lugar a que el primer nivel de la representación política de las Juntas Parroquiales correspondiera a todos los vecinos, alfabetizados o no, cuya definición

§ Énfasis añadido.

9 Antonio Annino (1999, 62-93), al respecto, relata de un documento del Consejo de Estado Español, de fecha de 1820, donde se afirma que los americanos con derecho de voto eran 2 millones de “padres de familia”.

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estaba controlada por las comunidades locales verdaderas protagonistas del proceso, que de repente se vieron favorecidas gracias a los cambios institucionales producto a la aplicación de la Constitución de Cádiz (Annino 1999, 66). Por lo tanto, la comunidad local, fuente de derechos constitucionales, fue la que intentó manipular la nueva carta gaditana mediante el municipio, para expandir así su dominio apropiándose del poder administrativo atribuido constitucionalmente a los municipios y a las diputaciones provinciales. También pretendía interpretarlo en un sentido político, ya que en la Nueva España a lo largo del periodo colonial la esfera política y la administrativa se habían fundido tanto, que ni aún el reformismo borbónico pudo lograr separarlas. En este orden de ideas, el municipio llegó a apoderarse el mando jurisdiccional y del control de su territorio. En cuanto a la gestión de la justicia, cabe recordar que la Constitución de Cádiz ha- bía suprimido dos de las cuatro causas, criminal y civil, a los subdelegados e intendentes borbónicos. Es decir, la causa que hubiera tenido que ser atribuida en el ambito local, según la nueva carta, a unos jueces de paz conforme a la teoría de la división del poder. La falta de recursos hizo que los nuevos jueces jamás fueran introducidos y pronto ese poder fue captado por los propios ayuntamientos transformándolo así en un poder jurisdiccional autónomo y por tanto, confiriendo a la ciudadanía el valor de gozar del derecho al auto- gobierno local. Finalmente, el último reto del municipio, particularmente en el caso del municipio indígena, fue la conquista de su territorio mediante la estructuración de viejas y nuevas jerarquías en los pueblos, el control de la administración y la reubicación de muchas propiedades comunitarias. Esto demuestra cómo la cultura indígena supo transformar al municipio en un recurso institucional de defensa y protección comunitaria. A modo de conclusión de esta reflexión, puede observarse que el nuevo municipio novohispano creado por la Constitución de Cádiz se estructuró autónomamente como un sujeto nuevo y desde “abajo” y, en muchos aspectos, diferente de lo proyectado por esa Constitución y además protagonizado por sus comunidades culturas locales a lo lar- go de un rápido proceso. Los actores sociales de los pueblos fueron entonces capaces de entender y redefinir, gracias a una asimilación secular de viejas prácticas de superviven- cia colectiva y el aporte de nuevas prácticas políticas de representación, la modernidad política perfilada en Cádiz. Así quedó demostrada la capacidad singular de confrontar profundamente la nueva ciudadanía liberal gaditana, contradiciendo el viejo prejuicio historiográfico europeo y americano acerca de la imposibilidad de aplicar los modelos políticos liberales en América Latina.

TEPJF 189 El dilema de la soberanía gaditana... • Roberta Emanuela Peccatiello

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Mesa 4

Constitución y territorio

Constitución y territorio. Consideraciones respecto a la nacionalización del poder político y la igualdad

José Barragán Barragán*

SUMARIO: I. Presentación del tema; II. El cambio de sede de la soberanía; III. La supresión de los señoríos; IV. Los temas de la igualdad, V. Fuentes consultadas.

I. Presentación del tema

El tema general de esta mesa de trabajo se intitula Constitución y territorio. Se trata de un tema atractivo y sugerente, que puede ser estudiado desde diferentes pun- tos de vista. Este trabajo quiere exponer la forma en que Constitu- ción y territorio son tomados en consideración a partir del levantamiento de los españoles en la península ibérica en contra del invasor, así como a partir del inicio de los mo- vimientos insurgentes e independentistas americanos del año de 1808.

* Doctor en Derecho e Investigador de Carrera en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam.

197 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

En la península ibérica se levantan en lucha los ciudadanos contra los franceses, para vencerlos y expulsarlos del suelo patrio, en sentido libertario. Como se sabe, se organiza la guerra de guerrillas; se aplican las previsiones para sustituir la ausencia del rey, don Fernando VII, así como se multiplican las diferentes juntas de gobierno, colmando de alguna manera el vacío de poder existente por la abdicación de los reyes a favor del francés. En las Américas también se produjo una muy importante reacción al conocerse la noticia de la invasión de España. Es una reacción compleja, que, en ciertos signos, guarda similitudes con la reacción que se produce en el suelo peninsular: por ejemplo, en ambos lados se rechaza la invasión de Napoleón y se rechaza la posibilidad de una dependencia de Francia; y en las Américas, a imitación de lo que sucede en España, se inicia también un gran movimiento juntero para reasumir el poder en ausencia del mismo rey don Fernando VII; y para algo más, esto es, para intentar separarse definitivamente de España. Ahora es cuando los habitantes de aquel gran imperio toman conciencia de la importan- cia de las circunstancias que están viviendo. En España se toma conciencia de mantenerse libres e independientes de Francia, así como de reasumir el poder que el rey ha dejado de tener. En las Américas se cobra conciencia de mantenerse también libres e independientes de Francia, pero también de mantenerse libres e independientes de España. Lo que se produce entonces en ambos hemisferios es un gran movimiento de libera- ción y de independencia, no sólo territorial, sino también de reasunción de los atributos sagrados del poder soberano, para imprimirle un nuevo rumbo a cada una de las partes del gran imperio. Ésta es la conciencia que tienen los diputados de las Cortes de Cádiz, tanto peninsula- res como americanos, según queda patente durante los primeros debates de los días 24 y 25 de septiembre de 1810: las Cortes se declaran legítimamente reunidas y que reside en ellas la soberanía. Pues bien, en ocasión de la aprobación de esta clase de declaraciones solemnes, las Cortes publican en su primer decreto, los diputados americanos presentes insistieron en que, al mismo tiempo y en el mismo decreto, fueran incluidas otras ciertas declaraciones, igualmente solemnes, que fueran favorables para las Américas, como una declaración de la igualdad entre todas las partes territoriales del imperio español; como la igualdad de derechos entre sus habitantes, así como una declaración de amnistía o de olvido de los levantamientos de insurgencia americana. Las cosas tuvieron diferentes desenlaces: las Américas lograron su independencia defi- nitiva de España en el principio de la reasunción de la soberanía; así como en el principio de la igualdad fundamental entre todos los seres humanos de cada uno de sus territorios, mientras que España regresaba al absolutismo.

198 México en Cádiz, 200 años después...

II. El cambio de sede de la soberanía

Las circunstancias del momento histórico eran muy favorables, no obstante la violencia y el derramamiento de sangre que tuvo que pagarse. Pero son estas circunstancias históri- cas las que hicieron posible las diferentes declaraciones de la reasunción de la soberanía, primero en el tiempo, por los ayuntamientos de ultramar y después por las propias Cortes.

El proceso de reasunción de la soberanía por los ayuntamientos

La noticia de la invasión de los ejércitos franceses en la península ibérica llega pronto a las Américas y es comunicada al pueblo, unas veces por medio de la Gaceta Oficial y otras mediante las autoridades municipales, convocando a sesiones de cabildo abierto o de cabildo extraordinario. A continuación, algunos ejemplos. En la Ciudad de México se recibe la noticia del motín de Aranjuez el 8 de junio de 1808. La Gaceta Oficial del 16 de julio de ese año publica la noticia de la abdicación de los reyes españoles a favor de Napoleón, de manera que tres días después se reúne el ayuntamiento en cabildo extraordinario para comunicar oficialmente dicha noticia y para tomar las decisiones que fueran necesarias, dice el Acta del Ayuntamiento de México:

En la ciudad de México martes diez y nueve de julio de mil ochocientos ocho: se juntaron a Cabildo extraordinario […] En el momento tomó la voz el Sr. Síndico del Común y pidió se le oyese el pedimento que lleva por escrito el que se asentará a la letra y es como sigue: “Exmo. Sor. El Síndico Procurador del Común que tan elevado concepto forma del Sagrado de su representación o investidura, como humilde de la insuficiencia de su voz para llenar los nobles deberes de su ministerio, con todo el encarecimiento que es posible, la esfuerza en esta vez ante V.E. en el asunto mas crítico, arduo y delicado que puede ocurrir a esta muy leal, insigne y nobilísima ciudad desde el momento feliz de su conquista. Ya lo ha comprendido V.E. sin ser necesario otra expresión, que es el de las amargas funestí- simas desgracias de nuestros católicos soberanos y de sus dominios de España comunicadas al público por la Gaceta del dieciséis del mes presente (Acta del Ayuntamiento 1808).

El Síndico es Francisco Primo Verdad y Ramos, quien, a continuación pide a los presentes que:

Se manifieste al Jefe Supremo, Excmo. Señor Virrey el interés que desea tomar en el de- sempeño de sus delicados nobilísimos deberes, la prontitud y disposición en que se halla para emprender y ejecutar cuanto se estime necesario a la conservación y defensa de sus preciosos Dominios a sus legítimos Soberanos (Tena 1980, 6).

TEPJF 199 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

Más adelante, en la misma sesión, se expresa el rechazo a ser sometidos por los franceses, o por otro rey que se instale en España; se anuncia que se tomarán todas las medidas que sean necesarias para evitar que esta parte del reino caiga en manos de los franceses, así como para mantener intactos los dominios de éste y mantener la paz pública. Luego se dice:

Por su ausencia o impedimento reside la soberanea representada en todo el reino y las clases que lo forman y con más particularidad en los Tribunales superiores que lo gobiernan, ad- ministran justicia, y en los cuerpos que llevan la voz publica, que la conservarán intacta, la defenderán y la sostendrán con energía como un deposito sagrado, para devolverla al mismo Señor Carlos IV (Representación que el Ayuntamiento de México presentó al virrey José de Iturrigaray 1808).

Y entre las propuestas también estaba la de formar una Junta Superior, como las que se habían formado en España, capaz de contar con una fuerza armada y de gobernar dicho reino. Como bien se sabe, en México no prosperaron estos propósitos, no obstante que se contaba previamente con la anuencia del virrey. La guarnición, reforzada con otros mu- chos ciudadanos sofocó la insubordinación del propio virrey, así como del ayuntamiento, abortando, desde luego, el movimiento insurgente, que reaparecerá nuevamente en sep- tiembre de 1810. Pero esto no ocurrió hacia el sur del continente, en donde los ayuntamientos, por ejem- plo, de la Nueva Granada, de Perú o de Argentina tuvieron mejor suerte, se organizaron mejor y pudieron hacer frente a las guarniciones españolas que trataron de sofocar lo que se llamó, precisamente, el movimiento juntero. Así, por ejemplo, el libro de Actas de formación de juntas y declaraciones de indepen- dencia (1809-1822) Reales Audiencias de Quito, Caracas y Santa Fe, a cargo de Armando Martínez Garnica e Inés Quintero Montiel (2007) muestra los detalles de este movimien- to y su generalización por lo que hace a la región que comprendía la jurisdicción de la Real Audiencia de Quito; a la que comprendía la Real Audiencia de Caracas y a la que comprendía la misma Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá. En este libro se documenta lo ocurrido en Quito, en donde hubo el primer derrama- miento de sangre en Caracas, Cumaná, San Felipe, Bariñas, Mérida, Barcelona, Cartage- na de Indias, Santiago de Cali, la Villa de Socorro, Santa Fe, Tunja, Neiva, San Juan Girón, Pamplona, Popayán, Mompox, Nóvita y Chocó; en Santa Fe de Antioquia; en Santa Marta; en las ciudades del Valle de Cauca, etcétera. El procedimiento que se sigue, es el mismo, a saber, se convoca a la celebración de los cabildos abiertos y durante estas sesiones, se procede a la toma de las decisiones funda- mentales que se comentan en este texto. Por ejemplo, en Mompox se dice que, al recibirse las noticias que venían de Cartagena acerca de la instalación de la Junta Suprema de esta provincia, “se publicó inmediatamente un bando, citando a cabildo abierto para hacer la elección” (Martínez y Quintero 2007, 209).

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En Popayán, al recibirse la noticia de Santa Fe, invitando a esta provincia a formar su res- pectiva Junta, es el gobernador de Popayán don Miguel Tacón, “el que enterado de su con- tenido convocó al vecindario a un Cabildo abierto” (Martínez y Quintero 2007, 128 y 129). Lo mismo ocurre en Pamplona, según un documento del día 31 de julio de 1810: “En la ciudad de Pamplona, capital de la provincia de este nombre, a treinta y uno de julio de mil ochocientos diez años, habiéndose reunido en cabildo abierto los señores” (Martínez y Quintero 2007, 195). En suma, se ha generalizado este movimiento, tanto, que en una de las Actas de Pamplona del 3 de julio de 1810 se dice que

parece como inspirado el espíritu de unión, la uniformidad de fenecimientos, y la conformi- dad en unas medidas tan análogas, como las que han adoptado aquellas provincias de quie- nes hemos recibido noticias oficiales de haber deliberado ya el carácter que deben sostener en el actual estado de las cosas (Martínez y Quintero 2007, 199).

El tenor de estas actas es hermoso: en ellas se aprecia cómo es el ayuntamiento el protagonista, el que impulsa estos movimientos, siempre en sesiones de cabildo abierto. Durante la celebración de esta clase de sesiones, se procede a la reasunción de las prerrogativas de la soberanía para múltiples fines, es decir, ya sea para legitimarse, antes que nada, en la toma de dichas decisiones fundamentales; para la formación de las res- pectivas juntas; para enunciar las declaraciones de independencia, o para convocar a la formación de asambleas más amplias, mediante las cuales llegar a darse su propia Cons- titución; y, en su caso, tomar decisiones de federalización, según se presentaron las cosas. Esta reacción antifrancesa está presente en todos los supuestos y, hablando en gene- ral, se encuentra bien documentada en las respectivas actas que se levantaron, ya fuera en las actas de los cabildos abiertos, que reciben las primeras noticias de la invasión de Napoleón; o bien en las actas de los cabildos abiertos que crearon las diferentes juntas de gobierno, en las cuales se aprecia claramente la voluntad de total independencia, no obstante que, en muchos casos, se diga que se guarda fidelidad al rey cautivo, tal como se expresa con fervor en el siguiente pasaje:

Ningún español ha podido reconocer por su rey y señor natural, no ha reconocido en efec- to, ni reconocerá jamás a otro que a nuestro muy augusto y amado soberano señor don Fernando VII. Todos le habemos jurado, así como en su defecto, a sus legítimos sucesores. Nuestras leyes, pues, y nuestro Gobierno, son siempre los mismos; y lo son también por una consecuencia necesaria, las autoridades legítimamente constituidas. Desconocerlas, sería visiblemente contradecirnos; desacatarlas, atentar manifiestamente contra la suprema ley del buen orden y tranquilidad pública (Martínez y Quintero 2007, 70).

TEPJF 201 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

Esto es lo que dice el Acta levantada el 20 de julio de 1808 en Caracas, de manera que, después de la protesta de afecto y de fidelidad hacia la persona de don Fernando, se pasa a tratar el tema de la conveniencia de formar una Junta Suprema de Estado y de Gobierno, siguiendo el ejemplo de la de Sevilla.

Sin embargo, considerando que en las circunstancias del día pueden concurrir asuntos de la mayor gravedad; en cuya resolución se interesan todos los habitantes existentes en esta ciudad y sus provincias, se hace necesaria la creación de una Junta, que reuniendo en si (por los individuos que la compongan) todo el carácter, representación, e interés de la causa común, delibere en ellos lo que se convenga, y provea de cuantos remedios exijan ahora y en lo sucesivo la paz y seguridad general (Real Audiencias de Caracas 1808).

Dicha Junta de Estado y de Gobierno estaría integrada por 18 personalidades, entre ellas, dos del propio ayuntamiento,

debiendo nombrar cada cual de los expresados cuerpos un solo diputado, a excepción del muy ilustre ayuntamiento que por serlo de la capital y simbolizar toda la provincia, nombra- rá por suyos dos de los señores regidores (Real Audiencias de Caracas 1808).

Otro ejemplo está en el Acta del Ayuntamiento de Quito, en la que se lee:

Nos, los infrascritos diputados del pueblo, atendidas las presentes críticas circunstancias de la nación, declaramos solemnemente haber cesado en sus funciones los magistrados actua- les de esta capital y sus provincias (Martínez y Quintero 2007, 62).

Se trata de una declaración de desaparición de la Real Audiencia, lo cual no podía ha- cerse sino después de reasumir el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo de Quito, “convencido de que ha llegado el caso de corresponderle la reasunción del poder soberano”. Por ello, se pasa a la formación de una Junta Suprema, con el tratamiento de Majestad, que gobernaría en adelante el Reino de Quito en nombre de don Fernando VII. Se está ante una toma de decisiones fundamentales, muy graves, que, no obstante la protesta de hacerlo en nombre de don Fernando VII, serán motivo de cerramiento de san- gre y persecución por quienes se consideraban legítimas autoridades de aquellas colonias. Todo ello debido a esas circunstancias tan críticas y peligrosas,

Para lo que tenía derecho el pueblo, a semejanza de las que en Europa se habían formado en Valencia, Aragón, Sevilla, etc., que gobernando a nombre de nuestro soberano legítimo, el señor don Fernando 7, defendiesen sus derechos, para lo que estaban autorizados por la

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Junta Central, que mandaba que en los pueblos que pasasen de dos mil habitantes se formen juntas (Martínez y Quintero 2007, 29).

En el Acta Constitucional de la Junta provincial del Socorro del día 15 de agosto de 1810, por citar otro ejemplo, se lee:

[…] el pueblo del Socorro, vejado y oprimido por las autoridades del antiguo Gobierno, y no hallando protección en las leyes que vanamente reclamaba, se vio obligado en los días nueve y diez de julio de mil ochocientos diez a repeler la fuerza con la fuerza (Real Audiencia de Santafé 1810).

Y se añade:

Las calles de esta villa fueron manchadas por la primera vez con la sangre inocente de sus hijos que con un sacrificio tan heroico destruyeron la tiranía; y rompiendo el vínculo social fue restituido el pueblo del Socorro a la plenitud de sus derechos naturales e imprescrip- tibles de la libertad, igualdad, seguridad y propiedad, que depositó provisionalmente en el ilustre Cabildo de esta villa y de seis ciudadanos beneméritos que le asoció para que velasen en su defensa contra la violencia de cualquier agresor, confiando al propio tiempo la administración de justicia a los dos alcaldes ordinarios para que protegiesen a cualquier miembro de la so­ciedad contra otro que intentase oprimirle (Real Audiencia de Santafé 1810).

En esta misma sesión, según el tenor del Acta citada, se invita a que los muy ilus- tres cabildos de las muy nobles y leales ciudades de Vélez y Villa de San Gil, para que hagan causa común con Socorro y se procure la formación de un gobierno común (Real Audiencia de Santafé 1810). Poco después, el día 25 de septiembre en el cabildo abierto de Mérida se dice:

En ningún tiempo se ha debido inculcar más que ahora el verdadero origen de la autoridad soberana. Si se hubiese examinado bien la fuente primitiva del poder supremo, no se habría atribuido tan fácilmente a unos pueblos tan cultos y fieles la fea nota de insurgentes y pre- varicadores (Real Audiencia de Santafé 1810).

Significado y alcance de la reasunción de la soberanía

Ya son conocidas las expresiones que se insertan en las actas de estos cabildos. Parecie- ra que en todos los supuestos, de una o de otra manera, se está diciendo lo mismo, que “ha llegado el caso de corresponderle la reasunción del poder soberano”, por mencionar la expresión usada en Quito. Y ha llegado el caso, por las circunstancias del momento. Son propicias para esta reasunción de soberanía y eso basta. Y son propicias en unas

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regiones más que en otras, pero, a la postre, en toda la América se impondrá la libertad y la independencia. Al ver el triunfo de Napoleón en España, estos ayuntamientos se sintieron libres, es decir, no subordinados a nada ni a nadie. Sintieron que se habían roto los vínculos de sociedad para con España y no querían someterse al francés. Se sienten liberados de esas viejas ataduras. Son realmente libres e independientes, capaces para autodeterminarse. Después de la decisión de resumir los atributos de la soberanía, se pensó en la forma- ción de juntas soberanas. Es la mejor opción para defender la libertad y la independencia recién ganadas frente a cualquier enemigo y a cualquiera eventualidad. Se acude a esta opción, porque así se estaba recomendando desde la Junta Central de Sevilla. Además, se podía decir, como se hacía en España, que se estaban defendiendo los derechos del rey soberano, don Fernando VII. Y, más en la realidad, la junta debía garantizar las prerrogativas de libertad, de independencia y, en suma, el derecho a la au- todeterminación definitiva. Y esta serena reasunción de la soberanía por cada ayuntamiento permite la comuni- cación horizontal de uno a otro ayuntamiento; para unir fuerzas para hacer un frente común a la represión de dichas guarniciones virreinales; para pensar en darse una Cons- titución y, en su caso, para alentar la idea de formar una federación.

La reasunción de la soberanía por las Cortes de Cádiz

Todos los diputados, peninsulares y americanos presentes durante la sesión del día 24 de septiembre conocían sobradamente las cosas que estaban pasando. Más en particular, conocían bien las declaraciones hechas por los ayuntamientos de ultramar en la reasun- ción de la soberanía y las consecuentes declaraciones de independencia, no obstante las protestas de lealtad a don Fernando VII. De hecho, estando todavía en misa de Acción de gracias, terminado el Evangelio, se les tomó juramento, y entre otros extremos, se les preguntó: “¿Juráis conservar a nuestro amado Soberano el Sr. D. Fernando VII todo sus dominios, y en su defecto a sus legítimos sucesores y hacer cuantos esfuerzos sean posibles para sacarlo del cautiverio y colocarlo en el Trono?” (Diario de sesiones 1810, 2). De manera que estas Cortes, al igual que los ayuntamientos de ultramar protestan lealtad a la Corona española en la persona de don Fernando VII. No cabe duda que estas Cortes le deben haber jurado dicha lealtad con plena convicción frente a las protestas más bien formales e insinceras de los ayuntamientos americanos. Como quiera que sea, dichas Cortes siempre fueron leales a don Fernando VII. Y, no obstante ello, tomaron la decisión de cambiar la sede de la soberanía, ahora, al inicio de las sesiones, para hacerla residir en las propias Cortes, según expresión del siguiente acuerdo

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tomado por unanimidad: “El primero declaraba hallarse los Diputados que componen este Congreso, y que representan la nación, legítimamente constituidos en cortes generales y extraordinarias, en quienes reside la soberanía nacional” (Diario de sesiones 1810, 3). Más tarde, ya en la Constitución se dirá que dicha soberanía reside en la nación, en- tendida ésta como el territorio en donde están asentados sus habitantes. Esto es, Guridi y Alcocer, diputado por Tlaxcala, al estar discutiendo el artículo 3 del Proyecto de Cons- titución, precisará que por nación se entiende a los habitantes asentados en un territorio.

¿En qué sentido y cuál es el alcance de esta declaración de soberanía?

Dicho Diario de sesiones indica que la discusión respecto a cada uno de estos pri- meros acuerdos fue prolija. Sin embargo, por la falta de taquígrafos, ciertamente no se conservan los pormenores de este debate. Con todo, al final, se aprobaron estos puntos por unanimidad, sin que a nadie le quedara duda de cuál debía ser el sentido y el alcance de lo acordado.

La soberanía en los textos constitucionales

El movimiento juntero, incluido el movimiento insurgente mexicano, generó sus propias constituciones, muchas de las cuales tienen carácter municipal, son constituciones muni- cipales; otras tienen carácter provincial, y algunas más tienen carácter federal. Tal vez, la manifestación más solemne de la reasunción de la soberanía por parte de estos pueblos sea la decisión de convocar una asamblea constituyente, o una convención general, para elaborar su propia constitución. Esta asamblea puede ser la misma junta municipal, o la junta provincial y, cuando se busca llegar a formar una federación, una asamblea interprovincial, por así decirlo.

¿Cómo se procede?

En primer lugar, muestran un gran respeto hacia los demás ayuntamientos, a quienes, si aún no lo han hecho, se invita a que tengan a bien hacer lo mismo, sumándose al mo- vimiento independentista de la dominación francesa lo mismo que de la española, hasta entonces imperante. En segundo lugar, dicho ayuntamiento pasa a formar una Junta Suprema, para que asuma ciertas y determinadas funciones, como las de protección y defensa precisamente en contra de quienes puedan oponerse a dicho movimiento. En tercer lugar y en ese mismo orden de cosas, es decir, para garantizar la protección y defensa, los ayuntamientos procuran ampliar la composición de dichas juntas, invitando

TEPJF 205 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

a su formación a autoridades de los municipios vecinos, o pertenecientes a una circuns- cripción territorial mayor, como puede ser la de la Provincia, dando pie a la formación de las juntas provinciales. En cuarto lugar, y por lo que mira a su determinación interna, en unos casos, el Cabildo abierto aprovecha la formación de las juntas para convertirlas en una asamblea constitu- yente; o, en otros casos, convoca a la formación de dichas asambleas, con el propósito de pasar a determinar su propia organización, aprobando la correspondiente constitución. Así es como van ir apareciendo las primeras constituciones locales en lo que eran los dominios americanos del gran imperio español. ¿Qué dicen estas constituciones de la soberanía, que previamente fue ejercida? A continuación se expondrán algunos ejemplos:

El caso de Quito La Constitución quiteña es del 15 de febrero de 1812. En su preámbulo, después de la invocación de Dios Todopoderoso, Trino y Uno, dice:

El pueblo soberano del Estado de Quito legítimamente representado por los diputados de las provincias libres que lo forman, y que se hallan a la presente en este Congreso, en uso de los imprescriptibles derechos que Dios mismo como Autor de la naturaleza ha concedido a los hombres para conservar su libertad, […] sanciona los artículos siguientes que formarán en lo sucesivo la Constitución de este Estado (Constitución Quiteña 1812).

Ahí están consagrándose, como se ve, los principios, o la doctrina de la capacidad natural que tiene una comunidad municipal para, dadas ciertas circunstancias favorables, reasumir las prerrogativas de la soberanía. Esto es lo que se indica en el artículo 2 de su Constitución,

Artículo 2. El Estado de Quito es, y será independiente de otro Estado y Gobierno en cuanto a su administración y economía interior reservándola a la disposición del Congreso General todo lo que tiene trascendencia al interés público de toda la América, o de los Estados de ella que quieran federarse (Constitución Quiteña 1812, artículo 2).

Como se puede ver, es clara su determinación, pero deja abierta la posibilidad de que se llegara a formar un gran Congreso constituyente, para que éste pudiera ocuparse de aquellas cosas que pudieran trascender al interés público de toda América, sin duda algu- na, gracias precisamente a esta flexibilidad con que se concibe la soberanía que permite que un pueblo, aún habiendo reasumido dicha soberanía, pueda sumarse con otros para formar un agregado político más amplio.

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El caso de Socorro En el caso de Socorro, primeramente hay una asamblea que aprueba el 15 de agosto de 1810 el Acta de la Constitución del Estado Libre e Independiente del Socorro. Se trata de un documento que consta de un preámbulo o exordio, por decirlo de alguna manera, de un cuerpo articulado de 14 puntos o bases fundamentales y de una peroración conclusiva. En ella se dice que “se halla legítimamente sancionado este Cuerpo y revestido de la autoridad pública que debe ordenar lo que convenga y corresponda a la sociedad civil de toda la Provincia” (Real Audiencia de Santafé 1810). A continuación se narra la forma en que rompe su vinculación con el gobierno colonial y la forma en que reasume su soberanía:

Las calles de esta Villa fueron manchadas por la primera vez con la sangre inocente de sus hijos que con un sacrificio tan heroico destruyeron la tiranía; y rompiendo el vínculo social fue restituido el pueblo del Socorro a la plenitud de sus derechos naturales e imprescrip- tibles de la libertad, igualdad, seguridad y propiedad, que depositó provisionalmente en el Ilustre Cabildo de esta Villa y de seis ciudadanos beneméritos que le asoció para que velasen en su defensa contra la violencia de cualquier agresor” (Real Audiencia de Santafé 1810).

También se expresa la idea de respeto para con lo que hagan otros municipios y pro- vincias:

Esta Provincia organizando así el suyo será respecto de los demás como su hermano siem- pre pronto a concurrir por su parte a la defensa de los intereses comunes a la familia. Es in- contestable que a cada pueblo compete por derecho natural determinar la clase de gobierno que más le acomode; también lo es que nadie debe oponerse al ejercicio de este derecho sin violar el más sagrado que es el de la libertad (Real Audiencia de Santafé 1810).

Luego se enuncian las 14 bases fundamentales de su Constitución. Y en la parte final de este documento se reiteran algunas de estas ideas ya mencionadas y se hace referencia a la población indígena en los siguientes términos:

Asimismo se declara que desde hoy mismo entran los indios en sociedad con los demás ciudadanos de la Provincia a gozar de igual libertad y demás bienes que proporciona la nueva Constitución, a excepción del derecho de representación que no obtendrán hasta que hayan adquirido las luces necesarias para hacerlo personalmente (Real Audiencia de Santafé 1810).

TEPJF 207 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

El caso de Tunja Existe una copia del texto original de su Constitución, publicado en Santa Fe de Bogotá, en la imprenta de don Bruno Espinosa, en 1811, sancionado en plena asamblea de los re- presentantes de toda la provincia, en sesiones continuas desde el 21 de noviembre hasta el 9 de diciembre de 1811, según se dice en la misma portada (Constitución de la República de Tunja 1811). Comienza con una especie de preámbulo solemne, en donde se expresa la encomienda que han recibido de parte del pueblo o de sus comitentes, la cual tiene por finalidad la de deliberar acerca de la forma de gobierno que se debe abrazar uniformemente en ella, y fijar las bases de una Constitución que consecuentemente garantice los derechos del hombre en sociedad. Y es en esta parte, que habla de los derechos del hombre en sociedad, en donde vienen los enunciados formales de la soberanía, como si para ellos las prerrogativas de la sobera- nía fueran exactamente derechos naturales del hombre en sociedad:

18. La soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo; es una, indivisible, impres- criptible e inenajenable. 19. La universalidad de los ciudadanos constituye el Pueblo Soberano. 20. La soberanía consiste en dictar leyes, en la de hacerlas ejecutar y aplicarlas en los casos particulares que ocurran a los ciudadanos, o en los poderes Legislativo, ejecutivo y Judicial. 21. Ningún individuo, ninguna clase, o reunión parcial de ciudadanos, puede atribuirse la soberanía; así una parte de la nación no debe ni tiene algún derecho para dominar el resto de ella. 22. Ninguno puede, sin la delegación legitima de los ciudadanos ejercer autoridad, ni des- empeñar algunas funciones públicas (Constitución de la República de Tunja, capítulo I, artículos 18-21,1811).

Más adelante, en el capítulo III, intitulado “Sobre la independencia”, se lee lo siguiente:

1. La Provincia de Tunja se declara independiente de toda autoridad civil de España y de cualquiera nación, pero sujetándose sobre este punto a lo que se determine por las dos terceras partes de las provincias del Nuevo Reino de Granada que legítimamente se reúnan por medio de sus diputados en el Congreso General del Nuevo Reino, o de sus Provincias Unidas (Constitución de la República de Tunja, capítulo III, artículos 1 y 2, 1811). 2. La Provincia de Tunja en cuanto a su gobierno económico se declara igualmente inde- pendiente de todo otro gobierno y autoridad civil, que no sea establecido dentro de ella misma por los legítimos representantes de sus pueblos, delegando sí al Congreso General aquella parte de autoridad que sea trascendental a la felicidad de todas las Provincias Unidas (Constitución de la República de Tunja, capítulo III, artículos 1 y 2, 1811).

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El caso de Antioquia Para este caso, tomo en cuenta la Constitución del 1 de mayo de 1812. El Título I lleva el epígrafe: “Preliminares y bases de la constitución” y se divide en tres secciones: la primera habla de los preliminares; la segunda de los derechos del hombre en sociedad y la tercera de los deberes del ciudadano. La primera sección consta de un enunciado, que no lleva número de artículo alguno, que mira al enfoque de nuestro trabajo: por un lado, se declaran los representantes “ple- namente autorizados por el pueblo, para darle una Constitución que garantice a todos los ciudadanos su Libertad, Igualdad, Seguridad y Propiedad” (Constitución del Estado de Antioquia, sección primera, preliminares, 1812). Esto es así, por un lado, porque previamente se procedió a la reasunción de la sobera- nía, lo cual se explica de la siguiente manera:

convencidos de que, abdicada la Corona, reducidas a cautiverio, sin esperanza de postlimi- nio las personas que gozaban el carácter de soberanas, disuelto el Gobierno que ellas man- tenían durante el ejercicio de sus funciones, devueltas a los españoles de ambos hemisferios las prerrogativas de su libre naturaleza, y a los pueblos las del Contrato Social, todos los de la nación, y entre ellos el de la Provincia de Antioquia, reasumieron la soberanía, y recobraron sus derechos (Constitución del Estado de Antioquia, sección primera, preliminares, 1812).

Y, por otro lado, porque la voluntad general de todos los pueblos es la de que se les constituya en un nuevo gobierno, diciendo que:

[…] viendo, en fin, que la expresión de la voluntad general manifestada solemnemente por los pueblos, es de que usando de los imprescriptibles derechos concedidos al hombre por el Autor Supremo de la Naturaleza, se les constituya un gobierno sabio, liberal y domés- tico, para que les mantenga en paz, les administre justicia y les defienda contra todos los ataques así interiores como exteriores, según lo exigen las bases fundamentales del Pacto Social, y de toda institución política (Constitución del Estado de Antioquia, sección prime- ra, preliminares, 1812).

A continuación se enuncian, en el artículo 1, el principio de la confesionalidad del Estado, que reconoce y profesa la religión católica, apostólica, romana, como la única verdadera y, como artículo 2, se hace una solemne proclamación de dichos derechos y deberes, después de indicar que por su olvido es que sobreviene la tiranía y el despotismo: la declaración formal de los derechos viene en la sección segunda, que se titula “De los derechos del hombre en sociedad”. Y es en esta sección en donde aparecen los enunciados de la soberanía, tal vez porque, como se insiste mucho en ello, se trata de una prenda que el autor de la naturaleza le da

TEPJF 209 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

al hombre, entre otros muchos derechos y como garantía indispensable de salvaguarda y protección de todo el grupo social de que se trate. He aquí los enunciados formales:

Artículo 19.- La soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo. Es una e indivisi- ble, imprescriptible e inenajenable. Artículo 20.- La universalidad de los ciudadanos constituye el Pueblo Soberano. Artículo 21.- La soberanía consiste en la facultad de dictar leyes, en la de hacerlas ejecutar, y aplicarlas a los casos particulares que ocurran entre los ciudadanos; o en los poderes Legislativos, Ejecutivo y Judicial. Artículo 22.- Ningún individuo, ninguna clase, o reunión parcial de ciudadanos puede atri- buirse la soberanía; así una parte de la nación no debe, ni tiene derecho alguno para dominar el resto de ella (Constitución del Estado de Antioquia, sección segunda, artículo 22, 1812).

El caso de la Constitución de 1812 Los hechos que se hicieron valer en las diferentes declaraciones por los ayuntamientos y juntas americanas son los mismos que primeramente se dieron en España, a raíz de la invasión de Napoleón. Ciertamente, en España ni los ayuntamientos ni las juntas llegaron a formular las de- claraciones de independencia y de soberanía que se han analizado. Con todo, sin existir dichas declaraciones, es un hecho que las juntas fueron reasumiendo los poderes necesa- rios como para colmar el vacío creado por la abdicación de los reyes españoles en manos de Napoleón. Las Cortes de Cádiz fueron mucho más lejos y no dudaron en declararse el mismo día de su instalación legítimamente reunidas como representación nacional y de inmediato reasumieron la plenitud del ejercicio de la soberanía, tal como lo venían haciendo los ayuntamientos, las juntas y las asambleas americanas. Más adelante, para mantener la congruencia, decretarán la supresión de los señoríos, en cuyas manos no solamente se mantenía la propiedad inmueble, sino también partes de la soberanía, como era la jurisdicción que muchos de esos señoríos ejercían a nombre del rey. Para guardar la congruencia, insisto, dicha supresión equivale a una total na- cionalización del poder político o de soberanía a favor de la nación, que es el principio consagrado luego en el artículo 3 de la Constitución de 812, que dice: “La soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a ésta, exclusivamente, el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (Constitución Política de la Monarquía Española, artículo 3, 1812). Durante el debate de que fue objeto este texto, se explicó lo que era la soberanía, su origen, el cambio de su sede, sus objetos, formal y objetivo, así como su división para su ejercicio. Ahora, por la falta de espacio, solamente se recuerda lo que respecto del parti- cular dijo el obispo de Calahorra: “[…]le imprimió (al hombre) el autor de la naturaleza

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dice elegantemente San Juan Crisóstomo y Santo Tomás, dos principios: el uno, que como animal sociable apeteciese natural y justamente vivir en comunidad o compañía de sus semejantes; el otro, que en una comunidad perfecta era necesario un poder” (Diario de sesiones 1811, 1712).1 El uso de esta doctrina de la sociedad perfecta, o de la comunidad perfecta es general y lo usan los eclesiásticos allí presentes, al igual que los no eclesiásticos. Esto es, los Santos Padres y los grandes representantes de la Escolástica estudian el fenómeno asociativo en la denominación de un ser humano, que es sociabilis; de una communitas, (comunidad); o de una societas, (sociedad), precisando luego que si se guarda dependencia de otra auto- ridad ajena a dicha comunidad, se trata de una societas non integra, (sociedad no íntegra, es decir, de una sociedad dependiente); pero si, por otro lado, es una sociedad libre e independiente, entonces se trata de una societas integra (sociedad íntegra, es decir, no dependiente). Y, como era el caso en discusión por aquellas Cortes, se invoca esta doctrina para fundamentar el principio de la soberanía nacional. Y, desde luego, así fue el caso de los ayuntamientos del Reino de Nueva Granada, que invocarán su natural derecho a reasumir esa misma prerrogativa de la soberanía, inherente a toda comunidad perfecta. Otro eclesiástico, el obispo Lera, por su parte decía: “toda comunidad perfecta, como es la nación española, por derecho natural, tiene en sí misma este principio o soberanía y el derecho para establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga” (Diario de sesiones 1811, 1712). Como se aprecia, en el contexto del debate de los diputados gaditanos, la soberanía no expresa idea alguna de dominación de una nación respecto a otra nación, o respecto a otras naciones, sino nada más indica la capacidad natural, que tiene un pueblo, o una nación, como es la nación española en ese momento, para establecer sus leyes fundamen- tales y adoptar la forma de gobierno que más convenga. En todo caso, negativamente expresa el rechazo a la injerencia externa en materia de sus asuntos internos, como ahora decimos. Por eso es que estas mismas Cortes justifican la reasunción del ejercicio pleno de la soberanía por la misma causa que los municipios del Reino de la Nueva Granada, esto es, por estar preso el rey e imposibilitado. En este mismo sentido, con frecuencia respaldan sus dichos invocando la autoridad de Francisco de Vitoria, lo mismo que la autoridad de otros varios autores de la llamada Escuela Jurídica Española, quienes, en efecto, desarrollan ampliamente esta misma doc- trina, siguiendo a autores más antiguos y al mismo Aristóteles.

1 Véase en Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias 1811. Son palabras pronunciadas durante la sesión del día 28 de agosto de 1811.

TEPJF 211 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

III. La supresión de los señoríos

Como un complemento del cambio de sede de la soberanía, se sintió la necesidad de incorporar los señoríos jurisdiccionales a la nación, para que nadie pueda ejercer juris- dicción. Esto ocurre mediante el decreto del 6 de agosto de 1811, el cual lleva el siguiente encabezado: “Incorporación de los señoríos jurisdiccionales a la nación: abolición de privilegios: que nadie pueda llamarse señor de vasallo ni ejercer jurisdicción” (Decreto. Incorporacion de los señorios 1811). Luego se lee en su articulado:

“I. Desde ahora quedan incorporados a la nación todos los señoríos jurisdiccionales de cual- quier clase y condición que sean. IV. Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallaje y las prestaciones así reales como personales, que deban su origen a título jurisdiccional, a excepción de las oque procedan de contrato libre en uso del sagrado derecho de propiedad. VII. Quedan abolidos los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos, que tengan el mismo origen de señorío, como son los de caza, pesca, hornos, molinos, aprove- chamientos de agua, montes y demás, quedando al libre uso de los pueblos con arreglo al derecho común y conforme a las reglas municipales establecidas en cada pueblo. XIV. En adelante nadie podrá llamarse señor de vasallos, ejercer jurisdicción, nombrar jue- ces, ni usar de los privilegios y derechos comprendidos en este decreto (Decreto. Incorpo- racion de los señorios 1811).

Magnífica medida, principalmente, si se toma en cuenta que el señorío más grande de todos era el de la Corona española y precisamente por ello, don Fernando VII, cuando emite los decretos de abolición de la obra de estas Cortes, dirá que lo habían despojado de todos sus bienes. Sobra advertir que para las Américas estas medidas, dentro de su contexto natural histórico, suponía, no sólo la nacionalización del poder político, sino también la nacionalización del poder económico a favor de sus ayuntamientos y de cada una de nuestras naciones.

IV. Los temas de la igualdad

Al igual que la declaración de la reasunción de la soberanía por las Cortes de Cádiz, durante la sesión de su formal instalación, se plantearon los temas de la igualdad por boca de los diputados americanos ahí presentes: demandaron la igualdad entre las partes territoriales de aquella monarquía; en consecuencia, demandaron la igualdad de derechos de todos los españoles, que habitaban dichas territorialidades.

