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Hacía un día espléndido en las Black Hills, uno de esos días en que el cielo es tan azul y la hierba tan verde que se te saltan las lágrimas. Mi mujer y yo habíamos aparcado en el estacionamiento de tierra situado en la cabecera del sendero y estábamos sacando del malete- ro los bártulos de senderismo cuando de repente llegaron corrien- do dos guardabosques bastante alterados. –Cuidado –dijeron–, se acerca un bisonte. Y allí apareció el bicho, deambulando parsimonioso al pie de la ladera. Sin dignarse reparar en los asombrados humanos, se paseaba tan tranquilo, paciendo el exuberante pasto. Era grande, pesaría cer- ca de una tonelada, y se le notaban los músculos del lomo y las ijadas. El marrón intenso del pelaje contrastaba con los oscuros troncos de los árboles que flanqueaban el sendero; el negro de la cara hacía jue- go con ellos. Parapetados tras el coche, lo vimos pasar por un lateral del aparcamiento y enfilar el sendero que teníamos previsto recorrer. En ese instante, mientras el sol iluminaba aquel magnífico animal, tuve una sensación que probablemente les resulte familiar a la mayo- ría de urbanitas modernos. Era una sensación de justeza, de rectitud, la impresión de que, de alguna forma, en virtud de aquella experien- cia, estaba contemplando el mundo tal y como debería ser, tal y como habría sido si el ser humano no hubiese perseguido el progreso tec- nológico y hubiese permanecido en comunión con la naturaleza. Esperamos unos diez minutos antes de echar a andar en la direc- ción que había tomado el bisonte. Aquel día parecíamos llevar rum-

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bos paralelos y nos pasamos toda la tarde con la vista puesta en nues- tro amigo el bisonte, asegurándonos de mantener una distancia de al menos dos manzanas entre él y nosotros. Mi mujer decidió que me había hecho acreedor a un nombre indio: «Caminando con bison- tes». (Mi propuesta personal –«Huyendo de bisontes como alma que lleva el diablo»– fue rechazada de forma categórica.) Sin embargo, en el transcurso de la tarde seguí evocando aquella reacción inicial, aquella respuesta puramente emocional al hecho de haber entrado en contacto con un aspecto de la naturaleza que no forma parte de nuestra experiencia cotidiana. Dándole vueltas en la cabeza, fui cayen- do en la cuenta de que me había topado con un importante dilema al que se enfrenta el hombre moderno: el dilema de formar parte, y al mismo tiempo no formar parte, de la naturaleza. Yo mismo, sin ir más lejos, me había trasladado hasta la cabece- ra de un sendero en Dakota del Sur conduciendo un automóvil que es todo un logro tecnológico de primer orden. La potencia de los ordenadores de dicho automóvil probablemente sea superior a la de los ordenadores primitivos con que escribí mi tesis de doctora- do hace ya ni se sabe los años. Calzaba unas botas de montañismo que eran una maravilla de la ingeniería y me había untado la piel con un protector solar salido de una importante fábrica de produc- tos químicos. ¿Y con qué fin estaba aplicando toda esa tecnología? Con el de salir al campo, pasar un día lejos de cualquier artefacto diseñado o construido por seres humanos y entrar en contacto con «la naturaleza». Yo, al igual que las docenas de excursionistas con que me crucé aquel día, me estaba sirviendo de los productos de la ciencia y de la tecnología para evadirme de esas mismas ciencia y tecnología. Desde luego no soy el único que tiene estos sentimientos enfren- tados a propósito del mundo en que vivimos. La mayoría de noso- tros quiere vivir holgadamente, disfrutando de viviendas climatiza- das y desplazándose a su antojo en vehículos privados. Al mismo tiempo, tampoco queremos arrostrar la contaminación derivada de las perforaciones en busca de petróleo ni de la combustión de car- bón. Nos encanta ir de excursión a lugares como las Black Hills para acampar y dar caminatas y llevar una vida sencilla, pero también estamos la mar de contentos de volver a nuestras viviendas urbanas,

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con una cafetería a la vuelta de la esquina y todas las comodidades de la civilización al alcance de la mano. Nos apasiona caminar por bosques milenarios, pero un paseo por la Quinta Avenida también ocupa un lugar muy destacado en nuestra lista de actividades favori- tas. Los escritores han vertido toneladas de tinta tratando de con- vencernos de que una u otra de esas dos tendencias –«civilización» o «naturaleza»– es la antítesis de la buena vida, de la moral, o del sentido común. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más cuerpo iba tomando en mi mente una idea herética. ¿Y si ambos tipos de actividad, me preguntaba yo, guardasen honda consonancia con la naturaleza humana? ¿Y si en realidad fuésemos criaturas capaces de encontrar- nos igual de a gusto en el silencio de un páramo que en el toletole de la gran ciudad? ¿Y si tanto una hermosa playa desierta como las orillas del lago Michigan, a la sombra de los rascacielos de Chicago, nos resultasen entornos gratos? ¿Y si, en otras palabras, no existiese un esencial entre nuestra necesidad de tecnología y la necesidad de renovarnos huyendo de ella? ¿Y si nuestra capacidad para la creación de tecnologías «antinaturales» fuese, de hecho, la más natural de nuestras aptitudes? Porque de lo que no cabe duda, desde un punto de vista científi- co, es que los seres humanos constituimos parte integrante de la gran estructura vital de nuestro planeta. Como cualquier otro ser vivo, somos fruto de un enorme experimento de biología molecular que comenzó hace cuatro mil millones de años en las cálidas aguas de los océanos de la Tierra, cuando la vida surgió por primera vez en nuestro planeta. Y dependemos del funcionamiento de esa gran estructura vital que nos rodea para la satisfacción de todas nuestras necesidades, cosas tales como el aire puro, el agua potable y los ali- mentos que consumimos. Cuanto más reflexionaba sobre esta cuestión, más cuenta me daba de que presentaba otra faceta. Efectivamente, los seres humanos for- mamos parte de la vida de nuestro planeta pero también hemos teni- do marcada incidencia en el funcionamiento del mismo. De hecho, si se piensa en la naturaleza como aquello que se da en ausencia del ser humano, entonces, en gran medida, la naturaleza ya ha desapa- recido de la Tierra. El aire que aquel bisonte y yo respirábamos aque-

