BAJO EL ASEDIO DE LOS SIGNOS

MARA ROMERO JUAN DIEGO GONZÁLEZ (Compiladores) Primera edición: octubre de 2014

D. R. © Mara Romero | Juan Diego González (compiladores)

D. R. © Por los textos, sus autores

D. R. © Universidad Autónoma de Sinaloa Ángel Flores s/n, Centro, 80000, Culiacán, Sinaloa dirección de editorial

Edición sin fines de lucro. isbn:

Impreso y hecho en México. Presentación

JUAN MANZ ALANIZ

El hoy Encuentro Internacional de Escritores Bajo el Asedio de los Signos nace en el año 2003 con el objetivo de crear un foro donde los escritores sonorenses expusieran su obra literaria y, de esa forma, se dieran a conocer en su región. Para el año 2004, el comité organizador extiende el II Encuentro a dos días y, consi- derando la buena respuesta a su convocatoria, decide, ya en 2006, extenderlo a nivel nacional. A partir de este momento, los objeti- vos de nuestro festival literario adquieren un carácter más com- prometido con la literatura y sus nuevos hacedores, para que el principio poético que genera el pensamiento contemporáneo no se agote y, antes bien, se vea fortalecido para la buena salud de las letras y de los pueblos que le dieron origen. Para 2007, el encuentro se convierte en Iberoamericano, con la participación de poetas y narradores de talla nacional e interna- cional que, con la exposición de su obra, nos mostraron los estilos y tendencias de la literatura contemporánea. Para 2008, en la sex- ta emisión de nuestro evento, extendimos su duración a tres días, con el fin de dar cabida a un mayor número de voces que buscan oídos y espíritus receptivos a quienes cantar, o contar, el dolor y

7 el gozo. Aquí, en esta memoria plural, conviven los poemas y las narraciones de autores tan disímbolos como las geografías que los vieron nacer, o que los han adoptado —sin condición algu- na— como a propios. Nuestros pasos por las letras han cruzado océanos, y aquí y ahora, convertidos ya desde hace mas de cinco años en un en- cuentro internacional, nuestros objetivos siguen siendo los mis- mos de siempre: reunirnos para conocernos y compartir nuestra obra, esparcir el conocimiento y la luz de las letras en más de 22 subsedes y festejar como cualquier humano festeja el adveni- miento de aires nuevos en la atmósfera contemporánea de nues- tras letras. Bienvenidos todos a la celebración de este memorial escrito.

8 bajo el asedio de los signos POESÍA

Abdul Machi

Desvarío nocturno

Con el corazón en la boca y tu cuerpo entre mis dedos, la noche vierte en húmedo candor su negra frescura. El sabor de tus ojos denuncia el olor de tu mirada, y un demonio blanquecino juguetea entre sueños.

Sobre nosotros pende un halo de locura, un manto de amor, de sinrazón, una santa disparidad de ensueños, inhóspita ternura. Dejas morir la vida en la frágil desventura de horas olvidadas, y sucumbe el latir de tu corazón en el canto nocturno de los grillos.

Nuestro búho, piel de nubes, noctívago de venturas, en su lúgubre vigilia, bebe cordura, saborea el último hálito que unge nuestros pechos; nos despedimos tristes porque no te veré mañana, no dormiré en tu cama.

11 Me impacienta el latir de tu corazón porque calla cuando me voy, porque grita cuando mis besos se diluyen en tu piel; me inquieta la almohada cruel que susurra con tu voz: ¡duerme, amor!;

...y duermo.

Invención de Dios

Amaneció llorando Dios; también yo. Un arcoíris triste sobre otro, un cielo y mil hombres empapados en lágrimas de la deidad; yo uno de ellos, manojo de amargura.

Amaneció llorando el mundo, porque Dios y el mundo son uno, porque el Uno no existe sin el otro.

12 bajo el asedio de los signos Alba Brenda Méndez Estrada

Muero De Un Pensamiento*

Desviación un solo carril. Polvo, arena, maquinaria de brazos caídos. Bulevar lento. A sus bocas confluyen demasiados caminos; a veces, son así las carreteras de la muerte.

La mujer en la noche sale del túnel de un callejón sucio vacío como el abandono los cabellos apenas llegan a sus hombros son castaños tal vez sus ojos sean color miel no veo su rostro, y me estremece la serenidad de su paso harapos color hojas de otoño no veo su rostro aunque la acosa

poesía 13 una luz escasa la veo al voltear ella bruscamente, decir, desde la banqueta, ¿tú sabes quién soy?, de pronto desaparece y yo me voy a casa con su voz imaginada, persiguiéndome...

Así fue, dolor mudo como una herida* ahora muero yo de un pensamiento*.

* Frases de la poeta Delmira Agustini (salvo error en el nombre)

Elogio a La Noche

Qué sombra de aguas la acurruca si es ella el Dónde. Negra o clara de luna-azul en su desvelo; señorío sobre voluntades cotidianas ondea sobre las horas de mi viaje o es caricia desplazada a ciertas madrugadas de febrero. Los vientos de verano la vaciaban sobre mi sábana infantil Y yo insomne la desvalijaba de estrellas para el sueño de mañana Noche

14 bajo el asedio de los signos palabra esclava de una figura falsa del lenguaje. Primero fue escucharla entre el sigilo y la ventana; luego, fue una vocación noctámbula la cómplice del centro iluminado, evanescencias atrapadas en el insospechado misterio de uno mismo: sentir ante la noche derramada algo así como la sensación irreverente de poseer su belleza, inmerecidamente.

Identidad

Vuelve con el rostro de la mañana. luz del inicio hiere pupilas del alma. Acumulo destellos atrapados en un hilo de aguas sobre rocas. Retornan palabras como rebeldes nubes y hablan de mí en ti, raíz tallo origen. Te abrazo cuando te encuentro en lo mío y oculto,

poesía 15 tras el gutural sonido, balbuceo de un eco de armonía: tu canto sediento de futuro mi palabra voz prendida al follaje de añoranzas.

16 bajo el asedio de los signos Alicia Minjárez

Ausencia

Te marchaste como la lluvia, después de asolar la campiña desnuda.

Tu nombre debajo de las hojas que vuelan con el viento, al presentir el verso su tesitura inútil en un ayer adverso.

Aún no oscurece... Y el lenguaje del sol, ya no es el mismo.

Sigo sin entender las siete letras que construyen tu ausencia.

poesía 17 Mundana

Perfecta intersección entre lo dulce con lo sombrío... ¡Entre el deseo y la oscuridad!; Entre la magia con lo divino... ¡Yo soy mundana y espiritual!

Contrastes a la vez inciertos, rompen esquemas en los desiertos, supliendo emociones, por los rincones ataviada de sueños. ¡Sin portar nada más!

Un solo nombre dirige mi vida... bailando desnuda en la oscuridad; entre la alquimia con la agonía... ¡Yo soy mundana en tu realidad!

Llueve

Un dejo de nostalgia pretende anunciarse, como esa brisa que emigra en el aire.

18 bajo el asedio de los signos El agua impregna mi cuerpo; tu aliento inunda el contexto.

Largos secretos que el viento sacude en lontananzas, después la nada.

Camino rezagada en la humedad que dejaron las gotas debajo de las ramas.

Las aves se desprenden de sus nidos, buscan el refugio prometido.

Repican las campanas de la iglesia, afuera interrumpe la noche...

Ansío secarme la lluvia, como esos pájaros que agobian los árboles

poesía 19 en el atardecer de los parques.

Me invade la quietud de tus ojos ¡Alas extasiadas, inmovilizando su vuelo! Al pie de mi silencio.

Mares Oníricos

El horizonte esboza el vestigio de reticentes manantiales, siluetas de gaviotas y gorriones transponen los mares oníricos del deseo

Reflejo herido fluye en el intento, sucesión y fragmento calcina su trazo entre mis dedos.

20 bajo el asedio de los signos Casildo Rivera

Un sí

Consuela

Calma

Redime

Cura

Salva

Un sí es un poema en sí SOLO hay algo que está por encima de todo Ese algo es el misterio

TANTAS veces un NO Es la mejor manera de entender

poesía 21 El profundo e íntimo sentido De un SÍ que no se da Y que no se pide sino que se gana DAR es una de las más hermosas palabras Dar siempre Como profesión de fe Darse en una palabra mágica o en presencia o silencio amigo Darse como destino Sí Convéncete En todo o en partes Es preciso que te entregues Y nada de mezquindades De miserables pretextos Antes de que Dios o el diablo nos llamen a cuentas Que todo se reparta Bienes materiales Y amor sobre todo a manos llenas Sin medida entrégate al placer de ser y hacer feliz a quien te quiera Y sé gorrión jilguero paloma o colibrí Regálate que casi nada vales sin el otro Sin mí Sin ella Sin él Sin ellos Sin nosotros Dar es una de las más hermosas palabras

22 bajo el asedio de los signos EN SU NOMBRE se comenten los mayores pecados A la gloria y al infierno en la tierra se le comparan Con una mirada o una caricia confunde a los simples No es en las razones de la razón En las delicias del cuerpo O en las míticas regiones del corazón Donde se le encuentra Es el fugitivo Ese a quien se le encuentra sin buscarlo Quien se atraviesa entre dos Y así como aparece Desaparece Ese Ya ves Casi todo mientras dura Ese Quien nadie sabe qué quién o por qué Ese extraño desalmado

EL AMOR María Adán Carmen Jesús No a él ni a ella A nadie es a quien le das el amor Es el amor quien se te da A quien te das Es él quien se te entrega Y es él No ellos ni ellas

poesía 23 Quien se va Quien te abandona

NO soy yo quien se enamora No eres tú quien se desenamora Es el amor No te culpes si me dejas No me culpes si me voy La culpa es del amor Sus razones que no sabemos Su secreta e íntima sabiduría Y no luches Será inútil No lo detengas Se habrá ido aunque se quede

EL AMOR es un viajero De pronto De la nada Hace la maleta y se larga No tiene palabra Fueron en vano las promesas Inútiles los juramentos De nada sirve caer de rodillas No lo hagas más difícil No le des el gusto de verte llorar

24 bajo el asedio de los signos Cierra la puerta mientras da la media vuelta y se va Piensa en lo que será de él sin ti En lo que será de ti sin él Disfruta mientras te derrumbas Del momento Siente cómo se abre paso la tristeza entre tus labios sin palabras Abraza esa llama Que más grande parece el amor cuando se va

UN DÍA cualquiera te levantas Lo buscas en los rincones del corazón En las razones de la razón En su cuerpo que dormido dibuja la sábana No No te preguntes a dónde fue No sería él si no hiciera lo que hace No sería él si no se marchara así Sin despedirse

poesía 25 Clara Luz Montoya

Estabas lista, dijiste

A mi madre: Elisa Margarita Lagarda Cabrera †

La primavera lucía trenzas y saltaba la cuerda cuando te fuiste.

No hubo mariposas, los capullos se volvieron piedra.

Sin rostro ni cuerpo estás aquí: Tuya mi esencia tuya mi risa tú mi estornudo, tú mi voz, tuya mi pose de mona lisa.

Tatuaste lunitas café con besos en mis manos.

26 bajo el asedio de los signos ¡Como las mías! —dijiste—

¿Sabrá acaso el jazmín que se ha apagado la flama morada de su Margarita?

A mi pecosita es a lo lejos el destino pequeño desde la casa.

Conjuro en luna de sol

A Quetzalcóatl y los dioses Anemoi pido: diluyan con marea la niebla de tus ojos y compartas esta lluvia de nostalgias acrecentada con muertes de sol, que me inunda.

A los dioses Brahma y Abraxas suplico: que las dos notas de la rana

poesía 27 y el aleteo del mochuelo duende —en su migración de agosto— te guíen a este mi ábaton circunspecto de sahuaros y fosfeno,

oráculo verdadero.

Ven. Ven para quedarte. Esperemos juntos al anciano de los días.

Mariposeando arboles

a Francisco González

Y las hojas recuerdos infantiles cayeron al pasar estaciones.

Hoy cerraré ojos a paradigmas falsos, seré nuevamente niña, construiré mis propios sintagmas.

Treparé Mariposeando: más árboles.

28 bajo el asedio de los signos Lengua de mariposa Voces calladas al fin nacen.

Los anhelos se despojan hoja a hoja.

Ósculos-adagios someten al miedo y la conciencia. Se cumple el presagio.

El sol cómplice se disfraza de luna detrás de la niebla; trata de prolongar la magia, imperio de la noche.

Es octubre

Voces calladas al fin nacen, condenadas al silencio.

poesía 29 Claudia G. Chávez

Vacíos

I Recordando que solo soy polvo en el infinito, descubro en mi piel la partícula de lo desconocido grita y me denuncia la búsqueda del absoluto

II ¿Pero quién soy yo para buscar el omega? ¿Acaso no vengo de las vísceras de mi madre?

III Te busco por las noches en los vacíos de los astros, hasta el punto de luz donde partimos... y algún día volveremos pero mientras, preferimos escondernos en lo mundano en lo que no duele: donde el placer es ya una religión.

IV Ocultamos los cristales para que no perforen los sentidos.

30 bajo el asedio de los signos V Nos postramos cada minuto sobre poros dilatados aullamos cada noche para ser parte de la manada; ese es nuestro único desahogo, aullar a la soberbia... para encontrar alivio a nuestro espíritu errante.

Laberintos

Con-templo abismos en las ventanas de tu cuerpo no concuerdan con el rostro y me hacen caer en espiral

Busco la salida pero incitas a hurgar tu interior me atraes con ideas malsanas, que dan placer a mi imaginación

Y atrapada en tus laberintos me pierdo en ellos donde se refleja la esencia oculta de los paradigmas en libertad donde puedo desnudar mis quimeras y descubro que entre tu yo todo es paralelo.

poesía 31 Eclipse lunar (Eclipse de piel)

Refugio los labios en el lunar de tu espalda, Y el cielo de mi deseo se abre en esplendor l e n t a m e n t e l e n t a m e n t e.

Oscureces la lucidez cuando invades los pliegues

Se alinean nuestros cuerpos entre danzas y conjuros que evocan cantos ancestrales, donde el éxtasis se interpone, entre tu delirio y mi fervor

Tu cuerpo exuda locura forma un cráter, con lava haces senderos de piel

Solo en luna llena me puedes invadir, ocultarme en tus fuegos y esa sombra cubre con ceniza mis laderas; luego déjame y desvaría en mi noche

32 bajo el asedio de los signos Quiero desprenderme, salirme de tu gravedad; emerger de la hoguera d e s p a c i o muy d e s p a c i o desligar los labios de tu esencia cósmica subir los bordes, descobijar tu cuerpo de mis poros cuando el crepúsculo termine

Preámbulo

En tu espalda busco el camino a la hojarasca y de hinojos el sismo: comienza...

Sin manos...

Hoy te prometo tocarte sin manos, mis labios irán por tu piel dejando humedad

Ataré la cordura para soltar el instinto, y en tu mar disolverme Y cuando levante olas tu roce

poesía 33 caerá sobre ti mi vientre en marejada.

34 bajo el asedio de los signos Cristian S. Islas M.

Oda a la Partitura

Uno-Dos Suena la marcha Un-dos-tres Suena el Vals Uno-dos-tres-cuatro El Adagio o el Presto Agitato

¿Alguien se ha puesto a pensar qué sería de la música sin tenerla donde plasmar? No conoceríamos el legado de los grandes genios de la música instrumental, ¿Dónde escribo los sonidos de mi mente? Se hubieran preguntado. y la luminosidad de Euterpeapagado, Tornándose, para siempre, en el oscuro silencio del lenguaje universal.

Al igual que Beethoven terminaríamos sordos Sordos de escuchar sus Sinfonías y Sonatas labradas como

poesía 35 esculturas. Mediten un poco de lo que sería Este mundo sin las partituras.

Mozart, ¿quién hubiera sido Mozart? Un personaje más de la historia Un vago recuerdo en las empolvadas biografías por siempre privados de escuchar sus maravillosas melodías

Bien dijo Nietzsche, «La vida sin música sería un error» Solamente viviríamos con los sonidos del presente

Sin la Ópera de Handel, las arias de Verdi o Puccini Sin Sensemayá de Silvestre Sin el Pájaro de Fuego de Stravinsky

El piano desfallecería al no abrigar los Nocturnos de Chopin, Los Choros de Villa-Lobos, el contrapunto de Bach y sin los acordes del Jazz. ¡Eso, realmente, sería un error! Un error que de imaginarlo, me empieza a torturar. ¿Dónde quedó la música de los griegos de la época Clásica? ¿Dónde quedaron los cantos de las tragedias de Eurípides o Sófocles? Ellos marcaron la pauta de la escritura con la lira y la flauta, pero se quedó en el lejano pasado, por siempre estática.

Bendita partitura, benditas notas

36 bajo el asedio de los signos Música en lienzo grabada en pintura Desentrañemos lo oculto de su dulzura para bañarnos con sus melódicas gotas de agua pura

Cd. Obregón. Marzo 2012

poesía 37 Ernesto Moncada

Rapidez

La vida es más rápida que mis habilidades para seguirle el paso A veces Bueno pues, parece que sucede más seguido estos días Más momentos rotos que memorias hechas a mano Sentimientos y pensamientos revueltos e incompletos, como discos duros sometidos a demasiada pornografía Todas las imágenes desconectadas e infinitos tonos de nada Un caos desmantelado ahogándose en el limbo Pesadillas que abusan de la realidad Sodomizando bellas y brillantes mañanas con horrores de dedos largos Cartas de amor no escritas que arden en una hoguera perene Esas lágrimas que ya no podemos llorar hierven sobre el fuego Tonterías románticas convertidas en llovizna de ceniza Lodo en cada superficie que tocan Mugre sentimental sobre tus breves temporadas de placer y horas laborales Poemas faltos de melodía acuchillando a tu floja esperanza en el estómago

38 bajo el asedio de los signos Baladas sin muñecas cortadas ni solicitudes públicas de sexo Por eso la historia de nuestro tiempo en vida podría no ser editada Es posible que nunca sea leída o incluso escrita Tu completa existencia puede terminar como un ridículo haikú Graffiti con faltas de ortografía en el baño más asqueroso de Sudamérica (su language una mezcla malsana de inglés bastardo y caló portugués) Tu semblanza garabateada en una servilleta de cantina Círculos de cerveza oscura borrando algunas palabras Aunque no las groserías –que son bastantes De modo que corremos Moviéndonos con rapidez Desesperación y locura como gasolina Intentando con todas nuestras fuerzas en alcanzar el alusivo Ahorita mismo Y adueñarnos de él finalmente Aunque lo más probable es que la vida gane esta carrera Solo tengo que resignarme con llegar en segundo lugar...

Recuerdos

Recuerdo bien en algún oscuro rincón de mi niñez metropolitana un dentista pedófilo me hizo una puñeta

poesía 39 mientras estaba sentado en su trono dental esperando que se endureciera una amalgama, mi verga dura de once años toda confundida pero como no supe qué ondas no me gustó ni madres, así que cero repercusiones putoides; gracias además a Diosito y al futbol dominguero ¿quién necesita más nudos en la soga de la horca?

En algún momento nebuloso de mi adolescencia hipnotizada con el eM-Ti-Vi el corito bonyovesco de «estamos a la mitad del camino» era mi himno llegador; un buen rocker no necesita novia para sentirse descorazonado y el desamor siempre ha sido uno de mis companeros más fieles, mi madre solía decir que nací con un alma vieja quizá no fui un bebé empalagoso, supongo que no lloré lo suficientemente fuerte.

En una fase extraña durante mis veinti-tantos fin-del-mundescos pensé que la vida me había estafado machín, quería una compensación jugosa, estaba buscando la verdad con esmero obsesivo para poder corromperla un poco más, ya que ser el peor era más seguro que lanzarse por el triunfo

40 bajo el asedio de los signos y recibir a la decadencia con los brazos abiertos se convirtió en algo naturalito para mí.

Así que me tragué mi propia publicidad, compré la copia pirata de mí mismo, cloné mis sueños para poder fumármelos y la oscuridad me salvó, cosa curiosa; si todo es una mentira, si no podemos distinguir lo falso de lo real entonces todo está en juego, incluyéndome a mí con todo y mi yo y quizá una chica bonita y quizá unos camaradas pachangueros y quizá hasta un perro volador, ¿por qué chingados no? Recuer- do bien...

Ellas

I. Olores

Caminas por las calles gloriosas Hembras atractivas por todo vecindario y avenida Necesitas una estrategia para no enloquecer de deseo o sufrir un caso serio de testículos morados. Recuerda que todo viborón requiere un modus operandi Evitar ser cacheteado de manera constante, ejercita tu memoria visual

poesía 41 Aprende a recordar mucho observando poco Toma Pólaroids mentales de tu alrededor mientras platicas con tus interlocutores Y cuando adviertas damas aproximándose, asegúrate de inhalar profundo justo después de que pasen junto a ti Así capturas sus aromas, ya sean perfumescos o sudorosones Aún apestando a gimnasio pretencioso y cocina grasosa vale la pena olerlas, me cae Róbate sus esencias sin tener que decir nada inteligente o gracioso Sin hacer nada sorprendente o heroico Conserva esos dulces buqués en tus narices periqueadas Fúmate los ecos de champú, jabón y lociones mientras se alejan en pos de algún pendejo que no eres tú.

II. Miradas

Ahí la llevas, carnal, la misma sed de siempre Asaltándote al contemplar la realidad, esté chula o más o menos Abre otra botella y échate otro himno en honor al antojo del momento Taladra el ritmo de los desesperados en el pavimento frente a tu vecino más primitivo, el que tiene seis hijas, todas buenotas Aviéntate otra canción sobre esta dulce miseria de quererlas a todas

42 bajo el asedio de los signos y no traer ni a una sola de ellas trepada de los cuernos de tu bicicletón Roba esa mirada por dos o tres segundos, tantos como puedas, sujétala machín Déjale un reflejo de tu interés en sus retinas; luego déjala irse libre y ten fe De que te sabe cómo chingados Te recordará sin pensar: «Pinche viejo lépero».

poesía 43 Federico Corral Vallejo

Lipogramas

Cada mañana la máscara blanca abraza a la casta manzana araña la cara a la santa nada bravas palabras raspan la garganta a la flaca Sara carcajada amarga arranca la mala cara sacras campanas navajas latas tazas cantan llamada amada Sara malvada alma manta fantasma casta manzana

44 bajo el asedio de los signos sangra sangra manchada la calma acaba la hazaña alhajas ámbar ágatas atadas halla

130100

Efrén Esther en verde césped excelente preñez embellece el vergel crece el estrés desprende peces del celeste Edén en el presente decente temple perenne ser en mes hereje el rey rebelde en vez de leche bebe jerez efervescente ejerce dementes leyes

poesía 45 es menester vencer en breve desdén envejece el rey en el este de Belem se estremece el éter fenece tres veces tres en célebre fe

1301

Sin ti viví gris sin bici sin bikini sin picnicks viví sin brindis sin picis sin vid viví sin bilis sin mil sin fin viví sin crisis sin gis sin dividir viví sin insistir sin inscribir

46 bajo el asedio de los signos sin imprimir viví sin fingir sin dirigir sin viril sin ti viví gris viví sin Mimí sin Lilí sin Vicki

1301

Ocho locos ogros nosotros no somos

los ojos no son focos los globos no son rostros los pomos no son dolos los fósforos son polvo los cosmos son oros los zorros son monos los monos zorros son

frondoso horror plomo como rojo lobo rodó forzó los poros dobló los codos ¡socorro doctor!

poesía 47 molotov pomposo drogo formol forzoso yo rompo tosco cordón tronó como mosco sonó como gong.

130100

Tu cruz su pus

Tu luz su club

Tú Lulú Luz

130100

48 bajo el asedio de los signos Françoise Roy

Un ángel muerto

Un ángel muerto yace en travesaño de mi memoria. Tropiezo con él, trato de levantarlo pero pesa más que mi deseo.

No sabía que en el gremio de los seres (a)divinos la muerte seguía el mismo procedimiento.

No quiero despertarlo. Tal vez sueña lo mismo que yo soñé: en una casa humilde tú y yo en llamas.

poesía 49 83. Mira la vida de Pessoa

«Mira la vida de Pessoa, la de James Joyce», me dices. Som- bras de traje negro que deambulan sin ojos y sin boca por las ca- lles llenas de transeúntes de Lisboa y de Dublín. Pobres fantasmas con la eterna pluma de ganso en mano, y tintero en el buró como botella de noche. Espectros que son puro contorno. ¿Soy Pessoa, con sus cuatro nombres, sus difuntos tan ha- bladores que el sepulturero quiere devolverlos a casa? (Se parecen a mí, dices). Los transeúntes están armados de hondas. Tú no los ves: eres el abogado del diablo, no te pagan para verlos apedrearme. A mí, la descaminada, la de yos múltiples, la del Ulises que solo tiene un día para vivir y conocer los intríngulis de la vida, la del poeta fingidor con un abanico de apellidos, me vaciaron la madre en las venas, con todo y medusas: por eso se me multipli- can dentro los seudónimos, heterónimos, personajes que tú lla- mas narcisos secundarios, y que son para mí las flores predilectas.

Noé

Qué mosca, dime, le habrá picado al buen Dios (esa flor tripétala que solía hablarte en sueños, esa Mente telarañosa que fabrica imaginando) para pedirte así, de buenas a primeras, y solicitar a tu humilde persona, que de un día para otro dejaras alegre los cultivos por la singladura,

50 bajo el asedio de los signos para volverte capitán, almirante sin astrolabio, trocando el claro desierto por la mar arbolada, la greda por altura de astro, la guiñada por el lagar, el sotavento por viñedos, el frontil por la quilla.

De floricultor a grumete, de campesino a marinero, ¿cuántas veces cruzaste sin saber, pobre salvador, la línea de cambio de fecha bajo astros inasequibles, con tu pañol de aves y coleópteros, felinos carroñosos, libélulas, borregos, serpientes de cascabel y jirafas?

¡Te imagino, Noé, anhelando el suelo de Israel, roquedales de cortapisas, raíces puestas en abanico como manos enterradas, y dehesas verdeantes! Dios ideando feliz la sementera del oleaje para echar ahí los peces (semillas de mar, las olas contienen, cuidadosamente dobladas, la gran sábana de agua que más tarde orlaría los continentes). Dios ocupado en sembrar sal al voleo, y tú, Noé, siglos más joven que Él, forzado en aprender, conforme subía la marejada, gajes de un nuevo oficio. Dios, siglos atrás, ¡tan absorto en el azuleo del mar, anhelando fontanales en otro lugar que la tierra firme!

poesía 51 Gloria Del Yaqui

Las Palabras Del Desamor

Subí al firmamento Y busqué la luz. No supe mantenerme ahí Y caí de nuevo Al mundo de los mortales.

Fui mujer Y creí que el paraíso Estaba al alcance de mi mano. Creí ¡Necesitaba creer en el amor!

La soledad Y el desamparo Vestían mi cuerpo Y comían en la mesa De la casa. Danzaban por las noches Una a una.

52 bajo el asedio de los signos Y mis movimientos espiaban.

Toqué el sol con mis manos Y besé con infinito amor La luna y las estrellas.

El cielo azul No era azul Y menos cielo.

El príncipe Se convirtió en ogro Y la dulcinea No era como el Quijote Soñaba.

Todo fue pasajero Tal y como las aves Emigran a otros vuelos.

Dejé jirones de piel En el proceso Y mi sangre selló Las piedras del camino. Llevaba tormentas Que solo dejaron nubarrones Palabras que quebraron Los cristales de la paciencia.

poesía 53 El mar embravecido Estrelló sus olas en el pasado Y nos llevó hasta el mareo En su remolino.

Tuvo aparente calma Pero ahí quedaron La arena y la espuma.

En un lapso de luz Hubo un jugueteo de abrazos Y nació muerta La esperanza.

Desventurados Sin oro, incienso, ni mirra Que ofrecer Se cerraron las manos De los que antes Creían en la magia.

Mi vientre Como conjuro mágico Sorpresivamente Se volvió pecera.

Sigo un largo camino.

54 bajo el asedio de los signos Hay preguntas Sin respuestas Temores... esperanzas La casa del desamor Me cobija No la quiero Hago un enorme esfuerzo Para derrumbarla.

Mi propósito es: Ser un buen albañil ¡Tengo que serlo! Reconstruiré Habitaciones de luz Para mis amados huéspedes.

poesía 55 Iván Camarena

Tus manos pueden elegirme las venas hirviendo de tus manos el paisaje limpio de tétanos de tus manos la sanación de tus manos el recurso i el tiempo el cielo enérgico la doble dosis la nación desterrada lo que tocas i vuelves un hogar para tus manos

Forma Cotidiana no sé a qué se dedica tu cariño pero estoy seguro que dejó en mí una trampa pues te reconozco en todo lo que miro i de pronto ya no eres solo la infinita compañera de armas o la afilada cuchilla donde mis ojos se desangran

56 bajo el asedio de los signos i eres también el bienestar incurable la mujer desnuda de la que uno se levanta

Mujer para abrir el mundo a través de tus piernas mujer que correspondes a la liturgia de mis aves con la estación manada de tus partos qué ganas de que tu latido ande todavía jugando a los entierros a los funerales crecidos de mi cuerpo qué ganas como si el intervalo aéreo que ha sido la vida por fin sanara en sus dispersiones al reunir tu piel todos mis vuelos

Las Cosas tú i yo que fuimos superados por nuestros fantasmas al ir construyendo i derribando cosas mientras lo eterno se buscaba tú i yo que nos dijimos i nos tragamos

poesía 57 un mundo aparte donde no es fácil salvarse de las cosas esas cosas que nos van teniendo i olvidando i se rompen i son también nuestras cosas

Algo hoy conocí algo de la tristeza las máscaras inmóviles de la tristeza la gota larga que sujeta mis ojos con su única luz esa seriedad cautiva que nos pasea por los onomásticos del silencio i me doy cuenta mujer grave que las cosas están bien mientras merezcan una tristeza

Recordándola cuando veo los cigarros me acuerdo de su mano izquierda

58 bajo el asedio de los signos de su hambre por desmantelar el tiempo en el humo de sus ojos helados mirando la sobriedad de la luz de sus piernas largas planeando la próxima trampa de su buen gusto por desarmar teorías literarias a la hora de la cerveza de su boquita flaca pidiendo la siguiente herida de mi cuerpo que siempre fue como pedir el siguiente cigarro en el alba

Pregunta de los solos

y vuelvo a preguntarle qué hago cuando no lo tengo cómo decirle que encontré la forma perfecta de mi cuerpo entre sus manos qué hago si se rompe mi garganta que la contiene si ya todo me conduce a despedirla después de herirnos a la mala qué hago si mis manos futuras están dispuestas a quererla porque mis manos presentes aprendieron a necesitarla

poesía 59 Jeff Durango

Las siguientes historias están basadas en hechos reales

1 Y la Mujer-Dios dijo: hágase la realidad a los ojos de los hombres a través del corazón de la mujer. Y los hombres amaron más al corazón de la mujer que a la realidad.

2 Y Dios dijo: háganse los mares y las costas y los peces y los ani- males que viven en las costas; porque el hombre ha de cazar y alimentarse de esos animales y navegará por esos mares y cons- truirá sus casas sobre esas costas. Pero el hombre solo soñaba con el corazón de la mujer. De allí vienen los poetas.

3 Las palabras parecen rieles de ferrocarriles que se extienden por las montañas y estepas de las hojas de los libros. El humo de las palabras se alarga de una página a otra y de pronto una chispa puede encender a la habitación; entonces dejas a un lado el libro porque las sirenas de las bomberas siempre te han causado pá-

60 bajo el asedio de los signos nico. Ellos llegan y derriban la puerta de tu casa para apagar el fuego. Un fuego que solo existía en tu corazón.

4 Recibí una llamada en la madrugada. La voz de ella sonaba os- cura. «Acabo de leer a H.P. Lovecraft, dijo, ahora me siento perseguida por sus fantasmas». No debes huir, le dije, porque estarías huyendo de ti misma. Y colgué. Me quedé un rato cavilando en esa llamada. Mi celular registraba número desconocido. Hacía cuatro años que ella había muerto.

poesía 61 Jenny Holanda Benavente

Atrapada

Bienvenido regalo con nombre de hombre llegaste sin pedirlo y ahora estás como amalgama a mis huesos quiero ser tu perfume secretos la fruta preferida que suavice tu boca Piedra de río, frase eterna en un pergamino estoy hechizada de esos dulces ojos, joyas guiando mi camino Y de esa figura varonil, perfecta para ser real

Estás en mi mundo encriptado das vida a pensamientos inertes y con el solo roce de tus dedos Enciendes fuego permanente soy tu esclava en libertad, inconforme con las horas del día por no tenerte más Soy la mujer que quiere un banquete contigo caminar por cada nota melódica de tu hablar eres fuerza de mis entrañas, marco de oro, sello permanente contemplar tus más detallados gestos es la gloria

Amarte es estar entre abismos y estrellas, eres mi adicción

62 bajo el asedio de los signos necesito de tu mirar, de esas manos hablando un lenguaje desconocido conocido Eres único, viajas a mi lado y me encadenas al sentirme deseada Hazme vivir por siempre atrapada

Agonía

Placer en una noche perfumada con engaño de amor fugaz con frases copiadas de un libro sin nombre minutos de fuego y eternidad de angustia, culpas que pesan, como pesan tentación constante, creciente y consciente agonía

¡Para! Él juega con tus sueños se apodera de tu sombra con hábitos prestados enreda tu mundo, ahoga la fe quita tus delicados pétalos para entregarlos a otra

¡Atrévete al cambio! Tienes alas de mariposa Y un león en el corazón Respira valor, pinta brillo en tus ojos sacude rutinas, rompe monotonías dile adiós, y aléjate de la forma más simple las horas caídas sanarán tus heridas, vivirás El amor es hermoso y bello no destruye, avergüenza, o se esconde

poesía 63 Máscara Noche tormentosa Presagio de obscuro destino gacela herida, muerde las cadenas disfrazadas de amor evoca calendarios caídos la miel de su belleza incondicional al hogar que alguna vez formó

Se fueron los hijos olvidaron su amor ciclón de pensamientos tristes ¿Valió la pena?

Mira a su verdugo, sin máscara No más lágrimas, miedos y excusas silencio dulce, elige su destino un camino fácil, decisión sin equilibrio la falsa puerta de libertad

64 bajo el asedio de los signos Jorge Bustamante

Lo que parpadea en el aire

Luz desplomada ilumina los árboles la plaza guiñe un párpado mientras la gente va y viene en el reflejo verdiazul de la tarde. Braman motores de motos y autos, una música absurda parpadea en el aire, el tiempo se tuerce en el sueño mundano, ya no hay palabras que digan solo chirridos y prisas y nada mirándose en asombro sin límites preguntándose el por qué y para qué de los días que huyen alegres y que caen disueltos a la memoria vacía

Carta a un poeta amigo que nunca ha viajado

A veces intento recordar aquella despedida en los pasillos de un aeropuerto

poesía 65 extraviado en la memoria. Éramos entonces adolescentes hambrientos de discusiones y lecturas. En las noches paseábamos metáforas al calor de vinos bulliciosos el éxtasis de nuestros días jóvenes se diluía en amaneceres sin retorno. Han pasado los años y ahora me han llegado de nuevo tus noticias, tus poemas que invocan a Masters, a la Lispector, a Silvia Plath, a Hesse, a Emily Dickinson.

Desde allá, como un Whitman sabanero y eucalíptico, construyes lluvias, geografías, atardeceres remotos, urdes la suficiente antigüedad del Cañón del Colorado. Equipado de atlas, guías de ferrocarriles, baúles, globos terráqueos, brújulas, concibes nostalgias de otros lugares como en uno de los cuentos de Bioy comentado por Borges. Yo, en cambio, me he anonadado en paisajes, veo monstruos, me fatigo en desiertos y montañas, me refundo en estepas y ciudades, en ríos sin regreso en cuerpos evaporados por el tiempo y la nostalgia. He viajado por tantos lugares: y todos son uno y lo mismo. La calle que crucé ayer es —tal vez— la misma que sueñas. Mis caminos de ahora son los que tú te has inventado. Nunca saliste de esa ciudad y ahora me escribes tus versos; yo me fui de ella y ya nunca he llegado apenas —desde mi olvido— tenue la vislumbro.

66 bajo el asedio de los signos Los Cuartetos de la vida

Ven. Entra. Llena este papel con tu escritura. No olvides poner ahí tu memoria y tu dolor tus mentiras los sueños y también el desencanto el hilo de las cosas que aún esperas. * * * Uno se muere en cada cosa que no vuelve en las palabras que muerden el instante en el deseo imposible y el vino que redime en los seres que se desdibujan en la bruma. * * * Es importante amar a alguien: los gordos, los solitarios, los enfermos, los flacos, los tímidos; es absolutamente necesario amar a alguien para que no todo lo del mundo sea vano. * * * Los libros nos miran desde los estantes atentos descifran nuestro ocio de sus páginas surgen personajes que aseguran, sin titubeos, ser nosotros. * * * No se cómo escribir este cuarteto una hora, un día, un mes tal vez, un año y nada; me lo he imaginado perfecto, acabado, sin ripios y sin treguas, pero de pronto salta de la pluma y huye entre los dedos. * * *

poesía 67 Como soy un gran filósofo la vida misma me ha mostrado que la estupidez es la mejor forma de parecer inteligente. * * * Viviendo en el frenesí y la obstinación entre el vino, la risa y los amigos, es feliz quien desprecia la destreza de los listos de los que, a toda costa, solo buscan éxito.

68 bajo el asedio de los signos Jorge Souza Jauffred

Alguna vez, lo sé, tuve una cara

Alguna vez, lo sé, tuve una cara un nombre gris, una memoria abierta y una ciudad con pájaros.

Tuve una casa vieja y una luna repleta como farol en alto sobre el techo del mundo.

Pero vino la niebla con sus manos deshechas con sus vendas sonámbulas y escondió mis sílabas; untó su vaho en mi piel, adormeciéndola y entorpeció el arroyo de mis voces antiguas.

Vino la niebla con cristales de plomo y cultivó en mis ojos negras malvas; tendió cansadas telarañas en mi rostro y mi cuello, envejeciéndolos.

Me convirtió, al fin, en este hombre que en sus manos perdió todos los ritos

poesía 69 y que convoca en azoteas nocturnas el resplandor, las llaves, el milagro.