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En efecto, cuando se estaban discutiendo estas declaraciones solemnes, algunos di- putados americanos, en términos de dudas, dijeron que no debía remitirse este decreto a los dominios ultramarinos sin que fuera acompañado de varias declaraciones a favor de aquellos súbditos. Entonces, las Cortes determinaron que una comisión de dichos señores diputados, nombrada por el señor presidente, se reuniese en la posada de uno de ellos para presentar a las Cortes con la posible brevedad su dictamen de cómo convendría publicar en América el decreto de instalación, que era el que contenía las mencionadas declaraciones solemnes. Se pasó a nombrar dicha comisión, la cual quedó integrada por los siguientes señores: Francisco López Lipésguer, suplente por el Virreinato de Buenos Aires; Joaquín Leyva, suplente por Chile; Dionisio Inca Yupangui, suplente por el Virreinato del Perú; Marqués de San Felipe y Santiago, suplente por la isla de Cuba; Marqués de San Felipe y Santiago, suplente por la isla de Cuba; José María Couto, suplente por la Nueva España; Esteban Palacios, suplente por Caracas; José Alvarez de Toledo, suplente por Santo Domingo; Ramón Power, diputado por la isla de Puerto Rico; Manuel (o Andrés) de Llano, suplente por Guatemala.2 La comisión trabajó su propuesta y fue leída al día siguiente, 25 de septiembre. Según el acta, los puntos principales de la propuesta fueron los siguientes: el relativo a la igualdad entre las partes territoriales del imperio español; el relacionado con la fundamental igualdad de derechos entre los habitantes de dicho imperio; y el punto relativo a una declaración de am- nistía, o de olvido de los extravíos en que habían incurrido algunos países de América. Hubo lugar al debate. Sin embargo, se pensó que debía posponerse la discusión de estos temas para más adelante, debiendo las Cortes ordenar la publicación del primer decreto, pero sin decir nada respecto de las Américas. Con todo, el decreto número V, publicado el día 15 de octubre, es alusivo a los puntos propuestos por los diputados americanos, pero fueron enunciados de manera muy dife- rente, dándoles, por tanto, un significado igualmente diferente. El encabezado de este decreto lleva la siguiente leyenda: “Igualdad de derechos entre españoles europeos y ultramarinos: olvido de lo ocurrido en las provincias de América que reconozcan la autoridad de las Córtes” (Decreto V. 1810). Y a continuación entra el texto del decreto, que dice:

Las Córtes generales y extraordinarias confirman y sancionan el inconcuso concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una sola y misma monarquía, una misma y sola nación, y una sola familia, y por lo mismo los naturales que sean originarios de

2 Se debe advertir al lector que en el Diario de sesiones sólo se menciona el apellido Llano. Ahora bien, como están presentes don Andrés de Llano y don Manuel, ambos diputados suplentes por Guatemala, no se sabe cuál de los dos fue el nombrado.

TEPJF 213 Constitución y territorio... • José Barragán Barragán

dichos dominios europeos ó ultramarinos son iguales en derechos á los de esta península, quedando á cargo de las Córtes tratar con oportunidad, y con un particular interes de todo cuanto pueda contribuir a la felicidad de los de ultramar, como tambien sobre el número y forma que deba tener para lo sucesivo la representación nacional en ambos hemisferios. Or- denan asimismo las Córtes que desde el momento en que los paises de ultramar, en donde se hayan manifestado conmociones, hagan el debido reconocimiento á la legítima autoridad soberana, que se halla establecida en la madre Patria, haya un general olvido de quanto hubiese ocurrido indebidamente en ellos, dejando sin embargo á salvo el derecho de tercero (Decreto V. 1810).

Como se puede apreciar, ahí están los puntos propuestos por los diputados america- nos, pero no están redactados en los términos exigidos por dichos diputados americanos, de manera que el debate se mantendrá siempre abierto frente a la mayoría de los diputa- dos peninsulares, que terminaron por imponer fundamentales discriminaciones. En efecto, el principio de igualdad exigido por los diputados americanos debía abarcar a todos los habitantes asentados en los mencionados territorios de América, por lo tanto debía comprender a los originarios de África, así como a las castas, o mezclas entre unas y otras razas. Lo aprobado por las Cortes solamente menciona a los originarios de los dominios europeos ultramarinos. ¿Qué significa esto? Significa exactamente lo que más tarde dirá el artículo 18 del texto constitucional, en relación con el 22, transcrito a con- tinuación:

Art. 18. Son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios. Art. 22. A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos (Constitución Política de la Monarquía Española, artículos 18 y 22, 1812).

Leído el artículo 22, se levantó Uria, diputado por la Nueva Galicia, “si el artículo 22 —dijo— de que se trata quedara aprobado o sancionado por V.M. en los términos con que V.M. se propone, el sólo sería bastante, a mi entender, para deslucir la grande obra de la Constitución, que V.M. pretende dar a la Nación” (Diario de sesiones 1811, 1761). Y seguidamente pasa a probar los “agravios manifiestos” que se hace a ciertos habitan- tes de las Américas, en palmaria contradicción con el principio de soberanía que se ha sancionado:

El mayor realce de los hombres que existen en las Españas consiste en haber nacido libres en sus preciosos territorios, y hallarse en ellos avecindados; esto es por ser español, sin necesitar

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de otra circunstancia para serlo, y sin que su origen, sea el que fuere, pueda privarlo de esta cualidad, la más apreciable y decorosa [...] ser parte de la soberanía nacional, y o ser ciudadano de la Nación sin mérito personal son a la verdad, Señor, dos cosas que no pueden concebirse, y que una a la otra se destruyen (Diario de sesiones 1811, 1761).

Otro mexicano, también presbítero, Guridi y Alcocer, diputado por Tlaxcala resalta la contradicción evidente, o discriminación injusta que reciben los españoles que traen su origen de África, y los nacidos de padres “extranjeros” de quienes hablaba el artículo 21, concediéndoles la ciudadanía generosamente (Diario de sesiones 1811, 1762). Este mismo orador, gran conocedor del derecho público, extraordinariamente erudito, desbarata por completo, por injusta e impolítica la discriminación del artículo 22 (Diario de sesiones 1811, 1762) ¿Por qué les daña el haber nacido en África, tanto que no se des- deña la otra casta, la hispana? África no tiene por qué desmerecer de las otras partes del mundo, y “en ella (África) tenemos territorios, cuyos naturales son españoles”. Después del inciso que acabo de transcribir ¡magnífico argumento!, no cabía sino la ironía:

¿Será en odio —se pregunta el orador— de los cartagineses que nos dominaron en otro tiempo, o de los moros que por ocho siglos ocuparon la Península...? ¿Será por el color oscuro...? Algunos son tan blancos como los españoles (Diario de sesiones 1811, 1762).

No, “es la esclavitud lo que infecciona el origen africano” (Diario de sesiones 1811, 1762). Pero, ¿cómo después de haber hecho a las castas la injusticia de esclavizar a sus mayores, por eso se les ha de hacer la otra injusticia de negarles el derecho de ciudad? Las Leyes de Partidas les reconocen este derecho. El discurso de Guridi y Alcocer, es largo, bien tramado, una pieza preciosa de orato- ria viva y un testimonio elocuentísimo del celo por los derechos del más alto precio del hombre a secas, en cuanto ser humano, en quien no se toma en cuenta la “condición” de las personas sino su dignidad intrínseca. Y pondera con gran realismo las consecuencias políticas, que se seguirían al crear estas “castas” en el seno de la sociedad. A los mexicanos, respondió Argüelles diciendo que no se privaba “a los originarios de África del derecho de ciudad: [pero] indica sí el medio de adquirirlo” (Diario de sesiones 1811, 1764). Después advierte que la palabra “ciudadano”, ahora se le imprime un carácter y signifi- ca muy específico: “la cualidad de ciudadano habilita a todo español para serlo todo en su país, sin que reglamentos, ni privilegios ni establecimientos puedan rehusar su admisión” (Diario de sesiones 1811, 1765). Pero no cedió un ápice, por mera conveniencia política: “la Nación debe llamar a com- ponerle a quienes juzgue oportuno” (Diario de sesiones 1811, 1765).

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Inmediatamente replicó el también mexicano y presbítero, Miguel Gordoa, diputado por Zacatecas, mostrándose partidario por la necesidad de suprimir dicho artículo 22, por la razón o argumento “ineluctable” de que todos los señores americanos “están contestes en los sustancial de esta materia” (Diario de sesiones 1811, 1766). Advierte también Gordoa que trae una recomendación particular del Consulado de Guadalajara, precisamente para solicitar que queden abolidas todas las “castas”; pone de manifiesto nuevamente la contradicción existente entre el presente artículo 22, y el 1º, 3º, 7º y 8º. “La soberanía es única e indivisible según V.M. ha declarado, reside esen- cialmente en la Nación española, que por los artículos 1 al 6 componen tambien los que traen su orígen de África” (Diario de sesiones 1811, 1766) además, como ya es español, le obligarán los artículos 7, 8, 9 y el 1: ¿estos no son méritos para que se le otorgue la ciudadanía? Debe suprimirse este artículo, “por injusticia y prudencia cristiana, la conveniencia, la política, la conciencia que no se quiere prostituir” (Diario de sesiones 1811, 1766-7). Echó en cara que sólo se reconociera este derecho a las clases “consumidoras”, “mien- tras que los de las productoras, es decir, las más dignas ó con más justicia para obtener este título, se ven despojados de él” (Diario de sesiones 1811, 1766). Todavía irá más lejos el representante por Zacatecas:

La sanción de este artículo no hará más que llevar adelante el ataque de la tranquilidad de las Américas, haciendo inmoral en ellas el germen de las discordias, rencores y enemistades, o sembrando el grano de que ha de brotar infaliblemente tarde o temprano el cúmulo de horrores de una guerra civil más o menos violenta o desastrosa, pero cierta y perpetua. El carácter de las castas, sus persuasiones conocidas y fundadas, y los medios que se les ofrecen para proporcionarse el goce de ciudadanos, son tres apoyos de los que digo, y que harán ver a V.M. en una exposición no superficial, que siendo la exclusión que pretende el obstáculo insuperable y fatal de la unión y prosperidad de las Américas, es al mismo tiempo el manantial perenne y seguro de incalculables daños políticos y morales (Diario de sesiones 1811, 1767).

Palabras tremendas, advertencia sombría, pero enérgica y justa del inminente peligro que se cernía en las Américas, y que las Cortes no quisieron retener, ni entender. En cuanto al punto del olvido de los errores y levantamientos, las Cortes efectivamen- te otorgan una generosa amnistía, que desgraciadamente luego las mismas autoridades españolas en las Américas nunca quisieron aplicar, pues es un hecho que siguieron persi- guiendo a los levantados e insurgentes. Por descontado que, finalmente, la igualdad fundamental de derechos, debía conducir a la consecuencia lógica, o de una fundamental igualdad respecto a la formación de la representación nacional o Cortes.

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Los diputados americanos propusieron la igualdad de derechos de todos los habitantes del imperio, supuesto que todos son ya españoles, incluido el derecho de la ciudadanía, de manera que, al gozar de dicha ciudadanía, debían concurrir, en términos de una igualdad fundamental, para ocupar cargos públicos y, muy especialmente, para la formación de la representación nacional, o Cortes. Y este extremo fue lo que no aceptaron nunca los diputados peninsulares, porque en- tonces debían aceptar que perderían irremisiblemente la mayoría en dichas Cortes. Este es el fondo de la discusión que suscitó el mencionado artículo 22. Don Agustín de Argüelles lo explicó muy bien y con gran desvergüenza, cuando indicó lo que debía entenderse por ciudadano: “la cualidad de ciudadano habilita a todo español para serlo todo en su país, sin que reglamentos, ni privilegios, ni establecimientos puedan rehusar su admisión” (Diario de sesiones 1811, 1767). Pero como ya no había razones válidas en qué fundamentar la enorme discriminación, termina diciendo que “la Nación debe llamar a componerle a quienes juzgue oportuno” (Diario de sesiones 1811, 1767). No es justificable esta enorme sinrazón de los diputados peninsulares. El debate de la igualdad esencial entre todos los seres humanos, tal como lo establecen, por ejemplo, las constituciones municipalistas del Reino de la Nueva Granada, era y sigue siendo el gran debate de la modernidad. Ciertamente, el aceptar dicha igualdad esencial, además de traer efectos interesantí- simos, como era el de la abolición de la esclavitud, también traía como consecuencia una presencia mayoritaria de los diputados americanos en las Cortes, lo cual era una opción legítima para dichos diputados, los cuales, por otro lado, dijeron que tales limitaciones ponían en riesgo la unidad del gran imperio. Ramos Arizpe advirtió que el objeto primario de todas las opiniones de sus “compañe- ros” era el de “formar un todo moral capaz de conservar la integridad de la monarquía y la más íntima y cordial unión entre todos sus individuos” (Diario de sesiones 1811, 1773). “La nación se afirma en dos polos, en la Península y América, si cualquiera falla, peligra su existencia, podrá hundirse en ese anchuroso mar”. Y he aquí “el punto de vista en el cual debe verse en toda su extensión el artículo constitucional puesto a discusión: su sanción, en mi opinión, va a decidir la integridad de la monarquía; y esta terrible idea, que arren- daría al espíritu más fuerte, me estrecha imperiosamente a manifestar con franqueza mi opinión” (Diario de sesiones 1811, 1773). Otro americano, diputado peruano, destacó la “mucha importancia y gravísimas con- secuencias” que presenta el artículo cuestionado, porque niega un derecho que pertenece esencialmente a las castas, de quienes debe esperarse, aparte los muchos servicios prestados a la Patria, “la conservación del orden”. Al final añadió: “Si las terribles consecuencias de este artículo, aún supuesta su justicia, han de ser el descontento general, la separación de la Península, cuyo unción ya apenas es posible conservar sino por la justicia e igualdad de los

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derechos, las guerras civiles, el derramamiento de sangre americana y europea, las ruinas de las fortunas, y una suerte incierta de aquellos países” (Diario de sesiones 1811, 1776).

V. Fuentes consultadas

Acta del Ayuntamiento de México. 1808. 19 de julio. Disponible en http://www.memoria- politicademexico.org/Textos/1Independencia/1808AAM.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Colección de los decretos y órdenes de las Cortes de España que se reputan vigentes en la República de los Estados Unidos Mexicanos. 1829. México: Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordi- narias desde su instalación en 24 de septiembre de 1810 hasta igual fecha de 1811. 1811. Cádiz: Imprenta Real. Constitución del Estado de Antioquia. 1812. 3 de mayo. Colombia. Disponible en http:// www.cervantesvirtual.com/obra-visor/constitucion-del-estado-de-antioquia- sancionada-por-los-representantes-de-toda-la-provincia-y-aceptada-por-el- pueblo-el-3-de-mayo-del-ano-de-1812--0/html/008e5d30-82b2-11df-acc7- 002185ce6064_2.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Constitución de la República de Tunja. 1811. Santafé de Bogotá: Imprenta de Son Bruno Espinosa. Disponible en http://www.bdigital.unal.edu.co/190/31/constitucion_de_ la_republica_de_tunja.pdf (consultada el 16 de diciembre de 2013). Constitución Política de la Monarquía Española promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812 (facsímil). 2012. En Constitución Política de la Monarquía Española: Cádiz 2012; González Oropeza, et. al. México: tepjf. Constitución Quiteña de 1812. 15 de febrero. Ecuador. Disponible en http://www.historia delderecho.es/h%20dcho/docencia/hce/TEXTOS/AMERICANAS/LATINOA- MERICANAS/ECUADOR.pdf (consultada el 16 de diciembre de 2013). Decreto. Incorporacion de los señorios jurisdiccionales á la nacion: abolicion de privi- legios: que nadie pueda llamarse señor de vasallos ni ejercer jurisdiccion. 1811. 6 de agosto. Disponible en http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1811_114/ Decreto_Incorporacion_de_los_se_orios_jurisdiccionales_la_nacion_abolicion_ de_privilegios_que_nadie_pueda_llamarse_se_or_de_vasallos_ni_ejercer_ jurisdiccion.shtml (consultada el 16 de diciembre de 2013). Decreto V. de 15 de octubre de 1810. Igualdad de derechos entre los españoles euro- peos y ultramarinos: olvido de lo ocurrido en las provincias de América que

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reconozcan la autoridad de las Cortes. En Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordinarias desde su instalación en 24 de septiembre de 1810 hasta igual fecha de 1811. 1811. Cádiz: Imprenta Real. Disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/coleccion-de-los- decretos-y-ordenes-que-han-expedido-las-cortes-generales-y-extraordinarias- desde-su-instalacion-en-24-de-septiembre-de-1810-hasta-igual-fecha-de-1811- -0/html/0027b5e4-82b2-11df-acc7-002185ce6064_28.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias 1810. Nº 1 (24-09-1810) al Nº 96 (31-12-1810). Tomo I. 4 Tomos. Cádiz. Disponible en http://www.cervantesvirtual. com/obra-visor/diario-de-sesiones-de-las-cortes-generales-y-extraordinarias--6/ html/ (consultado el 16 de diciembre de 2013. 1811. Nº 97 (01-01-1811) al Nº 454 (31-12-1811). Tomo II. 4 Tomos. Cádiz. Dis- ponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/diario-de-sesiones-de-las- cortes-generales-y-extraordinarias--9/html/ (consultada el 16 de diciembre de 2013). Martínez Garnica, Armando e Inés Quintero Montiel. 2007. Actas de formación de juntas y declaraciones de independencia (1809-1822) Reales Audiencias de Quito, Caracas y Santa Fe. Bucaramanga. Colombia: Universidad Industrial de Santander. Real Audiencia de Caracas. 29 de julio de 1808. Prospecto de la Junta que, a imitación de la Suprema de Gobierno de Sevilla, debe erigirse en Caracas. Formado en virtud de comisión del muy ilustre Ayuntamiento por dos de sus individuos. Disponible en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/actas-de-independencia/ actas-declaraciones-independencia-005.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Real Audiencia de Santafé. 15 de agosto de 1810. Acta constitucional de la Junta provin- cial del Socorro. Disponible en http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/ actas-de-independencia/actas-declaraciones-independencia-041.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Representación que el Ayuntamiento de México presentó al virrey José de Iturrigaray. 1808. 19 de julio. Disponible en http://www.memoriapoliticademexico.org/ Textos/1Independencia/1808-Jul19-RepAyto.I.html (consultada el 16 de diciembre de 2013). Tena Ramírez, Felipe. 1980. Leyes fundamentales de México 1808-1979. México: Editorial Porrúa.

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Territorios, Constitución e historia constitucional

José María Portillo Valdés*

SUMARIO: I. La historia del primer constitucionalismo y la historia constitucional; II. Texto y jurisprudencia. Los ámbi- tos del primer constitucionalismo; III. ¿Un imperio comercial católico?; IV. Crisis monárquica e imperial; V. ¿Un gobierno del “reino”?, VI. Fuentes consultadas.

I. La historia del primer constitucionalismo y la historia constitucional

No cabría duda alguna al escribir un manual de historia nacional referido a cualquiera de los países del Atlántico hispano que la explicación de los orígenes del constitu- cionalismo debe abrir una parte referida a lo que se suele englobar en el término “revolución liberal”. De hecho, así se escriben dichos manuales y así, por lo común, se han divi- dido las especialidades académicas de historia: en América usualmente como una distinción frente al periodo “colonial”,

* Universidad del País Vasco, España y Universidad Externado de Colombia.

221 Territorios, Constitución e historia constitucional • José María Portillo Valdés

y para resaltar el propiamente “nacional”; y en España como una distinción entre la época moderna y la contemporánea. Si se prescinde por un momento del mimetismo que existe en esta distinción académica respecto de la visión francesa de regímenes antiguo y moderno, divididos por la revolución de 1789, lo relevante es entender que es en la actualidad “contem- poráneo” un mundo que inauguró justamente aquel primer constitucionalismo. Esta comprensión ha conducido a un análisis de aquel periodo en que la monarquía tu- vo una crisis y el constitucionalismo surgió como respuesta a la misma, que se ha centra- do mayoritariamente en los modelos contemporáneos de la época, en el novum. Los años que, dependiendo del gusto nacional, se eligieron como referencia esencial (por ejemplo 1808 en España, 1810 en México, Argentina y Colombia; 1811 en Venezuela o 1825 en Bolivia) se entendieron por la historiografía como particulares 1789. La Independencia y la Constitución vendrían a marcar el momento de aporte propio a una historia de la revolución del hemisferio occidental que venía desde Estados Unidos y, principalmente Francia, cambiando el curso de la Historia. Así, se trataba de ubicar en ese momento de crisis y revolución los signos de una moder- nidad que —siguiendo el imperativo de este pensamiento historiográfico— como ya venía experimentada y establecida previamente entre Estados Unidos y Francia, podían identificarse mejor: declaraciones de derechos, divisiones de poderes, gobiernos representativos, reformas de la fiscalidad, la educación y la milicia eran los principales marcadores de modernidad en los que la escritura de la historia debía fijar su atención para dar debida cuenta del acoplamiento nacional respectivo a ese proceso. Si uno repasa hoy obras ciertamente fundacionales a es- te respecto como las de Luis Villoro, Miguel Artola y otros historiadores que comenzaron a producir y publicar sus textos más relevantes entre los años 50 y 60 del siglo xx, dos aspectos sobresalen en las mismas. En primer lugar, la perspectiva nacional desde la que se escribieron interesando en ellas el modo en que tal o cual espacio nacional accedió a aquella modernidad marcada por las revoluciones canónicas de Estados Unidos y Francia. En segundo lugar, el he- cho de que parece más un presupuesto que una conclusión la adaptación de cada uno de esos espacios a la modernidad constitucional en el periodo de la crisis de la monarquía. Tanto para España como para la América española, el cruce de ambas líneas de in- terpretación —formación de naciones que, además, desde su nacimiento se suman a la modernidad constitucional— han marcado de manera indiscutible el discurso historio- gráfico. Las líneas gruesas de la investigación han ido por el derrotero de mostrar un momento que deja atrás el Ancienne règime e inaugura el nuevo orden del Estado liberal. Más aún, en momentos recientes que coinciden con la celebración del bicentenario de es- tos acontecimientos decisivos, dicha estrecha relación entre nacimiento nacional y acceso a la modernidad constitucional ha sido el tema más utilizado desde el discurso público. Una de las aportaciones que entiendo más sugerentes realizadas recientemente por la historiografía ha consistido en matizar este entusiasmo liberal en la interpretación del primer constitucionalismo. Admitiendo que la mera aparición del orden constitucional como marco político fundamental de referencia es por sí un indicio de modernidad, se

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advierten también aspectos de aquellos primeros experimentos constitucionales que los acotan respecto del paradigma de la “modernidad constitucional”. Aspectos tan medula- res a ese paradigma como la representación y el sufragio, la liquidación de privilegios y fueros o la división misma de poderes que presentarían algunos aspectos contradictorios con el mismo modelo de referencia. Códigos —el civil ante todo— que se tardan décadas en llegar; formas de sufragio vinculadas a la vecindad parroquiana; asambleas que asumen funciones y procedimientos de los antiguos consejos de la monarquía; corporaciones que siguen dotando de orden a las sociedades gobernadas por las nuevas constituciones devuelven una imagen no tan nítida como se creyó de la adecuación al paradigma de la modernidad. Desde luego que el problema no está en que estas realidades desentonen con la modernidad sino en el hecho de asumir y aceptar que tal cosa —un paradigma de la modernidad— exista. Estas constataciones que ha realizado la historiografía, no obstante, exigen un esfuer- zo adicional de interpretación de este momento del constitucionalismo originario. Re- clama, creo, en primer lugar que se considere una cronología no obcecada con esas cifras mágicas de 1808, 1810 o 1812. El primer constitucionalismo, en efecto, debe ser visto no sólo como un punto de arranque de una modernidad liberal sino también —y diría prin- cipalmente— como el de llegada de una modernidad ilustrada. Aunque falta mucha labor por hacer al respecto, las aportaciones que se han hecho al conocimiento del constitucio- nalismo ilustrado permiten identificar buena parte de sus presupuestos y propuestas en las primeras constituciones que se generaron como reacción a la crisis de la monarquía. Habría también que alargar esa cronología del primer constitucionalismo hasta los años 30 del siglo xix. Fue entonces de manera clara que la crítica al primer constitucionalismo (que en realidad comenzó con éste) puso de relieve, precisamente, las carencias “liberales” del mismo. Éste fue el caso, aunque pueda parecernos chocante, por ejemplo, de la crítica contundente que los liberales de los años 20 y 30 hicieron de los primeros sistemas represen- tativos y electorales. Los consideraron errados por lo mismo que actualmente se tendería a considerarlos acertados, es decir, por ampliar notablemente el círculo de los llamados a par- ticipar en procesos electorales. Sin embargo, aquellos liberales sabían muy probablemente mejor de qué hablaban: la representación de todos los vecinos varones cabeza de familia era más propia para representar una sociedad corporativa que otra civil. Junto a la cronología, la geografía de estos primeros experimentos constitucionales está corrigiendo notablemente el planteamiento originario del paradigma de la modernidad. Lo hace en el sentido de rescatar una comprensión mucho más transnacional de aquel consti- tucionalismo de lo que se había supuesto. Aunque todos aquellos textos —como luego todas las constituciones hasta la fecha— han tenido una referencia incuestionablemente nacional fueron aquellos textos que se transferían con sorprendente facilidad entre naciones. Fue ese el caso de la Constitución de Cádiz pero también de otras muchas, como se vio en los espa- cios americanos que completaron su despliegue nacional con posteridad a la Independencia, como Centroamérica y Gran Colombia.

TEPJF 223 Territorios, Constitución e historia constitucional • José María Portillo Valdés

Todo ello está apuntando hacia una reubicación del primer constitucionalismo en la historia constitucional. Lo hace en el sentido de valorar la novedad de esta experiencia más en la reordenación de las piezas tradicionales de gobierno que en la sustitución de las mismas por instituciones que cortaran ataduras con la historia. El rasgo probablemen- te más compartido y duradero de este primer constitucionalismo en toda la geografía atlántica creo que lo pone bien de relieve. Me refiero a esa profesión de fe que inclu- yeron todas las constituciones “modernas” hispanoamericanas. No sólo hago referencia a aquellos artículos que así de claro lo establecieron, disponiendo la confesión católica nacional y excluyendo la concurrencia de cualquier otra religión, sino al hecho de que aquéllas fueron constituciones antropológicamente católicas: la permanente invocación de asistencia divina en su confección, su socialización mediante juramentos colectivos, la determinación parroquial del elector. Se trata de un constitucionalismo pensado por y para católicos y que no admite la posibilidad de que los ciudadanos católicos puedan determinar libremente sus conciencias. Esto de por sí debería llevar a matizar mucho el carácter liberal de aquel constitucio- nalismo: estaba fallando la primera pieza, la que dice que el individuo empieza a serlo por ser dueño de su conciencia. ¿Es una casualidad que la aceptación de este aspecto tan medular del liberalismo llegue a este espacio sólo décadas después de ensayado el consti- tucionalismo? ¿Lo es que sea idéntico su caso al de los códigos civiles y otros aspectos de la modernidad constitucional? En México, como en España o en Colombia, llegaron en escenarios de enfrentamientos civiles que tenían como un motivo central justamente esa descatolización de la política. Aunque obviamente el campo es vastísimo para aportar investigación que lo corrobore, podría pensarse en la hipótesis de que entre las primeras décadas del constitucionalismo se dieran sin la radicalidad constituyente que usualmente se le supone. La demarcación entre el atisbo ilustrado de la necesidad de la Constitución en las últimas décadas del xviii y la aceptación y constitucionalización de un sujeto individual pleno a partir de la segunda mitad del siglo xix podría considerarse así el espacio específico de ese primer constitucionalismo.

II. Texto y jurisprudencia. Los ámbitos del primer constitucionalismo

En estrecha sintonía con el discurso de la modernidad se sitúa una actitud historiográfica que ha venido privilegiando la textualidad del primer constitucionalismo en otras formas de expresión del mismo. Propio de la modernidad resulta el hecho de que, frente al derecho y los ordenamientos tradicionales, el orden nuevo se exprese en forma de derecho positivo, racional, general y uniforme. Por ello, su historia ha de fabricarse con materiales que cum- plan tales condiciones, y las constituciones parecen quedar como un guante al respecto.

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Este supuesto historiográfico ha informado la lectura más habitual del primer constitucio- nalismo en dos sentidos que quisiera aquí discutir brevemente. En primer lugar, predisponien- do un análisis de la textualidad constitucional ávida de hallar en ella los signos inequívocos de la modernidad. No es en absoluto extraño que incluso se haga uso de la doctrina y la dog- mática constitucionales actuales para analizar aquellos textos. Un ejemplo de ello puede verse bien extendido al describir, desde la textualidad constitucional, los engranajes de poderes e instituciones que en ellas se describen. Antes que cuestionarlos se dan por hechos la división de poderes, la existencia de la administración, la tutela judicial, el parlamentarismo y otros elementos que caracterizan idealmente la historia del constitucionalismo moderno. Del mis- mo modo, categorías constitucionales fundamentales como la igualdad o la representación se estudian como si fueran ya parte del bagaje jurídico-político de la misma modernidad. Una aproximación más matizada creo que aporta un conocimiento más preciso de la textualidad misma del primer constitucionalismo. Creo que habría que plantearse más decididamente el estatuto mismo de aquellos textos en el sentido de que se trataba segu- ramente de textos, en primer lugar, menos “absolutos” de lo que se suele suponer, pen- sándolos desde el constitucionalismo moderno. Así como una Constitución se entiende hoy un texto fundamental en el sentido de que actúa como una esclusa respecto de todo el ordenamiento (el que pasa por ella es válido y el que no se entiende por este hecho inservible), las primeras constituciones fueron textos fundamentales en el sentido de que recogían principios básicos de gobierno y de disposición del ordenamiento que afectaba al ámbito de la política. Esto no los convertía en exclusivas fuentes del ordenamiento ni des- cartaba que otras fuentes siguieran perfectamente activas, como fue el caso del derecho eclesiástico, militar y, en algunos casos, derechos territoriales y municipales. En segundo lugar, aquel primer constitucionalismo, a diferencia del que generará luego la modernidad liberal desarrollada desde el principio de nacionalidad, se entendió mu- cho más transitivo. Una vez desplegado el principio de nacionalidad y desarrollado un constitucionalismo a su medida, la transferencia constitucional resultó más improbable. Sin embargo, el constitucionalismo comenzó a desarrollarse en un mundo que no estaba tallado por aquel principio y que estaba transitando a las naciones desde los imperios atlánticos. La comunicación constitucional en ese escenario era mucho más probable y, además, no causaba problema moral alguno. Lo que los historiadores presentan como la “influencia” de tal texto en tal otro (normalmente con una lectura muy colonial que ve esas transferencias desde espacios metropolitanos a los coloniales) es, en realidad, una característica relevante de un constitucionalismo transitivo. Unos textos que se entendían fundamentales con respecto al gubernaculum,1 que eran mucho más transitivos que nacionales (aun estando hechos para naciones) y que no se

1 Es todo lo que constituye la dirección de algo. El término latino refiere al timón o mecanismo del gobierno de una nave, de este vocablo procede el de gobierno.

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concebían como textos absolutos, necesariamente tenían que mostrar formas de des- pliegue más allá de los textos. En efecto, aquel constitucionalismo temprano se nutrió, y mucho, de elementos que trascendían la textualidad constitucional. Un buen ejemplo de ello lo constituye lo que se puede denominar como jurisprudencia constitucional difusa. Se debe, de nuevo, tomar distancia respecto de una idea de la Constitución como texto absoluto y que, por ello, requiere de una unicidad intransferible en la capacidad jurisdic- cional de interpretación del propio ordenamiento. Es lo que —no sin una muy interesante controversia de por medio— logró a principios de 1800 asentar el Tribunal Supremo de los Estados Unidos y lo que acabaron siendo los Tribunales de Garantías y Tribunales Constitucionales en Europa desde la segunda década del siglo xx. Los textos constitucionales que alumbró la crisis de la monarquía española, por el con- trario, obedecieron a una jurisprudencia constitucional difusa. Por supuesto no existió nada parecido a un tribunal constitucional o de garantías. Tampoco nada similar a las funciones que logró atribuirse el Tribunal Supremo de los Estados Unidos desde 1804. Por término general, aquellos textos establecieron dos principios: la defensa esencial de la Constitución correspondía a un cuerpo representativo —la misma asamblea representa- tiva de la nación o algún cuerpo especialmente habilitado— pero, al tiempo, la capacidad para iniciar procedimientos de infracción se difundía por todo el cuerpo social de ciu- dadanos. A ello se sumaba una idea también difusa de la responsabilidad personal de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos, lo que hacía alusión, de manera directa, también a posibles infracciones a la Constitución. No es extraño que esta lógica constitucional que llevara aparejada una capacidad también extendida por el entramado institucional que componía el gubernaculum para interpretar el mismo texto constitucional del modo más acorde con las circunstancias propias. Estrechamente unida a la idea de que el texto en sí no era un absoluto normativo, la jurisprudencia constitucional se extendió prácticamente a cada autoridad encargada de aplicar el texto. Sólo en el caso de que dicha interpretación generara controversia y que la misma no se solucionara en ámbitos locales o regionales se entendería que debía activarse esa capacidad suprema de interpretación del texto reservada a instancias representativas superiores. Es seguramente este de la jurisprudencia constitucional en los textos del constitucio- nalismo temprano del Atlántico hispano el aspecto en el que más investigación hace falta invertir. Se conoce de manera bastante aceptable los textos y sus circunstancias: cuántos fueron, cómo se hicieron, qué debates se dieron en torno a ellos en aulas parlamentarias y en la prensa, qué alcance tuvieron. Sin embargo, se sabe bastante menos acerca de la efectiva aplicación de los mismos. En otros términos, se sabe más acerca de qué fueron esos textos que de cómo fueron. Ahí es donde entra de manera decisiva la idea de una jurisprudencia constitucional difusa. Ésta comenzó por las propias instancias que crearon los textos. Éste fue el caso de la Constitución de Cádiz que, a dos meses de haber sido promulgada, se vio reformada por

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vía de interpretación por las propias Cortes en un aspecto tan esencial como el dere- cho de voto en elecciones locales (en un decreto de mayo de 1812 relativo al voto de la gente de color). Pero, sobre todo, aquellos textos fueron “usados” por las autoridades que tenían que implementarlos de acuerdo con una capacidad que entendieron tan propia como lo había sido usualmente y que —como cualquier iudex perfectus habría hecho— implicaba activar su prudentia. Esto hizo de los textos constitucionales mucho más que los propios textos, pues los convirtieron en algo así como unos desplegables constitucionales donde el principio establecido en el texto podía tener distintos desarrollos jurisprudenciales. Algunos aspectos del primer constitucionalismo fueron especialmente sometidos a este proceso de reconstitucionalización local, como fue el caso del derecho de voto o del ejercicio de algunas libertades, como la de imprenta. Pero lo fue, en algunos casos, de la misma Constitución, del texto en su integridad. Así ocurrió con el texto de Cádiz en Amé- rica: su implementación o aplicación parcial dependió de unas autoridades que ni siquiera estaban reguladas por el propio texto, como fueron los virreyes que, aunque reconvertidos en jefes políticos del distrito provincial de la capital, siguieron actuando y, tanto en Perú como en Nueva España, decidiendo la aplicabilidad del texto gaditano. Si se mira no solamente a estos casos más gruesos de interpretación del texto sino, principalmente, a una jurisprudencia local que tuvo en la marcha que decidir cuestio- nes de tanto calado como la institucionalización constitucional (nuevos cuerpos locales y regionales, nuevas magistraturas, etcétera), la adjudicación del derecho electoral o el reconocimiento de libertades es muy posible que tener una imagen más real de un primer constitucionalismo que se pensó para ser texto y seguir siendo jurisprudencia.

III. ¿Un imperio comercial católico?

Antes de su crisis incitada en 1808 la monarquía había sufrido un intenso proceso de transformación. Se suele afirmar con cierta alegría que fue la “monarquía católica” la que se liquidó con la crisis iniciada en mayo de 1808, lo que es sólo parcialmente exacto prin- cipalmente porque esa expresión remite a la monarquía formada a partir de su expansión y de su identificación con una razón de religión que se sobrepuso a la de Estado y que quiso con ella ser una monarquía esencialmente antipolitique. Ésa fue la monarquía que llegó, efectivamente, hasta Westfalia y que se consolidó como “vía propia” o “española” frente a los “políticos y ateístas”. Fue una monarquía barroca que, sin embargo, ya mostraba síntomas de agotamiento de su discurso en las décadas finales de 1600. Historiográficamente ha sido muy habitual hacer la correlación entre nueva dinastía de la casa de Borbón, centralización del gobierno y reformas. Sin embargo, no es una ten- dencia que llega como cosa “extranjera” con los Borbones sino que es posible detectar en proyectos cortesanos de la época de Carlos II. Particularmente a finales de este reinado,

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que acabó con el siglo, la monarquía católica comenzó a postularse por parte de algunos influyentes cortesanos como un entramado necesitado de una nueva mano política que, entre otras cosas, la compactara más en torno a la figura del príncipe. La promoción en esos años finales de 1600 de una imagen del rey como pastor que tiene el empeño esen- cial de mantener unido y a salvo su rebaño tenía bastante sentido entre el barroquismo de la propia imagen y su utilidad para promover una idea más integral de la monarquía (Fernández Albaladejo 2007). Me permitiré aquí únicamente un par de apuntes respecto a las dimensiones de estos cambios no iniciados, como queda dicho, pero sí operados con mayor intensidad al fina- lizar la guerra de sucesión española. En primer lugar, debe recordarse que, a diferencia de lo que la historiografía española suele dar por sentado, no es algo que afecte únicamente a los reinos del entramado catalano-aragonés. América también tuvo su particular Nueva Planta que se tradujo en un largo proceso de reacomodación territorial y de intervención administrativa. Este hecho tuvo consecuencias de muy largo recorrido y, como en los reinos peninsulares, sólo se entendió parcialmente corregida con el advenimiento de la Constitución de Cádiz. En segundo lugar, especialmente en la década de los 40 del siglo xviii, y coincidiendo con el impacto de la bancarrota de 1739, la reforma del espacio monárquico tomó un sesgo claramente imperial. Como entonces dejó escrito en un influ- yente texto José del Campillo, se trataba de establecer como norte de las reformas “justas y necesarias” la emulación de los imperios enemigos, especialmente del de Inglaterra. Justamente fue la fijación de un nuevo modelo tomado no de la antigüedad clásica o de la bíblica, sino estrictamente contemporánea la que marcó el desarrollo de un proceso que se puede calificar de “imperialización” de la monarquía. Ésta no dejó de ser esencial- mente lo que era: una monarquía católica, pero empezó a ser también otra cosa (Fradera 2006). Es un proceso que se intensifica de manera notable después de la desastrosa par- ticipación tardía de España en la Guerra de los Siete Años al comprobar cuán vulnerable resultaba aquel entramado territorial separado por dos océanos. Quien lo puso en eviden- cia fue ni más ni menos que la monarquía que se estaba tomando como nuevo ejemplo y modelo de cómo se debía conformar una monarquía imperial: Inglaterra. Lo que llamaba la atención de los ministros e intelectuales de la Corte de Carlos iii respecto del enemigo secular de España no era la existencia de cuerpos políticos de ingleses y otros británicos trasplantados en América, sino la manera en que se beneficiaba de un sistema colonial que se articulaba en torno al comercio. Aquellos funcionarios y proyectistas soñaban con la posibilidad de combinar catolicismo con imperio comercial. Josep M. Delgado, en el es- tudio citado antes, ha mostrado cómo el debate de una reforma imperial de la monarquía entretuvo largamente a quienes habitualmente aunaban ambas condiciones de ministros de la corona e intelectuales. En ambas condiciones —de oficiales y escritores públicos— buena parte de ellos asumieron un contraste que enfrentaba la modernidad de la mo- ral imperial británica con la caducidad civilizatoria del “imperio antiguo español”. Este

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contraste de comercio y conquista, como ha demostrado Eva Botella, se había, sin embar- go, fabricado principalmente en Inglaterra al calor de disputas imperiales y coloniales, entre otros, y de manera muy influyente por , quien tenía intereses propios muy directos en aquellas disputas imperiales (Botella 2008). Amplificado por unbest seller de las dimensiones de El espíritu de las leyes (1748) el mantra no dejó de resonar en Europa y así fue repetido —convenientemente podado del tono denigrante desde el punto de vista de la gloria nacional— en España. La traducción que hizo Pedro Rodríguez de Campomanes en 1762 del conocido pasaje de Montesquieu en que santificó el contraste el antiguo im- perio de conquista español y el moderno de comercio británico, puede tomarse como el momento de plena asunción de la necesidad del cambio de exemplum en el cual imaginar la monarquía española: debería devenir, para seguir funcionando en un Atlántico comer- cial, en algo parecido a un moderno imperio católico. Las reformas en el gobierno de la monarquía que corren desde mediados de los 60 hasta comienzos del siglo xix, sin duda, se quedaron muy lejos de las previsiones que hicieron diseñadores de las mismas como José de Gálvez. Aunque esa fuera la idea, no lograron hacer funcionar de manera efectiva la monarquía como un imperio comercial católico. Se cruza- ron de por medio, en primer lugar, una tradición en las formas de gobierno y, sobre todo, una suerte de Verfassung 2 con un entramado de poderes y jurisdicciones que se mostró especialmente coriácea a la implementación de reformas que implicaran cambios de pro- fundidad. En segundo lugar, se topó con una competencia imperial que resultó del choque entre el imperio británico en remodelación desde 1783 y el experimento imperial de la Fran- cia republicana que acabará viendo en los dominios de los Borbones españoles su verdadera oportunidad de rebasar sus dimensiones europeas. A pesar de ello, los intentos de imperialización de la monarquía no resultaron, ni mu- cho menos, inocuos. Creo, al contrario, que son determinantes para explicar por qué la crisis se generalizó desde un primer momento y por qué se ofrecieron respuestas cons- titucionales tan similares en toda la geografía monárquica española. Especialmente en el sentido fiscal y militar —para los que, ante todo, estaban pensadas las reformas— la monarquía se trabó de manera considerablemente más sólida. El hecho fue que en los reinados de Carlos iii y de su hijo la monarquía se concibió y manejó como un espacio fiscal mucho más uniforme, y el gobierno de ese espacio, consecuentemente, también se pensó de manera mucho más compacta. Ello, como han mostrado diversos estudios, conllevó no solamente procesos de inte- gración administrativa sino también de disciplinamiento social. Esto fue particularmente sensible en aquellos espacios tanto más desprotegidos cuanto sometidos a una actuación más doméstica del gobierno, como los indígenas, pero no estuvo ausente en absoluto en

2 En alemán significa “constitución” en su sentido también material, no sólo como texto normativo.

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otros como los municipales y eclesiásticos. La monarquía imperial precisaba de un con- trol más exhaustivo en territorios, gentes y recursos, lo que se tradujo en diferentes tác- ticas. En lugares de dudoso dominio español se potenciaron negociaciones y tratados con pueblos americanos, haciendo uso de estas alianzas donde convenía para involucrarlos en las pugnas imperiales, con el correlato por parte indígena de valerse también de esa misma competencia imperial en beneficio propio (Levaggi 2008).3 Se intensificó también el proceso de conquista —nunca completada, por otra parte— de espacios indígenas hasta entonces marginales a la monarquía pero no ahora al imperio y sus competencias. Fue el caso, por ejemplo, del norte de la Nueva Granada y el Darién y de numerosas islas del Gran Caribe (Luna 1993). Sin embargo, el peso de la imperialización fue notable en los espacios indígenas que la monarquía podía dar por más regulares entonces. Los estudios de los que se disponen de los pueblos de indios en la Nueva España muestran cómo la nueva moral imperial tuvo una de sus apoyaturas esenciales en el cometido de “desindianizar” tales espacios. No se trató tanto de operaciones de acoso y derribo cultural —aunque también de ello hubo serios intentos— cuanto de control de espacios y recursos. Quizá donde menos insistencia hubo —aunque la hubo— fue donde más se le podría esperar una historia hecha desde el principio de naciona- lidad: los indios continuaron por lo regular utilizando sus propias lenguas o formas ladinas y costumbres “nacionales”. Hubo menos tolerancia con prácticas que entonces colindaban con lo religioso —ingesta de alcohol o inhalación de hierbas como la marihuana, prácticas medicinales, algunas formas de expresión artística, etcétera (Martínez 2008)—. Donde la monarquía imperializada se sintió más llamada a meter su larga mano fue en las reformas de los gobiernos y en la exacción de recursos. La operación comenzó también en territorios indígenas con la introducción de nuevos tributos, la intervención de las cajas de comunidad, la monetarización de prestaciones laborales y, ante los casos que se dieron de resistencia a todo ello, la liquidación directa de gobiernos e instituciones propias. En el área andina todo ello confluyó en una revolución que en varios aspectos antecede a las de indepen- dencia, fenómeno que, sin la magnitud que alcanzó allí, se repite contemporáneamente en el área maya y en algunas zonas de la Nueva España, especialmente en Michoacán (Serulnikov 2012 y Patch 2002). Las ordenanzas de intendentes, que comenzaron a operar en los años 60 del siglo xviii y se consolidaron en un cuerpo de derecho de desigual incidencia a comienzos del siglo xix, mostraron que la imperialización de la monarquía tenía vocación de afectar de modo inte- gral al gubernaculum de la misma. Nuevas demarcaciones territoriales, militarización de los gobiernos, envío de oficiales a cubrirlos con el mandato de crear una red de subdelegados

3 Abelardo Levaggi. 2008. Diplomacia hispano-indígena en las fronteras de América; David J. Weber. 2002. Bourbons and Bárbaros. Center and Periphery in the Reshaping of Spanish Indian Policy. Es, por otra parte, una dinámica que se incrustra luego en la competencia entre las naciones resultantes de las disoluciones imperiales: véase DeLay (2008).