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lla tarde en las Black Hills, por ejemplo, estaba cargado de moléculas producidas por actividades humanas desarrolladas en los cinco con- tinentes. Lo mismo cabe decir del agua que bebemos, del clima que disfrutamos (o padecemos) y de la comida que ingerimos. En un sen- tido muy real, «la naturaleza» ha devenido «humana». Así que no cabe duda de que, en cierto modo, somos diferentes de los demás seres vivos. Esta diferencia presenta varias dimensio- nes entre las cuales la capacidad de entender el mundo que nos rodea en términos abstractos (lo que llamamos ciencia) y de valer- nos de ese entendimiento para alterar el medio en que vivimos (lo que llamamos tecnología) seguramente sea una de las más impor- tantes. Si un alienígena visitase la Tierra, lo primero que notaría es que hay una especie –el Homo sapiens– que domina el entorno y lo modifica para satisfacer sus necesidades. Los humanos no somos una especie más. En esta dualidad –en este estar y a la vez no estar en la naturale- za– radica la idea que me rondaba en las montañas de Dakota del Sur, una dicotomía que puede expresarse de diversas formas: de dón- de venimos frente a dónde vamos; cómo somos iguales frente a cómo diferimos; cómo dependemos del ecosistema global frente a cómo lo controlamos, etcétera. Pero para poder entender lo que significa todo eso para nosotros en la actualidad es menester dar un paso atrás con el fin de obtener una perspectiva más amplia de los dos térmi- nos de la ecuación: humanidad y naturaleza. En cierto sentido, el resto de este libro consistirá en un análisis detallado de lo que sucede cuando se da ese paso atrás. Todos esta- mos acostumbrados a pensar en el mundo de una manera determi- nada, a abordar los problemas mediante un procedimiento cómo- do y que nos resulte familiar. Para los científicos, el método familiar a la hora de determinar el lugar del hombre en la naturaleza es fijarse en la historia para descubrir cómo han llegado las cosas a ser lo que son. La idea, por supuesto, es que una vez sabido esto, ten- dremos más posibilidades de comprender hacia dónde se dirigen dichas cosas. Resulta evidente que al principio nuestros antepasados no diferían mucho de los demás primates. Suelo imaginarme a los australopite- cos del tipo de la famosa «Lucy», que deambulaba por África hace

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tres millones de años, muy parecidos a los actuales chimpancés (con la salvedad de que nuestros antepasados caminaban erguidos). Ellos sí formaban parte de la naturaleza, a cuyas leyes estaban sujetos, y no eran tan diferentes de las demás criaturas. En ese mundo «natu- ral» sus crías morían de enfermedades en las que nosotros ya ni pen- samos y su esperanza de vida no iba más allá de unas míseras déca- das. Con el correr del tiempo nuestra especie evolucionó hasta el moderno Homo sapiens, pero en lo fundamental la vida humana ape- nas si varió ligeramente. A fin de cuentas, ni las hachas de piedra ni el fuego (dos de las primeras hazañas tecnológicas de nuestra estir- pe) ofrecen mucho amparo frente a un mundo hostil. Con todo y con eso, nuestros antepasados se hallaban en cierto sentido «en armonía» con el mundo natural e interactuaban con él de formas que sólo nos cabe imaginar. Desde un punto de vista científico, resulta fácil plantear la dife- rencia entre la vida de nuestros antepasados y la nuestra: aquéllos vivían en un mundo completamente sometido a las leyes de hierro de la selección natural. En un mundo regido por la selección natu- ral las características de los organismos se transmiten genéticamen- te de generación en generación y los rasgos «fallidos» (aquellos que impiden que un organismo se reproduzca y transmita sus genes) son eliminados a la larga. La selección natural es un proceso lento e inexorable pero es el método que la biosfera terrestre ha desarrolla- do durante prácticamente toda la historia del planeta. Este hecho es tan importante que más adelante propondré que el que un siste- ma funcione o no según las leyes de la selección natural es una de las mejores formas de definir el término «naturaleza». Pero entonces, hace unos diez mil años, la situación empezó a cambiar. Una serie de personas, probablemente mujeres de Oriente Próximo, descubrieron que era posible cultivar plantas y cosechar sus frutos en lugar de andar recogiendo lo que la naturaleza pro- ducía de suyo. Con el desarrollo de la agricultura, seguido de la lenta acumulación tecnológica que condujo a las revoluciones cien- tífica e industrial, fuimos apartándonos paulatinamente del siste- ma natural, basado en la ley del más fuerte, y empezamos a cons- truir nuestro propio mundo. Aprendimos a producir alimentos en vez de recolectar lo que la naturaleza ofrecía; aprendimos a vacu-

