Pedro García Cueto (Madrid, 1968) es Doctor en Filología Hispánica por la LINED, con una tesis dedicada a la obra de Juan Gil-Albert. Es profesor de Educación Secundaria en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura en la Comunidad de Madrid desde el año 2001. Ha colaborado en diferentes revistas literarias como Cuadernos del Matemático, República de las letras y El Mono-Gráfico de Valencia. Actualmente prepara un estudio de algunos poetas valencianos contemporáneos.

EL UNIVERSO POÉTICO DE JUAN GIL-ALBERT

EL UNIVERSO POÉTICO DE JUAN GIL-ALBERT

PEDRO GARCÍA CUETO Colección «ENSAYO E INVESTIGACIÓN» © Pedro García Cueto Instituto Alicantino de Cultura «Juan Gil-Albert», 2009

I.S.B.N.:978-84-7784-553-9 Dep. Legal: A-1066-2009

Maquetación e impresión: Segarra Sánchez, S.L. - Pol, Ind.Vizcarra - Nave 34 - 03207 Elx A mi mujer y mi hijo, por su apoyo y su cariño

PROLOGO

''Tener un destino es sentirse súbitamente comprometido en una empresa interior'. Esta breve frase del escritor Juan GiI-Albert describe a la perfección la actitud de hondo compromiso existencial que el autor de Las ilusiones man­ tuvo a lo largo de toda su vida. De ahí que su obra refleje la sólida convicción de haber nacido para escribir, y de que en la consecución de dicho destino se hallaba, no sólo el sentido de la propia existencia, sino también el cumplimien­ to con una suerte de orden universal que otorgaba a algunos seres elegidos un sino diferente al del resto de los mortales. De esta visión de sí mismo y del mundo circundante nace una obra personal y compleja, que combina la articulación de la reflexión metafísica con la bús­ queda obsesiva de la belleza. Tanto su obra ensayística corno la poética perfilan esta cosmovisión de su autor. Pedro García Cueto, autor del presente libro, se centra aquí en la producción en verso del poeta de Alcoy para descubrirnos las claves temáticas y estilísticas de su poesía. Y es que, a pesar de las numerosas aportaciones existentes sobre la obra de Juan Gil-Albert, aún queda mucho por decir acerca de su visión poética. Por ello, el presente libro, que es a un tiempo un acercamiento crítico y un rendido homenaje al autor, constituye una valiosa contribución a los estudios sobre Gil-Albert. García Cueto se suma con su análisis a otras lecturas críticas que lian indagado en el significado último de la escritura gilalbertiana. En las páginas que siguen, lleva a cabo un deta­ llado proceso analítico que engloba toda ia producción poética de Gil-Albert, haciendo especial énfasis en el retrato del escritor que se perfila a través de su obra, así como en la influencia ejercida sobre otros autores de generaciones posteriores. El universo poético de Juan Gil-Albert realiza un recorrido cronológico de la obra de este autor a través de sus sucesivos libros publicados, seleccionan­

9 do varios poemas de cada una de las obras y articulando a partir de ellos un examen detallado y exhaustivo de los textos. El análisis de los poemas selec­ cionados sigue un acercamiento de corte formalista, centrado básicamente en el lenguaje y teniendo en cuenta el componente semántico y lingüístico de los mismos. Sin duda, la lectura que realiza es atenta y detallada, descubriendo agudamente los matices que el poeta deja entrever sólo de manera muy sutil. Sin embargo, García Cueto no se limita únicamente a analizar los textos gilal- bertianos, sino que a menudo relaciona los temas y el tratamiento de los mis­ mos con los textos de otros autores contemporáneos. Tampoco olvida este crí­ tico repasar algunas de las aportaciones bibliográficas más significativas de las existentes sobre Juan Gil-Albert, como las de Francisco Brines, César Simón, José Carlos Rovira y Pedro de la Peña. A todos ellos, especialistas indiscutibles de la obra gilalbertiana, se une ahora el nombre de Pedro García Cueto. Estas páginas, que ven la luz ahora gracias al Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, serán una importante referencia para los lectores del autor. Su publicación es una excelente noticia, ya que supone un paso más en la difusión y el necesario reconocimiento de la obra de uno de los poetas españoles más interesantes del siglo XX. En definitiva, invitamos a los lectores a que se acerquen al universo poético de Juan Gil-Albert a través de la lectura de Pedro García Cueto, lectura que revela una mirada profundamente atenta a las complejidades de estos textos, y también -por qué no decirlo- una clara devoción hacia los mismos, cualidad imprescindible en todo crítico de poesía y cuyo impulso late claramente en las páginas que siguen.

María Paz Moreno Universidad de Cincinnati

10 INTRODUCCIÓN

LA POESÍA DE JUAN GIL-ALBERT Me adentro en la poesía de Juan Gil-Albert, tras haber hecho un minucioso estudio de sus principales obras. Lo primero que nos interesa conocer es cómo fue la entrada en el mundo poético de un hombre tan prolífico como Gil-Albert. Desde luego, podemos deducir que un hombre cuya obra en prosa ha sido calificada de esteticista, podría tener inclinación a la poesía. EL DONDE LA POESÍA La poesía es la creación de la belleza en la palabra, dotando a ésta de una singularidad que la hace necesaria sólo en el momento en que surge el poema. Por tanto, el don poético tiene que ver con ese deseo de seleccionar el lenguaje, para que exprese mejor los sentimientos de su autor. El poeta convive con la palabra, la quiere, la escucha y, al final, crea el poe­ ma. Sólo así podemos entender por qué el poema emociona, se hace nuestro, nos influye al leerlo varias veces y nos hace un segundo creador en esa lectura que fervorosamente hacemos. Para insistir en este requisito de convivencia con el lenguaje, de adaptación de la palabra a nuestro fuero interno y de la pervivencia de dos creadores ante el poema: el poeta y el lector, cito la introducción de Francisco Brines a sus poemas titulado Selección propia, cuando dice lo siguiente: “Ya hemos visto que el poema está hecho desde toda la compleja y acumulada experiencia vital que define a su autor...” (24), pero vamos a lo que más nos interesa de sus palabras: “La única existencia es ya la del texto. A partir de aquí empieza a actuar otro inédito e importante entramado vital de experiencias, la del lector” (Francisco Brines, 1995: 24).

11 Lo que el poeta valenciano nos dice es que el poema se enriquece con el lector, se hace más vasto y profundo en cada emoción que produce. He elegido a Francisco Brines, no por casualidad, sino porque la influencia de Gil-Albert es decisiva en su poesía, no sólo desde la admiración, sino desde su visión estética de la vida. También Brines se entrega a la belleza del Mediterráneo, a esa sensación de pérdida de lo vivido que veremos en Gil-Albert. Esta visión de la vida corno obra maestra donde la belleza es su principal cualidad es vista por el poeta valenciano al hablarnos de la poesía de Gil- Albert: “La belleza de la Naturaleza es ajena a los avatares trágicos de los hombres, y generosamente sigue entregándose a éstos. El poeta debe salvar, recordándolo y celebrándolo, el curso de la Naturaleza...” (Francisco Brines, 1995:140). Se refiere Brines a algunos poemas de Son nombres ignorados, pero lo que nos interesa es señalar que Gil-Albert es un poeta que canta la plenitud, pese a no desdeñar el horror de la vida humana (en los poemas dedicados a la Guerra Civil española). Estas circunstancias no le impiden admirar la vida, pero no puede, porque su ética se lo impide, cantar lo hermoso del mundo sin hacer, a su vez, mención del dolor humano, no surgido de la Naturaleza, sino de la convivencia cruel entre los mismos seres humanos. Esta revelación la considero fundamental para introducir su poesía, Gil- Albert no es un hombre devastado por la vida, sino un hombre que denuncia, con coraje, lo que ha herido la belleza del mundo. De nuevo, Brines, que conoce tan bien al poeta de Alcoy, nos aclara esa ejemplaridad: “Frente al mundo natural y desposeído, el mundo ruin que han hecho los hombres” (Francisco Brines, 1995: 198). Naturalmente, Gil-Albert elegirá soñar, pero muchas veces, como vere­ mos en sus poemas, el dolor aflora, hiere tan fuertemente al poeta, como para no ser mencionado. En esta dinámica debemos leer su poesía, una lucha de contrarios: belleza- horror, cualidades inherentes al mundo que el poeta no puede evitar cantar o denunciar, respectivamente. En sus poemas nos ofrece un mundo que está lleno de belleza, donde el paisaje de su tierra natal es evocado con su original esplendor. Ni las condicio­ nes vividas en el exilio (su lejanía de su tierra y su visión crítica de España) le impiden que cante la vida dejada atrás: los viñedos, los naranjos, las flores. No

12 en vano, siente una especial predilección por los lirios, símbolo de la elegancia que supuso su camino por la vida. Es, en definitiva, un poeta arraigado a su tierra que no deja nunca de cantar ­ la, enamorado de todo lo que vivió en su infancia y en su juventud, un hombre que convierte la poesía en un medio para ensalzar todo lo bello que tiene el mundo. Su visión ética de las cosas también aparece y, ante la violencia y el horror de la Guerra Civil española, su verso clásico se rebela para hacer una crítica honesta a los males de su país. No hay que olvidar que el esteticismo sustenta su obra, nutre su pensamien ­ to, en busca de la belleza, como muy bien dijo María Paz Moreno en su libro El culturalismo en la poesía de Juan Gil-Albert: “Para Gil-Albert la verdad reside en la belleza, de ahí que el esteticismo emerja como el camino necesario hacia la verdad buscada por la poesía” (María Paz Moreno, 2000, 175). Es necesario adentrarse, por todo ello, en su poesía, porque nos ofrece su sensibilidad y su vitalismo, tan necesarios en cualquier momento de la historia de la humanidad.

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GIL-ALBERT: SU PAPEL EN LA POESÍA DE LA SEGUNDA MITAD DEL S. XX

Antes de comentar sus libros de poemas, veo necesario hacer mención del papel que Gil-Albert tiene como poeta en el período que va, desde su aparición como creador (1936), hasta su muerte. ¿Cómo podemos ubicar a Gil-Albert si su obra ha aparecido de forma tan intermitente a lo largo del tiempo? Sin duda, es un hombre singular que ha sido agrupado en la Generación Valenciana del 36, como señala un libro de publi­ cación reciente, que lleva ese mismo título, editado por la Institución Alfonso el Magnánimo en el año 2003. Ante esta catalogación, podríamos objetar que el escritor no parece muy proclive a ser agrupado con otros poetas. La idea surgió del crítico y poeta Ricardo Bellveser, el cual ofreció en noviembre del año 2000 una conferencia en el Foro de Opinión de la Ciudad de Valencia. Para Bellveser, no sólo Gil- Albert, sino otros poetas pueden adscribirse a la “Generación de Hierro”. Con este término Bellveser considera pertenecientes a dicha generación a los naci­ dos entre 1905 y 1915 (engloba a Juan Gil-Albert, aunque nació en 1904) y el acontecimiento que les identifica fue la Guerra Civil española. El crítico se refiere a una Generación del 36 donde aparecen nombres de poetas de diferentes regiones: Leopoldo Panero, Ramón de Garciasol y tam­ bién intelectuales que escriben en prosa como Laín Entralgo o Julián Marías. Con el nombre, sin embargo, de “Generación de Hierro valenciana” apa­ recen nombres de artistas levantinos como Jenaro Lahuerta (1905), Juan Gil- Albert (1904), el escritor Alejandro Gaos (1908), el filólogo Manuel Sanchís Guarner (1911), el escultor Rafael Pérez Contel (1909) o el director de cine Luis Lucía (1914) entre otros muchos. Lo que Bellveser señala como rasgo que les une y les identifica fue su postura ética ante una época crítica de España.

15 Es interesante citar la opinión de Ricardo Bellveser, recogida en el libro por Rafael Ballestee “Estos intelectuales fueron quienes asumieron la respon­ sabilidad generacional de ser los motores culturales de una Valencia que sin ellos habría enmudecido intelectualmente. Impulsaron premios, certámenes, instituciones y organismos. Fueron la voz y la conciencia de otros muchos, propiciaron los foros de debate y sobre todo mostraron un alto sentido de la dignidad personal” (Rafael Ballestee Anón, 2003: 37-38). En mi opinión, esta clasificación puede ser válida, porque sirve para ubicar a Gil-Albert en una época y en un comportamiento ético que ha sido su prin­ cipal referente. Tiene más peso esta idea del crítico Ricardo Bellveser que una posible clasificación del escritor como un miembro del Grupo del 27. Como sabemos, hubo amistad entre el escritor y algunos de los miembros de ese grupo, pero no coincidencia temática o de forma en su creación poética (salvo contadas excepciones). Muy acertadamente nos dice Ángel Luis Prieto de Paula en la Introducción a la Poesía Completa de Gil-Albert lo siguiente: “Dos son las razones que impiden una adecuada correspondencia entre Gil-Albert y los escritores del 27: su tardía incorporación a la poesía, que comenzó a publicar casi diez años después de su aparición como prosista, y el hecho de que sus primeros libros responden a pautas estéticas- de índole poética el primero, por condicionantes de tipo poético el segundo - que no eran las que de modo natural formaban parte de su naturaleza creadora” (Ángel Luis Prieto de Paula, 2004: 10). Este texto apareció en la revista Caneíobre, en una edición dedicada a Gil-Albert, que aparece de nuevo, por su interés para conocer al poeta, en la publicación reciente de su Poesía Completa (reedición llevada a cabo por Pre-Textos). Dicho esto, me parece importante señalar que Gil-Albert es singular y no puede ser fácilmente clasificado. Si puede ser agrupado junto a un grupo de artistas valencianos, como decía Bellveser, no puede ni debe ser visto como una extensión de algunos de ellos, la variopinta labor (escultores, novelistas, filósofos) así lo confirma. Tampoco se integra en el grupo del 27, los cuales siguen (pese a las grandes diferencias entre ellos) unas etapas más o menos delimitadas: una etapa surrea­ lista en los años 20, una más humanizada en los años 30, etc. Los miembros de ese grupo tienen, en ese sentido, características afines. Gil-Albert es un poeta-isla, como le dijeron una vez, porque expresa en su poesía un camino estético que abre muchos cauces, como veremos.

16 En el estudio de su poesía que pretendo realizar, veremos cómo Gil-Albert tiene sus referentes no solo en el mundo clásico greco-latino, sino también en la poesía contemporánea. Lo interesante es que en la prosa, ya estudiada, vimos un mundo que en su poesía va a enriquecer. La riqueza de lo lírico se vierte aquí en todo su esplendor. Para terminar este apartado, he de decir que Gil-Albert no coincide con la poesía arraigada de los años 40 o con la llamada desarraigada, ni va a expresar los mismos temas que la poesía social de los años 50. Puede, como veremos, que haya ciertas semejanzas, pero no seguirá un estilo de poesía concreto. Como nos recuerda María Paz Moreno en el prólogo a su Poesía Comple ­ ta, los años 50 van a ser un momento prolífico en el poeta, más de siete libros de poemas importantes en un período nos indican que, tras su exilio, el poeta vuelve con gran vigor a refugiarse en su mundo de palabras y a regalarnos una obra muy interesante por su belleza y su idea del mundo como un lugar en el cual debe prevalecer la honestidad. Lo que más nos llama la atención es el amor hacía la Naturaleza, hacia su tierra, donde el sabor de la nostalgia transita con enorme delicadeza, con un pulso firme y sensible que nos hará vivir, con placer, esta singular experiencia poética. Como muy bien dijo María Paz Moreno en El culturalismo en la poesía de Juan Gil-Albert, libro que tiene como base su tesis doctoral defendida en la Universidad de Ohio State en 1999, hay muchos temas en la obra de Juan Gil-Albert: “Temas como la herencia cultural mediterránea, el exilio, la expe­ riencia amorosa o la reflexión filosófica son piezas del mosaico que dibuja el universo poético de Juan Gil-Albert” (María Paz Moreno, 2000, 139). Y, movido por el inmenso universo del poeta, como muy bien señalaba María Paz Moreno en estas palabras de su excelente libro, titulo así este estu­ dio, ya que en la obra de Juan Gil-Albert anida un entusiasmo por el mundo, un vitalismo apasionante, que le llevará a crear un universo lleno de mitos que engrandecen su quehacer poético. Cabe decir también que todos los poemas que voy a comentar están selec­ cionados de la editorial Pre-Textos, en colaboración con el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, lo que constituye la edición de su Poesía Completa, publica­ da en el año 2004.

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MISTERIOSA PRESENCIA: LOS SONETOS DE UN POETA DEL MEDITERRÁNEO

Misteriosa presencia está escrito en 1936 y nos adentra en un grupo de so­ netos (concretamente 30) dedicados al amor, al mar, al campo, etc. Gil-Albert se revela como un hombre sensible y abre el caudal de la poesía a nuestros ojos. Comenta Pedro J. de la Peña, buen conocedor de la obra poética de Gil- Albert, en la revista Canelobre lo siguiente: “También cabe decir que en sus primeros libros de versos muestra una clara tendencia neogongorina en Miste­ riosa presencia (1936), muy cercana a la tesis deshumanizadora de la primera etapa del 27” (Pedro J. de la Peña, 1996: 126). Es cierto que estos poemas conllevan un cierto distanciamiento, lo que parece reducir el sentimiento del poeta y llevarle por una senda de deshumanización. He escogido los sonetos III, XXVI, XXIX y el XX, por parecerme los más acertados a la hora de recoger diferentes temas, entre aquellos que aparecen en el libro. Comienzo con el soneto 111 (Juan Gil-Albert, 2004: 80), que dice: “¡Ay leve mar que intenso te tornaras / si en volandas me llevas del estrecho / allí donde da sombras a su lecho / la palmera gentil, y dulce cara” (vv. 1-4). En este pri­ mer cuarteto, el poeta muestra su nostalgia, ese deseo de estar en otro lugar, pa­ rece como si añorara perderse en las aguas del mar. No de otro modo podemos entender ese “¡Ay!” que aquí es suspiro, sensación de un dolor que le aflige. ¿Por qué leve mar? Curiosamente, la respuesta la da otro adjetivo: “intenso”, esa oposición o antítesis nos señala algo muy claro: el poeta pide al mar que deje su suavidad y se vuelva (tomar) violento para que esa fuerza le lleve a otro lugar. Podemos deducir que se trata de un lugar donde hay palmeras y pensamos entonces en su tierra natal (hay otros sitios donde encontramos palmeras, pero aquí se refiere, sin duda alguna, el horizonte alicantino).