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que controlara los poderes locales y, especialmente, los recursos fiscales y militares era lo que estaba previsto en aquella Nueva Planta americana que tanto se debió a la labor de José de Gálvez. Que la monarquía y sus ministros concibieran tendencialmente el espacio de la mis- ma como un “imperio” y que se lo figuraran no pocas veces —o al menos lo desearan ver— como un sistema integral no implicaba —al contrario— que lo hicieran desde una concepción igualitaria del mismo. La integración de la monarquía como forma de imperio no conllevó su conformación o ni siquiera figuración como un espacio “nacional” común. En mi opinión, fue entonces cuando de manera más evidente se segregaron las ideas de nación e imperio. En la mente de los intelectuales españoles de finales del siglo xviii la primera, la nación, se refería a la parte matricial de la monarquía, es decir, la europea; y el segundo, el imperio, al resto, esto es, a los dominios ultramarinos del rey católico. No es solamente cosa de funcionarios y oficiales de la monarquía: intelectuales como Jovellanos, Cadalso, Cabarrús o Valentín de Foronda reprodujeron con insistencia esta dicotomía entre imperio y nación. El resultado, por lo tanto, de la experiencia de la imperialización de la monarquía fue doble. Por un lado, implicó una integración mayor del espacio gigantesco que todavía se controlaba desde la Corte de Madrid. Por otro, sin embargo, conllevó una agudización de las formas de dependencia. En la medida que la monarquía precisaba ejercer un control más estricto de sus caladeros fiscales fue también remodelando las formas de adminis- tración de distintos espacios. Ocurrió, como queda recordado, en espacios indígenas de manera temprana e intensa. Pero la dependencia fue también creciente en el extremo opuesto del escalafón social americano. Cabría decir, siguiendo la sugerencia de Walter Mignolo, que el conjunto de aquellas sociedades fue sometido a un proceso más inten- so de “colonialidad” (Mignolo 2012). La historiografía ha insistido mucho, como es bien sabido, en el hecho de que los criollos de las élites provinciales americanas se vieron cre- cientemente excluidos de los puestos dirigentes de la administración. Si este orillamiento se dio —más por un afán, a la postre baldío, de desvincular al oficial real de los intereses comunitarios— habría que verlo, en todo caso, en relación con la transferencia inversa, es decir, de personal criollo a puestos relevantes en la propia península, que también se dio en estas décadas de imperialización. Lo importante, en mi opinión, no es tanto qué cantidad de puestos relevantes en Indias fueron ocupados por peninsulares o por ameri- canos sino el hecho más cultural de que se segregaran dos espacios, uno nacional y otro imperial. Como ha mostrado Carlos Garriga, el trasfondo de la querella criolla por los puestos y los honores en sus propias provincias no respondía tanto a la cantidad como a la entidad del hecho en sí puesto que un síntoma más que evidente de dependencia consistía en tener que ser gobernado por otros (Garriga 2003). La experiencia de la imperialización de la monarquía debe relacionarse, por tanto, con una creciente intensidad de formas de dependencia colonial en la parte americana de

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la monarquía y, por otro lado con una asunción de la dicotomía entre imperio y nación que en la parte europea fue bastante transversal a diversos posicionamientos políticos. Este análisis pudiera parecer que aclara el panorama en el sentido de explicar lo sucedido desde entonces, de acuerdo más o menos con estos dos postulados: esa experiencia de la colonialidad no sólo en espacios indígenas sino un poco por todo el espectro socio-étnico americano, explica que los criollos finalmente se rebelaran desde 1810 contra la monar- quía española —con no escaso apoyo indígena— y fueran pensando en crear, y finalmente crearan, sus propios espacios políticos; por el otro lado, la suerte de “concienciación nacio- nal” que se produjo en la generación de españoles europeos que llegó a protagonizar Cádiz explica por qué ese empeño en generar “contra natura” una nación católica. En realidad, creo que el asunto hay que verlo exactamente a la inversa: si la experiencia imperial significó una mayor dependencia americana del gobierno metropolitano fue, en buena medida, también por voluntad criolla. Dicho de otro modo, la imperialización no se dio sólo en una dirección sino que fue una posibilidad deseada y aceptada por una buena parte de las élites americanas. No es sólo que haya auténticos ideólogos de la misma, como es el caso del cubano Francisco de Arango y Parreño, sino también que la posición adqui- rida en ese esquema imperial por lo que Carlos Marichal llamó submetrópolis explica que sus clases dirigentes se identificaran con el conjunto del sistema-mundo de un imperio comercial católico. La “pacificación” del Tawantinsuyu andino, la posición adquirida por Guanajuato en la producción de plata o la capitalidad ganada por Buenos Aires, todo ello alrededor de la década de los ochenta de 1700, explica esa implicación americana en la imperialización de la monarquía (Tomich 2005 y González-Ripoll 2010). Esas élites cues- tionarían crecientemente no tanto la monarquía imperial sino reclamarían su lugar en el gubernaculum de la misma, precisamente para poder gestionar también su dimensión co- mercial. Es, en parte, lo que seguirán haciendo en las Cortes de Cádiz al presentar en sus primeros meses de vida propuestas concretas de corrección de los desajustes comerciales, industriales y productivos en la monarquía. Eso mismo era, sin embargo, lo que no aparecía en el programa de reformas de la monarquía que manejaban aquellos españoles peninsulares imbuidos de la dicotomía que distinguía imperio y nación. Salvo casos realmente extraordinarios, como el de Victorián de Villava, el reformismo constitucional de finales de 1700 y primeros años del sigloxix , es decir, el que se produjo justo antes de que en Cádiz se vertiera en la Constitución de 1812, no suele contemplar protagonismo americano alguno (Portillo 2004). Lo que se esperaría entonces en el momento en que la crisis de la monarquía abra el debate constitucional, desde 1808, es un cruce distinto: el de unos españoles americanos que querían entrar a gestionar el espacio político, a la vez que ver sancionada su posición dominante en las res publicae americanas y, por otro lado, el de unos españoles europeos que venían preparados para dar solución constitucional a una monarquía imperial en crisis. Es por eso que la Constitución de 1812 acabó encontrando su idiosincrasia en una

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dimensión imperial que quiso para la nación española, y es por ello mismo que no pudo servir como vehículo de emancipación para los españoles americanos (Fradera 2012 ).4

IV. Crisis monárquica e imperial

Desde 1804 la monarquía venía dando muestras evidentes del debilitamiento de su opción imperial. El encadenamiento entre la extensión a América de la consolidación de Vales Reales a finales de ese año, la derrota naval de Trafalgar y la toma por Gran Bretaña de Montevideo y Buenos Aires marcan un rastro inconfundible de descolocación española en la tectónica imperial de comienzos de 1800 (Chust 2010). A ello vino a añadirse desde finales de 1807 una crisis de la monarquía que agregó ingredientes igualmente inusita- dos: pacto con un soberano extranjero permitiéndole la introducción de numerosa tropa, conspiración del príncipe de Asturias y meses después deposición efectiva del rey y su ministro principal y, finalmente, salida de toda la familia real de España y entrega de los derechos dinásticos y la soberanía al emperador de los franceses. En su correspondencia con los enviados de Fernando VII que buscaban reconoci- miento imperial para su soberano, tan en precario ascendido al trono, Joaquín Murat, el “virrey napoleónico de España”, dejó claras las intenciones que el emperador ya se había formado. Siguiendo el consejo de Talleyrand había decidido que no habría ya más Borbones en Europa para que pudiera asentarse la cada vez más extendida familia real de Bonaparte. Como enseguida informó el mismo duque de Berg a su amo, la familia real española no se lo podía poner más fácil: ambas facciones de la Corte, encabezadas por Carlos IV y su heredero, comían ya de su mano y pedían ser reconocidos por el em- perador. El motín ocurrido en Aranjuez el 19 de marzo de 1808 había significado para los planes de Napoleón una bendición al colocarlo como único árbitro en el conflicto interno a la familia real española. Lo que interesa fundamentalmente de ese momento crítico que confluye en Bayona, a comienzos de mayo de 1808, es el hecho de que abre una crisis monárquica sin precedentes en el contexto de una crisis imperial arrastrada desde hacía tiempo y de manera innegable desde 1804. Esa confluencia es lo que va a caracterizar más la crisis española y a singula- rizarla en el espacio de los imperios atlánticos. La primera crisis atlántica, la británica, se originó en la parte imperial sin afectar constitucionalmente a su raíz monárquica. La Cons- titución de Inglaterra y el sistema británico de gobierno siguieron funcionando, propiciando así la recomposición imperial mediante el dominio del mar en el Atlántico y de la expansión a la India en Asia.

4 Es la tesis que defiende Josep M. Fradera, “Situar la constitución de 1812 en el contexto de las constituciones imperiales”. En El Atlántico y la modernidad iberoamericana 1750/1850. Cit. vol. 1. México: GM Editores, 2012.

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La crisis francesa pocos años después se originó en su raíz monárquica y la solución constitucional que se adoptó en 1791 entendió que el manto constitucional no cobijaba a las colonias y dominios ultramarinos, aun formando éstos parte del empire française. Aunque durante la Convención la retórica fue más allá —es el primer momento, de hecho, y no Cádiz en el que hay representantes ultramarinos en instituciones representativas en Europa— la desconexión constitucional fue un hecho que la revolución haitiana ratificó en 1804. La crisis portuguesa, por su lado, donde también podría haberse producido esa confluencia entre crisis imperial y monárquica dio un giro radical al trasladarse la mo- narquía al imperio en 1807, para gobernar desde la “Versalles tropical” todo el conjunto. La española, sin embargo, combinó desde un principio ambas crisis, del imperio y de la monarquía. Lo que ocurrió entre octubre de 1807 con la firma del Tratado de Fontainebleau, mayo de 1808, con las cesiones irregulares de la familia real española, y julio de 1808, con la aprobación de la Constitución de Bayona, fue que España dejó —o, eventualmente, dejaría de ser— un sujeto propio del derecho de gentes. En otros términos, la monarquía española había perdido su independencia, cumpliéndose el va- ticinio expresado por varios intelectuales europeos décadas atrás de que la monarquía española debería ser sometida a tutela. Era lo que recogía como previsión de fondo el texto que hizo aprobar Napoleón en Bayona de Francia como Constitución para España. Era el modo también de cerrar de- finitivamente la crisis: España tenía nueva dinastía, dependía de una matriz imperial aunque mantenía su gobierno y regeneraba éste con instituciones retomadas de la tradi- ción jurídico-política propia, aderezadas con otras de más intenso sabor napoleónico. Se seguía la línea que mantenía el constitucionalismo de diseño imperial napoleónico des- plegado por Europa, generando una monarquía moderada por instituciones pensadas más a manera de consejos del rey que de instancias parlamentarias: un Senado vitalicio, unas Cortes estamentales y un Consejo de Estado con funciones colegisladoras. Añadía también, por vez primera en la historia de la monarquía, presencia americana por medio de una diputación propia en las Cortes y en la Corte. Acompañaban finalmente algu- nas medidas largamente añoradas por los ilustrados españoles: unificación de códigos, planta y jerarquía uniforme de tribunales con uno superior de casación, supresión de aduanas interiores, abolición de privilegios fiscales y separación de la hacienda pública y del tesoro real. Como el conde Toreno, Jovellanos o el poeta Manuel José Quintana explicaron en me- morias escritas entonces o en los años posteriores a esta crisis, la oferta napoleónica tentó a una buena parte de los intelectuales y oficiales reales del momento. No ha de extrañar visto el panorama que, como alternativa, representaba Fernando VII desde Francia. Si otros, como ellos mismos, no lo hicieron, la razón radicó no en esa parte del programa ilustrado que incorporaba Bayona sino en la que afectaba de lleno a la monarquía desde el punto de vista del ius gentium. En efecto, no sólo leían un texto que se decía hecho de orden del

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emperador de los franceses y que a él remitía los derechos dinásticos sino que, además, ex- plícitamente liquidaba la presencia independiente de España en el escenario internacional mediante en artículo 124, lo que no hacía sino sancionar una larga serie de disposiciones en este sentido adoptadas por Napoleón desde la ocupación de la monarquía. Fue así que lo que el rey y la Corte consintieron, contraviniendo toda la legislación fun- damental de la monarquía, lo resistió aquella “nación de héroes”. El problema fue que dicha nación distaba notablemente de existir no ya como cuerpo político sino tan siquiera como cuerpo. Lo que en la república de las letras era defendible como conjunto de glorias literarias era invisible política y socialmente. Ya lo habían recordado los intelectuales que citados al co- mienzo de este ensayo, como León de Arroyal, al lamentarse de la falta de una Constitución del reino. Francisco Primo de Verdad y Ramos, síndico del ayuntamiento de México en 1808, al defender la necesidad de formar una junta para enfrentar convenientemente la crisis, tuvo que recordar a la opositora Real Audiencia que entre el rey y los pueblos no había nada cons- titucionalmente hablando. No podía resumirse mejor en qué había parado la Constitución de Castilla —y, por extensión de la monarquía después de la Nueva Planta— una vez liqui- dada la presencia constitucional del reino. Era la imagen, en fin, recogida por una literatura jurídica que el abogado Verdad y Ramos conocía bien y que fijaba en los pueblos y no el reino los auténticos sujetos constitucionales de la monarquía junto al rey. Lorenzo de Santayana y Bustillo, en un tratado utilizado prolijamente acerca del gobierno municipal, estableció que si por derecho natural el gobierno de los pueblos pertenecía a ellos mismos, por pacto originario habían transferido en el monarca una “potestad civil” y éste, aun reservándose dicha potestad, había comunicado a los ayuntamientos de los pueblos el “gobierno político”. José Agustín Ibáñez de la Rentería, al proponer la elaboración de un código municipal de la monarquía, sintetizaba bien el resultado de esas transferencias entre pueblos y rey en la mo- narquía española: “La España es una monarquía pura, cuya feliz constitución es la causa de la calma y sosiego interior que ha experimentado en estos siglos, pero contiene en su seno una infinidad de Repúblicas” (Discursos que don Joseph Agustín Ibañez de la Rentería presentó á la Real Sociedad Bascongada de los amigos del país en sus Juntas generales de los años 1780, 81 y 83 con superior permiso en Madrid, por Pantaleón Aznar 1790).

V. ¿Un gobierno del “reino”?

En el escenario de la crisis de la primavera de 1808 la resistencia a la mediatización de la monarquía se activó justamente desde esos cuerpos municipales. Entre mayo y septiembre se fueron creando, en distintas ciudades principales tanto de la España europea como de la americana, juntas que asumieron la soberanía de Fernando en depósito y que confor- maron, a finales de septiembre, un gobierno “nacional” al que denominaron Junta Central Suprema Gubernativa del Reino. Es un nombre al que se debe prestar atención, pues se- guía indicando cuerpo depositario, pero no actuario, de la soberanía, se quería colocar por

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encima de las otras juntas provinciales y se anunciaba como el sujeto encargado en exclu- siva del gubernaculum del “Reino”. Las primeras deducciones que podían hacerse de este título completo de la Central no desentonaban, y menos en una situación tan extraordina- ria como la creada en mayo de 1808. Sin embargo, la alusión al “Reino”, en singular resulta ciertamente chocante desde el momento en que la monarquía se componía de varios y no había sido tampoco término que coloquial o informalmente siquiera se usara para referirse a todos los dominios del rey católico. Lo habitual era hacerlo a la “monarquía” en el bien entendido de que albergaba varios reinos. El “Reino” puede estar manifestando una clara vocación nacional y denotando unidad de cuerpo político por encima de reinos y provincias. La Central, como se sabe, tenía el aspecto más bien de un Senado conformado por representantes de las juntas provinciales, pero desde un principio mostró también su clara determinación de hacerse con todo el depósito de soberanía que cada junta provincial entendió haber asumido en su respectiva creación. Junta de juntas, por tanto, la Central, sin embargo, se presentaba como gobierno del “Reino”. La hipoteca de ser creación de las juntas —de los pueblos en definitiva— no se la pudo sacudir en toda su existencia, entre otras cosas porque desde la batalla de Bailén todo le fue mal en el campo militar. Sin embargo, fue también en el seno de esta institu- ción de emergencia que tanto la nación como la Constitución comenzaron a tomar forma. Conviene por ello prestar particular atención al momento de su creación como cuerpo nacional para preguntarse cómo fue que llegó América también a formar parte del mis- mo y, con ello, a confluir definitivamente en una crisis global monárquico-imperial que requirió solución constitucional. Después de un carteo cruzado entre varias juntas peninsulares se decidió por la con- vocatoria de un cuerpo colectivo de todas ellas, “adonde todas las provincias y reinos re- curran por medio de representantes” (Circular de la Junta de Murcia 1808), según decía la primera convocatoria de la junta de Murcia en junio de 1808. “Formemos un cuerpo, elijamos un Consejo” (Circular de la Junta de Murcia 1808), concluía esta circular que abrió un debate entre distintas juntas en el que se impusieron finamente dos principios: en primer lugar, como resaltó la junta de Sevilla, confirmar la desautorización de las autorida- des tradicionales, como el Consejo de Castilla, por su actitud reciente de plegamiento a la voluntad imperial francesa; y, en segundo lugar, reconocer por “incontestable que es propio y privativo de las juntas supremas [es decir, las provinciales] elegir las personas” (Circular de la Junta de Sevilla 1808) que formaran el cuerpo central. Las juntas provinciales estaban proponiendo, por tanto, crear un cuerpo central como representación de sí mismas y en las mismas condiciones constitucionales que se habían creado ellas. Esto implicaba que transferían a esa Junta Central “su fiel depósito” Circular( de las Juntas de Castilla y León 1808) de la soberanía “hasta que haga entrega” (Circular de las Juntas de Castilla y León 1808) del mismo al monarca. Con ello, también una expresa limitación al no poder disponer activamente de esa soberanía ni, consecuentemente, “reformar en la parte más

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mínima la Constitución actual” (Circular de las juntas de Castilla y León 1808), como recordaban las juntas de Castilla y León. Cuando esta junta se reunió en Aranjuez no había en su seno —ni, de momento, se les es- peraba— representantes americanos. Cuando las juntas peninsulares debatían acerca de su formación se dio por hecho lo contrario, que América era objeto pero no sujeto de gobierno. La junta de Valencia fue especialmente cristalina en este punto al afirmar que la razón más poderosa —además de hacerle la guerra al emperador de los franceses— para crear un go- bierno central “es la conservación de nuestras Américas y demás posesiones ultramarinas” (Circular de la Junta de Valencia 1808). Sin un gobierno central no se sabría

Cuál de las provincias dirigiría a aquellos países las órdenes y las disposiciones necesarias para su gobierno, para el nombramiento y dirección de sus empleados y demás puntos in- dispensables para mantener su dependencia (Circular de la Junta de Valencia 1808).

Por lo tanto, en el momento en que nace el primer cuerpo “nacional” lo hace siguiendo la lógica imperial en que se había manejado la monarquía, muy especialmente, como se ha recordado antes, en las décadas recientes. La parte nacional se seguía entendiendo como la metropolitana y la ultramarina como la parte colonial precisada de que alguna autori- dad nacional le dirigiera órdenes y le nombrase empleados, como recordaba Valencia. La forma en que Sevilla explicó a la propia Central su proceder con el virreinato de la Nueva España refleja sin disimulos esa actitud imperial: envió delegados para exigir su recono- cimiento, urdieron tramas contra el virrey y comunicaron a la junta, que lo asumió, la necesidad de deponerlo por haberse decidido por la vía juntista en vez de la de obediencia a la autoridad metropolitana que Sevilla suponía corresponderle. Sin embargo, el 22 de enero de 1809, cuatro meses después de haber sido formada, la Junta Central emitió un sorprendente decreto en el que anunciaba a los americanos una doctrina radicalmente contraria: ya no eran consideradas colonias sino partes “esenciales” de la monarquía. Ese adjetivo era el que habitualmente usaba la doctrina para indicar, en una perfecta derivación aristotélica, que un cuerpo formaba parte consustancial con la mo- narquía. Por supuesto, una monarquía podía tener partes accesorias o accidentales de las que podía, además, desprenderse. Eran de diferente tipo, como establecimientos, colonias, factorías o presidios, entre otras. Las mismas Cortes de Cádiz aplicaron esta concepción cuando debatieron la venta de algunos presidios de África para financiar la guerra (Lorente 1996). El decreto de la Central usó deliberadamente la expresión seguida de la que negaba que fueran precisamente “colonias o factorías” como las de las otras naciones. La tramitación de este decreto también es todo un síntoma de la concepción imperial de fondo que se sostenía. Fue iniciado en octubre al requerir al Consejo que emitiera opinión al respecto y derivado finalmente al secretario de Hacienda de la junta, Francisco Saavedra, quien tenía una larga y exitosa carrera como oficial en Nueva España y Tierra

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Firme. Existen pruebas textuales, relativas a algunas expresiones que ya había utilizado el ministro anteriormente, de que la mano de Saavedra fue determinante en la elaboración del decreto (Morales 2004, 247-8).5 De ser esto así, se estaría ante el encargo hecho a un oficial senior de la monarquía, imbuido plenamente de una lógica imperial que entendió perfectamente que la única vía de perpetuación imperial de la monarquía era por vía nacional. En América se acusó perfectamente recibo del cambio que este decreto implicaba en su estatuto en el cuerpo de la monarquía al transferirles, potencialmente al menos, de la parte imperial a la nacional, como manifestó ejemplarmente el instructivo enviado a su representante en ese cuerpo central de la monarquía por el cabildo de Santafé de Bogotá. En él, su redactor, el jurista Camilo Torres reclamaba consecuentemente idéntica repre- sentación a la gozada por las provincias peninsulares, tocando con ello el punto esencial que debía derivarse de la asombrosa declaración de enero de 1809. Este texto de manera ejemplar y otros muchos que se produjeron al abrigo del decreto de convocatoria vinieron de algún modo a “foralizar” América, si se me permite esta expresión. Quiero con ella significar que es a partir de este momento, con este reconocimiento, que los americanos llegaron a ser final y plenamente “reinos” de la monarquía en un sentido territorial y no sólo monárquico. Obviamente la consecuencia de esta nueva foralidad americana debía ser su presencia con pie propio y en régimen de igualdad en las instituciones representati- vas del “Reino” que decía la Central o de la “Nación” que dirán las Cortes. Tal consecuencia, sin embargo, nunca se dio. Desde el momento mismo en que se adop- taba esta trascendental decisión se generaron mecanismos diferenciados de representación para América. Así obró en la misma convocatoria que acompañaba a este decreto la Junta Central, la Regencia hizo lo propio al convocar las Cortes Generales y Extraordinarias y, finalmente, la Constitución de Cádiz no dudó en recortar el censo americano, degradan- do la representatividad de aquella parte que, sin embargo, se seguía entendiendo esencial de la monarquía. Este es el hecho más sobresaliente quizá de todo el operativo de transfor- mación constitucional de la monarquía operado entre su crisis y su disolución. Como se ve, surge con la crisis misma y consiste en trascender en la retórica constitucional el horizonte imperial a la vez que este se reafirma en la práctica política. Esa tensión que acompañará este proceso hasta 1824 tiene, sin duda, una de sus hondas raíces en esos meses que media- ron entre septiembre de 1808 y enero de 1809, cuando se decidió incorporar a América a la representación nacional, pero se hizo en precario. Es por ello muy preciso valorar hasta qué punto aquel momento fundacional de la esencialidad constitucional de América en

5 Saavedra venía proponiendo reformas en el sistema colonial desde hacía décadas. Así, en un informe suyo de 29 de noviembre de 1781 se lee: “Distínguense estas [las colonias españolas] de las demás naciones, las cuales sólo son factorías o depósitos de negociantes transeúntes, en lugar que las españolas son una parte esencial de la nación separada de la otra” (Morales 2004, 247-8).

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la monarquía fue inducido por las circunstancias: llegada de la Grand Armée y huida de la Central rumbo al sur, necesidad, consecuentemente, de incrementar los gastos bélicos con muy escasos recursos a mano en la península y, de manera muy determinante a mi juicio, concomimiento del atentado político de primer orden ocurrido en México poco antes de formarse la Central, pero que los centrales dieron enseguida por bueno. Todo ello confluyó precisamente en Sevilla entre finales de octubre y a lo largo de los meses de noviembre y diciembre de 1808, que es cuando se gesta este decreto. La crisis de la monarquía se había traducido en un momento protagonizado por los pue- blos que, en la parte metropolitana y autorreconocida como “nacional” de la monarquía, había conducido a una solución, como expresaba la junta de Valencia, de hecho federativa. Lo que se federaba no eran estados o cuerpos políticos soberanos sino más precisamente un depósito de la soberanía, es decir, una suerte de tutela colectiva de un bien que debía reintegrarse a su legítimo dueño, el rey Fernando VII. Esa tutela la ejercían los pueblos y ellos, por medio de sus juntas, la transfirieron en un cuerpo federal de los mismos, la Junta Central. El hecho significativo es que este mismo proceso se activó también en América con similar propósito de generar cuerpos políticos tutelares de la soberanía: en México, Caracas, La Paz, Chuquisaca y luego en Bogotá, Buenos Aires y otras capitales se fueron creando juntas que reclamaron para sí el derecho a la tutela de la soberanía. Las autori- dades peninsulares que condujeron el tránsito hacia una crisis constitucional (la propia Junta Central y la Regencia formada en enero de 1810) nunca reconocieron, sin embargo, en los americanos tal capacidad de tutela. La invitación a formar parte de la Junta Central implícitamente la negaba al llamar a elegir representantes no a las juntas formadas en las capitales de los reinos, como en la península, sino a los cabildos y en forma claramente inferior en cuanto a la representatividad. Se abrían así posibilidades evidentes de repro- ducción constitucional del imperialismo que se evidenciarán en Cádiz. Fue esa marca de fábrica imperial que acompaña a la génesis de la Constitución de Cádiz la que acabaría haciendo baldío el intento de transformar en nación la antigua monarquía. El texto gaditano reprodujo esta misma comprensión imperial al intervenir decididamente el censo americano mediante la exclusión de la ciudadanía y del censo de los descendientes de africanos y, lo que no era menos, por medio de un diseño provincial que se adaptaba bastante precariamente al espíritu de autoadministración que alimentó el título sexto de la Constitución. Debe tenerse presente también que la Constitución era entonces un texto legislativo de referencia pero no, como dijimos al inicio de este ensayo, de exclusividad. Se abría no sólo al derecho anterior sino también, y mucho, a una jurisprudencia difusa producida en el terreno. Esto permitió desarrollos constitucionales insospechados en espacios indígenas o afro-indígenas sobre todo, pero también una utilización del texto como arma política por parte de las autoridades españolas en su lucha contra la insurgencia. La consecuencia fue que la Constitución tuvo una aplicación bastante casual en América, generando la sensación

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de que, como ocurría con las normas emanadas tradicionalmente de la fuente de soberanía regia, aquélla también podía suspenderse total o parcialmente a conveniencia. El resultado de este tránsito hacia la Constitución que alumbró Cádiz fue que el texto que cumple ahora 200 años no nació solo. Vino acompañado de otros textos constitucio- nales muy a su pesar en el escenario de la monarquía española. Algunos le precedieron —en Nueva Granada y Venezuela— y otros llegaron enseguida y en masa. Cádiz quiso ser la Constitución y se vio entre constituciones. Parte de las razones, como se ha tratado de exponer aquí, pueden estar en los orígenes celulares primeros de aquel experimento que prolongaron la mirada imperial más allá de la crisis de la monarquía.

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Mesa 5

Derecho electoral mexicano. Presente y pasado en la Constitución de Cádiz

Influencia de la Constitución de Cádiz en Iberoamérica

Francisco José Paoli Bolio*

SUMARIO: I. Contextos políticos de España y América; II. La convocatoria de Cádiz; III. Influencias de la Constitución de Cádiz en regiones de Hispanoamérica, IV. Fuentes consultadas.

I. Contextos políticos de España y América

Es ilustrativo ubicar a la Constitución de Cádiz en la historia de las constituciones modernas en América y Europa. La primera es la estadounidense de 1776 que crea un Estado republicano y federal, al desprenderse las 13 colonias que formaban los dominios ingleses en Amé- rica tras su revolución de independencia. La segunda es la Constitución francesa de 1789, también republicana, que transforma el Estado monárquico, inspirada por el movimiento intelectual y político de la Ilustración que se

* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México (unam).

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desenvuelve en Europa —fundamentalmente en Francia e Inglaterra— en los siglos xvii y xviii. La tercera es la Constitución Federal para los Estados de Venezuela de 1811. La cuarta es la Constitución de Cádiz de 1812, que transforma el Estado de una monarquía absoluta a otra parlamentaria y constitucional. La quinta es la mexicana de Apatzingán de 1814, impulsada por el movimiento insurgente mexicano que encabezaba don José María Morelos y Pavón, que trataré en este trabajo, comparándola con la de Cádiz. En el lapso de casi medio siglo (1776-1824) se establecen las bases de lo que va a ser el primer momento del constitucionalismo euroamericano. Estas bases siguen vigentes hasta el siglo xxi, aunque ellas se han ampliado notablemente, tanto en la creación de funciones y órganos como en la incorporación de derechos humanos de la más diversa índole (Pérez Luño 2006; Carbonell 2005).

Nuevo y Antiguo Régimen

Arribar a un nuevo régimen no significa el abandono absoluto del antiguo. Muchas relaciones, vínculos, costumbres y, desde luego, leyes no son derogadas por el simple establecimiento formal de un nuevo orden. Hay una cultura política que se ha estable- cido en la conciencia colectiva como una plataforma profunda que sostiene acciones. Y en esa plataforma cultural prevalecen, por debajo de la ley, las bases de una acción conservadora, por más que la nueva Constitución pueda ser fundamentalmente liberal. Mientras la cultura política de la mayoría de los ciudadanos de un país sea conservadora, las constituciones liberales tienen obstáculos significativos para interpretarse y todavía más para aplicarse en la mejor forma. Es constante la creación de subterfugios para no aplicar, o aplicar parcialmente, una ley que propone relaciones más libres entre los seres humanos. Los intereses creados y establecidos en una sociedad encuentran caminos para prevalecer a pesar de que hay nuevas normas que no los sostienen, y aun para modifi- carlas reduciendo la apertura que las disposiciones más liberales hubieran tenido para beneficiar al conjunto de la sociedad. La promulgación de la Constitución de Cádiz a principios del siglo xix en España, con su talante liberal, no entró en vigor de inmediato y completa, ni en territorio peninsular ni en los dominios españoles de América. Lo que no quiere decir que ese cuerpo de normas no representara una nueva visión del mundo que ampliaba las libertades, reconocía dere- chos a las personas y establecía un nuevo sistema jurídico político para todo el universo hispanoamericano en proceso de intensa transformación. Sin duda, Cádiz fue una guía, un faro, un mapa de libertades que debían conquistarse, ponerse en práctica, ejercerse en realidad. Pero la carta de navegación que era la Carta gaditana, no decía cómo arribar a los puertos libertarios que anunciaba. Así, a partir de 1812, o tal vez a partir de 1810 cuando el Constituyente fue convocado, los liberales que eran minoría en la sociedad y que difi- cultosamente ganaron terreno en la conducción del gran movimiento libertario pudieron aprovechar la enorme energía que les proporcionaban sus convicciones.

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Los contextos

Describo brevemente a continuación los contextos y específicamente la circunstancia política en la que se preparó la Constitución gaditana de 1812 en España y su recepción en América hispana. Se incluyen en la descripción también los conflictos, rupturas, per- sonajes significativos y las diversas etapas en las que operaron las Cortes extraordinarias (1810-1814), el momento en que se deroga por Fernando VII esa carta primigenia en el mundo hispanoamericano y su nueva etapa de vigencia a partir de 1820 a 1823, en que este mismo rey la firma, promulga y pone en vigor tras el movimiento del coronel Riego. En el periodo que va de 1808 al primer cuarto del siglo xix se gestan y desarrollan las independencias de las repúblicas americanas que fueron colonias españolas. Hay que matizar el grado de influencia que la Constitución gaditana tuvo en los países hispanoa- mericanos, porque fue distinta en cada uno, aunque en todos forma parte de su historia constitucional. El trabajo del doctor José Barragán acerca del constitucionalismo muni- cipal que se desenvuelve en el reino de Nueva Granada, presentado en este seminario, es un ejemplo de la influencia diversa que esa norma fundamental gaditana tuvo en las distintas regiones. En este trabajo sólo referiré el impacto que la Constitución doceañera tuvo en los dos virreinos, Nueva España y Perú, y señalaré la condición de Venezuela que no recibió la influencia gaditana con la misma intensidad que en otras regiones por tener este nuevo país americano una que se promulga un año antes, como apunté en el pri- mer párrafo de este ensayo. En general, la importancia relativa que tuvo la norma gaditana en Hispanoamérica está tratada con amplitud en el libro reciente coordinado por Antonio Colomer Viadel, Las Cortes de Cádiz, la Constitución de 1812 y las independencias nacionales de América.1 La Constitución de Cádiz fue promulgada originalmente el 19 de marzo de 1812. Para apre- ciarla en su valía, me parece indispensable recordar los acontecimientos políticos relevan- tes que explican la preparación señera de esta ley fundamental y la circunstancia política de “Las Españas”, como se las llamó en el decreto de la regencia que ese día se mandó a imprimir y publicar, refiriéndose a la España peninsular y a la de los dominios españoles en el continente americano. Esta Constitución pionera es estudiada, interpretada y adoptada de manera distinta en España peninsular y en sus dominios de América y Asia. En este estudio introductorio,

1 Memoria de la reunión que tuvo lugar en la Universidad Politécnica de Valencia, publicada en la colección Amadis, en 2011. Está compuesta por 36 estudios acerca de la primera Constitución española y sus influencias en los distintos países hispanoamericanos, ésta presenta una visión panorámica, teórica, histórica, ilustrada por las muy diversas experiencias en “las Españas”. Está desarrollada en 744 páginas y bibliografías muy amplias. Otro libro, antecedente de éste, trabajado por el mismo grupo que estudia la Constitución de Cádiz es La Constitución de Cádiz de 1812, 2004, coordinado por el venezolano Asdrúbal Aguiar, que reporta las Actas del I Simposio Internacional, Cádiz 24 a 26 de abril de 2002. Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 2004.

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pongo acento en la explicación de cómo fueron recibidas las disposiciones de la Carta gaditana en los países que se formaron en Hispanoamérica, sin dejar de considerar las interpretaciones de los estudios con perspectiva española, en los que también hay capítu- los enteros dedicados a la “otra” España, la que estaba allende el mar en los territorios de América y Asia.2 Por otra parte, hay que tener presente que se cuenta en el tiempo en que se desarrolla este seminario (mayo 2012) dos esquemas interpretativos contrapuestos: el que consi- dera a la Constitución de Cádiz como fundamentalmente liberal y el que la considera como claramente conservadora con algunas concesiones liberales. El primer esquema es el más proliferado y puede ejemplificarse con el trabajo de Miguel Artola (Artola 2003); y el segundo esquema puede ejemplificarse con el trabajo de investigación más reciente realizado por Marta Llorente y José María Portillo (Artola 2003).

España y América

El contexto social y político en España era distinto del que había en los dominios de América. España fue invadida militarmente por la Francia de Napoleón; en América hispana bullía en diversas latitudes y sectores sociales la aspiración a la autonomía y aun a la independencia y esa invasión impulsó, de manera distinta, las acciones independentistas. La invasión francesa a España fue facilitada por las intrigas y divisiones internas que había en ese país. Fernando VII y algunos aristócratas que lo rodeaban y encaminaron al trono, logrando que su padre Carlos IV abdicara y depositara en él la corona imperial, fue- ron los que facilitaron la entrada de las tropas francesas a la península ibérica. El acuerdo entre los aristócratas españoles seguidores del Príncipe de Asturias, hijo de Carlos IV, que aspiraba a tener el trono de su padre, fue que el ejército francés, al mando del gran duque de Berg, penetrara España en su tránsito para someter a Portugal. Pero una vez que los soldados franceses se hallaron en España, hubo acuerdos secretos entre Manuel Godoy (Primer Ministro de Carlos IV), el príncipe Fernando y Napoleón para que las tropas se quedaran en esa nación ibérica, lo que provocó la rebelión de los españoles que rechazaron la ocupación francesa de su territorio. En cuanto a la formación de las Cortes, empezaré por señalar que la monarquía española tenía una vieja experiencia con éstas. Ellas habían sido consejos del rey desde mediados del siglo xi,3 pero ocho siglos después, cuando se presenta la crisis de la monarquía española a

2 Los dominios en América hispana fueron los principales, aunque hubo también una colonia española en Filipinas. Desconozco el impacto que en Filipinas tuvo “la Pepa”, nombre con el que también se le conoce a la Constitución de Cádiz por haber sido promulgada el día de San José.

3 La historiadora Nettie Lee Benson (1985, 9) señala: “Originalmente eran un instrumento que el rey aprovechaba para oponer uno o dos grupos a un tercero que luchaba por conquistar el poder. En España cada reino tenía sus

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principios del siglo xix (1808), la situación de la monarquía había cambiado radicalmen- te: España fue sometida por las tropas de Napoleón Bonaparte; la monarquía absoluta fue derrocada; el rey preso y llevado a Francia y las comunidades españolas se habían puesto en pie de lucha para recuperar en primer término su viabilidad como nación y como reino, para lo cual se organizan juntas provinciales en cada región peninsular, con el propósito de luchar contra los invasores franceses y una junta central que las coordinara. En esa circuns- tancia, a dos años de haber empezado la lucha en territorio español, la junta central decide convocar a Cortes extraordinarias para reunirse en la única parte de la península libre de la dominación francesa: Cádiz. Esta convocatoria se hace en 1810, y de ella surgen nuevas Cortes que se reúnen en septiembre de 1810 en un solo cuerpo y no en tres estados como lo hicieron las Cortes del Antiguo Régimen. Dice al respecto Nettie Lee Benson:

En un principio la Junta Central y más tarde la Regencia consideraron que la reunión de los representantes de todos los dominios españoles sólo tendría por objeto unificar esfuerzos en la lucha por la supervivencia nacional. Ni la Junta Central ni la Regencia vieron en ese cuerpo un congreso constituyente encargado de redactar una Carta magna que convertiría a España en una monarquía constitucional (Benson 1985, 10).

Ésta era la situación histórico-política de la península española en el momento en que las renovadas Cortes gaditanas fueron convocadas. Napoleón no sólo invadió España y nombró a su hermano José el monarca que lo representaría, sino pretendió poner en vigor un estatuto jurídico en el que se recogía también la idea de una monarquía limitada por la ley y los derechos que se reconocen a los españoles. Para desarrollar este estatuto en Bayona, Napoleón convocó a diputados españoles y también americanos, que trabajaron en un proyecto elaborado por los franceses. El Estatuto de Bayona puso en el escenario un modelo de monarquía limitada por la ley, que reducía el poder del monarca, otorgaba derechos a las comunidades y a los españoles en lo individual, lo cual necesariamente tuvieron presente los Constituyentes gaditanos.4 La situación en los dominios españoles de América era distinta. Desde los primeros años del siglo xix circulaban por América hispana aires de independencia, que pronto se con- virtieron en tormentas. En las distintas colonias había grupos de personas ilustradas, o con

propias Cortes, las cuales estaban divididas en tres estados: la nobleza, la Iglesia y los municipios. A veces el monarca convocaba simultáneamente a los tres estados; otras veces sólo a uno o dos de ellos a fin de consultar su opinión. Incluso cuando la convocación era simultánea, cada uno de los tres estados se reunía por separado. Aun cuando fuesen ante todo instrumentos del poder real, los estados comprendieron que eran de gran utilidad al monarca y supieron alcanzar concesiones.”