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nar a nuestros hijos contra las enfermedades y a cuidar de nuestros enfermos. Cuanto más nos apartábamos de la naturaleza y menos dispuestos estábamos a contentarnos con lo que ésta nos suminis- traba, mayor era nuestro éxito, más crecíamos en número, más ricas se volvían nuestras vidas. Esto es lo que gusto de considerar como el primer paso: la primera separación de la raza humana respecto del orden «natural» en virtud de la cual el ser humano se desmarcó de la selección natural para ingresar en un mundo en el que la cien- cia y la tecnología dominaban cada vez más nuestras opciones y nuestro futuro. Hay dos formas de pensar en este primer paso. Una es reparando en la profética decisión que tomaron aquellos primeros agricultores: no se contentarían con vivir de lo que la naturaleza les ofrecía sino que buscarían el modo de extraer del mundo más de lo que éste esta- ba dispuesto a dar. El moderno farmacéutico que crea una nueva medi- cina o el ingeniero que diseña un sistema de comunicaciones más avanzado se mantienen fieles a esa tradición ancestral. La otra forma de pensar en el primer paso es tomando nota de que gracias a él los seres humanos (junto con las plantas y animales que hemos domesti- cado) somos las únicas criaturas de este planeta cuyo desarrollo ya no se ve constreñido por el proceso de la selección natural. Estas dos facetas del primer paso entrañan serias consecuencias para el futuro del ser humano en nuestro planeta. Nunca se insistirá bastante en la importancia de trascender la selección natural. El proceso fue de lo más antinatural, pues si bien para muchas cosas seguimos dependiendo de la naturaleza, el incre- mento de nuestras aptitudes tecnológicas ha provocado que esa depen- dencia se haya ido atenuando. El dejar atrás ese aspecto de la natu- raleza ha tenido profundas repercusiones tanto para el conjunto de la humanidad como para los seres humanos considerados indivi- dualmente. Nuestra dependencia (y nuestra conciencia) del mundo natural se han ido reduciendo incesantemente. No cabe duda de que nuestra especie se benefició con este cam- bio. Con independencia del baremo material que se emplee –núme- ro de seres humanos en el planeta, consumo medio de calorías, super- ficie poblada y explotada–, la raza humana prosperó más allá de lo imaginable. Y sin embargo... se diría que hemos perdido algo. Cuantos

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más bienes materiales acumulábamos, cuanto más relegábamos el mundo natural a un segundo plano de nuestra existencia, más alie- nados parecíamos estar con respecto a la vida. No estoy diciendo que todos los males de la psicología moderna (ni siquiera un núme- ro significativo de ellos) sean consecuencia directa de la revolución agrícola, pero lo cierto es que dio origen a un mundo en el que la relación entre seres humanos y naturaleza resulta menos clara de lo que solía. Pero también nos llegan buenas noticias, toda vez que los avan- ces en varias disciplinas científicas están produciendo las herra- mientas que nos permitirán dar un segundo paso, un paso tan impor- tante en sí mismo como el desarrollo de la agricultura. Esta labor revolucionaria, cuando se integre, dará como resultado una com- pleta reestructuración de la relación entre el ser humano y la natu- raleza.

Genómica

En el siglo xix aprendimos el primer gran secreto de la vida: que se basa en la química. En el xx aprendimos que las instrucciones para llevar a cabo esas reacciones químicas se hallan codificadas en las moléculas de ADN de nuestras células. En este siglo los científicos están empezando a aprender a manipular esas instrucciones; están empezando, por así decirlo, a meter la cabeza bajo el capó de los organismos vivos. Los alimentos modificados genéticamente, las nuevas medicinas y la clonación son sólo tres ejemplos de noveda- des derivadas de este conocimiento y capacidad. Al igual que nues- tros antepasados cazadores-recolectores descubrieron que no tenían por qué conformarse con los alimentos que la naturaleza les pro- porcionaba, los científicos modernos están desarrollando la capaci- dad de transformar seres vivos en entidades más de nuestro gusto. En el futuro, la selección natural se sustituirá por la manipulación humana de los genomas. Podrá estarse o no de acuerdo con que el ser humano posea esta capacidad, pero lo que es innegable es que la está adquiriendo.

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Ecología experimental

Siempre ha existido la creencia de que, por alguna razón, los ecosis- temas son demasiado complejos como para que el ser humano pue- da entenderlos y controlarlos. Sin embargo, cuando los científicos se ven ante un problema complejo, suelen regresar a sus orígenes y asumir el papel de artesanos y remendones. Observan, experimen- tan, cambian parámetros y sencillamente trastean y revuelven cuan- to estuviesen estudiando hasta que, poco a poco, de forma gradual, empiezan a hacerse una idea –que más bien es una sensación– de cómo funciona el objeto de sus análisis. En los últimos treinta o cua- renta años los científicos se han dedicado a cuidar prados, a vigilar áreas de bosque controladas y a contar cactos en el desierto. El resul- tado es que estamos logrando entender las leyes generales que regu- lan los ecosistemas, las leyes que rigen aspectos como la diversidad biológica de un lugar o las que determinan las funciones desempe- ñadas por diversos nutrientes en ecosistemas específicos. Como en el caso de la genómica, estamos empezando a meternos «bajo el capó» de los ecosistemas.

La teoría de la complejidad

Se entiende por sistema complejo aquel en el que existen múltiples agentes y en el que las acciones de un agente pueden depender de las acciones de todos los demás. Un ejemplo clásico de sistema com- plejo son los mercados bursátiles, en el que compradores y vendedo- res se enzarzan en una danza perpetua de acción y reacción; otro ejemplo es la mayoría de los grandes ecosistemas. La complejidad como ciencia existe hace apenas unas décadas, pero ya es evidente que es la disciplina que vamos a necesitar para entender los sistemas naturales que nos rodean. De la misma forma que los ecólogos expe- rimentales nos están proporcionando las herramientas necesarias para comprender el funcionamiento básico de la naturaleza, los teó- ricos de la complejidad habrán de proporcionarnos la capacidad matemática de predecir (o cuando menos de calcular) las conse- cuencias de nuestras intervenciones.

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Informática

Integrando estas tres ciencias y subyacentes a todas se encuen- tran los grandes avances en informática, almacenamiento de datos y análisis englobados bajo el nombre de revolución de la informa- ción. Los ordenadores nos permiten almacenar datos acerca de las miles de variables que pueden afectar a un ecosistema, hacer un seguimiento de fenómenos como las precipitaciones o la tempera- tura durante largos periodos y desarrollar enormes modelos para predecir el futuro desarrollo de bosques, drenajes fluviales y tierras de labor.