19 Resulta magnífico el segundo cuarteto cuando surge una identificación en­ tre el cuerpo del poeta y el mar amado. Lo deja muy claro al decir: “si en los vaivenes glaucos me tomaras, / y por velas el ansia de mi pecho / pura como ramaje del helécho / depositarme entero en frescas aras!” (vv. 4-8). ¿Qué nos dice el poeta? Sencillamente, éste se transforma, pasa a ser parte del mar. Los “vaivenes glaucos” son las olas que se ven al fondo del océano, cuando el mar tiene ese color verde claro. La elección de “glauco” ya nos señala que el poeta prefiere los cultismos, para acercarse más al lenguaje gongorino. La identificación “velas- ansia de mi pecho” tampoco es incomprensible, el pecho es movimiento, agitado, como las velas. El cuerpo del poeta está na­ vegando en las aguas, poderoso como un titán para llegar a su destino: la tierra natal. Así dice “depositarme en frescas aras”. Parece que el cuerpo va tendido por el mar, como empujado, acostado para que el pecho sean las velas y vaya cubierto de “ramaje del helécho”, clara alu­ sión al vello del torso. Gil-Albert nos hace ver ese cuerpo que camina entre las aguas, como si, al volver lo mitológico, surgiese el milagro poético. La alusión a las “aras” nos lleva a un término barroco, utilizado en la poesía de Góngora. En los tercetos llega la negación del mar, esa ansiedad que es deseo e ima­ ginación en los cuartetos se torna rechazo del mar en los tercetos. El mar le niega al poeta ese afán del viaje, diríamos, incluso, de fusión con sus aguas natales, el Mediterráneo amado. Dice en los tercetos lo siguiente: “Leve mar que impotente no respondes / monótonos ruidos mascullando / el contacto que exijo, dime ¿dónde?” (vv. 9-11). El poeta busca la respuesta ante un “impotente” mar que no le escucha, como si fuese atrapado en el tiempo y negase el regreso deseado a su tierra natal. El poeta no le pide el contacto, sino que le “exige”, nos llama la atención esa superioridad del hombre, que aquí tiene deseos de dios mitológico. He dicho deseos, porque así ocurre, no consigue lo añorado y sólo baña sus pies en las aguas prometidas: “Pies dispuestos al goce allí mojando / en litoral de espumas hago sondes / si se baña en la opuesta dime cuándo” (vv. 12-14). El goce nos recuerda a la lírica mística, a esa unión del alma con Dios, a esa plenitud tras la vía purgativa e iluminativa. El deseo de fusión se busca, pero no se produce. El poeta hace “sondes”, es decir, mide la profundidad del mar entre la espuma del agua. Hay una expectación en el poeta, un deseo frustrado en su contacto con el mar. Tan solo los “pies dispuestos al goce” parecen deleitarse con el agua. Que­ da en el poema una sensación de deseo no cumplido, el poeta no puede volver a su tierra natal.

20 Por ello, insistí en la influencia mística, tanto San Juan como Santa Teresa buscan esa fusión, la diferencia se halla en el éxito de tal objetivo (sobre todo en San Juan de la Cruz) frente al fracaso del poeta. Si recordamos el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, éste en la for­ ma de la esposa va a decir lo siguiente: “¿Adonde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti, clamando y eras ido” (S. Juan de la Cruz, 1991: 52, vv. 1-5). Vemos en los versos de S. Juan de la Cruz el mismo deseo que anhela Gil- Albert para recuperar su espacio natal. Hay, sin duda, influencia mística en el poeta alicantino. Este soneto de Gil-Albert que acabamos de analizar tiene, desde luego, sus influencias. La pasión del poeta por el mar, esa entrega que desea fuerte­ mente, nos recuerda a Juan Ramón Jiménez y su Diario de un poeta recién casado. Merece la pena comparar este soneto con el poema 163 titulado “El Mar” (J. Ramón Jiménez, 1998: 229), en el cual podemos apreciar la semejan­ za en la visión del mar: “Le soy desconocido. / Pasa, como un idiota, / ante mi; cual un loco, que llegase / al cielo con la frente 7 y al que llegara el agua a la rodilla...” (vv. 1-5). Ya vemos aquí como el mar desconoce al poeta, este mar tiene características humanas: “idiota, cual un loco”. Podemos apreciar en ambos poemas una parecida indiferencia del mar ante el hombre que suspira por él, pero donde más se destaca la semejanza entre ellos es en la segunda estrofa, cuando J. Ramón dice lo siguiente: “Si le toco un dedo, / alza la mano, ola violenta, / y con informe grito mareante, / que nos abisma, / dice cosas borrachas, y se ríe, / y llora, y se va...!” (vv. 8-13). Pode­ mos decir que el mar es aquí más humano que el que nos describe Gil-Albert, pero sí existe el ansia de contacto y el rechazo subsiguiente. Aparece en el poema de Juan Ramón, como en el de Gil-Albert, las espu­ mas, como símbolo de la vida del mar, de su color blanco lechoso, como si di­ solviese la visibilidad del fondo del agua: “Y se encoge/ de hombros y sepulta / su risotada roja en las espumas / verdes y blancas” (vv. 19-22). La aparición del verde de las espumas, nos recuerda al “glauco” de Gil-Albert, tonalidad que vuelve al mar más misterioso entre la alternancia de colores. Podemos apreciar como la sencillez de J. Ramón se torna en complejidad en el poema del escritor de Alcoy. Pero la diferencia es de estilo, no de contenido. Ambos están subyugados por las aguas y quieren al mar, símbolo del misterio de la vida, para entre­ garse. Si en Juan Ramón el mar está dotado de cualidades humanas, en Gil-Al-

21 bert tiene un aspecto más misterioso, lo que explica el componente mitológico que dicho mar, sin duda, el Mediterráneo, tiene para él. No por ello se descarta el componente humano del mar en el soneto de Gil- Albert, cuando dice así: “monótonos ruidos mascullando”, los ruidos del mai­ son como una conversación que el poeta no acierta a comprender, pero invita al contacto y a la comunicación, en este caso, frustrada en su plenitud. Si como dice Michael P. Predmore en el prólogo al Diario de un poeta recién casado, el mar de J. Ramón, a pesar de su violencia, se humaniza ante el viajero, por el contrario, en el soneto de Gil-Albert el mar no responde, es “impotente” ante la voluntad del poeta. Comento ahora el soneto XXVI (Juan Gil-Albert, 2004: 95) de este libro de poemas cuyo título Misteriosa presencia ya alude al mundo que no vemos y que presentamos en las emociones: el amor a la Naturaleza y sus misterios. En este soneto nos va a narrar el paso de las estaciones, lo he elegido por­ que es muy interesante ver cómo Gil-Albert elige el mundo clásico y nos re­ gala un soneto donde vemos rasgos de nuestro barroco. Veamos: “El otofio se acerca y la flor huye / vase el verde y regresa oro tardío / la nube avanza y corre el breve estío / que a su fresco llegar destierro intuye” (vv. 1-4). ¿Qué quiere decir el poeta en este primer cuarteto? Nos habla del cambio de estación, la llegada del otofio cuando el verano desaparezca y con él “el ver­ de”, también la nube “avanza” y “corre el breve estío”, es decir, hay un proceso de cambio en la Naturaleza. Ha pasado el verano con su efímera presencia, las nubes se tifien de otro color, llega el otofio. Nos dice en el segundo cuarteto lo siguiente: “La codorniz se aleja, el sol se excluye / por las paredes, liqúenes de frío / manchan verdines, cásca­ ras de río / trémulos por la lluvia que construye” (vv. 5-8). Vemos el paso del tiempo en los verbos, el dinamismo que poseen: “se aleja, se excluye”, apreciamos también las consecuencias del cambio de estación: “manchan verdines”, como ya sabemos, solo el frío produce ese moho que significa tiempo otoñal o invernal. La descripción que ofrece el poeta es muy buena y demuestra que Gil- Albert es un buen retratista de la naturaleza, como si pintara aquello que quiere describir. Incluso el río está tembloroso porque llega la lluvia, el otofio se acer­ ca irremisiblemente. En los tercetos es aún más contundente a la hora de cerrar una estación y abrir otra: “Todo ensombrece la estival partida / vergeles arrebata el ventisque-

22 ro / sobre el mundo feliz, espesa sombra”. Al decir “ensombrece” expresa la llegada de la tristeza, que arrasa la alegría veraniega. Dice en el último terceto: “tú mismo llevas el laúd de huida / lo vibrátil que tiene y que me asombra / duro es quedar en pie sin lo que quiero” (vv. 12- 14). Concluye así, expresando el dolor de esa pérdida de la felicidad, la huida de la alegría lo expresa el “laúd”, música triste que no invita al regocijo, sí al abatimiento. Para el poeta, el resultado es duro y le produce la extrañeza de la vida, ese “ir perdiendo cosas siempre” que supone cambiar, sin su voluntad, de estación, como metáfora del envejecimiento de la vida humana. Este soneto tiene mucho que ver, sin duda, con el lamento que los poetas del barroco mostraban acerca del paso del tiempo. He elegido, entre otros mu­ chos, un poema de Pedro Calderón de la Barca donde expone el genial autor barroco lo que considero un ejemplo de la vida que se escapa, que se nos va, como un suspiro, en cada momento. Me refiero a un soneto de El príncipe constante (Poesía de la Edad de Oro, 1987: 328-329), concretamente del acto II cuando dice así: “Estas que fueron pompa y alegría/ despertando al albor de la mañana / a la tarde serán lástima vana / durmiendo en brazos de la noche fría” (vv. 1-4). Podemos deducir el paso de vida al llegar la “noche fría”, dejando el momento hermoso de la vida: “al albor de la mañana”. Esa noche fría trae, sin duda, la vejez y la muerte. El magnífico caudal expresivo de Calderón nos ofrece un segundo cuarteto magnífico: “Este matiz que el cielo desafía / iris listado de oro, nieve y grana / será escarmiento de la vida humana: / ¡tanto se emprende en término de un día!” (vv. 5-8). Todo ese esplendor se borra en el curso de unas horas, la belleza que vemos se marchita en un instante. Pero es en el primer terceto donde la visión pesimista de la vida cobre más intensidad: “A florecer las rosas madrugaron / y para envejecerse florecieron / cuna y sepulcro en un botón hallaron” (vv. 9-11). Vemos como une el naci­ miento y la muerte, todo consiste en vivir el instante, de ahí la sabia elección de la rosa, símbolo de la belleza que marchita al poco tiempo, tal cosa ocurre también con la vida humana. Termino aquí, dejando el último terceto que reitera, magníficamente, 1a idea ya comentada, para señalar que Gil-Albert bebe de las fuentes del barroco. La visión del cambio de estación de su soneto está muy relacionada con este proceso del día que señala Calderón al sentir que en un día tan sólo, desde la mañana a la noche, la vida sufre un terrible proceso de pérdida.

23 No hay que olvidar, como contrapartida, que el poeta alicantino debió co­ nocer muy bien los poemas que Juan Ramón Jiménez dedicó en su libro llamado Sonetos Espirituales (J. Ramón Jiménez, 1990: 239-240) al Otoño, donde éste es visto desde la melancolía, como si fuese el lugar idóneo para el recogimiento: “Esparce octubre, al blando movimiento / del sur, las hojas aúreas y las rojas, / y en la caída clara de sus hojas / se lleva al infinito el pensamiento” (vv. 1-4). Nada que ver esta visión melancólica del otoño con el efecto que el invier­ no causa en el poeta moguereño en el poema titulado “Estampa de invierno”, perteneciente a los Poemas mágicos y dolientes -(J. Ramón Jiménez, 1990: 209-210). En este poema la estación del invierno se muestra cruel con el poeta y la rechaza como hacía Gil-Albert, al perder la felicidad del verano: “La tarde cae. El cielo / no tiene ni un dulzor. En el ocaso, / un vago resplandor amari­ llento / que casi no lo es, Lejos, el campo / de cobre seco” (vv. 11-15). Esta sensación de tristeza no puede traer más que el sino trágico que llega con la noche invernal: “Y entra la noche, como / un entierro; enlutado / y triste todo, sin estrella blanca / y negra, como el día negro y blanco” (vv. 16-19). Puedo asegurar que Gil-Albert, como buen lector de poesía, ha ido, sin duda, a toda esa tradición donde se refleja el tiempo, como metáfora del pro­ ceso de la vida, desde el esplendor hasta la extinción. No importa que se halle en el barroco o en la primera mitad del siglo XX, la emoción ante el paso del tiempo sigue estando viva. El soneto del poeta alicantino refleja, una vez más, este dolor ante la caducidad de la vida humana, cuyo espejo terrible lo marcan las estaciones del afio y su pasar irrefrenable. Hemos visto en los dos sonetos comentados del libro de Gil-Albert el mar, su presencia misteriosa y su deseo de fusión a su mar mediterráneo, también el otoño, su llegada que rompe la alegría del estío. Como vemos, sus temas son clásicos, han ido apareciendo a lo largo de la historia de la literatura, con más fuerza desde el barroco, ya que en este período se hace hincapié en la fu­ gacidad de la vida y la poca consistencia de la existencia humana. El lenguaje esmerado, cuidado hasta los más mínimos detalles, ha hecho que críticos como Pedro J. de la Peña hayan hablado de neogongorismo en este primer libro de versos. Es evidente que el afán estético del poeta, remarcando la belleza de la palabra, incide aquí para alumbrar un libro de calidad. Comento ahora el soneto XXIX (Juan Gil-Albert, 2004: 97), donde cambia de tema. En este poema va a ser la ciudad, no la naturaleza, la que aparece desolada y nos induce a pensar, sin dudarlo, en la situación de su país ante la terrible Guerra Civil.

24 Veamos lo que nos dice el poeta: “Esta ciudad que encuentro desolada / perla infeliz sin ecos de tu paso / inconmovible altiva está en el raso / yerta envuelve su flor embalsamada” (vv. 1-4). Nos habla de una ciudad sin vida “yerta”, una ciudad donde el símbolo de la naturaleza: “la flor” está muerta, “embalsamada” y, para colmo, no está la persona querida: “perla infeliz sin ecos de tu paso”. Nos encontramos ante un soneto triste, donde el dolor está en todo. Una ciudad que aparece lejana, como el mar que no quiere compartir en él su dicha, ciudad herida ante alguna tragedia. Nos dice ante el segundo cuarteto lo siguiente: “Aparece en sus muros go­ bernada / por inmenso vacío que aun caliente / hiela de horror la ausencia que se siente / toda piedra al pasar abandonada” (vv. 5-8). La ciudad donde anida el “horror”, que está “gobernada” por un “vacío aun caliente” nos conduce a España que vive su peor momento de la historia reciente ante el impacto terri­ ble de la Guerra Civil que acaba de empezar. Si la “piedra” es para el ser humano aquello que no produce emoción, la ciudad aparece aquí deshumanizada, hecha piedra ante el vacío de la guerra. Si en los cuartetos nos presentaba el panorama atroz de una ciudad sin vida, arrasada por la tragedia, en los tercetos individualiza la pena, es el amor la causa inmediata de su tristeza: “Qué cuencos ¡ay amigo! Reservados / me emboscará al salir para no verte / los donde amor te tuvo allí dejados” (vv. 9-11). Como vemos, hay un recuerdo presente, el amado y el dolor que deja. La ciudad está herida de muerte, como el poeta, ante la pérdida de un ser querido. Nos imaginamos la muerte como explicación de esta ausencia atroz para el hombre que ha vivido su plenitud en la ciudad desolada. Al final del soneto, Gíl-Albert nos dice que lo peor es no sentir, no poder tener siquiera el cuerpo de ¡a persona que quiere, aunque sea para llorarlo. Tal es su impotencia en estos últimos versos: “Qué ciudad lastimosa de quererte / fría en el lecho está para mis hados / sin que abrasarte pueda ni dolerte” (vv. 12-14). Tal es la desazón del poeta de no tener el cuerpo del amado, de no po­ der tocar su rostro, aunque fuese ya sin vida. Este poema nos recuerda sobre todo la parte final de la “Elegía a Ramón Sijé” que escribió Miguel Hernández. La impotencia del poeta de Orihuela tiene su semejanza ante este dolor inmenso de la no presencia del cuerpo yerto del amado. Esta famosa elegía pertenece a El rayo que no cesa (Miguel Hernández, 1992: 509-510), escrito entre 1934 y 1935, merece la pena recordar aquí ese magnífico llanto al amigo porque, indudablemente, tiene la hondura que el dolor inmenso produce en aquel que sufre una pérdida irremplazable: “No hay

25 extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida” (vv. 13-15). Vemos que el dolor se extien­ de hasta el tuétano, es decir, está en la raíz de uno mismo, tal es la desgracia acaecida. El poema es extraordinario y sería muy extenso citarlo en su totalidad, pero quiero destacar otra estrofa que me parece significativa ante el rigor y el duelo que provoca tanta tristeza: “Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apretar la tierra parte a parte / a dentelladas secas y calientes” (vv. 28-30). Al igual que Miguel Hernández, Gil-Albert, sin hacer un poema tan exten­ so y sin conseguir la fuerza dramática que nos aporta la Elegía, sí nos adentra en la pérdida del ser amado. No podemos llegar a saber si el poeta alicantino leyó la famosa Elegía, pero sospechamos que sí late su influencia en el soneto comentado, Termino este repaso por los primeros poemas de Gil-Albert en Misteriosa presencia con otro soneto, el XXX (Juan Gil-Albert, 2004: 97-98), también dedicado al amor y que resulta algo más complejo a la hora de interpretarlo, pero, de igual manera, aparece también el sentimiento de pérdida. Dice así: “He subido por sienes de peldaños/ la ruta de tu amor en el vacío / un turbión que me sigue y que lo guío / a tu oquedad de puertas sin engaños” (vv.1-4). El poema ya se nos revela neogongorino, con esa dificultad en el lenguaje que parecía interesar a Gil-Albert en 1936. Lo que nos dice no es tan comple­ jo, se refiere al amor perdido: “la ruta de tu amor en el vacío”, también aparece esa fuerza que le hace topar con la nada, el “turbión” tropieza con la “oque­ dad”, es decir, el vacío de nuevo. Dice en el segundo cuarteto: “He querido en la tregua de los años / renovar de verdores el estío, / tu mansión palpitante sobre el río / un demostrar las huellas de tus baños” (vv. 5-8). El poeta está recordando y la nostalgia pesa, los baños de esa juventud que les unió, ese deseo de “renovar”, de volver a ese tiempo que, naturalmente, es el verano, (en Gil-Albert el estío va a tener siempre un carácter positivo frente al otoño o el invierno). Busca el poeta esa huella de ayer que ha perdido y que se afana en en­ contrar, dice en los tercetos: “Lo que la flor tirita en los retiros / sin el halo entibial de tus respiros / sólo en alcobas los otoños tiemblan” (vv. 9-11). De nuevo, el tiempo del invierno y la presencia del otoño, por ello “tirita” la flor, ya no hay alegría, solo la oquedad del tiempo crudo que trae la llegada del frío,

26 es decir, de la pérdida del ser amado. No queda el “halo” del “respiro”, ese halo que es capaz de dar vida a la flor de nuevo y, por ende, al poeta. La imagen del último verso del primer terceto es muy significativa: “sólo en alcobas los otoños tiemblan”, quiere decir que no hay vida afuera, el espacio está cerrado, ese mundo de los sentidos, identificado con el verano, permanece muerto. Lo que dice el poeta en el último terceto refuerza esa necesidad de presen cia del amigo: “y ese nudo o silencio que las pueblan / abalánzame en masa para abrirte i allí donde soy yo buscando oírte” (vv. 12-14). El poeta sigue intentando escuchar la voz del amigo o amado, ya no solo busca su “halo donde respira” sino también su voz, huella de su presencia en las cosas que ha dejado. Dirá por ello “para abrirte” porque con amado viene el “exterior” y, por tanto, el verano, la vida verdadera. He comentado el soneto XXX que cierra el libro y nos deja una sensación de vacío, como si el desgarramiento de la pasión se frustrase en la pérdida del amado. Ya podemos conocer un poco cómo Gil-Albert entiende el tiempo, cómo las estaciones marcan épocas de la vida, el invierno es sinónimo de dolor y el verano, sin embargo, es esplendor. Si vemos ahora un ejemplo de la poesía de un hombre muy arraigado tam­ bién al Mediterráneo y que fue buen amigo de Gil-Albert, aunque bastante más joven, vemos el mismo proceso del tiempo que el poeta alicantino nos dejaba. Me refiero a Francisco Brines y, por ello, he elegido un bello poema que puede servir para que veamos como el invierno es también sinónimo de pérdida y de infelicidad. Me refiero a “Días de invierno en la casa de verano” (Francisco Brines, 1997: 385), poema dedicado a un joven poeta, ya camino de su madurez, me refiero a Vicente Gallego. Dice así el poema: “En esta soledad de los días de invierno / con altos rojos áloes / en el jardín, la casa está sin nadie /y yo la habito” (vv. 1-4). Como vemos, en este breve fragmento el invierno trae el vacío y coincide con el poema de Gil-Albert en esa época de ausencia y tristeza, donde la soledad es la única compañía para el poeta. Cito unos versos importantes de este poema: “Vivo en la intimidad de la casa vacía, / y en las habitaciones despobladas / puedo escuchar el sonido apagado de la vida, / tocar un tiempo helado, / gustar en los espejos un insulso sabor, / el tedio de una imagen sin juventud” (vv. 10-15).