Jueves

Es jueves. Recorro la calzada de la medianoche. Las estrellas se apagan en mis pasos. Constelación de las tormentas, el viento amenaza aves desafiantes, y yo con las cejas quemadas por las apariciones y los ojos heridos por fantasmas y mundo, escucho los rumores : los racimos de voces de los desterrados : las palabras que encienden sus hogueras en azoteas lejanas.

Entre la niebla, los faros de los autos; los zumbidos de su paso veloz sobre la calle. Un niño vende flores con su mano vendada; una tibia mujer parecida a una gata, espera en una esquina la llamada del cliente. Un borracho se mueve apoyado en la sombra. Una ambulancia aúlla rompiendo la distancia.

Bajo el olvido, una pareja busca con saliva de fuego y manos de humo, arrancar al amor algunos frutos.

70 bajo el asedio de los signos Para ella (la mujer) la hora es una barca ardiendo. Para él, hay atrás de los ojos una luz que fascina a medida que avanza por sus venas. Los cuerpos fragorosos (los de ambos) buscan el goce y el castigo del plexo que se curva; la humedad de la mano en la entrepierna.

Y la calle es camino sin fin a donde vuelven los animales que habitan la memoria —flor oscura del agua, piel interna, lámpara de sulfato encendida en jardines sellados—

La noche tensa su amenaza da vueltas en el cielo con sus bastones rotos. Un relámpago traza su grieta repentina sobre los edificios.

¿En qué lugar estoy? ¿Se llama aún Tepic? ¿Matatipac? ¿La plaza está realmente en este sitio?

El viento arrastra páginas marchitas amarillos retratos que la mirada pierde; gajos de alguna vida que consumen los óxidos; basura, musgo, huellas unos cuantos vestigios, entre la fiebre y la locura.

poesía 71 No hay nada ahora aquí, sino la duda la pregunta que late en la jaula del cuerpo y mi sombra. La curva de la luz que nos dirige hacia la fuente aquella, donde espera la nada el rostro de la piedra.

¿Escuchas? Ese entre las avenidas la sinfonía quebrada de cornisas y aparadores; la risa amarga de alguno que no duerme las campanadas de relojes de agua, como en sueños.

Esta ciudad ajena ¿levanta aquí sus naves? ¿Estoy realmente aquí, hundido en esta cinta que proyecta mi vida?

Todo converge ahora bajo el rayo entre las líneas de un profundo firmamento en este olor a lluvia que arrastra los minutos hacia sitios que el habla ya no recupera.

Todo se une aquí: en esta calle que es el centro del mundo donde mis pasos caen cada vez más veloces.

Solo este hilo, este balbuceo, sostiene la palabra y la alimenta.

El siglo, mientras tanto, se deshace

72 bajo el asedio de los signos agoniza la historia en sus cajones; y nosotros, los hombres, soportamos la culpa, el miedo, la esperanza para abrir nuevas rutas en los mapas del día para mirar al sol y recobrar los ojos.

Y al levantar la frente, una vez más, sabemos, aliviados, que aún no tiene nombre en el renglón final, nuestro epitafio.

Café

Doy un trago al café, miro mi mano. La cicatriz del dedo, su aspereza.

Alguna vez estuve en el principio y mi ojo de ágata, quieto como una roca retrató el amplio grito del relámpago; la tierra del silicio y la ceniza.

Bajo mi piel ahora alguien recuerda. Alguien habla del viento y sus paredes alguien teje otra vez viejas palabras sobre el veneno de la ruina.

Doy un trago al café. Todo regresa.

poesía 73 Todo vuelve de nuevo hasta nosotros. La boca busca otra vez los nombres que tuvieron las cosas algún día.

Todo se va de nuevo. Doy un trago, Ninguna cosa es. Nada regresa.

Ninguna cosa fue: solo este viento levantando espejismos: esta arena que se llama la vida, entre las manos.

74 bajo el asedio de los signos Josefa Isabel Rojas

Cascadas

«No se pueden desatar los nudos del tiempo sin romper el hilo»

Un botón. Solo eso necesitamos para caminar. Me he convencido que la calle no existe, que no existe la ciudad. Todo este mundo es una banda por la que nuestros pies se mueven, somos hámsters dando vueltas. Es muy fácil cerciorarse de lo que hoy afirmo, solo hay que establecer un ritmo constante y regular en nuestras pier- nas, los pies moviéndose ajenos a nuestras intenciones, bajar la vista lo más que se pueda, mirar siempre el suelo, y así veremos el mundo moverse debajo de nosotros. Yo tampoco lo creía.

«La modorra es un estanque / azul / en que me hundo»

Miro animales muertos, perros, gatos. Hoy miré a un pájaro con las patas hacia el cielo, qué lejos le quedó el anhelo de toda su vi- dita... reprimí el ansia de hacer algo disparatado, coger a ese ani- mal, besarle las plumas doloridas, escupirle mi saliva en los leja- nos ojos, pellizcarle el vientre duro, aventarlo, patearlo con asco... cualquier acción que indicara que no soy indiferente a la muerte.

poesía 75 Pero oh, esa la gran costumbre —Julio diría— me ha privado del placer que creo sería comerme a mordidas un pez lingüística y biológicamente convertido por mí en pescado al sacarlo del río, transformada yo misma en una osa enorme que se alimenta y alimenta a sus cachorros utilizando las garras, morder el pescado, que cruja entre mis colmillos, que la sangre escurra y sentir en mi boca su todavía vida... correr en la lluvia, gritar con las gotas en el paladar, como si la lluvia fuera sangre de un animal vivo al que le regalo muerte. Algo me detiene siempre, el mundo que se mueve bajo mis pies. Esta banda.

«Este camino no nos lleva a parte alguna / solo, a veces / nos ob- sequia la palabra / de otros caminantes.»

Sobre la banda camino y camino sin ver cuando algo impredeci- ble hace que me detenga, un letrero construido armoniosamente, diría que escrito casi con amor, dice: «Se venden cascadas», eso basta para enloquecerme planeando dónde la pongo, de qué ta- maño la pido, cómo la alimento, paso luego a considerar si se habrán vendido muchas, pienso en los patios traseros de las ca- sas de mis amigos, con envidia pienso en los desconocidos llenos de caídas que corren, líquidas montañas, pequeños surtidores, la vida caminando ¿dónde podré poner una cascada? Tal vez pueda conseguir alguna, portátil, que logre llevar y traer, en una caja diminuta. Guardarla en un cajón mientras me hago de un espacio para dejarla crecer, después, cuando ya no halle qué hacer con tanta gota, la regalo, se la heredo a Carlos, se la presto al Ojitos, se la cambio por algunos charcos a David...

76 bajo el asedio de los signos «Conocí a alguien una vez que una vez dijo el olvido es piedra y siempre corre en el arroyo. Conocí a alguien una vez su voz era un arroyo lleno de piedras.»

Hay ciertos cuidados que no puedo dejar de mencionar, precau- ciones del andante: Atención al momento que otras bandas se atraviesan, sobre todo si llevan vehículos, animales, objetos co- munes o indefinidos por peculiares, todos se convierten even- tualmente en estorbo. A veces caminamos sobre los rieles, pocas andanzas más placen- teras, sobre todo si el final de ese camino de metal no se alcanza a ver y solo divisamos un camino eterno, suponemos, pero hay mucho riesgo y tengo que decirlo, con el tiempo, si nos engolosi- namos, podemos convertirnos en tren, sin lograr quitar nuestros pies jamás de ese destino negro, porque un tren si lo quitamos de esa versión fría y doble de una banda, su vía, deja de ser tren. También podemos toparnos con otro tren, eso ni hay que decirlo. No ahora, tal vez más adelante. Hay algunas noches, muy pocas, extrañísimas horas nocturnas durante las cuales nada parece cierto. Anoche. Escuchaba un ruido difícilmente atribuible a lo común, gatos, perros, autos, viento, ebrios trastabillando. Abrí las corti- nas y me topé con una noche de estas, una habitación fantasmal,

poesía 77 llena de luz lunar, un territorio recién nevado parecía. No sé la hora, tal vez medianoche ya. Pero el ruido. ¿De dónde procedía? Al buscar su origen, mi mirada, luego de enfocar por entre los árboles blancos, como lavaditos, tropezó con dos figuras que no era posible que allí estuvieran, blancas ambas, inmóviles aparentemente, todo suspendido, ni un andan- te, ni un sonido, solo el metálico que el hocico de uno de los ca- ballos producía al saquear un depósito para basura. Era grande, tal vez una yegua, el otro bastante más pequeño, quizá su hijo, la miraba desde la acera de enfrente, justo delante de la casa blanca. Floté hacia un paisaje onírico, blanco y luminoso, lleno de silen- cio, mirándolos, hasta que decidieron irse. Les dije adiós casi llorando. Ni voltearon a verme.

«Vendaval para amarnos, humedéceme los ojos para ver si distin- go la lluvia, que no huyan las luciérnagas, que se echen en tu refa- jo, que duerman y que se vayan mañana, que no nos dejen solitos con tanta noche, o tendremos que hacernos rayo y salir volando para siempre buscando el sol, y eso quema y duele.» Francisco Mir

Paso todos los días o casi, por su casa. En ocasiones está afuera, sentado en el muro. Me turba sentir cómo me mira y me decep- ciona cuando no está. Siempre busca saludarme, hablar, decir una o dos palabras. Nunca sé cómo responder, aunque antes lo he pensado y planeo que cuando diga adiós le diré algo ingenioso, cuando pregunte cómo estás le responderé con una frase que lo

78 bajo el asedio de los signos motive a seguir preguntando. No he podido hacerlo, al sentir sus ojos que desde que doy vuelta a la esquina me han ubicado, tiem- blo. Levanto la vista hasta que llego a donde él está, su mirada quema. Debo decir entonces que su casa es la que pasa por mi banda. Que él es parte de esa casa y ese distractor que mi camino tiene. Me ayuda a caminar, es cierto, enciende con sus labios que adivino dulces las ganas de llegar. Tengo que ser valiente y preguntarle a dónde vamos. Juntos. (Desamparo epistolar: Crónicas)

Pozolito tumbador

En Nogales un día nos llegó Iselda, más o menos a las siete al depa arriba del cordobés (¿estás seguro de que ves?) y al ratito llegó un chavo al que le dicen cholo, creo, estábamos los cuatro sentados en un colchón, Ugo y el chavo este, loquísimos; Iselda y yo —yo no tanto, pero— muy circunspectas —¿qué quiere decir esto?—, (es tarde ya, suena el teléfono y yo doy un salto, no era para mí) y qué hacemos y qué rollo, nadie quería quedarse ahí (¿o allí?), el cholo sacó unas pastillas —un chingo de—, caballerosamente ofreciónos y nadie quiso, rarísimo, tampoco Ugo que era incapaz de despreciar algo ofrecido de tan buena manera. Creo que se sentía ya volando y por eso. El cholo se sintió ofendido y, para desagraviarlo, Ugo lo invitó a cenar, no quiso y bueno nosotras sí vamos dijo Iselda, sí, vamos, dije yo, no, dijo el cholofendido yo no voy y Ugo pues qué pedo pinche cholo, vamos ¿no? Y él

poesía 79 terquísimo, no, ni madres no voy y no sabíamos cómo sacarlo no era ni amigo siquiera como para que se hubiera quedado solo (además, para esas fechas ya había pasado lo del saxofón y Ugo como que había perdido un poquito de la exagerada confianza que tenía en medio mundo. Esto del sax fue así: nuestra recámara tenía unas ventanotas al patio —especie de no sé qué, como azo- tea, pero no— donde estaban los cuartos para lavar y tendederos; como las puertas a la calle siempre estaban cerradas con llave, o se suponía que debían estarlo (además en el otro departamento no vivía nadie), no teníamos reparo alguno (mira nada más cómo estoy hablando) en dejar las ventanas abiertas y las dejábamos; y todo adentrito, al alcance de cualquier mano santa que así lo apeteciera; pues sucedió que un día (como dice el poema) llegó un chavo, amigo de Ugo, de cuyo nombre no puedo nunca acor- darme, ja, metió sin el menor de los esfuerzos su manita ávida y flaca (era un chavo flaco, pelo lacio y largo, bigote, guitarris- ta roquero y con mirada torva —¿así se dice?), tomó del atril el saxofón junto con una toalla café, el sax de Ugo y la toalla mía y llevóselos (¡la toalla también!), estábamos en el cine y cuando re- gresamos el dolor angustia y desesperación de Ugo fue indescrip- tible (¡qué mamona!) junto con un coraje de los mil demonios (él dijo) y dónde buscarlo... sobre todo dónde encontrarlo. Pasó casi una semana de movilización interbarrial, de pláticas con locos de toda especie, hasta que alguien dijo que el tal, amigo (según esto, mucho) de Ugo andaba por allí ofreciendo a la venta un sax dorado. Luego fue la recuperación, las explicaciones, yo no sabía que era tuyo, alguien me lo vendió, si yo hubiera sabido, pero no, todos sabíamos que el mala onda había sido él ¡Gonzalo se llama!

80 bajo el asedio de los signos Así que después de un rato más de discusión, está bien dame una madre de esas y vámonos, no pues tienen que ser dos y dos fue- ron, así bajamos, el cholo no quiso cenar, y allí mismo, ensegui- da del cordobés (¿seguro que no ha habido otra vez?) había una fonda (se llamaba «Mi fondita» «Tía Lencha» o «Mi Ranchito», ya no recuerdo) allí íbamos casi todos los días a tomar café, co- mer tacos o perder-ganar tiempo... ver los músicos originalísimos (o no ¿cómo decírtelo? Entrabas a la fonda y todo cambiaba, ya no estabas en el pinche Nogales, sino en algún sitio desconocido pero mucho más familiar y rico, calientito —por decir de alguna manera—; había rocola —no sé cómo se escribe—, una barra con una cocina aceitosa y oscuridad, el cielo estaba hasta la madre y las lámparas apenas si); te decía, el cholo se fue a seguir en su lo- quera y nosotros tres entramos. Pedimos Iselda tacos, Ugo pozole y yo quesadillas, tomábamos café o cerveza, que para el caso es igual (¿o lo mismo?). Ugo a cada momento se ponía más silencio- so, lo que en realidad no se notaba porque Iselda hablaba por los tres, yo pensando babosadas, la verdad. Terminamos, Ugo pali- dísimo, aquí sí que se puede decir desencajado, rarísimo (ísimo), teníamos que pagar y dijo ten paga tú y yo qué onda qué tienes (aferrada en mi susto) nada, vámonos, paga y vámonos por favor, Iselda según esto muy mujer de primeros auxilios, cruz roja y eso, qué tienes te duele algo, dime para saber qué hacer, y él vámonos a la chingada, yo estaba en el proceso de pagar cuando él intentó levantarse y vi que no podría hacerlo solo, ni ayudado por Iselda y le dije a la seño que bajaba en unos minutos a pagarle, dijo bue- no y salimos los tres, yo veía a Ugo y pensaba se va a morir (ca- tastrofista que es uno), su cara parecía máscara cerosa; salimos,

poesía 81 dimos unos pasos y de pronto (Iselda y yo lo llevábamos de los brazos) se fue hacia enfrente y casi llegando al suelo lo sostuve y vomitó, Iselda corrió a un lado desde que se nos fue de frente y no quería acercarse, Ugo estaba como muerto, creo que desmayado o algo así, no lo podía levantar y no quería que su rostro llegara al vómito, para entonces ya había un chingo de mirones y nadie me ayudaba hasta que Iselda reaccionó y me ayudó a sostenerlo, no sé cómo lo subimos, eran más de cincuenta escalones oscuros, primero no encontraba la llave de la calle (¿tiene llave la calle?), luego la del depa, por fin entramos, lo depositamos en un col- chón, pusímosle una almohada bajo la cabeza y procedimos a ver qué. Entonces se metió un pinche policía quien sin darnos cuenta se había colado detrás, según esto él iba a ver quién le va a pagar a la seño, ella me mandó, decía mirándolo todo con ojo escruta- dor (¡), yo asustadísima, Ugo como que abría un ojo y cerraba el otro, Iselda espantada y el poli (¡amigo!... jeje) insistiendo y qué le pasó no andará drogado, ¡nooooo, cómo cree!, le cayó mal el pozole que se comió y para evitar más conjeturas me fui con él, le pagué a la seño, dolida con ella de que fuera tan desconfiada aun- que claro tenía toda la razón de desconfiar, nos conocía de meses atrás pero eso no quiere decir nada en los negocios ¿no? El poli quería subir de nuevo conmigo y no lo permití, despedíme cor- tésmente, cerré con llave y subí para encontrarme a Ugo riéndose con Iselda, ya se sentía bien, dijo, seguía pálido y con expresión de muerto (los muertos no tienen expresión ¿o sí?), pero hablaba y se reía, echándole madres al cholo y yo enojada y asustada aún eso te pasa por tragarte toda la porquería que te dan (lo cual no era para nada cierto, pero) e Iselda empezó a decir me tengo que

82 bajo el asedio de los signos ir, llévenme, no sean gachos, por lo menos encamínenme... y así como a la hora aceptamos encaminarla y... lo que sigue de ahí es otra historia, luego te la cuento, mientras, con un chingo de amor, te beso.

poesía 83 Lina Zerón

Mala Hierba

¿Mala hierba? ¡No! ¡Más que eso! Somos enredadera maldita, secamos árboles tercos, raíces que derriban muros, y comezón en la entrepierna para los misóginos que nos ofenden.

Brujas, tercas, inicua plaga. ¿Qué más dijiste en tu discurso?

Mantenidas, viciosas, ociosas, fáciles... trepadoras.

Puñado de espinas nuestra mano a quienes nos maltratan,

84 bajo el asedio de los signos mordida venenosa, lengua viperina.

Seguro, de oro no somos. Nuestra armadura es el ingenio, amorosas sí ¡Terrón de azúcar, no! Ni dóciles como la cera. Nuestra inteligencia nos salva de mediocres como tú.

Ni putas ni Santas

Mujeres que sabemos arder el mundo en llamas.

Bendito Tú

Hoy me visto de blanco para bendecir tu nombre. Preparo mi armadura contra mi envidia y mis celos, me coloco la coraza del perdón para los incrédulos, calzo los zapatos que me llevan a nuestro mundo y enarbolo la espada de la ternura para verte.

Dios te salve hombre con ojos de cielo bendito seas por amar más que mi cuerpo, y benditos tus besos que seducen mi vientre. Ruego por el eterno calor de tus manos,

poesía 85 por este amor que no ultimará ni la muerte.

Creo en lo nuestro por sobre todas las cosas que nació de una mirada invisible e inocente y ardió como infierno al tocar tus labios. Creo en la luz de tu alma nacida de mi luz, y sepultada en el ángulo de mis piernas.

Soy bendita porque he vuelto a florecer en ti y Bendito tú por coparme de amor.

Concierto de Lluvia

El brindis de los cuerpos se acerca, ya presiento la lluvia de besos, tu saliva de uvas disuelta en mi boca, agua musical sobre mi piel nocturna.

Somos un par de vertebrados nómadas, disímiles, ermitaños, buscando el vientre de la luna para fantasear radiantes vicios.

Te pienso bajo la regadera sorbiendo mi cálida espuma o sobre la colcha del bosque

86 bajo el asedio de los signos escribiendo partituras en mis senos.

Ven, arrópame con tu alegría de gato callejero, comamos «Siemprevivas» con «Huele de noche» y hagamos el amor sobre mis libros hasta convertirnos en lluvia de poemas.

poesía 87 Mara Romero

La Muerte y yo, tan íntimas

Sin embargo, ahora, creo haber terminado la relación de mi infierno. Era cierto el infierno; el antiguo, ése donde el hijo del hombre abrió las puertas. Arthur Rimbaud

I La muerte y yo, tan íntimas, escuchamos a los dioses, campanadas de mi tumba sin más quejido que tu nombre: grito en decadencia, témpano de duda, ruido de tu adiós tan anunciado.

La sangre escala mi cuerpo, mide la estatura a tus demonios que describo cada noche;

88 bajo el asedio de los signos despido el aire, y con voz ajena dialogamos en una lengua moribunda. Trepo en la fisura de fragancias funerarias rasgos semejantes a tu rostro. Escucho el vocerío del disgusto. Huelo el incienso que expira insinuaciones.

II Siento la vida que me borra precipicio sueño, aún espero a Dios; terca infinita le siembro jardines de arrecifes, trampa que conjura tu paz buscada tanto tiempo. Los minutos bostezan, la vida se me fuga desvelo de criaturas que se arriesgan a limpiar con lágrimas mi desafío irreverente.

El vacío corrompe letanías, viento aniquilante,

poesía 89 fatalidad de vicio que me hace recorrerte con la punta de la lengua. Te quiere igual mi vientre, y el lamer de tus dedos hacen de la muerte algo hermoso.

Un siniestro vaivén interrumpe la partida; los rezos no sirven, son estampas del Mesías que entumen voluntades y cuentan a los muertos nuestra historia, escucho su coraje, atroz remordimiento que estruja muro en ruinas e invita a su fiesta funeral.

III Llego ropaje adecuado, memoria untada en cortinas de humo.

Ya no hay dolor, solo residuos de existencia y enormes tumbas rotas.

Yo te hubiera regalado mi mundo...

90 bajo el asedio de los signos Caras de mi muerte

Y los veo en sus casitas encendidas consumir la vida, me doy cuenta que en la oscuridad es más fácil ser libre... Uberto Stabile

Hace falta tu boca para confundir las caras de mi muerte. Señora, que espero y temo, vida escarcha donde galopan pardos presentimientos en el devenir de mi conciencia, relámpago duelo que burla a Dios y se vuelve calofrío con tus ansias, tatúa la memoria, gemido arrepentimiento Abro mis ojos, despierto extraños abismos; mis lágrimas son velos que cubren miedos y vergüenzas.

¿De dónde vienen tus gritos? ¿Qué quieres, ahora? Como respuesta

poesía 91 tu llanto siembra flores en el cemento, acto de fe ciega que no entiende el mensaje, indolente presagio desbaratando presentes, risa de alma que se oculta de ti, como yo misma, engañándome felicidad sembrada.

II Mis ojos invocan metáforas al azar de nuestro encuentro, mis demonios te delatan verdugo; almaceno furia, me sufro, nada podrá lavar a mi tristeza... piedra laja eres, relicario doliente trance de lo que fuimos.

Escribo pesadillas, te historio en las palmas de mi mano: diminutos laberintos en el mapa de tu niebla.

92 bajo el asedio de los signos Trasmigro a otros países donde, cuervos del dolor son príncipes con el pelo oscuro como yo, y sus ojos ven con otras niñas que platican con la muerte; visitan entierros desconocidos, se nutren de miseria, consagran sufrimientos...

Eterna veladora que desvela el aire quieto, tu nombre danza y esparce mi silencio.

III Invoco grito decadente la paz de mi memoria.

Réquiem, cuento inacabado, final de historia empieza a desmoronarme.

poesía 93 Mario Alonso López Navarro

La densidad del aire (UNAM 1999)

Y quien no toma su melancolía al contemplar su vidrio roto su mujer dormida.

Tarde en la playa

Es el mar solo el mar mar y el fuego arriba arriba Solo el mar llenándose de mar y más mar Y el fuego arriba pero

94 bajo el asedio de los signos muy arriba.

La naranja posee nueve esquinas tres en al piel tres en el cuerpo tres en el alma El amor posee todas las esquinas todas las del alma todas las del cuerpo todas todas las ventanas

Cuatro cuervos blancos rondaban mi cabeza cuatro lechos dulces y la tempestad de marzo pero ese verano tampoco hubo guerra y yo me dije colgaremos el pez del fin del mundo y ganaremos el infierno mesurado y lo habremos merecido.

Versos de arena (Ponciano Arriaga 2001)

El mar me devolvió al fin una botella donde escribir

poesía 95 El mar me devolvió al fin Una botella donde escribí El mar me devolvió una botella Y nadie contestó Nunca

La conferencia se llamará... en un mundo de látex la otredad de los otros... Dime si lo recibiste...

96 bajo el asedio de los signos Meztli Estrada

Diacronía

Han cruzado en la sombra espejos llenos de rastros memoria dolorosa y aun así siguen vinculados a las formas de pigmentos solubles acostumbrados al ruido engañan al amanecer con gafas negras. Y aun así levantarse del luminoso sueño otra vez, otra hora, siempre. Y aun así.

Diafanidad

Poner agua en el pincel lanzarlo a manera de apuesta vencer el blanco mutismo de las hojas

poesía 97 áncora de fantasmas de colores. En la humedad todo sigue vivo evaporar es un puente de transparencias cúmulo de tonos bañados de vibraciones. Pensamientos desahogados se frotan a las cerdas y no en una noche ni en dos ni en tres el recuerdo.

98 bajo el asedio de los signos Missael Duarte Somoza

Noche estrellada

«Estoy soñando que escribo... Las imágenes se suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso. Me veo escribiendo en el cuaderno como si estuviera encerrado en un paréntesis dentro del sueño, en el centro inmóvil de un vórtice de figuras que me son a la vez familiares y desconocidas». Me veo caminando por la calle Eugenia voy sin rumbo alguno edificios, rótulos, transeúntes, la línea interminable de los autos, y sueño dentro del sueño que camino por las calles de Managua. «Sobre la página del cuaderno en el que escribo el sueño proyecta difusas e imprecisas las imágenes».

poesía 99 Y sueño con la Noche estrellada, remolinos de azul y amarillo, estrellas que se dilatan en la eternidad, edificios como serpientes que sueñan tragarse a las estrellas, el cielo y la tierra: comunión de colores y formas que danzan en la plenitud de la noche, expansión y movimiento estrellas suspendidas que giran eternamente y la luna menguante: pupila acuchillada por la desdicha humana.

Morir soñando

Espatulados sobre el amarillo de los trigales viniendo del futuro dispuestos a terminar con todo en la soledad del lienzo los cuervos. Aves atávicas nacidas de las entrañas de las noches de mis angustias. Yo, Vincent van Gogh, cuyas manos pintaron ese cuadro, que disfruté de la luz,

100 bajo el asedio de los signos que caminé y caminé, que no tuve la gracia de los dioses, que viví con una mujer sola y enferma y creí que solo podemos hacer que sean nuestros cuadros los que hablen arriesgué mi vida y mi razón destruida; ya seguro de mi fin, la fecha es arbitraria, ejecuto mi plan.

Vuelvo a mi pieza, vuelvo a mí, a mi soledad, a mi fuerza desgastada, a mi corazón herido, sangrante, a mi pecho tibio, hinchado, vendado, a la certera espera, mientras fumo apaciblemente la pipa, el humo me pierde, entre otras realidades, donde veo, imagino o sueño, entre los colores confusos de la muerte: el pasado y el presente la luz y la oscuridad el mármol y la danza, atributos del Dios con dos rostros: uno de carne y el otro de hueso con ojos que todo lo ven con ojos que nada ven con labios de fuego con labios de hielo:

poesía 101 Dios de los dioses. Aparece el dragón bicéfalo o la serpiente bicéfala: bajo sus párpados duermen las sombras del sol.

Vienen las nubes de fuego, los vientos de luz, los mares de arena, los diluvios de relámpagos, huracanes de garras: tránsito de la tempestad para continuar al azul y el negro donde nada más se puede ver. Y gravitan las masas de luz sin tiempo sin fin geometrías ancestrales de hielo y roca que deambulan por el espacio: signos fugaces de la vida. Luego aparece la esfera formada de hierro, silicio, magnesio y níquel, con peso aproximado de 5.98x1024 kilogramos donde «si es que llegáis a viejos, si es que entonces quedó alguna piedra» porque las piedras serán polvo y el polvo con sangre: tiestos de quienes la habitaron antes del encuentro con el descarnado que tiene rostro de jaguar adornado con collares de serpientes.

102 bajo el asedio de los signos Y ya las garras de los cuervos arrancan mis ojos y me «abren la puerta secreta hacia un y temerario más allá» que pronto conoceré.

Desnudo femenino La habitación, semioscura, habla con los signos de las sombras. Distendida, esbelta, quietud de agua en reposo, estás ahí, sobre el sosiego del lienzo, cuerpo arqueado, cerrados los ojos. Inmóvil, ensoñada, pechos derramados, piernas yuxtapuestas, entre ellas, enjambre oscuro de música. Yo escribo estos versos accidentados, desatados, desde este presente desde ese espacio a tu desnudez absoluta, que otros ojos vieron antes que otras manos pintaron: cuerpo detenido que mis ojos imaginan tocar con su mirar desbocado.

poesía 103 Ricardo Baldor

La vía muerta

La roca en flor

Antes que nada el roce luminoso de la materia vuelta sonido. El tintineo de la química del carbono en su manifestación fina, hin- cha el aire.

Barro: polvo de agua, cadencia develada por el ojo. Harina de sol con aliento, memoria de la ceniza: Hombre.

En la caldera del suelo late el hierro. La caliza navega sobre el corazón de la temperatura. Gas rompe el magma, abrasa el aire.

El acontecer es el campo de batalla entre el calor y el frío; en terri- torio no dicho, con un pie a sol y otro en la frescura de la cueva; entre la inercia y el jadeo, al respiro del olor a pólvora de la inten- sidad, hasta que la matriz del movimiento halla de manera fatal el equilibrio.

104 bajo el asedio de los signos El ojo siente la caricia del paisaje, su piel de elefante se absorbe en el iris, el puño estable ensaya el impacto y la imaginación se enciende al penetrar la savia reprimida de la roca, activa su perfume de alquitrán; la belleza pétrea se extiende rugosa, destella desde el fondo de las grietas, de agua y tierra, de aire y minerales.

Ombligo, noria rigurosa donde un haz infinito de líneas da la vuelta sin descanso. Tiempo circular, ejercicio del diámetro, la unión multitudinaria de los puntos contra el nudo fundan el aro inoxidable: la rueda. Retorno perpetuo de la vida hacia la fuga.

El socavón, donde se funden los rieles: orillos de luz

Ah, la madera, tallada a semejanza del deseo por el abrigo, la ele- vación, la geometría del acople. El leño se endurece apretado por el cuenco del aro. Glande que abrasa la intimidad del riel. Erotis- mo rodante para alcanzar la cima. Cueva donde lo oculto habita y aviva con su sombra los recovecos.

El lingote vuelto al calor, al martirio de la sutil penetración del monóxido en busca del carbono. Ah, la crudeza del fierro some- tida al diseño del rodillo, la estría pone de pie el alma del acero, que se resuelve en hongo. Después la desidia, el hielo. La línea del riel tendida sobre su lecho de madera. La hermandad, muy lejos, aparta la chispa lúbrica del fuego.

poesía 105 ¡Ay!, la señora de corazón azul, ella es la única habitante de los cuerpos que eran alimentados por la curiosidad. Abandonado por el agua, el sedimento de carbón se esparce en el brusco cambio de la vida. Ahora, solo belleza blanca. La muerte reverbera por los poros del hombre que flota, elevado por la luz, condenado a no estar quieto.

La euforia es ciega ante el peligro del descarrilamiento. El maqui- nista se moja, líquidos penetran los huesos, un frío azul resbala por su frente, observa el paisaje aún no violado por el vigor del acero. La semilla de la temperatura chasquea en la boca de la cal- dera, consume la mirada del fogonero, se abandona a la memoria primigenia del eterno acontecer de la fogata. Como otro, más cer- cano a la pausa y la frecuencia previsible de la máquina, atiza al nido del fogón, sin importarle que se lo lleve el tren.

Cambio de vía

El eco del silbato sacude el monte, recorre lomas, penetra los barbechos, se aplana en herbajes, atora resonancia en la arboleda. Una serpiente bordea entre linderos de piedra, llega como un sua- ve tintineo al arrabal. Es el sonido del dinero. El último murmullo se acurruca, duerme provisional entre papeles, estudios, levanta- mientos, futuras concesiones.

En el ancho territorio el tiempo detenido acumula rompe acelera. En alguna parte de la piel se descubre se tantea se estudia. Barretas

106 bajo el asedio de los signos penetran como bisturís. Comprimido el territorio, cautela en ma- pas pone precio desde el catecismo de los números. Se calcula la compra, la expropiación, el robo. Un viento desconocido inicia la causa extraña.

Recua es la palabra que habita las veredas, su concierto de pe- zuñas levanta el polvo del camino, nubla los ojos del mulero. Ya al descanso, asentado el ajetreo de los arriates, acémilas echadas al murmullo del suelo, olvidan el peso de la carga: hilos, peines, telas, plata; su fulgor aviva el sueño de los forajidos que espanta al de los arrieros.

Suficiente, erguida y lenta, la ley viaja a lomo, tropieza con el eco de los rastros, los canallas se visten de paja y manta, sus huaraches hoyan el polvo, son un breve silencio en la vereda. De repente un galope de metal: ahora se funden herraduras en los rieles. Un ma- nadero descarga su vergajo sobre la vaina de una hembra.

Tacuarinero & Railroad Co. Estación Zafra

La tierra se agrieta bajo el asedio de la temperatura. El sol levanta la superficie de los ríos en su cola de papalote. Un fantasma recorre las calles, cruza los cedazos de la ciudad, baja por mi columna vertebral. La niña se ahoga aplanada por la luz, y la villa es una maqueta ámbar, que siente la ruptura de su monotonía desde la

poesía 107 armadura filosa del puente. Ahí la pupila se apaga, negra por el orín y el nombre.

El armón es una burbuja que resbala sobre la vía quemante, cua- tro rieleros accionan la manivela, navegan sobre la duda. Alargan la vista nublada por el negro sol, y hasta donde les alcanza, ven que los hilos de hierro se deshacen en baile luz: el alma se le va al acero.

Siempre el huir frenético, adelantar el viaje al ojo de vidrio de la noria, roto por el balde para arrancar su sonido de cuerpo que se escurre. ¡Anda, dale, vamos, sigamos la reverberación del riel, que nos lleve al son del jumate contra el agua!

La fuerza de doscientos caballos es un relincho que se adelga- za por la garganta de la locomotora, el silbo zumba como bala de cañón. Asedia el eco a los bitaches aguijoneados por el sol. El enjambre vuela sobre campos de caña. En una estación lejana, el sonido anuncia el inminente paréntesis a la errancia de la vida. ¡Ea, vámonos recio, a pulmón, a pulmón la carretilla antes que nos desarme el tren!

Final de vía. Cementerio de trenes

La nieve: percibo la escarcha, su gélido olor me produce un senti- do de orfandad, e imagino que su blancura es como la del tapete

108 bajo el asedio de los signos de mi casa en Cracovia: el peluche nace en el rabo del ojo, calienta mi mejilla mientras veo la llanura que se corta por el machetazo de luz en la ventana. Aquí no puedo ni sentarme. Los ensambles de la madera en las paredes del vagón son surcos de tortura: trampas que simulan el paso del aire mientras uno se pone violeta... «Entre lo blanco cuadrillas de hombres ondean el escoplo, a pulmón e inteligencia salvan los abismos con los puentes, hoyan la distan- cia con el túnel, ¡Hail!»... Alguien, ya vencido, clava su hombro en mis costillas, la única ventana del vagón, me regala, allá lejos, pequeños rombos de cielo. Da pánico sentir cómo el organismo abandona mi alma, pero los demás cuerpos me mantienen arriba. Del piso emana una neblina amarilla. Todos estamos unidos por el infortunio... «Dedicado el ferroviario, atiende el camino sobre el frío, en él avanza, como una pesadilla, neurótica y seseante, esta [82] máquina de muerte: Reichsbahn, ¡Hail!»... Se respira un aire extraño, al fin podré sentarme en Auschwitz, ya siento el viento cálido y su rumor industrioso.

Gris la tiranía del balastro, resisten apenas los zacatones tam- baleantes en su nostalgia de agua. Herbáceas yacen pegadas al comal de la gravilla. Un perro cercenado es paréntesis del riel: escenario del espectáculo voraz de los gusanos. En la zalea hierve neurótica la vida.

poesía 109 Rubén Meneses

Estudio

Unos, casi a punto de caer, se inclinan. Otros, parecen desdeñarme si me asomo. Los libros son raciones de vida, que serán o ya no fueron. Pero sus espectros nos pertenecen siempre y su carácter, más que amigos, nos transforman. Inclinados, verticales, acostados, aunque cautelosos; los libros siempre nos excusan de nosotros

Pensar en la tarde

One day a darkness fell between her and me. When we woke, a hawthorn spring Stood in the water glass at our bedside. Golway Kinnell

Cuando la tarde (esa genial idea de Dios)

110 bajo el asedio de los signos deja caer su finísima cortina transparente sobre su figura adormecida, creo que nadie más en ese silencio sería capaz de traducir tan exacto el lucífero lenguaje de su pleniforme lozanía.

Mientras a lo lejos se nota la inesperada presencia de una tránsfuga noticia, se empañan los espejos para hacer que mi esperanza pretenda discutir consigo misma:

¿Soy tú y eres lo que veo: simple osadía de tenerme todo y tenerte simple como ave tiesa sobre el árbol? Me ubico entonces en el silencio que nos une; en la tarde y su no espacio, para saber: más vale este nido que todas las palabras que inesperadamente desde lejos se desprenden.