* * *

Una advertencia: tanto aquí como en el resto del libro me referiré con frecuencia a estas innovaciones utilizando el presente, pero el lector siempre deberá tener en cuenta que se hallan en curso, en fase de formación, que no están completas. Algunas de las piezas ya están en su lugar, pero otras, particularmente en las áreas de mani- pulación genética y gestión de ecosistemas a gran escala, todavía tardarán en colocarse. No obstante, teniendo en cuenta el ritmo de los avances científicos, cuesta mucho imaginar que todas estas cosas de las que hablo vayan a tardar más de veinte años en hacerse reali- dad, lo que significa que no es demasiado pronto para empezar a pensar en ellas ahora mismo.

* * *

Los científicos llevan dos décadas acumulando conocimientos en genómica, complejidad y ecología experimental, y todo este saber, tomado en conjunto, ofrece inevitablemente una nueva perspecti- va de la relación del hombre con la naturaleza cuya consecuencia será devolver a los seres humanos a la naturaleza, no en calidad de participantes, como nuestros antepasados, sino de gestores. En este futuro la separación entre los seres humanos y la naturaleza se empe- zará a reducir, aunque no necesariamente de la forma que esperan o desean los filósofos medioambientales. Nos guste o no, estemos o

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no estemos preparados, nos hemos convertido en los celadores de este planeta. De hecho, el mejor modo de concebir nuestra futura relación con la Tierra es pensar en la relación que mantiene un jardinero con su jardín. Ningún jardinero destruye sus plantas gratuitamente sino que escarda las malas hierbas. Todo jardinero gestiona su jar- dín con arreglo a sus necesidades; de la misma manera, gracias a los adelantos descritos anteriormente, estamos adquiriendo la capaci- dad de gestionar nuestro planeta y de moldearlo a nuestra voluntad y en beneficio nuestro. Esto constituye un mensaje de gran esperan- za. La Tierra no es un lugar frágil y desahuciado, eternamente a merced de cualquier fulano con una motosierra. Es un sistema com- plejo y resistente que podemos aprender a gestionar. Así pues, para resumir la parte científica de mi razonamiento, un vistazo al pasado humano y al estado de la ciencia moderna nos per- mite identificar dos enormes pasos: uno que se dio hace mucho tiem- po y otro que se está dando ahora. El primero nos sacó del ámbito de la selección natural, del ámbito propio de «la naturaleza». El segun- do nos convertirá, para bien o para mal, en los gestores del planeta. La naturaleza ya no se considerará ajena al hombre sino que será, en un sentido muy real, una «naturaleza humana». Claro que no todo el mundo recibirá con alegría la noticia de esta capacidad recién adquirida por el ser humano. Para empezar, la visión que la ciencia moderna tiene del ecosistema global no ha calado en la conciencia colectiva. La mayor parte de la gente cree en lo que yo denomino los dogmas de la ecología popular: que el planeta corre peligro, que el clima era estable hasta que llegó el hombre, que nos hallamos en medio de una extinción de especies enorme y sin precedentes, etcétera. Una de las primeras cosas que hay que hacer antes de dirigir la mirada a nuestro radiante futuro es desbrozar esa maleza y empezar a concebir el planeta como real- mente es. Entonces nos encontraremos con que la verdadera situa- ción es mucho más complicada que lo que nos quieren hacer creer los sencillos dogmas de la ecología popular. En algunos casos (en el de la estabilidad climática, por ejemplo) los dogmas son simple- mente erróneos; en otros (en los de la contaminación química y las extinciones) la situación es más complicada y hace falta un análisis

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detenido de los datos disponibles para determinar la veracidad de tales afirmaciones. En última instancia, habrá que hacerse a la idea de que gran parte del conocimiento que poseemos del planeta ado- lece de , y pensar en cómo tomar decisiones pruden- tes habida cuenta de dicha incertidumbre. Una vez hecho esto tendremos que enfrentarnos a una de las cuestiones más importantes que se van a plantear en este nuevo siglo: ahora que tenemos la capacidad de gestionar el planeta, ¿con qué fin la vamos a emplear? Desde el punto de vista de nuestro día a día, ¿cómo vamos a usar la capacidad de controlar el ecosistema global y con qué finalidad? No se trata de una cuestión científica. Estas nuevas áreas de cono- cimiento, como toda ciencia, nos dicen cómo funciona el planeta, no cómo debería funcionar. La ciencia puede enseñarnos a alcanzar un objetivo pero no nos dice nada sobre cómo escoger ese objetivo. La ciencia, en virtud de su propia índole, ignora las propiedades éticas (sagradas, dirían algunos) de lo que estudia. Las nuevas ciencias pue- den decirme muchas cosas sobre, por ejemplo, el bisonte que vi aquel día, pero poco pueden aportar acerca de lo que sentí al verlo o de los sentimientos de otras personas con respecto a la naturaleza. A decir verdad, la visión de la naturaleza que se está desarrollan- do en el mundo industrializado constituye poco menos que una abe- rración en el conjunto de la historia de la humanidad. Los seres humanos han vivido durante la mayor parte de la historia escrita al borde del desastre. Cualquier acontecimiento natural –una inunda- ción, una sequía, el repentino brote de una enfermedad– podía diezmar (y de hecho diezmaba) comunidades enteras. A ojos de esa gente, la naturaleza no era un lugar grato y acogedor sino un peli- gro permanente, una presencia tenebrosa que constantemente se cernía sobre sus vidas. Sólo cuando se la domesticaba y controlaba –por ejemplo, en forma de jardín– se podía disfrutar de ella. Esta actitud hacia la naturaleza resulta patente en los principios fundacionales de Estados Unidos de América. Si uno se lee los ser- mones de los predicadores del siglo xvii de la colonia de Massachusetts, se encuentra con una noción de la ciudad, construida y mantenida por seres humanos, como el único lugar apropiado para residir. Aventurarse en los bosques oscuros y amenazadores significaba poner