27 Como podemos ver, también Brines señala el vacío y la tristeza, ubicada en el interior de la casa, como había hecho el poeta alicantino al hablar de las “alcobas”, espacios cerrados que son sinónimos de ausencia y muerte. Concluyo este primer libro de Gil-Albert insistiendo en que el estilo neo- gongorista no impide la emoción y que, ya en este libro (aunque todavía de forma incipiente), se nos revela un buen poeta que nos dejará, en libros poste­ riores, poemas aún más maduros y de mayor calidad. CONCLUSIÓN: MISTERIOSA PRESENCIA Para concluir este repaso al primer libro de poemas de Gil-Albert, es ne­ cesario decir que constituye un conjunto de sonetos donde el poeta alicantino muestra su sensibilidad y su pasión por su tierra natal. Resulta algo inmaduro como reflejo de su visión estética del mundo, pero ya va nos ofrece el poeta su gusto por la época estival, como momento de esplendor de la vida y rechaza el invierno, donde se presagia la tristeza y la muerte. Es un libro que nos adentra en la influencia de Góngora, esa búsqueda de la complejidad en el estilo tiene mucho que ver con el culteranismo del gran andaluz. Pero no hay que engañarse, esta semejanza sólo funciona a nivel for­ mal, porque el contenido de los poemas dista mucho del que reflejó Góngora en su poesía. Me parece mucho más interesante, a nivel de influencias o, a veces, de meras coincidencias, el mundo de Juan Ramón Jiménez, donde el mar es un símbolo clave, al igual que el mar de estos sonetos, un espacio que quiere ser compartido, pero que se le escapa al poeta alicantino. En Diario de un poeta reciencasado, el poeta de Moguer busca la identificación con la soledad del mar, pero encuentra un rechazo, como si cada uno, la Naturaleza y el hombre, se viesen obligados a no compartir sus diferentes soledades. Para Gil-Albert, la figura del ser amado es importante y ya nos introduce en la ciudad que está a punto de ser devastada, ante la inminencia de la Guerra Civil española. Hay, sin duda alguna, una aproximación a la belleza en los poemas, pero todavía no alcanza la perfección que llegará con futuros libros, sobre todo con Las Ilusiones, escrito en su exilio en América del Sur. Aún así, estamos delante de un libro, donde Gil-Albert ya muestra sus grandes cualidades como poeta del Mediterráneo.

28 CUATRO SONETOS VALENTINOS: EL AMOR HACIA LA TIERRA

Juan Gil-Albert escribe Los cuatro sonetos valentinos, libro que forma par­ te de Misteriosa presencia, pero que he querido comentar aparte, para profun­ dizar mejor en los temas que aparecen en el mismo. El poeta, enamorado de su tierra, vuelve a la forma clásica del soneto para continuar una senda que abandonará en libros posteriores. He elegido el soneto titulado “Leve palmeral” (Juan Gil-Albert, 2004: 101- 102), dedicado a Ramón Gaya, donde podemos apreciar el homenaje del es­ critor de Alcoy al amigo pintor. Hay en el soneto una especie de sensualidad mediterránea que ya nos muestra que Gil-Albert es un hombre entregado a la estética de crear belleza con la palabra. Dice así: “Agua o sal te estallaba en tu madera / alta esa fuente en peso que esclataste (estallaste) / pero con gracia de aire derramaste / fina en el mar, cur­ vada a tu manera” (vv. 1-4). En este primer cuarteto ya vemos el Mediterráneo, cómo se dirige a la palmera que adorna su tierra alicantina y la describe con extrema delicadeza. Podemos sentir la madera que está ungida por el sol o por el agua, también se aprecia la levedad del palmeral, esa sensación de crecer hacia el cielo y esa delicadeza de árbol que se ciñe a su propio cuerpo, como si se mirase a sí mis­ mo en su belleza: “curvada a tu manera”. Gil-Albert usa el valenciano (nada usual en él) para el término “estallar” y prefiere decir “esclataste” para insistir en el arraigo a la tierra, lo que conlleva también el uso (aunque esporádico) de la propia lengua. Dice el poeta alicantino en el siguiente cuarteto: “Delgado oasis, pluma viajera / que Aquellos amarillos desertaste, / hacia el norte sombrío que surcaste / otros árboles buscas friolera” (vv. 5-8). Podemos observar el uso de

29 adjetivos muy adecuados para resaltar la palmera: “pluma viajera”, “delgado oasis”, está asociada a lo desértico, a los lugares donde vemos el espejismo que proporciona la carencia de vida, tan solo ese espacio de arena y agua soñada. Da la impresión que la palmera, en su esencia mediterránea, añora el tacto con otro árbol, para mitigar su soledad y cumplir así el deseo de amar. Dota el poeta a la misma de cualidades humanas y nos arrebata su sentir. Lo que queda claro es que la palmera “viaja”, es errante, como dirá en el primer terceto: “Fija indeciso el paso de emigradas, / detén brazos errantes del estío / por amoroso viento humedecidos”. Como podemos observar, la palme­ ra, en su pasión, atrapa todo aquello que llega hacia ella, sobre todo la presen­ cia caudalosa del verano y la alegría que ofrece. La palmera es imán al que van las aves “emigradas”, al que llega un calor dotado de sensualidad de la tierra: “brazos errantes del estío”. Gil-Albert centra en dicho árbol la vida mediterránea repleta de deseo y de sensación de fiesta. Tras el lugar que dejan las palmeras no hay nada, no pode­ mos observar nada más allá del paisaje que esplende a su alrededor. El último terceto nos ofrece una imagen que se nos queda dentro, plasmada firme en el interior: “más allá son las brumas apagadas, / más allá son las cuen­ cas del vacío / donde indolentes brazos caen vencidos” (vv. 12-14). Nos queda una duda por resolver: ¿Qué brazos son aquellos que caen ven­ cidos? ¿son los brazos de la palmera transformada en ser amado que busca a su compañero? Creemos que se refiere a la muerte, al decir “vencidos”, los brazos de la palmera-mujer se extienden para morir en esa inmensa sensación de soledad ante la no presencia del amado. Gil-Albert retrata de forma magnífica ese Mediterráneo que ama (el sol, el agua, el estío, las aves que emigran) son reflejos de una tierra como no hay otra, con un color y una luz especial, donde las calles huelen a mar y las pal­ meras se alinean para mostrarse como un magnífico boulevard para el paseante enamorado de su tierra. Me suscita una inevitable comparación este poema con otro, me refiero a la visión del ciprés de Gerardo Diego en su poema “El ciprés de Silos” (An­ tología del grupo poético del 27, 1994: 97-98). Hay un deseo de dar atributos de belleza al ciprés cuando dice en su poema “Enhiesto surtidor de sombra y sueño” (v. 1); pero existe una diferencia evidente, Gil-Albert dice en su soneto lo siguiente: “en tu madera / alta esa fuente en peso que estallaste” (vv. 1-2). El poeta alicantino se vanagloria de esa grandeza que viene depositada en la belleza de la palmera, símbolo de su tierra, pero el destino no es el mismo, para Gil-Albert la palmera cae “vencida” frente a ese poder que no cede en el ciprés

30 de Gerardo Diego. Si recordamos el verso que dice “Chorro que a las estrellas casi alcanza” (v. 3), vemos que no hay derrota, pero sí soledad, una sensación de ser isla que nos sobrecoge más aún que el soneto de Gil-Albert. Si la palmera está “curvada”, el ciprés está “enhiesto”, no es una pequeña diferencia, sino la constatación de una identificación sexual, la que anida entre lo masculino, el ciprés y lo femenino, la palmera. El ciprés es “prodigio isle­ ño” frente a la palmera “delgado oasis, pluma viajera” identificada aquí con la delicadeza femenina. He creído oportuno hacer esta comparación para mostrar cómo la sensibili­ dad de ambos poetas suscita poemas donde se abre un mundo rico en interpre ­ taciones y sabrosas sugerencias. Vayamos al otro poema, dedicado a Luis Cernuda y titulado “Los naranjos” (Juan Gil-Albert, 2004: 103). Gil-Albert siente, en este poema, una especial dedicación a la naturaleza y a la huerta valenciana, con sus naranjos, imagen que será muy habitual en su poesía, como ya veremos en libros posteriores. El poema nos envuelve de nuevo en la sensualidad mediterránea. Al igual que la palmera, los naranjos van a gozar de una luz especial, brillan en los ojos expectantes de Gil-Albert. Veamos lo que dice el soneto: “Larga vere­ da oclusa que me para / la espesura al nivel de su costado / ¡qué peregrino bosque me ha cercado / su imposible verdor sobre mi cara!” (vv. 1-4). Como vemos, Gil-Albert ya nos muestra su estética: el imposible verdor se refiere a los naranjos, a la huerta donde viven; podemos imaginarnos todo un mundo de naturaleza detrás del fruto, por ello, existe un “peregrino bosque”, no está solo, sino que está henchido de belleza. ¿Por qué peregrino? Desde luego, porque, como la palmera, viaja a muchos lugares con el deseo de representar lo bello de la vida. Es en el segundo cuarteto donde expresa con más intensidad esa fusión, ese deseo de acercarse a los naranjos, al regalo que aporta un fruto tan especial: “¡Qué intenso amor unido me depara / breves graciosos cuerpos apretados, / con la mano celeste retocados / uno a uno al pasar, cual si pintara!” (vv. 5-8). Hermoso cuarteto donde podemos entender que el fruto es tan singular que parece creado por Dios. La alusión a la pintura no nos extraña, ya sabemos su pasión por ella, su larga amistad con pintores. Siente que esos “cuerpos apretados” tienen vida, la alusión a “cuerpos” nos señala la sensualidad mediterránea, como si fuesen seres humanos entregados al amor, unos con otros. En los tercetos podemos ver una armonía maravillosa, con una sutileza muy destacable. Los naranjos son vistos por dentro, como frutas que podemos

31 tocar, mirar, oler, comer. La enorme sensualidad alcanza aquí mayor altura: “Dentro ¡oh losa, oh jardín, oh nube impacta / oh ambarino refugio de las bocas / oh bosque de agua pura que está espesa!” (vv. 9-11). ¿No sentimos en estos versos el deleite de los sentidos llegando a nuestra boca? Podemos sentir en ese “ambarino refugio de las bocas” el sabor del fruto, su acidez, pero también su reconfortante jugo que nos llena y nos entra en el cuerpo, se filtra en nuestra sangre. La comparación con la sangre es evidente “bosque de agua pura que está espesa”, la Naranja, su zumo, su acidez se espera como la sangre, porque se vierte adentro, en lo más hondo de nosotros, de nuestro alentar humano. El último terceto es otro regalo maravilloso de Gil-Albert a nuestros ojos incrédulos: “Oh, labrador prodigio que los tocas! / La esmeralda del tiempo deja intacta / para mí sumergirme de sorpresa” (vv. 12-14). Este terceto nos muestra que el labrador vive el milagro que supone conocer de buena mano el fruto, pero hay algo que no se entrega nunca, una virginidad del mismo que no llega a la boca y que no podemos arrebatarle, aunque queramos: “Esmeralda del tiempo” y, de este modo, el fruto vive siempre nuevo, con lo que el poeta alicantino dice lo que sigue: “para mí sumergirme en la sorpresa”. El regalo de todo aquello siempre es nuevo y nos revela la “sorpresa” de la que habla Gil-Albert. Bello poema, desde luego, que sirve para terminar estos Cuatro sonetos valentinos (de los cuales, por su interés, he elegido los dos que muestran su profundo amor a su tierra y a la Naturaleza que ésta le regala). El hecho de que este poema esté dedicado a Luis Cernuda nos da a entender que hubo cierta amistad entre ellos pero, por encima de todo, una enorme delicadeza para en­ tender la Naturaleza y sus dones más preciados. Otro gran poeta ya aludido, Francisco Brines, siente una pasión similar a la del Gil-Albert a la tierra valenciana, como si fuese la sangre que corre por sus venas. Hay un poema que he elegido por la alusión a los naranjos, pero también porque Brines convoca aquí a la alegría de la juventud, como ya sabemos que fue una de las obsesiones de Gil-Albert. Brines dice en una fragmento del poema “Elca” (Francisco Brines, 1997: 92-93) perteneciente a Palabras en la oscuridad en 1966, lo siguiente: “Ya todo es paz: la yedra / desborda en el tejado / con rumor de jardín: / jazmines, alas. Suben / por el azul del cielo / las ramas del ciprés” (vv. 13-18). Obser­ vamos ya esa sensación de crecimiento que vimos en el poema dedicado a la palmera de Gil-Albert, pero también aparece en este paisaje mediterráneo el

32 naranjo: “Porque todo va al mar: y el oscuro naranjo / ha enviudado en su flor / para volar al viento / cruzar hondas alcobas / ir adentro del mar” (vv. 19-24). El naranjo es descrito por Brines con el adjetivo “oscuro”, lo que nos llama la atención, pero sí conocemos la obra de Brines podemos extraer un signifi­ cado lógico. El naranjo es oscuro porque está solo y necesita salir de la pe numbra. El poema nos da la respue'sta: “ha enviudado en su flor”, es decir, se ha quedado aislado de la alegría que supone el esplendor de la vida. Es clave en la poesía del poeta valenciano la oposición interior-exterior, por ello, hace alusión a esas “hondas alcobas” y a la necesidad de romper el cerco interior y abrirse a la belleza de la vida: “salir al mar”. Vemos que Brines tiene mucho que ver con la poesía de Gil-Albert, ambos retratan el mundo mediterráneo, ambos desean que permanezca el momento de la felicidad y cantan a la juventud perdida. No quisiera terminar sin recordar un bello poema de Luis Felipe Vivanco donde el poeta hace a su esposa y a sus dos hijas unos regalos. El poema se llama “Los regalos” y pertenece a su libro Los caminos (Luis Felipe Vivanco, 1998: 85), cito los versos en los que ofrece un regalo a su hija menor: “A ti, la más pequeña, te traigo esta naranja. / Mírala bien primero, ¡qué redonda!, ¡qué áurea! / (la he cogido yo mismo de la rama)” (vv. 31-33). Vemos cómo describe la naranja: redonda, dorada. Pero hay un instante en que el poema nos inunda con su sabor, parece que podemos paladear el zumo de la naranja: “Rompe su piel tirante que estalla y que te inunda / la boca con un zumo de acequia alborotada” (vv. 38-39). He citado este poema porque nos hace degustar, paladear una naranja. Gil-Albert, con sus alusiones en su poema a las bocas, a la cara, nos ofrece una idea de la sensualidad que se transforma en gusto y deseo de tocar y paladear el fruto querido. Si Luis Felipe Vivanco en su bello poema ofrecía a su esposa y a sus dos hijas el agua pálida del puerto, una botella del fondo del mar y una naranja, respectivamente. Gil-Albert nos ofrece la visión maravillosa de los naranjos, como si fuesen nuestros y pudiésemos gozar con todos los sentidos su presen­ cia inolvidable. Aquí termino este estudio del segundo libro de Gil-Albert, en cuya be­ lleza está el sentido de su tierra, tan hondo y verdadero que no hay adjetivos suficientes para mostrar su huella en el hombre que tanto la ha amado. Si es inefable esa emoción sí consigue el poeta que sintamos la hermosura de esa tierra coronada de palmeras (Alcoy, su tierra natal) y naranjos (Valencia,

33 su hogar de juventud). La estética del poeta nos brinda su delicadeza para re­ afirmar un camino inclinado a la belleza que va a depararnos hondas sorpresas en libros posteriores. CONCLUSIÓN: CUATRO SONETOS VALENTINOS He preferido comentar de forma aislada estos sonetos que pertenecen a su libro Misteriosa presencia, la razón reside en la aparición de otros elementos del paisaje dignos de mención: la palmera, los naranjos. Para Gil-Albert, su mundo de sensaciones se divide en la primera época de su vida en Alcoy y la segunda étapa en Valencia. Ambos lugares, son evocados como paraísos para el escritor alicantino. Toda la belleza que llevan dentro está expresada en estos versos, donde utiliza el soneto, una estrofa que le lleva a la contención y donde afirma su clasicismo. Gil-Albert muestra ya su visión estética de la vida al describir, con gran brillantez, el paisaje de la tierra de Alcoy. La palmera, símbolo indudable de la femineidad, se presenta en el poema y nos fascina con su presencia. Por ello, he creído conveniente hacer mención del ciprés que cantó Gerardo Diego en su famoso poema “El ciprés de Silos”. Hay, desde luego, un contraste entre ambos: a la verticalidad y al aspecto sombrío del ciprés se opone la palmera, reflejo de la belleza mediterránea frente a la austeridad de Castilla en el árbol que nos descubría el poeta cántabro en Silos. He querido también mostrar la importancia de los naranjos que enriquecen la tierra valenciana, mostrando la afinidad que existe entre la visión de ellos que tiene Gil-Albert y la que posee Francisco Brines, una mirada compartida de un paisaje que les une y al que aman profundamente. Todo ello, me lleva a decir que este grupo de poemas, toma, en mi opinión, forma de pequeño libro y nos ofrece un paso más en el proceso de madurez del poeta de Alcoy.

34 CANDENTE HORROR: LA TRAGEDIA DE LA GUERRA CIVIL

Abrimos este segundo libro de poesía de Gil-Albert con la sensación de hallarnos ante un estudio del ser humano. Cuando digo esto, me refiero a la presencia de la maldad en aquellos que vivieron en el tiempo del poeta alican­ tino, poco antes del inicio de la Guerra Civil española. Candente horror ya es un título que nos adentra en las fauces del miedo, en los tugurios de la vida humana, en las cloacas de aquellos que, con su cinismo y su hipocresía, propiciaron el horror de la guerra. Lo que nos llama la atención en el libro, para empezar, es el cambio de estrofa, ya no nos encontramos ante el soneto porque el clasicismo ha desapa­ recido, no hay lugar para la estética anterior, se impone el dolor humano ante la belleza. Gil-Albert cambia el neogongorismo anterior (sobre todo de Misteriosa presencia) por un cierto surrealismo que aparece en el libro que comentamos. ¿Cómo podemos entender este cambio? En el estudio que Pedro J. de la Peña dedica a Gil-Albert aparece un término muy apropiado: “de vanguardia”. Muy clarificador lo que dice el crítico acerca de este libro: “Candente horror, por el contrario, es un libro de vanguardia para aquel instante. Frente al soneto de “Misteriosa presencia” se opone aquí la estrofa abierta. Frente a la rima, el verso libre” (Pedro J. de la Peña, 1981: 124). Es cierto que Candente horror nos ofrece un lenguaje más cotidiano, des­ provisto de los artificios estéticos empleados en libros anteriores. Hay un cierto tremendismo en el libro, fruto del tema desgarrador que vivió la sociedad española en este período histórico. Consideramos, por ello, que el libro responde a una necesidad del poeta, movido por las circunstancias que le llevaron a escribirlo: la denuncia del horror que se avecinaba.