4 Véase Pérez Garzón (2007, 131). Napoleón convocó a los tres estamentos tradicionales de España, aristocracia, Iglesia y a los representantes de las ciudades y pueblos. Acudieron a ese Constituyente de los invasores, personalidades vinculadas a los Borbones. Se convocó también a diputados americanos que asistieron a ese proceso constituyente.

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interés de ilustrarse, que buscaban información acerca de la organización del Estado, las nuevas instituciones públicas y el ejercicio de los derechos políticos plenos por las perso- nas. Muchos ya querían abandonar la condición de súbditos que sólo acatan para asumir la de ciudadanos con libertades, derechos y responsabilidades. En esas reuniones se oteaban las luces del progreso y se recomendaban lecturas de libros acerca de esas reivindicaciones escritas por y los enciclopedistas, por Locke, Montesquieu y Rousseau. La Ilustra- ción llegaba a las conciencias de los criollos indianos y de los mestizos más educados en los seminarios, que eran entonces los sitios donde se impartía lo que hoy se llama educación superior. Es conveniente atisbar, aunque sea brevemente, el panorama político, dos años antes de que se convocara a las Cortes de Cádiz, lo que permitirá entender qué estaba ocurrien- do en la parte de América que dominaban todavía los españoles. Era una dominación que claramente estaba periclitando por diversas razones. A continuación se verá un poco más de cerca. En ese año de la invasión francesa a España, se produjo primero la abdicación del mo- narca Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, para después echar atrás esa decisión y entregar la Corona a Bonaparte, cuyas tropas se habían posesionado de la península ibérica. Nettie Lee Benson describe así aquella circunstancia:

Cuando en 1808 Napoleón intentó convertir a España en satélite de Francia, instaló a su her- mano José en el trono español. Eso dio origen a acontecimientos políticos de gran alcance que influyeron no sólo en España sino también en sus dominios de ultramar, especialmente en el virreinato de la Nueva España (Pérez Garzón 2007, 131).

Poco después de esa entrega del poder a la que se vieron obligados los Borbones, padre e hijo fueron capturados en abril (de 1808), cuando huían hacia la frontera con Francia.5 Tales acontecimientos impulsaron la organización de la resistencia por los españoles peninsulares, que no aceptaban la intervención del corso, aunque estuvieran cada día más acordes con el pensamiento liberador de los revolucionarios franceses. Curiosamente, los españoles de las diversas tendencias fueron unidos por la necesidad de combatir a los invasores: gente del pueblo y aristócratas; liberales y conservadores. Pero no puede dejarse de lado la idea, muy difundida, de que Napoleón significaba el avance del movimiento liberal en Europa. Los franceses no sólo invadieron militarmente a España, sino que intentaron legiti- mar su dominación combatiendo algunos privilegios de las clases altas y promoviendo

5 La conspiración fraguada por los seguidores de Fernando, Príncipe de Asturias, que impulsaron las rebeliones de Madrid y Aranjuez, el 18 de marzo de 1808, lograron que el rey Carlos IV abdicara a favor de su hijo, que fue coronado como Fernando VII.

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el establecimiento de una norma superior, el ya mencionado Estatuto de Bayona. Éste contenía una serie de principios liberales (Pérez Garzón 2007). Napoleón se dirige por escrito a los españoles para convencerlos de las bondades del gobierno de su hermano, a quien manda coronar como José I y antes les dice:

Españoles: después de una larga agonía vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros ma- les y voy a remediarlos. Vuestra grandeza y vuestro poder hacen parte del mío. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de España. Yo no quiero reinar en vuestras provincias, pero quiero adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de vuestra prosperidad. Vuestra monarquía es vieja; mi misión es renovarla; mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar, si me ayudáis, de los beneficios de una reforma sin que experi- mentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones. Españoles: he hecho convocar una asamblea general de las diputaciones y provincias y ciudades. Quiero asegurarme por mí mismo de vuestros deseos y necesidades. Entonces depondré todos mis derechos y colocaré vuestra gloriosa corona en las sienes de otro Yo, garantizándoos al mismo tiempo una constitución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo […] (Napoleón citado en Pérez Garzón 2007, 132).6

Esta extensa cita de la comunicación de Napoleón a los españoles fue publicada en la Gaceta de Madrid, el 25 de mayo de 1808. En ella se advierte la estrategia de conquista napoleónica que busca reconocer a la nación española, así como los derechos de los ciuda- danos y su búsqueda de progreso. Es la zanahoria ideológica tras el garrote ya consumado de la invasión y la matanza del 2 de mayo. Las sesiones para establecer el Estatuto de Bayona empezaron a darse el 15 de junio de ese mismo año. A ellas asistieron diputados de las regiones de España peninsular y representantes de la América española. Estos an- tecedentes tienen un impacto notable en la convocatoria, en 1810, para reunir a las Cortes en Cádiz. El decreto de Bayona había cancelado los derechos feudales de los señores, las cargas personales de los súbditos y los derechos exclusivos de pesca, utilización de los ríos, de hornos, molinos y posadas para dar libertad y estimular la industria popular. El decreto se hacía extensivo a las provincias americanas. La mayor parte de los españoles no mordió la carnada napoleónica antifeudal y decidió crear juntas cívicas en los poblados y ciudades españolas para combatir a los franceses y liberar su territorio. Éstas se organizaron en una Federación, con una junta central su- prema y gubernativa, para conducir la sublevación española en nombre de la soberanía de la nación. En las juntas locales empezó a surgir la idea de convocar a unas Cortes que

6 Destaco la clara intención de Napoleón de concretar una Constitución para España, que limitara el poder del monarca con los derechos del pueblo. Esta proclama napoleónica es anterior a la idea de convocar al Constituyente de Cádiz, pero puso una marca alta que los españoles se vieron obligados a superar. Énfasis añadido.

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generaran una norma superior a fin de que ella reconociera la forma monárquica de go- bierno, pero limitando los poderes del monarca. Puede calcularse que la argumentación napoleónica contra la monarquía absoluta y la cancelación de los privilegios señoriales tuvieron un impacto en los españoles. Dice el historiador Juan Sisinio Pérez que las juntas alojaron distintas tendencias políticas pero predominaron en ellas las de signo reformista moderado. El grupo liberal más radical era minoritario, pero se hizo de las secretarías de un buen número de juntas, donde filtraron la idea de Quintana, apoyado por Jovellanos, que impulsó la decisión de convocar a las Cortes.7 Otro dato relevante es que las juntas primero y el funcionamiento de las Cortes des- pués fueron apoyados por Inglaterra que había sido el principal enemigo de España por siglos, pero para entonces la Francia de Napoleón era ya el adversario mayor de Inglaterra. Así que debilitar a la potencia invasora era una actividad natural de los ingleses en apoyo a los patriotas españoles. Cádiz era el único territorio en España libre de la dominación francesa, y estaba conectado por mar para la obtención de armas y mercancías y, como se ha dicho, se advirtió como la ciudad que podía acoger al Constituyente. Desde luego, Cádiz estaba protegida por la armada británica, que garantizaba el desarrollo libre de las Cortes y la preparación de la Constitución. En ese mismo año fatídico de 1808, cuyos terribles acontecimientos iban a tener reper- cusiones en las colonias de ultramar, había levantamientos por doquier en la península europea, como plásticamente se recuerda en la dramática escena el fusilamiento de 2 de mayo, plasmada por el pintor liberal y patriota de España, Francisco de Goya y Lucientes.8 Después de un largo periodo de lucha en España contra la invasión francesa y un año después de la promulgación de la Constitución de Cádiz se firmó el 11 de diciembre de 1813 un tratado entre Francia y España, en el que se reconoció a Fernando VII como rey, quien unos meses más tarde, el 4 de mayo de 1814, abrogó la Constitución gaditana y restableció el poder absoluto del monarca, declarando “nulos y de ningún valor y efec- to, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás”.9 Ciertamente, estos términos absolutistas tuvieron una vigencia efímera, pues seis años después, en 1820, el mismo Fernando VII se vio obligado a suscribir y proclamar aquella Constitución que en 1812 le había puesto límites a su poder absoluto. También ese año de 1808, Simón Bolívar, el más reconocido y vilipendiado actor de la Independencia de los países americanos, empezó a preparar el movimiento libertador,

7 Véase Pérez Garzón (2007, 164-5). Manuel José Quintana era el director del periódico liberal Semanario Patriótico que defendió en forma notable la soberanía de España.

8 Hay quienes sostienen que Napoleón quiso atenuar la terrible impresión que había dejado en los españoles matanzas como la representada en la pintura de Goya El tres de mayo de 1808 en Madrid, y que, por eso, mandó a hacer el Estatuto de Bayona.

9 Estos términos entrecomillados son literales del Real decreto de 4 de mayo de 1814.

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habiendo entendido que estaban dadas las condiciones para lograrlo, y que podía encon- trar aliados entre los americanos y entre europeos. Bolívar dirigió la lucha de independen- cia de seis países suramericanos y estuvo en contacto con México y su lucha insurgente. Como se sabe, Bolívar quería organizar una gran República que agrupara a los países hispanoamericanos. Pero como él mismo dijo después, esa tarea fue como “arar en el mar”. Sin embargo, el movimiento bolivariano logra establecer en 1811, un año anterior a la de Cádiz, una Constitución Federal para los Estados de Venezuela. Poco tiempo después de la invasión francesa a España empezaron a gestarse en la Nueva España los grupos que lucharían por la independencia. Cientos de sacerdotes, algunos militares y hasta gobernantes novohispanos, planeaban el movimiento insur- gente. Lo iba a encabezar en una primera etapa don Miguel Hidalgo y Costilla, cura de Dolores, Guanajuato. En realidad la conspiración libertaria tenía su asiento y conducción en varias poblaciones importantes del Bajío: Querétaro donde gobernaban los corregi- dores don Miguel Domínguez y su esposa doña Josefa Ortiz de Domínguez; San Miguel el Grande, de donde era natural el general Ignacio Allende; y Dolores, Guanajuato, lugar en que dio el famoso grito de independencia e inició la lucha el cura don Miguel Hidalgo y Costilla. Hidalgo era un académico de la Iglesia que había desarrollado diversas actividades de apoyo material y espiritual para su pueblo, incluida la de rector del Colegio de San Nicolás, en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia. Había leído intensamente a los autores fundamentales de la Ilustración francesa e inglesa. Hablaba dos idiomas indígenas, ñañú y purépecha, lo que le permitía estar cerca de la gente más humilde que lo apoyó en la lucha por la independencia. Además, conocía idiomas extranjeros como el latín, el francés y el italiano que le dieron amplio acceso al pensamiento humanista y libertario. Así pues, en aquel tiempo se empezó a sentir un vacío de poder y una gran inquietud en la metrópoli española y en las colonias de ultramar. También empezó a promoverse, paralelamente, un movimiento para organizar la vida pública de los nuevos países de ma- nera distinta, reivindicando las libertades y derechos fundamentales para sus ciudadanos. Grupos importantes de criollos y mestizos de los dominios ultramarinos empezaron des- de luego a pensar en su organización política propia. Otro factor que explica la conspiración de independencia que se gesta en las colonias, y de manera muy significada en la Nueva España, puede atribuirse a la política de impuestos que la administración borbónica venía aplicando. En efecto, como sostiene Luis Villoro en su análisis de la revolución de independencia: “A principios del siglo xix, la Nueva Es- paña suministraba a la metrópoli tres cuartas partes del total del ingreso de las colonias” (Villoro 1953, 26). En los primeros años del siglo xix se resintió en la mayor de ellas la exacción de im- puestos: se embarcaron a España anualmente alrededor de 10 millones de pesos por ese concepto. Se debe imaginar el disgusto de las oligarquías novohispanas, que veían irse

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gran parte de sus recursos al país que los dominaba. Particularmente surgía la rebeldía entre los dueños de las grandes haciendas, que eran más de cinco mil, así como entre los industriales mineros y textiles, y miembros del clero que detentaban la mayor parte de las tierras de la Nueva España. Al sobrevenir la invasión francesa a España, y calcularse que sería el imperio de Napoleón el que empezaría a captar esos recursos, los súbditos de la colonias hispanas empezaron a pensar en su propio gobierno, aunque lo encabezara el monarca depuesto, Fernando VII. Esta última propuesta fue hecha por diversos voceros de grupos criollos y mestizos entre los que se encontraba don Miguel Hidalgo: le ofrecieron al monarca derrocado venir a gobernar la colonia mayor y más productiva de América.

II. La convocatoria de Cádiz

Ante la ocupación francesa, los españoles liberales formaron juntas provinciales y de- sarrollaron la resistencia. Se formaron movimientos concurrentes en España con el propó- sito de recuperar la independencia de su país y el ejercicio de la soberanía. Se organizaron en los municipios de las ciudades y villas y en las provincias españolas. Después de dos años de lucha, el movimiento español que buscaba sacudirse la dominación francesa, decidió convocar a las Cortes en la población de Cádiz que se encontraba libre de esa dominación.10 Los convocantes de las Cortes que se reunirían en Cádiz buscaban que las diversas partes de la sociedad española y sus dominios en América quedaran representados:

1) Los municipios. 2) Las juntas provinciales de España. 3) La población peninsular que quedaría representada con un diputado por cada 50 mil habitantes. 4) Las provincias americanas.

Representación

Para reunir esas Cortes se introdujo un elemento democrático: la elección de diputados para representar a un número de pobladores en los distintos ámbitos de los dominios españoles. Eso permitió el establecimiento de una representación que no respondió a

10 Esta zona al sur de la península ibérica tenía varias condiciones que hicieron posible la reunión de diputados electos para plantear una estrategia de recuperación y restablecimiento de la monarquía española. La primera era que se trataba de un territorio libre que permitiría la deliberación de los diputados; la segunda fue la protección del puerto de Cádiz, que garantizaba la armada inglesa que apoyaba la liberación de España, para ganarla como aliada contra su principal enemigo: Napoleón Bonaparte.

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las expectativas originales de la convocatoria, que fueron las de ser un cuerpo colegiado deliberativo para restablecer el ejercicio de la soberanía en un monarca absoluto, sino en la formación de un cuerpo que se propone organizar el poder en una Constitución que prescribió una monarquía limitada, o mejor dicho, en una monarquía constitucional. Es indispensable señalar que aunque hubo un buen número de diputados electos a las Cortes de Cádiz que originalmente eran liberales, también se eligieron representantes conservadores, que lucharon por mantener el poder más amplio de los monarcas. Hay que apuntar asimismo que los diputados electos en las provincias ultramarinas fueron, en gran medida, liberales con clara tendencia a buscar formas de descentralización del poder, lo cual empieza a plantear una tendencia independentista. Dos años después de la convocatoria reunieron en Cádiz, territorio libre de la invasión francesa, un grupo deliberante para unificar la lucha por la supervivencia de España y sus dominios. Ya reunida la asamblea gaditana con ese propósito, los diputados decidieron hacer una nueva Constitución que expresara claramente sus intereses. Las Cortes ya no eran las mismas que operaron en la monarquía absoluta, sino un cuerpo político que se reunió para deliberar acerca del futuro de España y sus colonias de ultramar, tuvo una integración especial que le dio un contenido claro de representación democrática. Se tra- taba de unas Cortes transformadas, que si mantenían el nombre de los grupos asesores de los monarcas, integró diputados que representaban distintos territorios e intereses y que se propusieron establecer reglas para el ejercicio del poder del monarca.

III. Influencias de la Constitución de Cádiz en regiones de Hispanoamérica

Ahora presentaré algunas influencias de la Constitución doceañera en Hispanoamérica. Destaco la que tuvo en los dos virreinatos principales, Nueva España (México) y Perú. En el primero incluyo la repercusión mayor de esa ley fundamental en las provincias Nueva Galicia (que incluía los estados actuales de Jalisco, Colima, Nayarit y Zacatecas) y Yucatán, que en 1812 era una capitanía general que se había vinculado ampliamente a la Nueva España desde el último cuarto del siglo xviii.11

Nueva España: Apatzingán, Nueva Galicia y Yucatán

En el caso de Nueva España, que una vez independiente se transforma en México, me referiré a la influencia de la carta doceañera, primero en el movimiento insurgente co-

11 La vinculación de la península de Yucatán con el virreinato de la Nueva España se fue produciendo progresivamente, a partir de las reformas borbónicas que centralizaron la administración del imperio.

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mandado por el generalísimo José María Morelos y Pavón y luego en las dos provincias mencionadas. El investigador mexicano ya mencionado, José Barragán Barragán, del Instituto de In- vestigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su estudio “Vigencia masiva de las leyes gaditanas en México después de consumada su Indepen- dencia”, muestra con amplitud la influencia que tuvo en Nueva España primero y en la etapa fundacional de las constituciones políticas mexicanas después de la Independencia de México, de 1821 en adelante. En forma muy ilustrativa dice el doctor Barragán: “La vigencia de las leyes de Cádiz en el México independiente, junto con las leyes españolas de la Colonia, fue realmente una vigencia masiva. Y en particular todos los abogados lo sabían” (Barragán 2011, 353). José Barragán muestra la aplicación de la Constitución gaditana y su reglamento en las 19 entidades federativas que forman la República mexicana original, más detalladamente en Jalisco y Oaxaca que en otras entidades. Especifica las formas transicionales en que siguió aplicándose el sistema jurídico español que se formó a partir de la Constitución doceañera y se siguieron utilizando en el México independiente, en todo lo que no se opu- siera al Plan de Iguala en el que se declara la consumación de la Independencia mexicana y muy especialmente en materia de responsabilidad de los funcionarios públicos.

Apatzingán

La Constitución de Cádiz fue promulgada y publicada dos años antes que la Constitución insurgente de Apatzingán, que data de 1814. Debo señalar que este último documento fue elaborado por juristas y diputados que acompañaban a don José María Morelos y Pavón en su lucha por la Independencia de México y sólo estuvo vigente un breve tiempo en los territorios del centro-occidente de México que el generalísimo pudo liberar. La influencia de la primera en la segunda es notable. Las dos tienen clara inspiración liberal, acogen el principio de división de poderes y establecen algunos derechos indivi- duales. Morelos declara que España debía ser vista como hermana y no como dominadora de América. Las dos son constituciones con una amplia parte orgánica y una pequeña aunque significativa parte dogmática que estipula derechos humanos.12 La Constitución de Cádiz, en su artículo primero, se refiere a la nación española, que define como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. La de Apatzingán de- fine en su artículo primero a la religión católica, apostólica y romana como “la única

12 Incluye los siguientes: libertad civil (artículo 4); propiedad (artículos 4, 10, 172, 294 y 304); libertad personal (artículo 172 numeral 11); libertad de imprenta (artículos 131. 24 y 371); prohibición de privilegios (artículo 172.9); igualdad contributiva (artículo 339); inviolabilidad del domicilio (artículo 306); derecho de denuncia de las infracciones constitucionales (artículo 374); derecho a un proceso público (artículo 302); hábeas corpus (artículos 291 a 301) y principio de nulla poena sine lege (artículo 287).

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que se debe profesar en el Estado”. La gaditana se refiere a la religión en su artículo 12, y aunque no dice que debe ser la católica la religión del Estado, señala que es la religión de la nación española “y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Hay pues una disposi- ción similar en ambas constituciones, con pequeños matices de diferencia. En la de Cádiz el artículo 2 (y hasta el 4) se refiere a la nación, en la que hace residir la soberanía (artículo 3). En la de Apatzingán también viene en el artículo 2 la definición de soberanía, pero la hace residir en el pueblo y no en la nación como lo hace Cádiz. Cla- ramente, la influencia mayor en esta definición de Apatzingán es la de la Constitución de los Estados Unidos de América. Ambas constituciones regulan los tres poderes clásicos: legislativos, ejecutivos y judicia- les, definiendo los órganos y las funciones que dependen de cada uno y los límites que ellos tienen. La Constitución de Cádiz define en primer lugar al gobierno, su fin primordial (“la felicidad de la nación”) y la forma que éste adopta: “Monarquía moderada hereditaria”. La norma de Apatzingán habla del supremo gobierno, pero como la soberanía reside en el pue- blo, considera que sus representantes, los diputados electos por los ciudadanos (artículo 5), son los que la ejercen debiendo elegir éstos en sesión secreta a tres individuos que inte- gren el supremo gobierno (artículo 151). Es decir, la Constitución de Apatzingán no se pronuncia por una monarquía (poder unipersonal) como lo hace la gaditana, sino por un triunvirato, aunque no se pronuncia por la formación de una República, sino que sigue el esquema de gobierno semejante al de la Constitución gaditana. Ambas normas fundamentales desarrollan en el mismo orden los poderes legislativos ejecutivos y judiciales, sus órganos y funciones. Empiezan por el Poder Legislativo y si- guen con el Ejecutivo y el Judicial. En el caso de la gaditana, el Legislativo se deposita en las Cortes, que tienen un desempeño fundamental, porque no está presente el monarca que tiene a su cargo el Ejecutivo. Las Cortes se convierten los dos primeros años de vigen- cia de la Constitución de Cádiz (1812-1814) en el principal conductor del Estado español hasta que el rey regresa a España, deroga la Constitución doceañera y persigue a diputados que se destacaron en sus posiciones liberales y antiabsolutistas. La de Apatzingán es una Constitución que se prepara, discute y promulga en territorio insurgente, en guerra con el ejército español manejado por el virrey. Su aplicación es precaria y reducida. Su condición es, principalmente, la de una norma insignia que representa aspiraciones a la independen- cia y la formación de un nuevo Estado mexicano, o como dice el preámbulo del decreto que la promulga: una Constitución para la América mexicana, sancionada en Apatzingán, el 22 de octubre de 1814. La Constitución de Apatzingán establece un antecedente de lo que será el sistema fede- ral que se adoptaría, una vez lograda la independencia, en la Constitución de 1824, cuando apunta las 17 provincias que comprende la América mexicana. Los términos exactos de la norma de Apatzingán son los siguientes:

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Artículo 42. Mientras se haga una demarcación exacta de esta América mexicana y de cada una de las provincias que la componen, se reputarán bajo de este nombre y dentro de los términos que hasta hoy se han reconocido las siguientes: México, Puebla, Tlaxcala, Vera- cruz, Yucatán, Oaxaca, Técpam, Michoacán, Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Potosí, Zacatecas, Durango, Sonora, Coahuila y Nuevo reino de León.

La Constitución de Apatzingán establece el juicio de residencia para los funcionarios públicos que han concluido su mandato (artículos 212-231). En la Constitución de Cádiz, el Poder Legislativo se deposita en las Cortes. En la de Apatzingán en el Supremo Congreso. Ambos cuerpos se previene serán integrados por diputados electos por los ciudadanos. Trataré las amplias normas electorales que contiene la Constitución gaditana en un apartado posterior de este trabajo. En cuanto a la parte dogmática de ambas constituciones hay que apuntar que la Cons- titución de Cádiz otorga a los ciudadanos —que ya no súbditos— los siguientes derechos políticos:

1) Obtener empleos municipales y elegir para ellos en los casos señalados por la ley (ar- tículo 23). 2) Ser nombrados electores con derecho a elegir diputados a Cortes (artículos 59 a 103).

También les otorga el derecho a un debido proceso (artículo 244). El artículo 247 dice claramente: “Ningún español podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales por ningu- na comisión, sino por el tribunal competente, determinado con anterioridad por la ley”. El 254 establece: “Toda falta de observancia de las leyes que arreglan el proceso en lo civil y en lo criminal, hace responsables personalmente a los jueces que la cometieren”. El artículo 303 de la Constitución gaditana prohíbe el tormento y los apremios; el 306 establece la inviolabilidad del domicilio. El artículo 371 establece un derecho político fundamental que la norma gaditana con- cede a todos los españoles: “la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”. Esta libertad de imprenta y pu- blicación de las ideas políticas abre paso a otras libertades que se gestan tras la difusión de las ideas. La Constitución de Apatzingán otorga el derecho del sufragio a todos los ciudadanos en quienes concurran los requisitos que prevenga la ley (artículo 6). Se reputan ciudada- nos de esta América todos los nacidos en ella (artículo 13). La de Apatzingán garantiza la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (artículo 19). El debido proceso está encaminado en el artículo 21, que señala: “Solo las leyes pueden

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determinar los casos en que debe ser acusado, preso o detenido algún ciudadano”. En el ar- tículo 24 declara la obligación de promover y garantizar la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos; y remata: “La íntegra conservación de estos derechos es el obje- to de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas”. Y el artículo 27 precisa que: “La seguridad de los ciudadanos consiste en la garantía social: esta no puede existir sin que fije la ley los límites de los poderes y la responsabilidad de los funcionarios públicos”. La expresión garantía social es un anticipo afortunado en 1814. Y el artículo 30 es notablemente señero, porque sólo se logró ese derecho con una reforma constitucional en el siglo xxi; dice ese dispositivo: “Todo ciudadano se reputa inocente, mientras no se declare culpado”. Y el derecho de audiencia del 31: “Ninguno debe ser juzgado ni senten- ciado, sino después de haber sido oído legalmente”. Se garantiza el derecho de propiedad y libre disposición de los bienes propios en el artículo 34. Y en el 38 se proclama la libertad de comercio e industria. El 39 impulsa la instrucción pública a todos los ciudadanos y el 40 la libertad de expresión y de imprenta están consagrados. Puede decirse que la Constitución de Apatzingán avanza bastante en sus previsiones generales para establecer derechos a los ciudadanos, aunque ciertamente recibe la in- fluencia de la Constitución de Cádiz, claramente en cuanto al derecho a un proceso debi- do, inviolabilidad del domicilio, la prohibición del tormento y las libertades de imprenta y publicación. En la Constitución gaditana se identificaba como actor y se reconocía por primera vez al pueblo, si bien todavía no se le llega a definir como el soberano. La atribución gaditana de soberanía fue hecha a la nación. Pero lo más importante fue que en la carta de Cádiz se establecieron algunos derechos fundamentales de la persona: la propiedad privada (ar- tículo 4); el derecho de notificación de responsabilidades y de audiencia (artículos 287 y 290); la prohibición del tormento (artículo 303) la inviolabilidad del domicilio (artículo 306); la libertad de prensa y publicación (artículo 371). Gloso a continuación algunas de las influencias significativas de la Constitución de Cádiz en los países hispanoamericanos y, en particular, en México, tanto en la Consti- tución Federal como en las de los Estados, cuando éstos las fueron elaborando. Las in- fluencias de Cádiz que destaco se refieren fundamentalmente a la organización del Estado nacional, la organización de la administración pública y el Poder Legislativo.

1) Haber depositado la soberanía en la Nación como lo hicieron los constituyentes gadi- tanos fue un paso decisivo para la conformación democrática de los países de América Latina. Esa decisión llevaba el mensaje de la eliminación del monarca como titular de la soberanía. Dejaba sin sentido hablar del rey como un soberano. Y cobra significación la identidad de una comunidad como la nación, que se identifica por elementos comu- nes como la lengua, la religión, la pertenencia a un territorio y otros culturales que se van construyendo por largos tiempos. Se habla desde entonces de una nación soberana.

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2) También hizo avanzar la Constitución de Cádiz hacia el sistema representativo, por- que si la nación está formada por las personas que la integran, es en ellas, o en sus re- presentantes, que reside la soberanía. Hay en Cádiz un germen que plantea el principio de una democracia representativa. De hecho, la Constitución de Cádiz se utiliza en la nueva nación mexicana recién independizada para convocar con sus procedimientos al primer Constituyente original de nuestra historia. 3) Las Cortes de Cádiz se constituyeron como Poder Legislativo (artículo 15), con amplias facultades. Cuando Fernando VII en 1820 se ve obligado a firmar la carta gaditana, las Cortes ordinarias se convierten en una institución eje para el funcionamiento del Esta- do español, transformándolo en una monarquía constitucional y por tanto moderada. La dirección política fundamental del Estado queda por unos años en las Cortes, y ahí se in- cuba la formación de un régimen parlamentario. 4) En el Constituyente gaditano se produce una discusión muy amplia, a propósito de la forma que adoptaría la administración pública. La mayor parte de los diputados penin- sulares se inclina por la organización centralizada y un buen número de los diputados americanos se inclina por un sistema descentralizado. Los diputados españoles repu- dian la descentralización argumentando que ella conduciría a un sistema federal como el norteamericano o el suizo. Los diputados americanos que más se destacan en la de- fensa de la organización descentralizada fueron los mexicanos Miguel Ramos Arizpe y José Miguel Guridi y Alcocer, y el chileno Fernández de Leiva. El más agudo e incisivo en sus argumentaciones fue Ramos Arizpe, a quien por eso se le considera el padre del federalismo mexicano. A pesar de sus intensas argumentaciones, triunfa en el Consti- tuyente el proyecto centralista: se considera que pueden manejarse más adecuadamen- te desde España. 5) El establecimiento de las diputaciones provinciales abre la puerta a la formación en México y otros países iberoamericanos del sistema federal. Los Constituyentes ven en ellas sólo agentes del gobierno español, mientras los Constituyentes americanos los ven como cámaras de representación territorial. Esos cuerpos constituyen en la práctica de diver- sas provincias de ultramar uno de los impulsos mayores al sistema federal que en México acaba imponiéndose. La Constitución doceañera dio a esas diputaciones facultades am- plias, no sólo en el orden legislativo, sino de gestión para fomentar la agricultura y la edu- cación. Éstas eran las actividades mayores en que podía pensarse. La agricultura era la que más satisfactores materiales producía al ser humano para su sostenimiento y la edu- cación la que fomentaba las condiciones mayores para el desarrollo de su inteligencia y la conducción adecuada y responsable de su albedrío. 6) De varias maneras la Constitución de Cádiz promovió tanto las independencias de los países de América Latina, como el establecimiento de las repúblicas en cada uno de ellos. Si bien la carta de Cádiz sostuvo una monarquía, ésta fue moderada por la Cons- titución misma. Se trataba de la monarquía constitucional, que tiene semejanza en

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diversos aspectos con las formas republicanas que se iban a imponer en los territorios de ultramar. En la América ya independiente la monarquía tiene pocas posibilidades, como se vio en el efímero gobierno de Agustín I. Los conceptos y la protección a las libertades fundamentales del ser humano previstas en la Constitución gaditana, difí- cilmente las podían inducir a los países de América Latina a ceñirse a los patrones de una monarquía. América, territorio de los grandes espacios y las formidables ilusio- nes utópicas, continente del mestizaje que propicia la pluralidad y la confraternización de los distintos, estaba llamada por muchos conceptos a la organización republicana. Los diputados americanos lo hacen patente primero en los debates del Constituyente gaditano; después, en sus países ya independientes, contribuyen a formar repúblicas.

La Constitución de Cádiz estuvo vigente aunque de manera parcial en dos momentos históricos de la Nueva España: 1812 y 1820. En una primera etapa en “todas las Españas”, como las llamó el Constituyente gaditano, incluyendo en ellas a las colonias de ultramar, hasta 1814. Ese año fue desconocida por el rey Fernando VII, que claramente rechazó su contenido liberal de combate al absolutismo. Pero el mencionado monarca no tiene más remedio que aceptarla y jurarla en 1820, cuando se impone en España el movimiento del general Riego. En México, ya reconocida la independencia y derrocado el primer imperio de Iturbide, la carta gaditana se utiliza para convocar a las elecciones del primer Consti- tuyente como ya decía antes. Una influencia de la Constitución de Cádiz es la que apuntala en México el poder uniper- sonal. Hay algunas características del gobierno monárquico que se infiltraron y preservaron largamente en la práctica política de México y, en general, en los sistemas presidencialistas que se implantaron en toda la región latinoamericana. En México, la figura de Antonio López de Santa Anna que pretendió, con fachada republicana, representar un papel impe- rial, recuerda esa tendencia que afloró una y otra vez en los países iberoamericanos. Esa figura grotesca que fomenta el culto a la personalidad y la imagen napoleónica a la que los latinos son tan proclives, surge y vuelve a surgir en estos países. La fuerza de ambicio- sos líderes como Porfirio Díaz, les permite largos periodos de gobierno, parecidos a los de las monarquías absolutas de Europa. En cuanto pueden rebasan los límites de su mandato y de sus funciones, y se prolongan largamente en el poder. El profesor valenciano Manuel Martínez Sospedra sostiene que el Poder Ejecutivo, co- mo se ha configurado en el constitucionalismo latinoamericano de primera generación, recibe dos influencias notables: la de los Estados Unidos, cuyo sistema toma la figura del presidente y sus facultades; y la Constitución de Cádiz, en la que el titular del Ejecuti- vo tiene presente la caracterización del rey. El título del ensayo de Martínez Sospedra es claramente indicativo de su contenido “La sombra del rey” (Martínez Sospedra 2011, 141-73). La influencia de Cádiz es mayor que la estadounidense en los sistemas presiden- ciales latinoamericanos, según este jurista. “El Presidente de la República es una versión

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más o menos reducida del rey contemplado en la Constitución de Cádiz” […] el Presidente latinoamericano original nace bajo la sombra del Rey” (Martínez Sospedra 2011). Esta afirmación la prueba el autor analizando las primeras constituciones de México, Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Nueva Granada, Uruguay y Venezuela.

Nueva Galicia

En Guadalajara, capital del reino de la Nueva Galicia, estaba establecida una de las dos Audiencias Reales de la Nueva España. Esta condición de ser sede de la Real Audiencia otorga a Guadalajara una responsabilidad acusada en la aplicación de la ley. Y la ley fun- damental a partir de la cual se desenvuelve el sistema jurídico de “las Españas”, como ya apunté, es la Constitución de Cádiz de 1812. También es importante destacar que todo el reino de la Nueva Galicia, desde el punto de vista del desarrollo y aplicación del derecho, es una entidad emblemática que desarrolla un sentido de autonomía o capacidad propia de interpretación y aplicación de la Constitución y las normas que se derivaron de ella. José Barragán ha destacado especialmente lo relacionado con las normas que establecen responsabilidades a los funcionarios públicos (Barragán 2011, 241-357). Después de la Independencia, Jalisco declara como Constitución propia la de Cádiz de 1812, mientras se emite la particular de esa entidad federativa y la vigencia de todos los demás cuerpos de leyes españolas en todo aquello que no se oponga a las disposiciones dictadas por el Plan Provisional de Jalisco del 21 de junio de 1823. Otro trabajo que recomiendo para entender el impacto de la Constitución de Cádiz en Nueva Galicia es el de María del Pilar Gutiérrez Lorenzo y Rafael Diego-Fernández Sotelo, “La recepción del orden gaditano en la Nueva Galicia” (Gutiérrez y Diego-Fernández 2012, 6-23). En este trabajo se ilustra la regulación de diversas actividades, especialmente de las fiestas oficiales (civiles y religiosas) de la provincia. También trata este estudio acerca de la creación de juntas preparatorias que no estaban previstas en la Constitución gaditana para iniciar el proceso electoral regulado en esa norma fundamental.

Yucatán

La península de Yucatán fue una colonia española organizada política y militarmente como capitanía general. El territorio de Yucatán abarcaba el de la península mexicana del sur, una parte de lo que es hoy el estado de Tabasco, otra parte que se extendía en lo que es hoy Belice y un conjunto de islas adyacentes que se encontraban en la Laguna de Tér- minos (del Carmen), Jaina, Cozumel, Isla Mujeres, Contoy y Holbox. Todo ese territorio estuvo poblado antes de la conquista española por el pueblo maya, que se caracterizó por el desarrollo de amplios conocimientos astronómicos y matemáticos, los cuales aplicó en la construcción de sus magníficas pirámides y monumentos; por su desarrollo de la

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organización social y política para producir, comerciar con largo alcance y, en suma, de- sarrollar una cultura y una visión propia del mundo. En Mérida, su capital, se formó un grupo de personas deseosas de conocer y analizar las ideas sociales y políticas liberales e innovadoras de la época, a finales del periodo co- lonial en 1805. Entre ellas estaba la de independizarse y establecerse como República,13 para aplicar en un nuevo Estado los principios liberales y republicanos que se habían ve- nido desarrollando en Europa por los teólogos juristas españoles (Francisco de Vitoria [1483-1546]; Francisco Suárez [1548-1617] y Fernando Vázquez de Menchaca [1512-1569]) y por los pensadores de la Ilustración. Este grupo precursor de la independencia yucateca se reunía en torno de la Iglesia de San Juan en Mérida y era orientado por el sacerdote Vicente María Velásquez. Entre los sanjuanistas, como se les llamó por reunirse en la referida iglesia, se es- tudiaban las principales ideas políticas que circulaban entre habitantes de América: la distribución de la tierra a sus dueños originales y las libertades fundamentales del ser humano para creer, pensar, difundir las ideas, asociarse políticamente y establecer nuevas instituciones políticas, que hoy se conoce como la primera generación de dere- chos humanos. La entrega de la tierra a sus dueños originales, los indígenas mayas, tesis sostenida por el padre Velásquez, había sido derivada de las tesis del obispo de Chiapas, Fray Bartolomé de las Casas, que tuvo una influencia determinante en dicho párroco Velásquez de la iglesia de San Juan. Desde la primera reunión de los constituyentes gaditanos, Yucatán eligió y envió un diputado, el doctor Miguel Mariano González Lastiri, quien pidió expresamente en la reunión del 13 de septiembre de 1811 la inclusión de Yucatán entre las provincias que formaban la nación española para que figurara en la Constitución como una de ellas.14 Como resultado de esa argumentación que en la enunciación de las provincias americanas previstas en el proyecto de la Constitución de Cádiz de 1812 para ser mencionadas, se añadiera después del reino de Nueva Galicia “la península de Yucatán”, lo cual se hizo. El grupo sanjuanista no sólo inspiró la independencia de Yucatán y su vinculación como entidad federativa a la naciente nación mexicana, sino que fue también una especie de antecedente de partido político local, de corte doctrinaria. El padre Velásquez que lo

13 El capítulo II de la Constitución del Estado Libre de Yucatán se refiere al territorio, y específicamente su artículo 5 dice: “El territorio de la República de Yucatán, es actualmente el mismo a que se extendía la antigua intendencia de este nombre con exclusión de la provincia de Tabasco.” En Yucatán a través de sus Constituciones, 1823-1918, por la LI Legislatura del Congreso Constitucional del Estado Libre y Soberano de Yucatán, 1988-1990 (Congreso de Yucatán 1989).

14 En esa reunión el diputado González Lastiri manifestó: “La provincia de Yucatán, en la América Septentrional, comprende cerca de 4,000 leguas cuadradas de terreno, 600,000 almas, sin incluir las provincias de Tabasco, Petén Itzá y Laguna de Términos que le están sujetas en lo espiritual; es Capitanía General independiente de la Nueva España, circunstancia que no ocurre en Nueva Galicia”.

TEPJF 265 Influencia de la Constitución de Cádiz... • Francisco José Paoli Bolio

formó y encabezó fue secundado por otro personaje que también había abrazado el sacer- docio, pero que avanzó como lo hicieron Hidalgo y Morelos en la Nueva España, a las tesis de pensadores como Constant, Montesquieu y Rousseau. En el fondo, estos sacerdotes compatibilizaron en América las dos tendencias jusnaturalistas que se habían desarrolla- do en Europa: la que se ha llamado tradicional que viene del pensamiento de Aristóteles, pasando por la patrística cristiana, hasta llegar a los teólogos juristas españoles, como Vitoria y Suárez; y la corriente del jusnaturalismo que se ha caracterizado como racional individualista, que se origina en el pensamiento renacentista de Maquiavelo y continúa en la teoría de Bodino, Hobbes y llega a Locke, Montesquieu y Rousseau. Para los sanjuanistas la puesta en vigor de la Constitución gaditana de 1812 fue un gran impulso moral y político. De hecho, ellos estaban en minoría, en una situación do- minada por los conservadores que no querían una república, sino conservar la monarquía absoluta, que en ese momento tenía como titular Fernando VII, el rey destronado por los ejércitos napoleónicos. Los sanjuanistas lograron llevar a Yucatán la primera imprenta en 1813. Con ella ejer- cieron eficazmente la libertad de imprenta prevista en la emblemática Constitución gadi- tana. Los sanjuanistas consiguieron un buen número de ejemplares de esa Constitución en cuanto estuvo en vigor. Y en cuanto contaron con la imprenta, la editaron y distribu- yeron con bastante amplitud. Entre los sanjuanistas notables que iban a tener un desempeño político notable primero en Yucatán y después en los primeros tiempos del México independiente, es indispensable mencionar a dos: Lorenzo de Zavala y Manuel Crescencio Rejón. El primero llegó a ser diputado en las Cortes de Cádiz y también constituyente federalista en México en 1823; y el segundo fue asimismo miembro de la Diputación Provincial de Yucatán y Constituyente destacado en 1823. Rejón fue uno de los más destacados parlamentarios que contribuyeron al alumbramiento de la primera Constitución federal mexicana de 1824, y llegó a ser secre- tario del Constituyente cuando lo presidió don Valentín Gómez Farías. El padre Velásquez pagó caro su liderazgo liberal: fue vejado por los conservadores llamados “rutineros” cuando se derogó la Constitución de Cádiz en 1814. En efecto, una vez que la Constitución gaditana y sus instituciones protectoras de las garantías indivi- duales y los derechos humanos no se podían invocar fue sacado de su parroquia en paños menores, burlado públicamente por las calles de Mérida y forzado a ponerse de rodillas ante una imagen de Fernando VII para escarmentar sus pecados de liberal y republicano. Lorenzo de Zavala, uno de sus discípulos aventajados, fue tomado preso y llevado a la prisión veracruzana de San Juan de Ulúa por las autoridades coloniales y permaneció allí por varios años. Otro personaje que frecuentaba el círculo sanjuanista fue el comerciante don Matías Quintana, quien llevaba a las reuniones a su hijo, Andrés Quintana Roo. Este joven que se fue pronto a la Ciudad de México a realizar sus estudios de abogado, y ahí se vinculó con

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el movimiento insurgente precursor, que estuvo comandado por el cura de Carácuaro y después generalísimo de los ejércitos insurgentes, don José María Morelos y Pavón. Andrés Quintana Roo puso en práctica lo aprendido entre los sanjuanistas cuando colaboró con los constituyentes de Apatzingán en la preparación de una Constitución precursora de México, que también quedó planteada como antecedente simbólico de las posteriores constituciones que se hicieron en el país ya independizado. Don Andrés Quintana Roo dio nombre a uno de los tres estados federales que hoy tiene la península de Yucatán. Como en muchos otros lugares de América Latina, la Constitución de Cádiz tuvo un gran impacto en las primeras constituciones locales de Yucatán. Hay planteamientos tan innovadores en ella como este de los derechos humanos que hoy día no han terminado de asimilarse y aplicarse en los sistemas jurídicos contemporáneos, si bien ellos no fueron presentados en una declaración como lo fueron los franceses, sino desarrollados a partir de principios que se establecen en la Constitución doceañista y desarrollados en diversas leyes derivadas de ella.15 Una noción que adoptaron los sanjuanistas contenida en la Constitución de Cádiz, que tuvo un gran impacto en las primeras constituciones yucatecas, es la de mantener el control de las autoridades locales en las instituciones políticas propias de la comunidad yucateca. Al final del periodo colonial, Yucatán se fue vinculando al virreinato de la Nueva España. Esta vinculación se dio principalmente porque esa entidad colonial dependía, en materia jurisdiccional, de la Audiencia novohispana, y por virtud de esa dependencia, la Audiencia dictó para Yucatán reglas respecto al pago de impuestos; eso fue incrementando la relación que la condujo a convertirse en una intendencia del virreinato, sin dejar de ser para diversos propósitos una capitanía general. La vigencia de la Constitución gaditana en el recién emancipado estado de Yucatán, se dio en función del decreto número 3 del 21 de agosto de 1823, expedido por el Congreso Constituyente de México, país al que Yucatán se había adherido desde el 15 de septiembre de 1821.16 Antes del tiempo independiente, durante la dominación española, la Consti- tución de Cádiz había estado vigente en las colonias en varios periodos, empezando por el de 1812 que entra en vigor para todas “las Españas” hasta 1814, en que es desconocida por el rey Fernando VII, por su contenido liberal de combate al absolutismo. En el México independiente se usan sus reglas para convocar al Constituyente que inicia sus trabajos en 1821 y es desconocido por Agustín de Iturbide antes de coronarse emperador de México.