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en peligro no sólo la integridad física, sino también el alma inmortal. Todo esto comenzó a cambiar durante el movimiento romántico del siglo xix. La mayoría de expertos interpretan este movimiento como una reacción contra el racionalismo de la Ilustración; el caso es que la naturaleza indómita e incontrolada cobró de repente una connotación positiva en el ámbito intelectual. Los territorios a la sazón consagrados a parques nacionales dan fe de una nueva vene- ración por la naturaleza virgen; los cuadros de la Hudson River School en el este de Estados Unidos y la obra de pintores como Albert Bierstadt en el oeste reproducen esta visión del mundo. Asimismo, el germen del moderno movimiento medioambientalista, con hom- bres como John Muir, arranca de esta tradición. De hecho, la decla- ración de Muir oponiéndose a que el valle de Hetch Hetchy se usa- se como embalse para la ciudad de San Francisco podría perfectamente haberse escrito ayer:

¡Presa de Hetch Hetchy! Antes convertir en cisternas las catedrales e iglesias del pueblo, pues jamás ha bendecido el corazón del hombre un templo tan sagrado.

A mi modo de ver, tanto el movimiento romántico como el medio- ambientalista son producto del privilegio. Sólo cuando se sabe que, pase lo que pase, habrá comida de sobra puede uno permitirse el lujo de disfrutar de un desierto infecundo o de una pavorosa cordi- llera. Sólo cuando sabemos que nuestros hijos están a salvo y bien resguardados podemos disfrutar del formidable espectáculo de una tempestad. No es un hecho fortuito que el movimiento medioam- bientalista surgiese y prosperase en Europa y Norteamérica, donde la tecnología moderna ha permitido que la gente se olvide de lo pre- cario de la existencia humana. Si tuviese que describir la actitud actual de la mayoría de personas para con la naturaleza, se me ven- drían a la mente palabras como «veneración» o «intendencia». Muchos estadounidenses y europeos poseen férreos lazos emocionales hacia lo que denominamos «medio ambiente», y a la vez una verdadera aversión a internarse en la naturaleza salvaje. Esto trae como consecuencia que cuando se habla del futuro no baste con hablar de las nuevas áreas de conocimiento. Tenemos que

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añadir una dimensión más a nuestra ciencia. En este caso, esta dimen- sión adicional constaría de los criterios que habrían de regular nues- tra recién adquirida capacidad gestora, criterios que no provienen de la ciencia en sí. Cada uno de nosotros tendrá que hacer intros- pección y decidir con qué cálculo moral o espiritual afrontar nues- tra nueva relación con la naturaleza. Por decirlo de la forma más lla- na posible, las decisiones que hayamos de tomar con respecto a los objetivos de nuestra capacidad para administrar la naturaleza serán decisiones esencialmente morales y éticas, mientras que las relativas al modo de alcanzar esos objetivos serán decisiones técnicas. Me imagino que, de todos los temas de este libro, la cuestión de los objetivos apropiados que deberá perseguir nuestra gestión (cues- tión que, repito, no es de índole científica) será la que más contro- versia suscite, por lo que quiero hacer énfasis en que la posición moral que propugnaré representa una opinión particular, no un consenso entre científicos. Siempre que me someto al ejercicio de preguntarme cómo se debería gestionar el planeta obtengo una máxima de lo más simple:

El ecosistema global debería gestionarse en beneficio, concebido éste en términos generales, de los seres humanos.

Lo denomino «principio del beneficio humano». A primera vista, puede parecer una declaración de lo más ram- plona: a fin de cuentas, son los seres humanos los que van a gestio- nar el planeta luego, por descontado, que será en su beneficio. Sin embargo, existen posturas filosóficas muy meditadas que enfocan la cuestión desde ángulos muy diferentes, entre ellas, por ejemplo, las que mantienen que el planeta debería gestionarse para promover cosas como la biodiversidad, la supervivencia de las especies amena- zadas o determinadas concepciones abstractas de «la naturaleza». Más tarde retomaré la discusión de tales posturas; de momento voy a ilustrar cómo el principio del beneficio humano, combinado con nuestra nueva capacidad gestora, afectaría el modo en que lidiamos con tres cuestiones medioambientales típicas. Mis tres ejemplos son: 1) el reparto de agua en la cuenca del río Klamath, en el sur de Oregón, donde a mi entender el tradicional enfoque medioambien-

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talista comete un error garrafal; 2) la calidad del aire urbano, don- de considero que el tradicional enfoque medioambientalista tiene bastante razón, y 3) el calentamiento global y el efecto invernadero, asunto en el que los datos aún no nos proporcionan una idea clara de cómo aplicar el criterio del beneficio humano.

La cuenca del río Klamath

No es posible tener una idea cabal del oeste de Estados Unidos sin entender el problema del agua. En la mayoría de las altas llanuras el agua es un bien escaso y para ocuparse de su distribución han surgi- do una serie de instituciones legales y culturales bastante intrinca- das. De no ser por la irrigación, la mayoría del territorio situado al oeste del meridiano cien (una línea que divide en dos partes más o menos iguales las dos Dakotas y Nebraska) no podría sustentar nin- gún tipo de agricultura. En Montana, por ejemplo, donde he pasa- do mucho tiempo, un dicho popular ilustra la importancia del líqui- do elemento: «El whisky es para beber, el agua para pelear». Para mucha gente el concepto más desconocido en torno a la cuestión del agua en el oeste americano es el del derecho de aguas. Funciona así: cuando un colono llega y adquiere un terreno tam- bién presenta una solicitud de derechos de aguas. Eso le otorga el derecho a obtener una cantidad específica de agua al año proceden- te de un río o acequia en particular. En caso de sequía o escasez de agua, los funcionarios del Estado empiezan a cortar el agua de rega- dío, comenzando por los titulares de derechos de aguas más recien- tes. Así, por ejemplo, durante una sequía, un terrateniente con un derecho de aguas que date de 1910 podrá continuar recibiendo toda el agua que tiene asignada mientras que otro con un derecho de 1982 no recibirá ni una gota. El derecho de aguas, por tanto, es una especie de acuerdo entre el Estado y los terratenientes individuales acerca de cómo distribuir los escasos recursos hídricos de la zona. Sirva todo esto como introducción a unos acontecimientos bastan- te insólitos que tuvieron lugar en la cuenca del Klamath en el verano de 2001. El río Klamath nace en un gran lago en el sur de Oregón, pasa por California y desemboca en el océano Pacífico cerca de la