La Línea en Enero

I Son dos paleteros uno gordo otro no tanto Un vendedor de paños el artista

poesía 111 en su silla en una sola nota alto y fuerte canta Mientras el vendedor de máscaras alza su carga y el precio informa

Una pareja él muéstrase ciego ella muy morena en su gorro tejido pide detrás de él monedas

Qué pensará de su oficio y el del hombre

Yo hacia el cruce voy y para distraerme leo anuncios y notas en los carteles por la calle Mientras en el espejo observo al vendedor de azúcares y a la niña que platica con el conductor de un auto que le llama

Por la radio tocan Sweet Home Alabama y tres o cuatro expulsados hacia el sur caminan Uno de ellos muestra su cajita de chicles Yo le observo Nada compro

112 bajo el asedio de los signos II En el medio de la calle hay un hombre ciego que platica con la vendedora de sombreros Alguien le advierte del peligro en su camino

Él sigue andando y pide

En el estirar de su mano y su quejumbrosa voz nada alcanza a lastimar a nadie en esta tregua en la que espero

III Yo en el calor de aquesta ristra me ajusto a la condición del tiempo

Sucedo así de acuerdo a una marca en el termómetro donde no hay dios más deferente que un buen medio de aire acondicionado

IV En la fila antes del cruce hasta el más avezado inerme está ante la voluntad efímera de un agente perezoso

poesía 113 Todos somos simples lazos de una recua hacia el despeñadero del consumo

Qué nos separa qué nos une en esta hilera

Por ella nos movemos caminamos El mismo impulso la misma llaga El mismo simple acto de la vida

114 bajo el asedio de los signos Selene Ramírez

En medio de esto

Déjame siempre a medias, siemp a med, en medio de ti y de tus dos perros, y de tu tortuga marina que huele a excusado de cantina, en medio de la renta que no pagas, y de la falta, y de la sobra, y de los platillos deliciosos que nunca preparas, y del te amo que dijiste y regresé de nuevo a esa tu gran boca habladora, en medio de aquello que no somos, siempre en medio, en medias negras, in media res, inapelable, incisiva, incierta, medio loca, medieval. Narra nuestros finales posibles y llega al más corto pronto,

poesía 115 con cierta antipatía porque ellos trrruenann rápido como knock-out y tumban, y hacen que demos vueltas mareados, así como cuando abusamos de loquesea para sentir náuseas porque nos gustan los finales a b i e r t o s y girar, y sentir ese vértigo de jamás amarnos demasiado. Finalicémonos para que las cargas pesen poco, casi nada, seamos puntos álgidos y bailemos sin pisarnos tanto, nunca des todo porque me tropiezo y me apena c a e r, y me ruborizo y odio el rojo y la burla y tocar el piso con la cara. Quédate ahí en el sitio exacto en donde nace el poder ser, nunca concretices, siempre llega despacio dan-do-pa-sos- so-no-ros para poder escucharte desde lejos y fingir que no me emociono al oír tu ritmo len-to de blues chispa. Cuando llegues dame un beso que no sea beso sino hipotetiza- ción de uno, de uno desapegado y absoluto, que sepa a tu humo de hombre que se fuma hasta el filtro, y quema y es amargo y es veneno de rata, y un pulmón gris, y un

116 bajo el asedio de los signos hombre amputado. Dame poco, damep.o.c.o. y a medias, jamás pretendas dar profundamente porque luego no sé qué hacer cuando me lleno y exploto y me pongo fea como bomba de chicle que fue paleta de chile... Mejor puedes estar quieto, y besarme con cierto histrionismo clásico, regresar l e n t o y tomarme a medias para siempre fingir que te pienso aquí dentro de esto que llamamos narcótico, magia truqueada de dos que se mienten y escapan para no ser una historia sino multiplicidad de dilemas. Permite que te defina impreciso y te tenga en la punta de mis pies duros, dando vueltas en fa, fisgoneando en la basura del mundo, llorando cal, siendo ácaros de la almohada que nos sostiene cada vez que

poesía 117 aparento soñarte. Vete pronto cada vez, regresa siempre un poco, lóame un rato cada cierto tiempo en

silencio

y por ninguna circunstancia demuestres que te tengo asido, sabes que no me gusta tejer, no me des hilo, deshílame, y como dijo aquel poeta: asuélame, no como potrillo dulce, sino como aguamala tóxica, o aguijón, o espina, o aguja oxidada. Seamos amargos, infección, infinitamente improbables, agrios, y siempre seme a medias,

118 bajo el asedio de los signos muy l e n t o y en -me-dio... Puedes quedarte a veces, incluso tomarme de la mano como haciendo un infinito con ellas, puedes contarme el mundo, y cantar las horas, puedes ser un poco tú, porque el tú completo es demasiado, y ya dije al principio que me lleno y exploto y que me caigo y no me gusta caer, ni el rojo. Puedes estarme pero siempre siéndonos pausa, pausa intermitente que sabe de destiempos; bailemos, un pie a la vez, y desconcreticémonos y deshagámonos, y seamos siempre a medias, así tan completos.

poesía 119 Zelene Bueno

Para nombrarte

Para nombrarte, amor, para inventarte, oyes amor los pájaros del alba Hugo Gutiérrez Vega

Cierro los ojos y las imágenes se entreveran como en la última luz que duda en irse al sueño con mi cuerpo mirándose en el tuyo sin decir que tu voz intacta permanece y es ahora y es mañana la mis- ma realidad apenas me detengo para ver tus ojos cerrados invo- cando mi aroma disperso en tu piel mis frutos con su espejo y su ventana que se abre a tu horizonte y esta mujer que no te alcanza va y regresa en penumbras con su música limpia mi caricia y mi beso se vacían en transparente luz para nombrarte.

*

Tuviste el sueño la llave justa para abrir el cerrojo de mi cuerpo.

120 bajo el asedio de los signos *

Mis manos llenas de tu eco se adueñan del arca verde de tu espalda dejan su tinta bajo tu camisa

Ungen rocío en la fruta del crepúsculo

Tu acento es una ruta es azul sobre la geografía de nuestra piel

Mordemos la ternura Ah cuánta oscuridad a tientas arde en las cuerdas de tu cuerpo.

*

Bebo el instante el claroscuro que se enrosca en el contorno de tus muslos el soplo inmanente de tu risa bajo la sábana nuestro olor en la cadencia que deshace los miedos de este cuarto.

*

En tu cuerpo lamo la lluvia de la tierra madera húmeda bosque

poesía 121 raíz de aquel manzano en flor que nos donó su aroma y aún perdura en nuestros labios.

*

Tú corcel encendido abreva de mi arroyo trenza relámpagos de efí- meras cerezas este ámbar que rozas no des mi nombre sé un poco el fingidor de lejanías y por amar bebe de mis bordes el líquido trino amargo de esta arena en silencio.

*

Él tiene el miedo del pájaro al caer en la espiral de mi mirada

Todo lo delata No sabe dónde guardar sus manos

Si lo toco sus pupilas se agrandan

Adentro su corazón es un imán una locomotora.

*

122 bajo el asedio de los signos Amo a ese hombre de tierras afiebradas que florece en todo lo que toca

Cuando se desviste Huele a barro fresco A níspero recién cortado despierta en mí lo que tengo de luciérnaga el jardín de jazmines que llevo dentro.

*

Habitaré tu cuerpo como un santuario de puertas abiertas al ex- tender mi danza desplegaré un hechizo hasta tus lindes encenderé fantasmas perfumaré tus ropas y con este elíxir tu sangre me nom- brará.

*

No enciendas esa luz y quédate a mi lado que el rumor de los grillos pronuncie nuestros cuerpos y aquella nube alba ilumine nuestra noche ciega.

poesía 123 *

Esta noche eres mi atrapasueños el hombre mágico que en el umbral revestido de vino me nombra bajo la luna lámpara y crece en el centro de mi lirio

Eres —te digo— mi endorfina mi carta astral en el lenguaje cifrado de mi espalda el ángel brioso que muerde mi manzana.

*

Me gusta tocar tu risa abrirme a su cabalgadura volverme su eco su mineral

Susurrar en tu oído y estremecer tu aliento

124 bajo el asedio de los signos Que te guste mi tacto mi danza mi pan.

poesía 125 Zteban Klop

Y por ser

Todo esto está en mí. No sé lo que es, pero sé que está en mí. Angustiado me he retorcido por sacar de mi corazón todo cuanto poseía. Walt Whitman el que no tiene papel ni licencia para mentarle la madre a los poemas el que se ha quedado lejos de su tierra para cosechar sus frutos el que se encuentra de accidente por sus propias avenidas es también el que de orgullo se levanta para hablar desde la llaga.

Por eso, a quien atienda mis saludos yo no quisiera dejar las flores en la mano de la herida ni pellejos desentonados en la acústica del alma.

126 bajo el asedio de los signos Si canto, canto desde el fondo. Desde el absurdo de ser el sin papeles el ilegal sobre las letras el de coraje y carcajada por la humildad que se le otorga: cantar a nuevo tiempo a lo XXI a lo del norte a lo de nuevas voces y ensombrerados compases. Sobre fiestas y de noche y sin espacio aunque le tema a los bemoles de mi canto aunque al final ni tralalá ni luz ni gloria, y canto solo y desde llagas para mencionar algunos nombres, mientras les propongo el mío

Tú serás mujer por suerte mía antes de que el alba llegue al alba y antes que los deseos nos decidan como juntos. Tú serás mujer, y por eso he de quererte, y serás mi piel oscura que vaga por las calles. Yo seré tu dulce ausencia que te espera sin saberlo pues me late en el pecho un amor que ya es amor y no ha nacido.

poesía 127 Luego he de mirarte cruzar alguna esquina y me llamará el olor de tu luz que tiene frío. El corazón que hundido espera debajo de tus horas.

Detrás de tu vestido será algún día la lucha de esos cuerpos que no eran tan distantes cuando hallaron desde lejos, sus ilustres cercanías.

No hay voz en mí que no te nombre ni luz que no te inunde; Naces de toda boca de mi piel y de la boca de mi boca nacen cien pieles de tus labios.

Pero no solo de sonidos me dejaste, también de mi silencio nacen cosas tuyas. ¡Qué hermosa eres ahora en que no estás y te conozco! volviendo a la raíz donde brotó tu último nombre; Te unto incolora en mi piel que no ha dormido, pues te busca, porque incluso hay algo tuyo aquí en estos brazos que te quieren.

128 bajo el asedio de los signos NARRATIVA

Adolfo González Riande

Ladridos callejeros

En un autobús leí alguna vez: «¡Jamás podrás llegar a tu destino, si te detienes a apedrear a cada perro que te ladre!» Mis bolsillos de niño guardan celosamente: la resortera, una novela de Salgari, moneda de diez pesos, la rana y una piedra. En la esquina de la Inocencia y la Esperanza, un perro ame- naza mis sueños. Lanzo una piedra y el perro se aleja ladrando. En mi mochila de adolescente, se pueden encontrar navajas de muelle, cartas de amor con aroma de perfume barato, chicles, piedras y un «Manual para volar hacia el mundo interior de los humanos». En la glorieta de la Estulticia, un perro ladra. Lanzo una piedra, y se aleja rápidamente. Por el bulevar de la Intelectualidad, acelero mi paso. En mi morral coexisten dos huracanes de sueños, cajas de preservati- vos, un DVD pirata de «Naranja Mecánica», una cinta de Rubén Blades, y un VHS de «Todo lo que Usted quería saber acerca del aprendizaje intelectual (pero temía preguntar)». Un ladrido hace que mis pensamientos se difuminen brevemente. Lanzo una pie- dra y el ladrido desaparece. Al doblar por la esquina de la Vida Emocional, en la memoria de mi laptop repiquetean varias latas de sopa «Firmeza», una bo- tella de «Plenitud», un paquete de galletas para adultos maduros

131 y un frasco de mermelada para adultos inmaduros; cuya fecha de caducidad de octubre 22 de 1960, hace pensar que estallará de un momento a otro. El perro aparece ante mí, solo que ya no tengo piedras en el bolsillo.

«La tercera cuerda»

En la lona del cuadrilátero, Javier «el Teterete» García retoma la policromía del paisaje. En sus mallas plateadas, caen saetas de tonos ambarinos de la cerveza que se mezclan con los rayos azu- losos de las lámparas. Destellos amarillentos de flashazos golpean incesantemente su lacerado rostro, en tanto que la sangre se abre paso entre la frente, la nariz, la boca y forma un caudal hacia el cuello. Repentinamente, el hijo pródigo del barrio de Santa Teresa, alcanza la cuerda inferior, y observa que su oponente yace boca arriba cerca de la primera fila. Javier trata de asirse ahora a la segunda cuerda. Finalmen- te, llega a lo alto de la esquina neutral, y ahí trata de mantener el equilibrio sobre la tercera cuerda. La muchedumbre ebria de triunfo y violencia alienta como un clamor de bestias que baja desde el graderío. ¡Tee-te, Tee-te, Tee-te! Un Ícaro sin alas se detiene en el aire, cual soplo de viento jugando con una pluma. El vuelo termina y simultáneamente el Teterete agoniza. Muerte lenta, como esos entierros a los que asistía de niño, con aromas de cirios e incienso y escuchando a los músicos con el

132 bajo el asedio de los signos «Dios nunca muere» como eco plañidero. Poco a poco su mirada se desvanece como fadeout final. Moraleja; «A veces la vida nos juega una mala pasada, nos lleva a la ter- cera cuerda, pero nunca se responsabiliza del vuelo final»

narrativa 133 Alfonso Badillo Dimas

Cometa 1

El ejido la Tijerita las semillas de ébano el Valle de Texas el Río Bravo la frontera de Matamoros Tamaulipas el puente los tomates la leña las tortillas de harina los mojados la siembra la naranja el betabel las lechugas la coliflor el algodón el brócoli la tierra negra los surcos el tractor John Deere el sorgo el maíz el arado el barbecho las botellas de cerveza los refrescos el tocadiscos las canciones de Pedro Infante de Luis Pérez Meza de Jorge Negrete de Cuco Sánchez de Javier Solís la cantina la rockola las putas el sombrero texano el patrón el embarazo de Naty la partera el dine- ro para el parto el pabellón los zancudos el caldo de rata mague- yera los pañales de franela la leche de sus senos el sueño de la La- guna de Santo Domingo San Luis Potosí los canales el pez catán las carpas anaranjadas las tolvaneras la despedida la nostalgia la mudanza el llanto la lluvia san Fernando la costa del Golfo de Mé- xico las jornadas agrícolas los fertilizantes los abonos otra vez la mudanza nuevamente la despedida El Ébano el registro civil en el pueblo del primer pozo petrolero los paisanos el bautizo la fiesta los amigos los parientes los refrescos jarrito los titanes el Orange Crush el Escuis ella cerveza Carta blanca la Superior la Coca Cola el brandy Presidente el ron Potosí la iglesia los padrinos el uni- forme blanco la vela el rosario el bolo los niños luego la música

134 bajo el asedio de los signos con huapangueros las mañanitas los corridos Las tres huastecas La guasanga El fandanguito El querreque la música norteña bo- hemio de afición Tampico hermoso Playa sola Ella Caminos de Guanajuato José Alfredo Jiménez las aspirinas la Cafiaspirina el agua mineral Topo Chico el Alka-Seltzer las tormentas eléctricas el ciclón Inés los refugios temporales en los furgones del ferro- carril el viento fuerte la destrucción de las cosas la fotografía del recuerdo en blanco y negro encima del carretón la polla azul la persecución de mariposas y libélulas el papalote los trompos las canicas las barcas de papel los arroyos la rayuela el cuadrito las guerritas de lodo y sacados de hojalata la noche y las luciérnagas el aullido de los coyotes las estrellas la casería de conejos y ranas con resortera los basureros del Uno Dicha el chapopote la Laguna Chica el cerro de La Pez la pesca con anzuelo y a mano limpia la mojarra jorobada las culebras hambrientas el aprender a nadar sin instructor la primera comunión el chocolate y los bísquets el arco de bienvenida al pueblo con sus cinco cirulos entrelazados en homenaje a las olimpiadas del sesenta y ocho la escuelita ru- ral federal Jacinto B. Treviño la travesía en medio del cementerio el hombre mutilado en el descanso del camposanto la primera visita a la playa y al puerto de Tampico el paseo en lancha por el rio Pánuco los barcos de grandes dimensiones el inconfundible aroma del pan la panadería la venta de pan en bicicleta el trici- clo la maquina Singer de pedal la preparatoria las parrandas en las zonas de tolerancia de la colonia Obrera y la calle Xilitla la escuela de economía los círculos de estudio del marxismo la des- ilusión de los partidos el trabajo en el INI la docencia académica el matrimonio los cuatro hijos y el nacimiento de la nieta Ximena Alejandra el dos de agosto de dos mil doce.

narrativa 135 América Pina Palacios

Envidia

La mañana de verano se había iniciado con un enérgico despertar del sol, sus rayos traspasaban todo a su encuentro, como aquel cristal inocente que sin darse cuenta los había concentrado e ini- ciado el fuego en la pradera. Tímido al principio, fue tomando fuerza apoyado por el suave viento que aumentó su temperatura al calor de la combustión. El fuego, de cuando en cuando miraba al sol y se sentía en compe- tencia con él, sus llamas habían crecido al máximo, incluso llegó a pensar que podía calentar más que el sol, iluminar más que él. Las horas corrieron lentamente mientras el pasto seco de la pradera se consumía. Los arbustos, los troncos de algunos árbo- les también se habían prendido, y el fuego, soberbio, continuaba mirando hacia el sol, retándolo. El viaje en el firmamento parecía haber culminado para el as- tro refulgente e inició el descenso. El fuego continuaba ensober- becido hasta que llegó el instante en que el cielo entero pareció incendiarse con los magníficos destellos del sol, tan hermosos y potentes que el fuego sintió vergüenza y poco a poco se extinguió.

136 bajo el asedio de los signos Nuevos amigos

El jovencito que bajó del autobús venía de un pueblo cercano, animado por sus padres y buscando una oportunidad para conti- nuar sus estudios. Era noche, así que le dio pena llegar a casa de sus familiares. ¿Qué podré hacer? Se preguntaba. Una gran tienda estaba frente a sus ojos. Entró buscando el lugar adecuado para esconderse y pasar la noche, ¡ah claro!, los probadores de ropa. Ingresó al más cercano, cerró la puerta cuidadosamente y cuan- do un empleado preguntó si alguien estaba dentro, se mantuvo silencioso. Cuando calculó que ya no habría nadie, con sigilo salió del vestidor dirigiéndose a la sección de alimentos y buscó algo para calmar su hambre. Mientras elegía su comida, sintió una peque- ña molestia en el cuello, como si algo le hubiera picado, pasó su mano y quedaron impresas dos gotas de sangre, levantó los ojos hacia el espejo que tenía al frente, no vio nada, curiosamente su apetito había desaparecido, aunque sentía cierta ansiedad inex- plicable. Volvió a su escondite y se durmió, por la mañana escuchó vo- ces, sigilosamente salió, llevaba la cabeza cubierta por una cachu- cha cuya visera cubría casi todo su rostro, aun así el sol parecía herir sus ojos, tanto que tuvo que ponerse los lentes obscuros que sacó de su mochila. Revisó la dirección que le habían dado sus padres y emprendió el camino, debía cruzar una plaza al fondo de la cual se divisaba la iglesia; sin saber por qué sintió una gran incomodidad al ver la cruz de la entrada y se retiró asustado. Sobre la misma banqueta, hacia él venía un hombre de mira- da extraña y penetrante que parecía conocerlo; su traje oscuro desentonaba con el clima cálido; le sonrió mostrando sus dien-

narrativa 137 tes, curiosamente los colmillos parecían demasiado largos, en ese momento el hombre preguntó: ¿Dormiste bien? Ciudad Obregón, Sonora, a 23 de julio de 2014.

La tierra asesinada

La mujer contempló la tierra yerma, hace muchos años sus ojos habían visto la última brizna de hierba; ¿árboles?, como en un sueño los recordaba de su lejana infancia. Lenta e inexorablemente, los depósitos de agua se habían ido agotando, hasta llegar a la situación actual en que solo les permi- tían beber unos sorbos al día, un vaso quizá. Las consecuencias de la deforestación se habían traducido en un calor como nunca se había sentido, cada vez más intenso, sin posibilidades de mitigarlo y menos aun de que un día volviera a llover. Sin embargo, había mantenido oculta una pequeña planta, apenas un débil tallo, se conservaba viva gracias a las contadas gotas de agua de las que ella se privaba diariamente. La plantita no crecía, pero tampoco moría. Entre sus recuerdos había campos con flores, sus colores, sus aromas; y mantenía la ilusión de que algún día su pequeña y se- dienta planta florecería. El calor del sol sobre la tierra desprotegida, hizo que el agua se agotara con mayor rapidez; fueron avisados que en ese momento recibirían su último vaso de agua. El pensamiento de la mujer se fue de inmediato a la planta ¿cómo sobreviviría si ella le faltaba? Las horas fueron transcurriendo, la deshidratación poco a poco la fue venciendo hasta quedar tirada sobre la ardiente tierra,

138 bajo el asedio de los signos aun así trató de proyectar su sombra sobre la planta y le brindó las últimas gotas de agua de su vaso. Con lentitud, ella sintió que todo desaparecía ante sus ojos, solamente contempló, o ¿soñó?, que la minúscula planta florecía, entonces, con una leve sonrisa en el rostro reseco se marchó. Ciudad Obregón, Sonora, a 20 de junio de 2014.

narrativa 139 Anneth Marín

Los duendes no saben cuál es el mes más poético, pero sí saben por qué las alas de los ángeles bri- llan tanto

¿Sabes cuál es el mes más poético? No. Eso no puede saberse. La primavera no siempre llega en marzo. ¿Por qué las alas de los ángeles brillan tanto? Porque debajo de ellas esconden cofres. ¿Cuánto vale el oro allá en el cielo? Nada. En el cielo solo las al- mas buenas tienen valor. ¿Entonces dentro de los cofres hay un alma muy valiosa? Sí. Antes yo los escondía y custodiaba al fi- nal del arcoíris. Todas las noches los abría, y a cada alma, una por una, les repetía las oraciones que hacían los niños antes de acostarse. Pero me gusta mucho andar husmeando en el merca- do negro y eso no les gustó a los jefes, por eso ahora los cuidan los ángeles. Puf, no te creo, todo pirata sabe que tu alma se que- da guardada en un baúl de los recuerdos de alguna isla desierta. Hace mucho platiqué con un pirata del Pacífico y me lo confesó. Tú lo has dicho. Hace mucho. Ellos cuidaban los cofres antes que yo. Pero luego la gente empezó a buscarlos creyendo que adentro encontrarían oro. Antes de conocer al pirata, también creía que dentro de los cofres se guarda el oro. ¿Y ahora en dónde trabajan los piratas? En el mercado negro, yo solo voy a saludarlos. ¿Y tú en qué trabajas? Trabajo buscando cofres perdidos. ¿Puedo ayu-

140 bajo el asedio de los signos darte? Siempre quise encontrar un cofre del tesoro. Los ángeles a veces se sientan a descansar arriba de los árboles y se les resbalan de las alas. ¿Qué descuido verdad? Estaban mejor conmigo. Pero los humanos prefieren que un Ángel de la Guarda cuide su alma y no un duende orejón o un pirata barrigón y barbudo. Cada vez son más prejuiciosos. Luego se quejan de que hay muchas almas perdidas en la Tierra. Los duendes podemos escuchar el pálpito del mundo y las vo- ces de las almas perdidas. Ahora mi trabajo es rescatarlas. Cada vez ha sido más difícil, los coches, las televisiones y los llantos ace- leran el pálpito del mundo y su estruendo impide que podamos escuchar a las almas. ¿En serio? Entonces le voy a hacer caso a mi mamá cuando me grite: niña bájale a esa tele. SHHHHHHHHH, ¿escuchas? Por ahí anda una... El primer día no olvidé llegar temprano para escoger un asien- to de la última hilera. Me gustaba sentarme hasta atrás. Una hora después del timbre, llegó el coronel a reclutar hombres para la guerra. Pero sí olvidé mi lápiz, mi lunch, nacer más temprano y en una familia en la que no fueran morenos e intelectuales. Es- cogió al Pablo, al Beto y al Poncho para que formaran parte de su pelotón y a mí, para que formara parte del enemigo. Todo ese año y los próximos dos estuve sentado hasta atrás. Hasta atrás de to- dos sus puños y luchando solo. Nadie se quería juntar conmigo, a nadie le gustaría que una bala le pasara rozando. Y ahí me quedé, calladito. A ningún lugar más podía ir, pues las serpientes devora- doras de huevos siempre buscan venganza. Imagíname en pleno combate: ellos atacando y yo estático, aguantando todo, sin llorar. Así estuve desde el primer día, hasta que decidí levantarme con una mano en la cintura y otra en la frente. A lo lejos logré atisbar la tecnología del siglo XXI: durante la guerra avanzó tanto que los

narrativa 141 disparos se convirtieron en palabras y el pelotón de fusileros en alumnos de un salón de clases. Dictaron mi sentencia y cinco segundos no me alcanzaron para llegar hasta la ventana, quería ver mi ciudad por última vez. Sus casas son de la misma estructura, del mismo color. Tiene los mismos parques, las mismas personas: satisfacen sus necesida- des, obedecen a la vieja Costumbre, viven poco, no sueñan mu- cho. Lástima que hasta hoy me doy cuenta de que todo es igual, menos yo. Ojalá hubiera notado antes que bastaba con ponerme el mismo uniforme de militar que todos traían para que la guerra terminara. ¿Pero cómo querías que me diera cuenta si nomás po- día pensar en limpiarme la cara llena de sangre? Además estaba tan atrás, tan abajo, tan de lado. El equipo contrario se dio cuenta de que lo único que me faltaba era estar tan arriba y por eso ahora estoy aquí, en este árbol tan alto. No sé ni cómo te estoy contando. Volteo para abajo y me vuelvo a marear de tantos golpes. Mejor observa por ti mismo. ¿No me creías?, ¡hasta los perros son igual!, mueren igual, son reemplazados por uno igual. Desde acá arriba no puedo identificar nada dentro de las con- versaciones, pero espero que mi madre esté rezando por mí y que el Chucho esté en la cárcel, anunciando su retiro con escándalo y cinismo. ¡Él fue!, ¡él fue!, él fue quien dijo mi cuenta regresiva y quien me disparó primero. Lo último que vi fue una puerta abrirse. Un señor con bata blanca y barba larga entró (daba la impresión de haber bajado de las nubes del Himalaya) y se presentó en el nombre de Dios. Hizo una exuberante demostración con el sonido armónico de su cuenco tibetano, representando la grandeza del chamanismo y ¡PUM!, ¡PUM!, ¡PUM! El salón se inundó con las piedras, flechas y clavos que cayeron de mi corazón.

142 bajo el asedio de los signos Con que aquí estás. Por fin te encontramos. Tranquilo, mi amiga y yo llevaremos tu cofre de vuelta, para que por fin puedas estar a salvo, bajo las alas de tu Ángel de la Guarda.

narrativa 143 Bécker García

Agua y un Curita

Despertar y sentir afilados clavos en la cabeza y miles de centellas en los ojos era, en Miguel, una costumbre. Mira hacia un lado hasta encontrar el cuerpo desnudo de ¿Su- sana?... ¿Sandra?... como sea, piensa que es igual el nombre, y, de cualquier manera, las arcadas vienen presurosas y corre al baño. Mientras el vómito inunda el retrete, los recuerdos llegan entre neblinas fulgurantes: unas copas: snifeo de «perico» y de pronto ¿Santa Ana? ¿Ana Santa? ¿María Santa?... como sea, es igual, está a su lado, en el abordaje nocturno de los solitarios e impacientes, con esas ganas de náufragos que renace cada viernes por la noche en las islas estruendosas de la frontera mexicana. Mientras enjuaga la boca, mete dos dedos con pasta dental en ella para quitarse el mal sabor, y empieza a medio aclarar el pensamiento: «Pinchi vieja loca, no me soltó en toda la noche». Hace frío y por ello viste entonces sus pantalones a manera de pijama, y ansía dormir otro rato. Cuando no encuentra su camisa, supone la ha dejado en el carro donde se besaron y fajaron tan escandalosamente, que alguien amablemente asustado avisó a la policía y los obligó a entrar a la casa. Pinchi frío del desierto: Busca algo para echarse encima y le bas- ta el suéter de ella y se lo entalla para descubrir que apenas le entra.

144 bajo el asedio de los signos Y de pronto, el jodazo del miedo: ¿La cocaína?, se pregunta y revolotea la mirada en derredor, como si de pronto cada uno de sus vasos sanguíneos le exigieran abrirse al torrente escarlata, que parece ahora circular lentamente por sus venas y cae en cuenta de la necesidad de un empellón. La busca en el librero huérfano de libros y nada. En el buró, detrás de la lámpara, debajo de la cama, revolotea el colchón y en- cuentra el paquete del tamaño de su propio puño y vuelve a la vida. Con el dedo índice y medio metido en la bolsa, extrae una buena cantidad y la esnifea en dos etapas; la fosa nasal derecha, primero, y luego, la izquierda. «Su puta madre», dice, «Cómo está buena esta chingadera» y el corazón inicia con su pumpumpum pum pum sincopado... Agua, necesita agua porque la boca está reseca de nuevo. Y lo asalta, inevitable, la añoranza: Si viviera aún en su tierra natal y no en esta maldita frontera, podría haber bebido del grifo como lo hizo siempre desde niño, cuando no existían los garrafones y las botellitas que ahora se habían vuelto indispensables y de un lujo esnobista. Reaspira un coagulo de cocaína y mocos que le rebota de nue- vo en el cerebro pum pumpum pum pum. Y regresa en caleidoscopio retrospectivo y hace fila de nuevo junto a la manguera que riega el amarillento césped de su ban- queta, donde más de 10 niños de su edad acababan de jugar cinco entradas de «corchito» bajo un atronador sol de casi 50 grados. Agua, pero a pico de manguera. Sonríe al servir agua, ahora en un vaso y llevarla a la boca, mientras con la mirada busca un reloj cercano para calcular el tiempo que lleva ahí metido con... ¿Mar- cela?

narrativa 145 Como sea, pero está seguro que ella come puro Corn Flakes porque ni a horno de microondas llega —piensa mientras busca el infaltable horno con su lucecita luminosa indicando la hora, pero no existe, o no lo encuentra. Camina hasta la ventana más cercana para atisbar algún indicio que le diga, allá afuera, las ho- ras que le quedan a la madrugada. Pumpumpumpumpumpumpumpumpum. El corazón, desbocado, brinca en el pecho pero de distinta manera. Por fuera, en la calle, tratando de no hacer ruido algu- no, varios hombres armados avanzan en dirección de la casa de... ¿Marieta? Alerta: en dos zancadas llega por sus zapatos que medio calza sin amarrar y en otras dos busca la salida trasera. Abre la puerta y un frío penetrante golpea su cara y siente ahora que por un instante el corazón se detiene para iniciar de nuevo la cabalgata. La adrenalina se ha confundido entre coca y miedo acumulado, desde cuando encontró a su compadre bien torcido y con el re- galo sorpresa. Pumpumpumpumpumpumpumpumpum. ¿Quién corre más, su taquicardia o sus piernas que cruzan el pequeño patio, saltan la barda y caen en un largo llano cuesta arriba mientras sigue avanzando a toda prisa? Entonces escucha los gritos que le dicen «párate cabrón hijue- puta o te partimos la madre a chingadazos cabrón ratero de mier- da hijo de la» BangBangzingzing que acotan el aire en su derredor mientras las piernas pesan cada vez más y siente por momentos que los gritos se alejan pero las balas se acercan y corre, corre y corre hasta que llega a una motoconformadora inmensa y se resguarda detrás de la amarilla pala, justo al tiempo que las balas,

146 bajo el asedio de los signos pequeñas balas rebotan en el acero. Pumpumpumpumpumpum- pumpumpum. Si está oscuro de no ver nada, se pregunta, ¿por qué estos ca- brones que desde el techo de, ¿Adolfina?, le gritan y disparan, tienen tan buena puntería? Y resuella con el sonido propio de quien siente la muerte tan de cercas y entonces es por ello que la respiración no le alcanza y, es cuando se da cuenta que todo es culpa del aputado suéter que trae puesto, blanco, que es el color precisamente que hace mejor centro para una buena puntería. Mientras escucha las voces cada vez más cercanas, voltea y busca algo que lo salve. En un palo de los que la enorme máquina amarilla ha arrancado de la tierra, hecho pedazos tal y como estos cabrones que lo persiguen y lo quieren aventar al otro mundo y hacerlo calaca, y coloca el suéter extendido como si estuviese en un gancho. Sin pensarlo porque ya no hay tiempo, arranca de nuevo coli- na arriba con el palo y el blanco tan lejos de su cuerpo como las fuerzas se lo permiten, y a grandes zancadas busca el horizonte que relumbra justo delante, como si supiese que allá detrás, en las luces amarillas, podrá salvarse. Y de nuevo escucha como en susurro en su oído el «páratehi- jodetuputamadre», mientras las balas buscan el centro y la perife- ria de donde debería estar, pero no está, su cuerpo. Pumpumpumpumpumpumpumpumpum. Y estos, perseguidores y este corazón, que no paran. De pronto llega a lo que parece ser la cima y de un salto libra las últimas balas que, ahora sí, se impactan en donde debería de haber estado su hombro izquierdo, y suelta su maniquí de artifi-

narrativa 147 cio y salta, mientras en el vuelo se da cuenta de que la pendiente hacía abajo está peor, y que rueda y rueda, como llanta empujada allá en su tierra por la calle de piedra y lodo, donde bebía agua de la manguera y que, en cada vuelta, siente cómo se le va magu- llando el cuerpo, moreteando, rasgando, pero que esto es nada comparado, con las mortales balas y de pronto, ya no rueda, está en el aire durante 5, 4, 3, 2, 1 y pum, de golpe en el suelo. Lo último que percibe antes de perder el conocimiento, es que su tobillo no está donde debiera estar, sino al revés, y luego todo es negro. Y descansa; no está muerto. No aún. Pum pumpum. Despierta mientras escucha: «güeikapmoderfacquersanaba- gan», allá muy lejos, como entre brumas y siente que de momento está en el cielo, aunque allá dicen que el dolor no existe y a él, el tobillo le puede arrancar hasta un alarido, si acaso supiera dónde está y porqué estos pinches güeros le están hablando en inglés. Quiere agua para calmar a un corazón que ahora apenas late, y recuerda de nuevo a su madre que le llama desde aquella ventana que mira a la calle, para curarle la herida abierta de la barrida en la primera base, justo allá entre la pedregosa calle. Con el dolor desgarrado desde el tobillo, grita en silencio por un «curita», esa bandita que su madre le ponía en las heridas. —¿Por qué los curitas sanan el dolor? —le preguntó un día. —Es por la gasita esta que traen dentro; tiene anestesia —le confesaba y él se lo creía completo, mientras corría de nuevo a jugar aliviado por la mentira mágica. Pum pumpum. Mira de pronto su pierna que hace un ángulo de casi 90 gra- dos cuando tendría que estar derecho, y repite por inercia «Dios

148 bajo el asedio de los signos te salve María, llena eres de gracia... y ruega por nosotros los pe- cadores ahora y en la hora de nuestra muerte...» y repite pecado- res pecadores pecadores... ¿La hora de la muerte? El dolor es intenso como cuando aque- lla vez lo golpearon tanto por cogerse a la bailarina preferida de don Simón, que lo dejaron tirado en medio de los orines y mierda propia del puritito miedo. Ahora no es igual, y aunque los gringos estos le gritan en la cara con sus mentosos alientos de goma de mascar de 99 centa- vos el paquetito y con un la ira acumulada, confía en que de ahí no pasa y que su madre está rogando por el pecador capturado, desde donde se encuentra y justo como lo hace todos los días y a todas horas. Pum pumpum. Y cae en cuenta, entiende, que en la caída se vino cuesta abajo hasta el lado americano y voló barranco y barda, y ahora, yace con los gringos de la «Border Patrol», que se preguntan cómo no se mató al caer de más de 15 metros, mientras él, se sumerge de nuevo en la nada del dolor y sonríe, como si aquello fuese la mejor noticia de su vida, porque sabe que de este lado, con los gringos, cuando menos por ahora, está a salvo de las balas. Pum pum. Y pide agua; agua de la manguera por el amor de Dios y si no fuera mucha la molestia, también, uno de esos curitas milagrosos de su madre, de esos que alivian todos los dolores.

narrativa 149 Carlos Moncada

Envejecimos, amor mío

1 Nosotros envejecimos, Guadalupe, no los recuerdos. Y menos el de la forma como nos conocimos. Me había escapado de la oficina aquella tarde, para ver una película. A mi lado había una butaca vacía, tal vez la única des- ocupada. Y llegaste tú, alta y esbelta y te sentaste. La semana an- terior te había visto en el mismo cine, de lejos, y habías captado mi atención. Que ahora estuvieras a mi lado era un milagro y me bastaba saberlo. Pero... Se desprendió una zapatilla de tu pie, o la dejaste caer, y el sonido en el piso me dio pretexto para preguntarte: ¿No se le per- derá el zapato? Y comenzó una corta plática en voz baja que luego siguió en el pasillo y en el camino a tu casa. ¡Qué jóvenes éramos! Como carecíamos de experiencias amo- rosas, no tuvimos más remedio que inventar el amor. Y de paso inventamos niños estupendos. La vida era sencilla y clara, ideal para ti. Yo escuché las intrigas de la serpiente y mordí el fruto prohibido. Puse la planta en camino distinto. Pero aún en los mu- chos años de separación, bastaba un roce de labios para que ar- diera, impetuosa, la pasión.

150 bajo el asedio de los signos No sé por qué se escriben y se leen tantas historias sobre el amor de las almas, si el de los cuerpos es una maravilla. Tus finas manos de entonces exhiben hoy las manchas de la edad. Tus piernas perdieron la frescura de antaño. Para colocar en tu buró la taza del té hay que buscarle sitio entre los medicamen- tos. El buró de mi recámara anda por el estilo. Me falla la vista. Duermo bien pero poco. Hemos envejecido. Confío en que no será tarde para decirte que tú, sin asomo de duda, fuiste el gran amor de mi vida.

2 Nosotros envejecimos, Verónica, no los recuerdos. Y menos el del lugar donde nos conocimos. Tú eras mi alumna más hermosa, bien formada, bonita, vi- brante de juventud, de inquietante andar. Me gustaste, gustabas forzosamente, pero dejé pasar unos años para que te alejaras un poco de la adolescencia y florecieras en la sensualidad. Desde tu sonrisa entre tímida y coqueta hasta tus pies y piernas persegui- das por el deseo, todo tu cuerpo era un milagro. Y una tentación. Nos acosó, sin alcanzarnos, la murmuración pueblerina. Ha- bíamos retado, juntos, a los prejuicios. Y teníamos que sufrir la sanción, una suerte de paradoja: para mantenernos unidos tenía- mos que buscar la aceptación de las buenas conciencias y renun- ciar a la libertad. Todo, menos eso. Nuestras alas crecían y cho- caban. Nos elevamos en pos de otras bocas, otros lechos, nuevas experiencias y complicadas locuras. Vivimos con cierta fatiga el reencuentro. No quiero memori- zar los nombres de tus achaques y es claro que no pones atención al relato de los míos. El imán sexual ha desaparecido. Y si bien

narrativa 151 charlamos con placer esporádicamente, no tocamos el único tema que nos resultaría llamativo: el de nuestros respectivos amantes. Hemos envejecido, Verónica. Te doy las gracias, emocionado. Tú fuiste, lo confirmará tu vanidad, el gran amor de mi vida.