15 Véanse los trabajos de Barragán (1971 y 1978) que tratan algunos de los derechos humanos previstos de distinta manera por la Constitución gaditana.

16 Véase Paoli (2004, 21-37). Antes de ese momento, la Constitución de Cádiz había estado vigente durante varios periodos en los últimos años de la Colonia.

TEPJF 267 Influencia de la Constitución de Cádiz... • Francisco José Paoli Bolio

La primera Constitución Política del Estado de Yucatán data de 1825. Previamente al establecimiento de esa Constitución local se habían decretado las bases federativas de 1823 por el propio Constituyente local y antes de que los diputados al Constituyente se reunieran en México. Estas bases fueron una especie de mandato para que los diputados yucatecos buscaran el restablecimiento de un sistema federal para organizar a la nueva República mexicana. También mediante esas bases Yucatán buscaba refrendar la condición para adherirse a la nueva nación mexicana, que no era otra cosa que conservar un conjunto de decisiones políticas, económicas y sociales fundamentales, en manos de autoridades yucatecas. Esto último es lo que desde entonces se había definido como el régimen interior, elemento clave para la formación del sistema federal.17 Desde la primera Constitución local de 1825, se incluyeron los principios y lineamien- tos previstos por la Constitución gaditana de 1812. Me interesa destacar especialmente en esta ponencia dos principios íntimamente vinculados: la condena al absolutismo y la innovadora tesis de que la soberanía reside en la nación. La condena al absolutismo establece un principio republicano y democrático, que es el de la separación de poderes y la limitación del poder del monarca absoluto, haciendo pasar al primer término al Poder Legislativo o parlamento. En el caso de España claramente las Cortes de Cádiz, que se reclaman como representantes de los individuos que forman la nación, y que principalmente, se erigen como legisladores, lo que les da la potestad de hacer disposiciones obligatorias para la nación española, integrada por los peninsulares y por los territorios vinculados a España en otros países, principalmente los americanos. Y en el caso de la pequeña península de Yucatán —y de otras provincias—, quiero destacar la significación de la Diputación Provincial, que pasa a ser la autoridad fundamental en el momento que la Constitución de Cádiz entra en vigor en 1812, y nuevamente cuando Fernando VII se ve obligado a jurarla y queda nuevamente vigente. Otro elemento de la mayor importancia para entender la cancelación de la dominación española en Yucatán es el establecimiento del derecho de los indígenas para residir donde quisieran, liberándolos de la obligación de permanecer en las encomiendas. Es cierto que no fue aplicada ple- namente en ese punto la Constitución de Cádiz; pero también lo es que muchos indígenas supieron de ella, decidieron dejar de prestar los famosos “servicios personales” a que estaban obligados. Una parte de ellos, a partir de esa suposición de la ley fundamental de 1812, decidió irse de las encomiendas y haciendas a las que estaban atados y formaron sus propias rancherías y poblados lejos de la población criolla.

17 En efecto, en la segunda de esas bases federativas se dice que corresponde a los pueblos que componen este Estado, a los que “les toca exclusivamente el derecho de formar su régimen interior y el de acordar y establecer por medios constitucionales sus leyes políticas, civiles y criminales”. Decreto número 8 del 27 de agosto de 1823, incluido en el libro Yucatán a través de sus Constituciones, 1823-1918. Edición de la LI Legislatura del H. Congreso Constitucional del Estado Libre y Soberano de Yucatán. Mérida, 9 de enero de 1989.

268 México en Cádiz, 200 años después...

La Diputación Provincial juega un papel definitivo en la declaración de independencia yucateca de 1821 y en la conformación del nuevo gobierno. Con el doble liderazgo del municipio de Mérida y el ascendiente de la Diputación Provincial de Yucatán, se toman dos decisiones el 15 de septiembre de 1821: independencia de España y unión con la nueva nación mexicana. En primer término, debo destacar que en el seno de la Diputación Provincial de Yucatán se iniciaron las deliberaciones libertarias acerca de la independencia. La Constitución de Cádiz daba a esas diputaciones facultades muy amplias, no sólo en el orden legislativo, sino de gestión para fomentar la agricultura y la educación. Estas eran las actividades mayores en que podía pensarse. La agricultura era la que más satisfactores materiales producía al ser humano para su sostenimiento, y la educación fomentaba las condi- ciones más amplias para el desarrollo de su inteligencia y la conducción adecuada y res- ponsable de su albedrío. En el terreno político, lo que promovió la primera Diputación Provincial yucateca establecida en Cádiz fue la integración de un estado federal. Ciertamente el tema de la organización federal está tomado de la Constitución de los Estados Unidos de América. Pero el órgano de autoridad que impulsó esa forma de integración de Yucatán a la nación mexicana como un estado federal fue la Diputación de esa provincia, con las facultades que la Constitución doceañista le confería a ese cuerpo colegiado. La creación de la diputación provincial como órgano de poder soberano en el ámbito local, con preponderancia en los otros dos poderes, es un dato relevante. Porque ese cuer- po legislativo local nombraba al secretario y al tesorero generales del Estado. La existencia de la diputación provincial ponía un límite claro al poder del gobernador del Estado; y esos dos funcionarios de alta categoría, manejaban la administración y la hacienda pú- blica y respondían directamente ante la Diputación Provincial y no ante el gobernador y capitán general como antes ocurría. Esto establece una nueva base democrática para la efectiva realización de un sistema político con división de poderes, que finalmente es uno de los principales elementos de la democracia. Algunas características de la monarquía, sin embargo, pudieron preservarse en los sistemas presidencialistas que se implantaron en toda la región.

Venezuela

Como advertí desde las primeras líneas de este ensayo, Venezuela constituye una excep- ción entre las naciones latinoamericanas que se fundaron, tras su independencia de Espa- ña. En términos del doctor Allan R. Brewer Carías:

Ello ciertamente, se configura como un hecho único en América Latina, pues al contrario, la mayoría de las antiguas Colonias españolas que lograron su independencia después de 1811

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y, sobre todo, entre 1820 y 1830, recibieron las influencias del naciente constitucionalismo español plasmado en la Constitución de Cádiz de 1812. Ello no ocurrió en el caso de Vene- zuela al formarse el Estado independiente, donde puede decirse que se construyó un nuevo Estado con un régimen constitucional moderno, mucho antes que el propio Estado Español moderno (Brewer 2004, 225).

En efecto, Venezuela fue el primer país latinoamericano en adoptar un sistema federal, tomando el modelo que habían propuesto y desarrollado la Ilustración francesa e inglesa y el que se plasmó en la Constitución de los Estados Unidos de 1787 y la francesa de 1791. En este país se adoptó una Constitución moderna el 21 de diciembre de 1811, unos meses antes de que se promulgara la gaditana. La Constitución venezolana reconoció los derechos humanos que debían ser respe- tados por el Estado; hizo descansar la soberanía en el pueblo; instituyó un sistema de gobierno republicano y representativo; estableció el régimen de división de poderes y asu- mió el sistema federal y municipal para organizar a sus provincias, tomando el modelo de la estadounidense, como quedó antes estipulado. La Constitución Federal Venezolana no sólo es anterior sino valorada superior a la de Cádiz, si se tiene en cuenta lo planteado en el párrafo anterior. Frente a ella, la de Cádiz sí puede ser calificada como conservadora.

Perú

En el virreinato de Perú como en Nueva España tiene especial impacto la norma gadita- na, de manera muy destacada en cuanto a que otorga ciudadanía a la población indígena. Otro gran atractivo en ambos virreinos fue la supresión de los tributos y reparto de mercancías. Se trata de los dominios españoles mayores y con la población y la cultura indígena más amplia, por lo cual reconocer la ciudadanía a esta población representó un gran avance, por más que este reconocimiento formal no fuera respetado por las autori- dades coloniales que decidieron bloquear la aplicación de la norma gaditana, principal- mente en materia de aceptación de los derechos de los pueblos indígenas. Por otro lado, hay que destacar que algunos de los diputados constituyentes peruanos abrazaron la doctrina liberal que caracterizó en gran medida a la Constitución gaditana. Entre estos últimos destaca Vicente Morales Duárez. Los nuevos derechos que estableció la Constitución de Cádiz cancelaban el sistema feu- dal de la dominación en todas las colonias americanas del imperio español, pero esta can- celación formal tuvo un impacto especial en algunos de ellos como el Perú. La sola puesta en vigor de la Constitución gaditana dio lugar a varias rebeliones en el virreinato peruano. El virrey José Fernando de Abascal y Souza que lo fue entre 1810 y 1816 hizo un esfuerzo especial para impedir que se aplicaran las normas gaditanas en territorio peruano. Las au-

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toridades virreinales de su mando y el clero católico, impulsaron un sentimiento de “temor a lo francés”, tras la imposición del rey José I por su hermano, Napoleón Bonaparte. Si en España habían derrocado al monarca legítimo de los españoles e impuesto un régimen político imperial francés, en el virreinato peruano no se aceptaría que el orden monárquico legítimo fuera trastocado por disposiciones liberales de la Constitución de 1812. El virrey Abascal y su aparato político conservaría al Perú en el orden monárquico, hasta que en España se lograra restablecer la monarquía de los borbones. El investigador peruano Juan Ignacio Vargas Esquerra señala puntualmente: “Por ello, Abascal, hombre convencido de las bondades que según él reportaba el absolutismo monárquico, no vio con buenos ojos toda emanación legislativa de las Cortes” (Vargas 2011). La norma gaditana que limitaba al poder de la Iglesia fue especialmente discutida, desde la convocatoria para elegir diputados peruanos a Cortes. Se discutió en particular el control parroquial, que se mane con cierta arbitrariedad. También fue muy controvertido el voto corporativo indígena, que se daba a partir de la influencia comunalista de la cultura original de los aborígenes y no del voto individual de cada ciudadano que se establecía en la Constitución gaditana.

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En pie de desigualdad. Elecciones y nacionalismo(s) gaditano(s)

Rafael Estrada Michel*

Porque si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa. Marcos 3:22

SUMARIO: I. 1808; II. De nuevo la Junta Central y el Consejo de Regencia; III. Conclusiones. “En pie de desigualdad”, IV. Fuentes consultadas.

I. 1808

Las elecciones correspondientes a las revoluciones hispánicas (1808-1824) no fueron las primeras celebradas en los amplios márgenes del espacio institucional que co- menzaba a ser plenamente iberoamericano. En Indias, los

* Profesor de Historia del Derecho. Director general del Instituto Nacional de Ciencias Penales. Investigador Nacional Nivel II.

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cabildos catedralicios, los aparatos corporativos, los capítulos conventuales, las repúblicas de indios, los tribunales de comercio y minería, así como un largo etcétera, llevaban tres centurias realizando votaciones en una forma que se puede calificar como regular. Los procesos comiciales abiertos con la crisis de 1808 poseen, sin embargo, un signifi- cado completamente nuevo, porque representan la abrupta caída del Antiguo Régimen y el traumático acceso de los países hispano-indianos a la modernidad política. El ascenso de la “nación”, asumida como entidad capaz de sobreponerse a cualquier tipo de privilegio o singularidad estamental, generalizó la conciencia en torno a consultar “al país”, como se dijo en la península, y de extraer la quintaesencia de lo que tendría que calificarse, en ade- lante, como “voluntad general”. Las elecciones, en suma, dieron un vuelco a cuyo punto de partida no regresarían en los siguientes 200 años. La caída de las corporaciones antiguas, tan timoratas —cuando no cómplices— frente al bonapartismo intruso, generó que ahí donde las instituciones de antigua planta (Audiencias, ayuntamientos, etcétera) permanecen, lo hicieran a condición de reconocer su subordina- ción a la Junta Provincial correspondiente y de reconstituirse a partir de criterios populares. Así, las juntas de defensa de los derechos de Fernando VII, revolucionarios y básicamente burguesas, se encargan del gobierno electivo en provincias que, por un instante, vuelven a ser “reinos”, es decir, unidades autónomas de accionar político. Justo lo que no se toleró en América, increíblemente a partir de los mismos argumentos revolucionarios, nacionalistas y burgueses. El diseño electoral que saldrá de todo ello, sin embargo, es provincialista y no regní- cola. Desde la instrucción del 1 de enero de 1810, base del sistema electoral doceañista, se contempla la elección de 12 compromisarios para elegir a los electores de parroquia, llamados a su vez a elegir otros 12 compromisarios que elegían a los electores de parti- do, mismos que se reunían en las provincias para elegir 3 personas entre las cuales se sorteaba el cargo de diputado a Cortes, precisamente por la provincia. Era una elección que mezclaba el sistema aleatorio con el indirecto en quinto grado1 (Sánchez 2011, 17). La Constitución regulará el proceso en forma similar: vecinos que eligen compromisarios; compromisarios que eligen electores parroquiales; electores parroquiales que eligen elec- tores de partido y electores de partido que eligen diputados a Cortes ordinarias. Ahora, sin embargo, los electores se reúnen en sendas juntas que introducen el elemento terri- torial entre criterios supuestamente demográficos. Desaparece el sorteo y se exige, para el caso de los electores de partido y los diputados, la obtención de una mayoría absoluta, previéndose la posibilidad de una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados. La preeminencia de la idea provincial es notable en el hecho de exigir el nacimiento en

1 Elecciones que implican cuatro instancias previas a la definitiva.

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la provincia o una residencia mínima de siete años en ella. Los gastos de los diputados, incluido el viaje desde ultramar, corren por cuenta de la provincia, cuyo jefe político (esto es, el radicado en la capital a título “superior” y no el intendente) preside la junta electoral provincial. El problema, claro está, es que lo que se entiende por “provincia” no es unívoco, y mucho menos lo es al cruzar el Atlántico. La Junta Central reunida en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808 se integraba por dos representantes por cada una de las juntas provinciales de la España peninsular, representantes desde fecha tan temprana de toda la nación, y no imperativamente de la provincia por la que accedían al órgano aglutinador. El Reglamento sobre el nuevo gobierno del 1 de enero de 1809 reconoce que España se halla “dividida en tantos reinos cuantas eran sus provincias”, es decir, que las comunidades políticas habían asumido una soberanía federada difícil de domeñar. Triunfó la Junta Central en el empeño pues, aun ante sus más que evidentes fracasos militares que causaron a los fernandistas la pérdida de Andalucía, no fue sustituida por una confederación de renovadas juntas superiores sino por una regencia cuya falta de representatividad regnícola y provincialista americana fue denunciada por el diputado guatemalteco Antonio de Larrazábal como causante de los alzamientos independentistas. Con todo, el Consejo de Regencia, mucho más moderado que la central mantendrá la convocatoria a Cortes expedida por ésta, que en la península implicaba elegir diputados por cada una de las juntas de defensa, por cada provincia y por cada ciudad de las que antiguamente gozaban de voto en aquellas Cortes que por última vez se habían reunido en el arquetípico año de 1789. Lo que ocurría con las Américas debe analizarse desde la perspectiva de la prohibición del juntismo revolucionario y de la subsistencia de las autoridades del régimen antiguo. En el verano de 1808 el cabildo de la Ciudad de México, por voz del regidor Juan Francisco de Azcárate, se había pronunciado porque el reino asumiera la soberanía en ausencia del mo- narca e, ínterin se reuniera la junta de procuradores de las ciudades de la Nueva España, el virrey José de Iturrigaray debería prestar homenaje al reino representado por la Audiencia y por la ciudad capital. Es de notarse lo que François Xavier Guerra llamó la conciencia novohispana en torno a la acefalia de la monarquía en razón de la carencia de noticias referentes al alzamiento matritense de mayo, y también la convicción de que el reino de México era un todo que requería representarse al menos en situaciones extraordinarias como la que se arrostraba por entonces. Las juntas de provincia, como pretendía la junta anterior del reino de México, bus- carán en la península recoger el ejercicio de la soberanía vacante: la suya era una legi- timidad propia de una nación a la que se adscriben los individuos en original posición de igualdad. Se asumirán como “supremas”, lo que en ese momento significa tanto

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como ser “soberanas” dado el origen popular, ya no bajomedieval, de la nueva potestad (Moreno 2001, 105).2 El enfrentamiento con las instituciones pretéritas es inmediato “dando origen a una colisión brutal que prácticamente acabó con éstas. Las Audien- cias, representantes en provincias del Consejo de Castilla y supremas instancias pro- vinciales del gobierno, se plegarían después de los primeros incidentes a la voluntad de los nuevos organismos” (Artola 1975, 173). Si bien el Consejo de Castilla no cejará en sus imprecaciones contra las juntas: “no es la voz de la Nación el que en cada provincia se establezca una junta suprema de gobierno; esta voz clamaría por la destrucción de la Nación misma, destrozándola en pequeños gobiernos supremos” (Artola 1975, 185), a diferencia de lo ocurrido en Nueva España son las revolucionarias juntas, y no las Audiencias, quienes triunfan en la vieja. El argumento, por similar, resulta curioso en las dos Españas. No son las provincias, ni los reinos los que se alzan en contra del tirano de Europa. Es la nación española. Las jun- tas no pretenden disgregar, es más, en poco tiempo constituyen un poder de pretendidos alcances nacionales. El pueblo rechaza en la España europea a las instituciones antiguas, traidoras en su concepto al rey y a la patria, y busca expresión en provincias herederas

de una soberanía cuyas responsabilidades nadie quería aceptar las viejas instituciones sal- drán tan quebrantadas de estos breves días que en ningún momento futuro lograrán reunir una opinión que las mantenga. De hecho, es en estos momentos cuando se acaba el Antiguo Régimen... el pueblo levantado, que pone fin a la administración del Antiguo Régimen, no piensa en ningún caso... en restaurarla en su antigua forma (Artola 1975, 164).

La burguesía, interesada en nacionalismos igualitarios,

era ya en 1808 la depositaria de una ideología política que, simplemente, tendía a salvar por vías radicales —revolucionarias— los obstáculos tenazmente interpuestos por los estamen- tos privilegiados a las reformas de estructura propugnadas ya por el reformismo ilustrado (Seco 1968, XIV).

A los novohispanos, en cambio, como terminará por ocurrir con los indianos to- dos, se les impedirá expresar su voluntad nacional en términos regnícolas, imperiales o

2 Véase Moreno (2001, 105). Ya en las Cortes de Cádiz, en pleno debate respecto a la abolición del Santo Oficio, Francisco Xavier Borrull y Vilanova, diputado por Valencia, recordará que “aun en la gloriosa época de nuestra gloriosa insurrección en que la Junta de Valencia ejercía la soberanía y representaba al Reino [...] conservó el Santo Oficio sin alteración alguna de sus facultades”. Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias que dieron principio el 24 de setiembre de 1810, y terminaron el 20 de setiembre de 1813, 1870. Madrid: Imprenta de J. A. García. Énfasis añadido.

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estamentales. Si habían de integrarse a la nación habrían de hacerlo en pie desigual, como procedo a mostrar. Cuesta trabajo entender que tras tantos años de investigación siga sin asumirse en plenitud el papel tan relevante que las decisiones de representatividad de América en el periodo 1808-1814 poseyeron en las luchas por la independencia. Los testimonios mexi- canos (Rayón, Cos, Morelos, Mier) son contundentes a ese respecto: la Junta Central, la Regencia y las Cortes habían regulado tramposa y no paritariamente los criterios repre- sentativos de los reinos y provincias de Indias, y sus operadores locales (el virrey Venegas, por ejemplo, a partir de 1810) habían llegado al extremo de nulificar elecciones e incluso de desconocer la vigencia del texto fundamental en cuestiones directamente involucradas con las libertades básicas, incluida la de votar y ser votado. La voz “liberal” que se acuñó en Cádiz y que terminó por calificar a la Constitución ha provocado miopía en la histo- riografía y ha contribuido a brindis patrióticos que atentan contra la evidencia bastante consistente. Para el año ocho en Nueva España, entre tanto se reunía el Congreso de procuradores de las ciudades americano-septentrionales por el que pugnaba el fraile mercedario (pe- ruano, por cierto) Melchor de Talamantes, la Ciudad de México se consideraba, como en la península, capaz de hablar por todo el “reino” o “provincia” que encabezaba. Es otra de las consecuencias de la acefalia dinástica. La capital es “cabeza de estos reinos” y habla por el todo sin necesidad de realizar elecciones, lo cual beneficia a la aristocracia criolla representada en el cabildo por motivaciones de sangre. Es de hecho la Real Audiencia de México, y no las intendencias de la periferia, la que más férreamente se opone a semejante representación interina del reino. La ciudad no tiene, en su concepto, derecho a hablar por más provincias que la de “México”, stricto sensu. Llevando al extremo la argumentación audiencial debía procederse a elecciones con objeto de escuchar a la integridad. Y, sin embargo, tales elecciones se presentaban a los ojos de los oidores como un despropósito dado que la antigua planta institucional no había sufrido alteración alguna en Nueva España, por lo que debía seguirse gobernando en nombre de un rey ya no sólo lejano sino ausente. Interesa recalcar el significado de la expresión “reino”. Como si se tratase de la añeja planta castellana o aragonesa, los americanos conciben al “reino” como la parte esencial de la comunidad política, la que ofrece tronco y brazos estamentales a la cabeza, que es el monarca. Urge, cercenado el órgano capital, proceder a la sustitución. Y para ello es nece- sario acudir a la ficción (la ciudad como “cabeza”, así sea interina) o a la consulta al cuerpo que sugería Talamantes. En cualquier caso, el elemento democrático de toda Constitución mixta o moderada tenía que aparecer. No basta la aristocracia, con sede en la Audiencia y Ayuntamiento, mientras que el elemento regio simplemente no está. Como en su momento probó Felipe Tena Ramírez, el movimiento de los munícipes criollos mexicanos del año ocho fue siempre “legalista” por cuanto se basó en la añeja

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tradición hispano-indiana según la cual los reinos americanos se hallaban incardinados a la Corona de Castilla, en pie de igualdad con los peninsulares, por medio de la persona del rey. En ello insistirá una y otra vez el padre Mier en su londinense Historia de la Revolu- ción de Nueva España, antiguamente Anáhuac (1813). Las juntas de Asturias y de Sevilla pretendían poseer una supremacía con la que la capital novohispana no podía avenirse. Cautivo el antiguo soberano, la ecuación en la pe- nínsula llevará al resultado que el texto doceañista proclamaría: el de la nación soberana. En las Américas, en cambio, aceptada la soberanía nacional se sentaron las bases para cuestionar la unicidad de la propia nación. Las nuevas naciones, incluso confederadas o integradas a una commonwealth a lo Aranda, que todavía propusieron diputados ameri- canos en 1821, requerían canales justos, equitativos y paritarios para la expresión de sus voluntades. No se estaba, sin embargo, para tomar en serio la estructura plural de la monarquía. Como destacó el mismo Servando Mier en la Historia y como denunciaron varios diputa- dos gaditanos años después, el Santo Oficio de la inquisición mexicana tachó de herética la doctrina de la soberanía popular que a su parecer sostenían los munícipes de 1808. El dato es importante pues mal futuro le esperaba, en tal virtud, a eventuales elecciones mo- dernas no corporativas ni sujetas a la delegación divina. De hecho, el sino de la resolución inquisitorial parecerá perseguir a nuestras elecciones hasta 1900. Sin embargo, en ese tema no se profundizará en este texto. Por lo pronto, un congreso nacional como el que proponía Talamantes se habría iden- tificado con las Cortes Generales de la monarquía que se establecerían dos años después. Residual y transitoriamente la soberanía del conjunto panhispánico se habría depositado en uno de los reinos, por lo que los emisarios llegados desde Europa con las nuevas de que dos juntas provinciales, la de Sevilla y la de Oviedo, se disputaban el ejercicio supre- mo del gobierno fernandista no podían sino encender los ánimos regnícolas mexicanos, representados en las juntas llamadas precisamente del “reino” convocadas por el virrey Iturrigaray entre agosto y septiembre, y a las que no faltaron, inclusive, representantes de algunas villas de provincia. Para enojo de la Audiencia, esas juntas nombraron al vi- rrey “capitán general de todo el reino” (esto es, también de Nueva Galicia y de provincias internas) y negaron el reconocimiento que la junta hispalense pretendía como suprema de España e Indias. A juicio de Iturrigaray, todo era anarquía provincialista en la antigua España. No podía tolerarse que lo mismo ocurriera con la nueva, y por eso resultaba im- prescindible que el reino hablara. Iturrigaray llegó a solicitar a todos los ayuntamientos novohispanos que enviasen pro- curadores a la capital, con amplios poderes para reunir un congreso. Consultó con la Audiencia si debía convocar a todos los cabildos o sólo a los ayuntamientos de munici- pios cabezas de provincias. Para los oidores, reunión semejante se parecía en demasía a la Asamblea Nacional Francesa de 1789. Pudo mucho el miedo a la revolución y, con el

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concurso del arzobispado y del comercio, el virrey fue depuesto en la madrugada del 15 de septiembre. Junto con destacados munícipes como Azcárate y Verdad, Iturrigaray fue cargado de cadenas. El nuevo álter ego regio, el anciano Pedro Garibay, reconoció inme- diatamente la soberanía depositada, a saber por quién, en la Junta de Sevilla. Así concluyó el primer antecedente directo de las Cortes gaditanas. Una cosa había quedado clara en el escenario cabal de la monarquía: los reinos ameri- canos no requerían que su voluntad contribuyese sin cortapisas al ordenamiento pues en realidad no eran reinos sino meras colonias, en absoluto autónomas. Tendrían que con- formarse, si acaso, con las migajas de una representación regnícola, citadina o provincial, sin un eje articulatorio metropolitano real que pasara por México, Lima, Bogotá o Buenos Aires. Tal fue el pernicioso mensaje que se envió a todas las Indias. En virtud de él, ¿para qué celebrar elecciones, más allá de la cobertura de expedientes meramente formales?

II. De nuevo la Junta Central y el Consejo de Regencia

El 22 de enero de 1809 la Junta Central convida a “las autoridades españolas de América” a enviar representantes a su seno, con el fin de conformar cabalmente algo que sólo por extensión se podría llamar “voluntad nacional” mediante el expediente de “estrechar de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unen unos y otros dominios, como asi- mismo corresponder a la heroica lealtad y patriotismo de que acaban de dar tan decisiva prueba (los reinos ultramarinos) en la coyuntura más crítica en que se ha visto hasta ahora Nación alguna” (Morachel y Losa 1999, 33). Halagos aparte, la desigualdad con que se llamó a América a conformar la junta resultó escandalosa y desilusionante: sólo un representante por cada “reino”, entendien- do por éstos a los distritos de superior gobierno y, en ocasiones, ni siquiera distritos audienciales tan significativos como el de Quito o el de Nueva Galicia. Cada virreinato o capitanía general “independiente” se hallaba llamado a enviar un delegado designado mediante un proceso que combinaba la elección de los ayuntamientos con el azar de las ternas: los cabildos cabezas de los diversos partidos del “virreinato” (el Decreto habla siempre de demarcaciones virreinales cuando se refiere a los mecanismos electorales, sin que aparezcan con claridad capitanías ni provincias) nombrarían tres “patricios” para posteriormente sacar al azar el nombre de uno de ellos y enviarlo a la capital del reino. De la totalidad de los designados elegiría tres el Real acuerdo para después sortear el puesto de “diputado de ese reino y vocal de la Junta Central” entre los miembros de la terna (Morachel y Losa 1999, 34). El aleas habla bien a las claras de una sociedad que no acaba de abandonar el Antiguo Régimen, a la voz de “el hombre propone (en ternas) y Dios dispone (en los sorteos)”.

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Total: escasos nueve americanos en una junta que reunía la representación en dueto de todas las juntas provinciales que en la península encabezaban “reinos”. No debe menos- preciarse el subrayado de lo provincial, pues desde entonces entra en grave conflicto su significado con el contrastante regnicolismo al que parecían condenadas las provincias- intendencias americanas. François Xavier Guerra opina que el hecho de que las juntas se formasen en los anti- guos reinos peninsulares derivaba un concepto de nación como “un conjunto de reinos, de comunidades políticas antiguas, con igual peso, aunque sea diferente el número de sus habitantes” (Guerra 1992, 125). Ante semejante paridad interpeninsular, los indianos no podían sentirse sino discriminados en forma negativa: sin explicación alguna, los reinos europeos poseían el doble de representantes que la contraparte americana. Con todo, la tentación de participar en la innordinación de la voluntad monárquica fue demasiada, y virreinatos y capitanías enviaron delegados a lo que restaba de la España europea libre. No resulta extravagante advertir que la célebre redacción del decreto que utiliza la junta (“que los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son pro- piamente colonias o factorías como las de las otras Naciones, sino una parte integrante de la Monarquía”)3 resultaba tautológica (pues otorgaba al pilar americano aquello que le pertenecía desde centurias atrás) insultante e incompatible con las determinaciones que se tomaban en el terreno de los hechos. Fueron 26 europeos frente a 9 indianos pro- cedentes de un continente que excedía con creces la población peninsular, por no hablar de la extensión de los reinos. Un tratamiento inadmisible. El tratamiento era colonial, con matices procedentes, si se quiere, de la buena voluntad, y las elecciones devenían en un circo sin efectivo pan: Cádiz reproducirá el modelo simu- latorio y buena parte de las emancipadas repúblicas latinoamericanas llevan 200 años subvirtiendo la voluntad popular y celebrando alegres ritos con una puntualidad digna de alabanza por su eficacia cegadora. Ritos, sin embargo, productivos: en 1809 más de un centenar de ciudades americanas realizaron elecciones y algo nuevo se instauró en las mentalidades merced a estos procesos de inédito cuño. El delegado central designado en cada “reino” recibirá poderes e instrucciones de todas las ciudades que participaron en su elección. Participará de un poder con pretensiones soberanas, pero cierta imperatividad lo vinculará a las localidades de su procedencia, aunque lleve décadas fuera de su patria (fue el caso del mexicano Miguel de Lardizábal y Uribe). Es diputado, pero también es procurador. A Lardizábal las ciudades le exigen

que sea tenida esta América, no como Colonia, sino como una parte muy esencial de la Monarquía de España; (que) sea considerada la Nueva España igualmente que la antigua,

3 Decreto del 22 de enero de 1809, emitido por la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino.

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sin distinción alguna, siendo para ambas una misma Legislación, uno el honor, una la es- timación y todo uno sin diferencia, del mismo modo que lo son todos los naturales de las provincias de España (Guerra 1992, 210).

La tensión entre reino y provincias, con el agregado de uno o varios conceptos de “na- ción” que intentan abrirse camino, es más que apreciable desde fechas que anuncian la colisión gaditana. En 1809 dos distritos de Audiencia que carecen de representación per se en la central, Quito y La Paz, son los que se levantan en contra de un gobierno que usurpa el nombre de la nación identificada con la estructura total de la monarquía universal. Guerra afirma también que para fines de 1809:

“la evolución de los espíritus hacia una representación cada vez más amplia es irreversible”, por lo que la desilusión americana es mucha frente a la forma que la Central, poco antes de disolverse, concibe para la contrastante representación de ambos hemisferios: “no sólo América y Filipinas elegirán sólo a treinta diputados, frente a más de doscientos cincuenta en la España peninsular, sino que esos diputados serán elegidos en América según el mis- mo reglamento utilizado para la elección a la Junta Central, cuando ya en la Península la mayoría de ellos lo serán por un sufragio muy amplio de todos los vecinos y en un número proporcional a la población: uno por 50.000 habitantes” (Guerra 1994, 224-8).4

Los 30 diputados, cifra que crecería en razón de la naturaleza de las cosas aunque no proporcionalmente, correspondería a los ayuntamientos “cabeza de partido”, concepto que causaría numerosas controversias ya en el seno de las Cortes. Para la representación supletoria los criterios resultaban, también, pasmosamente discriminatorios: 26 suplentes designados entre los americanos que habitaban Cádiz, haciendo abstracción de su procedencia regnícola o provincial (podían ser, los 26, pe- ruanos o mexicanos) frente a 4 suplentes por cada una de las provincias peninsulares ocupadas por el francés (casi 100 diputados, en el terreno de los hechos). Si de dignidad

4 “Esta desigualdad flagrante será una de las causas fundamentales del rechazo del recién formado Consejo de Regencia y de la constitución de juntas autónomas en América” Guerra (1994, 28). La repetición de los criterios citadinos que habían prevalecido en la designación de los centrales americanos, confirmada poco después por la Regencia, provocará, según Charles Berry, que la elección de diputados indianos a Cortes sólo pueda llamarse tal apelando a un interpretación muy amplia del concepto (Berry en Benson 1966, 14). En la introducción al mismo volumen de Benson (1966, 3-4) afirma que los diputados americanos representarían a las provincias, no a las ciudades, a las juntas o a la población. En contra, Marta Lorente, para quien la central, partiendo del principio de que las Indias no estaban habitadas, como la península, por “almas susceptibles de ser contabilizadas” organizó la representación de América por ciudades Lorente (1993, 42). El diputado por Nuevo México, Pedro Bautista Pino, fue designado por una junta de jueces e individuos distinguidos y fue aceptado en las Cortes en razón del “modo racional y prudente con que se suplió la falta de Ayuntamientos... (de) la inmensa distancia de aquel país... y (de) los sacrificios y patriotismo de D. Pedro Pino, que se ofreció a venir, aunque fuera peregrinando, a servir a su destino”. En Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias 1870, sesión del 3 de agosto de 1812, V, 3493.

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se habla, la gentil invitación a abandonar la nación española se encontraba en proceso de sistematización. El Consejo de Regencia llamado a sustituir a la central caída en desgracia se integrará por cinco regentes, sólo uno de ellos indiano (el propio Lardizábal). A tal Regencia sin vocación paritaria entre los territorios será a la que le niegue la obediencia prácticamente toda la América meridional. Como sea, la Junta Central representaba a juntas provinciales legitimadas por sus mecanismos decisionales internos y por su combate a Napoleón. La Regencia, carente de legitimidad e interpretada como un títere del comercio gaditano, no convence con sus promesas de Cortes a ciudades que, como Caracas, Buenos Aires, Santiago y Bogotá se levantan entre abril y julio de 1810. Las guerras civiles, como la que estalla en México a raíz del Grito de Independencia (16 de septiembre), se presentan entre quienes aprueban al gobierno provisional de la monarquía y quienes no. Dato interesante: la insurrección americana se ejerce en contra no de una Junta Central matizadamente territorialista, sino de las sucesivas regencias y Cortes Extraordinarias y Ordinarias confi- guradas electoralmente en forma nada paritaria e incluso insultante. América no cabe en la nación española porque no puede formar juntas (1808) y porque no puede concurrir en paridad a regir la monarquía acéfala (1809-1810). Cierto es que al- gunas entre las Indias, entre ellas dos muy significativas (Perú y Nueva España) eligen y envían diputados a Cortes, pero también es claro que

la unidad moral del mundo hispánico está ya rota y la política moderna en marcha. Los americanos empiezan, efectivamente, a tomar en mano su destino, aunque tengan todavía que transcurrir bastantes años para que el paso a la política moderna sea total en América y la separación con la España peninsular, definitiva y general. Se olvidarán entonces estos ‘dos años cruciales’ (1808-9), en los que surgieron los agravios políticos que llevaron a la inde- pendencia: los provocados por el fin del absolutismo y la irrupción brusca de una necesaria representación política de los diferentes ‘pueblos’ de la monarquía. Olvido necesario, puesto que, para construir una explicación histórica de la ruptura, era necesario apelar a ‘Naciones’ preexistentes, ya que sólo la Nación podía, en un sistema de referencias moderno, justificar la Independencia (Guerra 1992, 147).

Si América buscaba el pretexto para independizarse hacía medio siglo, como preten- den algunas interpretaciones nacionalistas, cuesta trabajo comprender por qué no se incendió en 1808, cuando la coyuntura le era más que propicia. No: a todo lo cultural antiborbónico que se quiera hay que agregar, cuando no en carácter principalísimo, la cuestión del “pie de igualdad” entre los reinos de la monarquía. Una igualdad moderna, es decir, atinente a criterios electorales paritarios. Así las cosas, las Cortes Generales y Extraordinarias de la monarquía llegarían tarde al debate. Tarde, sí, porque el concepto de “nación” se había escindido tajantemente a ambas

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orillas atlánticas. Quedaba salvar lo posible (el Perú, la Nueva España, Guatemala, Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, mucho, en suma). Pero para ello habría que equilibrar los criterios representativos, lo que traía consigo el peligro de que América, tan poderosa demográficamente, terminara por controlar la monarquía.

III. Conclusiones. “En pie de desigualdad”

La tónica pragmática, como se sabe, no habría de variar durante las discusiones constituyentes. Una de las primeras reivindicaciones del grupo americano se dirigió a conseguir la igualdad de criterios representativos entre ambos continentes. Fracasó estentóreamente, alegando el grupo peninsular en contra de la pretensión, bastante mo- derada por cierto, que lo que se pretendía era tildar de ilegítima a la labor constituyente toda. A continuación se verá si tenía razón. Hay que analizar, simplemente, lo que un proespañol “servil” como el poblano Antonio Joaquín Pérez (Mier 1813, 648)5 sugería a las Cortes que promulgasen:

En consecuencia del decreto de 15 de octubre último se declara: que la representación na- cional de las provincias, ciudades, villas y lugares de América, sus islas y las Filipinas (por lo respectivo a sus naturales y originarios de ambos hemisferios, así españoles como indios y los hijos de ambas clases) debe ser en estas Cortes y las futuras la misma en el orden y forma, aunque respectiva en el número que tengan hoy y tengan en lo sucesivo las provincias, ciudades, villas y lugares de la Península e islas de la España europea, entre sus legítimos na- turales: que en su virtud se circulen las respectivas órdenes a la América, para que proceda a la elección de diputados, según los reglamentos publicados para esta Península, rebajando de su número los propietarios ya nombrados por la Real Orden de 14 de febrero último, y entendiéndose desde luego que la falta de diputados que deben completar la representación no será impedimento para la deliberación de las actuales Cortes, ni obstará su legitimidad, valor y firmeza (Diario de Sesiones 1810, 510).6

La propuesta fue votada en contra. En este estudio no se cree que el hecho requiera mayor comentario. La Constitución de 1812, a pesar de sancionar solemnemente la igualdad absoluta de reparto representativo entre las provincias “de ambos hemisferios”, se encargó de rasurar

5 El mismo a quien el padre Mier atribuiría en su Historia el haberse vendido a los europeos al cortar, como presidente de la Cámara, el debate en el momento mismo en que los americanos estaban por convencer a la mayoría peninsular.

6 Sesión del 20 de enero de 1811, I, 510.

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el padrón americano mediante el perverso juego que estableció entre los artículos 22 y 29 para eliminar del censo (es decir, para ralentizar ad infinítum los “derechos numéricos”) a las castas afroamericanas, tal como ha sido analizado en infinidad de ocasiones por múltiples comentaristas. Así las cosas, y evitando al alimón que todas las provincias americanas gozaran de diputación provincial y jefatura políticas propias dado que tales cuerpos administrativos sólo se establecerían, en América, en los enormes distritos de superior gobierno (“reinos” en buena parte de los casos) mencionados expresamente en el artículo 10 constitucional, las Cortes sentaron las bases para la guerra civil entre regnícolas y provincialistas india- nos, para la guerra de castas en Indias y, en última instancia, para la desintegración de la monarquía transoceánica que ellas mismas llegaron a soñar, acaso, “nación”.

IV. Fuentes consultadas

Artola, Miguel. 1975. Los orígenes de la España contemporánea. Tomo I. Madrid: IEP. Berry, Charles. 1966. The election of the Mexican deputies to the Spanish Cortes, 1810- 1822. En Mexico and the Spanish Cortes, 1810-1822. Eight Essays, Nettie Lee Benson, ed. Austin Institute of Latin American Studies, The University of Texas. Decreto del 22 de enero de 1809, emitido por la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino. Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias que dieron principio el 24 de setiembre de 1810, y terminaron el 20 de setiembre de 1813, 1870. Madrid: Impren- ta de J.A. García. Guerra, François Xavier. 1992. Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revolu- ciones hispánicas. Colección Relaciones entre España y América. Madrid: Mapfre. 1994. Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas, Revoluciones Hispánicas. Independencias americanas y liberalismo español, François Xavier Guerra, dir. Cursos de Verano de El Escorial. Madrid: Editorial Complutense. Lorente Sariñena, Marta. 1993. América en Cádiz (1808-1812). En Los orígenes del cons- titucionalismo liberal en España e Iberoamérica, Pedro Cruz, et al. 42. Sevilla: Junta de Andalucía, Consejería de Cultura y Medio Ambiente. Mier, Servando Teresa de. 1980. Historia de la Revolución de Nueva España, antigua- mente Anáhuac o verdadero origen y causas de ella con la relación de sus pro- gresos hasta el presente año de 1813. Edición facsimilar de la de Londres, 1813. Tomo. II. México: imss.