35 Si nos adentramos en el mismo, veremos qué sinceridad se transparenta en los versos de Gil-Albert. He elegido varios poemas muy significativos para entender ese giro del poeta hacia cierto surrealismo, pero sin excluir el grado de crítica y solidaridad humana que se filtra en sus versos. El primero de ellos es “Los diplomáticos” (Juan Gil-Albert, 2004: 112), don­ de Gil-Albert critica el hipócrita mundo de los que en apariencia nos defienden y pretender gobernamos: “Sentados sobre un mar de prieta consistencia / navegan como niños insensibles, / rumorcillo de olas sin sentir en las nalgas vastas pro­ fundidades” (vv.1-3). Lo que nos dice ya es muy significativo, nos encontramos ante seres inmaduros “niños”, por tanto, incapaces de servir de ejemplo y, lo que es más, son “insensibles”, si la cualidad del niño es la ingenuidad, éstos seres están excluidos de cualquier etiqueta humana. ¿Qué queda entonces? Nada más que “rumorcillo”, es decir, vacío, inconsistencia, necedad. En los versos siguientes, habla de la vestimenta, diríamos que el poeta em­ plea primero una serie de cualidades morales: “la insensibilidad”, para pasar luego a lo exterior, la superficie, como única identificación. Dice así el poeta: “¿Para qué? Calcetines bordados atestiguan que sus pe­ chos son pulcros/ y el corbatín alude a un pueblo laborioso que hace correr el llanto” (vv. 3-5). ¡Qué curioso! Se refiere a los señoritos, los que deliberan mientras otros “laboran”, se esfuerzan en sus ocupaciones cotidianas, constru­ yendo con su esfuerzo el verdadero país. Nos muestra en el poema que la labor de estos individuos es el ocio, pero no visto en su catalogación de enriquecimiento cultural, sino el ocio insulso, la inactividad moral y mental. Dice así: “Pueblo en sus bocas falsas / sobre verdes hipódromos vedlos cómo pasean tolerantes / los tratados secretos con su sonrisa sórdida” (vv.7-9). El empleo de “tolerante” frente a “sórdida” nos indica la hipocresía de esos desocupados, de esos diplomáticos que deciden el destino de tantos seres humanos jugando en las carreras. Nos habla, por tanto, de una época ya clausurada, ahora las reuniones o los tratados donde se decide la vida de muchos ciudadanos se hace en comidas, en las que el interés parti­ cular y económico puede decidir el destino de miles de personas en un breve período de tiempo. Sigue el poeta alicantino descubriendo a estos diplomáticos que envilecen todo lo que tocan: “Forrados de gamuza no responden a las ondas de! viento, / y plenas capitales los acogen escintilantes párpados bancarios” (vv. 10-11). Como vemos, estos “insensibles” no sienten amor alguno por la naturaleza, reflejada aquí en las “ondas del viento”. Todo lo que les mueve es el interés y el dinero.

36 Va a reflejar en el poema los “párpados”, rasgo físico, acompañando a “bancarios”, centra así todas las cualidades humanas de estos seres en el dine­ ro, como si los ojos se transformasen en vil metal. Vuelve de nuevo al “Pueblo” que ya había mencionado antes: “Pueblo en sus bocas, / para nada les sirve la multitud nombrada / paja seca en sus dientes cuando el fluido mágico no existe” (vv. 12-14). ¿Qué quiere decir el poeta? Sin duda, que los humanos son vacío para ellos, “paja seca en sus bocas”, no importan en absoluto, todo se reduce a objetivos, intereses, intenciones. Si no existe el “fluido mágico” es que carecen de sentimientos y, por tanto, de capa­ cidad de compasión o de conmoverse ante algo o alguien. Termina, subiendo el tono del poema, aunque ya ha quedado muy clara su crítica feroz a esos seres fríos y crueles: “Esguinces de lo humano, se aposentan en mesas de cristal amasadas con sangre” (vv. 15-16). Un magnífico final para comprender hasta qué punto el poeta desprecia a estos seres despreciables, si son “esguinces de lo humano”, es que apenas son reconocibles como vida, son torceduras, errores de la naturaleza que provocan un inmenso dolor y que no pueden dejarnos nada bueno. El poema fue escrito en verso libre, podemos ver como alterna versos de 14 y 7 sílabas, sin buscar ningún tipo de estrofa, para insistir así en la libertad de su pensamiento, no sometido a regla alguna. ¿Por qué esta falta de métrica al uso? Sin duda, porque el poema impone en su ritmo el verso libre, para inten­ sificar el sentido de la crítica sin sujeción alguna. Leyendo este poema no puedo evitar mencionar un poema de Miguel Her­ nández titulado “Los hombres viejos” (Miguel Hernández, 1992: 656-660), perteneciente a El hombre acecha, escrito en 1939, donde el poeta de Orihuela hace una crítica feroz a los hombres que detentan el poder y que llevan las manos cubiertas de sangre. Miguel Hernández dice: “Herís, crucificáis con ojos compasivos / cadá­ veres de todas las horas y los días: / autos de poca fe, pasto de los archivos / habláis desde los pulpitos de muchas tonterías” (vv. 33 -36). Se refiere corno podemos suponer a los sacerdotes, aunque alude también a las otras clases sociales que detentan algún poder: “Trapos, calcamonías, defunciones, objetos / muladares de todo, tinajas, oquedades / lápidas, catafalcos, legajos, mamotre­ tos, / inscripciones, sudarios, menudencias, ruindades” (vv. 77-80). Miguel Hernández, en este largo poema, va a criticar de forma feroz a todo abuso de poder por parte de cualquier clase social. No se libra en el poema ni el clero, ni el ejército, ni el funcionariado, ni la banca, etc,

37 Termino la mención al poema (cito algunos fragmentos para no extenderme demasiado) con cuatro versos que no tienen desperdicio: “Los veréis adheridos a varios ministerios / a varias oficinas por el ocio amuebladas. / Con el sexo en la boca canosa, van muy serios / trucosos, maniobreros, persiguiendo embaja ­ das” (vv. 89-92). El poema emplea adjetivos como “hijos de puta”, “pálidos de avaricia”, “putonas de importancia”, no hay mesura alguna en el poeta de Orihuela y manifiesta, con gran vehemencia, su desprecio al mundo del poder que tanto daño ha hecho a su país. Cambia el tono, desde luego, Gil-Albert. El poeta alicantino no emplea un lenguaje tan duro y a veces tan soez como el que utiliza Miguel Hernández. Sabe muy bien Gil-Albert que puede hacer una dura crítica sin ser tan explícito en los adjetivos acusadores. Lo que sí es importante es ver como dos hombres escriben sendos poemas donde la crítica al poder es muy evidente. Tal es el grado de rabia e impotencia que sienten ante la arbitrariedad de políticos y de curas, propiciadores, sin duda, del desastre de la Guerra Civil española. Como comentaron muy bien Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia en el pró­ logo a la poesía de Miguel Hernández: “Miguel quiso hacer una burla feroz, demoledora. Quiso agredir, usando el verso como bisturí sobre el tejido infec­ tado”. (Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, 1991: 71). Lo que los dos críticos y poetas nos dicen es que el poema no tiene valor estético, pero sí histórico, por las circunstancias en que fue escrito. Su pertinencia fue absoluta. El poema de Gil-Albert (escrito tres años antes) sí posee cierta calidad es­ tética, porque emplea expresiones como “rumorcillo de olas”, “fluido mágico”, “navegar como niños insensibles”, que, sin llegar a crear un poema delica­ do, bello y armonioso, como los aparecidos en libros anteriores, sí denota un interés por el estilo, pese al tema social, siendo éste último el primer interés del poeta. Sin embargo, Miguel Hernández en pos de una denuncia más explícita no consiguió un poema que tuviese cierta estética, dado el abuso de palabras soeces que el mismo contiene. Comento seguidamente el poema “La noche” (Juan Gil-Albert, 2004: 114), donde Gil-Albert utiliza una métrica más uniforme, nos hallamos ante endeca­ sílabos, dado el afán del poeta de escribir un poema más lírico, menos desga­ rrado que el anterior. Dice así: “Es inútil el sueño socorrido / la entrega turbia al pasto de la noche / esa breve memoria que sucumbe / como puerta cerrada que se aísla, / dentro de un cuerpo que está cansado” (vv. 1-5).

38 Como vemos, la noche viene aquí reflejada como un lugar que no permite el descanso, tal es el horror que la inminencia de la Guerra Civil supone para el poeta. Aparece el lenguaje bucólico: “entrega turbia al pasto de la noche”, también la mención al interior-exterior que se va a repetir en su obra, la memo­ ria “como puerta cerrada”, es decir, sin libertad, sin un mundo donde asirse y ser pleno, Y, desde luego, la alusión a “cuerpo atroz” como el resultado físico y moral de un hombre vencido ante el presagio del inminente horror. Será más claro todavía en los siguientes versos: “Es inútil dormir como si nada / retirando mi sangre colectiva” (vv. 6-7). Llega a un grado de identificación con la tragedia humana que le impide la paz nocturna y le condena a la vigilia. Más interesante todavía es la parte final, los últimos seis versos: “Y como todo es uno en el silencio, / esta materia glauca que se mueve / como el hondo cerebro de los pozos / hace inútil la huida si se busca, / en un tiempo que clama sin descanso / la criminal historia de los hombres” (vv. 14-19). En estos versos, vemos el “silencio” y además ese verde “glauco” que nada tiene que ver con el esplendor del verde que dejaba el mar en su primer libro. Aquí se convierte en lodo, porque está dentro del cerebro, pesando, torturan­ do su descanso. Hay también una personificación muy clara al decir el poeta “hondo cerebro de los pozos”, refiriéndose al vacío ante la muerte que se ave­ cina en su devastadora imagen. El resultado viene dado por el adjetivo “inútil”, nada se puede hacer ante la llegada del horror, no hay más que esperar la guadaña que se aproxima. Lo que queda es “un tiempo” que está envuelto en la locura y “clama sin descanso/ la criminal historia de los hombres”. Lo que muestra este final es la repetición incesante del dolor, porque está inmerso en la condición humana, pertenece al principio de los tiempos donde la guerra ya existía. Aunque el poeta presagia el horror, no pierde su mesura, el poema avanza desolador con calma, en endecasílabos, para ir produciendo una sensación ma­ yor de desasosiego, de clara desesperanza. El poema me hace recordar a otro, que posee también un ejemplo de poesía surrealista, escrito en 1944 por Dámaso Alonso en su gran libro Hijos de la ira (Dámaso Alonso, 1998: 118). Cuando Dámaso escribe este libro nos hallamos en la posguerra española y sorprende en la cultura de la época un libro donde se alude tan claramente a las consecuencias de la Guerra Civil. Las consecuencias psíquicas del conflicto en la personalidad de un hombre que no es otro que el mismo poeta, llega en forma de monstruos, de insomnio,

39 de seres deformes. Fue en el poema “Monstruos” (118) donde podemos ver el resultado de ese presagio del horror que nos dejaba Gil-Albert en el suyo: “Oh, Dios / no me atormentes más. / Dirne qué significan / estos espantos que me rodean. / Cercado estoy de monstruos / que mudamente me preguntan, / igual, igual que yo les interrogo a ellos” (vv. 3-9). Como podemos deducir, estos monstruos son las sombras del horror vivi­ do, pesadumbre de la conciencia que se altera ante la llegada (en sueños) de tantas víctimas injustamente asesinadas. Pero es en los siguientes versos donde encuentro mayor relación con el poema de Gil-Albert, ya que aparece la noche como espacio del horror, de la vigilia cruel: “Que tal vez te preguntan, / lo mismo que yo en vano perturbo / el silencio de tu invariable noche / con mi desgarradora interrogación” (vv. 10-13). Es en esa noche terrible, donde Dios ausente niegue al hombre toda cer­ teza de justicia, de solidaridad. Por ello, en el poema, la noche es el espacio donde él ve los monstruos, porque es, sin duda, el horror que se tiñe de silencio y oscuridad: “Bajo la penumbra de las estrellas / y bajo la terrible tiniebla de la luz solar, / me acechan ojos enemigos / formas grotescas me vigilan” (vv. 14-17). Podemos ver toda esa visión de la conciencia, el espanto de un mundo que resucita muertos. Lo más impactante del poema es la transformación, en su proceso de alucinación, del poeta en un ciempiés amarillo: “No, ninguno tan horrible / como este Dámaso frenético / como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos tus tentáculos enloquecidos” (vv. 26-28). Como vemos, el poema expresa la alteración psíquica del hombre ante tanto horror vivido. He querido relacionar ambos poemas, porque representan un antes y un después del conflicto bélico, pero ambos (con más crudeza el poema de Dáma­ so) representan el horror y la locura de la barbarie humana. Cito ahora otro poema que también me ha llamado la atención y en el cual el poeta alicantino establece una identificación del artista como hombre común ante el horror de la inminente guerra. Esta identificación con el pueblo parece atípica de un hombre como Gil-Albert (delicado y aislado en su mundo de cultura) pero su despertar social así lo requirió. Dice así este poema titulado “El artista” (Juan Gjl-Albert, 2004: 118): “So­ bre .montones de cadáveres / sobre espesuras de gritos que han quedado / he­ mos bruñido un torso resplandeciente / o espabilado la gracia lunar / sobre las sombras de seres resentidos y acres” (vv. 1-5). Vemos, sin duda, el espectáculo

40 del horror: “cadáveres”, “espesuras de gritos”. Y a la vez, lo contrario, el arte y la belleza que se opone con su estética ideal al mundo real: “hemos bruñido un torso resplandeciente”, es decir, se ha hecho un elogio en forma de poema, o se ha esculpido una estatua. La alusión a lo lejano, misterioso, está presente en estos versos: “espabilado la gracia lunar”, se ha cantado a las estrellas, ig- notando el dolor que llega con la guerra. Continua Gil-Albert denunciando esa indeferencia del artista que ha apro­ vechado o utilizado el dolor, o lo ha ignorado para cantar lo bello. Dirá así: “Sobre figuras que acapara el polvo / sobre el humano río que se queja, / sobre la torva espalda del trabajo / la indiferencia de los pájaros que cantan / y la huida cobarde” (vv. 6-10). Vernos aquí, de nuevo, la oposición de dos mundos, el de la gente corriente: “figuras que acapara el polvo” y como contrapartida, el mundo de la naturaleza que ignora ei dolor humano: “la indiferencia de los pájaros que cantan”. La sentencia viene al decir “y la huida cobarde”, demoledora forma de denunciar al artista no comprometido con el dolor que sufre España entera. En los últimos versos invierte el orden, pone en primer lugar a aquellos que hay que criticar: los artistas que no ayudan y viven sólo para su arte y, al final del poema, el mundo entero con su horror latente. Dice así: “Así, porque los guantes ocultan un corazón helado / porque las bellas palabras son fermen­ tos reverdecidos / porque la soledad es nuestro nido de gusanos / se nos llama tulipán o rosa / sobre piras inmensas de hambre” (vv. 11-15). Queda muy claro lo que Gil-Albert nos dice en el poema, los “guantes” como metáfora de la delicadeza del artista que ignora el dolor, henchido de bellas palabras, pero vacío de acción humanitaria. La “soledad” es metáfora de la conciencia, envuelta en podredumbre por la inactividad social: “nuestro nido de gusanos”. Ei contraste es total ai final del poema: “tulipán o rosa” como símbolos de la belleza indiferente y “piras inmensas de hambre” como expresión desgarra­ da de la guerra. La preposición “sobre” que se repite en el poema insiste en esa falsa superioridad del artista deshumanizado frente al dolor de sus semejantes. Considero este poema uno de los mejores del libro, porque expresa muy bien el contraste entre dos mundos opuestos, enfrentados por la guerra. Llama el poeta, con esta crítica, a desarrollar una acción social que haga válido al intelectual, útil para los demás hombres. En este poema hemos podido ver la ética de Gil-Albert, predominante en el libro frente a la estética que le caracteriza. Deja de este modo, a un lado, el

41 habitual estilo preciosista de libros anteriores (aunque no abandone el gusto por el estilo cuidado), para ceñirse a la realidad inmediata. “El artista” está compuesto en tres estrofas de 5 versos cada una, la primera y la última de versos endecasílabos y un verso decasílabo, y la estrofa interme­ dia compuesta de tres versos endecasílabos y un verso heptasílabo. Termina este repaso a este importante libro de versos de Gil-Albert, citan­ do de nuevo a Pedro J. de la Peña por su interés y atención a la obra del poeta alicantino, cuando dice lo siguiente: “Gil-Albert ha pasado, en meses, de la literaturización máxima del arte a su rehumanización completa, adhiriéndolo a un conjunto de elementos narrativos específicos de la historia presente” (Pedro J. de la Peña, 1982: 126). Acierta el crítico y poeta, porque el cambio es muy notable en un mismo año respecto al libro Misteriosa presencia, de la Peña considera incluso que algunos poemas del libro no son ajenos a Poeta en Nueva York de García Lor­ ca, pero, en mi opinión, el estilo y el fondo del libro tienen muy poco que ver con los poemas del genial andaluz. Cito también la opinión de un notable poeta de los novísimos, Guillermo Carnero cuando dice lo siguiente: «Candente horror asume la “impureza” (el antídoto del esteticismo y la supuesta deshumanización de la vanguardia) que en su dimensión existencial, cívica y política había reclamado Pablo Neruda en el manifiesto fundacional de la revista “Caballo verde para la poesía”, del que Gil-Albert se hizo eco en “Palabras actuales a los poetas”» (Guillermo Carnero, 1996: 40). Como vemos, en esta interesante alusión del crítico y poeta Guillermo Carnero alcanzamos a ver que el compromiso ético era necesario, Gil-Albert, siguiendo la senda de Neruda, abandona la estética y denuncia, con contunden­ cia, el horror. Gran ejemplo que convierte a este libro en necesario en tiempos de miseria. CONCLUSIÓN: CANDENTE HORROR Lo más destacado de este libro es el compromiso del escritor de Alcoy con el mundo que le rodea. Por ello, los poemas que aparecen plantean el dolor y la miseria de una sociedad abocada al desastre como lo fue la española en él período del comienzo de la Guerra Civil. No excluye el poeta la crítica feroz a una clase política que no ha hecho nada para evitar el desastre de la guerra. Por ello, he creído conveniente empezar mi comentario al libro, con un

42 poema titulado “Los diplomáticos”, donde Gil-Albert rechaza, con contunden­ cia, la hipocresía de los hombres de la política que sólo viven para enriquecer­ se, sin importarle el pueblo. He comparado este poema con el de Miguel Hernández: “Los hombres viejos”, donde el poeta de Orihuela expresa con furor su desprecio a políticos, funcinarios o religiosos, por considerar a todos ellos, culpables de la miseria de España. Hay una diferencia de estilo: más mesurado en Gil-Albert y más duro y violento en Miguel Hernández, pero, ambos poetas expresan su visión ética de la vida que se expresa en la denuncia de todo comportamiento vil y deshonesto, como los que llevan a cabo las clases sociales antes aludidas. Gil-Albert expresa en este libro su visión de la locura, lo que hace que su lenguaje poético se vuelva más duro y más cercano al surrealismo. Por lo tanto, debido a la urgencia de denunciar la demencia de la Guerra Civil española, se ve obligado a dejar a un lado el clasicismo anterior. El libro es, desde luego, un claro ejemplo de compromiso, donde triunfa su visión ética de la vida, amparada en la honestidad y en la libertad de los seres humanos. Un libro, por ello, necesario para entender mejor la figura de Gil-Albert.