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pequeña ciudad californiana de Requa. (El lago, llamado Klamath Superior, ya de por sí es bastante singular: mide cincuenta y siete kiló- metros de largo pero tiene una profundidad media de tan sólo dos metros.) Antes de que los colonos europeos comenzasen a construir los sistemas de irrigación en el siglo xix, toda la cuenca era una serie de marjales, lagunas poco profundas y praderas que se anegaban según la estación, hábitat de una amplia variedad de aves, peces y otros animales. En 1905 el Gobierno federal dio inicio al Proyecto Río Klamath que con el tiempo habría de drenar e irrigar más de ochenta mil hectáreas de la cuenca. Los granjeros que se asentaron en la zona dependían de la irrigación para obtener agua toda vez que, pese a tratarse de un terreno pantanoso, la zona en realidad es un desierto elevado. Como gran parte del oeste de Estados Unidos, las reservas de agua para todo el año dependen del deshielo del manto de nie- ve acumulada durante el invierno. A finales de la década de los ochenta una serie de acontecimien- tos situaron a la cuenca en peligro de enfrentamiento con el Gobierno federal. En primer lugar, el manto de nieve anual empezó a men- guar a causa de una de esas sequías típicas del oeste que asoló la zona. En 2001 el manto apenas alcanzaba un veinte por ciento de lo normal. Al mismo tiempo que la sequía se recrudecía, la Agencia de Protección Ambiental, en una acción al parecer no relacionada, deci- dió incluir unos peces de la cuenca del Klamath en la lista de espe- cies en peligro de extinción. Tres fueron las especies designadas: el salmón plateado, el matalote chato y el matalote del Lost River. El 6 de abril de 2001, fecha que los vecinos de la zona denominan «el viernes negro», el Departamento de Rescate de Terrenos anunció que no se destinaría nada de agua a la irrigación: que, en realidad, el agua había que usarla para salvar a los peces. Con los campos ya plan- tados, muchos agricultores no pudieron hacer nada salvo verlos agos- tarse; las pérdidas económicas derivadas de esa decisión se cifran en cientos de millones de dólares. Los pleitos que se sucedieron tuvieron como caballo de batalla cuestiones tan áridas como la de si una ley federal tenía o no priori- dad sobre una concesión estatal de derecho de aguas (que por lo visto sí la tiene). Sin embargo, lo que no se debatió, por lo menos

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oficialmente, fue si había sido buena idea dar prioridad a los peces sobre las personas. A mi modo de ver, resulta bastante fácil aplicar el principio del beneficio humano a este caso. Frente al valor abstracto que para la ciudadanía en general representa la conservación de un ecosistema que la mayoría ni veremos jamás, existe un colectivo claramente definido que está padeciendo una gran pérdida. Decirle a una fami- lia de granjeros de tercera generación que no puede seguir cultivan- do una tierra que durante un siglo ha sido patrimonio familiar oca- siona algo más que una pérdida económica: provoca el desgarro del tejido social. De haberse aplicado el principio del beneficio huma- no, se habrían contrapuesto las necesidades de los granjeros a las de las especies en peligro y se habría llegado a un arreglo. Da la casualidad de que las repercusiones del caso de la cuenca del Klamath ofrecen sobrados motivos para emprender esa línea de acción. El Departamento de Rescate, si se me permite la expre- sión, estaba pez en la materia. Por ejemplo, en febrero de 2001 el Instituto Nacional de Ciencias hizo público un informe que, de hecho, declaraba que la decisión de desviar el agua de regadío para salvar peces carecía de pruebas suficientes. (Uno de los argumen- tos esgrimidos por los que se opusieron a la decisión era el siguien- te: los matalotes se dan bien en aguas cálidas y poco profundas, pero el mantener elevado el nivel del lago Klamath Superior les ha supuesto aguas más frías y más profundas.) Las acusaciones de que la medida era de índole fundamentalmente ideológica se vieron reforzadas. Más importante desde el punto de vista que propongo, esto es, el de un planeta gestionado, es el caso del salmón coho. Resulta que su designación como especie en peligro de extinción se había basado en recuentos de poblaciones en estado salvaje, sin prestar atención al hecho de que los salmones pueden criarse (y de hecho se crían) en viveros para su posterior reintroducción en los ríos. El 10 de sep- tiembre de 2001, el juez de Oregón Michael Hogan rechazó la desig- nación del salmón coho como especie en peligro, declarándola «arbi- traria». En un alarde de sensatez impropio de un conflicto tan disparatado, Hogan se preguntó cómo era posible que dos salmones genéticamente idénticos nadando en el mismo arroyo, uno salvaje y

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otro de vivero, se encontrasen en situaciones legales diferentes. Teniendo en cuenta la existencia de vídeos que muestran a funcio- narios del Gobierno masacrando salmones de vivero para que no «contaminen» en los ríos a sus primos genéticamente idénticos, se antoja razonable calcular el número total de salmones en un entor- no natural y dejarse de pejigueras sobre dónde se criaron. Unos comentarios al margen: el 25 de julio de 2001, por orden del secretario de Interior, se abrieron las esclusas del proyecto Klamath y las acequias volvieron a llevar agua a los desesperados agricultores; para algunos era demasiado tarde, pero así fue. En otoño de 2003 se hizo público el informe definitivo del Instituto Nacional y, si bien no corroboraba las afirmaciones de que la decisión original se había basado en postulados pseudocientíficos, sí sostenía que la cantidad de agua dedicada al regadío tenía mínimos o nulos efectos en la supervivencia de las especies en peligro de extinción de la cuenca del Klamath. A partir de ahora, el futuro del agua se resolverá median- te los procedimientos políticos habituales. Así pues, en este caso, está claro que la aplicación del principio del beneficio humano habría dictado un proceder distinto al que se siguió y, de paso, el Gobierno federal seguramente se habría ahorra- do un buen bochorno.