286 México en Cádiz, 200 años después...

Moranchel Pocaterra, Mariana y Carmen, Losa Contreras. 1999. Real orden de convo- catoria de los representantes americanos a la Suprema Junta Central Gubernativa de la Monarquía. En Instituciones político-administrativas de la América Hispáni- ca (1492-1810), Antología de textos. Tomo II. Madrid: Universidad Complutense. Moreno Alonso, Manuel. 2001. La Junta suprema de Sevilla. Sevilla: Alfar. Sánchez González, Dolores del Mar. 2011. Las juntas electorales de parroquia, partido y provincia. En Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, dir. José Antonio Escudero. Tomo III. Madrid: Espasa-Fundación Rafael del Pino-Ayuntamiento de Cádiz. Seco Serrano, Carlos. 1968. Introducción al tomo XXVI La España de Fernando VII. En Historia de España, dir. Ramón Menéndez Pidal. Madrid: Espasa-Calpe. Tena Ramírez, Felipe. 2010. El ideario político-constitucional de los criollos mexicanos de 1808. México: Escuela Libre de Derecho-Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México-Porrúa.

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Mesa 6

Cádiz en el constitucionalismo mexicano decimonónico

La influencia de la Constitución de Cádiz en el constitucionalismo mexicano del siglo xix

Pedro Esteban Penagos López*

Las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado. Proemio de la Constitución de 1812.

SUMARIO: I. Introducción; II. Cádiz en los Sentimientos de la Nación y en la Constitución de Apatzingán de 1814; III. El Acta Constitutiva y la Constitución de 1824; IV. La Constitución de 1857; V. La Constitución de 1917; VI. Conclusiones, VII. Fuentes consultadas.

I. Introducción

Cádiz es símbolo de las libertades y de la cultura de- mocrática para Hispanoamérica. Lugar donde se gestó el primer constitucionalismo mexicano y donde éste se cris- talizó en instituciones jurídicas y políticas que se han ido transformando hasta convertirse en el soporte de muchas de las instituciones democráticas actuales.

* Magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

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Es la Constitución de Cádiz el punto de unión de la doctrina constitucional española y mexicana; en ella la monarquía española —de la cual México formaba parte como reino de la Nueva España— dio un giro evolutivo hacia una nueva realidad política y social, transformándose en una monarquía limitada, hecho que habría de trascender hasta este lado del Atlántico, alimentando el ideal de la emancipación (Ferrer 1993, 7-16). Este giro se materializó en la Constitución gaditana, en la cual se consagró por primera vez para el mundo hispánico la idea de nación y, a su vera, el principio de soberanía nacio- nal, fuente inmarcesible de la democracia (Rosti 1997, 42). En el ordenamiento fundamental gaditano el concepto de nación se encontraba ínti- mamente ligado al de los ciudadanos españoles, pues descansaba en la reunión de todos los habitantes que conformaban el reino en ambos hemisferios (artículo 1). Por su parte, el principio de soberanía nacional se estableció como fuente de la demo- cracia representativa y popular, soberanía nacional que estaba por encima, incluso del monarca (Rieu 1990, 309). Se trata de una de las ideas que rompe radicalmente con los esquemas interpretativos de la política tradicional de entonces. Ésta se encontraba proclamada en el artículo 3 de aquella Constitución, al establecer: “la soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamenta- les” (tepjf 2012, 67). De igual forma, implícitamente, la Constitución de Cádiz recogió el principio de di- visión de poderes1 al limitar a la monarquía, desconcentrando las facultades legislativas en las Cortes (artículo 131, base primera) y las jurisdiccionales en los tribunales civiles y criminales, cuyos magistrados eran nombrados por el rey a propuesta del consejo de Estado (artículo 171, base cuarta). Otra de las aportaciones más trascendentes de la Constitución gaditana fue la noción misma de persona. En efecto, la noción de persona en el tiempo anterior a la Constitución de Cádiz, cono- cido en la historia moderna como época del Antiguo Régimen, hacía referencia al miem- bro de una corporación (municipio, parroquia, gremio, etcétera). En cambio, a partir de la Constitución de 1812, la persona se va transformando paulatinamente en ciudadano, es decir, en un individuo cuyos derechos y obligaciones provienen de su condición política y no de su adscripción corporativa.

1 Principio dogmático e institucional. Lo primero, porque afirma la identidad absoluta entre la separación de poderes y el reconocimiento y garantía de la libertad. Lo segundo, porque dicho postulado ha configurado la arquitectura histórica del Estado liberal. Sin embargo, debido a que se trata de un principio de orden casi connatural al ejercicio del poder, o, para evitar problemas conceptuales, casi de lógica elemental, Mario de la Cueva lo hace remontar hasta la antigüedad. El principio de división de poderes ya se encuentra, según él, en el Libro VI, capítulo XI de la Política de Aristóteles (Cueva 2011, 214).

292 México en Cádiz, 200 años después...

Es verdad que la Constitución gaditana no decretó la abolición de la esclavitud ni su- primió el régimen de castas, pero sí consagró algunos de los derechos fundamentales de los hombres libres, y es esa característica la que formaría el paradigma que inspiraría más tarde a las constituciones liberales mexicanas del siglo xix. Como ha señalado Marta Lorente en su obra Las infracciones a la Constitución de 1812, en el borrador de la Constitución de Cádiz se recogían varios preceptos a la postre desechados, dedicados a declarar y definir los derechos humanos (Lorente 1987, 200). Así, el artículo 4 del texto final de esa Constitución reconocía expresamente los primeros de- rechos humanos, al establecer lo siguiente: “La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen” (tepjf 2012). Otra institución que no se puede omitir es la relativa a la defensa de la Constitución. En este aspecto, la Constitución de Cádiz preveía en su artículo 373 el derecho de todo español a presentarse ante las Cortes o ante el rey para reclamar la observancia de la Constitución. Asimismo, las diputaciones provinciales tenían la facultad de dar parte a las Cortes de las infracciones a la Constitución que notaran en la provincia (artículo 335, disposición 9). Por virtud del artículo 372 era función de las Cortes en sus primeras sesiones tomar en consideración las infracciones a la Constitución que se les hubieran presentado, para poner el conveniente remedio y hacer efectiva la responsabilidad de los que la hubieran contravenido. Ahora bien, la Constitución de Cádiz fue una de las tres constituciones más relevantes de su época, ésta era la Constitución política que se proponía conseguir por siempre la felicidad de los españoles en ambos hemisferios y sería el asombro de las otras naciones, pues con ella, la historia comenzaría a discurrir por los caminos de la modernidad y la razón. Mi interés en esta intervención se centra en destacar los valores democráticos consa- grados en la Constitución de Cádiz y la trascendencia de éstos en el constitucionalismo liberal mexicano del siglo xix. Los cinco grandes valores gaditanos en los que detendré la atención son: la idea de nación; la soberanía nacional o popular; la división de poderes, los derechos humanos y la defensa de la Constitución. Asimismo, me detendré especialmente en cuatro ordenamientos que son considerados hitos del constitucionalismo liberal mexicano: la Constitución de Apatzingán de 1814; y las Constituciones de 1824, 1857 y 1917, ésta última, que rige actualmente en México.

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II. Cádiz en los Sentimientos de la Nación y en la Constitución de Apatzingán de 1814

Los principios constitucionales de Cádiz pronto se plasmaron en la cultura mexicana de las primeras décadas del siglo xix y en el pensamiento de los caudillos de la Independen- cia, especialmente en José María Morelos y Pavón, Ignacio Rayón y Agustín de Iturbide. Con base en las ideas mencionadas en la Constitución gaditana se elaboraron docu- mentos de capital importancia para el proceso de Independencia y para el incipiente cons- titucionalismo decimonónico de México. Uno de los más importantes se denominó los Sentimientos de la Nación, documento elaborado en 1813, por una de las figuras más destacadas de la historia mexicana: don José María Morelos y Pavón. En el artículo 5 de ese documento parecen resumirse los cuatro grandes temas de Cádiz: la idea de nación, entendida como conjunto de ciudadanos situados en pie de igualdad frente a la norma; la soberanía, que recae en esa nación; la de división de poderes como base del sistema constitucional y el derecho fundamental de los ciudadanos a elegir a sus represen- tantes. Éste es el texto del documento de Morelos:

Que la soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que solo quiere depositarla en sus representantes dividiendo los poderes de ella en Legislativo, Ejecutivo y Judiciario, eligiendo las Provincias sus vocales, y éstos á los demás, que deben ser sujetos sabios y de probidad (Morelos 1813, artículo 5).

Morelos afirmó ante los acusadores de la Inquisición de México que éste y otros princi- pios del documento por él redactado se habían inspirado directamente en la Constitución de Cádiz. La idea de nación, tal como la entendió el Constituyente gaditano y, posteriormente Morelos, influyó en el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionado en 1814, más conocido como Constitución de Apatzingán, y considerado por algunos como la primera Constitución del México independiente. En esta Constitución se abandonó la forma de gobierno monárquica, para adoptar una regida por la división de poderes (artículos 11 y 12), donde el Ejecutivo recayó en un Supremo Gobierno ejercido por tres individuos, quienes se turnarían la presidencia por cuatrimestres (artículo 132); el Legislativo a cargo del Supremo Congreso (artículo 48) y el Judicial que se ejercía por el Supremo Tribunal de Justicia (artículo 181). Sin embargo, hay una variación de significados muy importante: mientras la Cons- titución de Cádiz incluyó en la idea de nación a todos los ciudadanos de los reinos de la monarquía española, tanto peninsulares como americanos; la de Apatzingán sólo se refirió a los mexicanos, de donde se desprende que interpretó la idea gaditana con un sentido independentista.

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En el texto con el que inicia la Constitución de Apatzingán se dice que el Congreso constituyente se había propuesto reintegrar “a la nación misma en el goce de sus augustos e imprescriptibles derechos”, con lo cual se conseguiría “la gloria de la independencia” (Constitución de Apatzingán 1814, 47). En realidad, donde la Constitución de Apatzingán se separa del texto gaditano no es en la idea de nación sino en la de soberanía nacional, ya que el artículo segundo disponía que la soberanía es “la facultad [del pueblo] de dictar leyes y establecer la forma de gobier- no que más convenga a los intereses de la sociedad” (Constitución de Apatzingán 1814, artículo 2). Otra de las grandes aportaciones de la Constitución gaditana que se recogió en la Constitución de Apatzingán fue la introducción de la noción moderna de individuo, po- seedor nato de los derechos fundamentales. Desde luego, esto no era una realidad del todo desconocida en el virreinato de Nueva España, en donde se habían hecho importantes reconocimientos de los derechos huma- nos, fruto de la lucha de personajes como fray Bartolomé de las Casas, fray Bernardino de Sahagún y Vasco de Quiroga, entre otros. En la Constitución de Apatzingán se reconocen los derechos fundamentales de libertad, igualdad, propiedad y seguridad. De igual forma, en el artículo 237 de esa Constitución se previó el control constitucio- nal en los términos siguientes: “[…] cualquier ciudadano tendrá derecho para reclamar las infracciones que notare” (Constitución de Apatzingán 1814, artículo 237). Empero, a diferencia de la Constitución gaditana, la de Apatzingán no establecía de manera expresa la autoridad ante la que se podía instaurar el procedimiento de defensa de la Constitución. Esta descripción del reconocimiento en la Constitución de Apatzingán de los derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad, aunado al ideal gaditano de protección a los derechos legítimos de todos los individuos, son el cimiento para la defensa a la postre, de los derechos fundamentales del hombre en el ordenamiento constitucional del siglo xxi.

III. El Acta Constitutiva y la Constitución de 1824

En el Acta Constitutiva y Constitución de 1824 se continuó con una forma de gobierno distinta a la monarquía, ya que se adoptó la de una república representativa, popular federal. En el Acta Constitutiva se establecía que la nación mexicana estaba compuesta de las provincias comprendidas en el territorio del antes virreinato de la Nueva España, en el de la Capitanía General de Yucatán y en el de las Comandancias Generales de Provincias Internas de Oriente y Occidente (artículo 1). Ahora, si bien es cierto que en el Acta Constitutiva y en la Constitución de 1824 no se plasmó de manera expresa la correspondencia del concepto de nación con el de pueblo, en el discurso inherente al decreto del Congreso general constituyente, se hace alusión al

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pueblo como fundamento de la nación mexicana a la que se refería; por tanto, la nación mexicana de la que hablaba la Constitución de 1824 se debe entender inserta en la tradi- ción gaditana de configuración popular. Respecto a la soberanía, el Acta Constitutiva retoma el concepto y lo vincula a la nación mexicana al establecer que es en ésta donde reside e implica el derecho de adoptar y esta- blecer por medio de sus representantes, la forma de gobierno y demás leyes fundamenta- les que le pareciera más convenientes (artículo 3). De igual forma, tanto el Acta Constitutiva (artículo 6) como el texto de la Constitución (artículo 9), ambos de 1824, establecieron la división del “Poder Supremo de la Federación” en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, siendo el Acta Constitutiva la que puso énfasis en que no podrían reunirse dos o más de esos poderes en una corporación o persona, ni deposi- tarse el Legislativo en un individuo. En el tema de los derechos fundamentales, omitió referirse de manera más clara a ellos, ya que al respecto se estableció en el Acta Constitutiva la facultad soberana de la nación mexicana para que, mediante sus representantes establecieran las leyes fundamentales que estimaran más convenientes. Lo que llama la atención es que tanto el Acta Constitutiva como la Constitución fueron especialmente enfáticas en el derecho de libertad de imprenta (artículos 50, fracción III y 161, fracción IV), lo cual es perfectamente comprensible pues en el periodismo de los primeros años del siglo xix se habían divulgado los principios de la Independencia. Por otra parte, se estableció el principio de supremacía de la Constitución, como se advierte del artículo 24 del Acta Constitutiva, el cual disponía que las constituciones de los estados no podían oponerse a lo establecido tanto en el Acta como en la Constitución. Asimismo, en el artículo 137, fracción V, párrafo sexto, se dispuso que era atribución de la Corte Suprema de Justicia conocer de “las infracciones de la Constitución y leyes generales, según se prevenga por la ley” (cfeum 1824, artículo 137, fracción V, párrafo 6). De igual forma, se previó la facultad del Congreso para hacer efectiva la responsabili- dad de quienes quebrantaran la Constitución o el Acta Constitutiva (artículo 164) y que sólo el Congreso podría resolver las dudas que ocurrieran “sobre la inteligencia de los artículos de esta Constitución y de la Acta Constitutiva” (artículo 165). Así, el Acta Constitutiva y la Constitución, de 1824 constituyeron un sistema constitu- cional sui géneris, complementario, que recogió los ideales gaditanos de nación, sobera- nía, división de poderes y defensa de la Constitución.

IV. La Constitución de 1857

La Constitución de 1857 también es un reflejo de los principios gaditanos. En primer lugar, retomó la idea de nación entendida como “pueblo”, es decir, como conjunto de in- dividuos, y de ahí derivó la idea de soberanía nacional: “la soberanía nacional —dice el

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texto constitucional— reside esencial y originalmente en el pueblo” (artículo 39) (cprm 1857, artículo 39). Por lo que hace a la división de poderes, no fue sino hasta la promulgación de la Cons- titución de 1857, cuando a los jueces del Poder Judicial Federal se les otorgó la facultad de juzgar de la constitucionalidad de las leyes y actos de autoridad. Ligado con lo anterior, en el rubro de los derechos humanos la Constitución de 1857 fue más radical en la “libertad civil”, a la que se refería el texto gaditano, pues estableció un conjunto de derechos del hombre; y como garantía el juicio de amparo, lo que sin duda fue una consecuencia de ese largo itinerario hacia la libertad del ciudadano. La defensa de estos derechos fundamentales se estableció en el artículo 101, fracción I, al prever que “los tribunales de la federación resolverán toda controversia que se suscite: por leyes o actos de cualquiera autoridad que violen las garantías individuales” (cprm 1857, artículo 101, fracción I). Se advierte así, que la semilla de los ideales gaditanos germinaron y maduraron en la Constitución de 1857, al preverse, principalmente una defensa efectiva de los derechos fundamentales, por medio del Poder Judicial Federal.

V. La Constitución de 1917

A propósito de las influencias de la Constitución gaditana en el constitucionalismo de- cimonónico, no se puede dejar de mencionar a la Constitución de 1917, que rige actual- mente en México, pues en ella culminan varios de los procesos históricos del siglo xix. En esa Carta Magna se establece, en su artículo 2, que la nación mexicana es única e indivisible y reconoce su integración pluricultural sustentada en sus pueblos originarios. La Constitución de 1917 continúa fiel al legado gaditano y establece en su artículo 39 que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo mexicano; asimismo, reconoce que el poder público dimana de él y se instituye para su beneficio, tan es así, que confiere al pueblo mexicano el derecho de alterar o modificar la forma de gobierno republicano, representativo, democrático y federal. En 1917, Venustiano Carranza parece resumir el anhelo histórico asumido desde la épo- ca de Cádiz, y nunca resuelto hasta entonces, el relativo a la división de poderes; principio del que expresó:

La división en ramas del poder público obedece […] a la idea fundamental de poner límites precisos a la acción de los representantes de la nación, a fin de evitar que ejerzan, en perjui- cio de ella el poder que se les confiere […] (Mensaje del Primer Jefe ante el Constituyente. 1916, 209-10).

TEPJF 297 La influencia de la Constitución de Cádiz... • Pedro Esteban Penagos López

La división de poderes se ha convertido así, en conditio sine qua non de la vida repu- blicana y de la democracia, pues, como decía Carranza, donde el poder se concentra en una persona o corporación, es imposible que haya igualdad y proporcionalidad; principios que, como es sabido, son base de toda organización democrática. Forma de gobierno que es acogida en el artículo 49 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. En los últimos tiempos, la adición más relevante a la Constitución de 1917 es la reforma al artículo 1 del 10 de junio de 2011 relativa al reconocimiento de los derechos humanos establecidos en los tratados internacionales en los que el Estado mexicano sea parte, adi- ción que obliga a todas las autoridades del Estado mexicano a realizar una interpretación pro homine de las normas y en atención a los principios de universalidad, interdependen- cia, indivisibilidad y progresividad.

VI. Conclusiones

Los antiguos principios del constitucionalismo mexicano, heredados de la Constitución de Cádiz y de la doctrina política francesa, continúan siendo un acicate para la democra- cia de este país. El bicentenario de la primera Constitución hispanoamericana, promulgada en esta bella ciudad de Cádiz, ha sido una buena oportunidad para reflexionar acerca de la demo- cracia en México y respecto a los difíciles e intrincados caminos para llegar a consolidarla. Para el autor de este trabajo es un orgullo participar en este seminario, no sólo por compartir los momentos solemnes de los actos conmemorativos, sino también porque este tipo de eventos contribuyen a la reflexión y al fortalecimiento del ser constitucional de México. La conmemoración de la Constitución de Cádiz, en esta antigua Gadir fenicia y Gades romana, trae a la memoria una historia con la que se encuentran ciertos paralelismos: la inmortal leyenda de Hércules, que tiene en esta hermosa ciudad una de sus versiones míticas originales. Según la leyenda, en la Antigüedad, Hércules colocó en el templo de Astarté-Venus, junto a Cádiz, las famosas columnas que señalaban los límites del mundo al común de los mortales. El mar, más allá de las columnas, conducía al reino de la muerte, cruzarlas implicaba, pues, un enorme desafío; esto es, aquí eran los confines del mundo antiguo. La Constitución de Cádiz, venciendo los límites impuestos en la Antigüedad, se situó más allá de la finitud histórica. Donde muchos con anterioridad habían visto límites, el Constituyente gaditano rompió con esas barreras y se situó en el camino de la libertad y la racionalidad, en el cual se sigue bregando.

298 México en Cádiz, 200 años después...

VII. Fuentes consultadas cfeum. Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos. 1824. Disponible en http://www.diputados.gob.mx/biblioteca/bibdig/const_mex/const_1824.pdf (con- sultada el 28 de octubre de 2013). Constitución de Apatzingán. 1814. Decreto constitucional para la libertad de la Améri- ca mexicana, sancionado en Apatzingán á 22 de Octubre de 1814. Disponible en http://www.diputados.gob.mx/biblioteca/bibdig/const_mex/const-apat.pdf (con- sultado el 28 de octubre de 2013). cprm. Constitución Política de la República Mexicana. 1857. Disponible en http://www. juridicas.unam.mx/infjur/leg/conshist/pdf/1857.pdf (consultado el 28 de octubre de 2013). Cueva, Mario de la. 2011. Curso de Derecho Constitucional, colección Apuntes de las clases impartidas por ilustres juristas del siglo xx. Núm. 9, 214, Libro VI, capítulo XI de la Política de Aristóteles. México: pjf/ scjn. Ferrer, Manuel. 1993. La Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España. México: unam. Lorente Sariñena, Marta. 1987. Las infracciones a la Constitución de 1812, Madrid: cec, 200 citado en Raúl Canosa Usera, “Derechos y libertades en la Constitución de 1812” (147-92). Revista de Derecho Político. 2011. Núm. 82. Cuatrimestral (sep- tiembre-diciembre). España: uned. Mensaje del Primer Jefe ante el Constituyente. 1916. Disponible en http://biblio.juridicas. unam.mx/libros/2/594/17.pdf (consultada el 28 de octubre de 2013). Morelos y Pavón, José María. 1813. Sentimientos de la Nación. Disponible en http://www. ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1813.pdf (consultada el 28 de octubre de 2013). Rieu Millan, Marie Laure. 1990. Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Rosti, Marizia.1997. Come la Spagna perse l´America. La Spagna di fronte all´independenza delle proprie colonie sudamericane 1800-1840. Milán: Edizioni Unicopli. tepjf. Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. coord. 2012. Constitución Política de la Monarquía Española: Cádiz 1812. Edición facsimilar. Disponible en http://portal.te.gob.mx/sites/default/files/cpme_cadiz_1812.pdf (consultada el 28 de octubre de 2013).

TEPJF 299

Cádiz y su reconocimiento en el constitucionalismo mexicano del siglo xix

Álvaro Arreola Ayala*

SUMARIO: I. Introducción; II. El problema; III. El federa- lismo; IV. El Poder Legislativo; V. Conclusiones, VI. Fuentes consultadas.

I. Introducción

Dos demonios emocionales rivalizan durante el siglo xix en México: la pasión y la debilidad. Su inclinación a la violencia, siendo todavía un Estado de poca fuerza, lo caracterizan realmente. El país real y el país formal, como será caracterizado por más de un escritor de la época. Entre 1808 y 1867 los mexicanos viven un largo pe- riodo lleno de enormes problemas: varias guerras, pérdi- das de poco más de la mitad del territorio y conflicto social permanente al menos hasta el último año citado. Paradó- jicamente, es la etapa histórica en la que se va construyen- do de manera gradual, pero firme y constante, el nuevo

* Sociólogo e historiador. Investigador de carrera del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam).

301 Cádiz y su reconocimiento... • Álvaro Arreola Ayala

modelo de Estado-nación. La institucionalidad mexicana se construye en ese siglo a pesar de las adversidades, lo que representó una enorme experiencia histórica. Como lo apuntó Carlos Monsiváis

en su primer siglo de vida formalmente independiente, México sufre los sedentarismos y los desprendimientos, las rupturas y los arraigos propios de una sociedad endeble, frenada e impulsada por la lucha ideológica, inhabilitada para distinguir con precisión entre medios y fines (Monsiváis 2006, 98).

Los mexicanos iniciaron el siglo xix en el duro reconocimiento de la desintegración del imperio español. Como decía correctamente José Vasconcelos,

el caos producido en España por la invasión napoleónica nos dejó sin cabeza. Y el des- potismo al no permitir que haya más de una cabeza, deja a las naciones y a las provincias desorientadas y desamparadas en las grandes crisis colectivas (Vasconcelos 1937, 282).

Por lo anterior y muchos otros procesos más, el nacimiento y progreso de la nación mexicana fue, sin duda, producto de esa crisis colectiva; un asunto de enormes y comple- jas dificultades. Una primera aproximación al tema es que desde 1808 y hasta años recientes, la cons- trucción de un Estado de derecho ha corrido casi de manera paralela a una constante lucha por el poder. Derecho versus poder y legalidad, versus legitimidad son una dualidad, que se convierte en un distingo y sello del quehacer político mexicano. Por todo ello, Cádiz y el constitucionalismo escrito del siglo xix, no están inocente- mente unidos. Su unión, remite, en primer lugar, a la recuperación de un territorio au- tónomo aunque no totalmente libre. También a la idea de soberanía, a las disputas para definir una forma de Estado y de gobierno, y definitivamente, un paso a la modernidad lo da la recuperación del concepto de ciudadanía como unidad jurídica. Es el inicio también de un México donde las clases sociales impugnan los privilegios o por el contrario, algunas de ellas tratan de preservarlos. Entre 1808 y 1814, por ejemplo, en términos generales, los criollos forman la nueva élite del poder y los mestizos constituyen el grupo opositor. En la búsqueda de un nuevo orden siempre jurídico para el nuevo Estado-nación, las vo- ces insurgentes en Cádiz se enfrentan a una realidad: el ejército se vuelve la única fuerza ca- paz de mantener el control. Ejército en cuyos altos mandos están excluidos los naturales del país. Esta prohibición era uno de los principales agravios de los criollos contra los españoles. José Emilio Pacheco, al respecto, dijo: “El país oscila entre el caos y el despotismo. Instituir una república parlamentaria y federal es una utopía allí donde subsisten las ins- tituciones coloniales” (Pacheco 1979, XII).

302 México en Cádiz, 200 años después...

Pensar a la Constitución de Cádiz en la historia mexicana del siglo xix es reflexionar también en que la revolución del orden colonial de 1808 no quebró en forma automática el orden jurídico que se había desarrollado desde 1521. El nobel mexicano Octavio Paz enseña que si algo caracteriza esos tres siglos es la continuidad del orden público y no sus alteraciones (Paz 1982, 31-3). La Constitución gaditana colaboró con un nuevo fenómeno social y político donde se transfirió mucho poder a nuevos sujetos sociales y territoriales. Se rompió el orden pro- vincial y espacial del virreinato y se configuró el escenario no sólo de la independencia de México sino también el inicio de la nueva República federal: monarquía y nación, una dua- lidad que ha producido miles y miles de páginas desde entonces y que con ese título Rafael Estrada elaboró un excelente trabajo que se ocupa brillantemente del tema (Estrada 2006). Cádiz fue el gran inicio de todo un ciclo de formación. Los diputados de Nueva España que asisten a la Isla de León van a conocer las ideas y las prácticas de la política moderna (Florescano 1991, 51). Se inician en las nuevas formas de asociación que proponen las lo- gias masónicas (antecedente organizativo y doctrinal que explica el surgimiento posterior de los partidos políticos), y participan por primera vez en la elaboración de una Constitu- ción. La parte doctrinal liberal también es decisiva en los inicios del xix que se asimila en Cádiz, especialmente la que proviene de Francia y Estados Unidos. La diputación de Nueva España en la legislatura gaditana de 1810 a 1813 estuvo for- mada por 23 diputados: “Decir que su trascendencia y participación fue sobresaliente no es identificarnos con el sujeto histórico, sino constatar una evidencia” (Chust 2001, 24). En este trabajo no me interesa participar de la fuerza de los mitos acerca de la Inde- pendencia de México. Remito al lector a identificarlos mediante sus mejores exponentes, no precisamente historiadores de profesión: Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán o José María Luis Mora. Tampoco comparto la visión historiográfica del nacionalismo revolucionario que rele- ga la aportación de Cádiz a la historia nacional. Nettie Lee Benson refutó desde hace mu- cho tiempo tal visión, y en ella me apoyo para explicar el valor de la construcción de una nación por medio de instituciones políticas como lo es un régimen federal, con principios democráticos y separación de poderes, por sólo citar un ejemplo (Benson 1994).

II. El problema

El siglo xix es sin duda para México el siglo del liberalismo, la base misma de la actual estructura institucional, el antecedente que explica, con mucho, el constitucionalismo del siglo xx y xxi y al que en los últimos 12 años se intenta modificar para beneficio del gran capital financiero internacional y sus aliados internos, defensores del conservadurismo histórico.

TEPJF 303 Cádiz y su reconocimiento... • Álvaro Arreola Ayala

Entender la influencia de Cádiz en el constitucionalismo mexicano del siglo xix no só- lo es admirar la fuerza política de sus propuestas sino en primer término se debe decir que la Constitución gaditana es un ejemplo mayúsculo de liberalismo doceañista empapado de toda una serie de propuestas insurgentes novohispanas, en las que no se puede obviar a José María Morelos. Manuel Chust lo precisa mejor,

Morelos planteó no sólo una resistencia armada, sino todo un programa político capaz de enfrentarse a las propuestas del liberalismo doceañista que se estaba conformando en Cádiz con la participación de representantes novohispanos (Chust 2009, 58).

Los ideales republicanos de Morelos le llevaron a defender la construcción de la Repú- blica del Anáhuac. En 1813 reunió un Congreso en Chilpancingo en el que proclamó la abolición del tributo indígena, de la esclavitud y la Independencia de México.

Estos ideales se plasmaron en la denominada Constitución de Apatzingán, decretada el 22 de octubre de 1814 y que, a pesar de todo, tomó muchas ideas de la Constitución de 1812, aunque sin las connotaciones monárquicas de ésta última (Chust y Frasquet 2009, 58-59).

Una inmediata consecuencia revolucionaria de Cádiz en el siglo xix mexicano fue, sin duda, la realización del Congreso de Chilpancingo que, independientemente del esfuerzo logístico que implicó para José María Morelos, permitió asumir un compromiso con el futuro de un nuevo país y con la legalidad. Para Luis Villoro, con la realización de ese Congreso se trató de:

una nueva concepción política. Desprovisto de antecedentes en la Nueva España, sin poder apelar siquiera a alguna reunión de Cortes anterior, que hubiere podido servirle de guía, no pudo menos de inspirarse en la Revolución Francesa y en las Cortes Gaditanas (Villoro 1963, 231).

Por cierto, en Chilpancingo nace la noción de la soberanía popular. La Constitución política de la monarquía española promulgada en Cádiz el 19 de mar- zo y el 29 de septiembre en Nueva España, en el año de 1812, con sus 384 artículos es un documento axial (Cuevas 1940, 435).1 Es un parteaguas histórico, jurídico y sociológico.

1 “Esa reunión de exaltados vociferantes en Cádiz, libertinos e impíos muchos de ellos, mala copia de los revolucionarios franceses”, “libertinos de entre ellos, cuales fueron Ramos Arizpe, intrigante y desleal, el alocado P. Mier y el traidor Zavala”. Estas son algunas de las descripciones que el jesuita Mariano Cuevas escribió en 1940, a propósito de la historia mexicana. Véase su trabajo Historia de la nación mexicana, 1940, 435.

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Para entender esto es necesario aceptar la naturaleza de la política de aquel tiempo. La modernidad estaba solamente ligada a un proceso de igualdad y tímidas reformas de autonomía. Las nuevas instituciones que se crean a partir de 1812 estuvieron casi siempre más allá del determinismo social. La modernidad del siglo xix trajo muchas y variadas tradiciones para México. En el rubro de la política se debatió intensamente desde el nombre hasta la simbología nacio- nal. Respecto de las fuentes de legitimidad política y la forma de gobierno del pueblo de México: República o monarquía, democracia o autocracia, federalismo o centralismo fueron principios excluyentes atacados y defendidos en las décadas posteriores a Cádiz, hasta la definitiva afirmación de los primeros hacia el año de 1867. República, democracia y federalismo en el constitucionalismo mexicano del siglo xix son principios que le dan a México un sello particular. En el plano cultural el impacto de una nueva modernidad del xix se estampa en varios símbolos, no puedo dejar de mencionar algunas de toda la gama de novedosas tradiciones, que van desde la veneración a la virgen de Guadalupe. Desde Hidalgo, pasando por el multidictador Antonio López de Santa Anna, el emperador importado de Austria, Maxi- miliano de Habsburgo, mantienen cada uno en su momento, la Orden de Guadalupe. Los liberales la defienden y la reclaman suya. El poeta y político Guillermo Prieto le escribe:

Piedad para tus hijos. ¡Madre amante! Ampara a nuestra patria, que rendida, clama paz con acento agonizante, y tú, la excelsa, la de luz vestida, alza, oh madre de Dios, alza triunfante la causa de los libres, tan querida (Monsiváis 2006, 32).

A lo largo del siglo xix, entre batallas por la libertad de conciencia y la libertad de cultos, la virgen morena es obligación religiosa y patriótica. En el siglo xix mexicano es el que une la fe y la historia. Otras tradiciones culturales que trajo el xix son también, por ejemplo: la recuperación del arte indígena, la centralización social y política de la Ciudad de México, el liberalismo, la secularización y la gastronomía mexicana, prácticas que explican, en parte, el naciona- lismo mexicano. Tradiciones de años que junto a la política desarrollada en los inicios del siglo, como dice Antonio Anino, en un régimen tan pluralista —como lo fue la monarquía española—, desigual, casuista, corporativo, pluriétnico, competitivo y fisiológicamente conflictivo, la política consistió en la mediación jurisdiccional entre los cuerpos, las comunidades, los territorios y los particulares entre todos los segmentos organizados en la monarquía. La política fue el gobierno de la desigualdad en manos de una pluralidad de sujetos dotados de facultad jurisdiccional; es decir, de juzgar, pero también dotados de una facul- tad normativa. Lo que garantizó la gobernabilidad de estas sociedades, que los liberales del siglo xix imaginaron como caótica y arbitraria, fue la identificación entre política y

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derecho-justicia entendida como el reconocimiento de lo desigual que existe o que debe- ría existir a partir de un orden natural y divino:

Lo que permitió a la monarquía católica conservar uno de los imperios más grandes de la historia por tres siglos fue precisamente la obra de mediación jurisdiccional practicada por los jueces que de hecho y de derecho fueron los gobernantes de cada reino por mandato del rey (Annino 2010, 14).

No se debe olvidar que en Nueva España las comunidades indígenas estaban regidas por las leyes de Indias y había estatutos especiales para los diferentes grupos étnicos: negros, mulatos, mestizos, criollos y españoles. Las leyes particulares regían a las órdenes religiosas y a la Iglesia secular; otras a los encomenderos, los comerciantes, los mineros, los artesanos, las congregaciones, las cofradías. Sí, Nueva España era una sociedad plura- lista, regida por un sistema de jurisdicciones especiales para cada grupo, acentuadamente jerárquica y paternalista (Morse en Paz 1982, 34). Es una realidad que durante todo el siglo xix mexicano los cambios y continuidades en la política son vastos y muchos de ellos quizá no suficientemente valorados. En México, entre 1808 y 1910, en medio de guerras sangrientas, se experimentaron nuevas formas de hacer política. Los cambios profundos no logran existir sin lo que se desarrolló histó- ricamente. Entre los cambios y las continuidades existe una interesante bifurcación. Lo antiguo y lo nuevo se mezclaron. La Carta gaditana, la llamada Pepa,2 desencadenó cambios irreversibles para España y México. Felipe Tena Ramírez recuerda que el siglo xix mexicano en su aspecto jurídico se ini- cia en 1808 y culmina hasta 1867, en que se consumó el triunfo de la República. En ese periodo se registra un número considerable de asambleas constituyentes, de reformas constitucionales y de planes políticos que se proponían convocar o modificar las consti- tuciones. La singularidad jurídica del país se encuentra allí. En casi 70 años, México es escenario de 11 asambleas constituyentes: el Congreso constituyente que inició su obra en Chilpancingo el año de 1813; el Congreso constitu- yente de 1822, dos veces convocado; la Junta Nacional Instituyente de 1823, que actuó durante el tiempo en que el anterior Congreso permaneció disuelto; el Congreso cons- tituyente de 1824; el Congreso ordinario, erigido en Constituyente en 1835; el Congreso ordinario, erigido en Constituyente en 1839; el Congreso constituyente de 1842; la Jun- ta Nacional Legislativa de 1843; el Congreso constituyente extraordinario de junio de

2 Se le conoció popularmente con ese nombre porque se proclamó el 19 de marzo de 1812, que en el calendario católico es el día de San José.

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1846; el Congreso constituyente de diciembre de 1846, con funciones al mismo tiempo de Congreso ordinario; el Congreso constituyente de 1856. Además de las asambleas, tres individuos llegaron a asumir en sus respectivas personas la función constituyente, así haya sido en forma provisional y con alcance limitado: Antonio López de Santa Anna, Ignacio Comonfort y Maximiliano de Habsburgo. Al periodo mencionado le corresponden 14 instrumentos constitutivos: la Consti- tución española de 1812, expedida por las Cortes de Cádiz; las Constituciones de 1814, 1824, 1836, 1843 y 1857; las Bases Constitucionales de 1822 y de octubre de 1835; los Estatutos Provisionales de 1823, de 1853, de 1856 y de 1865, y las Actas constitutivas de 1824 y de 1847. En cuanto a los planes políticos de alcance jurídico y que influyen en la historia constitucional mexicana se encuentran: El Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba; el Plan de Ayutla y sus reformas de Acapulco. Otros documentos políticos que contribui- rán de algún modo a la nueva realidad mexicana del siglo xix son: la representación que en 1808 dirigió el Ayuntamiento de México al virrey Iturrigaray; el bando de Miguel Hidalgo en Guadalajara, de diciembre de 1810; los puntos que en 1813 presentó Morelos al Congreso de Chilpancingo, con el título de Sentimientos de la Nación, y las actas de independencia de 1813 y de 1821, así como las que el 1 y 2 de marzo de 1821 acogieron el Plan de Iguala. Otros dos documentos que sin ser constitutivos representan episo- dios políticos importantes en la trayectoria constitucional de México son: el voto del Constituyente de 1823 a favor del sistema federal (12 de junio de 1823) y el dictamen del Supremo Poder Conservador, que en noviembre de 1839 autorizó al Congreso or- dinario para reformar la Constitución. Reitero: pasión y debilidad enfrascados en una batalla a veces interminable. En la actividad constituyente aquí enumerada ocupan lugar aparte las Leyes de Refor- ma, expedidas por el presidente Benito Juárez durante los años de 1859 a 1863, favorables al espíritu de la Constitución de 1857 (Tena 2005). Cabe señalar que durante esa época los cambios no fueron lineales, profundos. Los cambios no se cumplieron en su totalidad. Para evaluarlos en este ensayo sólo tocaré uno que me provoca mayor atención: el federalismo y su impacto constitucional.

III. El federalismo

Entre los mayores logros que se producen en el México independiente y que devienen de la insurgencia doceañista está sin duda alguna el federalismo, reivindicado especialmente en la Constitución Federal de 1824. Término que fue sinónimo de provincialismo en una época, y que fue defendido por el diputado tlaxcalteca Guridi y Alcocer en Cádiz, al discutirse el artículo 326. “Término, en

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fin, que trataba de establecer una realidad española que se estaba alejando, la autonomis- ta, y de conciliar los intereses provinciales dentro del estado nacional español, sin llegar al federalismo” (Chust 1995, 159-87). Existen numerosos autores convencidos de una total influencia de la Constitución nor- teamericana de 1787 en textos vigentes desde 1824 a la fecha y algunos suponen que la Constitución de 1824 fue copia de la de los Estados Unidos. Esta opinión es compartida por algunos autores como Ignacio Ramírez, que consideró la Constitución de 1824, que no era sino una mala traducción de la norteamericana y esta misma censura hizo a la comisión en 1857. Emilio Rabasa contestó esta afirmación diciendo que los legisladores no cometieron el desacierto de copiar instituciones que habían sido de mucho, opuesto a lo que requerían los antecedentes, las propensiones y los vicios. Ni la Constitución de 1957 ni la de 1824, que de aquélla tomó la mayor parte de la organización política, son copias de su modelo. Fue contundente Rabasa:

La primera constitución, la de 1824, aunque parece hecha con vista de la de los Estados Unidos, demuestra que sus autores conocían sólo el texto, pero no tenían noticia del des- envolvimiento que la interpretación le había dado ya al concluir el primer cuarto del siglo (xix) (Rabasa 1919, 158).

La democracia en América de Tocqueville, más tarde divulgadora del régimen ameri- cano en el mundo, no se había publicado todavía; los legisladores de 1824 no podían des- cubrir en los preceptos lacónicos de la ley sajona la trascendencia de sus relaciones en la aplicación, y no había libros que las expusieran ni comentadores a su alcance que pudieran ilustrarlas. Probablemente El Federalista, no traducido al castellano, era desconocido en la América española (Rabasa 1919, 158). El Congreso constituyente de 1823 fue convocado de acuerdo con el Tratado de Córdo- ba, su tendencia fue claramente borbónica y sirvió de bandera al Partido Conservador y a las clases privilegiadas del país. El tipo de gobierno por el que luchaban era el monárquico y centralista; otro partido dominante fue el iturbidista que desembocó en la organización de su imperio, y por último, el liberal republicano, que pronto acusó las tendencias del liberalismo moderno y la del liberalismo radical. Estos grupos se orientaron al establecimiento de una República federal apoyados en las provincias que se declararon partidarias del sistema federal, por ello el 12 de julio de 1823, el restaurado Congreso inició el voto para la forma federal de la República. Tanto los antecedentes de los miembros de la comisión que elaboró el Acta Constituti- va de 1824, como los debates del segundo Congreso Constituyente que formó la República del mismo año, demuestra una cierta tendencia al sistema federal norteamericano, ya que algunos federalistas conocían el texto de la Constitución de aquel país, pero no realizaron una copia vil ni servil a la de la Constitución de 1787.