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SIETE ROMANCES DE GUERRA LA IMPORTANCIA DEL ROMANCE EN LA GUERRA CIVIL

Para comenzar este estudio acerca del cuarto libro de Gil-Albert, es in­ teresante empezar hablando del significado del romance en la Guerra Civil española. Todo comenzó con la aparición en agosto de 1936 de El mono azul, la re­ vista creada por la “Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura”. En el primer número de dicha revista se pidió a todos los poetas antifascistas de España, anónimos y conocidos la colaboración mandando ro­ mances en contra del bando nacional. En noviembre de 1936 aparece el Romancero de la Guerra Civil en la que van a colaborar con la publicación de algunos romances Alberti, Altolaguirre, Bergamín, Miguel Hernandez, Emilio Prados, Rafael Dieste, Pedro Garfias y Serrano Plaja. Poco más tarde, ya en 1937, surge el Romancero General de la Guerra de España donde Emilio Prados y Antonio Rodríguez Mollino ofrecen una amplia muestra de toda la publicación romancística republicana. He hablado de los romances más famosos, pero existieron otros, tales como los Romances de la CNT de la que se encargó Antonio Agraz, poeta anarquista y José García Pradas, teórico y director de la publicación. Incluso hubo anarquistas menos conocidos que el citado Antonio Agraz que publicaron sus particulares romances: Romancero popular de la Revolu­ ción se titula el romance de Juan Usón “Suanonus”, el cual se declaró “anar­ quista neto”. Como vemos, hubo bastantes romances en el bando republicano e incluso en el anarquismo, lo que nos muestra que Gil-Albert se acoge al ro­

45 mancero por ser una técnica muy usada en los tiempos del conflicto bélico y un arma clave contra la derecha española. No olvidemos que el poeta alicantino es uno de los hombres que cree, en ese momento histórico, que la poesía debe ser útil y no un elemento estéti­ co, como fue habitual en su ideario anterior. Y tampoco hay que olvidar que Gil-Albert en Mi voz comprometida dirá lo siguiente: “declaramos por nuestra parte el horror humano y le desinterés estético que origina en nosotros esa “pureza” exenta de sangre y puesta en pie con el apoyo de las más inhumanas mutilaciones” (Juan Gil-Albert, 1978: 175-176). Se refiere a los criterios que maneja la revista Nueva Poesía, donde no se pone como prioridad el conflicto social que urge en la poesía. Por ello, Gil-Albert se convirtió en un hombre comprometido en aquellos tiempos y sus romances así lo testimonian. Pero, antes de entrar en el comentario a algunos romances del libro, hago referencia, por la clarividencia de su opinión para entender mejor este aparta­ do, a las palabras de Víctor García de la Concha cuando señala los temas que dan lugar al Romancero antifascista. Para no extenderme demasiado en la ca­ talogación esmerada del ilustre filólogo, me remito a citar las oposiciones que establece: “traición- profanación”, sobre ello dirá lo siguiente: “’Los romances republicanos coinciden en señalar que el Alzamiento militar es una traición para vender las tierras de España a potencias extranjeras” (Victor García de la Concha, 1992: 130). Otra oposición que cita de la Concha es “Tierra- cielo”, se refiere a que los romances españoles van a centrarse en la solidaridad con el pueblo y muestran también un deseo de anclarse en la tierra, frente a la poesía del bando nacional que señala la idea de la trascendencia. Otro tema que aparece en el libro es “chavales cetrinos- ángeles efebos", para los poetas del bando republicano no importa la descripción de la belleza, sino del valor, frente al bando nacional que abunda en la idea de describir a jóvenes bellos. Otro tema que menciona García de la Concha será: “Maniqueísmo- sátira”, dice, de forma más concreta de la Concha, lo siguiente: “es coincidente el recuso a la comparación con animales nobles para aludir a los del propio ban­ do y feroces o degradados para calificar a los contrarios” (Víctor García de la Concha, 1992: 135). Estas son las oposiciones principales que señala el gran filólogo entre los dos bandos y que me parecen necesarias para entender mejor la ideología de unos y de otros y su estilo al escribir los romances.

46 LOS ROMANCES DE GIL-ALBERT Pasemos ya a comentar los romances que aparecen en el libro titulado Siete romances de guerra. El primero que me llama la atención es el que se llama: “Tres romances de Juan Marco” (Juan Gil-Albert, 2004: 133-138), en el cual el poeta nos cuenta la muerte de un soldado republicano: Juan Marco. Con el romance pretende el autor servir a la causa antifascista y lo consigue plena­ mente. Cito algunos versos que me parecen de interés: “nos llegaron malas nuevas, / de la sierra donde estabas, / y se puso negro el día / que entraba pol­ las ventanas; / estudiantes de la FUE / tristemente te nombraban, / responsables del partido / tienen su cara mojada” (vv. 15-22). Refleja en estos versos el dolor de los estudiantes, lo que indica que nos hallamos ante una noticia trágica. Se trata de la muerte de un soldado Juan Marco, como veremos seguidamente: “Estando el joven Juan Marco / de pie en las avanzadas; / voluntario hacia guardia, / que nadie se lo mandara, / porque tiene Juan destino / de morir de madrugada” (vv. 29-33). Los últimos versos nos llaman la atención, vemos al joven avanzar hacia la muerte: “nadie se lo mandara” y la presencia del destino: “morir de madrugada”. Nos señala así el poeta la importancia de lo épico en el romance, quiere transmitir la valentía de un hombre que se encamina a la muerte como si le llamara, como si fuese su destino irreversible. Aparece también en el romance las canciones, ya sabemos que fueron muy importantes en el Frente ante la soledad y la incertidumbre de la posible muer­ te: “Marco escucha las canciones / que le hieren en el alma / voces escarnece­ doras / que están desgarrando España” (vv. 40-43). Se está refiriendo a las can­ ciones de las Falanges aragonesas que no puede evitar sin herirle el corazón. Lo que cuenta el poeta alicantino es el ímpetu desgarrador de un joven que, ante la imposibilidad de soportar la afrenta de la música canalla, lanza un grito como respuesta y, por ende, como palabra que desafía a la misma muerte: “Su boca da la respuesta / a la canción inciensada: / “Agrupémonos, amigos, / hasta el final, camaradas” (vv. 44-47). En ese instante, las metralletas enemigas, en la noche aciaga van a asesinarle: “mientras una nube adversa / por ¡a llanura se arrastra, / invadiendo por los campos / fría humedad desolada” (vv. 47-51). Emplea el poeta adjetivos como “inciensada”, es decir, quemada. También aparece la agrupación de dos adjetivos con un sustantivo para insistir en la tragedia, haciendo mucho más estremecedor este final del Juan Marco. Nos cuenta Gil-Albert que Juan Marco era estudiante y joven soldado, además, nos muestra esa sensación del temor que avanza en la noche, trayendo el presagio de la muerte injusta y prematura: “Vienen hacia ti, escondidos / en

47 esos velos de agua, / los ruines portadores / de una muerte tan temprana” (vv. 56-59). Vemos cómo el poeta nos regala su estética, ya que, aún hallándose en el gran conflicto de la guerra, no puede evitar el lirismo: “velos de agua” para referirse a las nubes. También califica de “ruines” a los enemigos. Ya dijimos que, siguiendo a García de la Concha, el enemigo es descrito como animal feroz y cruel. Gil-Albert va a ir presagiando la muerte del soldado y estudiante, pero ésta aún no se ha producido. Llega cuando Juan Marco cree que se encuentra ante los republicanos al ver la bandera entre la niebla (por dificultades de visión, claro está). Lo que ocurre es esencialmente trágico: “Cuando ya se disponía, / a dejar la zona franca / entre las nieblas advierte / la bandera desplegada, / y ¡oh, perfidia manifiesta! / no era bandera encamada / ni tricolor, la que traen / era la antigua, manchada” (vv. 68-75). En estos magníficos versos podemos ver el peso del engaño, la niebla ha aparecido ya y se detiene ahora como causa principal del destino trágico del joven soldado. La bandera de los nacionales aparece “antigua, manchada”, es el fruto del mal, aquello que ha de corromper y engendrar dolor. Cuenta en el romance que Juan Marco pide ayuda, pero es demasiado tarde y ya se avecina hacia la muerte. Lo que más me llama la atención del romance es esa advertencia que pesa acerca de su pronta muerte y la constatación del destino adverso del soldado desde el principio. No puedo evitar pensar en una obra clave de Lope de Vega El caballero de Olmedo, donde el presagio de la muerte está presente desde el principio de la obra. Dice Gil-Albert cerca del final del romance: “Las cuatro de la mañana, / cuando en la tierra se cae / la fruta no madurada” (vv. 81-83). Es una mención muy clara a la juventud, a ese momento de la vida pleno que se arranca de raíz. El ámbito de la noche, como veremos, es clave en el romance, como lo fue en El caballero de Olmedo. En el tiempo nocturno y frío se desarrolla mejor la soledad y la injusticia, como si el velo oscuro que la cubre diera mayor impu­ nidad a los asesinos. Dirá seguidamente: “Los labios de Marco expiran / la Internacional canta­ ban, / con la mano a sus amigos, / dice, que se retirarán” (vv. 82-85). Marco muere solo y cantando el himno de la solidaridad de la Izquierda en el mun­ do. Vemos en el romance su declarada valentía, muriendo en soledad: “con la mano a sus amigos / dice, que se retirarán” (vv. 84-85). La grandeza del joven es evidente, desea no poner en peligro a sus amigos, para que no sean diana visible de los fascistas.

48 De nuevo, las canciones, ya que en este tipo de romances son muy habitua­ les, lo que demuestra la fe en una idea y el coraje en la lucha. En el Romance II (ya que está dividido en tres) cito los versos más impor­ tantes: “En Valencia su partido / quiere ese cuerpo del alba” (vv. 7-8). Como podemos ver, Gil-Albert utiliza el estilo como protagonista, podría decir “cuer­ po del amanecer”, pero su voluntad estética de crear belleza, le lleva a decir: “cuerpo del alba”. Resulta muy interesante el calificativo que dedica en el Romance a los amigos de Juan. Los llama “samurais”: “Los “samuráys” / ya salieron / bra­ mando de ira y de rabia / a rescatar los despojos, / de su alegre camarada” (vv. 9-12). Nos preguntamos por qué escoge el poeta alicantino el término samuray, el cual pertenece a los guerreros de la sociedad feudal japonesa entre los siglos XII al XIX. La respuesta se halla en ese concepto medieval, de valor y lucha que puede parangonarse al héroe republicano. El sentido épico triunfa en el romance. Encuentran el cuerpo de Juan Marco y le ven destrozado: “¿cómo mirarla, se puede, / esa cara machacada / las dos manos en cercén, / las orejas arranca­ das?” (vv. 29-32). No elude el poeta alicantino la violencia, porque se lo exige un mundo atroz que está llenando de sangre a las madres y padres de España entera. Naturalmente, una muerte así pide venganza, pero lo que más nos sobre­ coge es la imposibilidad de la tierra de hacer fruto de ese cuerpo yerto, tal es el grado de congoja y esterilidad de una época atroz para nuestro país: “Se lo llevan a enterrarlo / bajo esta tierra tan parda / ya Valencia no podrá. / darle rosas encarnadas” (vv. 35-38). Se muestra la tierra inútil en tiempos crueles, seca, yerma, estéril. Termina el romance con una tercera parte donde aparece la madre: “Tu madre, sola y amarga, / ha venido hasta el partido, / cuando el hijo le faltaba, / que quiere ser comunista, / ¡qué hermosa sangre de España!” (vv. 6-10). Se destaca en el romance el comunismo, como un lugar de solidaridad que abraza la causa republicana. Todavía no había sentido Gil-Albert el horror ante los desmanes de los comunistas (como también lo hicieron los falangistas) en la Guerra Civil española. Termino con la aparición de los estudiantes que honran el nombre de su amigo: “Ya han puesto los estudiantes, / su nombre, sobre su plaza, / un nom­ bre de letras de oro, / festoneado de plata” (vv. 19-22).

49 Como podemos apreciar, han aparecido en el romance la presencia aciaga de la noche, el destino ya trazado del joven Marco, la niebla como símbolo de la tragedia que tapa la impunidad de los asesinos, los compañeros como pre­ sencia de solidaridad frente a la ausencia del enemigo, sólo vista con adjetivos peyorativos como “ruines portadores”, la madre, esencia de la ternura que, rea­ lizando un tributo a su hijo muerto, abraza la idea comunista. Hay dos claros tributos: el valor y la juventud del soldado muerto. Cito a continuación un romance aparecido en el Romancero de la Guerra Civil que tiene su indudable interés y que mantiene cierta relación con el romance de Gil-Albert, me refiero a “El fusilado” (Vicente Aleixandre, 1984: 14-15), que escribió Vicente Aleixandre para el libro. Dice así: «Veinte años justos tenía / José Lorente Granero / cuando se alistó en las filas / de las Milicias de hierro, / y salió para la Sierra / diciendo sólo: “Si vuelvo, / hermanos, será cantando / con vosotros; si no, muerto!”» (vv. 1-8). Como vemos, en el romance de Aleixandre aparece un hombre joven al igual que en el de Gil-Albert, también es un hombre alistado en la Milicia, y además va a combatir en la Sierra (como hizo Juan Marco). Su valentía ya se presupone. Describe el poeta andaluz al joven luchando y matando, aspectos que no aparecían en el romance de Gil-Albert: “Luchó y mató; un nimbo rojo / iluminaba su cuerpo, / y el de las balas traidoras / parecía protegerlo” (vv. 15- 18). Estamos ante un héroe épico que parece sobrehumano, como si del pecho manase una fuerza que le impidiese morir. Pero, en estas circunstancias, tal suerte no puede durar, ya que en estos Romances la muerte es siempre la consecuencia final de la lucha: “Mas, ay, que llegó una noche, / noche de pena y de duelo, / noche de tormenta obscura / noche de cielo cubierto” (vv. 27-30). Observamos la repetición de la noche, utiliza el poeta este recurso para intensificar la tragedia. Ya vimos que en el romance de Gil-Albert la noche constituía también el espacio del drama. Aparece, como nos indicaba certeramente García de la Concha, el apelativo a los enemigos, son hienas y el poeta los comparaba con lobos: “En la refriega, José,/de venganza y furor ebrio, / persiguiendo puso en fuga / a un grupo de hombres siniestros / que escapaban entre breñas / como lobos carniceros” (vv. 31-35). Presenta Aleixandre al enemigo como cobarde y en su posición de seres salvajes “lobos carniceros”, animaliza, de esta manera, al contrincante. Contará luego como fue apresado por la canalla: “De repente unos traido­ res, / a docenas si no a cientos, / de sus cubiles brotaron, / de sorpresa le cogie­ ron; / entre todos le rodean, / aunque él tumba a cinco muertos /ya insultos, golpes, atado / le llevan al campamento” (vv. 42-49).

50 Vemos como agranda la presencia de los enemigos: “a docenas, si no a cientos.” En comparación con el hombre solo, muy valiente, que se defiende y mata a algunos enemigos, vemos la cobardía de los otros, que aparecen en grupo. No cabe duda que el romance tiene el objetivo de exagerar la realidad para rendir tributo al joven soldado. De nuevo, como ocurría en el poema de Gil-Albert, el hombre que va a mo­ rir va a aparecer solo, frente a los enemigos que van a dejarle allí en su agonía: “¡Fuego!, gritó, y fuego hicieron / las nueve bocas malditas / que plomo vil escupieron” (vv. 79-81). Magnífica forma de describir el instante terrible del fusilamiento. Podemos ver la personificación de los fusiles: “nueve bocas mal­ ditas / que plomo vil escupieron.”, nos sobrecoge y nos enfrenta al horror de la condición humana. Y como ocurría antes, en el poema del escritor de Alcoy, queda la soledad infinita de la tierra que le acoge, sin posibilidad de dar fruto: “La tierra sola quedaba / Sola no: ella y su muerto” (vv. 90-91). Aparece, como ocurrió en el romance de Gil-Albert, el alba, otro de los mo­ tivos que son frecuentes en este tipo de romances. En el poema, absolutamente llevado al extremo de lo épico (más atenuado en Gil-Albert) el joven soldado no ha muerto: “Amanecía la aurora/ y el alba doraba el cuerpo, / un cuerpo que con el día / se levantó de este suelo” (vv. 102-105). Nos deja absolutamente impactados el momento en que el joven vuelve a la vida. Aleixandre concluye, demostrando que todo su afán se halla en cantar al pueblo republicano a través de esa metáfora de la resurrección del joven: “José no murió. ¡Miradlo!/ Resucitado, no ha muerto; / que no murió, como no / mo­ rirá jamás el pueblo” (vv. 112-115). Nos dice el poeta que podrán caer balas y bombas ante el pueblo, pero su ímpetu, como un vendaval de libertad no ha de morir nunca: “Pero el pueblo vive y vence, / pueblo sin tacha y sin miedo / que en una aurora de sangre / está como un sol naciendo” (vv. 120 -123). De nuevo, la aurora, el amanecer y el sol, como símbolos de libertad. El romance, en mi opinión, es muy hermoso y, desde luego, tiene coinci­ dencias ya aludidas con el romance de Gil-Albert, salvo la pasión simbólica de Aleixandre, que lleva su poema a un extremo de inverosimilitud, debido a su carácter épico y metafórico. He elegido, siguiendo con los romances que aparecen en el libro de Gil-Al­ bert, aunque sean interesantes el “Romance de los moros y alcoyanos” donde se hace una apología del moro o el romance de la niña Durruti, un poema que tiene otro estilo y reivindica más la naturaleza, para entender mejor la pasión de Gil-Albert por el ámbito valenciano, su amada tierra. Con este romance

51 concluiré este apartado dedicado a la contribución del poeta de Alcoy a los romances de la guerra. Se llama “Romance de los naranjos” y, de nuevo, nos devuelve Gil-Albert su gusto por la tierra natal, por su Mediterráneo del alma. En este romance, el tema es la irrupción de la guerra en la Naturaleza, esa violencia que hiere al mundo que tanto amó el poeta. Cito algunos versos: “Naranjales de la vega, / subido a tus viejas torres, / la­ mento, lamento y miro / la extensión de tus verdores” (vv. 1-4). Como vemos, el poeta va a insistir en el verbo “lamentar” para presentar el dolor inmenso que causa la guerra en su ámbito querido. El poeta extiende su espléndida adjetivación a los naranjales de la vega: “la galanura escondida/ de esmeralda, en tus rincones, / y el agua clara en acequias / reflejándote en tus goces” (vv. 5-8). Podemos paladear la belleza del agua clara, como un espejo en que se mira Gil-Albert para disfrutar de la belleza. El poeta de Alcoy, en este romance más lírico, prendido y abstraído por la Naturaleza. Explica, seguidamente, el por qué de su lamento: “Lamento, lamento y miro: / ¡que la guerra lo trastorne!, / ¿Qué se puede enajenar / el esplendor, por traidores!” (vv. 9-12). Vemos la antítesis “enajenar-esplendor”, parece imposi­ ble que tanta belleza cantada pueda sufrir una herida tan grande, por ello, repite con insistencia el verbo “lamentar”, tal es su impotencia ante tanta agresión. Lo que Gil-Albert nos quiere transmitir en el poema es la indefensión de los naranjales que están expuestos a la codicia de los traidores: “¡Oh, los campos apacibles / entre los azules montes, / sirviendo a los mercaderes / de pasto a sus ambiciones” (vv. 13-16). El poeta pregunta al naranjal, como si fuese un ser humano, tocado por la bondad y pudiese responderle. Demuestra así Gil-Albert el grado de intimidad a la tierra amada y expoliada ahora por “mercaderes”. Dice: “Ay, naranjal de la vega, / codicia que al cielo pones, i ¿Con quién están tus suspiros? / ¿Del lado de las bajezas / o del de las aflicciones?” (vv. 25-30). Si la codicia de los invasores pone precio a la Naturaleza, el resultado solo pueden ser las “aflicciones”. El poeta integra el tiempo real en su visión de la tierra herida: “En marzo los viste alegres, / cuando esclataban (estallaban) sus flores / llevando rojas banderas / por dentro de tus olores” (vv. 30-39). Se refiere al tiempo feliz, antes de la guerra, la República es algo vivo, triunfante, no sesgada por el dolor. La fusión ideológica de la Naturaleza con la pasión política es extraordinaria: las flores se abren en su estallido de color como las banderas rojas de la República.