3 Envejecimos, Julieta, quién lo dijera de nosotros, viajeros infati- gables, aventureros de continentes. Mis aficiones eran complicadas frente a tu sencillez. Pero las asimilaste y las compartiste. Dejaste de repetir aquella expresión incrédula cuando creías que el artista que yo mencionaba era in- ventado. Procuraste aprender con el anhelo de superarme. Mis infidelidades corrompieron nuestra relación, y se te ocu- rrió emularme en el peor momento; cuando yo estaba aburrido de tu cháchara. ¿Siempre habías hablado tanto? Quizás lo noté cuando el silencio se me volvió necesidad. Entendí que buscaras con afán un nuevo amor, tal vez el ver- dadero amor. Por tu edad, hubo quien lo considerara grotesco. Pero el amor no es grotesco nunca (al defenderte, me defiendo). Ha de disfrutarse, si hay oportunidad, hasta el último instante de la vida. Además, así hubo quien me sustituyera en la terrible obligación de oír tu plática incesante. Envejecimos, Julieta, pero lo reconozco: fuiste el gran amor de mi vida.

4 Envejecimos, Patricia, pero como nunca volví a verte luego de nuestro breve romance, te sigo recordando con tu excepcional

152 bajo el asedio de los signos belleza de aquel tiempo, cuando avanzabas a lo largo del corredor del edificio en donde trabajábamos, con falda blanca y saco oscu- ro. Brillaban más tus ojos verdes. ¿Cómo se puede ser tan bella? Me habría conformado con mi- rarte de cerca, pero aquella vez que te dije un piropo que te gustó, te inclinaste sobre la mesa del restaurante y me besaste. Se hizo el milagro de tener en la mía tu boca perfecta. Nuestro amor era ilógico. Herida por haber visto a tu marido con otra, te refugiaste en mis brazos para llorar la decepción y la furia, como si no lo traicionaras también. Tu esposo es un im- bécil, te dije. Pero al día siguiente me llamaste para romper para siempre. Él te había dado una explicación que anhelabas creer y no te cabía la dicha en tu hermoso pecho. Te confieso que me propuse guardar para siempre la almo- hada bendecida con tus lágrimas. Pero la trabajadora doméstica demasiado acuciosa y nada romántica le quitó la funda y la echó a la lavadora. La cruel puñalada a mi amor no me impidió admirar, en mi sirvienta, el celoso cumplimiento de su deber. Aunque perdido aquel precioso testimonio, certifico, bella Pa- tricia, que fuiste el gran amor de mi vida.

5 Bendita sea la ancianidad. No tiene uno titubeos para reconocer quién ha sido nuestro auténtico gran amor.

narrativa 153 Christel Álvarez Chávez

Un par de canicas transparentes

Por las ventanas, podía ver la gente apretujada en los vagones. Los olores a sudor, tierra y animales herían su nariz aun antes de entrar; una vez dentro te acostumbrarás, le había dicho su padre. A lo que no podía acostumbrarse era a permanecer tantas ho- ras de pie, guardar el equilibrio era cosa de trapecistas, no de ni- ños que juegan al trompo y las canicas. Veía a su padre cansado, las ojeras enmarcaban su rostro de apenas 28 años dándole un aspecto de 40, la ropa raída de tantas lavadas y el olor a sol de sus días de jornalero ya se habían vuelto parte inseparable de su esencia. Cuánto se arrepentía de haber peleado por acompañar a su padre; en realidad eso le correspondía a su hermano mayor pero él se había encargado de convencerlo para que le cediera el dere- cho de hijo primogénito, no por un plato de lentejas rojas como había hecho Esaú con Jacob al venderle su primogenitura sino por el par de canicas transparentes que había conseguido ganarle al hijo del rico del pueblo. Ahora ya no estaba tan seguro de seguir queriendo ese privi- legio, el movimiento del tren lo había mareado, el café que había tomado esa mañana era lo único que había en su estómago y sería

154 bajo el asedio de los signos también lo único que lo acompañaría el resto del camino, y sus piernas temblaban de cansancio. Los campos de uva los esperaban en el norte, la promesa de un trabajo que permitiera alimentar a sus seis hermanos y a su madre era lo que lo motivaba a seguir al lado del estoico Quijote que se sostenía firmemente de las parrillas metálicas que hacían las veces de maletero a los viajantes. Su padre tenía razón, ya no era capaz de percibir el fuerte olor que lo había recibido al subir al tren. Él a sus 11 años, la esperanza de su familia. Él abandonando sus juegos infantiles y su tierra para entrar de un solo paso al va- gón que como rito de iniciación lo llevaba a la vida adulta. Él, el maíz para las tortillas que habrían de llenar los estóma- gos de sus famélicos hermanos. Él, deseando nunca haber entregado sus canicas ni comprar la primogenitura, ni abordar ese vagón rebosante de fétidos olores, él que por sentarse en el suelo no pudo sostenerse fuertemente de la parrilla maletera como hizo su padre al descarrilarse el tren.

narrativa 155 Daniel Camacho

Mirra de caperuza

Don Jesús Antonio Ovejero Sanz llegó a Hermosillo, Sonora, a finales de los años 90, del siglo XX. Traía como equipaje una tone- lada de enciclopedias, diccionarios, colecciones temáticas y otros libros del interés humano para su venta y mucho entusiasmo para hacer amigos. También trajo consigo su tremenda agresividad para su nego- cio, porque inmediatamente reclutó a todos los vendedores mejor calificados, con el incentivo del pago doble en los porcentajes y sobre comisiones establecidas por los distribuidores locales. Era un madrileño trotamundos. Como librero, también era editor y filólogo autodicta, «por culpa del oficio», solía refunfu- ñar a la menor provocación. Nos hicimos amigos, fuera de nues- tra relación laboral, al grado de permitir que yo platicara con él en su tono madrileño, cosa que lo divertía de tal modo que si lo hacía como sonorense me lo reclamaba. Poco antes de morir —en 2005—, me llamó a su casa para obsequiarme algo en un sobre manila de los grandes. Ante mi curiosidad por saber su contenido me dijo: Es mi colección de la revista Artes de México; quiero que sea suya, porque me luce que del zodiaco que me cargo no llego a la Navidad. No abra esto

156 bajo el asedio de los signos hasta que mis huesos sean cenizas, eso lo tengo dispuesto. Me dijo todo esto, arropándome con su mirada azul de agua resignada. Luego de su muerte abrí aquel misterioso regalo, con la se- guridad de una sorpresa en su contenido. Al revisar el número más antiguo de las revistas, fechado en 1953, me sorprendí grata- mente al descubrir en sus primeras páginas otro sobre dirigido a mí. Contenía una misiva manuscrita de su puño y letra, caligrafía cursiva difícil de descifrar la suya que me dificultó, al principio, comprender su discurso, pero poco a poco me quedaba claro que me dejaba, lo que para él pudo ser un ejercicio literario. Ahora, a manera de homenaje a su memoria y por habérmelo dejado con tal discreción, lo comparto con ustedes: Querido escribidor: (Eso me decía que yo era). Bien entendido estoy que usted gusta de inventar historias y esto que le dejo es un sueño que yo tuve cuando... ¡Coño, mire que se me ha perdido la memoria...! Mejor digo, cuando creí que podría ser cuentero como usted. Termínelo y ojalá pueda publi- carlo. J. Ovejero S. (P. D. Usted tiene la venia de titular). Hoja 1 «Por aquellos tiempos cuando yo era un chaval, de incipiente mostacho, mi padre regenteaba mis ocios y aprovechando las va- caciones mías de un verano hizo arreglos para que yo hiciera viaje al Ducado de Caperuzas para que ayudara a tía Coty, hermana suya, en sus asuntos que, —solo un hombre puede resolver—, me dijo con severidad. Luego emprendí el viaje con muchas calamidades. Remontar los Pirineos a lomo de fatal montura para llegar al lejano Ducado de tía Coty no fue cosa fácil. Muchos días de fatigas me fueron compensadas con cálidos recibimientos por dos mujeres que es- peraban con ansias mi arribo en aquella hermosa finca de como-

narrativa 157 didades palaciegas. Digo dos mujeres, porque tía Coty mimaba, y se dejaba mimar, por Mirra, una moza bien crecidita y agraciada en todos los sentidos, que resultó ser primita mía y que recién había dejado de ser púber. Yo entendí a mi padre que dispensaría cuidados a una anciani- ta débil y solitaria —porque era viuda—, pero a decir verdad, tía Coty me resultó otra cosa: una dama de armas tomar y como pre- mio inmerecido de la vida para mí, encontrarla en compañía de Mirra, me resultó el mejor agasajo que la vida me ha dispensado. La duquesa de Caperuza, o sea tía Coty, de inmediato hizo preparativos para bajar de tierras altas en busca de cura a sus dolencias, pagar diezmos, que años tenía en buen resguardo en algún muro del palacete, y lograr con ello indulgencias del cielo a pecados imaginarios, tantos y tan malos para ella, como dudar del sexo de los ángeles y de la virginidad de María, según sus que- jas para justificar tan temerario viaje. Su terquedad pudo más que mis razones para no dejarla viajar sola, y la abuelita, como era conocida en toda la comarca, partió sin más compañía que su alegría de colegiala, dejándome al cui- dado de Mirra, que para tal efecto a diario nos acompañábamos a campo traviesa, delicia para mí aquella campiña por ser yo un urbano imperdonable. Mirra, para toda rutina solía protegerse del mal clima con una caperuza roja, que sin advertirlo ella, le daba apariencia de ino- cencia, de niña grande. Pero no, ella era un poema primaveral, mujer toda sin esos ropajes invernales. Y que si bien es cierto que como hombre debo ser discreto en mis juicios de valor, Mirra me resultó toda una hembra y nalgas prontas todas conmigo. Sin recato a nuestras consanguinidades nos dimos a delicio- sos libertinajes; hicimos cada travesura para conocernos mutua-

158 bajo el asedio de los signos mente en la cabaña del bosque, bajo las sombras de los huertos, a mitad de las frescas y tranquilas aguas del lago sobre un bote a la luz de la luna, y bajo los edredones de seda del tálamo que nos inventamos. Ya entrados en otras confianzas Mirra y yo, me platicó del rudo aldeano que nos vigilaba constantemente mientras fingía cortar leña, que tal era su oficio, y que la rondaba por amores pese a sus rechazos. Enterado del simpático asunto urdimos que yo me disfrazara de anciana, con ropas de la abuelita, para tranquilizar al mozo en celo y me di cobijo en una cabaña donde me dejaría ver a sus acechos. Así lo hicimos y a punto del relevo de tía Coty, y regresarme a mi colegio, trampeamos un lobo viciado en devorar los pavos reales, faisanes gallinas de Guinea y otras linduras de la abuelita para darle un susto... Luego lo sujetamos a la tarima de la cabaña y cuando divisamos al leñador muy decidido a nosotros por el sendero, Mirra y yo nos despedimos con las solemnidades del caso para guardar con celo nuestros secretos y salté por la venta- na, monté caballo, que ya tenía presto para mí regreso y partí, con las alforjas atiborradas de tristezas y con el corazón esperanzado por un pronto regreso. Años más tarde tía Coty bajó de nuevo, y en visita a nosotros comentó que poco antes de un año de aquel suceso, obligó a Mi- rra a contraer nupcias con el leñador, por aquello del qué dirán y... luego nació el niño. Todo lo demás que se dice fueron inventos del leñador, des- pués todo esto, se hizo la leyenda o cuento, que para el caso es lo mismo, de «La Caperucita Roja». Mirra, o Caperucita, como también era conocida en la comar- ca, nunca tuvo preñas con su marido.

narrativa 159 Esteban Domínguez

El Señor Cuentista

El señor cuentista vive en esa casa de rejas blancas. Su jardín se mantiene todo el año lleno de flores y enredaderas que cubren todas las paredes, como que la protegen. A veces pasan días sin que nadie lo vea y la casa está silenciosa como una barca detenida en el mar. Hay días en que se ocupa en su jardín, limpiándolo de malezas y la podadora suena por horas y horas. Por las tardes se sienta en su mecedora y con una enorme jarra de limonada al lado, con- templa las nubes y los pájaros. Saluda a los vecinos y se queda a veces platicando con ellos, sobre todo con don Chuy, hasta que se hace de noche. Después entra a su casa y lee en la sala. Más tarde sube a su estudio, prende una luz y ahí se está hasta muy noche. El señor cuentista es un hombre muy platicador. Yo vivo en- frente de su casa y por eso lo conozco y me sé de memoria todos sus movimientos. A últimas fechas, algo raro le está ocurriendo. Después de no aparecer en varios días por su jardín, como acostumbra en las mañanas, hoy lo he visto muy triste. Atravieso la calle con un café caliente como sabemos mi mamá y yo que le gusta y al entregárselo me da las gracias y una breve sonrisa le

160 bajo el asedio de los signos ilumina el rostro, pero es tan breve que no alcanza para nada y él lo sabe. —¿Qué le pasa? —interrogo a mi vecino. —Es un gran problema, no sé cómo lo voy a resolver. Ima- gínate, Paquín, que estoy escribiendo unos cuentos nuevos y de pronto todos los personajes están desapareciendo, no sé dónde están, no sé cómo hacerle para que vuelvan. —Pues sí que está en un aprieto —le digo, mientras me siento en la silla para las visitas—, porque si no hay personajes, no hay cuentos, ¿verdad? —Sí, la verdad está raro, no tengo ni la menor idea para re- solverlo. Pero entonces miro hacia una de las flores de obelisco, roja, y observo a una abeja meterse hasta adentro para extraer la miel. Esto me lo ha dicho mi vecino cuando está de mejor humor y se toma el tiempo para explicarle a un mocoso de apenas 10 años las cosas que ocurren más allá de sus narices. —Entonces, ¿por qué no se hace usted un personaje y se mete en una de sus historias? A lo mejor si se caracteriza como un de- tective pueda investigar a dónde se fueron todos los personajes. —Es una gran idea —me dice—, ¡cómo no se me había ocurri- do!, se me hace que tú vas a ser mejor escritor que yo. Entonces le digo: —A mi mamá no le gusta ni tantito la idea, quiere que yo sea ingeniero o algo así. Lo dejo sumido en sus ideas, es el momento de salir sin hacer ruido porque ya tiene esa mirada «vagabunda» —diría mi maes- tra Fabi— muy lejos de su jardín, como que se fue entre las alas de la mariposa.

narrativa 161 Desde ese día no lo volvimos a ver, por eso mi mamá llamó, un mes después, a la ex esposa del señor cuentista para preguntar si sabía algo, si había salido de viaje porque la casa estaba en el total abandono y las plantas se le estaban secando. Ella no sabía nada, así una tarde vino a la casa del cuentista. Traía su propia llave y abrió. Yo iba con ella porque sabía que era mi amigo y estaba interesado en saber qué le pasaba. La casa estaba a oscuras y olía a encerrado, mucho polvo en todos lados, como si hubieran pasado años sin que alguien viviera ahí. —¿Ves, mijito, por qué no es bueno ser escritor? Se quedan so- los y algunos hasta se vuelven locos. No quieras ser uno de ellos. —No, señora —le dije. Por ningún lado se veían rastros del señor de la casa, subimos al cuarto de estudio. Ella me agarraba del brazo, tenía miedo de lo que íbamos a encontrar. Ahí, en el estudio todo era impecable y brillaba una luz muy agradable, como si estuviera habitado. Todo muy arregladito, ni una pizca de polvo. Sobre el escritorio, a un lado de la computadora, estaba un libro engargolado, ¿Será... —me dije—, será su nuevo libro de cuentos? La señora empezó a revolver cajones, mientras yo me quedé muy sentadito frente a su computadora. Pegada en el tablero ha- bía una nota. «Caro: como sé que vas a venir, toma la tarjeta que está en el cajón. Volveré en unos meses. Mientras, encárgale a la señora Amalia la casa. A su hijo, entrégale el escrito engargolado que está en el escritorio y dile que lo veré pronto. Saludos.» J.A. Cuando empecé a leer el libro de cuentos infantiles de mi ve- cino cuentista, me topé primero con una nota que decía: «Lee

162 bajo el asedio de los signos hasta el final y sigue las instrucciones si quieres recuperarme. Me gustaría que así fuera. Te estaré esperando. Adelante, amigo». Entonces me puse a leer todas esas historias. Había unas muy raras como la de ese niño terco en descubrir el ojo de su hermana, la niña de la lupa, el niño invisible, la niña extraña... y todos los demás donde salían niños como los de mi salón de clases. Tardé como dos semanas y al final estaba la nota que decía: «Agita bien fuerte este libro. Sacúdelo tres veces y asómate a la ventana, ahí estaré esperándote en el jardín». Y en efecto, así fue. Me saludaba con el brazo y con el otro agitaba su sombrero. Estaba sonriendo. Cuando llegué a su lado me dijo: —Fue un viaje largo, pero lo logré, ¿quieres saludarlos? En- tremos. Ahí estaban todos Zuyl, Monita y sus amigas, Pepe, Gaby, Toño, Rony... Nos saludamos como si ya nos conociéramos. Se había orga- nizado una pequeña fiesta y era la hora de cortar el pastel. —Ahora es el momento de devolverlos a sus casas, ¿Me acom- pañas? —Claro —le dije. Y pasamos todo un día repartiéndolos por la ciudad. Ellos iban felices después de un año de vacaciones. Ya el cuentista me contaría sus aventuras y cómo logró regresarlos. Mientras, todos se despedían y saltaban a los brazos de sus seres queridos, quienes no cabían de alegría.

narrativa 163 Francisco González Gaxiola

Mi Primo Yayo

Antes íbamos más frecuentemente, una vez por año. Con el pa- sar del tiempo, la distancia fue siendo mayor y las oportunidades menguaron; con resignación natural, mi hermano Fausto y yo aceptamos que ya no fuera fácil, a pesar de la multiplicación de los medios, volver al ranchito de los cuentos, aquel ranchito que poco a poco se nos fue borrando en la memoria, aquel ranchito en que jugábamos de niños y al que aún de niños regresamos tan- tas veces, gustosos, melancólicos, ansiosos. A mi primo Everardo, mi recuerdo lo dibuja borroso en su postura, sonriendo pálidamente, mirándome de frente sus ojos francos, él sentado arriba en su tractor con el que nos había sal- vado de los arroyos lodosos del Cerro Agudo. Yo abajo, en des- pedida, le tendía la mano en una encrucijada del camino. Esa fue la última vez que lo vi en concreto. Los dos trozos de plata que se incrustaron en su paladar, dicen algunos, terminaron su vida pre- matura, para bien de él y de tantos que en ese tiempo lo rodearon. Sin embargo, esas dos balas que se tragó su boca, no han podido hacerme olvidar al primo que tanto quise, aquel primo compañe- ro a ratos de mi infancia. Quizá mi primo Yayo sea yo mismo. Aquel primo que yo quise ser, porque con él me identificaba, porque a él yo lo quería, por-

164 bajo el asedio de los signos que su juicio, su semblante, su inteligencia misma para mí mis- mo los quería. La última vez que lo abracé, me levantó en vilo, mi cara descansó sobre su pecho, oloroso aún a sudor del mon- te, fuerte, pastoril y campesino, y lo hice mío en aquel instante, como se puede querer al bondadoso Jesús de la montaña, o al Jesús sonriente de los niños. Cuando nos acercábamos al Ranchito de los Gaxiola (a un lado de Mocorito, por la otra banda, a diecisiete kilómetros de Guamúchil, Sinaloa), en cuanto divisábamos la antigua casona de Miguel Gaxiola, el corazón nos oprimía el pecho fuertemente hasta el desmayo. En cuestión de instantes tendríamos ante noso- tros los rincones y parajes de aquellos juegos infantiles. Después de la cortesía obligada a los adultos, emocionados co- rríamos buscando a los primos Yayo y Ramón. Nunca los encon- trábamos juntos: el primo Ramón entregado a las labores rudas y pesadas de la siembra, y mi primo Yayo, un Abel, pensativo, siempre solitario, sonriente, y «jachando» con su navajita platea- da algún palo ralo de mezquite o un varejón de batamote. Cuando comenzamos a ir de vacaciones al ranchito, a finales de los cincuenta o principios de los sesenta, de regreso al ran- chito, entiendo que empezó nuestra alma a madurar. Nuestro es- píritu empezó a darse cuenta con dolor que la felicidad soñada, robada al pasado, al cabo de unos días la perderíamos de nuevo. Sin embargo, nosotros llegábamos encantados y, sin mucha me- ditación, aceptábamos cambiar la gloria eterna por un paseo a Las lagunas, por las zambullidas en las aguas chocolatosas del río Évora, por los tiradores de armonías en horqueta, que tan bien sabían confeccionar los primos, o por los desayunos de leche tibia que de los baldes nos empinábamos, leche espumosa, todavía con sabor a verdes yerbas suculentas.

narrativa 165 Era para nosotros una delicia estar juntos, todos los primos juntos, para armar el argüende, con nuestros primos, mis pri- mos Ramón y Yayo de «mainates», capitaneando a unos niños en jauría. En verdad que la llegada de nuevos primos enfatizaba la algarabía y todo lo hacíamos fiesta con nuestra risa. A donde nos dirigiéramos siempre, siempre teníamos oportunidad de ju- gar, pues todo lo convertíamos en juego: ya se tratara de recoger las vacas en el río, ir a Mocorito por el mandado, dejar mensajes, llevar el «Ionchi» a los tíos que araban los sembradíos. Cuando podíamos disponer del tiempo libre a nuestro antojo, nos diri- gíamos con un deslucido rifle antiguo del calibre .22, colgado al hombro, al monte, a la caza de palomas; y si no teníamos tiros, los tiradores de hule recortado en fuerte horqueta nos bastaban. Por las noches, en la algarabía bullanguera, contábamos adivinanzas hasta el cansancio, o inventábamos baúles llenos de riquezas con las que el viejísimo tío Darío había convencido a la joven aún, prima Tere, para que aceptara las nupcias, y, al finalizar los temas comunales, les entrábamos con miedo y gusto a las historias de magia, de aparecidos y de diablos. De día los juegos no eran los típicos tradicionales, aunque imaginación teníamos para innovar y proponer muchos más. No jugábamos a las escondidas, ni a la roña, ni a la «piligrina», que otros llaman bebeleche, ni a los encantados, ni al matarile, juegos que aprendí después a jugar en la ciudad. Pero sí jugábamos a las carreras de caballos, sí a las luchas, sí a las nadadas, etcétera. El juego que a mí más me emocionaba era el juego de la casita. Recuerdo que algunos años antes, cuando tenía cuatro, sentía un intenso gozo por tener metida la cabeza en un rincón, en cual- quier rincón, de almohada, de cobija, o incluso a veces de casitas hechas de chicura, o batamote, lo que encontrara en las ramas de

166 bajo el asedio de los signos los arbustos. Yo mismo me las construía con tres o cuatro peque- ños horcones, no mayores del tamaño de mi cabeza, y el techo y las paredes de brillantes, sudando un verde blanco esmeralda, las tersas ramas de cacarahua. Esas improvisadas casitas eran sufi- cientemente grandes para mí. Me acostaba en el suelo boca arri- ba, luego metía la cabeza. La oscuridad, el olor fresco de las ramas y el sabor agridulce de los frutos me proporcionaban un placer infinito en su sencillez. En las casitas me sentía a gusto, seguro como un avestruz en su hoyo, adentro en la sombraoscura del único cuarto de la ca- sita. Años después, mi primo Yayo habría de simpatizar con mi obsesión por las casitas y, así pues, mi primo se convirtió en el alcahuete que organizaba unas casitas ahora bien grandes, donde cabíamos hasta parados y a donde incluso sillas y mesas destar- taladas incorporábamos. Lo malo de mi primo Yayo es que se tomaba muy en serio su papel. Nos asignaba un rol a cada uno: tú el hijo, tú el padre, tú el abuelo de Macabeo, y nos mandaba, según él, a trabajar a la milpa, a pastorear el ganado, a recoger la cosecha, a transportarla a las trojes del ranchito. Él, muy a gusto, se quedaba sentado en un taburete, a la sombra, tomando limo- nada. Y si le reclamábamos por su papel, nos contestaba que él iba a hacerla de mamá y que, por lo tanto, se quedaría en casa a preparar la comida. Eso a mí no me gustaba porque me parecía que era cosa de mujeres, pero como no teníamos a ninguna prima desocupada y con permiso para que viniera a llenar el rol mater- nal, le permitíamos al primo Yayo que nos viera la cara. Entonces salíamos los hombres a partirnos la madre en el so- lazo de julio, en plenas vacaciones y si alguien de regreso a la casa llegaba sin sudar y con la cabeza fresca en lugar de brasa ardiente, mi primo Yayo, severo juez, le negaba el agua, no como madre

narrativa 167 desnaturalizada sino como capataz que no nos quitaba de encima la mirada. El incomprendido se incorporaba de regreso a las fae- nas agrícolas y ganaderas descargando en un «¡Ah, qué mondas!» y similares y peores expresiones, el chasco y el encono. En otras ocasiones solíamos construir en la tierra suelta ar- dientes carreteras, mucho mejores a las que hoy llaman de cuatro carriles. Las vías de tráfico se saturaban de ladrillos cristalinos con botellas cuadradas, verdes en su mayoría, aunque también había una que otra redonda y transparente. Como los vehículos no tenían llantas, se deslizaban en aquel correcto material, con tracción más de mano que animal, como si se tratara de toboga- nes en la nieve o en el agua. Ya empezado el juego, todos los niños nos concentrábamos en él, y hasta de la misma madre capataz nos olvidábamos. De vez en cuando, yo regresaba a la casita y después de pasar la prueba de rigor, me sentaba alrededor de la mesa en alguna de las sillas altas, con las piernas en cruz volando y los brazos también cruzados y formales. La limonada la tomaba atragantado; era una limonada no al tiempo sino tibia, sin dulce. En vano esperaba que mi primo Yayo me sirviera alguna tortilla con panocha (piloncillo) o trozo de queso panela, o de perdida algún taco de frijoles panzudos, de los que mi mamá llamaba en agua y sal. Después dejaba pasar la vista por los interiores de la casita y no terminaba de satisfacerme del todo. Exigía al menos alguna ventanita, la presencia de algún santito colgado a la pared, alacena, flores. Con esto colmaba la paciencia de mi primo, a lo cual me respondía. «Qué pasó, primo Panchito? ¿Ya se le olvidó que estamos jugando? Esto no es la vida real». Cuando hablábamos de juegos, llegaba yo a ganarles a los primos si no en mentiras, al menos en la malicia del niño de la

168 bajo el asedio de los signos ciudad. Me gustaba mucho platicarles las aventuras de los gran- des personajes de la : Santo, el enmascarado de plata, Blue Demon, el Médico asesino y otros. Arriba de una carreta abandonada, detenida bajo un mezquite de módica sombra, les reporteaba entusiasmado el desarrollo de un encuentro de lucha libre, a dos de tres caídas sin límite de tiempo. Les describía los saltos de tigre del Santo, al tiempo que les bautizaba el reperto- rio inagotable de llaves que solían usar los luchadores. (Algunos años después en la escuela secundaria José Rafael Campoy, Mi- guel Quevedo, un muchacho de Ciudad Obregón, me hizo to- mar conciencia de la costumbre que como sinaloense tenía aún: acompañar con mímica lo relatado en la plática entusiasmada.) Me tiraba en maroma al suelo de la carreta para imitar un salto del tigre, agarraba la cabeza de mi oponente imaginario, le apli- caba la llave del candado, o lo clavaba al suelo con unas tijeras sorpresivas; de vez en cuando convenía aplicar algún recurso de los rudos para volver interesante el «match», y cruel, entonces, con mis dedos como ganzúa le sacaba los ojos a mi enemigo o le rasgaba la yugular con una ficha de refresco que había escondido debajo de la máscara. Como al vigésimo encuentro caí en cuenta de que me esta- ba repitiendo. Entonces acudí a un recurso inaudito. Olvidé a los magnos luchadores y designé a dos de los luchadores reporteados con los nombres de pila de mis primos, solo en apellidos diferen- tes. Así, cuando describía los desplantes del rudo Ramón Cova- rrubias contra el técnico Everardo Armenta, llegué a recuperar la emoción y la atención gastadas. Luego en mi reportaje reproduci- do como en la vida real, hacía empatar a una caída a los contrin- cantes tocayos de mis primos y alargaba al infinito la última caída para no frustrar a ninguno de los dos espectadores.

narrativa 169 Unos días después, habiendo empezado ya un nuevo relato, percibí en los ojos suspicaces del público alguna mala noticia. No fue necesario preguntar. Mi primo Ramón me dijo a boca de jarro que Fausto mi hermano le había confiado que los nombres de los luchadores tocayos junto con todos los encuentros luchísticos eran absolutas y plenas mentiras. ¿Qué tuve que inventar enton- ces para que me creyeran? No lo recuerdo. El caso es que no los convencí. Nos fuimos en consecuencia a los paredones del río a experimentar en la lucha, toda la tarde, las llaves que bien les había referido. Terminamos mi primo Ramón y yo con las ropas, aparte de raídas, todas percudidas de polvo, lodo, sudor y verde de las yerbas. De modo que ya de regreso, cuando mi madre nos preguntó qué nos había pasado, dije apenado que nos habíamos caído de los paredones, pero mi primo Yayo fue demasiado opor- tuno en volver las cosas a la realidad. A mi primo Yayo no lo creí capaz de llanto. Pero, una tarde jugando cerca de un burro que, por cuestiones de la edad o del carácter se hallaba impacientemente encabronado, soltó la fiera las quijadas abiertas como raudas tijeras y las clavó en el hombro izquierdo de mi primo. Luego lo zarandeó como a veleta un aire en remolino, o hábil tramoyista a marioneta. Ahora recuerdo el llanto profundo, en grito agudo, atragantando mis oídos, que no tuvieron opción para evitar grabar el alarido. Algún tiempo des- pués, aún de niño, recordando este doloroso evento, llegué a pe- dirle al Señor me grabara el sufrimiento de mi primo en mi propio hombro, como San Francisco le había pedido a Jesús crucificado, reprodujera en él los estigmas de la crucifixión. No convencí a Dios entonces de que me otorgara tan insólito ruego que, según mi madre, concedía solo a los santos. En compensación por mis deseos futuros se apareció la madre de mi primo, mi tía Teófila,

170 bajo el asedio de los signos y no la emprendió incontinenti con el burro, sino con mi madre, quien ignorante del dolor de mi primo y de mis inútiles esfuerzos por santificarme, inocente preparaba la fragua para el nixtamal. Ella sufrió las invectivas justicieras de mi tía y toda la culpa del burro pasó a ser responsabilidad de su dueña y su señora. ¿Sería la conciencia de madurez de mi primo Yayo, o su edad, un poco mayor que la mía, o su carácter práctico, lo que me in- disponía en estas situaciones? Quizá era precisamente el hecho de que me recordaran que jugábamos lo que me hacía poner una mirada iracunda a veces, melancólica otras tantas, pero siempre incomprensiva. Luego ensimismado me preguntaba a mí mismo ¿por qué no jugar siempre, siempre, siempre? Si cuando trabajá- bamos, jugábamos ¿por qué no hacerlo también al revés sin mar- car las diferencias? Es probable que ésta no haya sido la manera en que yo me cuestionara la diferencia entre lo frívolo y lo serio, pero así lo sentía yo y, más bien, lo sufría. Sin ser tan exigente al respecto, quizá lo equivocado en mi postura era no atender la personalidad de mi primo Yayo, pues se comportaba a veces como adulto entre los niños; era muy inteligente, es cierto, y en más de una conversación de adultos intervino su preciada perspi- cacia para salvar la diferencia entre las partes. Se cuenta que una vez, haciendo su servicio militar, ya ado- lescente, al ver que el instructor les exigía unas órdenes más que irracionales, pidió la palabra entonces, para hablar con el tenien- te. Ya iban cuatro o cinco muchachos de aquel pelotón que obe- deciendo al comandante, corrían cual caballos desbocados, se alzaban alto intentando brincar un obstáculo de troncos, y caían como leños, estrellándose en el suelo, con el lomo aterrizando sobre una tierra más dura que piedra. En esto, teniendo que sufrir tamaña prueba, cuestionó al mandamás en estos términos. «Con

narrativa 171 todo respeto, mi teniente, ¿no le parece a usted que ese modo de ordenar las cosas no es el correcto? ¿Quiere usted, de las accio- nes que observamos, sacar alguna conclusión moral o desarrollar alguna habilidad física no aprendida aún? Porque si se trata de lo primero, me parece que ya son suficientes cuatro cabronazos, mas si es de lo segundo ¿por qué no lo hace usted primero y nos da así cabal ejemplo?» Dos semanas en presidio se ganó mi primo por querer ante- poner en aquel comportamiento la razón aguda al obtuso man- damiento. Así era mi primo Yayo. Y su ejemplo yo lo sigo, siem- pre que es necesario ser sincero aunque peque uno de más por indiscreto. Mi primo Yayo para mí era el ranchito. Ahora está en el cam- posanto, es por demás, está enterrado. Ya se fue, nada es igual. Una pistola a traición mató a mi primo, y un sino inexorable y alevoso se llevó también a mi ranchito. ¿Por qué, pistola inicua, prensaste frío su índice al gatillo, incomprensivo? ¿Por qué llegaste a estar allí tan imprudente? ¿Por qué lo hiciste bailar sin ritmo antes de caer al suelo desalmado? ¿Por qué quisiste en su agonía al baile hacer morir junto con él?

172 bajo el asedio de los signos Gabriel Osuna

Cuchillo de Cocina

Aquel día no fui a la escuela. Mi madre llora ante la muerte de mi padre. Llora mucho. «Qué van a hacer mis hijos, Dios mío.» Siento feo, aunque en el fondo creo que no es para tanto. Mi padre está frío, pero hay comida, agua, y tenemos ropa para el invierno. ¿Por qué se preocupará tánto nuestra madre, si todos los días me manda al monte a traer leña? Yo estaba preocupado porque esa mañana tenía que entregar el dibujo de los álamos y el arroyo colorado. Desde entonces, me he encargado de muchas cosas y me he convertido en un hombre. «Ve y pídele fiado medio kilo de frijol. Aquí tenemos tortillas.» Hago media hora caminando, entre las veredas, para llegar a la tienda del pueblo. En el mostrador Juan le dice a Pedro, el de la tienda, que somos tan pobres que ni le agarramos amor a los recién nacidos; que probamos la carne una vez al año cuando algún conocido mata un animal, y que somos gente de rancho de lo último de pobre. Es verdad, pero todo tiene que ver con la intención de las palabras. Desde que Juan dijo eso, tengo que soportar el lamento del ca- ballo ciego y enfermo, y ser fuerte al ver cómo choca con la paca de alfalfa, con el cerco de púas. Todos los años que sirvió y lo sigo queriendo... ¿Por qué la gente no muestra ningún sentimiento?

narrativa 173 ¿Pensarán en la vaca y el cochi y su último grito al momento de su sacrificio? ¿Por qué la gente de la ciudad envidia nuestra vida de rancheros? Es difícil entender sus palabras cuando llegan con sus carros nuevos y su ropa bonita. Limpios, bañados. A lo mejor por eso siempre sonríen. Así es también Juan, porque viene de la ciudad. A uno aquí se le olvida sonreír. La última vez que lo hice fue en el pueblo, antes de salirme de la secundaria. Yo estoy mejor aquí porque no me gusta el ruido de la gente. Prefiero la mutua vigilancia entre la tarántula y yo, que sabemos cuál es nuestro lugar para no encontrarnos. El aullido de los coyo- tes en la madrugada ante un cielo estelar en constante movimien- to me arrulla como a un niño recién nacido. El casi imperceptible ruido de las hojas del mezquite y la iguana que se esconde del frío nocturno debajo de su madriguera me enseñan cómo debo de comportarme en la vida. Solo los seres humanos producen el miedo mortal que ninguna otra alimaña puede inspirar. Por eso, somos tan pobres que ni siquiera le agarramos amor a la gente... Desde que todo sucedió, el sol reverbera; el verde del monte es más verde y el azul del cielo, más azul. Un vaso de agua es un vaso de agua junto a la corteza lunar del torote. Los paloverdes están rebosando de flores amarillas. Las chuparrosas me miran com- pasivas, y con el brillo negro de sus ojos me dicen que la vida es más sencilla de lo que uno cree. Las vacas y los cochis no hablan, pero saben qué es la justicia. Por eso solo mueven la cola para es- pantarse las moscas, y siguen comiendo tranquilamente. Confían en mí porque me conocen desde que nacieron. El arroyo todavía corre y los álamos siguen ahí. Juan murió de veinte cuchilladas; lejos, en medio del monte. Todas en el pecho; ni una sola en la espalda. Su sangre tiñó el arroyo del color de las pitahayas.

174 bajo el asedio de los signos El pudor puede ser un lujo. Somos tan pobres que seguimos usando el mismo cuchillo de cocina.

Lobos

Cuando llegó, estaba sentado en el banco de la barra dejando pa- sar el tiempo y huyendo del calor de las cinco de la tarde. Me reconoció y enseguida se acercó. De la bolsa de su camisa sacó una hoja de cuaderno doblada. Era un poema que me estaba en- tregando para que yo lo leyera. Por respeto, lo leí, pero no pude pensar en nada. Era como una página en blanco. Yo ya no aguan- taba el calor, y decidí ser honesto hasta el fondo de mi corazón. —No puedo ver nada —le dije—. Lo encuentro vacío. Antes de proponerte como una promesa literaria, asegúrate que puedas cumplir con semejante promesa. Luego es muy penoso ver hara- pos, despojos de sueños. —Soy optimista —aclaró serio y ofendido. —El optimismo puede llegar a ser una forma de arrogancia —añadí. —No entiendo —me dijo. —Me parece de mal gusto discutir sobre poesía en las cantinas —le aclaré. El joven se quedó callado un buen rato. Regresó su papelito a la bolsa de su camisa, como algo muy pesado... en cámara lenta. Su mirada ya no era la misma; era como la de un perro fiel que había sido traicionado. Terminé mi cerveza. Me levanté y me fui sin despedirme.

narrativa 175 Afuera el sol se debatía entre los cerros del horizonte y las es- casas nubes que se encontraban arriba de él. Teñía la tarde de cinabrio y los tordos que van hacia el norte en la primavera se arremolinaban encima de los yucatecos para pasar la noche. Son hermosos y negros como una noche sin luna. Fueron el preám- bulo de todo. Al día siguiente fui al zoológico y me quedé horas, sentado, viendo los lobos que antes habitaban la sierra. Su mirada se pare- cía a la del joven poeta después de nuestra conversación, y pensé que a ellos también los habían vuelto prisioneros y arrebatado su mundo. Al año de nuestro encuentro murió sin haber publicado nin- gún libro. Fue discreto. Se colgó a medianoche del brazo más fuerte del mezquite que lo había visto crecer en el patio de su casa. Había quemado esa misma noche todos sus papeles. Hoy escribo esto porque pronto llegará la noche en que se cum- pla un año de su muerte. Desde entonces voy todos los días a visitar a los lobos. Ellos no lo saben, pero me han ayudado gentilmente a prepararlo todo. Conozco la tristeza de sus ojos porque sé que piensan en cacerías nostálgicas que solo han existido en su imagi- nación. Estoy contando los días con sus noches. Sé que será difícil, pero las cosas que valen la pena cuestan trabajo. No habrá posibili- dad de error. Calibre 38. Ya sé dónde está exactamente mi corazón. Ojalá que después de que todo pase, pueda preguntarle co- sas. Y si es posible, ofrecerle una disculpa. Estoy seguro que sabrá comprenderme. También le pediré que me escriba algo, lo que sea, sobre su inocencia, sobre por qué escribía sobre las tardes de cinabrio, sobre los tordos negros que se adueñan con su negrura de la noche... sobre la mirada de los lobos.