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Pero debe recordarse que el propio Miguel Ramos Arizpe en las Cortes de Cádiz, ya presentaba las memorias de la situación de la provincia interna en el Oriente, desde el 7 de noviembre de 1811, en las cuales censuraba al centralismo administrativo de la colonia. En el Congreso de 1824 estuvo también presente el pensamiento político francés, en particular las ideas de la soberanía de Juan Jacobo Rousseau, nombre que es citado expre- samente en el manifiesto que divulga la Constitución. Además es precisa la influencia de la Constitución de Apatzingán y de la Constitución gaditana de 1812. No se debe omitir que el artículo 31 del Acta constitutiva y los artículos 145 al 165 de la Constitución del 1824 fueron tomados como ejemplo de la francesa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. No se puede dejar de mencionar que además de la Constitución española, la francesa y la norteamericana citadas, se señalaron las influencias y algunos documentos impor- tantes tales como la obra del sudamericano Vicente Rocafuerte en 1823, acerca de las ideas necesarias a todo pueblo independiente y que quiera ser libre y el proyecto de las Bases generales para la organización federativa de Esteban Austin, y el Pacto Federal de Anáhuac de Prisciliano Sánchez. Ahora bien, en 1824 se dividió al país en 19 estados y 5 territorios; se facultó a cada estado para elegir gobernantes y asambleas legislativas propias como lo hacían los Estados Unidos y según lo tenía previsto la de Cádiz. El gobierno federal tendría tres poderes clá- sicos según la doctrina de Montesquieu. El Poder Legislativo se componía de las Cámaras de Diputados y Senadores; el Ejecutivo debería ejercerlo el presidente o en su ausencia, un vicepresidente; el Judicial, a su más alto nivel, se atribuyó a la Suprema Corte; por lo que toca a principios, la Constitución de 1824 mantuvo como religión del Estado, la católica; prohibió el ejercicio de cualquier otra, y ordenó las libertades de imprenta y palabra e instrumentó las primeras elecciones que elegirían a Guadalupe Victoria como su primer magistrado. En 1825 había caído en poder de tropas mexicanas el Fuerte de San Juan de Ulúa, que era el último reducto español en México, pero ni España ni los españoles perdieron enton- ces la esperanza de reconquistar la antigua colonia; mientras se preparaban expediciones que partían de Cuba, los españoles residentes en México conspiraban y el gobierno deci- dió expulsarlos y esta expulsión ayudó a consolidar la independencia, pero fue perjudicial para la economía, pues con los expulsados salieron sus capitales. Entraron en su lugar los onerosos créditos y empréstitos exteriores y el dinero y la maquinaria inglesa para la reha- bilitación de la minería llegaron los comerciantes de Hamburgo, de Francia, de Inglaterra y de Estados Unidos. Se vivió la pugna de las logias y se fraccionó el país. No se puede negar que el antecedente inmediato de nuestras constituciones de 1824 y 1857 fue la Constitución Española de Cádiz. En ella se dice (artículo 4) que “la nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen” (pjf 2010, 99).

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Más tarde, la Constitución de Apatzingán, en su artículo 24 habla de que:

la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos, consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las sociedades políticas (pjf 2010, 165).

Como se ve, don José María Morelos y los contemporáneos constituyentes de Apatzingán ya señalaban también que la íntegra conservación de esos derechos debiera ser el propósito de todas las instituciones políticas. Morelos habla de la conservación de los derechos que previa- mente ha reconocido. Alcanzada la independencia, en el ensayo de hacer una Constitución política de la nación mexicana, en mayo de 1823, se dice entre las bases constitucionales que

La nación mexicana es la sociedad de todas las provincias del Anáhuac ó Nueva España que forma un todo político. Sus derechos son: primero el de la libertad de los ciudadanos, que es la de pensar, hablar, escribir, imprimir y hacer todo lo que no ofenda los derechos de otro. Segundo, el de la igualdad, que es el derecho de ser regidos por una misma ley sin otras dis- tinciones que las establecidas por ella misma; tercero, el de propiedad que es el de consumir, donar, vender, conservar, exportar lo que sea suyo sin más limitaciones que las que designe la ley. Cuarto el de no haber por ley sino aquella que fuese acordada por el congreso de sus representantes (pjf 2010, 270).

Al año siguiente, en el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, se dice en el artículo 30 que: “la nación está obligada a proteger por leyes sabias y justas los derechos del hombre y del ciudadano” (pjf 2010, 313). Aquí está presente la idea del derecho natural; los derechos existen y la nación debe protegerlos. En el primer proyecto de la Constitución Política de la República Mexicana de 1842 se manifiesta en el artículo 7 que la Constitución declara a todos los hombres de la República el goce perpetuo de los derechos naturales de libertad, igualdad, seguridad y propiedad contenidos en las disposiciones que van de la I hasta la XV. Y si esa redacción no pudiera parecer suficientemente precisa, en el segundo proyecto de Constitución política se declaran con perfecta claridad. La Constitución reconoce en todos los hombres los derechos naturales de libertad, igualdad, seguridad y propiedad, otorgándoles en consecuencia varias garantías indivi- duales primordiales (pjf 2010, tomo II, 274-98 y 322-46). En medio de tantos conflictos, los derechos estaban cada vez más amenazados y por eso en 1847 en el Acta Constitutiva y de Reformas, sancionada por el Congreso Extraordi- nario Constituyente de los Estados Unidos Mexicanos, se dice que (artículo 5),

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para asegurar los derechos del hombre que la Constitución reconoce, una ley fijará las ga- rantías de la libertad, seguridad, propiedad e igualdad de que gozan todos los habitantes de la República y establecerá los medios de hacerlas efectivas (pjf 2010, 408-17).

Es importante entender que partir del reconocimiento de los derechos del hombre, las leyes fijarán las garantías necesarias para que sean respetadas. Finalmente, esta idea va al artículo 1 de la Constitución Política de la República Mexi- cana del 5 de febrero de 1857, que declara

El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales. En consecuencia declara que todas las leyes y todas las autoridades del país deben respetar y sostener las garantías que otorga la presente Constitución (pjf 2010, 529-44).

Después de la Revolución de 1910 y al iniciarse la redacción de una nueva ley funda- mental, don Venustiano Carranza envió un proyecto de Constitución en el que, al referir- se a esta cuestión de los derechos del hombre, señala:

la Constitución de 1857 hizo, según antes he expresado, la declaración de que los derechos del hombre son la base y el objeto de todas las instituciones sociales, pero, en pocas excep- ciones, no otorgó a esos derechos las garantías debidas, lo que tampoco hicieron las leyes secundarias que no llegaron a castigar severamente la violación de aquéllas. De manera que, sin temor de incurrir en exageración, pude decirse que a pesar de la Constitución men- cionada, la libertad individual quedó por completo a merced de los gobernantes (pjf 2010, tomo III, 342).

Preocupado Venustiano Carranza por la violación reiterada de esos derechos, dice en otro párrafo:

a mi juicio lo más sensato, lo más prudente y a la vez lo más conforme con nuestros ante- cedentes políticos es, no me cansaré de repetirlo, constituir el Gobierno de la República respetando escrupulosamente esa onda tendencia a la libertad, a la igualdad, y a la seguridad de sus derechos que siente el pueblo mexicano. (pjf 2010, 350).

Por eso termina diciendo al referirse a ese artículo,

Señores diputados no fatigaré por más tiempo vuestra atención: Tengo la honra de poner en vuestras manos reformas, todas tendientes a asegurar las li- bertades públicas por medio del imperio de la ley a garantizar los derechos de todos los

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mexicanos por el funcionamiento de una justicia administrada por hombres probos y a llamar al pueblo a participar de cuantas maneras sea posible en la gestión administrativa (pjf 2010, 353).

El dictamen de la Comisión constituyente respecto al artículo 1 señala que debe apro- barse el proyecto enviado por Venustiano Carranza porque contiene dos principios capi- tales cuya enunciación debe justamente proceder a la enumeración de los derechos que el pueblo reconoce como naturales del hombre. El primero de éstos es que la autoridad debe garantizar el goce de los derechos naturales, el segundo es que no debe restringirse ni modificarse (esa) protección, sino con arreglo a la misma Constitución. Durante los debates de aquel artículo, los Constituyentes emplearon más tiempo y pa- sión en dirimir las diferencias entre una República y una Federación de estados unificados por un pacto, pero cuantas veces se refirieron al término de garantías individuales, socia- les o constitucionales aceptaban la existencia previa del derecho natural de los derechos del hombre que resultaban tutelados en el capítulo primero de la nueva Carta Magna. Si alguna explicación hubo para cambiar la redacción de 1857 es que se trataba de una afirmación simplemente declarativa y no prescriptiva y que, en cambio, la redacción de 1917 era de orden jurídico y que aceptando implícitamente la parte declarativa de la Constitución de 1857 establecía ciertos mandatos jurídicos para asegurar los derechos del hombre (scjn 2005, 119-44).3

IV. El Poder Legislativo

Un tema relevante en el siglo xix es la confección y diseño del modelo bicameral del Poder Legislativo. Tradicionalmente se dice que la institución del Senado ha sido el orga- nismo en donde se han ubicado los representantes de la aristocracia económica y social. En Estados Unidos de América, el Senado fue establecido por razones políticas y también económicas, fue el organismo que trató de resolver el conflicto entre los estados grandes y pequeños por lo que ve a su población. Antes de realizarse la independencia no hubo referencias al Senado en los diversos docu- mentos de carácter constitucional, ya sea la Carta de Cádiz o los proyectos de la insurgencia. Fue la Constitución de 1824 la que en su artículo 7 estipulaba que el Poder Legislativo se depositaba en un Congreso General de dos cámaras: la de Diputados y la de Senadores. Durante la inestabilidad política anterior a la Reforma, hubo dos constituciones cen- tralistas, las Siete Leyes de 1836 y las Bases Orgánicas de 1843 llamadas ilegítimas y extra- vagantes por Emilio Rabasa: “que no tienen interés para nuestro Derecho Constitucional

3 Véase tomo I, debate del artículo primero, 119-44.

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ni por las teorías ni por su aplicación” (Rabasa 1919, 159). Éstas seguían manteniendo al Senado sin razón, puesto que ya no había pacto federal. Además, el Senado de la Repúbli- ca centralista fue el paradigma de la antidemocracia, por el sistema de elección y por el origen de ese cuerpo. El Acta de Reformas de 1847 reitera el mantenimiento del Senado de acuerdo con el voto particular de Mariano Otero (Cámara de Diputados 2006, 485-512). El Congreso constituyente surgido de la Revolución de Ayutla desechó el sistema bicameral, considerando que el Senado tenía una triste historia de organismo de las clases privilegiadas y conservadoras. En contra de que fuera aprobado el bicamarismo, se pronunciaron los diputados García Granados, Gamboa, Zendejas e Ignacio Ramírez, esgrimiendo estas razones, di- chas en síntesis: el Senado es contrario a la democracia y una rémora para los intereses del país, el Congreso debe representar solamente el número de ciudadanos, de modo que establece el Senado equivale a salirse de la democracia. El bicamarismo fue derrotado en el Constituyente liberal y la Constitución de 1857, en su artículo 51, depositó el Poder Legislativo en una asamblea denominada Congreso de la Unión (Cámara de Diputados 2006, 595-616). Al triunfo de la República en 1867, Juárez expide la convocatoria del 14 de agosto de ese año para la elección de supremos poderes, pensando principalmente en la consolidación de las instituciones (García 1978, 172-8). En ella se apelaba al pueblo para que votara, entre otros asuntos, por el Poder Legislativo de la Federación, que debe depositarse en dos Cámaras. El referéndum propuesto por el Benemérito no fue aceptado y alrededor de 20 años la República prescindió del Senado hasta que la iniciativa del presidente Sebastián Lerdo de Tejada fue aprobada por el Constituyente permanente el 13 de noviembre de 1874, creándose nuevamente el Poder Legislativo bicameral con facultades concurrentes y también distintas. La Cámara de Diputados se compondría por representantes de la nación, electos cada 2 años y el Senado se integraría por 2 senadores por cada estado y 2 por el Distrito Federal como producto de elección indirecta en primer grado (pjf 2010, 1187-93). El proyecto de Constitución leído ante el Constituyente de Querétaro el 10 de diciem- bre de 1916, el artículo 50 relativo a la estructura del Poder Legislativo, era prácticamente un trasunto de la disposición respectiva de la carta de 1857, reformada en 1874: facultades exclusivas del Senado en la trayectoria constitucional mexicana. Si se estudian detenidamente las diversas constituciones que han regido la vida de México, a partir del establecimiento del Congreso bicameral, es posible darse cuenta de que las facultades exclusivas de la llamada Cámara Alta han sido muy pocas, en reali- dad, el Senado ha sido una Cámara colegisladora al lado de la de Diputados.

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En el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, aprobada el 24 de enero de 1824, en su artículo 10, hablaba de que el Poder Legislativo se compondría de una Cámara de Diputados y otra de Senadores, sin fijar facultades propias a cada una de ellas. La Constitución de 1824 tampoco estatuía facultades exclusivas a cada una de las Cámaras. Establecía, sí, un órgano denominado Consejo de Gobierno, compuesto de la mitad de los individuos del Senado, uno por cada estado. Era, en realidad, una Comi- sión Permanente del Congreso, con algunas atribuciones que ésta conserva todavía, como son la de convocar a un periodo extraordinario de sesiones y el de autorizar al presidente para que pueda disponer de la milicia local, hoy guardia nacional. El Consejo de Gobierno ejercía cierto control constitucional, ya que debía velar por la observación de la Constitución y hacer las observaciones al presidente de la República para el cumplimiento de la misma y las leyes emanadas de la Carta Magna. La Constitución de 1836 llamada las Siete Leyes le otorgaba al Senado muy pocas facultades: dar su consentimiento para el llamado exequátur; entender las acusaciones entre los diputados; dar o negar permiso al presidente para la entrada al país de tropas extranjeras o la salida de tropas nacionales y aprobar los nombramientos del Ejecuti- vo para los enviados diplomáticos, cónsules, coroneles y demás oficiales superiores del ejército (pjf 2010, 202-34). La Constitución de 1843 conocida como las Bases Orgánicas, hablaba solamente de que el Senado tendría facultades relativas a la aprobación de nombramientos diplomáti- cos y de oficiales superiores del ejército, pero ya no le otorgaba las otras atribuciones que establecía la Carta de 1836 (pjf 2010, 351-75). El Acta de Reformas de 1847, en su artículo 13, estatuía que el Senado se erigiría en jurado de sentencia, cuando la Cámara de Diputados hubiere declarado que ha lugar a la formación de causa contra los altos funcionarios públicos a quienes la Constitución o las leyes conceden fuero (pjf 2010, 408-17). Ya se sabe cómo la Constitución liberal de 1857 establecía un Congreso unicameral, compuesto sólo de diputados. Fueron las adiciones y reformas introducidas a la Constitu- ción de 1857, el 13 de noviembre de 1874 y promovidas por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, las que hicieron volver al Congreso de la Unión al sistema bicameral. Entonces, apareció en el apartado B, del artículo 72, la lista de facultades exclusivas que había de tener el Senado y que pasarían a la Constitución de Querétaro, tal y como hoy se conocen, con algunas reformas subsecuentes. La experiencia histórica de México demuestra que el Senado, antes de la Revolución mexicana, en 1910, por lo general, fue un organismo antidemocrático que representó mu- chas veces a las clases privilegiadas y cuyo origen no fue de carácter popular, especialmen- te durante los periodos en que México fue República centralista, los senadores provenían casi siempre del ejército de casta, del alto clero y de políticos conservadores, por eso los liberales reformistas que elaboraron la Carta de 1857 tenían repugnancia por el Senado.

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Durante el prolongado régimen porfirista, el Congreso de la Unión siempre fue un organismo muerto; el Senado acogió en su seno a los individuos que se habían enriquecido a la sombra de la dictadura, después del triunfo de la revolución maderista, el Senado no cambió de manera importante; cabe recordar cómo Francisco I. Madero tuvo oposición cerrada dentro del Senado. Al entronizarse la dictadura huertista, contados senadores se atrevieron a dar la pelea frontal contra el general golpista, figuras heroicas como la de Belisario Domínguez no abundaron durante aquellos momentos aciagos del sanguinario régimen. En el periodo posrevolucionario, el Senado de la República no ha desempeñado, en esencia, un papel decoroso en la vida parlamentaria de México; si hubo momentos en que la Cámara de Diputados fue escenario de importantes debates, en el Senado, tal parece que no había suficiente calor democrático para despertar a ese cuerpo yerto; durante los años en que por el Congreso de la Unión no pasaba el ruido de las ideas avanzadas, el Senado era el paradigma de la obsolescencia. Los cambios que han ocurrido en México después de la Revolución han hecho todavía más obsoleto al Senado, al integrarse más la nación de manera desigual y participando las entidades federativas en un proyecto político centralizador, se ha debilitado cada vez más la soberanía de los estados de la República mexicana. En esas condiciones, ya no se puede sostener con fundamento la teoría constitucional consistente en afirmar que el Senado representa entidades soberanas y al pacto federal. El Congreso General Constituyente instalado el 7 de noviembre de 1823, después de expedir el Acta Constitutiva del 31 de enero siguiente, mediante la cual se esbozó el futuro régimen político de la nación mexicana con la adopción de la forma federal del nuevo Estado y de la forma de gobierno republicano, decretó el día 4 de octubre de 1824 la Cons- titución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, según se expresa en el preámbulo de esta Carta Magna y cito: en desempeño de los deberes que le han impuesto sus comiten- tes, para fijar su independencia política, establecer y afirmar su libertad, y promover su prosperidad y gloria” (pjf 2010, tomo I, 335). El Acta Constitutiva y la Constitución federal, ambas de 1824, tienen así el especial valor histórico de ser el auténtico acto de la creación jurídica del Estado mexicano, de manera cabal y definitiva, con las formas y con los elementos políticos que han subsistido durante casi dos siglos (pjf 2010, tomo I, 295). Fue entonces, después de 14 años de intensa y sangrienta lucha, cuando cabalmente se realizó el proyecto del héroe genial del movimiento revolucionario de nuestra indepen- dencia: José María Morelos. En efecto, el artículo 237 del Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana reservó a la Representación Nacional la facultad de dictar y sancionar la Constitución Permanente de la Nación, y el Supremo Congreso de Apatzingán expidió en 24 de octubre de 1814 el decreto de la promulgación de aquellas normas provisionales, las que tenían por objeto —se dijo— “fijar la forma de gobierno

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que debe regir a los pueblos mientras que la nación, libre de los enemigos que la oprimen, dicta su Constitución” (pjf 2010, tomo I, 163). Tan sólo hay que recordar que el Primer Congreso Constituyente Mexicano de 1822 no logró los fines de su convocatoria, por causas derivadas de su misma creación, es decir, haberse reunido para expedir la Constitución del Imperio Mexicano, y esa frustración de sus objetivos se produjo necesariamente con el triunfo de la revolución en favor del sistema de gobierno republicano. Aun cuando ese Constituyente fue restablecido en marzo de 1823, ya dos meses des- pués, la mayoría de sus miembros estimaron que era necesario que el pueblo otorgara nuevos mandatos para ejercicio de la soberana función de expedir la ley fundamental, y aquel cuerpo legislativo hubo entonces de convertirse en simple Congreso “convocante”. Pero a pesar de la ya declarada caducidad de sus funciones constituyentes, el Primer Congreso agónico emitió el de junio siguiente “el voto de su soberanía por el sistema de re- pública federada”, realizando así in extremis un acto de típica decisión política fundamental

Hace casi dos siglos, el 4 de octubre de 1824, que la mesa directiva del Congreso Gene- ral Constituyente, donde fungía como presidente del mismo Lorenzo de Zavala, decía a los habitantes de la Federación, entre otras cosas, lo siguiente: “Mexicanos: el Congreso General Constituyente al poner en vuestras manos la obra más ardua que pudierais come- terle, el Código fundamental que fije la suerte de la Nación y sirva de base indestructible al grandioso edificio de vuestra sociedad, ha creído de su deber dirigirnos la palabras para manifestarnos sencillamente los objetos que tuvo presentes desde los primeros momentos de su reunión[...]” Y más adelante se dice: “En efecto, crear un gobierno firme y liberal sin que sea peligroso; hacer tomar al pueblo mexicano el rango que le corresponde entre las naciones civilizadas[...]; hacer reinar la igualdad ante la ley, la libertad sin desorden, la paz sin opresión, la justicia sin rigor, la clemencia sin debilidad[...]; ved aquí, mexicanos, los sublimes objetos a que ha aspirado vuestro Congreso General en la Constitución que os presenta”. En cuanto a la forma federal del Estado, se afirma en este discurso: “El Congreso General está penetrado de las dificultades que tiene que vencer la Nación para plantear un sistema a la verdad muy complicado: sabe que es empresa muy ardua obtener por el patrio- tismo y la ilustración lo que sólo es obra del tiempo y la experiencia”. Y en el párrafo final se concluía con esta advertencia: “Si nos desviamos de la senda constitucional, si no tenemos como el más sagrado de nuestros deberes mantener el orden y observar escrupulosamente las leyes que comprende el nuevo Código[...], mexicanos, seremos en adelante desgraciados sin haber sido antes más dichosos; legaremos a nuestros hijos la miseria, la guerra y la es- clavitud, y a nosotros no quedará otro recurso sino escoger entre la espada de Catón y los tristes destinos de los Hidalgos, de los Minas y los Morelos” (pjf 2010, 356).

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La Constitución Federal expedida el 4 de octubre de 1824 sirvió de punto de partida a la vida jurídico-política de México de todo el siglo. Don Mariano Otero, uno de los grandes constructores y teóricos del sistema consti- tucional mexicano, en su famoso “Ensayo” escrito el 1 de junio de 1842, en defensa de la Constitución Federal de 1824, dice, a propósito de la adopción del sistema federativo, que sus autores: “no imitaron, pues estúpidamente nuestros padres; él los (como los nortea- mericanos) cedieron a una ley universal, a una ley que, nunca desmentida, es obra de la naturaleza y no de los hombres”. En otra parte de esta obra Otero expresa:

Debe también recordarse que esa Constitución la del año de 1824, duró once años, y que a pesar de que durante ellos las facciones despedazaron a la patria, aquélla fue reconocida siempre como el pacto fundamental de los mexicanos, que se invocó siempre por todos los partidos y las facciones para legitimar sus pretensiones hasta que, en 1836, un Congreso que no tenía otros títulos de existencia que los que le diera ese mismo pacto que había jurado solemnemente cumplir, usurpó con un descaro indisculpable las funciones del poder constituyente (Otero 1995, 77).

Mariano Otero, en su calidad de ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, en aquellos infaustos días en que el gobierno mexicano estaba en la ciudad de Querétaro, a principios del mes de junio de 1848, después de firmar los Tratados de Guadalupe, y en su circular girada a los gobernadores de los estados, expresó a propósito del pacto fundamen- tal formado por el Acta y la Constitución de 1824, que a él “debemos ya la conservación de la unidad nacional”. Es la Constitución el centro de la unidad nacional y “a su existencia, a su cumplimiento religioso debemos confiar ahora la salvación” (Otero 1995, 733-42). En el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-1857, el diputado por Durango, Marcelino Castañeda, propuso la restauración de la Constitución Federal de 1824, a la que calificó “la única expresión genuina y legítima de la voluntad nacional, el único monu- mento de legitimidad constitucional que existe entre nosotros”, “el único vínculo de unión que existe entre todos los mexicanos” (Zarco 1956, 36). Mariano Otero resumió admirablemente la aportación de la Constitución: “fijar por base el sistema representativo, popular y republicano” (Otero 1995, 85). Y en el dictamen formulado por la Comisión de Constitución, presidida por el ilustre potosino don Ponciano Arriaga, respecto al proyecto de la nueva Constitución en estudio, así se expresa:

Queremos justificarnos —dice Arriaga— de haber seguido el programa de la Constitución de 1824, adoptando su cardinal principio y estudiando sus combinaciones para adaptarlas a nuestro estado presente, para llenar los huecos que en ella quedaron y aprovechar los adelantos y los progresos que hemos obtenido en la vida política (Zarco 1956, 311).

TEPJF 317 Cádiz y su reconocimiento... • Álvaro Arreola Ayala

Un poco más adelante, Arriaga se pregunta: “¿Qué hemos tenido en la carrera pública que no deba su origen al principio fecundo de la Constitución de 1824?” (Zarco 1956, 311). A su vez, el diputado don José María Mata, en la sesión del 7 de julio de 1856, en con- testación a la nueva instancia del diputado Castañeda para que se restaurase la entonces Constitución Federal anterior, afirmaba:

La Carta de 1824, sin embargo, como única legítima, como feliz ensayo en la época en que se formó, ha servido de base a los trabajos de la Comisión que ha conservado sus principios capitales sin alterarlos (Zarco 1956, 466).

V. Conclusiones

Como nación independiente, como Estado, como sociedad política organizada, exis- tente en el ámbito interno y en la comunidad internacional, México surgió efectiva- mente de las tareas creadoras del Congreso General Constituyente de 1823-1824, que fue el final en que se fundieron los varios elementos con los que se integró la fisonomía jurídico-política que desde entonces y hasta ahora ha tenido la nación. Derecho y poder por primera vez muy juntos. Reconocer esta verdad, es por sí solo tributar un homenaje valioso al Segundo Con- greso Constituyente Mexicano y a su obra, la que todavía, después de casi 200 años, sobrevive en su espíritu y en muchos de sus textos formales, dentro de la vigente Cons- titución Política Federal. Los conservadores consiguieron en las Siete Leyes y en las Bases Orgánicas establecer bases del centralismo. Pero la Constitución de 1824 era federal, y, por tanto, fue inevitable que pronto se restableciera el federalismo y es así como después de ciertas vicisitudes bien conocidas, cuando en 1867, para siempre, se determina que México vivirá como una República democrática de tipo federal. En conclusión, un aporte fundamental de la Constitución de Cádiz, es concebir a la ciudadanía como igualdad jurídica entre los mismos ciudadanos. Acompañada ésta de la Constitución de 1824, los mexicanos avanzaron en el siglo xix por la pista del sistema representativo popular y republicano. Quedaron desde entonces consignados en el apa- rato jurídico formal: el derecho electoral de la nación, la existencia de la representación nacional, la independencia del poder judicial, las responsabilidades políticas del Poder Ejecutivo, las garantías individuales, la libertad de imprenta y otras muchas instituciones. El acceso a la ciudadanía política se fundamenta en la independización del orden polí- tico, caracterizada por la relación entre soberanía popular y sufragio universal. Es interesante reflexionar que el nacimiento de la ciudadanía política se enfrenta tam- bién al auge de los nacionalismos. De alguna manera son fenómenos que corren paralelos en la historia política de los países de Latinoamérica.

318 México en Cádiz, 200 años después...

En México, entre 1820 y 1867 la historia política se caracterizó por una inestabilidad crónica de los regímenes políticos que provocó grandes pérdidas pero, principalmente, graves discontinuidades en la estructuración de la clase política del país. En concreto, todo indica que las instituciones representativas del imperio de Iturbide y de la República federal y poderío centralista impiden la consolidación de un personal político estable. No se desarrolla una élite política socialmente homogénea, ésta se recu- perará años después. Entre 1820 y 1867 es posible analizar la trayectoria de las instituciones del Estado me- diante la relación tipo de élite política con la naturaleza del régimen político. México, en esos años, se debate en un proceso de institucionalización que oscila entre la fórmula de la nominación autoritaria y la fórmula democrática de la elección. Las luchas entre los distintos grupos que dominan el orden social en el país, genérica- mente identificados en una disputa entre élites liberales y élites conservadoras, se traducen con frecuencia en una pérdida de legitimación del orden político. Por otro lado, el Estado en construcción es objeto de una monopolización por parte de las oligarquías tradicionales, que delegan su poder en una clase política débil y corrupta. Después, para mantener el antiguo orden social, empiezan a utilizarse los fondos del Esta- do como si fueran prebendas, y los agentes de éste pasan a ser dominados por los actores locales omnipotentes, primero llamados jefes políticos y luego identificados muchos de ellos en la cultura caciquil. Finalmente, parafraseando a la comisión encargada de leer el discurso preliminar en las Cortes de Cádiz, debo decir: sólo la ignorancia, el error y la malicia pueden alzar el grito contra la renovada constitucionalidad del Estado mexicano que se origina en 1810 y culmina en 1917.4

4 Véase “Discurso preliminar leído en las Cortes al presentar La Comisión de Constitución el proyecto de ella. Constitución de la Monarquía Española”. Promulgada en Cádiz, el 19 de marzo de 1812.

TEPJF 319 Cádiz y su reconocimiento... • Álvaro Arreola Ayala

VI. Fuentes consultadas

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320 México en Cádiz, 200 años después...

Pacheco, José Emilio. 1979. Prólogo. En Poesía mexicana I, 1810-1914. México: Promexa Editores. Pani, Erika. 2010. Nación, constitución y reforma, 1821-1908. México: fce. Paz, Octavio. 1982. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: fce. pjf. Poder Judicial de la Federación. 2010. Leyes y documentos constitutivos de la nación mexicana. De la crisis del modelo borbónico al establecimiento de la República Federal. Tres tomos, edición facsimilar. México. Rabasa, Emilio. 1919. El juicio constitucional. Orígenes, teoría y extensión. México: Librería de la viuda de Ch. Bouret. scjn. Suprema Corte de Justicia de la Nación. 2005. Nueva edición del Diario de los debates del Congreso Constituyente de 1916-1917. México. Tena Ramírez, Felipe. 2005. Leyes fundamentales de México. México: Porrúa. Vasconcelos, José. 1937. Breve historia de México. México: Ediciones Botas. Villoro, Luis. 1963. Las corrientes ideológicas en la época de la independencia. En Estu- dios de historia de la filosofía en México. México: unam. . 1986. El proceso ideológico de la revolución de Independencia. México: sep. Zarco, Francisco. 1956. Historia del Congreso Extraordinario Constituyente (1856-1857). México: El Colmex. . 2007. Historia del Constituyente de 1857. México: Senado de la República.

TEPJF 321

Mesa 7

Libertad y ciudadanía

La Constitución de Cádiz, la Constitución federal de México de 1824 y las constituciones de los estados de la Federación mexicana

Salvador O. Nava Gomar*

La Constitución de Cádiz de 1812 introdujo el con- cepto de diputación provincial,1 llamada a promover la prosperidad en cada una de las provincias o divisiones políticas del territorio del entonces imperio español (Chuayfett 2004, 9). Consumada la Independencia de México y vigente la Constitución de Cádiz, en 1823, existían en México 22 di- putaciones provinciales (Chuayfett 2004, 9-10). Antes de la instalación del Congreso Constituyente que expidió la primera Constitución federal en México de 1824 y, a partir de la división establecida por las Cortes de Cádiz para las diputaciones provinciales, se definieron los que ha- brían de ser estados de la Federación mexicana.

* Magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (tepjf). El autor agradece la colaboración de los maestros Javier Miguel Ortiz Flores y Juan Carlos Silva Adaya para la elaboración del presente documento.

1 El artículo 325 de la Constitución de Cádiz rezaba así: “En cada provincia habrá una diputación llamada provincial, para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior” (Constitución Política de la Monarquía Española 1812 2012, artículo 325).

325 La Constitución de Cádiz... • Salvador O. Nava Gomar

El Acta Constitutiva de la Federación mexicana y la Constitución federal se expidie- ron en 1824. Dicha Acta Constitutiva estableció la libertad e independencia de la nación mexicana para siempre de España y de cualquier otra potencia.2 Asimismo, en términos que evocan la Constitución gaditana, el Acta Constitutiva es- tableció que la soberanía reside radical y esencialmente en la nación.3 De igual modo, dispuso que la nación adopta para su gobierno la forma de República, re- presentativa y federal,4 estableciendo que sus partes integrantes son “estados independientes, libres y soberanos en lo que exclusivamente toque a su administración y gobierno interior”.5 Por su parte, la Constitución Federal de México de 1824 reiteró que la forma de gobierno de la nación era la de “república representativa popular federal”. Y además dedicó un título especial, el título VI denominado “De los estados de la federación”, a los estados federa- dos, integrado por tres secciones dedicadas a establecer las bases mínimas del gobierno de cada estado (Sección primera); las obligaciones de los estados (Sección segunda) y las restricciones a los mismos (Sección tercera). Es preciso señalar que el Acta Constitutiva de la Federación mexicana y la Constitu- ción federal de 1824 adolecieron también (como la Constitución de Cádiz) de una falta de declaración de derechos, como sí la tuvo la Constitución mexicana de 1814, sin embargo, ello no es más que un problema estructural, toda vez que sí establecieron, en forma dis- persa, a lo largo de su articulado ciertos y determinados derechos. En la Constitución de 1824 se encuentran, entre otros, los siguientes: la libertad política de imprenta, de forma tal que jamás pueda suspenderse su ejercicio y, mucho menos, abo- lirse, en ninguno de los estados o territorios de la federación (artículo 50, fracción III); la libertad personal (artículo 112, fracción II); el derecho de propiedad particular, rodeándolo de ciertas garantías en caso de toma de la propiedad (artículo 112, fracción III); ciertas ga- rantías en el proceso criminal, tales como la prohibición de la pena de confiscación (147); la garantía de irretroactividad de las leyes (artículo 148); la prohibición de aplicar tormentos (artículo 149); los requisitos para librar órdenes de registro en las casas, papeles y otros efectos de los habitantes de la República (artículo 150) y la garantía de no autoincriminación (artículo 158).

2 El artículo 2 era del tenor siguiente: “La nación mexicana es libre e independiente para siempre de España y de cualquier otra potencia, y no es, ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona” (Acta Constitutiva de la Federación 1824, artículo 2).

3 El artículo 3 decía: “La soberanía reside radical y esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece exclusivamente a ésta el derecho de adoptar y establecer por medio de sus representantes la forma de gobierno y demás leyes fundamentales que le parezca más conveniente para su conservación y mayor prosperidad, modificándolas o variándolas, según crea convenirle más” (Acta Constitutiva de la Federación 1824, artículo 3).

4 El artículo 5 decía: “La nación adopta para su gobierno la forma de república representativa, popular federal” (Acta Constitutiva de la Federación 1824, artículo 5).

5 El artículo 6 decía: “Sus partes integrantes son estados independientes, libres y soberanos en lo que exclusivamente toque a su administración y gobierno interior, según se detalle en esta acta y en la constitución general” (Acta Constitutiva de la Federación 1824, artículo 6).

326 México en Cádiz, 200 años después...

En el artículo 161, fracción IV, de la Constitución de 1824, se estableció que los estados de la Federación tienen la obligación de proteger a sus habitantes en el uso de la libertad que tienen de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación anterior a la publicación, siempre que se observen las leyes genera- les de la materia. No obstante el carácter liberal y republicano de la Constitución mexicana de 1824 es preciso reparar que, como su contraparte gaditana, estableció la confesionalidad del Estado (al establecer la religión católica como única) y la intolerancia religiosa. En efecto, el artículo 3 decía que la religión de la nación mexicana es y será perpetua- mente la católica apostólica romana, y que la nación la protege por leyes sabias y justas, prohibiendo el ejercicio de cualquier otra. Para reforzar la confesionalidad estatal, el artículo 171 establecía que jamás se podrán reformar los artículos de la Constitución y del Acta Constitutiva que establecían la religión única. El artículo 30 de la mencionada Acta Constitutiva establecía lo siguiente: “La nación está obligada a proteger por leyes sabias y justas los derechos del hombre y del ciudadano”. Si bien este artículo, nuevamente, recuerda los términos en que se encontraba redactado el artículo 4 de la Constitución gaditana, lo cierto es que hay una diferencia fundamental, ya que el Acta Constitutiva reconocía como titulares de derechos a los hombres y al ciu- dadano, en tanto que la Carta gaditana sólo reconocía como titulares a los españoles y a los ciudadanos. Expedidas el Acta y la Constitución federal que establecieron la soberanía de los es- tados en lo referente a su “gobierno interior”, cada uno de ellos expidió su Constitución particular. En efecto, promulgada la Constitución federal de 1824, cada uno de los 19 estados de la federación, mediante sus Congresos constituyentes locales, expidió su Constitución, entre 1824 y 1827 (Chuayfett 2004, 15).6 Las constituciones particulares de los estados de la Federación se apegaron al orden constitucional general, sin embargo, también establecieron ciertas particularidades. A con- tinuación, en un ejercicio de derecho comparado local [en el tiempo y en el espacio (al hablar desde aquí)] se destacarán ciertos aspectos que juzgo de importancia: Como dice Emilio Chuayfett, en general, las constituciones de los estados consagraron ciertos derechos básicos, tales como igualdad, libertad, seguridad y propiedad (Chuayfett

6 Jalisco, el 18 de noviembre de 1824; Oaxaca, el 10 de enero de 1825; Zacatecas, el 17 de enero de 1825;Tabasco, el 5 de febrero de 1825; Nuevo León, el 5 de marzo de 1825; Yucatán, el 6 de abril de 1825; Tamaulipas, el 6 de mayo de 1825; Veracruz, el 3 de junio de 1825; Michoacán, el 19 de julio de 1825; Querétaro, el 12 de agosto de 1825; Durango, el 1 de septiembre de 1825; Occidente (Sonora y Sinaloa), el 31 de octubre de 1825; Chiapas (en Ciudad Real), el 12 de noviembre de 1825; Chihuahua, el 7 de diciembre de 1825; Puebla, el 7 de diciembre de 1825; Guanajuato, el 14 de abril de 1826; San Luis Potosí, el 16 de octubre de 1826; México (en Texcoco), el 14 de febrero de 1827; y Coahuila y Texas, el 11 de marzo de 1827.

TEPJF 327 La Constitución de Cádiz... • Salvador O. Nava Gomar

2004, 20). Además, la mayoría de las constituciones, en cumplimiento del mandato de la Constitución federal, establecieron el derecho de libertad a favor de sus habitantes pa- ra escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revisión o aprobación previa a la publicación. Sólo en los estados de Chiapas, Yucatán y Oaxaca se estableció la censura eclesiástica para los escritos en materia religiosa (Chuayfett 2004, 21). Igualmente, en la mayoría de los estados se establecieron una serie de garantías procesales. Asimismo, en las constituciones locales se establecieron ciertos medios de control constitucional (así sea incipientes) para garantizar, mediante una petición, los derechos consagrados, mecanismos que fueron la responsabilidad del Poder Legislativo, (Chuayfett 2004, 27) como en las constituciones de Michoacán (artículo 213); Oaxaca (artículo 9); Sonora (artículo 22) y Tamaulipas (artículo 11) (Cámara de Diputados 2004). En el siguiente cuadro se resumen algunos aspectos que resultan novedosos y que fue- ron posibles gracias a la innovación institucional que permite un régimen federal (Cáma- ra de Diputados 2004):

Cuadro 1. Aspectos relevantes de las constituciones estatales en su origen

¿Contiene una Estado declaración de Aspectos relevantes derechos? Prohibición de la esclavitud (artículo 7). 1. Chiapas Sí (artículo 6) Derecho de sufragio (artículo 13). Prevenciones de la instrucción pública (artículos 121 a 125).

Prohibición de la esclavitud (artículo 7).

No se reconocen títulos de nobleza (artículo 8).

Igualdad de todos ante la ley (artículo 10). 2. Chihuahua No Derecho de votar y ser votado (artículo 16).

Formalidades esenciales del procedimiento (artículo 85).

Prohibición de penas trascendentales (artículo 111).

Todo hombre que habite en el territorio del Estado, aunque sea de tránsito, goza de los imprescriptibles derechos de libertad, 3. Estado de seguridad, propiedad e igualdad (artículo 11). Coahuila No y Tejas Prohibición de la esclavitud (artículo 13).

Derecho de sufragio (artículo 24).

El Estado garantizará a sus habitantes el tranquilo goce de sus na- turales e imprescriptibles derechos, los que ya tiene consignados en la Constitución federal; los de libertad, seguridad y propiedad, 4. Durango Sí así como los demás inalienables que por su naturaleza les compe- ta, aunque no se especifiquen ni enumeren (artículo 15).

Derecho de sufragio activo y pasivo (artículo 21).

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¿Contiene una Estado declaración de Aspectos relevantes derechos? Prohibición de la esclavitud (artículo 6).

En el Estado no se reconoce título de nobleza, ni empleo heredi- 5. Estado de tario, ni más méritos que los servicios personales (artículo 7). No México Derecho de votar y ser votado (artículo 24).

Derecho a la libertad de opinión (artículo 27).

Derecho a la administración de justicia (artículo 15, párrafo 6). 6. Guanajuato Sí Derecho de sufragio (artículo 22).

Prohibición de esclavitud (artículo 9). 7. Jalisco No Derecho a votar y ser votado (artículos 21 y 22).

8. Michoacán Sí Derecho al sufragio (artículo 15).

9. Nuevo León No Derecho al sufragio (artículo 23).

Derecho de petición (artículo 9, párrafo 5).

El derecho de ser gobernados por la Constitución y leyes que 10. Oaxaca Sí sean conformes con ella (artículo 9, párrafo 6).

Derecho de sufragio (artículo 26).

Libertad de industria y cultivo (artículo 19). 11. Occidente Sí Derecho de sufragio activo y pasivo (artículo 25, párrafo 9).

En el Estado no se reconoce título ni distintivo de nobleza, ni más méritos que los talentos y las virtudes (artículo 12). 12. Puebla No Derecho a votar y ser votado (artículo 17).

Sí (artículos 8 a 13. Querétaro Derecho al sufragio (artículo 23). 11).

14. San Luis Sí Derecho a votar y ser votado (artículo 19). Potosí

Tiene una declaración de 15. Tabasco derecho de los Derecho de sufragio activo y pasivo (artículo 14). tabasqueños (artículo 11).

Prohibición de la esclavitud (artículo 10).

16. Tamaulipas No Derecho a la administración de justicia (artículo 12).

Derecho a votar y ser votado (artículos 26 y 27).

17. Veracruz No Derecho de igualdad ante la ley (artículo 9).

TEPJF 329 La Constitución de Cádiz... • Salvador O. Nava Gomar

¿Contiene una Estado declaración de Aspectos relevantes derechos?

Derecho de igualdad ante la ley (artículo 9, párrafo 1).

Derecho para conservar la vida (artículo 9, párrafo 2). Tiene una Derecho a la administración de justicia (artículo 9, párrafo 3). declaración de 18. Yucatán los derechos Derecho para oponerse al pago de contribuciones que no hayan de los yucatecos sido impuestas constitucionalmente (artículo 9, párrafo 4). (artículo 9). Inviolabilidad de la correspondencia (artículo 9, párrafo 6).

Derecho de sufragio (artículo 18).

Sí, para los Derecho de sufragio (artículo 27). habitantes 19. Zacatecas del estado Principio de legalidad (artículo 144). (artículo 7).