52 Luego llega el dolor: “En julio ya cambiaron / el rostro y los corazones, / los mancebos en las armas, / las mujeres en labores, / los hombres en su parcela / discuten las ilusiones” (vv. 34-39). Como seres inocentes, ios mancebos, casi niños, que van al Frentre y los hombres mayores “en sus parce­ las” viven ya el miedo, encerrados en el interior, ante la inminencia del dolor, además presagian un futuro condenado: “discuten las ilusiones”. Es muy hermoso el poema, lo que demuestra una vez más el esteticismo del poeta, su deseo de crear belleza, hacer visual ese mundo amado, la visión de la virginidad de los naranjales, imposibles de ser mancillados por mercaderes y demás alimañas: “Nutre, nutre, las esferas, / multiplica tus primores, i que te sea cada árbol / de oro, un fresco lingote” (vv. 70-73). Vemos esa posibilidad de fecundar, de hacer hermoso todo el campo, virgen y puro, no manchado por el enemigo. Dice también en un lenguaje espléndido que nos sobrecoge por su deli­ cadeza: “que la vega centellee / colgado de miel los dones / pues nadie podrá tocarlos / y ¡ay! De quien vaya y los toque, / que los frutos de tus ramas / manjar son de hombres mayores, / y han de acercar dulcedumbres / a labios de luchadores” (vv. 74-81). Todos estos versos hacen hincapié en el esplendor de la naturaleza, su posi­ ción privilegiada en el mundo. Como vemos, van a aparecer el oro, la miel, las naranjas, son dones del paisaje, regalos de la Naturaleza para el ser humano. No hay entrega, sino resistencia, sólo los hombres mayores son, por el trabajo delicado y dedicado por y para la tierra, los merecedores de sus dones. Termina el romance con la propuesta de lucha, como si el campo se humanizase y fuese ya un joven soldado más de la causa republicana: “Sal a la pugna enconada / de tus venturosos bordes / que está sonando la hora de entregar nuestras pasiones” (vv. 96-99). Esta hermosa alusión a los naranjales de la vega corno soldados de­ muestra la mirada del poeta sensibilizado pero defensivo ante la agresión a su pueblo, resulta, por tanto, la mejor manifestación de la respuesta social de Gil-Albert ante la Guerra Civil española. En mi opinión, es un poema magnífico, ya que utiliza Ja naturaleza, con un lenguaje delicado y lírico para extender su proclama de lucha y libertad a todos lo hombres. Hay un romance que aparece en el Romance de la Guerra Civil Española donde podemos ver el lirismo y la entrega a la naturaleza que percibimos en el poema a los naranjos. Me refiero al llamado “Llegada” (Emilio Prados, 1984: 58-61), de Emilio Prados y dedicado a Federico García Lorca.

53 Para no extenderme demasiado en el romance entero, cito algunas líneas que me parecen dignas de mención: “De noche los olivares / alzan los brazos gimiendo / La luna lo anda buscando, / rodando, lenta, en el cielo” (vv. 65-68). Se refiere a la muerte de Federico y la presencia del poeta en la Naturaleza, podemos ver cómo se humanizan los olivares “que alzan los brazos gimiendo”, y como la luna, su luna de siempre, le busca “lenta, en el cielo”. Y, además, como no podía ser de otro modo, los gitanos y su sangre claman por su presencia: “La sangre de los gitanos/ lo llama abierta en el suelo, / más gritos lleva la sombra / que estrellas el firmamento” (vv. 69-72). Magnífica forma de expresar el dolor que la muerte del amigo evoca en todo, en su mun­ do, en los hombres, en el cielo. Termino esta rápida evocación: “¿En dónde estás Federico? / Yo este rumor no lo creo. / ¡Cómo me duelen las balas / que hoy circundan tu recuerdo!” (vv. 87-90). Lo que queda para Prados es el sonido de la muerte, por ello, emplea “ba­ las” las que se incrustan adentro, en el alma. Un final que resulta muy bello y en el que se expresa todo el clima de gran pasión que ofrece el poema: “Aguárdame, Federico / mucho que contarte espero. / Entre Málaga y Granada, / una barrera de fuego” (vv. 97-100). Se unen así dos hombres y dos ciudades, la suya y la de Federico, en un final hermoso como pocos. Concluyo este estudio dedicado al libro, señalando que habrá muchos otros romances en este período, como el que dedica José Bergamín a Franco titulado “El traidor Franco” (José Bergamín, 1984: 43-44), donde el escritor, con va­ lentía, da de lleno en la idea del Caudillo como traidor a la causa de España, su retrato no tiene desperdicio: “Si la traición criminal / en ti franqueza se llama, / tu nombre es hoy la vergüenza / mayor que ha tenido España” (vv. 31-34). Es interesante también el que dedica en el Romancero de la Guerra Civil (la crítica hacia Franco por Bergamín también apareció en el citado Romance­ ro) Emilio Prados al moro engañado, titulado del mismo modo, donde insiste en que el moro vuelva a su patria y no sirva a un traidor como Franco. Hay otros muchos que despiertan interés, como alguno de Altolaguirre, Al- berti, Miguel Hernández, incluso burlescos como “El mulo mola” (José Berga­ mín, 1984: 38-39), referido al general Molay escrito por el escritor madrileño. He querido dejar aquí una muestra de ese espíritu que cultivó Gil-AIbert y otros muchos poetas y que tuvo una enorme repercusión en la Guerra Civil. El romance se impuso como si fuese una canción, con sus versos octosílabos

54 y la rima asonante. Fue algo más, una necesidad de luchar con la palabra en tiempos aciagos para nuestro país. El libro de Gil-Albert fue escrito en 1937, en plena contienda. Sin excluir del todo su ideario estético (ya vimos el deseo de belleza que hay en el romance dedicado a los naranjos) Gil-Albert muestra, impecable, su postura ética. CONCLUSIÓN: SIETE ROMANCES DE GUERRA Lo más interesante de este grupo de romances que Gil-Albert escribió en 1937 es, sin duda alguna, ¡a visión crítica que tiene de los enemigos a España: los nacionales. Por ello, el escritor de Alcoy nos ofrece un romance como el dedicado a Juan Marco, donde, coincidiendo con muchos de los poetas que escribieron romances para la causa republicana, aparece un joven que sacrifica su vida por la España de la República. No sólo aparece el joven, sino que también nos muestra a los enemigos como alimañas y, para dar más interés al romance, Juan Marco aparece solo, luchando en el campo de batalla y cuyo destino es, inevitablemente, la muerte. He comparado este romance con otro, escrito por Vicente Aleixandre titu­ lado “El fusilado”, donde el poeta andaluz nos cuenta el fusilamiento de José Lorente Granero, otro joven de similares características a Juan Marco: valentía y honestidad. Lo que diferencia a ambos es la verosimilitud: en el romance de Gil-Albert podemos creer lo ocurrido, pero en el que escribe Vicente Aleixandre no pa­ rece muy posible, ya que nos cuenta que el joven, como si fuese un dios de la Antigua Grecia, no muere, tras el fusilamiento. Se puede interpretar el roman­ ce como simbólico, representando Lorente Granero a la España republicana que nunca se dejará vencer por los nacionales. Hay otros romances en el libro de Gil-Albert, como el dedicado a los na­ ranjos, verdadera muestra de sensibilidad y de placer estético, por parte del escritor de Alcoy. Constituyen los romances de la Guerra Civil española, un verdadero ejem­ plo de compromiso político con la II República, seguido por muchos poetas, lo que me ha llevado a mencionar algunos (entre otros muchos) ejemplos de ellos: los aparecidos en el Romancero de la Guerra Civil, escritos por José Bergamín, Emilio Prados, etc.

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SON NOMBRES IGNORADOS: LA BELLEZA ANTE EL HORROR

Este grupo de poemas fue escrito por Juan Gil-Albert en 1938. Lo que más nos interesa de ellos es la continuación que supone de Candente horror y de Siete romances de guerra, ya que insiste en el tema social, es decir, la dura crítica a la guerra. La actitud militante de Gil-Albert pudo sorprender más que la de Alberti o Prados (los primeros en librarse de la estética purista e iniciar el camino de la poesía comprometida), pero, aún así, el escritor alicantino no se mostró menos apasionado que los otros a la hora de denunciar la violencia de la Guerra Civil española. Fue Victor García de la Concha en su estudio titulado La Poesía española de 1935 a 1975, el que apuntó algo que creo necesario decir antes de comen­ tar algunos de los poemas del libro: “Porque aquí no se sustenta un discurso comprometido al uso, por más que en algún momento concreto se condense la denuncia, o aquí y allá se apriete la protesta: todo lo asume y lo trasciende el canto” (Víctor García de la Concha, 1992: 158). ¿Qué quiere decir el crítico? Se refiere a que el poeta, aún envuelto en la denuncia social, crea una estética en forma de canto donde no olvida, como nos dirá en líneas anteriores, el origen griego de la poesía y se fijará en las Odas de Pindaro. Es importante resaltar esto para entender mejor que Gil-Albert nunca hace desaparecer completamente su ideario estético, aunque lo atenúe a través de la poesía social, en la línea de lo que dijo sobre el libro García de la Concha. Dicho esto, comento varios poemas de Son nombres ignorados. Comienzo por “Lamentación” (Juan Gil-Albert, 2004: 162-164), donde se habla de los muchachos moros que han caído ante Madrid. Aquí podemos ver claramen­ te el significado del título del libro, porque se canta aquí a los hombres que

57 viven en el anonimato, es decir, ignorados. Dichos seres humanos son carne de cañón, su vida no vale y la muerte es el único e inútil destino de sus vidas. El poema dice: “En medio de este suelo se levantan / como reproche amar­ go a mi conciencia / los gritos guturales de estos cuerpos / tendidos para siem­ pre en el vacío” (vv. 1-4). Podemos observar que hay dos planos, el de los “cuerpos/ tendidos para siempre en el vacío” y la conciencia del poeta. Vemos seguidamente cómo califica el poeta a estos muchachos moros en­ gañados por Franco: “Nadie dirá sus nombres ignorados / nadie pondrá al re­ cuerdo cinta blanca, / solo en común reciben el desprecio / sobre la nada de su muerte impura” (vv. 5-8). Ya aparece el título del libro “nombres ignorados” y, además, hace alusión a la “cinta blanca”, si la libertad la señala un paloma blanca, el blanco simbo­ liza la vida ante la muerte que se avecina. Vemos los adjetivos “desprecio”, “impura”, en ese ámbito de rechazo, de seres anónimos para la muerte. La impotencia que nos deja ante todo horror es muy grande. Vemos también como contrapone: “vida-muerte” a través de dos versos que se rechazan para unirse en el destino adverso: “Nacisteis, y una mano ya acechante / apagaba la luz de vuestros ojos” (vv. 13-14). Nacer-apagar, ese contraste que nos sobrecoge, la “mano” se refiere, sin duda, a la del dictador Franco, sediento de sangre. Existe también una comparación entre el animal y el hombre, donde Gil- Albert muestra que la bondad del animal, que no posee raciocinio, es mucho mejor que la del hombre cruel y desprovisto de la humanidad que, por esencia, tiene en su condición. La paradoja, por tanto, es absoluta y nos estremece: “Supisteis que el ca­ mello era más dulce / que el hombre cuando vuela en los espacios” (vv. 15- 16). Se refiere, como podemos deducir, a los aviones bombardeando pueblos y matando gente. Dice, seguidamente, que esta deshumanización solo trae una respuesta se­ mejante, una violencia, si cabe, aún mayor: “Caliente está la raza dominada, / entre escombros pasados y humo denso / un castillo español os hace daño / clavado en vuestras sienes sin prestigio” (vv. 17-20). Es fácil descubrir que se refiere a la invasión árabe de España, cuando exis­ tió una “raza dominada”, la española, frente a la conquistadora, la raza árabe. Por ello, hace alusión el poeta a “escombros pasados y humo denso”. No es arbitraria la mención a “escombros” y “humo” para referirse al ayer, porque

58 solo hay despojos de una época dorada de España, la del Califato de Córdoba y de los reinos de Taifas. Gil-Albert, conocedor de la violencia que han empezado a mostrar los mo­ ros ante la locura de la Guerra Civil española, los defiende diciendo: “Conozco por rumores que se acercan / la forma de ese espanto desatado, / pero, ¡oh, moros caídos, yo os defiendo!” (vv. 29-31). Nos preguntamos por qué defiende el poeta alicantino a este grupo de mu­ chachos que están causando muertos en España, la respuesta la dan los siguien­ tes versos. Para él, sólo son jóvenes engañados para servir a la muerte. Podemos deducir que no hay ningún tipo de patriotismo, son mercenarios que sirven a Franco: “Yo levanto mi voz sobre ios rostros/ de vuestro sacrificio miserable / yo quiero un grave canto dedicaros / a aquel soplo de vida que habéis sido” (vv. 32-35). El poeta se refiere al claro engaño, por ello dice “sacrificio miserable”, por un hombre infame que pretende buscar una cínica recuperación de la España dorada (no hay que olvidar el lenguaje delirante del Caudillo durante su dictadura sobre la Cruzada española). El poeta se ofrece aquí como testigo de tanta demencia, ante tanta juventud truncada: “yo quiero un grave canto dedicaros / a aquel soplo de vida que habéis sido” (vv. 32-35). Lo más interesante llega al final del poema, la negación del poeta a un más allá, de una posible vida después de la muerte, hace más inútil el sacrificio de las vidas de los jóvenes árabes: “no habrá ese paraíso que os pregonan / bajo palmas en brazos de la amada, / no beberéis la leche de camella / entre cárdena luz del horizonte” (vv. 46-49). Los versos son, como podemos ver, de gran belleza, aparece en ellos el lirismo de lo romántico: “bajo palmas en brazos de la amada”, y, además, hace hincapié en el gusto por la Naturaleza, aquí como espacio del engaño ante la vida truncada. Nos muestran estos versos también la postura religiosa de Gil-Albert, su visión atea del mundo, ya que sólo concibe esta tierra, no hay un más allá, su vitalismo se expone sin dudarlo. Dice finalmente: “sólo la muerte impera y nos aguarda / con le supremo engaño irrevocable” (vv. 50-51). El engaño no es ya el llevado a cabo por la figura del Caudillo, sino el “supremo”, es decir, la ausencia de Dios o de la figura de Alá para los árabes.

59 El poema está escrito en endecasílabos sin rima y nos produce una sensa­ ción de armonía, gracias al empleo de los versos de 11 sílabas, lo que señala una regularidad que le dota al poema de una notable musicalidad. El lenguaje es de denuncia, pero no es exaltado, mantiene un equilibrio, como si pretendiese sujetar su ira y encaminarnos ante una atmósfera que estremece, pero sin llegar a desgarramos, en una clara sensación de rabia con­ tenida. El poema parece tener su antecedente en los romances (aunque aquí no cultive la forma romancística) de guerra que vimos antes. La mejor muestra de ello es la mención de un romance de Emilio Prados llamado “El moro en­ gañado” (Emilio Prados, 1984: 53-56), donde el gran poeta malagueño dice lo siguiente: “Vuélvete a África, moro / que en España no te conviene; / mira que yo sé que en ella / te aguarda muy mala suerte” (vv. 1-4). Prados increpa al moro para que abandone una España aciaga y condenada al dolor. Pero lo que dice seguidamente refuerza la idea de la influencia de Pra­ dos en el poema de Gil-Albert: “que el dinero que te compra / es dinero que te vende, / y el traidor que te ha comprado / es traidor que no te terne / y sabe que tu servicio / lo ha de pagar con tu muerte” (vv. 5-10). Clara alusión a Franco y a la categoría de jóvenes engañados que vinieron a España para luchar contra la República. Una notable antítesis aparece en los versos siguientes: “Allí te aguarda tu sol / y aquí te escupe la nieve” (vv. 17-18). Es una clara alusión a la Sierra madrileña y al frío del invierno, cuando las tropas franquistas quisieron llegar a Madrid a finales de 1936, sin conseguir entonces su objetivo de victoria. Prados sigue manifestando su rechazo a la intervención de los moros en la Guerra Civil, porque solo existen engaños y falsas promesas: “Vuélvete al África, moro, / pero el fusil no lo dejes” (vv. 51-52). Esta mención dei poeta para que los moros continúen la lucha fuera de nuestras fronteras, se refiere a la injusta situación que vivía el Norte de África. Prados incita a los jóvenes a seguir la lucha en su país de origen para recuperar la libertad y la justicia: “mira que en tu tierra luchan / y luchan por razón fuerte: / Luchan por la libertad / tus hijos y tus mujeres,/por libertarte una tierra / que cautiverio padece / muchos años ya en las manos, / del que hoy comprarte pretende” (vv. 55-62). Prados se refiere al poder que Franco detentaba, desde tiempo atrás en el norte de África, en Marruecos. El poeta malagueño carga así las tintas con una injusticia que se prolonga desde el final de la guerra de Marruecos y que tiene a un pueblo en situaciones de hambre y pobreza.