Skopje en invierno

Skopje es la capital de la República de Macedonia, una de esas nacio- nes balcánicas surgidas de la antigua Yugoslavia. (El país limita al sur con Grecia, al oeste con Albania, al norte con Serbia y Kosovo, y al este con Bulgaria.) Hace unos años pasé una temporada breve pero placentera como catedrático visitante en la Universidad de San Cirilo y San Metodio, en el centro de Skopje. La ciudad está situada donde el río Vardar surge de entre las mon- tañas y vira parsimonioso hacia el suroeste rumbo al Egeo, un empla- zamiento habitado sin interrupción por seres humanos como míni- mo desde el paleolítico superior; puede incluso que los primeros pobladores llegaran hace cuarenta mil años. Skopje fue sucesiva- mente colonia griega, feria romana, capital de una serie de efímeros

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reinos eslavos, centro administrativo otomano y ahora, desde 1991, capital nacional. El nombre de la ciudad, que tan raro suena a oídos occidentales, deriva de los Scupi, una tribu que la habitó en la época de los romanos. (El dato no se les escapa a los constructores locales, que han bautizado a dos nuevos barrios de postín con los nombres de «Scupi I» y «Scupi II».) Si me permiten pontificar un instante, considero que el haber presentado así a una capital de un pequeño país europeo comporta una elocuente crítica del sistema educativo estadounidense. Dejen que me ponga a mí mismo como ejemplo de mi razonamiento. Me tengo por una persona, dentro de lo que cabe, culta: a fin de cuen- tas, soy un catedrático con títulos en universidades de ambos lados del Atlántico. Me crié en una colonia de emigrantes del Chicago de los años cincuenta y me considero bastante al tanto de los pormeno- res de la cultura de la Europa del Este. Sin embargo, cuando me pongo a rebuscar en mi desván mental en pos de alguna informa- ción acerca de Macedonia, sorprendentemente emerjo con las manos vacías. Me consta que existió alguien llamado Alejandro Magno, que lloraba porque no le quedaban más mundos que conquistar y al que Richard Burton interpretó en una película. Sé que hubo algo llama- do el Imperio Bizantino que en virtud de no sé qué proceso medie- val en no sé qué época medieval se convirtió en el imperio de los turcos otomanos. Soy capaz de evocar una grabación mental de Eartha Kitt cantando It’s Istanbul, not Constantinople, pero de ahí no paso. En general, no es una propaganda muy encomiástica del sistema educa- tivo estadounidense que digamos. En fin, como les iba diciendo, Skopje, al igual que Los Ángeles o Ciudad de México, está ubicada en una hoya rodeada de montañas. A diferencia de lugares como Chicago, donde los vientos arrastran los agentes contaminantes hacia las llanuras, las ciudades como Skopje tienen que hacer frente al hecho de que si emiten contaminantes a la atmósfera, éstos se quedarán allí un buen rato. Yo vivía en un apartamento muy bonito situado en lo que podría llamarse un barrio de estilo europeo a las afueras de Skopje. Desde mi terraza, en el tercer piso, tenía una vista espléndida de las monta- ñas situadas al este de la ciudad, un panorama del que gozaba enor- memente, sobre todo a la caída de la tarde. Sin embargo, según fue

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pasando el otoño y llegó el invierno, percibí un fenómeno extraño: durante unos cuantos días, una neblina iba descendiendo sobre la ciudad hasta volver invisibles las montañas. A veces, desde la anti- gua fortaleza turca del centro de la ciudad, ni siquiera se veían los edificios altos del centro, y eso que estaban a escasas manzanas. En días así, se llegaba incluso a sentir el sabor del aire, que dejaba un leve regusto amargo en la lengua, algo así como el ácido de las pilas. Los macedonios llaman a esta neblina magla, que significa niebla o bruma. (También tienen una palabra para el «smog», o niebla tóxi- ca, pero al parecer no la usan en este contexto.) La elección del vocablo es muy reveladora, pues implica que de alguna manera la magla que desciende sobre la ciudad es un fenómeno natural que escapa al control de los humanos. Pero yo, con todos los respetos, no estoy de acuerdo. Cuando cir- culaba por la ciudad me fijaba en que los tubos de escape de casi todos los vehículos despedían gases apreciables a simple vista. Como en el barrio donde vivo, a las afueras de Washington D. C., los coches están obligados a pasar una inspección anual de emisiones, en Skopje me chocó la diferencia. Atrapado en el atasco de la hora punta, veía los agentes contaminantes elevarse hacia el cielo, dispuestos a hacer su contribución a la magla. (Dicho lo cual, no se me escapa que en un país de escasos recursos como Macedonia, el control de niveles de emisión automovilística es un lujo, de momento, inalcanzable.) El presenciar los efectos de la contaminación incontrolada en Skopje me devolvió a la época en que en Estados Unidos se sucedían las discusiones sobre la calidad del aire. Cuando la gente empezó a tomarse en serio el asunto, se suscitaron importantes debates sobre el nivel de regulación que se debería imponer a cosas como los gases de los automóviles y las emisiones de las chimeneas. Los debates enfrentaban, para variar, a medioambientalistas, que abogaban por controles más rigurosos, con representantes de la industria, que aducían que semejantes controles resultarían perjudiciales para la economía del país. La verdad es que en este caso es bastante fácil aplicar el princi- pio del beneficio humano habida cuenta de que, a diferencia del caso de la cuenca del Klamath, los efectos en el organismo han sido siempre el aspecto central del asunto. Por el lado medioambienta-