176 bajo el asedio de los signos Vecinos

Cuando el doctor me dijo que podía comer todo lo que yo qui- siera me di cuenta, de golpe, que era la manera más humilde de dictar una sentencia de muerte. Aquella noche llegué a mi casa devastado por la noticia, y al querer seguir las instrucciones mé- dicas abrí la puerta del refrigerador y me encontré con media lata de puré de tomate, media cebolla y un mazo de cilantro ya negro dentro de una bolsa de plástico. Pedí comida por teléfono y me senté a esperar viendo la televisión. Hacía años que no la veía. Cuando la prendí, estaba una telenovela. Enseguida, la apa- gué. Me estremecí con horror, con miedo, mucho miedo, y no pude dormir en toda la noche. Al día siguiente hice que vinieran por ella. El vecino dijo que yo era muy bueno porque nunca le habían regalado una televi- sión. No notó mis ojos vidriosos. Desde entonces los dos somos inmensamente felices. Yo le digo que no es nada, que solo lloro de felicidad y después él se regresa contento a su casa pensando en el box sabatino, el futbol, la cerveza y la carne asada del domingo. Nuestras esposas no lo saben; pero sí saben que puede existir el amor incondicional, la ternura de dar y no esperar nada a cambio durante treinta años. Él sigue sin hablar, y nunca hablará. Por eso ya dimos la orden en nuestros testamentos: que mezclen nuestras cenizas y nos de- jen en una sola urna. Ellas ya lo saben y las dos están de acuerdo. Me pregunto por qué lo han aceptado con gusto y hasta con una leve sonrisa de complicidad.

narrativa 177 Gerardo Hernández Jacobo

Me llaman Twinkies

De todos los Beatles posibles, mi padre siempre prefirió a George Harrison. El alto y escuálido británico que a mi gusto no fue nun- ca el más nada del cuarteto, fue el motivo de que me bautizaran Jorge, un nombre que nunca había figurado en mi frondoso árbol genealógico. El Pereira es portugués, o eso dice mi padre, al que su pasado naucalpense lo martiriza más de lo necesario. Cómo es que un apellido portugués terminó en el letrero de un taller de bicicletas en el barrio más recóndito de Ecatepec es un misterio soluble fácilmente con un vistazo a los libros de historia avalados por la SEc. No voy a aburrirlos con eso. Decía que George nunca fue el más nada de los Beatles. El más feo: Ringo. El más guapo: Paul. El más talentoso: Johnny. George no fue el más carismático, el más chistoso, el más elocuente, el más nada. Tengo el nombre del Beatle mediocre. ¡Hey! No me malentiendan. Detestaría llamarme Ringo Perei- ra. Todo el Naucalpan ochentero sabe que el Ringo más chingón que ha pisado este suelo ha sido Ringo Mendoza. El Indio de Mez- cala La Grande. El gran Ringo. Calzón azul omnipresente, rostro apretujado de Goro Daimon, hombros encogidos de tlameme y mirada de selfmademan. Nunca olvidaré sus épicos encuentros

178 bajo el asedio de los signos a dos de tres caídas con Roberto Gutiérrez Frías , en su época de rudo, o con el aún más villanísimo Emilio Charles Ju- nior, El rey del beautiful. Pero hablo de una época en que el Con- sejo Mundial de Lucha Libre todavía se bañaba en la verdadera sangre de titanes venidos de Saltillo, Coahuila y de semidioses forjados en las llamas de un gimnasio jodido de Ciudad Mante, Tamaulipas, no la mierda intragable que le venden a cucharadas a los mocosos de ahora, con sus mascaritas culeras de Rey Misterio o el pendejo del Místico. ¿Qué saben esos cabrones de andar en el metro a deshoras, con la maleta bajo el brazo y el rostro de pocos amigos? Segu- ro conocen mejor el sabor del Diabonal que el de las quesadillas gordas de flor de calabaza de Doña Ramoncita Nájera, la tía de , que tuvo su anafre afuera del Toreo de Cuatro Caminos hasta muy entrados los noventa. Pinches quesadillas deliciosas las de Doña Monchi. Y el atole de masa como debe de ser. Qué tiempos. Yo nunca quise ser luchador. Ni músico. A lo mejor a mi papá le hubiera gustado que yo también me dejara el flequillo, me com- prara un traje y armara con tres cuates una bandita rocanrolera como la de Harrison y los demás. Supongo que por eso me puso Jorge. Pero apellidarse Pereira y crecer en Ecatepunk no es así que digamos predestinarse para la crema y nata del conservatorio de Bellas Artes. Ingleses y portugueses nunca se llevaron bien, o eso dicen entre líneas también los libros de historia. Así que no me dio por la música. Nací con un asma bien perra en un lugar de los pulmones que desde muy chiquito aprendí a llamar bronquios. Mi asma era bronquial. Me gustaba mucho aclarar eso a las personas que me preguntaban en los consultorios o la sala de espera de los hospitales, que yo no solo era asmático como la

narrativa 179 bola de mocosos corrientes, sino que padecía de asma bronquial. Lo pronunciaba despacio y con cierta soberbia, porque mi asma, igual que yo, era mejor que la de los demás. Me pasé la infancia entera yendo de un consultorio a otro, de un médico al siguiente, de un remedio casero a un fármaco expe- rimental, sin que el asma diera nunca un paso atrás, hasta que me resigné a ser toda la vida miembro honorario del club del inhala- dor. Eso sirvió para dos cosas. La primera: reforzar de manera de- finitiva la imagen de ñoño que tenía en la escuela primaria —no podía haber sido más cliché el escuinclito flaco, chaparro, de lente grueso y cartitas de los Caballeros del Zodiaco en la mochila— y la segunda: que decidiera desde los nueve años estudiar medici- na. Cuando veía la lucha libre —o sea, siempre— mi parte favori- ta era la presentación del Doctor Wagner. Me refiero al padre, por supuesto. El galeno del mal. Lo presentaban, la gente aplaudía y aullaba, y el hombre aparecía entre luces y humo, enfundado en su bata blanca de médico pulcro, a juego con la albura de su más- cara austera y en contraste con aquella piel morena en la que se podía adivinar su origen zacatecano. En mi mente infantil nunca hubo gran problema para aceptar que aquel hombrón —luchaba en los pesos completos— fuera en realidad cirujano durante sus horas diurnas, dedicando la noche de los sábados a luchar. Des- pués de todo, existía Fray Tormenta, el sacerdote luchador. Así que yo fantaseaba con terminar mi carrera de medicina y un día compartir quirófano con el Doctor Wagner y sostener un diálogo que podría haber sonado así: JP: Excelente pelea la del sábado, querido Doctor. DW: Muchas gracias, Doctor. JP: Disfruté mucho verlo aplicar el cangrejo invertido al far- sante de El Solitario.

180 bajo el asedio de los signos DW: Lloró como una secundariana, el muy maricón. JP: ¿Aceptará el reto de máscara contra máscara, Doc? DW: Dependerá de lo que diga mi agente. Por favor ayúdeme a suturar. JP: Con todo gusto. Y luego beberíamos unos gintonics en el bar que El Santo regenteaba en Coyoacán y yo le contaría a Ringo Mendoza que ambos teníamos historia con Los Beatles y todos en la mesa cele- brarían nuestras anécdotas. No me juzguen, pendejos. Era un niño.

narrativa 181 Guadalupe Gálvez Álvarez

La Flatulencia

¡Ah jijuela¡ ¿Qué fue eso? En los últimos días de noviembre del dos mil trece, ya muy avanzada la tarde, en una farmacia Benavides ubicada en las in- mediaciones del Alma Máter y el albergue Juan Pablo II en la ciu- dad de Hermosillo, tuve la necesidad de ir por unas pastillas dra- mamine para prevenir el mareo. Por cuestiones de trabajo viajaría a la sierra sonorense. Una compañera hacía las compras, otro y yo esperábamos en el interior de la camioneta con los vidrios abajo. Justo al lado derecho de la entrada del establecimiento, senta- do en la banqueta se encontraba una persona indigente de aproxi- madamente treinta años, del sexo masculino. Solicitaba apoyo económico a quien entraba o salía de la botica. Mi compañera se tardó mucho en sus compras, así que Carlos y yo platicamos de varios temas mientras esperábamos. Mi personaje, se me acerco a la ventanilla del carro, me pidió un peso, el desdichado se regresó como vino, no tuvo éxito. Volvió a donde estaba, de pie hizo ademanes muy raros hacia la calle, después se sentó, llevó un cigarrillo a la boca sacó una cajetilla de fósforos y lo encendió. Platicaba consigo.

182 bajo el asedio de los signos Mi amigo y yo hicimos un silencio en la platica, de pronto se oyó un tremendo estruendo que nos sorprendió a todos. Había más personas en el otro extremo de la banqueta, una dama que sa- lía del negocio intentaba subirse a su vehículo cuando se contrarió. ¡Ah jijuela¡ ¿Qué fue eso?, me preguntó Carlos, un pedo le contesté. Soltamos a discreción la carcajada. Mira cómo esta el indigente le dije. El causante de tal flatulencia se encontraba de espaldas en la banqueta con las rodillas entre el estomago y el pecho con las pompas ligeramente levantadas. Tal ves por eso sonó tan fuerte. Puedo asegurar que ése ha sido el pedo más fuerte que he es- cuchado, sucedió al aire libre, creo que la flatulencia se fue por el amplio estacionamiento entre la hondonada de tierra, subió el puente dos mil diez, al parecer se fue hacia las escalinatas del mu- seo y biblioteca de la UNISON, donde tal vez ya con poca fuerza, ahí se desvaneció. El olor nunca lo percibí. El comportamiento del indigente fue el de: no hubo nada. En la vida he tenido la oportunidad de toparme con varias personas indigentes e incluso platicar con una de ellas. Son perso- nas que viven su propio mundo y la vida los ha orillado a ello. Por lo regular son personas que se comportan de manera respetuosa con los demás. Mi personaje como todos tiene sus necesidades.

narrativa 183 Guadalupe Velázquez Arballo

La promesa de un sueño

Consuelo sintió salir su corazón, la tarde cuando escuchó a lo lejos el silbido del tren. Dejó de hacer inmediatamente las tareas que le asignó su madre y salió corriendo para bajar al pueblo cer- ca de la estación. Él se lo prometió, que llegaría con la luna de octubre, y ansiosa espero hasta casi caer la noche. Desanimada y triste abandonó la estación. En casa, su madre la esperaba enoja- da y la reprendió fuertemente: —¿Cómo es posible que aún creas que va a regresar? ¡A lo mejor ya se encontró a otra... y mejor que tú! Consuelo la escuchó en silencio. Esta vez se armó de coraje y no iba a llorar. No, no le daría gusto a su madre de verla derramar lágrimas. Cansada, se acurrucó en su vieja cama y con la frágil luz de la última veladora, empezó a leer la única carta que él le envió, unos meses después de conocerse. El ayer entró por su ventana. Era un pueblo floreciente, pues cerca de allí se construía una presa, lo que significaba progreso y crecimiento para la región. La estación del tren era clave para tal fin: transportaban mercancías, alimentos y grandes cantidades de material para la construcción, así como el arribo de trabajadores de los pueblos cercanos y de otros lugares del país.

184 bajo el asedio de los signos En una de tantas idas y venidas de la máquina de fuego, llegó al pueblo Francisco, un encantador y bien parecido hombre del centro del país. Lucía como todo un «pachuco», con su sombrero de cintilla y pluma de colores, y la cadena de un viejo reloj salien- do de una de las bolsas del holgado pantalón. Consuelo casi a diario pasaba por la estación del tren para ba- jar al pueblo. Le gustaba mucho escuchar la algarabía de la gente, ver caras conocidas y nuevas, escuchar el lento vaivén de los va- gones al acercarse a su parada. En una de esas ocasiones se topó con él. Al principio le dio risa su vestimenta, pero luego lo vio con interés. Francisco no perdió tiempo y empezó a hacer alarde de su galanura, bien conocía el efecto que su sonrisa causaba en las mujeres. Así iniciaron los encuentros cada vez menos casuales de Consuelo y Francisco. El sueño de Francisco era recorrer el país hacia el norte, hasta llegar a la frontera y trabajar para conseguir el american way of life. Para Consuelo fue muy dolorosa su partida, porque se enamoró de él. Al despedirse Francisco le prometió que cuando juntara sufi- ciente dinero, mandaría por ella. Sabrás que soy yo, porque vendrá mi cadena con el reloj, dijo antes de besarla por última vez. Así pasaron varios octubres. Consuelo mantenía a duras pe- nas la esperanza de recibir la señal de Francisco... hasta que una mañana de julio, cuando el cielo parecía desgajarse, escuchó el silbido del tren. Esta vez no salió corriendo como antes. Una son- risa agria se dibujó en el rostro de su madre, cuando Consuelo apenas si se movió de la cama. Al oír que tocaban la puerta de manera insistente, se levantó arrastrando el alma. Abrió pero no había nadie, solo se encontró en el portal un pañuelo que envolvía un viejo reloj de cadena y una carta.

narrativa 185 Guillermo Munro Palacio

En 1857, 89 norteamericanos, capitaneados por Henry Alexander Crabb, cruzaron a México sin permiso o salvoconducto diplomá- tico violentando las leyes del país, con las obvias intenciones de establecer un gobierno alterno y anexarlo a Estados Unidos. En el poblado de Caborca, Sonora, el grupo se enfrentó a las tropas mexicanas y a civiles que llegaron a defender la soberanía nacio- nal. A excepción de Charles E. Evans, de 16 años, el total de ellos fueron ejecutados después de su rendición.

Hombres valientes

Charles E. Evans, 1876 Me presenté y le expliqué lo que estaba haciendo: —El próximo 6 de abril se cumplen veinte años —le dije al tiempo que leía el letrero colgado a su espalda: «No Mexicans, Niggers, Indians or Chinese allowed». Alzó la vista del mostrador de la recepción y me miró a los ojos, pero su mirada húmeda era ausente. Se quedó pensando, contemplándome sin verme. Tomó un cigarrillo con sus dedos amarillentos y lo encendió con el que apenas terminaba. Con un movimiento de cabeza le indicó a la mujer que barría. Ella se diri- gió hacia atrás de la recepción. El hombre me pasó a una pequeña habitación tras el mostrador del hotel.

186 bajo el asedio de los signos La construcción por fuera y dentro: pisos, paredes y el cielo del cuarto eran de madera, como la mayoría de las edificaciones del poblado. Olía a humedad, un tufo rancio, podrido. La vivien- da era una cocina con estufa de hierro. Ahí adentro el olor a ta- baco predominaba. Las cortinas, los muebles, las paredes, toda la habitación hedía a nicotina y humo. Hacía falta ventilación. Busqué con la mirada una ventana. Estaba cerrada. El hombre me indicó una silla y se sentó en un desgastado sofá de tela descolorida. Quedamos frente a frente. —De México no quiero saber nada —pausó un momento y agregó molesto—: un país de salvajes asesinos hijos de puta —su mirada había cambiado, expresaba el odio y rencor acumulados por dos décadas—. Mucho menos de los mexicanos. No soporto verlos. Así que si eres uno de esos grasientos quítate de mi vista. —Trabajo para el periódico El Clamor Público, un diario de Los Ángeles. Quiero que me hable de eso —insistí. El hombre me miró fijamente un breve instante. Luego volvió su mirada hacia el piso. Permaneció así un momento hasta que interrumpí su recogimiento: —Es muy importante para mí... y para el mundo. Se quedó absorto estudiando las venas resaltadas y la piel áspera de sus manos temblorosas frotadas sobre su pantalón. Me sentía sofocado por la pestilencia del tabaco. Por todos la- dos había colillas y los muebles de madera mostraban señales de cigarrillos olvidados. Sobre una mesa estaba una botella con un poco de licor. Se sirvió en una tasa. Me ofreció sin hablar. Dije no con la cabeza. Bebió con la vista fija en la tasa... en sus manos. De vez en cuando alzaba la mirada y me veía. Bebió su ración de licor por dos ocasiones. Así estuvo sin hablar. Pasaron veinte minutos.

narrativa 187 —Cada día pienso en ello. Fue algo terrible —dijo alzando la vista que al instante bajó de nuevo a sus manos—. Todas las no- ches sufro de horribles pesadillas... a pesar de tantos años no me dejan en paz. No te imaginas qué tan horribles... veo sus cuerpos caer acribillados... uno a uno en grupos de cinco... veinte... fueron veinte fusilamientos... veo sus cuerpos brincar al recibir el tiro de gracia en el corazón... todos los días, todas las noches los veo... sus miradas de miedo... me despiertan sus llantos... sus quejidos al quedar mortalmente heridos... la ejecución duró todo el día, desde el amanecer hasta el atardecer... Desde donde nos tenían prisioneros los veíamos caer... tanto tiempo y aún se me oprime el corazón. No soporto el tronido de las armas o los petardos. Se quedó en silencio. Finalmente estaba frente a Charles Edward Evans, único so- breviviente de la ejecución de casi un centenar de filibusteros norteamericanos en el poblado de Caborca, Sonora, en abril de 1857. —Por más que trato de borrarlo de mi memoria no puedo... ¿entiendes? Anduve buscándolo en varios poblados de California, la in- dagación me llevó al condado de Madera y de ahí a la pequeña población de Merced. Era un día nublado de mayo de 1876. Em- pezaba a lloviznar. Evans tenía entonces 34 años. Un tipo nervioso de rostro pá- lido y cabello ralo, pajizo, tirando a un color naranja opaco, sin vida. Su expresión era afligida, un hombre apesadumbrado, ex- tremadamente delgado. Fijó su desconfiada mirada en mi piel blanca y cabello castaño, mis ojos claros. —¿Cómo te llamas? —Pierre Garnier —contesté.

188 bajo el asedio de los signos Bajó la vista un momento. Su piel del rostro era porosa, des- hidratada. Cuando me miró, sus ojos estaban aún más acuosos. —¿Y qué quieres? —Usted fue el único sobreviviente. Quiero su versión de lo que pasó allá... la verdadera historia. —No me interesa —se puso de pie y sacó otra botella de Bour- bon a medio consumir. Arrimó otra tasa de una bandeja de tras- tos y la llenó. Me la ofreció. Llenó la suya de nuevo. Se tomó su ración sin esperarme. —Voy a escribir exactamente lo que me diga. Ni una palabra más ni una palabra menos. Por terrible que haya sido, es un epi- sodio muy importante en la historia de México y Estados Unidos, un tema de interés mundial —le dije. Tomó asiento de nuevo, se sirvió otra vez apurando su conte- nido. —¡Salud! —le dije alzando mi tasa. Me miró por encima de la suya. Luego frotó sus agitadas manos en su pantalón. Revisó las palmas aún húmedas, las restregó de nuevo y continuó: —Otra escena que me persigue día tras día es la expresión de Jeff, quien era casi tres años mayor que yo. Jeff me miró con el rostro desencajado y pálido de miedo y me dijo: «todos vamos a morir» y se soltó llorando. Me abrazó y yo lloré junto con él. El comandante Crabb, a quien tenían separado del grupo, nos dijo: «Lo siento muchachos. De veras, lo siento mucho.» Evans volvió las palmas de sus manos hacia mí y dijo: —Mira mis manos... siempre sudadas, siempre húmedas... Las volvió a frotar en su pantalón. —¿Hace calor? —preguntó. —Estamos en mayo. Más bien está muy fresco.

narrativa 189 —Estoy sudando... —y prosiguió—: éramos, junto con el co- mandante Crabb, parte del último grupo de cinco. Los vi morir a todos... luego aquello tan despiadado... daría mi alma por olvi- darlo... especialmente la cabeza sangrando del general que noche a noche se me aparece... abre los ojos y me habla. Y yo despierto gritando empapado en sudor... ¿entiendes? Calló y se quedó con el rostro inclinado restregando en su pantalón las palmas de sus manos. —¿Cómo fue que te involucraste en ese movimiento? —le pre- gunté. —La verdad... fueron las aventuras que contaba mi padrastro lo que me animó. A él le tocó participar en la batalla de Veracruz, en el viejo México, por allá en 1846.

El Clamor Público y yo, 1876

Tengo 23 años y nací en Magdalena, Sonora en 1852. Mi madre es Guadalupe Santamaría Mariscal y mi padre Pierre Garnier, un francés buscador de oro que llegó a Sonora en 1851 y trabajó en las minas de la región. Mi madre siempre me habló en su idioma. Mi padre invariablemente en francés. Vinimos a Los Ángeles cuando yo tenía 6 años. Cuando cumplí 12, mi padre falleció. El director de El Clamor Público —un periódico en español—, compadre de mi madre, me dio la oportunidad de trabajar en el taller haciendo un poco de todo; desde barrer, llevar mensajes y hacer mandados, hasta limpiar la prensa. Él era el periodista oficial y yo lo acom- pañaba a las entrevistas y reportajes. Empecé con él a los 14 años. Ésta es mi primera oportunidad de realizar un reportaje impor- tante, que va a aparecer publicado en serie durante varios días.

190 bajo el asedio de los signos «Ven», me dijo mi jefe. Lo seguí hasta una habitación. «¿Eres alér- gico al polvo?» Luego abrió la puerta. Frente a nosotros había una montaña de amarillentos periódicos. «Veinte años del semanario están aquí. Tú solo busca las ediciones de 1856 y 1857». Y salió. Me encargó esta entrevista y me dio algunos nombres de personas de por estos rumbos cercanos a San Francisco y Stockton. El director me embarcó en San Pedro rumbo a San Francisco, de ahí tomé una diligencia a Merced. De regreso voy a llegar a San José. No sé cuánto me va a tomar este asunto, pero estamos a buen tiempo porque lo que escriba se va a publicar en abril del año entrante. Estaba pensando que cuando sucedió la tragedia, yo tenía apenas 5 años de edad y hasta hace poco no había oído hablar de ese suceso. Antes de partir, mi madre me dio la ben- dición y me dijo: «Donde quiera que vayas mi bendición y mis oraciones estarán contigo. Ésta es una gran responsabilidad. No defraudes a mi compadre que ha sido tan bueno con nosotros. Te ha dado trabajo y enseñado una profesión de importancia y prestigio.»

El profesor Aragón y la Nueva España de 1810

La Universidad Estatal de San José fue fundada en 1857. Ahí, en la Facultad de Historia, en el área de estudios regionales, cartografía y manuscritos del oeste, encontré al profesor Román Aragón, que me atendió amablemente. Román Aragón tenía 62 años. Delgado, ágil y de estatura me- diana. Su pelo escaseaba en la parte de arriba aunque a los lados y en la parte de atrás crecía largo y ondulado. Su barba era blanca

narrativa 191 y usaba espejuelos. Su mirada luminosa proclamaba inteligencia y bondad. —Pierre Francisco Garnier Santamaría... —repitió estudiando la carta de recomendación. —Sí, señor profesor. El profesor Aragón asintió. —¿Y en qué puedo ayudaros, joven Garnier? —Quiero saber de México, profesor. —¿Qué interés puede tener ese país para vos? —Voy a escribir sobre el país y no sé nada. —¿De veras? ¿Y qué años o fechas son los que vos queréis co- nocer? —De hace sesenta o setenta años atrás... —Bueno, pues México o la Nueva España, como se le conocía entonces, era un país gobernado por españoles y criollos, y las desazones empezaron porque las mejores posiciones eran conce- didas a los nacidos en España. Otras, las de menor importancia, eran asignadas a los criollos y, en tercer lugar, los puestos más bajos, a los mestizos. Al final estaban los indios y los negros, que eran considerados algo más que una bestia de carga. —Al referirse a los criollos, me imagino son mestizos... —Son los hijos de españoles nacidos en América. El caso es que el asunto ese de las preferencias no era bien visto ni por crio- llos ni mestizos, y en 1810, como vos sabéis, se dio la lucha por la Independencia de México. Así se inició la prolongada batalla de criollos, mestizos, indios y esclavos negros contra el gobierno español, liderada por idealistas como don Miguel Hidalgo, Allen- de, Abasolo, la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez, Aldama, algunos más, y luego se unieron otros como Morelos. Idealistas que, me imagino, sabían bien que antes de lograr la independen-

192 bajo el asedio de los signos cia encontrarían la muerte. Mis respetos para todos ellos. Fue una lucha que se extendió por más de once años de sufrimientos, mi- seria y hambre. Al terminar esta guerra por la independencia, el 2 de septiem- bre de 1821, el empobrecido y extenuado ejército del movimiento insurgente, convertido en una turba andrajosa con ropa hecha hi- lacha y una tropa a punto del desmayo por inanición, entró triun- fante a la ciudad de México ante la algarabía de sus residentes. —Debió haber sido una escena conmovedora. —Claro, así fue, Pierre... ¿Lo dije bien? —Sí, señor profesor. —Gracias. Sin embargo, el país se había quedado empobreci- do, no alcanzaban a cubrirse los gastos de las tropas ni del nuevo régimen, mucho menos apoyar a los estados, provincias y territo- rios. Era un desconcierto total. Un escenario de construcciones, puentes y caminos en ruinas; haciendas abandonadas y destrui- das la mayoría de ellas y su población hambrienta. Los campos dejados, sin cultivos. Plagados de yerbas silvestres y espinas. Mu- chos de los terratenientes y ricos comerciantes españoles abando- naron el país llevándose sus riquezas. Otros esperaban, tratando de recuperar sus bienes o legalizar su estancia. Pero las arcas se encontraban vacías. El nuevo gobierno recomenzó en medio de una quiebra total. —Perdone la interrupción, profesor, pero no creo que esto in- terese a los lectores. El profesor me miró sorprendido. —Para comprender sobre un país debéis conocer su pasado. Lo utilicéis o no. —Disculpe.

narrativa 193 —Prosigamos. En 1822, cuando Agustín de Iturbide fue co- ronado emperador de México, aprovechando el desorden y las dificultades que regían el país, Sam Austin, al frente de un grupo de anglos, solicitó al nuevo gobierno de Iturbide permiso para establecerse en el estado de Texas, prometiendo defender a los escasos pobladores de los violentos ataques de los indios. El per- miso les fue concedido con ese entendimiento. Muy pronto, con la noticia de que existían inmensas extensiones de formidables tierras de balde para cualquier persona que llegara para asentar- se en Texas, cientos de colonizadores anglosajones empezaron a plantarse y a solicitar propiedades para establecerse. —El año pasado, en 1875, falleció Antonio López de Santa Anna. Tengo entendido, profesor, que él tuvo mucho que ver con la pérdida de la mitad del territorio mexicano. —Efectivamente, Pierre. Después de la coronación de Itur- bide, surgieron inconformes que estaban en contra de la nueva monarquía. Éstos querían que México fuera república con elec- ciones democráticas. Ocho meses después de su coronación, en 1823, Iturbide fue derrocado y desterrado a Italia. López de Santa Anna estaba dentro de los inconformes. Desde esa fecha, el país entró en un período de ingobernabilidad.

194 bajo el asedio de los signos Ignacio Mondaca

Reflexiones y ambiciones sobre la lengua

He establecido contacto con distinguidos miembros de la Real Academia Mexicana de la Lengua. La lengua, como saben es algo sumamente importante en la vida de los hombres (hablo gené- ricamente, aunque la expresión bien podría llevar a otras con- notaciones del término que pueden resultar equitativa o mayor- mente importantes). Les he propuesto, excúsenme si soy lacónico en esto, que adoptemos el uso de la doble ññ como modalidad distintiva del español que hablamos los mexicanos. Más adelante explicaré las conveniencias de esta propuesta. La respuesta que he obtenido de parte de los doctores de la Lengua ha sido por demás esclarecedora: no han dicho ni jota. El uso de la jota, han de saberlo ustedes mejor que yo, guarda de por sí connotaciones impresionantes; además del sustancial vínculo fonético que lo vincula con culturas ancestrales como la árable, la fenicia y la cartaginesa, y no me refiero únicamente a la diversidad de manifestaciones y matices con que se pronuncia en regiones tan diversas como Colombia, Argentina —en especial el barrio yorkino de Las Malvinas— o Cuba y las Bahamas, esta- blece también un énfasis anímico que condiciona todo el sistema comunicativo en las distintas regiones donde suele utilizarse.

narrativa 195 Para entender lo que dije, por favor les ruego remitirse a la versión impresa de mi elucubración. Dispensándoseme el paréntesis digresional que utilizo desen- fadadamente arriba, no por ello necio, advierto que el Español es una lengua que aspira a ser tan maleable, flexible y útil como el chino mandarín (lengua que, por cierto, no ha sido adecuada ni suficientemente estudiada en Occidente, lo que inteligentemente sí han hecho algunos investigadores rusos e hindúes, por ejemplo. Pero la maleabilidad, flexibilidad y utilidad de una lengua no depende de la voluntad de los individuos, como algunos inge- nuos intentaron suponer en la primera mitad del siglo XX. El señor Mr. Walter Ong ha previsto semejante posibilidad, desechándola, sin detenerse mayormente en el asunto (salvo en aclaraciones verbales que ha externado en conferencias en las que se le ha cuestionado al respecto). Las características de maleabilidad, flexibilidad y utilidad de una lengua —disculpen la reiteración frasística—, depende de la complejidad reflexiva y comunicativa de sus usuarios. Sin embar- go, dicha complejidad excede con mucho la voluntad de estos por una sencilla razón: la complejidad como idea no es una cuestión creada por los humanos. Antes, antecede a las posibilidades mis- mas del acto de razonar. Se me tilde quizá como esotérico (en el tratamiento de estos asuntos) por aquellos que desconozcan los métodos análogos de razonamiento utilizados por Misandro de Iponia, Sócrates, Li Pen o Brato Pradenawdrawa. No obstante, en un segundo abor- damiento de la cuestión, coincidirán conmigo en que las impli- caciones de una discusión profunda sobre el lenguaje excede las posibilidades del lenguaje mismo.

196 bajo el asedio de los signos Es por ello que nace la poesía, como una manifestación exóti- ca de la comunicación, una expresión anómala del lenguaje —si se permite este arriesgado uso adjetival. Tomado literalmente: La poesía es una expresión anómala de la lengua que permite incursionar en todo aquello para lo que el razonamiento lógico formal es insuficiente. Desde luego que hay de poesías a poesías. Con la sublime finalidad de confundir a los presentes, daré tan solo un ejemplo de versos apalabrados.

narrativa 197 Ismael Serna

Rach Topll vivió toda su vida en una calle dónde nunca cruzó un solo pájaro, siempre apuntalaba al cielo su artefacto-cazador-de- aves-sin-patentar y cruzaba la ciudad, sin suerte alguna, en som- brero de palma y descalzo en busca de animales voladores, «que locura de hobbie» hablaba la gente «que calores y cazando aves» sentenciaban; pero esa mañana de marzo a Rach se le deshojó el alma cuando vio sentado a un pajarraco en la teja vecina, en casa del tío Julián, apagado por el verano, tomando aire para su siguiente árbol, el espécimen tenía los ojos verdivoladores brio- sos, sus garras raíces de trigo, su pico un anzuelo donde traía la despensa del Walmart, hablaba en sabrá Dios cuál lengua, pero no tardó Topll en extender la mano y tomar su aparato cazador cuando el ave tomó sus cosas y voló como terrible golpe de cañón sobre la carne de la esperanza del pequeño. Eso contaba mi abuelo Julián y lo contó por largo tiempo que nadie de nosotros recordaba siquiera la voz de Rach, sus malos humores, sus zapatos nuevos aún bajo la cama y sus ojos quebra- dizos, esas dos esferas ámbar mirando el cielo vacío; de eso ha tantos años que se marchó a la muerte sobre sus plumas ásperas y mudó su sueño furioso de alas a otro horizonte; y qué va ser aho- ra de su artefacto que se ha vuelto nido de cuervos y habitación de cantos ocasionales, qué de nosotros que ahora el cielo zafra buitres, ahora que la casa está desierta, que el abuelo duerme en el

198 bajo el asedio de los signos sueño senil y que en veces, nuestros pájaros fantasmas comen so- bre los brazos del dolor, deambulan tristitos pateando las piedras con sus sombras, sin dejar de preguntarnos uno a otro, de maña- na a tarde, siempre en lenguas muertas por el regreso de Rach.

narrativa 199 J. M. Mariscal

El acomedido nunca queda bien

—¡Pinchi bato metiche! —Escúchame yo solo... —Nada, nada. Eres un pinchi metiche, ¿quién te dijo que me trajeras de vuelta a ver? —Es que tu familia estaba... —¡No, ni madres! No los metas a ellos, tú y yo sabemos que fue por ti. —Eres mi mejor amigo, claro que también me hacías falta. —Eres un puto egoísta, siempre lo has sido, siempre lo serás. —No, espera... —No, es que es en serio, ya me tienes hasta la madre, siempre quieres llamar la atención. ¡Uy si soy un héroe! —No es por eso que lo hice, escúchame. —No, me vas a escuchar tú a mí. Yo estaba muy a gusto allá. Por fin estaba descansando de todo, del pinchi gobierno, de las pinchis injusticias, de los pinchis impuestos, de los pinchis ra- tas, de mi pinchi esposa, de que al despertarme mi primera pin- chi preocupación sea como le voy a hacer este día para poner un pinchi trozo de pan en la pinchi mesa. Me había librado de esta pinchi situación. Pero no... ¡Tú! Pinchi egoísta, solo piensas en ti.

200 bajo el asedio de los signos —Está bien, lo admito, te extrañaba y me hacías falta, pero también tu familia, ellos te necesitaban, entiéndeme... —¡Pero yo ya no necesitaba nada de esto! ¿No puedes enten- der eso? ¿No podían entenderlo ellos? ¿No me había ganado ya mi justo y merecido tiempo de descanso? Ya no era mi problema, yo no quería regresar por más de lo mismo. Pero ahora como siempre tú te llevarás toda la gloria, el gran héroe, el que lo puede todo. Tal vez puedas engañar a todos pero no a mí, lo único que haces es pensar en ti. —No, yo... —Si, es lo único que haces, estás tan acostumbrado a ser el centro de atención, todo siempre es acerca de lo que tú necesitas, lo que tú piensas, a donde tú quieres ir, lo que tú debes hacer, lo que tú dices, todo el tiempo eres tú. Siempre. Siempre. Siempre. Tú. Tú. Tú. —¡Bueno está bien, perdóname!... Tienes razón, debí pensar en cuál era tu voluntad. —¡No lo puedo creer! Tú, el Grande, el Maestro. ¿Me pides perdón? ¿A mí? —Sí, Lázaro. ¿Está bien? ¿Puedes aceptar mis disculpas? ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte para corregir mi error si no es eso? —Ah no pues sí, qué fácil te la pones ¿no, Jesús? ¿Qué quieres que te diga? No te voy a decir que me mates para corregir tu error ¿o sí, pendejo? Ya la cagaste y a mí solo me queda perdonarte ¿verdad? Porque si no yo quedaría como un culero resentido, y al final el malo soy yo y tú tan bueno como siempre. —¿Entonces qué? ¿Qué quieres? ¿Qué quieres que haga? —No lo sé Jesús, no lo sé, pero eso si te digo, no te la voy a poner tan fácil, si en verdad quieres mi perdón, te va a costar más

narrativa 201 que unas palabritas bonitas acompañadas de tu cara de arrepen- timiento. —Bueno... entonces... ¿todo bien? —Aún no. Y no insistas con eso en este momento que ando muy encabronado y me vas a sacar el tapón. ¿Sabes qué? Invítame a desayunar, vamos a la fonda de Doña Shoshana, estar muerto da un chingo de hambre y andar bajo este sol, aguantando el pinchi calorón con hambre, está cabrón y aparte, no es de Dios. —Está bien, vamos. —Pero tú vas a pagar Jesús. —Sí, Lázaro, sí, ¡pero vámonos ya pues! —Hey, hey, tampoco eh, tampoco.