60 Cito seguidamente otros cuatro versos de este romance que me parecen sig­ nificativos: “Vete pronto, vete pronto, / que allí te aguarda tu gente / y aquí la nieve y el frío / sobre el invierno se ciernen, / y el árbol que nació en el páramos / en la alta sierra se muere” (vv. 81-86). He querido citar este romance porque critica de la misma manera que hace Gil-Albert al Caudillo, ambos poetas se unen en la defensa del moro ante la tutela del Dictador. Para Pedro J. de la Peña, de los primeros libros de Gil-Albert, Son nombres ignorados es el mejor que había escrito el poeta alicantino hasta esa fecha, por­ que «Le ha permitido escribir algunos textos imperecederos como la “Elegía a una casa de campo” o “Palabras a los muertos” y ese sorprendente poema titulado “Lamentación” donde se duele de la muerte del enemigo, al dedicarse “a los muchachos moros que, engañados, han caído ante Madrid”» (Pedro J. de la Peña, 1996: 127). Me interesa mucho comentar otro poema de indudable calidad, me refiero el que titula “A Valencia” (Juan Gil-Albert, 2004: 170-174). En este poema, nos pone en contacto con su tierra y nos muestra el impacto que la guerra deja en sus raíces. Nos hallamos ante estrofas de 11 versos cada una, compuestas por ende­ casílabos. Este hecho nos señala de nuevo el interés de Gil-Albert de dotar al libro de un elemento clásico, frente al verso libre que apareció en Candente horror. El lenguaje, pese a la denuncia, es más moderado en el libro que comenta­ mos, hay una visión más estética, primando la belleza, sin eludir la crítica a la situación que vivía España en ese momento. Dice así en este poema: “Inesperado llega este momento / de cantar tu tem­ blor, ciudad vivida, / cuando clemente luz brilla engañosa / tras las antiguas cúpulas fragantes” (vv. 1-4). La luz es “engañosa” porque algo ha entibiado con su adversa presencia el color bello de su tierra. Por ello, emplea el adjetivo “inesperado” y, además, la necesidad de “cantar tu temblor”, es decir, de de­ nunciar el miedo ante tanta injusticia. El poema contiene un componente elegiaco, de nostalgia, que se posa be­ llamente con un estilo delicado en todos sus versos: “Detenido y estático contemplo / la portentosa huida de la tarde” (vv. 12-13). Vemos de qué manera el poeta se convierte en espectador ante la tarde que se va, su figura se adhiere al mundo que contempla. Describe maravillosamen­ te ese paso de la tarde a la noche con una minuciosidad de artesano, como si

61 de un cuadro se tratase: “Ya los puentes sin fin se empalidecen / engarzados de sombra en sus orillas / donde refulge oscuro el eucalipto, / donde la pompa entera del magnolio / mágica se sumerge en la espesura” (vv, 14-18). Apreciamos que los puentes teñidos de noche “empalidecen”, pero también llevados por la muerte: “engarzados de sombra en sus orillas”. La vida sigue con su maravilloso poder, se exaltan los olores del eucalipto, pero algo som­ brío se presiente, sin duda alguna, con el avance inexorable de la noche. Hay una alusión a las nubes, otro elemento de la naturaleza que está muy presente en su poesía, lo vimos en el “Romance a Juan Marco”, como símbolo de neblina traidora. Aquí es un claro símbolo de la melancolía y la tristeza: “No os envidio el vagar, nubes hermosas, / sometidas a un ritmo involuntario, / no tu eterno surgir, naturaleza” (vv.30-32). Como vemos, Gil-Albert no envi­ dia aquello que marca un sino trágico ya que se refiere a un tiempo que, al ser evocado, hace sufrir. Va a contraponer esa melancolía de la nubes con el destino humano que sí expresa la conciencia: “El hombre y su destino me acompañan, / su virtud primordial, grave y consciente” (vv. 33-34). Lo que el poeta nos dice es que la naturaleza siente la inercia de la vida frente al hombre que siente la inercia de la muerte, he ahí esa virtud “grave y consciente”, se refiere a nuestra condición temporal frente a la eterna de la naturaleza. Lo dice muy claro en los siguientes versos, los cuales revelan la oposición latente naturaleza-vida humana que vertebra el poema y le da fundamento: “Es así que la noche se avecina / lentamente brotando por los suelos, / y mientras vuestra gracia de elementos / indemne rueda al término del día, / percibo por el cielo que se alumbra / más que nunca al arcano de la muerte” (vv. 35-40). Como vemos, la inconsciencia del paisaje que no ha de morir: “vuestra gracia de elementos / indemne rueda al término del día”, frente a esa noche que es muerte y que “brota” por los suelos, tocando trágicamente la fragilidad humana. Si quedaba alguna duda de todo este mundo que se opone, Gil-Albert ex­ pone más claro lo ya apuntado aquí: “¿Dónde vais, nube, pájaro o silencio? / ¿Dónde, tranquilas aguas de mi río? / La ignorancia conduce vuestros seres, / y solo yo recojo ensimismado / cuánta grandeza en tomo y cuánta vida” (vv. 41-45). La naturaleza ignora la muerte, porque no posee conciencia. Sabemos que un pájaro ha de morir, pero otro pájaro igual le sucede, otra nube sucede a otra y todo sigue igual, pero el ser humano, con su muerte, elimina todo lo que fue su esencia, desaparece en un vacío aterrador. Esta visión, desprovista de

62 cualquier fe o trascendencia demuestra que Gil-Albert es un vitalista, ama la vida como lo único, nada hay detrás que la sustente. La guerra llega con violencia y el poeta transmite este hecho en los versos siguientes: “No suena por las calles el bullicio / ni en las huertas la plática con­ duce / el diligente carro de lechugas. / Otro es allí entre tanto quien trastorna / las más puras moradas de la tierra, / al nocturno rumor del regadío / sustituye la lúgubre ambulancia” (vv. 50-56). ¡Qué magnífica antítesis hace Gil-Albert! Podemos oponer dos sonidos el de la vida: “el nocturno rumor del regadío” y el de la muerte: “sustituye la lúgubre ambulancia”. El mundo de los hombres trastornando la naturaleza, irrumpiendo en ella para turbar su paz, profanando el espacio hermoso de la creación. La alusión a “moradas de tierra” nos induce a pensar en Santa Teresa de Jesús y sus moradas interiores, tal es la magnitud del arrobo místico del poeta. Llega la elegía al evocar la niñez: “¡Ay cuán lejos ciudad, de esta sospecha, / cuando niño inquietísimo pasaba / con un trote ligero de caballos, / sentido junto al busto de la madre!” (vv. 57-60). Dos referencias claves en su poesía son la madre como centro de un mundo que se terminó, y los caballos, símbolos de la libertad y la belleza, como ya veremos en otro poema posterior donde ambos se convierten en protagonistas. Lo que Gil-Albert no puede comprender es que la ciudad amada, su Valen­ cia, deje de serlo ante la locura de la guerra y muestra, en los versos siguientes, que si es herida por la Guerra Civil española, en la memoria será pura y limpia como la primera vez que sus ojos se encontraron con ella: “Quedarás tú entre bosques de naranjos, / quedarás fecundada por los ríos/nadie olvida al par­ tir, de tu belleza, / un solemne blancor de las barcazas / penetrando en el lomo de la tierra” (vv. 74-78). El delicado sentido de la belleza se muestra en estos versos, donde se insiste en el esteticismo del poeta alicantino. Vemos que la aparición de los naranjos es recurrente en sus poemas, símbo­ lo mediterráneo por excelencia. También la huerta y las barcas lo son. Dice luego que todos (hortelanos, alfareros, poetas, pescadores, etc) son convocados por la muerte. En estos versos que siguen vemos el avance terrible del mal ante un mundo hermosamente evocado: “Ya se percibe el eco que pregona / crepuscular la huida hacia los campos / ya oscuras comitivas se dirigen / cercando por alcoba la ancha playa” (vv. 101-104). Como podemos ver, las “oscuras comitivas” son los fascistas que vienen a herir al pueblo inocente. Aparece el mundo interior para referirse al espacio

63 de la tristeza y la desolación frente al mundo exterior que refleja la vida. La invasión de ese interior de muerte: “alcoba”, en el espléndido mundo de la naturaleza, hace un daño incalculable: “cercando por alcoba la ancha playa”, Al final del poema, nos deja el poeta unos versos donde la evocación y, por ende, la vida eternizada en la memoria, les dota de un halo mágico: “Así estos mismos ojos que te miran / pueden callar dormidos en rotundo, / conservando en la piedra de la muerte / tu embriagadora imagen dibujada” (vv. 112-115). Esa capacidad que tiene el poeta de cerrar los ojos y olvidar el horror del mun­ do real otorga una placidez al poema que lo hace inolvidable. Va a concitar el futuro en los últimos versos, como si fuese un presagio que se cumplirá, sin duda: “Así los que se salven o regresen / los que el destino ampara y solicita / a repoblar los huertos y sembrados / con el sol que concede la victoria, / gozarán en los márgenes del río / lo que mi débil sangre les augura: / una paz levantada con sus manos” (vv. 116-122). El poeta se tiende al futuro para retar al tiempo y esperar que esa ansiada paz llegue de la mano de los que luchan por la vida y no de aquellos que siem­ bran la muerte por doquier. Son aquellos hombres buenos que cuidan y quieren a la tierra en la que han vivido: “los que el destino ampara y solicita/ a repoblar los huertos y sembrados”. Termina así el poema, dejándonos una esperanza en las manos, la vida co­ rre en su plenitud, pero las sombras ennegrecen su esplendor y sólo el sueño y la esperanza en el futuro pueden restituir tanta demencia. En este poema han aparecido muchos de los elementos del mundo de Gii-Albert: la naturaleza (naranjos, caballos, barcas, huertos, sembrados) y el tiempo (las imágenes del atardecer: la noche, el sol que se va). Logra así su ideario estético: la belleza envuelta en reflexión, el poeta nos alumbra con las sensaciones para producir el deleite de nuestros ojos y nuestros oídos, pero no es en vano: su reflexión ante el horror envuelve todo ello. Se halla aquí el gran logro estético del poeta: cautivarnos a través de los sentidos y, ya presos por la belleza, hacernos reflexionar ante la demencia de la guerra. El tono del poema, su meditación, nos hace recordar a Luis Cernuda y a su poema llamado “Lamento y esperanza” (Luis Cernuda, 1992: 169), perte­ neciente a Las nubes (1937-1940), cuando dice: “El hombre es una nube de la que el sueño es viento / ¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño? / Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana / En la calma este soplo de muerte que nos lleva / Pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre” (vv. 12-16).

64 En este poema, Luís Cernuda, reivindica el suefío y, por tanto, la evocación del pasado ante la vida adulta, una memoria que se prende de la niñez y que desprecia el resultado del mundo consciente. El poeta andaluz lanza un presa­ gio para aquellos que han nacido y que son niños todavía, porque el conoci­ miento del paso del tiempo conduce a’“el soplo de muerte que nos lleva”, es decir, al dolor que es “fango o rocío de sangre”. La naturaleza no muere, como decía Gil-Albert, pero muere en nosotros cuan­ do se apagan nuestros ojos y se revela el horror de perder la visión de su esplendor. El resto del poema de Cernuda hace hincapié en la injusticia del mundo y en un país que se avecina al desastre que va a dejar la Guerra Civil española ya comenzada: “Al acecho de este loco país...”(v. 18). Para Cernuda, la vida ha de ser evocación, es mejor imaginar un mundo ideal que vivir el real. Gil-Albert, sin embargo, difiere de esta idea, el amor por el mundo real existe y quiere recordarlo así, excluyendo (no siempre) los elementos que perturban tal contemplación. Comento otro poema del libro, me refiero a los “Dos sonetos a García Lor­ ca”, (Juan Gil-Albert, 2004: 174-175), hermosos testimonios de la delicadeza del poeta alicantino. Gil-Albert dice: “Aquel pichón dorado que tuviste, / la pompa levantino de mi envío, / con las rosadas bridas del estío / pasó a ser de tu casa ornato triste” (vv. 1-4). Se refiere primero al paso del tiempo marcado con el verbo “tuviste” y “pasó a ser”, perdida la belleza solo quedó en el hogar un adorno triste. Hace mención, sin duda, a su presencia de cantor de Andalucía, enamorado de su tierra como pocos. Dice luego: “Transparente ciudad, la que ofreciste / galas de pluma en las manos de tu río / al que en laurel precoz, amigo mío / gloriosa es ya la luz con que se viste” (vv. 5-8). El poeta se contempla en un espejo “transparente” que viene del sueño y la evocación a su Granada del alma nos sirve para observar la presencia mágica del poeta en ella al decir “galas de pluma”, para señalar la ofrenda de García Lorca a su tierra tan amada. Habla también en el poema de la juventud del poeta, esa juventud malogra­ da por el asesinato vil al comenzar la Guerra Civil española. En los cuartetos hace hincapié en resaltar el cante “pichón dorado”, el tiem­ po “pasó a ser”, la elegancia “galas de pluma”, la juventud “laurel precoz” y la presencia iluminadora del poeta en las cosas que siente “gloriosa es ya la luz con que se viste”.

65 En los tercetos, toda esa luminosidad, esa belleza que le caracterizaba, va a dar lugar a una pena, parece como si en éstos se impusiese la sombra frente a la luz que irradiaban los cuartetos, en un claroscuro trágico como la vida. Gil-Albert dice: “Solitario está en tierra, enmudecido, / vástago fiel de mú­ sicas umbrosas / otras alas circundan al poeta” (vv. 9-11). Decididamente, el poeta sabe de la pena, de hecho, siempre hubo un halo triste en su cante: “vás­ tago fiel de músicas umbrosas”, para Gil-Albert, el destino adverso acompañó desde el principio al poeta granadino. Hace mención de las “alas” para mostramos que García Lorca vive más allá de la muerte, en un espacio de libertad, como si estuviese transformado en todo lo que representa la Naturaleza. Al final, en el último terceto, Gil-Albert muestra a través de las exclama­ ciones su dolor ante la muerte del amigo: “¡Oh, príncipe cantor, muerto en la meta / de la infeliz Alhambra en que has crecido! / Que aquel pichón te otor­ gue eternas rosas” (vv. 12-14). Vemos la tristeza de su entorno vital: “infeliz Alhambra”, y el destino trágico del poeta, su juventud como pasto de la muerte: “muerto en la meta”. Nos imaginamos también que al decir “pichón” se refiere al cante andaluz, al cual le ha de rendir eterno tributo. Gil-Albert insiste en mostrar a Garcia Lorca como alguien que expresa su lirismo a través de la voz: “príncipe cantor”. El final del poema es una alusión al descanso: “Que aquel pichón te otorgue eternas rosas”. La vida del poeta termina así prendida en un aroma de belleza, de “rosa”, flor nada casual y que representa la brevedad y el reflejo de lo her­ moso, tal y como fue García Lorca en su corta vida. El poema nos llama la atención porque muestra el tono admirativo de un poeta hacia otro, algo que no fue del todo cierto en la vida real. Si recordamos lo que decía Gil-Albert acerca de Lorca en Memorabilia, podemos corroborar esta impresión: “Decía frases sumamente acicaladas que parecían dibujar en el aire con su mano morena de analfabeto prodigioso y ponía, para ello, una cara muy seria cuando más divertida era su ocurrencia, como si quisiera con ello sacralizar su humor” (Juan Gil-Albert, 2004: 128). Como vemos, le llama “analfabeto prodigioso”, lo cual podemos entender­ lo de dos maneras: o bien era un hombre tan genial que no necesitaba conocer el lenguaje culto o Gil-Albert se equivoca en su apreciación y el lenguaje, inmerso en él, era un añadido soberbio, que acompañaba al genio. Lo que no cabe duda es que es difícil, tras esa afirmación, creer en una re­ lación íntima entre dos hombres muy distintos, el prodigioso, desde el instinto natural, que fue Lorca y el cultivado, desde el estudio, que fue Gil-Albert.

66 Menos apropiada aún es la expresión que le dedica en la página 129 de Memorabilia cuando le llama “pueblerino irredento”, lo que me parece muy poco afortunado por parte del poeta alicantino. Observo un matiz peyorativo en la consideración de Lorca como un hombre de genial instinto, pero rudo, de pueblo. Lo que sí ha debido ver Gil-Albert es el genio de Lorca y así dirá de él: “De tal criatura física emanaba, al vivir, yo no diría que un encanto pero sí una suerte, y a borbotones, de electricidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 127). ¿Por qué no un encanto? Creo que lo demostró claramente en su obra, sien­ do su poesía encantamiento andaluz. En el otro soneto dedicado a Lorca, Gil-Albert vuelve a dejamos un aprecio muy grande por el poeta andaluz: “Esta tumba, ¡oh feliz algarabía! / de la que monstruos huyen espantados / la Fama y sus satélites alados / cercan de noche hasta romper el día” (vv. 1-4). El escritor alicantino nos habla de esa presencia que no cesa, el poeta viene más allá de la muerte y del tiempo. Por ello, es tan vehemente a la hora de ma­ nifestarlo en sus exclamaciones: “¡oh feliz algarabía!”, llama la atención que pronuncie una expresión así cerca de una tumba, pero lo entendemos mejor si nos dejamos llevar por el verso siguiente: “de la que monstruos huyen espantados”, es decir, los asesinos no pueden acercarse porque su muerte no es tal, vive como un recuerdo en todo lo que ha creado y cantado. Son los elementos celestes aquellos que envuelven esa noche para darle luminosidad y, por ende, esplendor: “Fama y satélites alados / cercan de noche hasta romper el día”. Vuelve otra vez el léxico del optimismo y la vida al decir: “alegría” en el verso siguiente: “Esta será la ruta de alegría / que frecuenten umbrosos los ganados” (vv. 5-6). Aparece de nuevo la “umbría” porque el destino trágico no se separa de la dicha, van eslabonados para reiterar el sino de muerte del genial andaluz. Dice también: “y donde los poetas desolados / hallen la flor ardiente que los guía” (vv. 7-8). Vemos el léxico negativo: “umbrosos”, “desolados”, adjetivos que representan su figura trágica. La tumba es el lugar que sirve para guiar el camino de otros poetas, porque en ella nace la luz de la inspiración para los que sirven al lenguaje lírico. En el primer terceto establece contrastes muy claros: losa-fuente, cuando dice: “Los hombres que repudian la Belleza / convirtieron en losa lo que fuente / manó siempre vivaz, siempre sonando” (vv. 9-11). La referencia a la “fuente” para referirse a la vida va a ser habitual en la poesía de Gil-Albert (no en vano

67 su antología poética llevó como título Fuentes de la constancia). La repetición del adverbio “siempre” ratifica esa sensación de insistencia ante la vida que existe, como canto andaluz, en su poesía. Aparece también otro elemento, ya no el canto, sino el mero sonido, cuan­ do dice “silbo arrullador” en los versos siguientes; “Mas del que duerme aquí, sin par clareza, / un silbo arrullador llega a la gente / que la va entre arrayanes convocando” (vv. 12-14). Termina así el poema, dejándonos una sensación de cercanía al poeta, en ese canto admirativo que nos sorprende en Gil-Albert, ya que, recordando los comentarios de Memorabilia, no parecía prendado por la figura y la obra del andaluz. Termino citando una bella semblanza que José Bergamín nos dejó de García Lorca, con motivo de la publicación, por su parte de Poeta en Nueva York, dice el escritor madrileño sobre el poeta andaluz: “El llanto y la sangre del poeta se juntan en el mar del morir para afirmar la perduración de la vida. Desde Jorge Manrique hasta él, se duerme y se despierta el alma española a este cantar de eternidad sucesivo, y no solamente pasajero, que fue el mismo que determinó en nuestro dorado crepúsculo del XVII aquel paréntesis lírico a la tragedia que abre en el teatro Lope y cierra Calderón” (José Bergamín, 2001: 257). El gran escritor acierta porque Lorca lleva el tema de la muerte apegado a su obra y a su persona, destila ese amargo sabor de las sombras en su poesía y en su teatro. Como podemos imaginar, Gil-Albert conoció al hombre alegre que llenaba de encanto las veladas, pero presintió también al hombre triste que se arrinco­ naba para escribir su obra donde la muerte existía como protagonista (desde poemas como “Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Se­ villa” y la “Muerte de Antoñito el Camborio” hasta el presagio del horror en “Romance de la luna, luna”). Siguiendo con este tema, merece la pena terminar este repaso a Son nom­ bres ignorados de Gil-Albert donde se condensa la elegía, con un poema titu­ lado “A la muerte” (Juan Gil-Albert, 2004: 185-189). He seleccionado lo m'ás interesante de este poema para no extenderme de­ masiado. Está divido en cuartetos endecasílabos, el poeta insiste en el clasicis­ mo al elegir los cuartetos como estrofa. La presencia de la muerte llega al poeta: “Enardecida de poder has vuelto / Otra vez soberana de la vida / otra vez aclamamos tu presencia / pálidos como el sol ante la noche” (vv. 1-4). Nos llama la atención que diga “aclamar”, pare­

68 ce que su llegada es inevitable y prefiere dirigirse a la muerte de forma directa como si fuese una persona humana: “¿Quién te vio sentada en las estancias / donde exangüe agoniza un ser amado / noble forma espantosa que dirime / con placidez las pugnas de aquel cuerpo?’" (vv. 21-24). El contraste: “noble- espantoso” señala que la muerte lleva ambas cualidades, hay “placidez” en el ser humano que ha muerto, pero también nos produce horror, ante la certidum­ bre de ser ése el único final posible de la vida. En el poema, la muerte queda personificada y el diálogo estremecedor con ella, nos recuerda a tantos diálogos medievales en los cuales ésta era una pre­ sencia clave. No sólo en la literatura, también el cine ha dado un claro protago­ nismo a la muerte, recordemos la película El séptimo sello del director sueco Ingmar Bergman, en la cual un personaje establecía una partida de ajedrez con la misma, claro símbolo de la resistencia humana a la inevitable caducidad, en un desolado panorama medieval asolado por la peste. La muerte se muestra en el poema que comentamos como lejana, distante, individualizada en alguien, presumiblemente anciano, muerte que apenas deja huella: “Remoto era el prestigio con que envuelta / apagabas la vida entre no­ sotros / no sé si desdeñosa del difunto / recibiendo una pompa lisonjera” (vv. 29-32). Es la muerte que llega con suavidad, sin estridencias y que se lleva al ser amado casi con disimulo: “no sé si desdeñosa del difunto.” Es un final de la vida que se entrega al olvido, ya que el muerto apenas será recordado: “El, más ajeno aún, como la nada / trasponía esos nimbos sin ventura / hermética memoria sobre un mármol / sobre el que algunos doblan la cabeza” (vv. 33-36). Como vemos, apenas se oía un susurro, sólo silencio y vacío “hermética memoria” sobre una lápida donde muy pocos irán a rezar. Es una muerte poco importante, pequeña, anónima. Pero llega entonces en el poema la muerte con mayúsculas, la muerte de un pueblo, no sigilosa como antes, sino desgarradora: “Piedra infernal que prendes como un fallo / sobre el país del cielo luminoso / ¿qué avidez te tomó vértigo o furia 1 de abandonar los cultos y respetos?” (vv. 45-48). Es la muerte brutal que llega a través de aviones que bombardean “Piedra infernal” y además llenando el espléndido cielo de fuego: “sobre el país del cielo luminoso”, las preguntas de Gil-Albert nos sobrecogen, el vendaval de la muerte se extiende y devora a todos en vez de llegar de puntillas como antes, cuando lo hacía sobre los seres individuales y ya ancianos. Naturalmente, es la Guerra Civil española la que asola todo, haciendo de la muerte una “piedra infernal” que quema y arrasa todo a su alrededor.