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lista, la cuestión tiene que ver con la calidad de vida y las consecuen- cias que para la salud tiene el hecho de respirar aire contaminado. Desde el lado de la industria el argumento se suele formular en tér- minos económicos: se alega, por ejemplo, que la exigencia de con- vertidores catalíticos dispararía el precio de los automóviles, o que retirar los automóviles viejos de las calles supondría un agravio des- proporcionado para los trabajadores pobres. Como pasa siempre, las dos posturas esgrimen argumentos sensatos, y la elección implica alcanzar un equilibrio entre ambas. A la hora de establecer ese equilibrio recurro a las evidencias: las ciudades modernas de Estados Unidos, donde se aplican controles de contaminación, frente a las viejas ciudades comunistas como Skopje, donde no se aplican. Para mí no hay color. Las ventajas que repor- tan los controles, tales como la posibilidad de disfrutar de aire puro, compensan con creces los perjuicios. En este caso, la ortodoxia medio- ambientalista dio en el clavo.

El calentamiento global, el efecto invernadero y demás

Las cuestiones científicas y políticas en torno al debate sobre el calen- tamiento global son complejas, tanto que de hecho dedicaré un capí- tulo entero a tratar de aclararlas. No obstante, el debate constituye un buen ejemplo de una situación en la que no resulta tan fácil apli- car el principio del beneficio humano. El problema fundamental es el siguiente: durante los últimos dos siglos, la revolución industrial se ha impulsado mediante la quema de combustibles fósiles: carbón, petróleo y gas natural. Nos hemos dedicado, en efecto, a extraer carbón, a combinarlo con oxígeno y a soltar anhídrido carbónico en la atmósfera. Sabemos que el anhídri- do carbónico absorbe las radiaciones que emite nuestro planeta al espacio y que esta absorción puede aumentar la temperatura de la Tierra. Desde hace miles de millones de años existe un efecto inver- nadero natural; la mayoría de los científicos le atribuye el mérito de impedir que los océanos se congelen, por ejemplo. La pregunta es: el anhídrido carbónico que estamos añadiendo, ¿alterará el efecto invernadero ya existente en la Tierra y, caso de hacerlo, modificará

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el clima de forma que resulte dañino para los seres humanos y el medio ambiente? Los instrumentos de que disponemos actualmente para respon- der a esta pregunta son unos gigantescos programas informáticos conocidos como modelos de circulación global, verdaderos monu- mentos al ingenio y a la destreza de sus creadores, y ejemplos esplén- didos de cómo puede aplicarse la ciencia de la complejidad a siste- mas del mundo real. Los modelos manejan literalmente millares de factores diferentes, desde la cantidad de hielo marino en torno a la Antártida hasta la vegetación en las lindes del Sahara, y formulan pronósticos acerca del clima venidero. Por desgracia, existe mucha incertidumbre en cuanto a la precisión de estos pronósticos, hecho que empaña considerablemente el panorama. En este momento, se calcula que durante los próximos cien años la temperatura media aumentará entre 1,5 y 6,5 grados, y que la cifra más probable oscila en torno a los 2,5 grados. La cuestión, por supuesto, es qué hacer con esta información ambigua. Reducir la carga atmosférica de anhídrido carbónico exi- giría un cambio enorme en la tecnología de explotación de la ener- gía, con el correspondiente coste humano en términos de trastor- nos económicos. Por otro lado, si continuamos «a toda mecha» y se confirman las predicciones más elevadas, sobrevendría toda suerte de consecuencias nefastas, desde un aumento de las tormentas más violentas hasta la subida del nivel del mar, que también podrían cobrarse un enorme coste humano. En una situación como ésta, un principio filosófico como el del beneficio humano todavía no nos sirve de gran cosa por cuanto nuestros mecanismos de predicción sencillamente no son lo bastan- te buenos como para permitirnos distinguir entre las consecuencias de aplicarlo o de no aplicarlo. Como científico investigador que soy, puedo afirmar con tranquilidad que es menester una comprensión más cumplida del sistema climático de la Tierra, pero semejante comentario tampoco sirve de mucho en el mundo real, donde las decisiones sobre el anhídrido carbónico han de tomarse inmediata- mente. Lo que sí podemos afirmar es que cuando los modelos mejo- ren (como de seguro harán), seremos capaces de realizar análisis verosímiles de coste y beneficio respecto de las diversas políticas via-

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bles, y entonces se podrá hablar de aplicar el principio. Pero por el momento la complejidad del sistema climático de la Tierra nos obli- ga a echar mano de argumentos más generales (tales como la políti- ca «sin lamentaciones» que analizaré en el capítulo 9, donde haré un examen más detenido de la cuestión del calentamiento global) y posponer la aplicación del principio del beneficio humano. Como ilustran los tres ejemplos citados, la forma en que ha de aplicarse el principio varía de una situación a otra y no existe una receta genérica que facilite las decisiones. Además, la habilidad para analizar situaciones específicas dependerá del estado del conoci- miento científico en las áreas de interés. Dicho lo cual, tengo, sin embargo, que retomar mi proposición original, a saber: que tanto si decidimos aceptar el principio del beneficio humano como cualquier otro, las nuevas disciplinas cien- tíficas nos permitirán gestionar el planeta en conformidad con él. La naturaleza ya no será una entidad independiente de la actividad humana, algo que funciona por sí solo, con independencia de lo que hagamos. En lugar de eso, será una especie de amalgama de ele- mentos que solíamos llamar «humanos» y elementos que solíamos llamar «naturales». Determinar con exactitud cuál ha de ser esa amal- gama constituirá, a mi modo de ver, el gran proyecto humano del siglo xxi.

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