202 bajo el asedio de los signos Je Noriega

Semáforo en rojo

Chris, Mara... ¡Este jueves el Taller fue distinto! Llevé ejemplares de Matar de Carlos Sánchez y de Mujeres que matan de la Chiva Arvizu. Después las muchachas se pu- sieron contentas cuando dije que Sylvia Manríquez sacó el mi- nilibro con sus relatos de Loquitas y loquitos del barrio. Leímos historias de los libros y las noté más sensibles que de costumbre. Para cerrar, platiqué que por equis ó tal razón viajo las tardes o madrugadas por la carretera internacional y, de ida o vuelta, el semáforo del frente del penal se emperra con ponerse rojo cuan- do me acerco. Les confíe que luego de conocerlas, no es igual hacer la pa- rada en ese alto. Si voy al norte, a la izquierda miro las tapias de piedra y rejas que pican el cielo, si regreso, a la derecha queda el manchón de la muralla. El muro marca la frontera entre libertad y prisión, y lo asocio a los trajines de más de cien mujeres jóvenes que tras él purgan condenas. Mientras espero recuerdo los casos cercanos de nuestras Viqui, Lupita, Miriam, Magda, Rosita, Che- lo, Elsa, Vero, de las Olgas, Paola y Elizabeth, y me acongojan los quebraderos de cabeza de las chicas del Taller de Autobiografía, quienes a través de la escritura lamentan que las paredes aparte de

narrativa 203 cárcel sean soledad y abandono, alejamiento de la gente querida y paréntesis doloroso de existencia. Mara, Christel: medio trabado platiqué que en la parada for- zosa recuerdo que el penal encierra mujeres sensibles que mere- cen ser felices. Evoco la turbación de las chicas cuando compar- ten secretos personalísimos o las aventuras que narran a gritos encendidos, frenéticas, pero también los ratos en que enmudecen y mascan sus palabras como chicle venenoso porque la «cana» las medio mata —en la jerga carcelaria son «bajones de ánimos» que deshilachan temple, voluntad y dignidad del más pintado— sin reposo para consuelos porque la cárcel ni consiente traumas ni perdona fajonas. Los días los pasan sin cambios, hoy es igual que ayer y ayer fue igual que antier, pero ansían la libertad y urden con esperanzas renacidas futuros que compensen la reclusión. Me conmuevo por quien sufre, lo saben amigos y amigas con quienes comparto el sentimiento. En tres minutos de luces rojas se agolpan los recuerdos, las imágenes de esas damitas de ojos traviesos esperando novedades. El desenfado de nuestras con- versaciones, sin la escucha de custodios. Los chistes en primera persona, siempre más rentables. Nuestras pequeñas celebraciones y los ajustes de tono a los relatos. Tengo presentes sus devaneos, alegrías, achaques y sufrimientos. Sus retos, planes y proyectos. Me sorprende que sin instrucción formal, y que por vigilar sus casos, conozcan de «pe a pá» de juicios, amparos, apelaciones, plazos y sentencias, igual que los enfermos crónicos saben más de sus dolencias que muchos médicos. A veces la luz verde y otras el bufido del tren que chifla sin falta al pasar por el CERESO, son las señales que descabezan mis cavilaciones y reemprendo la marcha en automático con la agita- ción solidaria que provocan esas mujeres quienes desde sus cel-

204 bajo el asedio de los signos das repasan la vida al trasluz de la memoria. Ellas viven el escar- miento de la prisión, de la suspensión de derechos civiles, pero ven, oyen y leen noticias a diario. Piensan, sienten, aman, lloran, oran a Dios, como lo hace cualquier mujer pobre que camina por las banquetas de la ciudad, que viaja en los destartalados camio- nes de Cajeme o que cuenta los centavos para llevar comida a la mesa de su casa. Estas mujeres presas, culpables o inocentes, se reconstruyen a diario, hacen cuanto pueden para que no las aniquile la cárcel. Pensando en ellas olvido el semáforo y olvido reiniciar la mar- cha, ya van dos conductores que pitaron apurándome a arrancar y un bravucón de siete pitidos (piitpiitpiitpiitpiitpiiiiitpiiiiiiiiittt) y dedo cordial en ristre. Todo se los dije de sopetón, imagínense la lloradera de viejas que ni palabras hallé para componer el pa- norama. ¡Ay chingüentes! Antier fui a Hermosillo con Íñiguez a firmar la cesión de de- rechos de Esta boca es mía, el nuevo libro del Taller de Autobio- grafía de Pancho González. En el trayecto platicamos de todo: de los güerequis que dan salud y desaparecen del monte, de los escritos del CERESO y el doble estigma de las mujeres presas, de los aportes de Mara a «Domingo Literario» (el abuelo de Queha- cer Cultural de El Diario del Yaqui) con el alias «Mara Lupita», de las arengas de América Pina plagadas de hembrismo y misandria, del «quiénvive» en el acueducto, del desbalance en el desarrollo regional del sur de Sonora, de la sangre yaqui en las esquinas del planeta, de la hipocresía de las ONG, de la brega quijotesca del arquitecto Sánchez López contra los galerones de los OXXO que afean el paisaje urbano, del semáforo en rojo y de todo lo que puede caberle a 500 kilómetros de compañía obligada.

narrativa 205 Regresamos tarde, nos vinimos por Esperanza y en la entrada norte de Obregón cada quién reclamó su pedazo de silencio... lue- go vino el arrempujón muy al estilo de Íñiguez: —Si te quieres quedar a vivir aquí es tu rollo, pero antes déja- me en casa. —¿Qué pasa Ramón? —Que se puso dos veces el verde y sigues como si nada con- templando esa cárcel, y terció: —Si quieres matar a un periodista septuagenario sigue en el alto para que un tráiler me haga caca y te metan diez años al bote. ¡Pero tu corazón lisiado no aguanta ni dos! Repasaba los recuerdos que leen o cuentan en voz alta, en los que resalta el más preciado de sus sueños: ser libres y ejercer el derecho a la felicidad. No hay palabras dichas o escritas que en- marquen a plenitud los martirios de la cárcel, por eso me sacuden los colapsos que escucho: —Sabe qué maestro, creo que ya estuvo... que ya le pagué de más a la sociedad con perder compañero, hijos, padres y los me- jores años de mi vida. Con lo que dejé de vivir estoy tablas con el error que cometí, ya limpié mi conciencia. Que no le extrañe si le avisan que me les pelé. —¿Te vas a fugar? —No, me van a sacar con las patas por delante... Y mientras recreo con pesadumbre los desgarres de alma que deja el infierno de las rejas, en lo que cambia la farola roja, me pregunto: ¿quién de ellas será hoy la que trae «cana» para ofre- cer oraciones y abrazos que la fortalezcan? Por eso cada que me dan la bienvenida les digo cuando hay chanza y hasta sin venir al caso, que la mejor noticia que puedo esperar cada jueves es que

206 bajo el asedio de los signos me digan que no llegarán a clase porque festejan con su gente el regreso a casa. Muchachas, reconstrúyanme con un abrazo...

narrativa 207 José María Ruiz

El viaje

Con una trémula mano el hombre sujeta la hipodérmica, la acer- ca a su brazo y con notable precisión llega a una ya familiar vena que ansiosa esperaba ese momento. La heroína se introduce en el torrente sanguíneo y el viaje inicia. Lo inunda una sensación de paz y de intenso placer. La sucia ha- bitación en la que se encuentra desaparece. En su lugar llegan olea- das de brillantes colores a los que puede identificar por su aroma y textura; bebe esos colores y descubre exquisitos sabores desconoci- dos por él hasta ahora. Por todos los poros de su piel respira bien- estar. Sube por una escalera de agua y en la cima logra ver la nieve de los montes Himalaya. Extiende sus manos y alcanza la montaña, se introduce en ella y con fuertes brazadas nada hacia el interior de la tierra. Siente la energía en su cuerpo y en su mente, una energía inagotable, llena de certezas. No hay dudas hacia dónde ir. Tres horas con veinte minutos dura el maravilloso viaje. Al regresar nada ha cambiado. Sigue en la misma habitación sucia y maloliente. Su hija, de seis meses de nacida, todavía tiene SIDA. Su mujer aún es alcohólica. Y su padre sigue en prisión. Bueno, algo sí ha cambiado: el hombre ahora es un poco más desgraciado que hace tres horas con veinte minutos. 24 de junio de 2014.

208 bajo el asedio de los signos La búsqueda

El niño corría por toda la casa buscando una sonrisa. Se asomó debajo de la mesa del comedor y no vio nada. Se paseó por la sala tratando de encontrarla, «aunque sea una pequeña», se decía a sí mismo, pero tampoco encontró lo que buscaba. Había decidido no parar hasta dar con ella, al menos una, ya que si encontraba un cúmulo de sonrisas sería extraordinario. El problema es que el pequeño ya estaba olvidando cómo eran. La última vez que vio una, fue en el rostro de su abuelo. Aquella tarde bajo el álamo del patio de la casa grande. Corrió hacia sus brazos. Fue levantado y lanzado al aire. Al momento de caer, de forma segura en esos fuertes brazos, el niño observó una amplia y generosa sonrisa dibujada sin recato en el rostro de ese gigante. Casi sin darse cuenta, el tiempo pasó y jamás había vuelto a ver semejante portento de sonrisa. Recordaba haber sentido, al encuentro con ese gesto, algo así como si dentro de su pechito estuviesen revoloteando dos colibríes e intentaran salir. Un rico cosquilleo. Fue una sensación de plenitud. En ese momento no le faltaba nada. Él era el álamo que solía trepar; pero también era la tierra en donde éste nacía. Él era ese abuelo que lo recibía con aroma a tabaco; y también era la fuerza de esas velludas manos que lo atrapaban y lo lanzaban una y otra vez por los aires. Era así mismo la mariposa que salía del capullo; y también era el capullo mismo. En ese brillante instante el niño era todo a la vez. Se sintió parte del universo y de que encajaba de manera perfecta en él. Por alguna razón todo se fue difuminando, excepto la sonrisa. La imagen del abuelo se retiró a un lugar desconocido para el niño. A través de lo que tenía en su memoria quería recuperar algo de ese momento: el aroma del jardín, las hojas del viejo ála-

narrativa 209 mo, las manos callosas y los brazos fuertes del abuelo. Pero nada de esto había ya en su cabecita, solo la sonrisa, ese gesto de curvar suavemente la boca, permanecía en su memoria. De esta forma quería ver de nuevo lo que su memoria retenía: una sonrisa. Y con una encomiable perseverancia el niño siguió buscando. Fue a la habitación de sus padres con la esperanza de encontrarla. Se asomó debajo de la cama; en el interior del guar- darropa; corrió las cortinas de la ventana con la esperanza de en- contrarla... y nada. Finalmente se le ocurrió buscar en la estancia de la casa. La vio a lo lejos. Era una amplia sonrisa que parecía llamarlo. Corrió hacia ella con el corazón a punto de salírsele y con un brillo de an- siedad en sus ojitos. Era tanta su fuerza que al llegar no pudo de- tenerse a tiempo y su cabeza golpeó con la superficie del espejo. Al recuperar el conocimiento, lo primero que vio fueron unas arrugadas manos que estaban incomprensiblemente unidas a sus brazos, igualmente viejos. Lentamente y con mucha dificultad se incorporó. El espejo le regresó la imagen de un octagenario. Un hilillo de sangre surcaba el ajado rostro. Y detrás de esa figura pudo observar lo que buscaba: una inalcanzable sonrisa atrapada en el tiempo. Una lágrima se mezcló con la sangre en su mejilla, al tiempo que sus ojos perdían el fulgurante brillo que por un breve mo- mento tuvieron. 15 de junio de 2014.

210 bajo el asedio de los signos Por un amor

No hay ser humano, por cobarde que sea, que no pueda convertirse en héroe por amor. Platón

Amado mío, tenéis que ir al siglo XXI, haced algo valeroso y en- tonces podré ser vuestra. Esos son los designios del rey —dijo esto la princesa con una afligida voz. Sin pensarlo dos veces, el príncipe decide luchar por ese amor. Corre al bosque y encuentra el portal del tiempo, lugar muy cono- cido por todos pero que solo tienen el derecho a utilizarlo quienes adquieren una importante misión por cumplir. Se detiene en el borde, cierra sus ojos y se lanza al vacío. Reaparece en el interior de un microbús atestado de gente. Después de cuarenta minutos de azaroso viaje, en el que venía agarrado hasta con la uñas, se baja un príncipe de semblante per- plejo y andar dubitativo. Camina y llega a la estación del metro Tasqueña. Transcurrió una hora dentro de ese vagón lleno de personas con prisa, y en el que cada pasajero muestra una mirada cansada y de notable indiferencia. Se baja en San Cosme y la masa de gente lo empuja hasta la salida. Camina seis calles y aborda el tren ligero. Después de otros cuarenta minutos de traslado lle- ga finalmente a la fábrica donde trabaja. Es una maquiladora de rastrillos, muy exigente con la puntualidad. Afortunadamente el príncipe checa su tarjeta faltando 5 para las 8. Inicia su jornada de trabajo, la cual consiste en estar siete horas y media de pie verificando visualmente la calidad de los productos, con treinta minutos para ingerir sus alimentos.

narrativa 211 Al finalizar su jornada, el príncipe hace el viaje de regreso de forma maquinal. Una mirada torva lo acompaña. Al llegar al por- tal del tiempo, flexiona sus temblorosas rodillas y se deja caer al vacío. Cierra los ojos y esboza una leve sonrisa. Algo en su inte- rior le dice que cumplió con creces su misión. 15 de julio de 2014.

212 bajo el asedio de los signos Josefa Trejo Salazar

El guardia del supermercado

El vigilante del supermercado hacía su ronda nocturna. Escuchó un ruido en el departamento de frutas y verduras. Agilizó sus pa- sos hacia el pasillo más iluminado y llegó hasta el anaquel, donde saltaban los tomates. Clavó su mirada en ellos. Sus ojos se redon- dearon, tornándose colorados y jugosos al bañarse de luz. Debajo de unas cajas estaba escondida una niña. Ella ocasionó el descontrol para disimular el miedo a ser descubierta. Las frutas y las verduras se movían y saltaban. El vigilante se puso nervioso. Hacía malabares para atrapar la mercancía. Si amanece el reguero de seguro me lo cobrarán —pensó—. Siguió saltando y de pronto estaba volando. Desde arriba vio a la niña agazapada y se lanzó, en un intento de morder su cuello, cual vampiro sediento. Por el tragaluz se proyectaron los primeros rayos del sol y el guardia cayó al suelo. Abrió los ojos y al ver a la niña le preguntó: ¿Ya amaneció? ¿Qué haces aquí? —Es que anoche ya no aguantaba el hambre y me escondí. El guardia la miró y le dijo: no te preocupes, no te delataré.

narrativa 213 La princesa del espejo

La soledad cerró la puerta de la habitación. Envolvió la mente confundida de la adolescente que sufría la ausente compañía de su madre. Su mirada clavada en el espejo, consolaba la tristeza cada vez que le negaba conversar con ella para compartirle sus problemas. Cierta vez, el espejo tuvo una nubosidad de donde apareció el reflejo de una joven bella, cubierta de un vestido amplio, color dorado y su cabello sostenía una corona diamantada. Lo que más resaltaba era el semblante tranquilo y la sonrisa que contagiaba felicidad. La adolescente se encontraba sentada en una silla y rápida- mente se levantó al momento de escuchar una voz: soy la princesa del espejo, quédate. No tienes mi rostro, qué sucede —contestó. Sé lo que piensas, no te asustes —le dijo el reflejo—. Te sientes afligida porque tu madre no te escucha, nunca tiene tiempo para ti. Quisieras que te aconsejara o poder decirle que te ha salido un barro, cuando te duele la cabeza, del niño que te ha entusiasma- do... Pero se ensimisma en sus asuntos. Ya había notado la deses- peración de tu alma, en mí no se refleja por ser espejo y tú no te habías dado cuenta. No te creo. Dame una muestra. Si eres prin- cesa podrás ayudarme. Ve ahora con tu madre y salúdala. Se dirigió a la cocina, abrazó a su madre. Ella volteó dándole un beso en su negra cabellera. Volvió muy contenta a su recámara y le dio las gracias a la princesa. Su mamá fue tras ella y escuchó cómo le hablaba al espejo. La abrazó, le pidió perdón y le prome- tió no volver a ignorarla. Al momento se escuchó una voz suave: ¡Cuántos secretos guarda nuestro espejo!

214 bajo el asedio de los signos Juan Carlos Valdez González

A un pene

Recientemente, en conocida publicación mensual, leí un curioso artículo acerca de un notable hombre que, siendo aún muy joven, su pene inició comunicación con él. No sabe el sujeto si el fenó- meno brotó como un subproducto de la frecuente masturbación adolescente o resultado de un prodigio biológico evolutivo, pero su pene le comenzó a hablar y desde entonces, no ha dejado de hacerlo. El extenso artículo biográfico fue eficiente en dejar claro que el hombre no había perdido la razón, pues funciona normalmen- te en sociedad. Se ve y vive como cualquier adulto que camina por la calle. Incluso muestra el mismo semblante que un hombre tiene al estar en silencio, con el añadido de que él escucha a su pene, día y noche, aquí y allá. En su juventud, dicho miembro no tenía un intelecto muy cul- tivado, pero era un incansable comentador. Le comentaba acerca del clima, acerca de la ropa que usaba, del coche que manejaba y de las personas a las que conocía. No solían tener conversaciones, el hombre y su pene, debido a que aquel, en cierta ocasión que trató de replicar la opinión que su apéndice sexual tenía acerca de un perro de compañía, obtuvo una contraréplica tan ofensiva contra su identidad viril, que prefirió aprender a escucharlo guar-

narrativa 215 dando sus propias opiniones en un rincón de su cerebro donde estuvieran a salvo del implacable órgano. El anónimo (porque en el artículo no recuerdo mención de nombre alguno) explicaba que, con los años, el pene aumentó sus habilidades como observador. Era capaz de entender el lenguaje corporal de las personas mejor que su dueño y por eso, se asumió como su consejero. Ya no solo comentaba lo que alcanzaba a ver y percibir desde atrás de la bragueta, también opinaba logrando influir en las deci- siones del hombre. El estar siempre dentro del pantalón no era un modo de mantener su influencia oculta de las demás personas. Es más, debía resultarle tan frustrante estar cubierto por dos capas de tela que persuadió a su «dueño» hasta lograr que dejara de usar calzoncillos. —En numerosas ocasiones, especialmente a la mitad de una conversación, suelo encontrar, vergonzosamente, que ten- go abierto el zíper de mi pantalón. Cita la publicación. —Mi pene era una mente ávida de conocimiento. Había oca- siones que yo sentía que mientras caminaba, mi pene era el que me conducía a lugares que solo él deseaba conocer. Al leerlo, este testimonio me pareció muy llamativo... desde luego que su pene tendría un carácter de pionero, es anatómicamente consecuente, porque ¿quién ha oído de un pene de popa? El criterio hegemónico del pene sobre las decisiones del hom- bre poco a poco se fue consolidando. Antes de que cumplieran los 25 años de edad, el órgano ya había modificado todo el aspecto exterior de su transportador, gobernaba la mayoría de sus deci- siones y se proyectaba con nitidez en las maneras del hombre al conducirse socialmente. Éste llegó a aborrecer la frase acuñada «piensa con el pene», pero usando una ejemplar sinceridad, él admitió que esa fue la verdad de su juventud.

216 bajo el asedio de los signos No todo era malo respecto a esa posición subordinada que tenía hacia su dominante pene. Gracias a su miembro es que el hombre pudo conocer, incluso íntimamente, a las mujeres más bellas con las que se hubo topado. De no haber tenido a su otro pensador preponderante, seguramente habría ignorado a tales bellezas y nunca habría desarrollado su gusto por el coito hedo- nista e intrascendente. Un miembro menos impetuoso incluso le habría dado libertad al gusto del hombre por las «pensadoras», mujeres a las que su pene llamaba de modos que el artículo pre- firió omitir. El pene no estaba desprovisto de ambiciones: deseaba vivir con lujos, viajar, conocer y convivir con gente distinguida. Y logró sus fálicos objetivos obligando al hombre a escalar el risco económi- co que separa el valle, donde anda la pedestre clase media, de la cima en que flota la nímbica clase alta. La falta de abolengo fue un problema al principio, pero el Olimpo tiene reputación de alojar a los seres más libidinosos de la mitología, así que este pene, lite- ralmente, encajó a la perfección. El hombre asegura hacer su parte. Procura mantener equili- brada la desmedida opulencia con conocimiento, modales y fi- lantropía. Incluso se las arregló para mantener vivo un sentido de espiritualidad en su vida que hizo menos áspera la coexistencia de ambas conciencias tan opuestas. Recientemente, algo ha evolucionado en la mente de su pene que, a este día, la búsqueda que más lo ocupa ya no es la acumu- lación de riqueza, o la pertenencia a un círculo social (asegura que ya son los demás los que desean pertenecer al suyo), ni la de satisfacer sus deseos libidinosos. Hoy, el pene más consumado del presente, lo que busca es la trascendencia.

narrativa 217 De ahí que esté remarcando la huellas que ha dejado en el mundo, volviéndolas a pisar por medio de la redacción de una ex- tensa y detallada biografía que contiene, además de una humilde enumeración de éxitos, palabras más palabras menos, «necesarias omisiones de identidades y pasajes temporales, concediendo la discreción solicitada por personajes que han leído el manuscrito, incluso antes de la intervención del escritor asignado para darle una forma literaria más pulida.» Concluye el extraordinario artículo con una declaración de ideales a futuro, muy equilibrada entre las aspiraciones del hom- bre y los deseos de su pene, entre los cuales resalta uno que anun- cia su intención de incidir con mayor decisión en la vida pública y política de la región del mundo donde habita. La suspicacia del articulista vaticina a la derecha de unos, dra- máticamente sensacionalistas, dos puntos: «próximamente po- dríamos llegar a ser gobernados por un pene que habla.» Yo usaría el mismo recurso dramático del autor para concluir con: no sería la primera vez que un falo gobierne al occidente del mundo. Hermosillo, Sonora, 6 de febrero de 2013.

218 bajo el asedio de los signos Juan Diego González

Pez dorado

De todos es sabida la historia sobre Jesucristo y el día que le co- braron el impuesto para el Templo. Sí, hombre, cuando Jesús se fue a sacar un pez. De verdad era enorme, con el vientre blanco, el lomo dorado. El Maestro, ayudado por Simón Pedro, sujetó con firmeza al pez que intentaba escapar retorciéndose como ende- moniado. Jesús le dice algo en voz baja. El animal se tranquiliza y abre su enorme hocico. Para sorpresa de los discípulos y los fari- seos que no se perdían detalle de las acciones del nazareno, deba- jo de la lengua tenía incrustada una moneda de reluciente plata. Ya sabemos que Jesús pagó los impuestos y soltó al pez dorado... pero nadie nos ha contado como termina la historia. ¿Recuer- dan a Judas el Iscariote? Bueno, resulta que agarró al pez —toda- vía atontado por estar fuera del agua— y lo echó en una jofaina. Cuando Judas llegó a su casa, mandó hacer un estanque y colocó al pez dentro. Judas le sacó cerca de 30 monedas al pez durante un buen tiempo hasta la muerte de Jesucristo, porque curiosamente, el pez dorado también murió ese viernes.

narrativa 219 Hongos y calabazas

Dedicado con cariño a los habitantes de ambos Nogales, especialmente a mis alumnos

El maestro explicaba al inquieto grupo de niños que las hadas vivían debajo de los hongos y en los huecos de los árboles. Ese día la clase se impartía en el jardín —donde, por cierto, habían nacido con las lluvias, racimos de hongos blancos y grises— y los niños pidieron permiso para acercarse a los hongos y curiosear... El sonido de un trueno pero repetido mil veces, asustó a los pequeños que empezaron a llorar. El maestro —temblando— los exhortó a entrar de prisa en la casa... Dos camionetas negras, vi- drios oscuros, sin placas, pasaron por enfrente. Los tripulantes se disparaban unos a otros sin importarles las vidas inocentes... El maestro hizo el intento de abrazar a dos pequeñines reza- gados pero no pudo moverse... los niños tampoco se movían ni gritaban. El chorro de la fuente quedó en suspenso... todo era silencio, las camionetas parecían estampas de una película de gángsters... De los hongos empezaron a surgir decenas de lucecitas como cocuyos que agitaban sus alas... El maestro, inmóvil, presenció sorprendido cómo las hadas que habitan en los hongos y los tron- cos de los árboles, rodearon las camionetas y las cubrieron de un extraño polvo, como llovizna de oro, para convertirlas en gigantes calabazas anaranjadas, que rodaron alegres siguiendo la pendien- te de la calle. Todo volvió a moverse y los niños, como por arte de magia, empezaron a cantar y bailar alrededor de los hongos del jardín. Hermosillo, Sonora, noviembre de 2008.

220 bajo el asedio de los signos Juan Manz Alaniz

Cotidinarios (Diario de la tierra)

Esta tierra ya no es tierra ya no es agua ya no es aire Paul Jonescu febrero 23 de 2009 10:49 p. m.

«Trato de recordar desde cuándo los buenos recuerdos se han es- fumado de mi mente. Ya debo estar senil, repito a cada rato, y es que mi demencia solo me permite acordarme de los años más recientes, como si al avistar en mi cerebro se leyera únicamente un libro: Diario de la Tierra / Memorias reunidas (1969-2009). A veces, en mis horas lúcidas, cuando logro regresar más en el tiem- po, recuerdo con delicia las puntuales equipatas de principio de año; el calor atemperado por las lluvias del verano, que iniciaban como un rito, año con año, siempre el día de san Juan; los elotes cocidos y los duros con chile por el día de muertos, cuando el trigo emergía de su grano y el frío abría las puertas del otoño. Por aquel entonces, se los juro, la primavera empezaba en primavera y, en la noche vieja, todavía era posible taparse con cobija... Pero

narrativa 221 luego vuelvo a esa mirada fija que me nubla, y de nuevo la duda repica en mis silencios. No, si todas esas cosas que de pronto se me vienen a la mente deben ser puras fantasías. Esto no es otra cosa más que los años que se me han ido acumulando. Estos bo- chornos no son más que una menopausia adelantada, y eso que por estas noches no se siente tanto el calor, más bien parece que estamos en invierno.»

abril 4 de 2009 6.14 a. m.

«Hoy amanecí con buen ánimo a pesar del asilo a que me tienen sometida. Un rayo de lucidez iluminó lugares y momentos idos, pero que vale la pena traer a la memoria. Mi demencia, insisten, es de lo más curiosa, pues solo me acuerdo de las cosas de antes, de los ayeres buenos, como si mi único deseo fuera no recordar nada de estos últimos treinta años de lo más infames. Y aquí me tienen con la muina bien adentro, porque dicen que ya estoy más que arrevesada con eso de insistir en recordar las cosas ya muy idas. Pues será el sereno, pero así es mi caso. Ahora se pondrán a investigar sobre el asunto y llegaran a conclusiones que no con- cluirán nada. Yo, cuando estoy en mis cabales, como ahora, les digo que ya no inventen nombres para esta mi enfermedad de desmemorias, y que le pongan, en lugar de demencia temporal inducida, demencia blanca, o si quieren un título más de galenos o de verdaderas raíces médicas: Síndrome de Evasión Adquirida, A. E. S. por sus siglas en inglés, sugiero; digo, yo nomás digo... después de todo, ustedes tienen el último recuerdo.»

222 bajo el asedio de los signos julio 23, 2009 4 de la tarde.

«Este día el calor ha estado como nunca, y apenas comienza el verano. Eso dicen, y ni modo de no creerles, que empezó anti- er ya entrados en la tarde; de cualquier forma estoy consciente... Buuueno, a veces, como ahora, que ya me pueden decir lo que quieran, al fin y al cabo que al rato ya ni me acuerdo de nada. Pero si vieran que en momentos como este sí que lo tengo todo claro, asimismo como el cielo que hoy no pinta ni una nube, ciego, en su azul envilecido, sordo, en su andar a tientas por la tierra. Y luego no quieren que me hunda así en los recuerdos del pasado, que huya hacia otros tiempo y oiga voces que por fuera no resuenan, pero que aquí, muy dentro, llueven todo el tiempo, y a veces me consuelan y me dejan claro que no siempre las cosas fueron como en estos días invisibles... Por eso, yo sí que estoy de acuerdo en la sentencia esa que dice que cualquier tiempo pasado fue mejor, y ni siquiera le duden un tantito, si no, pregunten, ahora que puedo responderles; pregúntenme, por ejemplo, por aquellos julios que si eran verdaderos.»

narrativa 223 Mara Abdalá

Está la mierda pa’l calzón

Tampoco él quería volver. La inquietud comenzó al despertarnos al medio día con la baba pegada en el pecho del gordo con ese maldito olor. Recordaba muy claro la voz del Güilo: —Vamos a buscarle ruido a la madrugada, o qué, ¿te rajas bró- der? Esee, beber hasta reventar, que lo demás es vicio puro. —Hinches refranes nacos, eso no es de charros, wey. Respon- dió, como pretendiendo que su vestimenta forjara su hombría. Yo solo sonreí. Siempre supe que el gordo era bravo con su boca, con la bebida y con la lujuria. Eran los últimos respiros de octubre, el carnaval de brujas, la fecha antes del día de los difuntos, el aquelarre eterno de la fron- tera, un pinche bautizo oscuro, el llamado de la bestia gay. La situación no era fácil. ¡Cómo regresar a México y continuar como si nada, somos charros wey, somos mexicanos, somos machos! Jamás me vi así. Ni él, que repetía sin parar.

224 bajo el asedio de los signos Trabajos en Risoma

1. Me acuerdo cuando mi abuelo se quitaba su dentadura para dormir. La dejaba en un vaso que tenía una sustancia viscosa. El feto que vi en el vaso, estaba bajo un paladar muy rosa y unos dientes muy amarillos. Ambos protegidos con líquido amniótico. 2. Jefe quiero decirle que renuncio, me voy y me llevo a su esposa de finiquito. 3. Entonces me senté frente a mi diario. Escribí tantos garabatos con diferentes letras que al final lo mutile todo y decidí no morir ese día. Es muy complicado escribir una nota suicida. 4. Todos corrían al bosque porque el Lobo estaba completamen- te desnudo. Dicen que era de buena familia, hoy es un perso- naje típico del pueblo del río, es musculoso. De grande, grande locura. 5. El profesor me grito: —¡Estás castigado!— Con tanto coraje y fuerza que mi disfraz se resbalo a mis pies y fui de nuevo únicamente un niño sin imaginación.

narrativa 225 Mariana Isabel Gallegos Rojas

Había una vez

(Ejercicio basado en el libro Del otro lado del árbol, de Mandana Sadat)

Se había perdido, otra vez. Con la excepción de que esta vez veía imposible el salir del bosque. El sol, hace minutos presente, se había escondido tras las ne- gras nubes. Así que se apresuró a buscar un lugar para refugiarse de la llu- via que amenazaba con caer. Pero antes de que pudiese comenzar a moverse, las gotas de agua decidieron caer. Se remangó su vestido rojo y empezó a correr entre los árbo- les. No quería terminar empapada; aunque era una de las cosas que menos le preocupaba en ese momento. El camino que recorría tenía menos árboles conforme avanza- ba, llegando a un punto donde no había ningún árbol y empezaba una pequeña colina. Esta se veía firme, a pesar de la fuerte lluvia, y la podía subir. La subió. Pero deseó no haberlo hecho. En la cima de la colina había una pequeña casita de madera, con una ventana en uno de sus costados, se podía ver a distancia que dentro estaba iluminado.

226 bajo el asedio de los signos Se acercó para dar un vistazo al interior y ver si había una per- sona lo suficientemente amable para dejarla pasar. Ahí estaba sentado en una mecedora un anciano, que no le inspiraba confianza, con la mirada perdida en algún lugar de la habitación oscura, apenas iluminada por una veladora. Usa- ba una especie de túnica. Bajo sus ojos había unas bolsas que se mezclaban con las abundantes arrugas de su rostro y agregaban profundidad a esos ojos negros que la miraban. ¡La miraban! No notó cuando esos ojos empezaron a mirarla y sus labios se curva- ron en una sonrisa que logró sacarla de su momentáneo trance. Corrió colina abajo lo más rápido que pudo. Al llegar al árbol más cercano decidió esconderse detrás y esperar que aquel ancia- no no la buscara. Se asomó ligeramente hacia la colina, aquel viejo bajaba len- tamente con la espalda encorvada y las manos recogidas sobre su pecho. Intentó volver a su posición inicial detrás del árbol pero debido al lodo que se había formado y gracias a la fuerte lluvia que seguía cayendo, tropezó. Si se hubiera quedado quieta él po- siblemente nunca la hubiese visto pero se movió... y él la vio. El terror se apoderó de ella y no se le vino por la mente correr, huir de él. Porque a la velocidad que el viejo caminaba, lo hubiera logrado. El viejo llegó al árbol donde ella se encontraba y se sentó del lado contrario. Abrió entonces su seca boca y habló: «Había una vez, una niña...» —Su voz era fuerte y ronca, aun con el sonido de la lluvia cayendo lo podía oír claramente. El viejo se aclaró la garganta y continuó— «Una niña ingenua que aún creía en la gente linda y amable. Pensó que podía espiar a un adorable viejito y salir ilesa. Pero no es así, pequeña. El dragón ha despertado y

narrativa 227 tiene hambre. Hambre de niñas tontas, como tú». —Concluyó y caminó del otro lado del árbol. Pensó fugazmente ponerse de pie pero su vestido se había ato- rado. El gigantesco dragón se encontraba parado majestuosamente frente a ella.

«Por el ojo de la cerradura»

Los pasos lo seguían; corrió más rápido. Vio una puerta, se apuró en abrirla y seguidamente la cerró. Abrió lentamente los ojos e intentó calmar su agitada respiración. Negro. Había entrado a un pasillo, un pasillo sumergido en la oscuridad. Tomó aire. Al menos si él entraba no lo podría ver. Sacó su celular del pantalón. Bendita la hora en que lo puso en si- lencio. La luz artificial del móvil alumbraba tétricamente el lugar. La decoración pobre y anticuada que alguna vez adornó el pasillo y ahora se encontraba parcialmente destruida, le daba un toque de película de terror a la situación. Sus pasos se volvieron más lentos, la madera crujía a su cami- nar. Empezó a dar un vistazo por el lugar, había caminado mucho y aún así no veía ninguna otra puerta. La batería de su celular se agotó, ya nada iluminaba aquel pasillo. Estiró su brazo, con la es- peranza de que su mano golpeara con alguna pared, con aquella tan anhelada puerta. Su mano se encontró con madera, con madera vieja, madera podrida, húmeda; sus dedos la recorrieron. Sonó un clic. Oyó un grito. —¡Puedes correr pero no esconderte pequeño Paúl!

228 bajo el asedio de los signos Bajó su otra mano, aquello que sus manos tocaban parecía ser una perilla. Se hincó rápidamente y asomó su ojo por la cerradu- ra. —¡Maldición! ¡Paúl! Ven por favor, no te haré daño. Paúl contuvo su respiración y por un segundo su mundo se detuvo. No supo la razón por la que tuvo que mirar. ¿Por qué tuvo que mirar? ¿Por qué simplemente no entró? Es- taba tan apurado. ¿Por qué no pasó sin mirar? Qué bueno que no lo hizo. Lo que había dentro lo dejó paralizado. Sintió un golpe en su nuca, su cabeza se hizo hacia enfrente y golpeó la puerta, se cayó al suelo. Muy tarde. Él lo había encontrado. Paúl no se podía mover, sentía que se iba a desmayar en cual- quier momento. Su captor pasó por encima de él. Sonrió antes de quedar inconsciente. Aquel hombre acababa de abrir la puerta. Al menos, no sufriría solo los horrores que se encontraban detrás.

Capitán Tori

«Movió su farol tres veces y lentamente apareció la goleta», en Los misterios del señor Burdick de Chris Van Allsburg. Era una noche triste. Las luces deslumbrantes de las casas, de los botes. Se puso de pie; se sacudió su pantalón roto y se acercó más al muelle. Había un silencio casi total solo interrumpido por el sonar de los barcos. El clima era muy frío.

narrativa 229 La cuidad se sentía triste. Tori se sentía triste, como siempre. Se aferró fuertemente a su delgada camisola. El muelle era su ho- gar, no tenía nada ni a nadie. Soltó un suspiro que fue borrado por el viento. Un ruido seco lo sacó de sus pensamientos. Volteó la cabeza hacia todos lados, no había nada. Sintió unos dedos en su hombro, pegó un grito, nadie lo oyó. A los dedos se le sumaron más en su otro hombro, que con un poco de fuerza lograron darle la vuelta. Fue subiendo lentamente su mirada para ver a aquella perso- na. Aquel hombre era bastante robusto, con una expresión seria. Nada de esto le llamó la atención a Tori. Lo único que logró notar fue su larga barba y una gruesa cicatriz en su ojo. El hombre movió sus labios, le dijo algo pero no lo escuchó. Una luz tenue y opaca iluminaba el metal viejo y oxidado del farol en su mano derecha. Tori quiso hablar, la voz le salió temblorosa. —¿Quién es usted? El hombre le respondió con una voz ronca, que al igual que el farol parecía oxidada. Se quito su empolvado sombrero y se lo colocó a Tori. Movió su farol tres veces y apareció una goleta. —Capitán Tori, soy quien tú has esperado todos estos años.