Fuente: De elaboración propia a partir de Cámara de Diputados (2004).

Es indudable la factura preponderantemente orgánica de la Constitución de Cádiz de 1812 porque se ocupa más de la cuestión relativa a los aspectos de diseño estructural; sin embargo, aunque no contiene una sección dogmática o de libertades personales, es posi- ble advertir un catálogo que, aunque disperso, configura una auténtica Carta de Derechos fundamentales:

1) Autodeterminación del pueblo español. Puede hacerse referencia al reconocimiento del derecho a la autodeterminación y autorregulación de la nación española, puesto que si bien se prevé el carácter monárquico (constitucional y, por consecuencia, mo- derado) y confesional del Estado español, en cual se prohíbe cualquier otra religión diversa a la católica, apostólica y romana (artículos 12, 155, 168 a 184, 173 y 212 y 366), también por principio se reconoce que son las Cortes las que han decretado y sancionado la Constitución de 1812 (Preámbulo) y que la nación española es libre e independiente (artículos 1 y 2). 2) Reconocimiento de la nación española. Se reconoce que la nación española está conformada por los españoles de ambos hemisferios y que la soberanía reside esencialmente en la nación, por lo cual a ella le corresponde establecer sus leyes fundamentales (artículos 1 y 18). Así, se sienta un principio de igualdad jurídica, aunque ciertas causas de suspensión de la nacionalidad tienen carácter censitario o discriminatorio (el estado de sirviente doméstico). 3) La persona como objeto de la ley. La teleología de la ley es con justicia y sabiduría la protección de la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que componen la nación, así como la felicidad y el bienestar de todo indivi- duo (artículos 4, 117 y 173).

330 México en Cádiz, 200 años después...

4) Condiciones para la adquisición de la nacionalidad española. También se estable- ce como un derecho fundamental la nacionalidad, la cual puede obtenerse por na- cimiento (ius soli y ius sanguini) y por naturalización. Se dispone que sólo por las causas previstas en la Constitución opera su pérdida y la suspensión de los derechos del ciudadano (artículos 18 a 26), lo cual es una garantía adicional, ya que se trata de supuestos limitativos o taxativos para la restricción de dicho derecho fundamental. 5) Libertad de opinión y de imprenta. Se reconoce la libertad ideológica, en especial la política —respecto del rey— y de imprenta, sin censura previa, así como para publi- car sus ideas (artículo 131, fracción XXIV; 173 y 371). 6) Derecho a la libertad. El derecho a la libertad también está reconocido, salvo por caso que sea necesario para el bien y seguridad del Estado (artículo 172, fracción XI). 7) Derecho a la propiedad. Ningún particular o corporación puede ser privado de su propiedad, posesión, uso o aprovechamiento, salvo en casos de expropiación, me- diante indeminización justa (artículo 172, fracción X, y 173). 8) Inviolabilidad del domicilio (artículo 306). 9) Derecho a la administración de justicia. En prácticamente toda la Constitución se reconoce el derecho a la administración de justicia pronta y sujeta a las formalida- des esenciales del proceso, mediante tribunales previamente determinados por ley, con competencia genérica —prohibición de los tribunales especiales, por comisión o ad hoc—, con la revisión de los fueros eclesiástico y militar. La prisión sólo procede por delito que merezca pena privativa de la libertad y con mandamiento escrito. Está prohibida la tortura. El proceso es público, el reo tiene derecho a conocer la causa de la acusación, el nombre de su acusador, los documentos relativos y los nombres de sus acusadores (artículos 171, fracción II; 242 a 250, 255, 267, 286, 287, 291, 293 y 303). 10) Sistema penitenciario con restricciones necesarias y proporcionales, así como suje- to a visitas, con prohibición de la confiscación de bienes y las penas trascendentales (artículos 297, 298, 304 y 305). 11) Derechos de carácter político. Se prevén los derechos a acceder a los cargos públicos en condiciones de igualdad, así como a votar y ser votado, en elecciones libres (a grado tal que se prohíbe que los ciudadanos se presenten armados y se sanciona el cohecho o so- borno, artículos 49 y 56); auténticas (las elecciones son a puerta abierta y en un prin- cipio de publicidad, artículos 52, 53, 68, 76, 82 y 87) y periódicas (cada dos años y sin posibilidad de reelección inmediata, artículos 36, 60, 61, 79, 80, 108 y 110), mediante mayoría absoluta, salvo de los compromisarios que es por mayoría relativa y en las de partido, cuando se trata de una segunda ronda (artículos 53, 74, 89 y 90), por voto se- creto (así se prevé expresamente en las juntas electorales de partido, artículo 73). En efecto, se reconoce el derecho a ser diputado de las Cortes, integrante de los ayuntamientos y las diputaciones provinciales, siempre que se cumplan con cier- tos requisitos y condiciones, así como secretarios de despacho, los cuales no pueden

TEPJF 331 La Constitución de Cádiz... • Salvador O. Nava Gomar

reputarse como discriminatorios (artículos 27, 31, 45, 75, 78, 91, 223, 309, 317 y 330). Aunque se prevé el requisito de una renta determinada para ser electo como diputa- do a las Cortes, dicho requisito no entró en aplicación (artículos 92 y 93), además, se previeron causas de inelegibilidad para ciertas dignidades, a fin de garantizar un prin- cipio de igualdad (artículos 95 a 97 y 318). La elección de los diputados a las Cortes es indirecta en cuarto grado, por medio de las sucesivas juntas de parroquia (se eligen compromisarios y éstos, a su vez, a los electores de parroquia), juntas de partido y juntas provinciales (artículo 34). En las primeras participan todos los ciudadanos avecindados y residentes en el territo- rio de la parroquia respectiva que sean mayores a veinticinco años (artículos 35 y 45). En el caso de las Cortes existe un contencioso administrativo, mediante los recursos que resuelve el alcalde o jefe político, en las parroquiales, para supuestos de cohecho, soborno o calidad para votar, y la junta electoral de partido o de provincia, según sea el caso, por cuestiones de inelegibilidad (artículos 49, 50, 70 y 85). Los ayuntamientos (alcaldes, regidores y procurador síndico) son electos anualmen- te, por mayoría relativa, sin elección inmediata (deben transcurrir dos ejercicios, cuando menos). Las diputaciones provinciales se renuevan cada dos años (artículos 327 y 331) y está prohibida la elección por más de dos ejercicios, y para lo cual deberán transcurrir dos periodos. 12) Principio de transparencia. Las sesiones de las Cortes son públicas, por regla general (artículo 126), así como también ocurre respecto de los procesos de elección que son también públicos, como se advirtió. 13) Contribuciones proporcionales y predeterminadas en ley. Las contribuciones e im- puestos sólo pueden determinarse por ley de las Cortes y de manera proporcional, sin excepción o privilegio (artículos 131, fracción XIII, y 339). 14) Derecho a la educación. Se establece la obligación de establecer escuelas de primeras letras, para enseñar a leer, escribir y contar, así como el catecismo y las obligaciones civiles, y universidades y otros centros de instrucción. Se dispone la explicación de la Constitución de 1812 en todas las universidades y demás establecimientos literarios (artículos 366 a 368). 15) Derechos de salud y previsión social. Existen derechos de previsión social, como es el caso de hospitales, hospicios, casas de expósitos y otros establecimientos de benefi- cencia (artículo 321, fracción VI). 16) Derechos de los indígenas a no sufrir abusos. Se reconoce el deber de las diputaciones de las provincias de ultramar para velar en la economía, orden y progresos de las mi- siones para la conversión de los indios infieles, para evitar que sean víctimas de abu- sos (artículo 335, fracción X).

332 México en Cádiz, 200 años después...

17) Derecho de denuncia popular ante las Cortes y el rey por violaciones a la Constitu- ción, así como por soborno, cohecho y prevaricación en la administración de justicia (artículos 255 y 373). 18) Previsión de un régimen de suspensión de formalidades para el arresto de delin- cuentes, en casos extraordinarios para la seguridad del Estado en toda la monarquía o parte de ella (artículo 308).

Fuentes consultadas

Acta Constitutiva de la Federación. 1824. México: iij-unam. Disponible en http://www. juridicas.unam.mx/infjur/leg/conshist/pdf/acta1824.pdf (consultada el 02 de octu- bre de 2013). Cámara de Diputados. 2004. Colección de Constituciones de los Estados Unidos Mexi- canos. Régimen constitucional de 1824. Facsímil de la edición de Mariano Galván Rivera, 1828, tres tomos. México: Porrúa. Chuayfett Chemor, Emilio. 2004. Prólogo. En Cámara de Diputados, tomo I. Constitución Política de la Monarquía Española 1812. 2012. 63-198. Edición Facsimi- lar. México: tepjf. Disponible en http://portal.te.gob.mx/sites/default/files/cpme_ cadiz_1812.pdf (consultada el 02 de octubre de 2013).

TEPJF 333

¿Padres o padrastros de la patria? José Miguel Guridi y Alcocer, abogado de América en Cádiz

Guadalupe Jiménez Codinach*

Los destinos de los dos mundos dependen de este concurso solemne, universal; y las generaciones os aclamarán como a nuestros defensores, legisladores, padres de la pátria (agn 2012, 209).

SUMARIO: I. Dos revoluciones; II. Cádiz de las Cortes; III. Un ilustrado de provincia; IV. El defensor de los americanos; V. Padrastros del Nuevo Mundo; VI. Padre de la común patria; VII. Epílogo, VIII. Fuentes consultadas.

I. Dos revoluciones

Aquel mes de septiembre de 1810 dos revoluciones se preparaban en el otrora pacífico Reino de la Nueva Espa- ña. Una sería bulliciosa, desordenada, violenta, plena de esperanza y entusiasmo; la otra crecería silenciosa y a la vez polémica: la de las Cortes gaditanas entre 1810 y 1813.

* Doctora en Historia por la Universidad de Londres. Investigadora y profesora de la Universidad Iberoamericana y asesora de Fomento Cultural Banamex.

335 ¿Padres o padrastros de la patria?... • Guadalupe Jiménez Codinach

La primera estalló en un pequeño pueblo de la Intendencia de Guanajuato la madru- gada del domingo del 16 de septiembre de 1810. Un puñado de hombres encabezados por un capitán de milicias y por el cura párroco del lugar habían convocado al levantamiento contra “el mal gobierno”, particularmente el de la Ciudad de México. ¿A qué se referían con aquellas denuncias del “mal gobierno”? Tenían en mente lo suce- dido dos años antes, un 15 de septiembre de 1808 entre 11 y 12 de la noche, unos 330 hom- bres, en su mayoría españoles europeos, se presentaron sigilosamente en el Real Palacio donde aprehendieron al virrey don José de Iturrigaray y a su familia; 81 de los miembros del Consulado de México participaron. Al día siguiente, ante la sorpresa del público de la Ciudad de México, apareció una Proclama del Real Acuerdo que intentaba justificar el atentado contra el virrey legítimo:

Habitantes del pueblo de México de todas las clases y condiciones, la necesidad no está sujeta a las leyes comunes. El pueblo se ha apoderado de la persona del Excelentísimo Virrey, ha pedido imperiosamente su separación por razones de utilidad y convivencia general (Jiménez 2001b, 125).

¡Vaya cinismo! Aquellos que se habían opuesto a la soberanía popular, como lo eran los miembros del Real Acuerdo y los miembros del Consulado, ahora se escudaban en el pueblo para convalidar el cambio de autoridad. No se le olvidaría este suceso a ninguno de los protagonistas de la emancipación. De aquí en adelante se escuchará en las filas rebeldes: “¡Viva Fernando VII!” y “¡Muera el mal gobierno!” No se levantaban contra España en 1810, por entonces víctima de la injusta invasión napoleónica, sino contra un gobierno ilegítimo en México. Quizá si hubieran recibido la noticia de que el viernes 14 de septiembre de 1810 por la tarde entraba a la capital novohispana un nuevo virrey legítimo, don Francisco Javier Venegas, la insurrección del 16 de septiembre de 1810 se hubiera pospuesto. La sucesiva persecución de los miembros y asesores del Ayuntamiento de la muy noble Ciudad de México, la prisión y muerte de algunos de ellos como el síndico Francisco Pri- mo de Verdad y el fraile mercedario Melchor de Talamantes habían irritado a los novohis- panos que temían seguir la suerte de la España invadida por las tropas francesas. A lo largo y ancho del reino novohispano surgieron juntas secretas, particularmente en el obispado de Michoacán, sede de un conjunto de eclesiásticos con mayor consciencia social. En Valladolid, San Miguel el Grande, en Querétaro, Guanajuato, Celaya, Salamanca, San Luis Potosí, Zacatecas, entre otros sitios, los conspiradores se reunieron y planearon una insurrección para evitar que el reino novohispano fuera entregado a los franceses por las autoridades de la capital. Fue así como se inició la revolución pronto transformada en una verdadera guerra civil entre hermanos, vecinos y amigos que asoló la Nueva España por 11 largos años.

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En palabras del diputado propietario por la Ciudad de México, don José Ignacio Beye de Cisneros, quien leyó una representación ante las Cortes de Cádiz:

el atentado de los europeos que prendieron y depusieron al virrey Iturrigaray… atizada con la persecución horrible de los criollos más beneméritos por la audiencia gobernadora y con la destitución del arzobispo virrey…llegada a fin a su colmo y explosión con los premios, títulos y condecoración que llevó el virrey Venegas para los principales facciosos, quedando sumergidos en las penas los leales (Mier y Calvillo 2003, 78).

Este trabajo desea que el lector imagine que en México la Suprema Corte junto con la Cámara de Comercio de la Ciudad de México envía a 330 individuos a Los Pinos, que previamente aprehendieron al presidente y a su familia para exiliarlos. Posteriormente, declararan presidente a un militar de 80 años y toman presos al jefe de gobierno de la capital, a algunos de sus funcionarios y a un eclesiástico de la basílica de Guadalupe. Los medios de comunicación anuncian que “el pueblo” pidió la detención de los presos. Días después, el jefe de gobierno aparece muerto en la cárcel. Si se piensa que de 2012 a 2014 no existe un gobierno legítimo en la capital y que por un tiempo breve gobierna el militar de 80 años, luego el cardenal y en 2014 la Suprema Corte, autora del golpe de Estado, no nos sorprendería que hubiera conspiraciones en Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí, Veracruz y en otros lugares del país. Por si fuese poco, policías y militares detienen a grupos de más de tres personas por considerarlos subversivos. Ante este panorama ha- bría dos años de ausencia de un gobierno legítimo y las autoridades espurias rechazadas. Ésa, pero de 1808 a 1810, fue la experiencia inmediata que los diputados novohispanos llevaron a las Cortes de Cádiz. Volviendo a los sucesos que se vivieron en aquel angustioso año de 1810, el 24 de sep- tiembre de 1810, al otro extremo del océano Atlántico, se iniciaba otra revolución pero ahora de los espíritus, de las mentes y de las emociones de un grupo de representantes de las partes integrantes de la monarquía española. Así como en 1808 se presentó con fuerza en el imaginario novohispano la soberanía popular, la cual adquiría su importancia y dignidad ante el vacío de monarca legítimo, así en Cádiz asumía su papel la soberanía de la nación. Se consideraban como ilegítimas las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, así como el ascenso al trono español de José Bonaparte, “el intruso”. El Consejo de Castilla, algunos nobles y grandes de España y altos jerarcas de la Iglesia habían aceptado a José Bonaparte como monarca de España e Indias. En ambas revoluciones, la violenta y la le- gislativa, se hacía presente el pueblo mediante las juntas provinciales aceptadas en España pero combatidas en América (Estrada 2006, 134-5).

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II. Cádiz de las Cortes

El azul profundo del Océano Atlántico brillaba en la bahía de Cádiz donde se localiza el Puerto de Santa María, la Isla del León y la milenaria ciudad de Cádiz. Aquellos años de 1808 a 1812 habían arrojado gran cantidad de refugiados que huían de la guerra devas- tadora y cruel entre el ejército napoleónico y el pueblo español, el cual, unido al ejército anglohispano, intentaba desterrar de la península ibérica a las huestes napoleónicas. Andalucía había sido tomada por los invasores en febrero de 1810. Quedaba Cádiz, “sitiada y bombardeada por la artillería francesa” (Fontana 2007, 56) pero abastecida y defendida por el mar por medio de las fragatas inglesas. España estaba sufriendo la pre- sencia de los cuatro jinetes del Apocalipsis quienes cabalgaban inmisericordes por sus campos, villas, aldeas y ciudades. El hambre, la peste, la guerra y la muerte se presentaban cotidianamente ante el pavor de los pueblos. Cádiz era la excepción: relata Ramón Solís que el puerto, ciudad mercantil, estaba bien abastecido. Contaba con unas 185 tiendas de comestibles, 1 casa de matanzas, 2 carnice- rías, 76 tahonas, 4 panaderías públicas, 168 puestos de frutas y verduras, 115 tiendas de vinos y licores, 24 bodegones o casas de comidas; 54 tiendas de lienzo y lana, 64 de cintas y sedas, 53 sastrerías, 3 tiendas de modas, 34 botonerías, 193 zapaterías, 42 colchonerías, 10 talabarterías, 11 espaderías, 20 loserías, 2 monterías, 17 sombrererías, 34 peluquerías y 115 barberías, algunas atendidas por franceses; 35 boticas, 33 relojerías, 7 imprentas que se multiplicaron con el sitio al puerto, 29 confiterías y 5 pastelerías, entre otros negocios (Solís 2000, 150-1). Los habitantes cantaban y hacían chanzas de los “bombeos” franceses del sitio que casi no dañaron a la ciudad. Se oían canciones patrióticas como aquella que decía, “Al arma españoles, al arma corred, salvad a la patria que os ha dado el ser. Viva nuestra España, perezca el francés, muera Bonaparte y el Duque de Berg”. Se dedicaban loas, vivas y cantos a Fernando VII como una Voleras que decían “¡Anda salero! No reinará en España José Primero” (Carpintero 2012, 19-20).1 Los habitantes gustaban de pasar largas horas en varios cafés donde tomaban choco- late, los churros y el café, algunos nombres eran: Café del Correo, Café de Cosi, Café de las Cadenas, Café de Apolo, Café del Ángel, Café del León de Oro y Café de los Patriotas (Solís 2000, 153-4). El resto de España sufría. Los años de 1808-1812 fueron espantables para España y sus dominios americanos. En palabras del poeta José Manuel Quintana diputado a Cortes: “Por una combinación de sucesos tan singular como feliz, la Providencia ha querido, que,

1 Cuadernillo escrito por Ana Carpintero incluido en el disco compacto titulado “Cádiz 1812: heraldo de libertad”, canciones y obras instrumentales escritas durante la contienda por la independencia de España y en los años posteriores a la misma interpretadas por el dúo Lux Bella (Carpintero 2012, 19-20).

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en esta crisis terrible,§ no pudieseis dar un paso hacia la independencia sin darlo también a la libertad” (Solís 2000, 60). En verdad terribles habían sido esos años de 1808-1812 para España y sus dominios americanos. Desde aquel aciago motín de Aranjuez en marzo de 1808, se habían sucedido un cúmulo de males: el ejército invasor había saqueado, asesinado, quemado y destrui- do edificios y poblaciones. Pero la defensa española no era menos violenta. Las victorias como la de la Batalla de Bailén se habían ganado arduamente en medio de un calor ago- tador casi sin comer ni beber. Los contendientes se enfrentaban bárbaramente: el cañón, los fusiles, las bayonetas, el polvo, el humo, el desorden y el ruido infernal de los ejércitos producían horror. Los franceses capitularon frente a las tropas españolas que no eran muy misericordiosas. Algunos granaderos franceses, veteranos de las campañas napoleónicas, preferían quitarse la vida a caer en manos de algún feroz campesino español. No había piedad en ningún bando, la mayoría de las tropas pasaban hambre, sed, frío y si se caía en poder del enemigo, se podía esperar tortura, maltrato y posiblemente la muerte. El año 1812 fue particularmente difícil. Relata el historiador Joseph Fontana cómo “ese año en toda España fue un año de hambre generalizada. Cada mañana se retiraban un número considerable de personas que habían sucumbido por hambre. Murieron unas 200,000 personas en Madrid” (Solís 2000, 65). Y más sobrecogedor aún es el testimonio de un militar francés, el capitán Marcel, quien escribió: “He visto con mis ojos a gente acomodada disputar a los perros pedazos de caballos o mulos muertos hacia seis días […] Una tarde fui testigo de una escena horrible: un niño que acaba de morir de inanición fue comido por sus pequeños compañeros que devoraban delante nuestro los miembros descarnados” (Solís 2000, 65). “El torrente de la devastación” —describía en febrero de 1810 la Junta Superior de Cádiz— “todo lo lleva consigo […] no hay término, no hay campo en todo el reyno que no esté regado con nuestra sangre: las provincias se ven exhaustas, los pueblos arruinados, las casas desiertas […] La Europa que nos mira se espanta de tanto sufrir” (agn 2012, 259). ¿Cómo fue posible que en medio de tan atroces escenas y dantescas experiencias fuera capaz un puñado de hombres de preparar y de proclamar una Constitución liberal, la más avanzada de su tiempo en Europa? El poeta Quintana, como buen español, era providencialista y atribuye a Dios la crea- ción de una Carta Magna en tiempos tan calamitosos. Sin embargo, la Constitución de 1812, si bien significa un gran avance, no deja de ser proteccionista de la península y racis- ta respecto a América, y es en este aspecto así como en sus logros y limitaciones respecto a la libertad y al derecho de ser ciudadanos en donde este trabajo quiere centrarse.

§ Énfasis añadido.

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III. Un ilustrado de provincia

José Antonio Villaseñor y Sánchez describía a fines del sigloxviii la provincia de Tlaxcala y sus poblaciones en su Theatro americano. Descripción general de los reinos de las provin- cias de la Nueva España y sus jurisdicciones (Villaseñor 2005, 343-4). La ciudad de Tlaxcala contaba con 11,000 familias indígenas que tenían el privilegio de no pagar tributo, y 500 familias de españoles, mestizos y mulatos. Había 2 gober- nadores, 1 indígena y otro español. La ciudad y las poblaciones aledañas vivían de la agricultura, de la ganadería y de obrajes de vapor donde se fabricaban paños y mantas. Existían tres curatos: Santa Cruz, San Felipe Ixtacuixtla y Huamantla, además del de la propia Tlaxcala. Desde 1786 Tlaxcala y sus 102 poblados habían pasado a formar parte de la Intendencia de Puebla (González 2010, 527-53). En San Felipe Ixtacuixtla, pequeño poblado en las cercanías de los volcanes del Valle de México, nació una criatura que, de pobre y honrada cuna, se convirtió en un destacado abogado, orador, legislador y cura párroco de tres parroquias: José Miguel Guridi y Alcocer (1763-1828). Hijo de dos jóvenes criollos novohispanos: José Mariano Guridi y Alcocer y Ana Ignacia Sánchez Cortés, su madre le enseñó cuidadosamente las oraciones y la doctrina cristiana y su padre fue un agrimensor y comerciante que afanosamente intentaba cubrir los gastos de una creciente familia. Niño de precoz inteligencia, gracioso, platicador y travieso no había función en la parro- quia de su pueblo que el pequeño no celebrase en una capilla que su papá le edificó, con campanario y todo lo necesario. El pequeño Miguel organizaba procesiones “con la mayor gravedad y circunspección” (Herrera 2007, 107). En 1802, a la edad de 39 años, terminó de redactar sus Apuntes, una autobiografía, que como ha observado la escritora Margo Glantz es una obra “a medio camino entre la confe- sión y la sátira autobiográfica […] y forma parte de lo mejor y más desconocido de la litera- tura del siglo XVIII novohispana” (Glantz en González 2010, 40). En este texto desfila la vida de un novohispano de provincia que, con base en el esfuer- zo y una buena educación, logra convertirse en un clérigo ilustrado, viaja a Europa donde fue actor de primera línea en las Cortes de Cádiz, las cuales presidió entre mayo y junio de 1812. Inquieto colegial en el Seminario Palafoxiano de Puebla y en el colegio de Santa María de Todos los Santos en la Ciudad de México, estudió leyes, filosofía, teología y Sagrada Escritura en el Seminario Palafoxiano. Sacerdote y abogado talentoso, fue cura párroco de Acajete, en el obispado de Puebla, de Tacubaya y del Sagrario Metropolitano de la Ciudad de México. Su experiencia como párroco le dio una sensibilidad especial para acercarse a los más pobres y humildes. Al cumplir 47 años fue elegido a las Cortes Españolas de 1810. Sus poderes para repre- sentar a Tlaxcala decían haber sido conferidos en la ciudad de Tlaxcala “la más principal

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de esta Nueva España el 25 de agosto de 1810” (Estrada 2006, 215). Guridi se acercaba a la edad promedio de los diputados gaditanos, es decir, a los 46 años. Ocurrente, de genio festivo, se le puede imaginar caminando por las angostas calles de Cádiz, divirtiéndose con los peculiares nombres de éstas: Fideo, la del Ataúd, del Huerto del Negro, del Carbón, de la Bomba, de la Sarna, de la Cantina de la Puerta de Tierra, de Pelota, del Amolador, de la Carne, la calle Sucia, la del Pasquín o la del Horno Quemado (Solís 2000, 255). Visitaría a su paisano y amigo el padre Miguel Ramos Arizpe, diputa- do americano por Coahuila cuyo domicilio se encontraba en la calle del Marqués de Cádiz. Seguramente conoció otros domicilios de patriotas americanos como el de don Francisco de Miranda y el de Bernardo O’ Higgins. El 24 de septiembre de 1810 estuvieron presentes 97 diputados en la apertura de las Cortes en un teatro de la Isla de León. Christopher Domínguez relata —en la erudita biografía que escribió acerca de Servando Teresa de Mier— que más de la tercera parte eran eclesiásticos, número nada sorprendente ya que eran los sacerdotes quienes obtenían una buena preparación en leyes y cánones (Domínguez 2005, 362). Cádiz, añade, hervía de comerciantes, periodistas, espías, refugiados de otras provincias españolas: “Ahí nació el liberalismo español y de ahí se desprendió América” (Domínguez 2005, 363).

IV. El defensor de los americanos

Poco a poco, la voz firme y sonora de José Miguel Guridi y Alcocer se dejó oír siempre en defensa de los intereses americanos pues según Domínguez se desató “otra vez durante las Cortes de Cádiz la disputa del Nuevo Mundo” (Domínguez 2005, 372). Y uno de los defen- sores más destacados de ese mundo americano será Guridi, particularmente en dos temas: la libertad y la ciudadanía. Para algunos autores se pueden distinguir tres grupos entre los diputados gaditanos:

1) El reaccionario, absolutista conocedor como servil o “ser-vil”. 2) Los moderados o jovellanistas. 3) Los liberales o progresistas (Estrada 2006, 199).

Los diputados americanos y entre ellos Guridi y Alcocer se pueden encontrar entre el tercer grupo; es decir, entre los liberales que “concebían la unidad de las Españas dentro de un marco de respeto a las peculiaridades históricas de los reinos y provincias que las componían” (Estrada 2006, 207). Las Cortes definieron a la nación española como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (Constitución Política de la Monarquía Española, artículo 1, 1812) y, de inmediato, los diputados americanos presentaron una común postura: pidieron la

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igualdad de derechos con los españoles europeos, la extensión de la representación na- cional de los americanos por ser América parte integrante de la monarquía; amnistía o mejor dicho, olvido concedido a todos los extravíos ocurridos en las desavenencias de al- gunos países de América (Estrada 2006, 211). Un espectador de los debates de las Cortes, el doctor y exdominico Servando Teresa de Mier describe con claridad en su Carta a El Español sobre su número XIX (Mier 1811), la postura de la diputación ame-ricana: “Nun- ca fueron, señor, las Américas españolas colonias en el sentido de la Europa moderna. Desde la reina católica doña Isabel fueron inseparablemente incorporadas y unidas a su corona de Castilla” (Mier y Calvillo 2003, 72). Los diputados americanos, relata Mier, al día siguiente de la instalación de las Cortes, o sea el 25 de septiembre de 1810, exigieron se reconociese:

que los reinos y Provincias ultramarinas de América y Asia son y han debido reputarse siem- pre integrantes de la Monarquía española; y que por lo mismo sus naturales habitantes libres son iguales en derecho y prerrogativas a los de la Península (Mier y Calvillo 2003, 74).§

No se requería la unidad del gobierno ya que había españoles que obedecían a José I y no por ello dejaban de ser parte de la nación. Tampoco era necesario el territorio, había naciones como la judía (que por entonces carecía de territorios). Se requería más bien la unidad de nacimiento y origen. Fueron varias las intervenciones de Guridi, entre éstas: el 2 de abril de 1811 don José Miguel presentó una propuesta que abolía gradualmente la esclavitud dividida en ocho apartados, por ejemplo:

1) Debía quedar prohibido comprar y vender esclavos y serían libres los que nacieran de éstos.§ 2) Los esclavos ganarían sueldos y la esclavitud se reduciría a tener amo pero aquél dejaría de serlo si abonaba el sueldo al dueño. 3) Cuando el esclavo, por vejez o enfermedad, quedaba inutilizado dejaba de percibir el salario, pero el amo tendría que mantenerlo hasta que mejorara o muriese con la que se conseguiría desterrar la nefasta institución (Estrada 2006, 301).§

Las Cortes no abolieron la esclavitud y en ese aspecto, los legisladores no fueron padres sino padrastros de la patria. Dentro de las Cortes había oposición a la abolición de la es- clavitud en algunos diputados esclavistas, entre ellos el de Cuba, Andrés Jaúregui, quien

§ Énfasis añadido.

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defendía el trabajo esclavo en los ingenios de azúcar. En la sesión del 28 de agosto de 1811 se discutía el artículo 39: “La soberanía reside esencialmente en la nación, por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, de adoptar la forma de gobierno que más le convenga” (Herrera 2007, 273).§ Guridi señaló que le parecía más propio que en vez de “esencialmente” se pusiera “ra- dicalmente” o bien “originalmente”, ya que argumentó que la nación podía separarse de la soberanía y ponerla en manos del monarca. Pero no dejaría de ser nación, no pue- de desprenderse jamás de la raíz u origen de la soberanía (Herrera 2007, 273). Manuel Chust observa que no sólo la soberanía residía en el conjunto de españoles de ambos hemisferios sino que la nación se reservaba el derecho de mantener o no el sistema mo- nárquico. Para el diputado peninsular y liberal don Agustín Argüelles esta redacción era “defensa constitucional frente a las veleidades absolutistas del monarca” (Chust 2003, 86). No consiguieron su propósito ni Guridi ni Argüelles, el artículo no incluyó la palabra “originalmente” o “radicalmente” ni permaneció en el texto el derecho de mantener o no la monarquía (Chust 2010, 428). El 4 de septiembre de 1811 se volvieron a oír los argumentos del diputado tlaxcalteca para defender con calor el derecho a la ciudadanía de las castas. Ellos, exclamó, son há- biles, valerosos, fuertes y robustos para el trabajo, aptos para todo pero no han tenido existencia política. Negar la ciudadanía a las castas y a los negros no logrará fin alguno ni se evitará ningún mal. La justicia exige que quien sufre las cargas disfrute también de los derechos comunes a todos y la calidad de ciudadano. Alerta a sus compañeros legisladores respecto de las funestas consecuencias de negar la ciudadanía a una gran parte de la población americana: “No por sostener un parrafito hemos de arriesgar la pérdida de un mundo”. Teme que los pertenecientes a las castas en América “lejos de reputarnos Padres de la Patria” nos verán como “Padrastros de ella” (Herrera 2007, 298). Los habitantes de América a quienes se les negaba la ciudadanía española pensarían que, dado que para efectos políticos su nación no era la española, “consecuentemente deberán pensar en otra Nación, la suya propia” (Estrada 2006, 209). Aquel 4 de septiem- bre de 1811, Guridi insistía:

Que los oriundos de África sean ciudadanos lo exige la justicia y lo demanda la política: dos reflexiones que recomiendo a la soberana atención de V. M. como en las que interesan la suerte de algunos millones de almas, el bien general de la América y quizá también el de toda la monarquía (Herrera 2007, 205).

§ Énfasis añadido.

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Y para finalizar su alegato les reclama a todos:

¿Adónde está la ilustración de nuestro siglo, según la cual se debe ver a todos los hombres como ciudadanos del mundo e hijos de un solo padre, que es el Supremo Hacedor? ¿Dónde la filosofía que enseña apreciar a nuestros semejantes? ¿Dónde la liberalidad que estimula a promover el bien de la especie humana? ¿Dónde el espíritu de regeneración de la monar- quía, que ha querido hacer de todos sus miembros una misma y sola familia? ¿Dónde la filantropía o amor a todos los hombres? (Herrera 2007, 281).

V. Padrastros del Nuevo Mundo

Guridi tuvo que reconocer, con tristeza, que muchos de los diputados europeos y algunos americanos se negaron tanto a abolir la esclavitud como a conceder la ciudadanía a aque- llos por los que corría sangre negra. Con toda razón observa el historiador Joseph Fontana que los mismos liberales

se cuidaron bien de fijar las reglas que les aseguraban que la mayor parte de la población quedara al margen de la vida política... si hay que maldecir algo, debería ser la debilidad de ese liberalismo, su miedo exagerado al cambio social y su incapacidad de mover a las masas de hacer nación (Fontana 2007, 82).

Según Manuel Chust, Guridi

fue el primero en descubrir la estrategia peninsular de la cual eran conniventes los diputa- dos americanos de la Comisión de Constitución. Detrás del concepto de Nación, tal y como la había formulado la Comisión, sólo quedaba espacio para una sola Nación, para un único nacionalismo el español. Nación, nacionalismo que trataba de imponerse a la diversidad feudal, pero con caracteres unitarios y contrastes, tan sólidos como para excluir otras na- ciones hispánicas (Estrada 2006, 217).

La gran mayoría de los diputados serviles y liberales europeos y algunos americanos no fueron consistentes con su supuesto amor a la libertad y a la igualdad. Excluyeron a negros y mulatos no sólo del goce de los derechos políticos sino incluso del de aparecer y ser contados en censos. Permitieron la desigualdad en la representación de América con la península. Guridi sospechó que el problema real era la potencial mayoría americana y, como señala el doctor Rafael Estrada Michel, “Ni las propuestas más moderadas y con- ciliatorias de los americanos (nos referimos a las de Guridi) hicieron mella en el ánimo de los peninsulares” (Estrada 2006, 270). José Miguel Ramos Arizpe, eclesiástico liberal,

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diputado por la Provincia de Coahuila, afirmaba que el articulo 29 acerca de la igualdad de representaciones resultaría más odioso que la negociación de ciudadanía a los afroa- mericanos: “degradante a la humanidad civilizada, opuesta a las bases principales de la Constitución y muy ajeno a los principios de justicia” (Estrada 2006, 270).§ Con sarcasmo, el padre Servando Teresa de Mier comentaba en su Historia de la Re- volución de la Nueva España (Guerra 1813) lo siguiente “siendo todos los españoles origi- narios de África por los celtas, iberos, cartagineses y moros no serán ciudadanos” (Estrada 2006, 272)§ Mier, indignado, escribía:

han sido privados de los ciudadanos 8 a 10 millones de sus habitantes [de América] ¿Por qué? Porque tienen una gota de sangre africana ahogada en un río de sangre española, como si hubiese español, incluso Fernando VII, que pudiese probar que no desciende de los africanos, cartagineses o sarracenos que dominaron la Península once siglos (Mier y Calvillo 2003, 82).

Guridi se preguntaba “¿Cómo habían de estar obligados (los miembros de las castas)[…] a obedecer leyes y autoridades, contribuir según sus haberes y defender y amar a la Patria cuando ésta los tratare no como madre, sino como madrastra o como suegra, excluyéndo- las de ser representados” (Estrada 2006, 274).§ Los diputados gaditanos, en su mayoría, aprobaron la desigualdad que ahora lamenta- blemente alcanzaba un rango constitucional. Guridi y Alcocer no logró convencer a sus colegas diputados de la justicia y razón de sus argumentos a favor de la abolición de la esclavitud ni a favor de otorgar la ciudadanía a las castas. Ni siquiera de contarlas en los censos. Se elegiría un diputado a Cortes por cada 70,000 almas y las castas no estarían incluidas en el censo, ¿no tenían alma?

VI. Padre de la común patria

No todo fue negación de derechos de justicia en Cádiz. El 21 de septiembre de 1812 el virrey de la Nueva España, don Francisco Xavier Venegas recibió el texto constitucional. Entre los principios que quedaban consagrados en la Carta Magna se encontraba la so- beranía nacional, la prohibición de la tortura y otras prácticas aflictivas, la abolición de la pena de horca, la habilitación para que los oriundos de África ingresaran a universidades y comunidades religiosas, reparto de tierras, la creación de ayuntamientos constitucionales,

§ Énfasis añadido.

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becas para los indígenas en colegios, libre comercio del azogue, extinción de derechos en pulperías, libertad de siembra, industria y artes, etcétera (Zavala 1999, 20-1). No debe soslayarse que los legisladores gaditanos también fueron “padres de la patria” en varios aspectos. José Miguel Guridi y Alcocer regresó a la Nueva España con una experiencia invalua- ble como legislador, ya que a pesar de sus limitaciones, la Constitución de 1812 consagró la idea de que el poder no es ni puede ser ilimitado frente a la ciudadanía. La Constitución gaditana dividida en 10 títulos y en 384 artículos consagraba prin- cipios fundamentales: la nación es libre e independiente y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. La soberanía reside esencialmente —“radicalmente” hubiera preferido Guridi— en la nación y a ésta pertenece el derecho de establecer sus leyes; la nación está obligada a proteger mediante leyes la libertad civil, la propiedad y los derechos legítimos de los individuos que la componen. Tres son los poderes del Estado: Legislativo, Ejecutivo y Judicial (Estrada 2006, 78). Se establecen tres niveles de gobierno: nacional, provincial y municipal. El 19 de marzo de 2012, doscientos años después, el periódico El País en su editorial de esta fecha conmemorativa señalaba: “Con la Constitución de 1812 los españoles dejaron de ser súbditos y se proclamaron ciudadanos”. […] Poco importa que los instrumentos para lograrlo fueran incompletos e insuficientes si se contemplan con criterios actuales”. Pero estos avances indudables fueron hechos por “un puñado de españoles acosados por el ejército más poderoso del mundo” (El País 2012). Y entre ellos estuvo el diputado tlaxcalteca José Miguel Guridi y Alcocer. Acerca de él, escribe Reinaldo Suárez A., fue Guridi

quien introdujo el proyecto de reforma que más impacto pude haber tenido, en materia de derechos humanos, durante la vigencia de la Constitución de Cádiz: la supresión gradual de la esclavitud en las posesiones de Ultramar (Suárez 2010).

VIII. Epílogo

La experiencia de Cádiz se refleja en la posterior actividad política de Guridi y Alcocer. Con- sumada la independencia novohispana el 27 de septiembre de 1821, se establece el Primer Imperio Constitucional Mexicano (1821-1823). El expresidente de las Cortes de Cádiz es uno de los “38 padres de la patria” escogidos por Agustín de Iturbide para formar la Junta Provisional Gubernativa, primer gobierno del México independiente. Dichos miembros se- rán los firmantes el 28 de septiembre de 1821 del Acta de Independencia del Imperio Mexi- cano. Por el “Plan de Independencia de la América Septentrional” elaborado por Agustín de Iturbide, mejor conocido como Plan de Iguala por el sitio en que fue proclamado el 24 de

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febrero de 1821, se otorgaba la ciudadanía a todos los americanos, españoles peninsulares, africanos y asiáticos como sostuvo en Cádiz Guridi, quien fue cercano a Iturbide. Dicho Plan fue mostrado y consultado con los diputados novohispanos que en octubre de 1820 zarpaban a España desde Veracruz. Iturbide les propuso permanecer en la Nueva España y convertirse en diputados del Primer Congreso constituyente que sería instalado al consu- marse la independencia. Los diputados prefirieron continuar su viaje y en España promover en las Cortes la aceptación de la independencia de su patria. El 24 de febrero de 1822 se instaló el Congreso constituyente del Primer Imperio Mexi- cano, desapareció la Junta Provisional Gubernativa y el 1 de marzo se formaron las Comi- siones del Congreso. La de Constitución la formaron José María Fagoaga, Francisco Sánchez de Tagle, Francisco Cantarines y Guridi y Alcocer, entre otros (Jiménez 2001). Guridi redactó el “Proyecto de Constitución presentado a la comisión de ella por uno de los individuos que la componen”, presentado en 1822, y fue quizá el primer proyecto constitucional del México independiente.2 Guridi y Alcocer no logró la anhelada libertad para los esclavos. Creía en la libertad, facultad que tiene el hombre para obrar o no obrar, por la que es dueño de sus acciones. (Barcia 1988, 402). Tampoco consiguió que las Cortes y la Constitución de Cádiz concedieran la ciudada- nía a las castas. Pero sus alegatos y esfuerzos tuvieron eco en Cuba y en la Nueva España. José Antonio Aponte, negro de Cuba, extendió una conjura entre la gente de color y los esclavos de la isla. Aponte y sus seguidores utilizaron la propuesta de Guridi y Alcocer como argumento en su convocatoria rebelde. Aponte fue aprehendido y el Capitán General de Cuba, Marqués de Somoruelos, orde- nó su inmediata ejecución y la de cinco negros libres y tres esclavos. Ciertamente los diputados gaditanos “operaron una verdadera revolución jurídica” pero no dieron libertad a “cientos de miles de hombres y mujeres que habían sido cazados en sus tierras, trasladados como bestias de corral… y sometidos a un terrible régimen de trabajo y castigo” (Suárez 2010). Murió el exdiputado por Tlaxcala en 1828 sin haber logrado tampo- co la abolición total de la esclavitud en la República mexicana, objetivo que se logró al año siguiente, en 1829, en el gobierno de don Vicente Guerrero.

2 Según información de Jaime del Arenal ha aparecido un proyecto anterior el cual lo dará a conocer en un próximo texto.

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VIII. Fuentes consultadas

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TEPJF 349 México en Cádiz, 200 años después. Libertades y democracia en el constitucionalismo contemporáneo fue editada en febrero de 2015 por la Coordinación de Comunicación Social del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, Carlota Armero núm. 5000, colonia CTM Culhuacán, CP 04480, delegación Coyoacán, México, DF.