230 bajo el asedio de los signos Miguel Ángel Avilés

Verde Naranja

—A mí no me van a quitar la idea de que ese cabrón se tiró, repli- có Diego con enfado, mientras observaba en esa pared amplia los bocetos que había trazado. Vicente (por el momento) no dijo nada. Como si ignorara a Diego, clavó su vista en su cuaderno y sombreó con precisión las amplias caderas que le había pintado a la Venus de Milo. —Pero le ganamos, dijo de pronto, en tono provocador, al tiempo que sobaba el lóbulo de su oreja izquierda. —Sí, nos ganaron ustedes y el árbitro puto, sentenció Diego, volteándose para amenazar con la mirada a Vicente y moviendo sobre el aire el pincel que sostenía en la mano. Diego todavía portaba ese overol verde que se había enfun- dado a media mañana, justo cuando el árbitro daba el silbatazo inicial y comenzaban las acciones. Vicente tenía un par de semanas de haber llegado. «Solo me quedaré unos días» dijo en ese email pero «esos días» ya se estaba extendiendo mucho. La pena, sin embargo, no era una caracterís- tica en Vicente. Si por él fuera, se podía quedar a vivir ahí en Co- yoacán siempre que alguien lo estuviera abasteciendo de material para su obra y una austera comida diariamente.

narrativa 231 Cuando abrieron a la puerta de aquella casa azul, se sorpren- dió por las facciones de esa mujer que tenia frente a sí y la observó como si fuera su más rara modelo al tiempo que se echaba aire con un arrugado papel donde traia garabateada una dirección. —Que bellas sus cejas, comentó Vicente como para congra- ciarse y ella hizo una mueca que aparentó sonrisa y dándose la vuelta, avanzó cojeando hacia el fondo de la casa. —¡Diego: te buscan! gritó con energía de celadora y su voz retumbó en esas paredes altas. El jardín de la casa parecía un museo botánico. El azul de los exteriores contrastaba con las flores que enrojecían en el patio. En las ventanas, los brazos de una enredadera se enraizaban y entretejían con discreción el cuerpo arcilloso de los maceteros. —Quehubole pinchi Vicente, exclamó Diego con familiaridad y voz rasposa, llevando ese cuerpo colorado al suyo para estrujar- lo con fervor en un abrazo. —¿Unos cuantos días nomás mmmm? preguntó Diego como dudando. —Unos cuantos días, afirmó Vicente, con seguridad. Pese a ese juramento, a los pocos días el huésped dejó constan- cia de que no se iría pronto, cuando ya le daba por agarrar todo sin pedir permiso, como si llevara años viviendo ahí. La situación fue más notoria cuando Vicente acaparó el estu- dio de Diego y no mostró congoja alguna al tomar las cosas ajenas y con ellas darle color a unos dibujos iniciados durante el viaje. A la hora que despertaba, nunca antes de las diez de la maña- na, caminaba hasta lo que empezaba a ser su lugar favorito, lle- vando siempre una taza de café en la mano que preparaba al pasar por la cocina, y una cigarro en la otra para no salir de ahí en todo el día, salvo que fuera para buscar un ciber y enviarle un correo a

232 bajo el asedio de los signos su hermano, sobre todo desde que Diego le prohibió entrar a su cuarto y tomar la computadora. Diego sentía que aquel espacio ya no era suyo. Las insinuacio- nes de su mujer, sobre la incómoda presencia de su amigo, si bien le molestaban al principio, ahora le daban la razón y ya consen- saban un hartazgo. Desde que Vicente había llegado, sus pinturas en cuanto a variedad y volumen —sobre todo los colores pálidos— se había reducido considerablemente y el piso, que alguna vez había sido todo de azul cielo, comenzaba a transformarse en una colorida dualidad entre naranja y amarillo, como esos girasoles que con cierta obsesión le daba por dibujar a Vicente, justo a la hora que caía la tarde. —¡Qué poca madre!, señaló la esposa de Diego, con enfado, cuando vio a este con la escoba, barriendo residuos de papel y un montón de colillas de cigarro. Vicente había salido en busca de un café internet. Diego no había hecho concesiones para que se comunicara desde la casa y no tenia modo de comunicarse con su hermano. El dinero se le había terminado, los frescos aun no tenían comprador y no se le mostraban ganas de buscar algún trabajo. Esa vez anduvo algunas calles y le pareció un espectáculo digno de perpetuar en sus pinturas, el que mostraba esa cantina con tanta algarabía de los presentes, casi todos vestidos de verde, luego de ver con euforia ese gol que Andrés Guardado le anotara al portero Croata. De pronto se olvidó de su hermano y ahí se quedó hasta me- dia tarde (como si estuviera en el estudio de Diego). Salió de ahí con un grupo de gente que seguían, festivos, a dos parroquianos

narrativa 233 que sacaban a otro en hombros el cual ondeaba una bandera tri- color. «¡Ahora va Holanda, putos!» Alcanzó a escuchar cuando sa- lían algunos, tambaleantes, del lugar. La consigna, apenas enten- dida, le sonó como a declaración de Guerra. Afuera, la fiesta se encendía y no miró carro alguno que no culebreara en su ventana una bandera. Cruzó la calle con apuro y se quedó viendo con asombro la batalla en peticiones que te- nían los mariachis. Alguien, acomedido, le acercó una botella y no dudó en tornarle un trago largo a ese tequila que ya estaba por agotarse. Su cara, de por sí cobriza, se puso como una mandarina y él escuchó, como a lo lejos, la carcajada tronante de alguien que vio el atrevimiento. Se tomó otros tragos más y ya no supo de sí. Lo que recuerdo —según contaría después a los paramédicos— es que, clarean- do el siguiente día, una dama de poncho rojo curtida en años, le pasaba unos limones para que se los exprimiera a ese caldo rebosante de grasa donde nadaban con suficiencia unos trozos de estómago de res y unos picosos granos de maíz, esos que lanzó, flamígeros, sobre su acompañante, como un dragón cuando lo traicionó la nausea, dejando en esas coloridas prendas una tibia acuarela, como si bosquejara una de sus obras.

*

—Joven ¿me escucha, joven?... Joven: ¿me escucha?, repetía quedito una enfermera que se encontraba parada junto esa cama donde había pasado ya cinco días en conmoción, luego de perder el sentido en esa caída que se dio al tratarse de empinar el plato de pancita tal como lo hacían los demás comensales.

234 bajo el asedio de los signos Vicente tenía vendada toda la cabeza hasta su oreja izquierda y le taladraba un dolor intenso como en su primera resaca. Esta vez la resaca tenía sello de origen: cerveza, bacardi, tequila y el golpe demoledor en ese piso rústico que durante años había conserva- do esa fonda donde quiso apaciguar su borrachera en compañía de esa dama que recibió, sin defensa, los torrentes de su vómito. —¿Aquí vive usted, joven?.. ¿Aquí?... ¿Aquí, en esta dirección vive? Repitió con modosidad la enfermera, mostrándole un arru- gado papelito que los paramédicos había sacado de su pantalón cuando lo levantaron en la fonda. Vicente entreabrió los ojos y respondió con un sí rasposo, sol- tando un gemido. Tres horas más tarde una ambulancia se estacionó en rever- sa frente esa casa azul. Vicente fue bajado por dos camilleros en peso, como si bajaran una lavadora, y lo dejaron paradito en la puerta, esa de madera rústica y pintada de café. La esposa de Diego se asomó por la venta y lo vio ahí parado apoyándose en una muleta y con una bolsa de medicina en la mano. Con resequedad abrió y sin decir una palabra, lo ayudó a pasar para enseguida llevarlo, con dificultad, hasta la recámara. En ese cuarto permaneció dos días. Ambos —Diego y su mu- jer— se la pasaron al cuidado del paciente como si cuidaran a un hijo recién nacido. Vicente pedía agua y agua le daban. Vicente quería ir al baño y al baño lo llevaban. Al quinto día lo dejaron a su suerte. Se levantaba con lenti- tud y, con esa ropa desgarrada y sucia, caminaba lánguidamente como las momias de Guanajuato hasta donde estuviera Diego. Este lo venia venir, se ponía de espaldas y concentraba su vista en la pared sin decir una palabra. Durante algunas horas el diálogo

narrativa 235 con Vicente era intermitente, a lo mucho contestaba con mono- sílabos como quien responde por compromiso a un encuestador.

*

—¡Diegooo: ya empezó el juego! Refirió su mujer con voz seca, ese domingo a media mañana y le aventó con un overol ver- de, como cumpliendo un protocolo. Diego encendió el televisor y no se movió de su asiento más que solo una vez para ir al baño y otra, al minuto 82, para darle un manazo al aparado y volviera la imagen. Antes todo había sido desde ese sillón, desde donde parecía levitar cuando México estaba por perforar la meta ho- landesa. —Ese se parece a mí, dijo Vicente, en un acercamiento que hizo la cámara a uno de los jugadores vestidos de naranja cuando cobraba un tiro de esquina. Sin dejar de ver las acciones, Diego meneó en el aire su brazo derecho como pidiendo silencio y le dio otro golpe leve al televi- sor. En otras ocasiones, Diego acostumbraba a ver los partidos con otros dos amigos pero ahora andaban en Brasil. No pudo con- formarse con la presencia de Vicente, salvo por la posibilidad de burlarse de él al terminar el juego, despuesito de que México ven- ciera a Holanda aunque fuese con el mínimo marcador tal como lo iba superando hasta ese momento. —¡Gooool! —exclamó Vicente, con una energía que no se le escuchaba desde hacía una semana. Holanda acababa de empatar y Diego enmudecía, sorprendi- do, justo cuando el televisor otra vez empezaba a oscurecerse. Le dio el golpe de rigor pero no fue suficiente. Le dio otro y otro y

236 bajo el asedio de los signos nada. Al quinto manazo escuchó la voz de los narradores y al sua- vizarse la pantalla vio en cámara lenta a Rafael Márquez estirando su pierna y al jugador holandés —ese calvo y veloz— cayendo al césped. El árbitro ya había tomado la decisión, una decisión irrevoca- ble y mortal que a través de la pena máxima en un momento más le daría el triunfo al escuadrón naranja. —¡No fue penal, NO FUE PENAAAL! Gritaba Diego con frus- trante incredulidad. Vicente lo observaba callado, con una sonrisa apenas dibuja- da. —¡No fue penaaal! Estalló Diego y arrebatándole la muleta a Vicente, le dio un golpe al televisor casi con la fuerza con que dio la cabeza de Vicente en el piso de esa fonda. El ambiente se tornó áspero, como después de una discusión familiar a la hora de la comida. Así permanecieron por más de una hora sin decirse nada y cada quien retornó a lo suyo como si dos contrincantes se apartaran a su esquina. La televisión de pronto volvió en sí, como si despertara de un letargo, como si cobrara vida propia y en actitud preventiva, tra- tara de protegerse de los golpes que recibía desde hacía mucho tiempo, cada vez más frecuentes. Fue Diego quien reactivó la plática más tarde, acusando la ha- bilidad del jugador holandés para simular esa caída, el principio del fin en una esperanza. Vicente pudo replicar con jactancia solo dos veces. Sin em- bargo, pese a que su afirmación burlona era irrefutable («pero le ganamos»), Diego ya no estaba dispuesto a recibir más humilla- ción, menos en su propia casa. Maldijo al árbitro, lo llamó tres veces puto y se le quedó viendo con terminante indignación a

narrativa 237 Vicente. Este apenas si pudo trastabillar tantito como buscando refugio, sin quitarle la mirada a Diego, en una súplica silenciosa pero tardía. Diego no escuchó cuando su mujer le gritaba desde la cocina que no lo hiciera. Enloquecido, había tomado un enmo- hecido piolet que yacía guardado en un cajón y, sin miramientos, lo estrelló en la oreja vendada de Vicente, la cual salió volando, sanguinolenta y carcomida, hasta caer junto a un montoncito de colillas de cigarro y un salpicado dibujo de la Venus de Milo que rodaba en el suelo. Vicente se derrumbó llevando ya en su cara la rigidez de un muerto. Diego y su esposa lo miraron ahí, estu- pefactos. Más tarde, en su declaración, dirían a la autoridad que así lo encontraron, sangrante y tirado en el piso, con otras más de sus crisis emocionales que tanto lo martirizaron en vida, la que se quitaba ahora arrancándose una oreja, y tomándose un puño de pastillas ante el despecho irreversible de un amor lejano.

238 bajo el asedio de los signos Nelson González Casaravilla

Estatuas

Anselmo se había quedado sin trabajo hacía varios meses en la fá- brica donde estaba empleado y no lograba encontrar otro, a pesar de la insistencia con que lo había buscado y lo seguía buscando. Al principio buscaba empleo con ciertas pretensiones, por lo pronto aspiraba a realizar determinado tipo de trabajos y que le pagaran por encima del mínimo. Con el transcurrir del tiempo los reiterados fracasos en ese cometido y las necesidades cada vez más apremiantes que experimentaba día a día hicieron que sus aspiraciones se fueran volviendo menos pretenciosas, y ya cual- quier empleo que encontrara le servía, por desagradable que le pudiera llegar a resultar y por poco que le fueran a pagar. Pero a pesar de la disminución de sus exigencias el problema continuó siendo el mismo: dónde encontrarlo dentro de tanta es- casez. La situación en realidad en ese momento no era buena para nadie. Vivía solo y dependía únicamente de sus ingresos para susten- tarse, y al no poder obtenerlos ya de su trabajo no había tenido más remedio que recurrir a sus ahorros. Con ellos logró vivir un tiempo, pero cuando éstos alcanzaron a rozar un mínimo tolera- ble empezó a sentir miedo, porque nunca había pasado por una situación así.

narrativa 239 La realidad que enfrentaba era que ya no podía seguir vivien- do como lo había hecho hasta ahora. Tenía que hacer algo rápido, pero el asunto era que no sabía qué. Pedir dinero prestado no le gustaba. Además tanto sus amigos como sus familiares no esta- ban pasando por un momento bueno o se encontraban en situa- ciones similares a él. Como su situación se siguió complicando tuvo que dejar su departamento para mudarse a un sitio donde pagaba mucho me- nos alquiler. Y una vez allí comenzó a controlar sus gastos de la manera más estricta y a tomar nota a diario de cuánto gastaba, para tener una idea de hasta dónde podía resistir. A pesar de todas esas precauciones su situación se agravó tan- to que llegó un día en que ya no tenía qué comer. Entonces tomó una decisión, para él dolorosa y extrema: pedir dinero en la calle. Pero él no quería mendigar, le daba vergüenza, quería dar algo a cambio por lo que esperaba recibir. Qué era lo que podía dar, no lo sabía aún. Música por lo pronto no, porque no sabía tocar ningún instrumento. Cantar, menos todavía, no tenía voz. Pintar figuras en la acera, como hacían algunos, en alguna calle concurrida de la ciudad, no tenía ninguna condición para eso. Tenía que buscar algo que estuviera dentro de sus posibilidades. ¿Pero qué? Se le ocurrió entonces posar de estatua; eso sí podía. Ya había visto algunos haciéndolo en otras partes y no le parecía que fuera muy difícil. Eso sí, se había dado cuenta de que se ne- cesitaba mucha paciencia para permanecer estático durante tan- to tiempo, pero consideraba que era cuestión de probar y poner voluntad. Pintó su rostro adecuadamente con el color de las estatuas y adaptó la vestimenta que pensaba utilizar a la situación que debía representar. Y luego se ubicó en la calle en un lugar que le pare-

240 bajo el asedio de los signos ció estratégico por la gran cantidad de gente que pasaba por allí. Puso un sombrero en el suelo, se subió a la pequeña tarima que se fabricó y comenzó a posar como estatua. Trató de esperar sin impacientarse. No tenía nada qué hacer, salvo no hacer nada. Ésa era precisamente su labor. Al rato una señora que pasaba por allí lo miró y arrojó una moneda dentro de su sombrero. Esteban se puso contento con la primera moneda y pensó si esto sigue así hoy podré comer. No había terminado de realizar esa reflexión cuando un señor dejó caer otra moneda dentro de su sombrero. La cosa no va mal, se dijo, para ser el pri- mer día en este oficio. Las monedas siguieron cayendo dentro de su sombrero y ese día al finalizar la tarde regresó contento a su casa, se cambió de ropa y fue a un supermercado a comprar algo para comer. Lo que había obtenido durante su primera jornada de trabajo le ha- bía permitido comer bien y guardar algo de dinero como reserva para futuras necesidades que se le pudieran presentar, lo que le dio cierta tranquilidad. Al día siguiente bien temprano se ubicó en el mismo lugar. Era una plaza céntrica muy conocida y transitada, en la que había varias estatuas de hombres ilustres y donde pasaba mucha gente a dife- rentes horas. Y pudo comprobar nuevamente que no había elegido mal donde realizar su trabajo, porque desde que llegó y se subió a la tarima continuaron cayendo las monedas dentro de su sombrero. Ese día, a media mañana, hubo una visita escolar guiada y el lugar se llenó de niños. La maestra responsable de la visita, que se realizaba como parte de la formación cultural de los alumnos en la historia de su país y de su educación moral, les explicaba cada vez que pasaba junto a una estatua la historia de ese hombre ilustre que tenían delante.

narrativa 241 Cuando pasaron junto a Anselmo, que se había ubicado cerca de otras estatuas, la maestra siguió de largo y uno de los alumnos más pequeños preguntó: «¿Y éste qué hizo?». La maestra se rió y le respondió: «Lo que es hacer no ha hecho nada, pero tiene dere- cho a hacerse una estatua y pedir que le echen dinero en su som- brero. Por eso ustedes tienen que estudiar mucho, no solo en la escuela sino también después de ella, para que cuando sean gran- des no necesiten andar pidiendo dinero como este pobre hombre, y quién les dice que alguno de ustedes no llegue a tener algún día en este parque una estatua dedicada a su memoria». En el rostro de Anselmo, que había oído toda la conversación, se pudo percibir que se sintió molesto y apenado con lo que dijo la maestra. De seguro que nunca se imaginó que pudiera realizar- se tamaña comparación y que su situación personal pudiera ser tomada como ejemplo para darles a los niños de lo que se debía evitar en esta vida. Y probablemente temió que lo sucedido ese día pudiera volverse a repetir en futuras visitas escolares. Pero su condición de estatua entre tantas estatuas tal vez no lo favoreció frente a otros que pedían en ese lugar de una manera distinta a la que él empleaba y utilizando otros procedimientos, y la maestra pudo haberse aprovechado de esa situación al encon- trar en Anselmo un ejemplo ideal para aleccionar a los niños que estaban bajo su custodia. Porque Anselmo no era el único que procuraba dinero en ese lugar. Había muchos que lo hacían, algunos permanentes y otros no tan asiduos, y cada uno de ellos buscaba la manera que le pa- recía más adecuada para llamar la atención de la gente que pasaba por allí, ya fuera ofreciendo algo o nada a cambio de lo que espe- raban recibir.

242 bajo el asedio de los signos Los que pedían en esa plaza con el tiempo terminaban cono- ciéndose. Tenían algo en común que los unía, y si bien mientras hacían su trabajo no solían hablar, a veces al terminar el día, entre los que había cierta amistad, compartían parte del producto de sus ganancias en bebidas y alimentos, en ese mismo lugar o den- tro de sus casas. Entre ellos había un ciego que tocaba el acordeón y se ubicaba allí todos los días, muy cerca de donde Anselmo hacía de estatua. Se habían hecho muy amigos y el ciego de tanto en tanto durante su horario de trabajo le dedicaba una canción que sabía que le gustaba. Era una forma que tenían de comunicación. Anselmo le quedaba muy agradecido y si bien no se lo manifestaba, el ciego a pesar de eso lo sabía. Una tarde que el ciego estaba tocando y Anselmo hacía de es- tatua, el ciego fue asaltado por dos jóvenes, quienes no conformes con tomarle el dinero que le habían dejado los transeúntes en su sombrero, quisieron quitarle su acordeón. La desesperación del ciego le llegó cuando quisieron quitarle su instrumento de trabajo y como no lo quiso soltar, los asaltantes se enfurecieron y lo tira- ron al suelo y lo golpearon. Al ver tamaña injusticia, Anselmo se indignó de tal manera que no se pudo contener y se bajó de la tarima y comenzó a pe- lear con los malvivientes. Pero uno de ellos sacó un cuchillo y lo apuñaló. Los delincuentes huyeron enseguida sin el acordeón. Personas que pasaban en ese momento por allí ayudaron al ciego a levan- tarse pero no pudieron hacer nada por el hombre estatua, porque cuando llegó la ambulancia ya había muerto. Cuando se averiguó quién fue el infortunado hombre que arriesgó su vida para auxiliar a un ciego en una situación de pe-

narrativa 243 ligro de la que no se podía defender, la municipalidad decidió, como premio a la valentía demostrada y su acto de altruismo, honrar su memoria dedicándole una estatua en el mismo lugar donde había caído muerto. En ese lugar lleno de estatuas, donde Anselmo solía ubicarse para pedir dinero, ahora hay una escultura con su nombre y una placa de bronce donde dice «Muerto en un acto de heroísmo». La maestra que acostumbra realizar el paseo cultural con los alum- nos escolares ya lo ha incluido en el repertorio de estatuas ilustres.

244 bajo el asedio de los signos Primavera Encinas

Carmela de mi corazón

Aún puedo recordarlo. Permanecía sentada en el diván de tercio- pelo, cuando se quebrantó el silencio que se produce después de los aplausos. Masajeaba mis sienes, cerrando los párpados para no contemplar los pliegues prematuros, cuando escuché el rui- do exterior y salí del camerino. Todos corrían presos del pánico. Abrochándome los botones de la bata, huí de los encajes y brillan- tes que me embellecían en las noches de gala. Fue tan confuso. Las paredes se venían abajo, las lámparas tronaron, los muebles fueron pisoteados. Todos empujaban. Hasta las ratas huyeron esa noche y apenas pude ponerme a salvo, subiéndome al coche de algún anónimo. Díez días duraría la revuelta contra Madero, y en esos diez días, perdería la juventud y la cordura. Cuando todo acabó, me encontraba sucia y aterrada. Veinte años de belleza yacían por los suelos. Sin adornos me veía más vieja. Nada quedaba de la estrella de opereta, la Gran Carmela. Me peiné como pude y abrigada con un rebozo, salí de mi ma- driguera para tomar un poco de aire. Volteando a mi alrededor, lo único que percibí fue muerte. Cadáveres esparcidos, sangre derramada, niños llorando, edificios agujerados, residencias des- truidas. El centro de la ciudad latía moribundo, por lo que preferí cerrar los ojos y no ser testigo de esa masacre.

narrativa 245 Caminé hacia mi casa. Observé los vidrios rotos y la puerta abierta. Encontré muebles descocidos, telas carcomidas, paredes manchadas, pisos sucios y orinados. Ni siquiera mis elegantes vestidos lograron salvarse. Me habían sustraído los objetos perso- nales. Mirando alrededor, experimenté una rabia profunda. Los tintes y polvos ya no ocultarían mis carencias. Las lágrimas me invadieron, hasta que arribó la noche, y tuve que respirar hondo y levantarme a tapar los agujeros. El viento fue implacable al llegar la oscuridad. No me daba abasto con los trapos sucios. Helaba de frío, helaba de miedo. Las paredes me parecían amenazantes. Fue como adentrarme a un mundo confuso y burlesco. Solo la muerte se asomó. Esa muer- te que deambulaba afuera, curiosa, atrevida, tocando de puerta en puerta, para ver si había algún sobreviviente, que prefiriera dejar de existir a soportar la realidad. Me parecía oírla de cerca, la olfateaba al sentarme junto a la ventana o al tocar el piso. En- tonces empezaban los balazos y comenzaba a pedir disculpas por mis pecados anteriores. Me apreté contra las cobijas, llorando de terror. Ni el fantasma de mi madre se dignó a aparecer. Estaba sola, indefensa. Sentía pavor al escuchar los disparos. Luchaba contra mis temores interiores, a la vez que me debatía mental- mente contra el ruido. Cuando faltaban unos minutos para que salieran los primeros rayos de sol, de tanto temblar me quedé dormida. Tal vez hubiese permanecido sollozando, pero el hambre es pragmática, y salí de mi escondite. Todo fue en vano. La com- pañía de opereta terminó abandonando la ciudad. Únicamente deambulaba uno que otro empleado que no podía reconocerme. En tan solo doce días, había envejecido. Se me notaban mis cuatro décadas, con la tez áspera, arenosa. Las canas poblaron mi frente.

246 bajo el asedio de los signos Antonio, mi amante, había muerto. No tenía dinero, ni parientes, así que regresé a casa. Ante la desesperación, tuve que aceptar a tres huéspedes para sobrevivir. La casa era grande y mi estómago estaba vacío. ¿Qué más podía hacer? Asistí a estudiantes que pro- metían hacer reparaciones y llenar la alacena. Seis meses después, ya tenía ocho huéspedes. Me transformé completamente. De ser una estrella del esce- nario me convertí en cocinera, repostera, afanadora, costurera. Había engrosado, perdiendo mi figura. Aprendí a aceptar mi lu- gar en la vida. Los representantes, no estaban interesados en una cuarentona. Carmela desapareció, ahora solo quedaba Carmen Corrales. Dejé de extrañar los aplausos y el roce suave de la seda. «Simple vanidad» pensaba al recordar el brillo de los diamantes, mientras tendía la ropa o despellejaba una gallina. Mis manos tomaron la forma rasposa del trabajo diario. La variedad de los visitantes me ofrecían un sin fin de anécdo- tas. Relataban las victorias de Obregón, Zapata y Villa. Ninguno sabía que pertenecí a la compañía de opereta y mucho menos que en mis mejores años, fui una mujer seductora repleta de admira- dores. En 1914, cuando los villistas llegaron a la capital tras el derro- camiento de Huerta, sentí temor de la revolución. Los recuerdos de la decena trágica me llenaban de pánico. Aún podía recordar el maléfico ruido de los cañonazos, la incertidumbre de las balas, el hedor de los muertos, el deceso de Antonio. —No se apure doña Carmelita no va a pasar nada malo, nos traen libertad y progreso —explicó uno de los estudiantes. «Progreso» repetí internamente. Cómo decirles que adoraba la antigua época, aquellos años cuando mi belleza floreció, ofre- ciéndome suculentos frutos. Que añoraba los días cuando viajé

narrativa 247 con la compañía, cantando las coplas más hermosas. Cómo com- partirles aquel gusto por el teatro, aquellos sonidos divergentes, colores alucinantes que engañan la visión y despiertan el ánimo. Cómo explicarles la emoción ante los aplausos, los viajes en ca- rretera. Con la llegada de las tropas, la ciudad fue un hervidero. Arri- baron inquilinos a la casa, repletos de palabras altisonantes, que disparaban al aire. Jesús y Marcelo tuvieron que ayudarme con Felipe, un villista embrutecido por el alcohol, que se tropezó con los baúles. Varías fotografías llegaron a sus manos, donde una mujer mostraba una insinuante sonrisa. Quedaron atónitos al verme. Acaso tenía 10 o 12 años menos. Con rubor, alegué que era parte del pasado y no tenía importancia. Felipe se detuvo ante la fotografía. —Es igualita a la que tiene mi coronel. Fingí no oír, pero sentí escalofríos. Nadie mencionó el asunto, sin embargo, dos días después, se presentó bien aseado. —Dice mi coronel que si puede recibirlo esta tarde. Escuché a Felipe sorprendida, sintiendo una ráfaga de ansie- dad. Me estudié a mí misma, tenía las mangas del vestido arre- mangadas, las uñas rotas, mantequilla en los dedos y diez kilos de más que en aquella fotografía. —No me reconocería. Esa foto tiene como trece años. He cambiado mucho, además, ¿qué gano con verlo? Ya no estoy para esos trotes. Felipe salió con la cabeza gacha y yo me encerré cuando el coronel pasaba a caballo, ante la mirada atónita de los demás. Una mañana Marcelo me encaró: —Oiga Carmelita, ¿qué no piensa salir? Ese pobre hombre está haciendo una zanja.

248 bajo el asedio de los signos —Está esperando un fantasma. Hace tiempo que no soy Car- mela. —¿Pero no piensa ni hablarle? Mejor atiéndalo y que se vaya. ¿Que se vaya? ¿Decepcionado? Yo que siempre fui vanidosa no podía permitirse decepcionar a un admirador. Primero muer- ta. Me dirigí hacia mi habitación, enfrentando al espejo. Recordé la noche de los cañonazos. Aquella vez en que me estiraba las sienes y pintaba mis pocas canas. Seguía siendo hermosa, con ese cuerpo esbelto y las manos suaves que solo tocaban jabón perfu- mado. Esos días lucía bella... ¿y ahora? Mi rostro perdió la tersura por el trabajo agotador. Se me habían ensanchado la cintura y las caderas. Me sentí vieja y peor aún, fea. Ya no luchaba como con- tra el inevitable paso de los años. Al estar lejos de los reflectores, olvidé el gusto por mi arreglo. Comencé a llorar porque enterré mi existencia demasiado pronto, sin meditar si quería separarme de la esencia de Carmela. Esencia que estaba cocida a mi espíritu, a mi ser más infinito. Carmela no había muerto. La artista que llevaba adentro, se resistía a perecer. El coronel me enfrentaba a una realidad que no podía negar, porque al negarla, me negaba a mí misma. Acaricié mi rostro con la yema de los dedos. Me estudié al es- pejo y así de noche, ante la tenue luz de la luna, me percibí distin- ta. Fue como si mi sangre comenzara a fluir de nuevo. Soltando el cabello de los broches, pasé mi mano por el pecho, escuchando los trotes de caballo. Era el admirador que me recordaba que era una mujer capaz de despertar calor en un hombre. Respiré pro- fundo, y de mi ser emergió una energía olvidada deleitándome corporal y espiritualmente. En la calle, el coronel Hernández cabalgaba furioso. Debía irse e ignoraba cuándo podría retornar. Nada había funcionado para

narrativa 249 acercarse, por lo que miraba el balcón con frustración. Esa venta- na jamás se abriría. Entonces escuchó una potente voz y pudo contemplarme como una diosa, envuelta en un sedoso camisón blanco, mien- tras entonaba una melodía de opera. Quedó maravillado con las notas, transportándose a un espacio donde no había tiempo. Era nuevamente una diva inalcanzable. Al terminar, se acercó con un clavel rojo en la mano y lo miré a los ojos. Ni los kilos de más, ni los años me arrebataron la idea de que lucía hermosa. Recibí la flor con una sonrisa. —Es usted maravillosa Carmela, nunca olvidaré esta noche. Debo partir a Chihuahua, pero hace que valga la pena cualquier espera. No sabía si lo volvería a ver o si habría un lazo en el futuro. Solo entendí que era admirada como antes, las reverencias no acababan. Permití que el coronel me besara la mano, quedando con la firme convicción, de que yo siempre sería Carmela.

250 bajo el asedio de los signos Sandra Mortis

Desde Mi Trinchera

Desde mi mundo diminuto, mi trinchera intocable de soledad parcial, muevo las piezas de mi hábitat como reloj cada movi- miento en cadena: desempolvo mis herramientas literarias, reacomodo tesoros en cajones, el pasado regresa al removerlos para desenredar los recuerdos y armar las letras. Se acumulan distancias, se cercan espacios en mi pacífico en- torno. Cada objeto hace su nido, siembro mi estancia de limpieza en las habitaciones. En cada libro una historia oculta, aparte de la de sus páginas que huelen a juguete recién desempaquetado sin son nuevos, abriendo una fiesta entre sus hojas. Toman vida con anotaciones como señas infiltradas para usarlos de epígrafes y releer los mejores poemas o párrafos. El péndulo de las horas en armonía con la palabra, yo agaza- pada entre las sombras del pasado balbuceando versos, corroídos momentos en la sustancia amada de la paz y sin sentir los días. Cada minuto mece la armonía de la serenidad, el tiempo se vacía sin descanso y brota lo interno, lo caduco despacio se des- perdiga, la sentencia se acomoda en la mente donde flota el verbo, mientras el canto luminoso de la tarde y los pájaros en el teclado buscando sus alas.

narrativa 251 Clara marcha del desasosiego me abandona este verano y nuevos soles alimentan mi ventana, vivo entre paredes que laten como pradera. Con mi padre que duerme los años en su siesta y su sonrisa traviesa desenreda los miedos, mi hermana en libertad de trajinar, ha superado el mutismo y mi sobrino discreto con su juventud madura. Mi familia vive sus años distintos, el velamen que cada quien maneja a la deriva o consciente del puerto en que anclará su bar- co. Desconocen que su presencia despierta mi lucidez después de tanto estar a solas, que desembarcaremos aunque cada quien siga su camino. La noche llega con su mirada de estrellas y la luna en vigilia esboza la casa, donde ya no mido mis actos con rigidez. Serena o a veces insomne me entretiene la mente con sus juegos o anhelo la blancura sin pensamientos. Pero que no me abandonen: la rebeldía de la palabra, el verso solidario, quererme sin pesares, soltando rencores y arrepenti- mientos tardíos, ya que tengo la mañana, el cielo, la casa, el ali- mento, mi poesía y una familia que me lo permite, que quizás me gané en otra vida. El hemisferio de mi alma concuerda con el entorno impertur- bable en que me poso cada día, sin pensar más que en la rutina que me espera olvidando la época oscura de mi existencia. Ha muerto la indiferencia, amo al infalible empuje de las horas.

Pueblo en el Limbo

Se escuchan los cascos de unos caballos en la calle empedrada. Son un grupo de rancheros que al pasar por un pueblo callan.

252 bajo el asedio de los signos Al salir del último tramo de casas se acaba la neblina y empie- za a verse la luna, entre el grupo de árboles del bosque. —¡Qué miedo ese pueblo!, ¿por qué siempre lo pasamos de noche? —A mí lo que más terror me da, es esa niebla que lo cubre. Se me enchina la piel y hasta creo ver ojos que nos vigilan desde algunas casas. —Se cuentan historias terribles de cómo el pueblo acabó de pronto. —En el día es diferente, solo se oye el sonido del viento y se vislumbra el polvo acumulado en las desvencijadas viviendas. Pero algunas veces se oye el llanto de un niño. Mientras, transitan conversando de sus tierras y familias hasta encontrar un lugar donde acampar en espera del amanecer, para seguir su viaje. Al poblarse de negrura total, una sombra dibuja las fachadas del pueblo con sus alas oscuras en cada rincón. Solo un niño des- pierto, desde una ventana observa ese titán de humo recorrer las calles. Su madre asustada toma al niño en brazos, regañándolo llorosa y sin ojos. El pequeño no entiende que es culpable de la desolación del lugar, ella perdió los ojos, pero a su pequeño lo cuida para que no se dé cuenta de lo que pasa. El pueblo está sin descanso, en las no- ches buscan sus hogares, para huir de la furia negra que los sigue. Lejos del cementerio con las sepulturas abiertas sin ninguna flor. —Apúrate el amanecer se acerca. —Voy volando ¿no te das cuenta? —Si perdiste los pies el otro día, como a mí me pasó con mi oreja izquierda. Es el polvo lo que vuela.

narrativa 253 —Más rápido, ahí está la entrada, mis brazos los olvidé en el desván, detén la puerta. Otros también corrían apurados a sus casas, con sus miem- bros amputados o algún órgano de fuera. Eran pocos los desba- lagados, al llegar las puertas se cerraron una tras otra y el silencio llegó al terminar la oscuridad. Las fosas del camposanto se clausuran de nuevo, mientras el sol congela los espectros de las casas.

Imagen de Libro

Le gustaban su textura, su olor. Cuando los sacaba de la biblioteca le costaba desprenderse de ellos. Tenía un semblante embelesa- do al sostener uno entre sus manos. Reía o lloraba a la par de las emociones de los personajes. Su madre se preocupaba porque prefería la lectura a los juegos y diversiones. En cambio, su papá estaba orgulloso de ella y fomentaba su afición comprándoselos. Gozaba de pequeña al acompañar a su progenitor a la librería. Desde que aprendió a leer, se sumergía en las páginas sin sentir el paso de las horas. Sus padres discutían cada vez más seguido por la situación de su hija. Y al escucharlos, se angustiaba. Las peleas eran ahora por otras situaciones y cada vez mayores. Pensaban divorciarse. Al enterarse, se sintió culpable y se encerraba en su habitación todo el día. Ahora los libros no los abría por placer, lo hacía como escape a su tristeza, uno tras otro sin parar. Una noche desapa- reció, su imagen quedó grabada en una portada y en cada hoja, ella lloraba.

254 bajo el asedio de los signos Recorrido

En el autobús, las miradas a mi lado paralizan las pestañas de mi rostro. Cada milímetro vigilado por el peso de esos ojos, me pe- trifica. No puedo mover la cara, ante tal vigilancia. En la parada, al bajar me libero del imán que ataba a mi vista sometida, por ese asedio de ojeadas que me rodearon. Entre la gente, sale un individuo de una cortina de cuerpos. Le sorprende mi cuerno ¡pero esta mañana lo pulí! ¿Qué les pasa a todos? Seguí mi camino a la biblioteca, cada día crece más mi co- nocimiento. Ronda mi mente un pensamiento: que la empleada volteará el libro al ponerlo en la barra de paquetería y eso hace. ¡Esto es nuevo! En la calle mis piernas se tornan pesadas. Mi piel se vuelve gruesa y gris, la gente se asusta. Corro al oír: ¡Auxilio, llamen al zoológico!

Eternos

La luna gotea en la ventana de la sala, el planeta apareció en mi habitación, sobre la cama me convertí en puente y se me reveló cúbico el universo. ¿Dónde está la puerta que atraviese el cuerpo y no se confunda con Dios? ¿Qué infierno no pierde la batalla ante la impávida razón? ¿Dónde encontrar la escala de los sueños que nunca tropiece con la indiferencia? Todo es posible si nos sabemos eternos...

narrativa 255 Silvia Rousseau

Crónica de un beso

Todo empezó a las cinco de la tarde, cuando cerró la ferretería. Yo estaba en la oficina poniéndome unas calcetas gruesas encima de las pantimedias, porque el frío de noviembre no tenía perdón, eso de trabajar de día y estudiar de noche me resultaba más difícil cuando llegaba el invierno. Armando me esperaba afuera montado en la motocicleta encendida, tomé mis libros, salí por la puerta de atrás del negocio y lo alcancé en la banqueta, monté en el vehículo, abracé al muchacho por la cintura y arrancó rumbo al cine Anza. El viento y la bruma vespertina descompuso mi cabello y mis ma- nos se helaron sobre su cinturón, pero allá iba, corriendo por la avenida Ruíz, llevada más por la curiosidad que por otra cosa. Él tenía 20 años, yo 18. Él era veracruzano y yo bajacalifor- niana, yo no sé si era bonita, pero él no tenía nada hermoso qué mostrarle al mundo. En la ferretería le apodaron el Manzanas, porque se parecía al compositor Armando Manzanero. Era cha- parro, regordete, moreno oscuro y con facciones de mulato. No sé qué estaba pensando cuando esa mañana acepté ir al cine con él, aunque para eso había necesidad de pintearnos la primera clase en la prepa. He pensado muchas veces en él, sí, ni los años me han hecho olvidar aquella tarde, en ocasiones la recuerdo con ternura, otras

256 bajo el asedio de los signos con coraje, otras simplemente me río y vuelvo a mis quehaceres de siempre. En ese entonces sentía una curiosidad inmensa, una ansiedad amplia y plagada de incógnitas producidas por la falta de un novio, debía averiguar por mis propios medios, qué le de- cían a una al oído; cuál era la sensación al recibir en los labios un beso tierno y amoroso; saber si en realidad existían mariposas en el estómago o simplemente era una agrura fenomenal al probar la saliva ajena. Porque sin duda eso iba a suceder en la sala del cine, él me iba a besar, lo sabía, yo le gustaba mucho, me los decían sus ojitos cada vez que llegaba de cobrar las facturas a los clientes, algo inolvidable iba a ocurrir pronto. Llegamos al cine donde trabajaba mi tío Lupín y él nos paró en seco en la entrada. «Es una película para adultos hijita», dijo al tiempo que recorría como un escáner la anatomía de mi acom- pañante, a lo que respondí con mucha seguridad que no tenía problema, porque mi mayoría de edad estaba escrita en mi cre- dencial de elector, la llevaba en la bolsa por si quería constatar mi dicho. Lupín cerró los ojos, se pasó la mano por la frente y con un gesto nos dejó entrar. La función ya había comenzado pero nunca supe qué película se exhibía en la pantalla, mi territorio era escaso: su butaca y la mía. Mis ojos buscaban algo en la oscuridad y solamente vi la silueta de Armando, el Manzanas, el que sería para siempre el dueño de mi primer beso. Más pronto de lo esperado posó su brazo sobre mis hombros, no usaba loción, no dijo nada, volteó a verme, mojó sus labios gruesos con la lengua y arrebatadamente cubrió mi boca con la suya, como si se tratara de darme respira- ción boca a boca; su músculo lingual parecido a una anguila des- quiciada, revoloteaba dentro de mi cavidad bucal, chocaba mis dientes y carrillos, otras veces exploraba mi paladar como una

narrativa 257 lombriz de tierra que busca una salida desesperadamente; por un momento pensé que iba a succionarme las amígdalas, no lo hizo, pero una nausea invadió mi garganta y por poco le expulso los restos de la torta de aguacate que había comido a mediodía. Ape- nas podía respirar, todo estaba negro y asquerosamente húmedo. ¿Por qué este pedazo de zoquete, no hacía lo mismo que Marcello Mastroianni, cuando acariciaba los labios a la actriz Sophia Loren en la película «Los girasoles de Rusia»? A codazos hice que se quitara de encima, «¡Ya, ya, yaaa!» mi voz repetía y más que una orden era un ruego, luego abracé mis cosas y corrí hacia las gruesas puertas de la sala, atrás sentía los pasos del Manzanas, trataba de alcanzarme insistiendo en volver a las butacas. No tuve más remedio que ir con él a la prepa, sentada en la moto, abrazando su chamarra apestosa a aceite quemado y a ga- solina. La noche sin luna helaba mi cara, la nuca, la matriz y sus anexos; el arrepentimiento era una sábana espinosa que me en- volvía toda. Al llegar él me pidió que fuera su novia, le respondí un no desnutrido, asegurándole que nunca me acostumbraría a los besos veracruzanos. Se alejó con las manos en los bolsillos, con su levis flojo y se perdió en las canchas de basquetbol, yo fui corriendo al baño y por más esfuerzos por lavar mi boca no podía quitar la mancha que el Manzanas había dejado en ella. Nadie me obligó a ir con él esa tarde, por fortuna mi curiosi- dad juvenil solamente había sido una caricia y no lo que estaba debajo de su levis. Por eso en ocasiones lo recuerdo con ternura, otras con coraje, otras simplemente me río y vuelvo a mis queha- ceres de siempre.

258 bajo el asedio de los signos Sylvia Manríquez

Isela dice que yo también hago striptease

A veces en la vida hay seres afortunados que tienen la dicha de trabajar en algo que les gusta, ese es mi caso. Hacer programas de radio me gusta mucho porque me permite comunicar informa- ción importante, interesante y divertida. No sé bien hasta dónde puede llegar el mensaje de lo que transmito, pero sí sé que hay lugares donde el auditorio es cautivo porque nada más Radio Sonora se escucha allí. Mi trabajo como conductora y productora me ha dado opor- tunidad de platicar con gente interesante y compartirlo con el au- ditorio de mis programas. Empecé a hacer entrevistas por el año 1998. Me daba mucho miedo acercarle la grabadora a la gente. Recuerdo que era una Tascam muy grande, se colgaba del hombro como una mochila, se le conectaba un micrófono normal. Me temblaban las piernas lo mismo que la primera vez que conduje un carro. Precisamente por ese miedo que sentía, seguí haciendo entre- vistas. Empecé con un programa sobre oficios, la gente me plati- caba sobre lo que hacían para vivir. Después, el mismo programa llamado «Genio, figura y voca- ción», cambió. Ahora entrevistaba a personajes de la comunidad. Todas las entrevistas que he hecho son entrañables para mí. Un

narrativa 259 día, Francisco Moreno Gil, ya fallecido y entonces mi jefe, me preguntó: ¿No quiere entrevistar a Isela Vega? Ella es prima de su esposa, Lety Vega. Era el 08 de octubre de 1999. Dije que sí, por supuesto. Aunque la personalidad de esa mu- jer que solo conocía en películas me inspiraba temor por su pre- sencia imponente y su voz fuerte. La señora es amable pero de voz impositiva. Inicié la entre- vista preguntado sobre su infancia, recordando su nacimiento en Hermosillo, su crianza en La Colorada hasta que tuvo que volver a la capital del estado para estudiar la primaria. Platicamos de sus siete hermanos de los que entonces que- daban cinco, ya habían fallecido Marina y Javier, quien cantaba «Campana rota», éxito de los sesenta. Me aseguró que sus mejores recuerdos vienen de la niñez. Ella contaba los días que faltaban para las vacaciones para regresar al rancho. Recordamos el pick up de modelo antiguo en que viajaban, y ella entre la chamacada alegre en la parte de atrás, con los cabellos al aire. Luego me contó que cuando tenía 15 años se fue a Estados Unidos, y a los 19 se fue a la ciudad de México. Yo absorbía cada palabra, cada gesto. Los nervios fueron despareciendo porque ella se llenó de empatía al recordar la infancia y me llenó de con- fianza. Yo preguntaba y ella respondía todo. —¿Se fue sola? —pregunté—. Sí, y a Estados Unidos también me iba sola... Me contó de su primer trabajo: fue como modelo. Recorda- mos los zapatos de aguja y punta aguda. Me preopcupé con ella ante la visión de este tormento y tener que caminar en las casi siempre mojadas calles del D.F., hasta encontrar un taxi. —¿Qué fue la primero que modeló de Max Factor? —Maqui- llaje y cremas, enseñaba las manos y la cara— y hasta me cantó:

260 bajo el asedio de los signos «Max Factor Hollywood» el eslogan del anuncio. Yo no cabía de emoción ¡Isela Vega estaba en mis micrófonos y cantó algo veni- do de sus recuerdos! Hablamos del secreto para estar siempre bien y lo que ella piensa de envejecer, de sus inicios en la actuación y cómo ella quería en realidad ser cantante. De la primera vez que cantó y se moría de los nervios, desde atrás de las cámaras Marco Antonio Muñiz le hacía señas de que sonriera y se relajara. —¿Cómo conoció a Alberto Vázquez? —Pues cuando en un estudio se dieron cuenta que yo era de Sonora me mandaron con él, que por allí andaba grabando una película, porque también era sonorense. Pensaron que por ser paisanos nos caeríamos bien... —Y sonrió. Ya se sabe que ellos tuvieron un hijo, Arturo. —¿Qué le dijeron acá en Sonora, su familia, cuando se fue a la capital del país? —Mi mamá se preocupaba mucho, porque yo era una muchacha sola en el D.F., así como se preocupan las madres por los hijos. —¿Y después de su primer desnudo en el cine? —¡Me aplau- dieron! Para entonces ya había muerto mi mamá. Y luego se me ocurrió preguntar ¿Volvería a hacer desnudos? Isela estaba a un mes de cumplir 60 años y yo había cumplido 33 años hacía apenas cinco días. —¡Claro! —me dijo— ¿o tú no haces striptease? —y me sor- prendió. Nerviosa negué con la cabeza. —¿No te desnudas todas las noches delante de tu esposo? Ves, todas hacemos striptease. Para que tengan una idea de la imagen de entonces de Isela Vega, hacía muy poco se había estrenado la película «La ley de

narrativa 261 Herodes». Y con este tema y el de sus proyectos terminamos la entrevista.

262 bajo el asedio de los signos autores

Poesía

Abdul Machi. Músico y compositor. Ha colaborado en periódicos como Uno más Uno y en revistas electrónicas e impresas en España, Ar- gentina, Canadá, Perú, México y Venezuela. Se han publicado sus li- bros El día que la Muerte murió (ITSON, 2007), El jardín de Otneimirfus (APALBA, 2010), Presurrecciones (2014) y Un monstruo de tantos (2014).

Alba Brenda Méndez Estrada. Es poeta y licenciada en Litera- turas Hispánicas por la UNISON. Ha publicado desde 1985 en Sonora y otros estados; ha editado tres poemarios en Hermosillo. Parte del tra- bajo poético se incluye en antologías de poesía o literatura, estatales y nacionales así como la editada en Lima, Perú por la Casa del Poeta Pe- ruano.

Alicia Minjárez (Tijuana, Baja California). Poeta y cantante cautiva. Miembro del taller de creación literaria y fomento a la lectura «Papelito habla», del Instituto Sonorense de Cultura. Promotora cultural e inte- grante del grupo de maestros del Club Pequeños Cautivos por las Letras y las Artes. Coordinadora de Relaciones Internacionales y de Canto, del Colectivo Internacional Cautivo por las letras y las Artes. Conductora de radio y televisión.

Casildo Rivera (Huatabampo, Sonora). Maestro de Educación Es- pecial. Egresado de la Escuela de Letras de la Universidad de Sonora. Promotor cultural y editor de revistas testimoniales independientes. Di- rector de los documentales: El hombre invisible, Pluma forever y Junio. Colaborador en revistas y suplementos culturales.

263 Clara Luz Montoya (Navojoa, Sonora, 1967). Poeta, promotora cultural especialista en programas de lectura (UAM). Estudia Literatu- ras Hispánicas en la Universidad de Sonora. Responsable del Área de Fomento a la lectura (CEB-Instituto Sonorense de Cultura). Autora de Ecos íntimos y Bosque de tréboles. Maestra en talleres de escritura crea- tiva y fomento a la lectura en clubes infantiles, asilos de ancianos y cár- celes. Presidenta del Colectivo Internacional Cautivos por las Letras y las Artes. Miembro de Escritores de Sonora A.C. Premio «El Valor de la Vida» de World Academy of Arts and Culture WAAC-UNESCO 2011, categoría «Castellano»; desde entonces es miembro vitalicio de la mis- ma. Editora de Dedos sensibles, libros en braille, y de la colección Libro Canapé.

Claudia G. Chávez. Es miembro de Escritores de Cajeme A.C. Publica en el suplemento cultural «Quehacer Cultural» del Diario del Yaqui. Uno de sus cuentos fue seleccionado para la antología Texturas Linguales I, editador por Minilibros de Sonora y ESAC (2013). Participa en el taller de creación literaria coordinado por los maestros Juan Manz y Juan Diego González. Sus poemas fueron incluidos en la antología De huaynos y mariachis, editado por Cadelpo en Perú (2013). Reciente- mente participó en el taller de novela de Élmer Mendoza y uno de sus cuentos es parte de la antología Vagones de letras (2014) producida por el Museo de Sonora en la Revolución.

Cristian S. Islas M. Músico, maestro y escritor. Imparte cátedra en el Instituto Tecnológico de Sonora y es coordinador del café literario. Ha participado en varios talleres de literatura.

Ernesto Moncada (ciudad de México, 1973). Licenciado en diseño gráfico; autor de la novela Cayendo (ISC, 1999), la colección de relatos Siete pares de ojos (CECUT/CONACULTA, 2000) y el poemario Posíasma- lías (LawnGnome Publishing, 2011); produce eventos artísticos en el cen- tro metropolitano de Phoenix, Arizona, desde 2008. Es miembro funda- dor y director de la compañía de teatro experimental Colectivo Arcana.

Federico Corral Vallejo (Parral, Chihuahua). Poeta, ensayista, crítico y editor. Tiene publicadas entre otras, las siguientes obras: La me-

264 bajo el asedio de los signos táfora subrayada (ensayo, 2009); Desprovisto de equipaje (Poesía, 2013). Ha recibido los siguientes reconocimientos: Premio Nacional Carlos Pellicer para Obra Publicada 2002 como editor, Villahermosa, Tabas- co. 2003. Premio Programa de Publicaciones 2004 del ICHICULT con el libro de ensayo Principios de Sensibilidad; y el Premio AFEMIL Brasil- hispanoamericano de Literatura 2006, Minas Gerais, de Belo Horizonte, Brasil. Premio Nacional de Poesía XXXIX Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro, 2009 por su obra De plumas y huesos. Su trabajo ha sido traducido al inglés, francés y portugués y publicado en EE.UU., Canadá, Brasil, Argentina, Cuba, España y Puerto Rico.

Françoise Roy (Québec, Canadá, 1959). Traductora, poeta, narra- dora y fotógrafa, vive en Guadalajara, México, desde 1992. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Traducción Literaria en Poesía (INBA 1997), el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal, los premios interna- cionales de poesía Ditët e Naimit (Macedonia) y Poetry Nights of Cur- tea de Arges (Rumania). Ha publicado hasta la fecha doce poemarios, tres plaquettes, tres novelas y un libro de cuentos.

Gloria del Yaqui. Es importante para ella estar en contacto con Dios y la naturaleza. Es cronista del pueblo más hermoso del mundo: Pueblo yaqui, Sonora, México. Le deleita el canto del grillo, el croar de las ranas, el zureo de las palomas y el olor del café tostado.

Iván Camarena (Hermosillo, Sonora, 1981). Licenciado en Literatu- ras Hispánicas y maestro en Historia Regional. Ha publicado los poe- marios Lamenavajas (2008), Magdalena desnuda jugando a los poemas (2008) y Andarlanada (2009). Actualmente es becario del Fecas en la categoría de Creadores con Trayectoria y estudia un doctorado en Cien- cias Sociales en El Colegio de Sonora.

Jeff Durango. Algunos le dicen simplemente el Savín, otros Raúl o el Watusi, lo cierto es que la mayoría de sus libros los firma como Jeff Durango. Es principalmente editor y escritor. Promotor cultural, perio- dista, asesor de imagen y relaciones públicas. Sus libros más recientes son Alas de mosca, Virgencita de mi corazón y Como si lo que fuera a decir te trajera de nuevo a mí.

autores 265 Jorge Bustamante. Geólogo, escritor y traductor. Ha publicado In- vención del viaje (poesía, 1986), El desorden del viento (poesía, 1989); El caos de las cosas perfectas (poesía, 1996); Henry Miller: entre la desespe- ranza y el goce (ensayo, 1991), Literatura rusa de fin de milenio (ensayo, 1996), Diez modos de contemplar un río (cuento, 2004), El milagro de las cosas nombradas (ensayo, 2010), El viaje y los sueños. Un ensayo vaga- bundo. Un recorrido por la obra de Sergio Pitol (ensayo, 2013). Sus tra- ducciones de poetas y escritores rusos han sido publicadas en México, Colombia y España: Poemas de Anna Ajmátova (1992); Cinco poetas ru- sos (1995); Palabra del solitario. Ensayos sobre poesía rusa (1998), Poemas escogidos de Anna Ajmátova (1999), El instante maravilloso: poesía rusa del siglo XX (2004), El perro vagabundo y otras memorias de escritores ru- sos (2008), Lev Tolstói. Conversaciones y encuentros en Yásnaia Poliana (2012), La vida entera y otros cuentos raros de escritores rusos (México, 2013). Mantiene inéditos Enseres para una biografía (poesía) y La poesía y la tabla de Mendeleiev (ensayo). Prepara la novela Apuntes del rumor del tiempo.

Jorge Souza Jauffred. Es poeta y doctor en Lingüística. Es autor de once libros de poesía, seis antologías de poesía contemporánea y cientos de artículos de divulgación sobre literatura. La Enciclopedia Temática de Jalisco dice, entre otras cosas, que «Jorge Souza es un poeta de largo aliento. Su verso es frontera entre la prosa poética y el encabalgamiento y siempre centro de lo fundacional: su palabra es la destinada al re ini- cio, al re nacer. Poeta medidor de la musicalidad del verso y la tensión, donde el silencio es la tregua necesaria con el nómada que siempre he- mos sido».

Josefa Isabel Rojas (Cananea, Sonora, 1960). Libros: Para que es- campe (Universidad de Sonora, 1991), Detenerte tanto (FONCA, 1999), Casi un cuento (La Cábula, 2006), Versiones del porqué (Universidad de Sonora, 2010), Detenerte tanto. Posía reunida (ISC, 2011) y ¿Qué está haciendo el lobo? (Minilibros, 2013). Blogs: http://quemevanahablardea- mor.blogspot.mx http://detenertetanto.blogspot.mx http://paraquees- campe.blogspot.mx http://dequieneslamirada.blogspot.mx

266 bajo el asedio de los signos Lina Zerón (México, D.F., 1959). Es autora de dieciséis libros de poe- sía, seis novelas y un libro de cuentos. Periodista y promotora cultural. Directora de Linajes Editores y Pluma y Café. Ha sido traducida a más de 12 idiomas. La Sociedad de Escritores de China le otorgó una resi- dencia de autor por tres meses en Shanghai, China, en 2013. Doctora honoris causa por la Universidad de Tumbes, Perú, en 2007. «Mujer del Año 2002» en el Estado de México. Vocal de la Academia de Extensión y Difusión de la Cultura en la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, de la UNAM.

Mara Romero (Ciudad Obregón, Sonora). Poeta y narradora, ha pu- blicado siete libros, coordina el Encuentro Internacional de Escritores Bajo el Asedio de los Signos y es vicepresidenta de Escritores de Cajeme A.C.. Pionera del arte del performance en Cajeme, su obra aparece en más de 50 antologías nacionales e internacionales, publica sus reporta- jes turísticos y culturales en la sección «Las visitaciones de Mara», de Tribuna del Yaqui.

Mario Alonso López Navarro (1959). Poeta, narrador y traduc- tor. Obtuvo el segundo lugar en el Premio Nacional del Magisterio por Sudor que vuelve (inédito) y el Primer Lugar Nacional en Issstecultura (1996) para narrativa infantil por Recuento de horas. En dos ocasiones ha obtenido el Premio de Poesía Estatal 20 de noviembre, en San Luis Potosí, por Variaciones sobre un retrato hablado (1991), y Murmullos (2005). En 1999 obtuvo el Premio Regional de la Península de Yucatán por La apariencia del árbol. El desayuno del Shaman fue el poemario que obtuvo mención honorífica en los juegos florales de Lagos de Moreno. Parte de sus obras han sido traducidas al inglés, flamenco y francés.

Meztli Estrada (Álamos, Sonora). Ha participado en distintos performances poéticos y presentaciones de libros en ciudad Obregón y Álamos. Formó parte de exposiciones colectivas e individuales de pin- tura, fotografía-poesía y dibujo. Actualmente es encargada de círculos de lecturas de la biblioteca pública. Recientemente participó en el taller de novela de Élmer Mendoza y uno de sus cuentos es parte de la anto- logía Vagones de letras (2014), producida por el Museo de Sonora en la

autores 267 Revolución. Es fundadora y coordinadora general de la Feria del Libro en Álamos, Sonora.

Missael Duarte Somoza (Juigalpa, Nicaragua, 1977). Poeta, maes- tro y promotor cultural. Miembro del Consejo Editorial de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea de la Universidad de Texas, EE.UU. Ha publicado los poemarios Líricos instantes (Leteo, 2007), Lienzos de la otredad (Foro Nicaragüense de Cultura, 2010) y Canvas of the Otherness (Leteo, 2012, edición bilingüe). Merecedor de una beca del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica y Haití en Mé- xico (FONCA). En la actualidad, cursa la Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas.

Ricardo Baldor (Puebla). Periodista cultural y editor. Ha publicado en periódicos de Sinaloa y en revistas de Culiacán, Guadalajara y la ciu- dad de México. Es autor de los libros de poemas Vestigios de las puertas (2003). Volver a decir el mar (2005) y La vía muerta (2013). Colabora con lectura de sus poemas en la radio universitaria de Sinaloa.

Rubén Meneses (Sahuaripa, Sonora). Es profesor investigador en la Universidad Estatal de Sonora, en San Luis Río Colorado. Ha publica- do los poemarios: Sombras de vuelo y Bluesin’; las novelas: Give me one penny y Que nadie me llame cobarde, y el libro de cuentos: Pídele a Dios que te toque buena muerte. Coordinador del encuentro de escritores: Jornadas Binacionales de Literatura Abigael Bohórquez.

Selene Ramírez. Estudia el doctorado en Literaturas Hispánicas por la UNISON. Sus poemas forman parte de varias antologías. Formó parte del grupo de rock «Eris». Ha participado en varios encuentros de escri- tores.

Zelene Bueno (Guadalajara). Estudió la licenciatura en Filosofía en la Universidad de Guadalajara, es pasante de la Maestría en Letras de Jalisco y un diplomado en Literatura en la Sogem. Ha publicado los li- bros de poesía Esta casa que soy (2001), Raíces de ciudad (2004), Niña que piedra (2010), Para nombrarte (2012) y Umbrales del tiempo (2013).

268 bajo el asedio de los signos Su poema «Una es el canto» mereció el primer lugar en el VI Encuentro Iberoamericano de mujeres en el Arte México España.

Zteban Klop (Cócorit, Sonora, 1991). Poeta y músico. Escribió los poemarios Sobre la tinta (2012) y Palabras sencillas (2013) y Mujer siem- pre lejana (2014). Fue organizador de los martes literarios Café Bukows- ki.

Narrativa

Adolfo González Riande (Veracruz, Veracruz, 1950). Licenciado en Periodismo por la Universidad Veracruzana. Coordinador del cine- club en el Instituto Tecnológico de Sonora. Colaborador del cineclub «Cinefilia» en Biblioteca Pública «Jesús Corral Ruíz». Colaborador editorial en el Suplemento «Quehacer Cultural» del Diario del Yaqui, en Ciudad Obregón. Miembro de la Red de Cineclubes de Sonora. Co- laborador en las revistas Contactox.net e Infocajeme.com. Miembro de Escritores de Cajeme, A.C.

Alfonso Badillo Dimas. Autor del libro Cometa, con el cual obtu- vo el Premio Manuel José Othón, convocado por el Gobierno del Estado de San Luis Potosí, en 2013.

América Pina Palacios (México D.F., 1942). Colabora en diferentes medios de comunicación, uno de ellos es «Quehacer Cultural» del Dia- rio del Yaqui. Participa en talleres artísticos y realiza actividades cultura- les en la Casa club del Jubilado y Pensionado del Isssteson en Cajeme. Asistió al taller de novela con el escritor Élmer Mendoza. Uno de sus cuentos forma parte de la antología Vagones de letras (2014) producida por el Museo de la Revolución en Sonora.

Anneth Marín. Tomó el taller de novela con el escritor Élmer Men- doza (septiembre de 2014). Estudia Comunicación en ULSA Noroeste, es integrante del Taller de Escritores de Cajeme A.C. Ha publicado en el periódico cultural La Voz del Norte, en la antología Vagones de Letras (2014) y ha participado en mesas de lectura en diversos encuentros li-

autores 269 terarios y ferias del libro. Toma el Taller de escritura creativa con Juan Manz y Juan Diego González.

Bécker García (Huatabampo, Sonora, 1959). Participó en los talleres literarios del maestro Rafael Ramírez Heredia, impartidos en Ciudad Obregón, Sonora. En 1998 ganó el Concurso del Libro Sonorense con el libro de cuentos Tráfico entre deseos. Actualmente se desempeña como director de Cultura de Cajeme y sigue con el oficio de la escritura.

Carlos Moncada (Ciudad Obregón, Sonora, 1934). Se inició en el periodismo como redactor en el Diario del Yaqui de esa población y lle- gó a ser director. Reportero fundador de El Sonorense en 1963 y director general en 1991. Director de la revista Universidad de Sonora de 1964 a 1967. Actualmente es miembro del Consejo Editorial de la Unison y del Comité Editorial de la Revista Universidad, así como columnista del diario Crítica. Tiene publicados más de treinta libros de historia, crónica, novela, cuentos, ensayos y artículos periodísticos. Ha ganado diversos premios de periodismo y literarios.

Christel Álvarez Chávez (Huatabampo, 1979). Promotora de lec- tura y madre de cinco. Amante de los libros y la buena comida, de la noche y los amaneceres con besos.

Daniel Camacho (Pericos, Sinaloa, 1940). Radica en Hermosillo, Sonora. «Escribidor tardío», nace con su poemario Carrizos tiernos (La Cábula, 2000). Discípulo en talleres con Guillermo Samperio, Alber- to Diego, Juan Diego González, Francisco González G. —UNISON— y Guillermo Munro. Cuentista; suyo es el concepto Abuelo cuentacuentos (cuento para encantar). Miembro de Escritores de Sonora (ESAC).

Esteban Domínguez (1963). Licenciado en Letras Hispánicas (UNI- SON). Coautor del poemario Gestos del silencio, publicado por la Uni- son en 1997. Autor de Soy tu confidente, soy tu secundaria, libro de cuen- tos, coeditado por el SNTE, sección 28 y la Universidad de Sonora, en 1999. Ganador del Concurso del Libro Sonorense en el género de novela en el 2002. Su libro de cuentos Detrás de la barda fue seleccionado para las bibliotecas de aula de la SEP en el 2005. Ganador del Concurso del

270 bajo el asedio de los signos Libro Sonorense, 2010 en el género cuento para niños, con el libro El viejo del costal. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C., y actual- mente dirige la editorial Minilibros de Sonora.

Francisco González Gaxiola (Mocorito, Sinaloa, 1948). Estudió la licenciatura en Letras en la Escuela de Altos Estudios de la Univer- sidad de Sonora. Cursó la maestría y el doctorado en el Departamento de Lenguas Clásicas y Romances en la Universidad del Estado de Mi- chigan. Maestro de tiempo completo en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. Es autor de El exilio interior mexicano en la novela sonorense de los setentas (Universidad de Sonora, 1993); La enseñanza de la literatura, su problemática en la escuela pre- paratoria (Universidad de Sonora y Colegio de Bachilleres, 1999); Edu- cación y últimas tecnologías (Universidad de Sonora, 1999); y del libro de poesía Historias perdidas en la arena (Universidad de Sonora, 1996).

Gabriel Osuna (Mazatlán, Sinaloa, 1968). Es profesor de literatura comparada en el Departamento de Letras y Lingüística de la Universi- dad de Sonora. Estudió en la Universidad Autónoma de Baja California, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y en la Universidad Estatal de Arizona. Ha publicado ensayos y capítulos de libros, además de artículos en diferentes revistas. Es autor de Literatura e historia en la novela mexicana de fin de siglo (Madrid, Pliegos, 2008). Su primer cuento fue publicado por Edmundo Valadés en la revista Cultura Norte.

Gerardo Hernández Jacobo (Navojoa, Sonora, 1982). Licenciado en Derecho por la Universidad de Sonora. Ganador del Concurso del Libro Sonorense 2006 con la novela Dos píldoras azules y del segun- do lugar en el Concurso Universitario de Cuento 2007 con la obra La ciudad de Julia. Fue beneficiario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora 2009-2010, por el proyecto «El libro de hierro».

Guadalupe Gálvez Álvarez. Trabaja en Radio Sonora como jefe de Grabación y Eventos Especiales, promueve grupos musicales y com- positores sonorenses.Miembro de Escritores de Sonora (ESAC). Su más reciente libro es Libar. Participa en diferentes talleres de creación lite- raria.

autores 271 Guadalupe Velázquez Arballo. Miembro honorario de Escrito- res de Cajeme A.C. Ha tomado el taller poesía y narrativa con los maes- tros Juan Manz y Juan Diego González. Uno de sus cuentos es parte de la antología Vagones de letras (2014), producida por el Museo de Sonora en la Revolución.

Guillermo Munro Palacio (Puerto Peñasco, Sonora, 1943). Ha publicado siete novelas: Las voces vienen del mar, Los sufrimientos de Puerto Esperanza, El Camino del Diablo, No me da miedo morir, Regreso a Puerto Esperanza, La ruta de los caídos y Hombres valientes. El libro Breve historia de Puerto Peñasco, y el ensayo Viento negro, saga del ferro- carril Sonora-Baja California publicada en Dry Borders por la Universi- dad de Utah y Gumersindo Esquer en colaboración con Willian y Gayle Hartmann en Journals of the Southwest. Es editor, cronista y director de la revista mensual Crónicas de nuestra gente. Ha escrito los guiones «La ruta de los caídos» (vendido a Tequila Gang) y «No me da miedo morir» (vendido a Silver Lion Films). Ha estudiado diseño gráfico, publicidad, fotografía, cinematografía, pintura, guión cinematografíco, actuación y producción teatral. Ha dirigido 10 obras de teatro, y filmado documen- tales y cortometrajes.

Ignacio Mondaca (San Luis Río Colorado, Sonora, 1956). Ha publi- cado artículos, crítica y ensayos en diversas revistas de la región: Espacio Escénico de Tijuana; Voz-a-nova de La Voz de la Frontera de Mexicali, La Revista, revista del Instituto Sonorense de Cultura (ISC) y Tiro Libre, semanario sonorense de futbol. En 2003, fue ganador del Concurso del Libro Sonorense, género cuento, con su libro Relatos de ocio (ISC, 2004). Es egresado de la Licenciatura de Literaturas Hispánicas por la Univer- sidad de Sonora, en donde estudia la maestría en la misma área. Su bitá- cora sobre literatura y cultura: (http://humphreybloggart.blogspot.com) ha sido reconocida por el diario El País de España. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C. Actualmente es el coordinador de Literatura del Instituto Sonorense de Cultura.

Ismael Serna (Ciudad Obregón, Sonora, 1982). Es licenciado en Li- teraturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha participado en programas de radio, de fomento a la lectura y como mediador en el

272 bajo el asedio de los signos programa de Salas de Lectura de CONACULTA, este año concluirá su diplomado de profesionalización por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana. Premio Nacional de Poesía Sonora 2009. Es miembro de Escritores de Sonora A.C., y de Escritores de Cajeme, A.C.

J. M. Mariscal (Cajeme, Sonora). Ganador de varios concursos es- tatales y la Beca para jóvenes que otorga Letras Mexicanas para una es- tancia de estudios en Jalapa, Veracruz en 2013. Becario del Fecas 2014. Recientemente participó en el taller de novela de Élmer Mendoza y uno de sus cuentos es parte de la antología Vagones de letras (2014) produ- cida por el Museo de Sonora en la Revolución. Es también fotógrafo y director de cine.

Je Noriega. Hijo, nieto y sobrino de agricultores del Valle del Yaqui, ama la sierra, los montes, el mar, el desierto y a Sonora. Ha sido emplea- do de mostrador, vendedor de purificadores de agua, médico, asesor de políticos, escribano de funcionarios, activista urbano y cronista social, no necesariamente en ese orden. Coordina el Taller de Autobiografía del CERESO Femenil de Cajeme.

José María Ruiz. Miembro de Escritores de Cajeme A.C. Publica en el suplemento cultural del Diario del Yaqui «Quehacer Cultural». Uno de sus cuentos fue seleccionado para la antología Texturas Linguales I, editado por Minilibros de Sonora y ESAC (2013). Participa en el taller de creación literaria coordinado por los maestros Juan Manz y Juan Die- go González. Recientemente participó en el taller de novela de Élmer Mendoza y uno de sus cuentos es parte de la antología Vagones de letras (2014) producida por el Museo de Sonora en la Revolución.

Josefa Trejo Salazar. Maestra en activo de español en secundaria. Tiene la licenciatura y maestría en docencia. Participa en el taller de creación literaria coordinado por los maestros Juan Manz y Juan Die- go González. Recientemente participó en el taller de novela de Élmer Mendoza y uno de sus cuentos es parte de la antología Vagones de letras (2014), producida por el Museo de Sonora en la Revolución.

autores 273 Juan Carlos Valdez González (Guaymas, 1980). Dramaturgo egresado de la Academia de Arte dramático de la Universidad de So- nora. Escribe, dirige y actúa. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora en dos ocasiones y tiene cuatro premios por su dramaturgia. Sus obras han sido representadas en otros estados como Aguascalientes, Chiapas y Colima. Actualmente es estudiante de literaturas hispánicas en la UNISON.

Juan Diego González (Guaymas, Sonora, 1969). Pescador, chalán de mecánico, ayudante de cocina, mesero, periodista, maestro, editor, escritor, estudiante de teología, becario del FECAS, director de teatro juvenil, instructor de talleres literarios, cuenta-cuentos, esposo y padre de familia. Licenciado en Letras Hispánicas y pasante en Filosofía y Le- tras. Tiene varios libros publicados, es activo promotor de la lectura y admirador del Santo Enmascarado de Plata y Blue Demon. Actualmen- te imparte clases de literatura y es representante legal de Escritores de Cajeme A.C.

Juan Manz Alaniz (Ciudad Obregón, Sonora). Escritor y promotor cultural. Autor de Oro verde (1982), Tres veces espejo (1996), Ciudad de siempre (Colección El ala del tigre, UNAM, 1998), Padre viejo (2000), Molinar sin aspas (2006), Recital en fuga (Argentina, 2007), Para repasar el círculo. Poesía reunida (2007) y Trashumo de mirada (XIV Feria del libro Hermosillo, 2013). Fundador, en 2003, del Encuentro Internacional de Escritores Bajo el Asedio de los Signos. Ha dirigido, desde 1986, el Taller Literario de la Biblioteca Pública «Jesús Corral Ruiz». Es miembro fundador de la Agrupación para las Bellas Artes (APALBA) y en 2010 fundó Escritores de Cajeme, A.C. En su trayectoria literaria ha recibido varios reconocimientos nacionales e internacionales. Parte de su obra ha sido incluida en varias antologías y traducida al inglés, francés e ita- liano.

Mara Abdalá (Villa Juárez, Sonora). Es promotora cultural, cuenta cuentos, mediadora de sala de lectura, locutora en el programa en el rincón de los cuentos infantiles. Coordina el Encuentro Internacional de Mujeres Poetas en el Valle de las Letras. Imparte talleres de teatro,

274 bajo el asedio de los signos artes plásticas, autobiografía y creación literaria. Autora del libro Alas de Cigarra (2014). Un grito de hada (cuento infantil, 2014).

Mariana Isabel Gallegos Rojas (Cananea, Sonora, 1999). Parti- cipa en el Taller de Creación Literaria de Centro de Maestros Cananea. Blog: http://trendeletritas.blogspot.mx

Miguel Ángel Avilés (La Paz, Baja California Sur, 1966). Sonorense por adopción. De profesión abogado, y pese a ello, se considera buena persona. Ha colaborado en diversos medios escritos de la región. Es au- tor de unos cuantos libros, la mayoría en el género de crónica. Tiene otros por publicar y para ello busca editorial de prestigio... que lo quiera perder con él. Desde hace algunos años escribe la columna «El Diván» del periódico Sonora Presente.

Nelson González Casaravilla (Montevideo, Uruguay). Reside en Sonora desde 1994. Doctor en Humanidades por la Universidad de Sonora y docente de la misma. Ha publicado tres libros de cuentos: El subibaja, La última función y Los lugares del sueño. Como escritor ha obtenido premios nacionales e internacionales y ha sido incluido en di- ferentes antologías tanto en México como en el extranjero.

Primavera Encinas (ciudad de México, 1974). Es egresada de psico- logía del Instituto Tecnológico de Sonora. Se dedica a la docencia y la psicología clínica. Ha publicado las novelas En los valles de la eternidad (2009), Mona (2011) y Mi vida a tu lado (2013). Participó en Vagones de letras (2014) y colabora en el «Quehacer Cultural» del Diario del Yaqui. Pertenece a Escritores de Cajeme A.C.

Sandra Mortis. Colaboradora de «Quehacer Cultural» del Diario del Yaqui. Cursó un diplomado de literaturas hispánicas y creación literaria impartido por la Universidad de Sonora. Es miembro de la Agrupación para la Bellas Artes y de Escritores de Cajeme A. C. Sus poemarios son Eco de ausencias (2000), Pupila desatada (2009) y ha sido incluido en las antologías Cómplice palabra (2006), Concierto de lo entrevisto (2008) y De huaynos y mariachis (2013). Recientemente tomó el taller de Guión cinematográfico con el escritor Guillermo Munro.

autores 275 Silvia Rousseau (Ensenada, Baja California, 1952). Radica en Sonora desde 1977. Es médico cirujano por la UNAM. Desde 1995 es colabora- dora de «Quehacer Cultural» del Diario del Yaqui. Ganadora en el Con- curso del Libro Sonorense 2008, con Y se lo llevó el mar (ISC, 2009). De cangrejos desorientados están llenos los cuentos (Editorial Garabatos, 2014). Es socia de Escritores de Sonora, A.C., y miembro fundador de Escritores de Cajeme, A.C.

Sylvia Manríquez (Navojoa, Sonora). Comunicadora, periodista, escritora, mediadora de salas de lectura y promotora cultural. Durante más de 28 años ha desarrollado labor ininterrumpida en Radio Sonora. Es socia fundadora de Comunicadoras de Sonora, A.C., afiliada a la Red Nacional de Periodistas, integrante del Colectivo Son Periodistas. Es so- cia y tesorera de Escritores de Sonora A.C. Es autora del minilibro Mujer en piezas, crónicas y compiladora de la antología Loquitas y loquitos del barrio, ambos editados por Minilibros de Sonora A.C.

276 bajo el asedio de los signos Índice

Presentación Juan Manz Alaniz 7

Poesía

Abdul Machi 11 Alba Brenda Méndez Estrada 13 Alicia Minjárez 17 Casildo Rivera 21 Clara Luz Montoya 26 Claudia G. Chávez 30 Cristian S. Islas M. 35 Ernesto Moncada 38 Federico Corral Vallejo 44 Françoise Roy 49 Gloria del Yaqui 52 Iván Camarena 56 Jeff Durango 60 Jenny Holanda Benavente 62 Jorge Bustamante 65 Jorge Souza Jauffred 69 Josefa Isabel Rojas 75 Lina Zerón 84 Mara Romero 88 Mario Alonso López Navarro 94 Meztli Estrada 97 Missael Duarte Somoza 99 Ricardo Baldor 104 Rubén Meneses 110 Selene Ramírez 115 Zelene Bueno 120 Zteban Klop 126

narrativa

Adolfo González Riande 131 Alfonso Badillo Dimas 134 América Pina Palacios 136 Anneth Marín 140 Bécker García 144 Carlos Moncada 150 Christel Álvarez Chávez 154 Daniel Camacho 156 Esteban Domínguez 160 Francisco González Gaxiola 164 Gabriel Osuna 173 Gerardo Hernández Jacobo 178 Guadalupe Gálvez Álvarez 182 Guadalupe Velásquez Arballo 184 Guillermo Munro Palacio 186 Ignacio Mondaca 195 Ismael Serna 198 J. M. Mariscal 200 Je Noriega 203 José María Ruiz 208 Josefa Trejo Salazar 213 Juan Carlos Valdez González 215 Juan Diego González 219 Juan Manz Alaniz 221 Mara Abdalá 224 Mariana Isabel Gallegos Rojas 226 Miguel Ángel Avilés 231 Nelson González Casaravilla 239 Primavera Encinas 245 Sandra Mortis 251 Silvia Rousseau 256 Sylvia Manríquez 259

Autores 263

Bajo el Asedio de los Signos. 12vo Encuentro Internacional de Escritores, de Mara Romero y Juan Diego González (comps.), se terminó de reimprimir y encuadernar en octubre de 2014 en los talleres de la Imprenta Pandora S. A. de C. V., ubicados en Caña 3657, La Nogalera, C. P. 44479, Guadalajara, Jalisco. La edición consta de 500 ejemplares.