69 La muerte en el poema, pese a su violencia no va a poder arrancar la belleza del mundo y de la naturaleza, tal es la fuerza con la que germina su savia, para salvarlo de las garras del final de todo: “¿No ves que frente a ti nada detiene / a esa llama que trae la primavera / que aún la sonrisa es nuestra y flota libre i sobre un claro secreto que no sabes?” (vv. 65-68). Como podemos ver, el brotar de la naturaleza, la “llama” de la primavera es. tal que no puede cambiar la belleza del mundo, lo dicen también los labios del hombre, entregados a la “sonrisa libre”, es decir, en libertad. Gil-Albert muestra que la vida se mantiene libre frente al ímpetu de ese desastre nacional, el ciclo de la vida se repite: “Los niños que sonríen y sus jue­ gos / como el pájaro emigran su nostalgia / y el grave adolescente que despierta / balbuceando el peso de los siglos” (vv. 73-76). La pérdida de la inocencia, el paso a la edad adulta no desaparece ni con la Guerra, puede truncar vidas, pero no impide que muchas sigan floreciendo. Termina el poema con una alusión a Franco, a su ignominiosa presencia para las hermosas manifestaciones de la vida, con una honestidad que merece ser recogida: “¡Ay!, que nunca en sus gélidas guaridas / lloren aún más lo inútil de su fama / inmolados recuerdos sin altares / donde el déspota erige su bandera!” (vv. 97-100). El poeta pretende, con estos versos, lanzar al futuro una esperanza de vivir en un tiempo donde ya no haya recuerdos de asesinatos, sin la terrible mancha que dejan en la vida de tantos inocentes. La figura del dictador es vista en toda su crueldad “el déspota”, representado en un marco hostil y desapacible “gélidas guaridas”. La memoria de los asesinos será “gélida”, por ello, serán “recuerdos sin altares”, ya que no hay heroicidad en esa demencia que ha pro­ vocado la destrucción de la II República por parte del dictador. El poema señala entre paréntesis a Estela, haciendo mención del horror de los bombardeos fascistas ante esa localidad de España. García de la Concha dice algo que merece señalar aquí y que nos ayuda a reflexionar sobre el libro: “Un examen de fechas de composición de los poe­ mas revela la evolución dél ánimo del poeta ante la contienda: desde un en­ tusiasmo revolucionario que podemos ver reflejado en “El campo” escrito en julio de 1936, se llega, en el dedicado “A la muerte”, que aparece en abril de 1938 en el número XVI de Hora de España, a la duda más completa” (Víctor García de la Concha, 1992: 161). Esta reflexión es cierta ya que en “El campo” (Juan Gil-Albert, 2004: 159- 160), manifiesta un espíritu revolucionario que se puede ejemplificar en estos

70 versos: “Vuestra es la tierra para vivirla en la mocedad poseída, / ahora que os asambleáis en los atardeceres / saltando las acequias y los ordenados cañizos” (vv. 41-43). Gil-Albert se refiere a los hombres que han de defender, con su valor, la causa de España, es decir, a los republicanos. Sin embargo, en el poema “A la muerte” hay una sombra de duda cuando se refiere a los muertos que han caído, el furor y el fervor han pasado y siente ya el peso de la derrota de su bando republicano: “Dime en tanto al partir: esos despojos / ¿nada son ya en el suelo que los cubre? / ¿nadie transmite allí en su día claro / el solemne ondear de la Victoria?” (vv. 89-92). Nos preguntamos varias cosas, ¿Por qué si esos hombres eran héroes están abandonados? ¿Por qué ya no hay tributos para aquellos que dieron su vida? Gil-Albert conoce el sabor de la derrota, es consciente que la causa de su bando está perdida y en un país que solo valora al ganador, el miedo y el temor remiten al olvido a la lucha republicana. Muy contraria a esta idea de la muerte donde el hombre permanece, re­ pitiéndose en una sucesión de tiempos que le alumbran, y, con el espacio de tiempo de casi 60 años, nos llega una visión de la misma que no conoce tras­ cendencia, la muerte como acabamiento brutal. Me refiero al poema “In me- moriam o la muerte del otro” (Diego Doncel, 1996: 76), recogido en su libro Una sombra que pasa. Doncel es un poeta extremeño de gran valía y singular voz. En el poema dice, recordando la muerte del padre de un amigo: “Y era el dolor quien hablaba / al estar abandonada frente a la soledad / al sentir en torno a ella el mundo desolado, / al ver cómo el tiempo todo lo arrebata y el hombre / nada es en este cruel castigo de la vida / Cómo absurdo es amar frente a la muerte” (vv. 21-27). Para Diego Doncel la muerte individual no está exenta de desolación y arrasa el fondo del alma, como lo fue la muerte universal por la Guerra Civil española en el poema de Gil-Albert. Pero, para el poeta extremeño, la muerte no conduce a una victoria de la vida en otros seres, como sí manifestó el escri­ tor alicantino, sino que es señal del fracaso de la vida y nada puede servir para sustituir la pérdida de alguien. Para Doncel, el hombre, por medio de unos versos angustiosos, es un extra­ vío de la naturaleza. Se establece así una magnífica forma de comparar nuestra temporalidad e imperfección con la grandeza que posee la Naturaleza, en su condición eterna: “Y hemos pensado, con las manos tapándonos / los rostros del terror, que ese polvo, / esa nada, esa falta de conciencia, / era el fruto de nuestro ser y el hombre / un extravío de la naturaleza / que la naturaleza al fin negaba” (vv. 45-50).

71 He citado el poema (lina pequeña parte de su contenido) porque representa otra forma de entender la existencia, si Gil-Albert, pese al horror, cree en la sucesión humana como una forma de vencer a la muerte, Doncel niega todo suceder porque la muerte se impone, al extinguir la vida de un hombre anula con su inexorabilidad a la especie entera. Y si nos remitimos a ese intermedio que existe entre los poemas de Gil- Albert y los de Diego Doncel ( un espacio de 40 años), podemos encontrar un libro de Rafael Morales, notable poeta que cantó al toro en toda su belleza y que escribió en 1962 La máscara y los dientes, en este libro se halla el poema “Punto final” (Rafael Morales, 2004: 297), que dice así: “Las cosas fueron nada ya sin el ojo humano / Sin nombre, sin contorno, sólo la nada había. / La vida se quedaba sumergida y vacía / esperando el milagro del ojo y de la mano” (vv. 9-12). Podemos ver que, para Morales, la muerte de lo humano sumerge todo en el vacío y, por tanto, no puede vislumbrarse nada más que el tacto o la mirada. Perdidos los sentidos, nada queda y el mundo se extingue para siempre. Gil-Albert, como dice César Simón en su libro de memorias (o, mejor di­ cho, un libro donde se hace evidente el deseo de contar lo vivido a través de la reflexión y las emociones), Perros ahorcados, tiene una cualidad, que, al igual que André Gide, no comparte el poeta valenciano: «Lo que me distancia de Gide y-de los que se le asemejan, incluyendo a Juan (Gil-Albert), es que desean ofrecer a la vida “una expresión de fisonomía dichosa e inteligente”» (César Simón, 1997: 139). Simón dice que inteligente puede ser, pero dichosa ¿cómo cabe creerlo en un mundo como éste? Podemos ver así como el poeta valenciano clasifica al mundo por su aspecto despiadado y cruel, diciendo también: “Ni tampoco desdichada, aunque la naturaleza del mundo lo justificaría” (139). El optimismo de Gil-Albert se puede ver en este libro de poemas, pero también hay un cierto desencanto, como ya pudimos observar al comprender su frustración ante el fracaso de la República. Cito el final de otro poema titulado “La hija de Démeter” (Juan Gil-Albert, 2004: 193) y que, debido a su extensión y para no explayarme en las ideas ya comentadas, no comentaré en su integridad. Este poema cierra el libro y de­ muestra esa fe por la vida, ese vitalismo, de nuestro poeta alicantino: “Volvere­ mos a vemos otra vez enlazados / en herméticas playas de pasivos rumores / a integrar ese poso de la informe energía / sobre el cual van los vivos lastimando sus plantas” (vv. 95-98).

72 Algo quedará de nosotros, sin duda, vertido a la naturaleza, como un regalo que nos da aliento para vivir otra vida y posibilitar que otros, incipientes toda­ vía en su búsqueda de la felicidad, crean en la suya. CONCLUSIÓN: SON NOMBRES IGNORADOS Este libro representa un paso más en el compromiso ideológico de Juan Gil-Albert. Todos los poemas que aparecen en él insisten en la guerra y sus consecuencias. He comentado algunos que me han parecido significativos, como el dedi­ cado a los muchachos moros caídos en la Guerra Civil española ante Madrid. Se titula “Lamentación” y en el poema Gil-Albert ofrece una dura crítica al bando nacional que ha utilizado a esos jóvenes moros corno carne de cañón para ayudar a ganar su guerra. He comparado el poema con el que escribió Emilio Prados para el Roman­ cero de la guerra civil española, titulado “El moro engañado”, donde el poeta andaluz incide en la misma idea que mantuvo Gil-Albert sobre la utilización de los moros como mercancía barata para ganar la contienda, por parte del bando nacional. No he olvidado otros poemas del libro, como los sonetos que el poeta de Alcoy dedica a Federico García Lorca, donde muestra el respeto a su figura en dos bellos sonetos, verdadero ejemplo de delicadeza y sensibilidad. Este conjunto de versos me han llevado a reflexionar sobre la importancia que tiene la figura de Lorca para Gil-Albert, no muy bien tratada en Memorabilia, como este último comentó en el citado libro. La figura de la muerte también aparece en este libro de Gil-Albert, hace mención a la tumba y al olvido que el final de la vida supone para muchos, siendo sólo recordado por unos pocos. Sin duda alguna, la referencia a la Gue­ rra Civil española está detrás de esta reflexión, ya que hubo un millón de muer­ tos, muchos de ellos ignorados para la grata mayoría. Resulta interesante también hacer mención de un poema dedicado a Valen­ cia, titulado de la misma manera, donde el poeta ensalza su ciudad y la muestra como un símbolo de eternidad, no pudiendo ser vencida por ningún tipo de crueldad humano, como fueron los bombardeos a su hogar de la infancia y de la primera juventud. Todo ello, convierte a este libro en un verdadero ejemplo de compromiso, donde el escritor de Alcoy no elude la belleza, pese al horror de la guerra, mos­ trando que, como en el poema dedicado a Valencia o en los sonetos a Lorca,

73 siempre triunfa su visión estética de la vida, sin abandonar, por ello, la ética que le hace comprometerse a la causa republicana. Lejos del surrealismo de Candente horror, este libro constituye un avance más en la madurez del poeta, que tendrá su cénit en el siguiente libro: Las ilusiones.

74 LAS ILUSIONES: EL GRAN LIBRO DE GIL-ALBERT

Las ilusiones representa el gran libro de pomas de Gil-Albert. Surgió en el exilio, concretamente en 1944 cuando el poeta alicantino viajó a con Rosa Chacel, el hijo de ésta y Máximo José Khan. Publicado en 1944, el libro es, en palabras de José Carlos Rovira, “el mo­ mento clave de la evolución poética de Gil-Albert”. (José Carlos Rovira, 1991: 46). Las ilusiones representa el regreso del poeta a su actitud estética ante la vida. Si ésta se había atenuado por la imposición de la Guerra Civil española, vuelve Gil-Albert a su pureza de hombre que cree en la belleza de la vida y lo representa estilísticamente. Ya dijimos antes que la visión estética del poeta no había desaparecido en sus libros anteriores, pero sí se había reducido ante la urgencia del conflicto bélico. Hay algo muy importante en este libro, me refiero a la celebración de la vida que Gil-Albert impone, ya que entiende que la vida merece ser vivida en toda su plenitud. Ni su paso por el campo de concentración, ni el exilio debido al triunfo de Franco, sirven para que el poeta deje de celebrar la vida y entre­ garse a ella con todas sus fuerzas, tal es la emoción que nos depara el libro. Muy interesante es lo que nos dice Guillermo Carnero sobre los temas que abundan en el libro. Llama la atención que no haya menciones explícitas al destierro y que la mayoría de los poemas se refieran a los viñedos, al campo, a las manos. Nos preguntamos: ¿por qué esta elección? Sin duda, Gil- Albert no quiere insistir en el dolor y canta a la vida en su plenitud. Guillermo Carnero dice acerca de la escasa aparición de los temas del des­ tierro en el libro: “Los temas que configuran la poesía del destierro tienen poca

75 presencia en Las ilusiones-, de los 69 poemas que forman el libro, sólo dos, “El linaje de Edipo” y “A las hierbas de España”, le están enteramente dedicados” (Guillermo Camero, 1996: 43). Como vemos, el destierro no es visto por el poeta como una pena que tenga que mostrar, sino como un leit-motiv para cantar la vida en todas sus dimen­ siones. Tan distinta es esta postura de la que adoptó Luis Cemuda que merece que nos adentremos en un texto ejemplar como Las ilusiones. Pasemos a comentar algunos poemas de libro que serán la mejor forma de mostrar lo ya dicho. Comienzo con “Himno al ocio” (Juan Gil-Albert, 2004: 201), un poema donde Gil-Albert va a dejar clara su postura ante la vida. Está escrito en ende­ casílabos sin rima, lo que nos hace fijarnos en la uniformidad del verso, en la contención que muestra el poeta, no hay, por tanto, desgarro, sino delicadeza. El poema dice: “A veces, cuando escucho de la sangre / este claro rumor, cuando a mis labios / fluye el ocio su oscura cabellera / como por una brisa sacudida / por los mismos latidos de mi pecho” (vv. 1 -5). ¿Qué quiere decir con estos versos? Va a calificar el ocio como “claro rumor” que lleva “oscura cabe­ llera”, está hablando, sin duda, de un lugar de la contemplación, de la quietud. Ya tenemos la metáfora del ocio como si fuese una persona, con “oscura ca­ bellera” que sacude al pecho. Lo dirá más claro todavía: “y en tan divina intras­ cendencia/ un ser real, viviente, entre mis brazos/ me parece tener” (vv. 6-8). El ocio es entonces el amado, el lugar donde se puede recostar, olvidando los sentidos. Hay un halo místico en ese gusto por el panorama contemplativo que le acomoda y le complace. El poeta dice, de una manera entregada y apasionada, lo que ya es una declaración de amor a esa forma de vida: “fluye, amoroso campo de la vida, / fluye, amor, tu tesoro manifiesto, / fluid, fluid, hermosas estaciones, / los raci­ mos, Sos frutos y las nieblas / tras de las que se ocultan en otoño / los frescos manantiales de la gracia” (vv. 15-20). Los adjetivos “amoroso”, “tesoro”, “her­ mosas”, “frescas”, nos ofrecen un campo semántico de alegría, de optimismo, de entrega dichosa. El ocio es dicha personificada, parece que está en todo lo que ama, todo se resume en su eterno fluir: la Naturaleza. La sucesión de estaciones, la repetición del verbo “fluir” frente al paso del tiempo y sus límites humanos, nos regala la visión de la eternidad del mundo de las cosas. Lo dice más claro, haciendo referencia al tiempo que contiene heridas, pero no hay resentimiento, sino aceptación y entrega, ofrenda, incluso, a la vida en

76 su caducidad: “Fluye, tiempo, tu canto melodioso / con tus breves espinas en los dedos, / y tú, melancólica, y tú, tristeza” (vv. 21-23). Hace referencia a la pena humana “breves espinas” y a la nostalgia del pasado que se va cuando el momento presente se nos escapa sin querer. Hay un deseo de cantar la vida, un vitalismo indudable en la utilización del verbo “fluir” para referirse incluso a la caducidad del tiempo humano. El poeta hace mención del erotismo en la forma de “mancebo”, si el ocio tiene su personificación en el amante que invita al descanso, el mancebo es la prolongación del deseo, introduce el mundo físico en el poema: “mientras duerme el mancebo aquí en mi cuerpo/ su poderosa noche” (vv. 26-27). Pero también, como podemos imaginar, es espejo del niño, del joven que conserva intacta la ilusión por la vida. Lo expresa mejor en los versos donde el mancebo representa la inocencia, atributo del poeta, es indudable su entrega a la juventud amada: “Él está en mí, me tiene coronado / con su lánguida estela de laureles / y oye dormido el paso de la vida / en un humano corazón dichoso” (vv. 31 -34). Si oye dormido es que sueña y, por tanto, inventa el mundo, no lo vive tal como es, atributo de la ilusión del poeta. Pero esa sensación de poseer la niñez o la juventud terminará, porque el poeta es consciente de la pérdida y aparece el desencanto: “Silencioso rebelde entre murallas, / rápido es su temblor y su cansancio; / pronto levantará su cabellera / taciturna de hastío” (vv. 35-38). ¿Qué nos dice el poema? Simplemente, que se disipará su inocencia y el ama­ do (el niño Gil-Albert) se irá cansando, hasta el hastío. Tal es la impaciencia humana, la prisa por conseguir las cosas. Será entonces cuando “en cenizas anegará mis labios”, es decir, llegará el dolor y se irá para siempre el tiempo de la felicidad, muriendo, con ella, la ilusión de la juventud. El poema nos dice, al terminar, algo que nos produce desencanto y nos muestra la temporalidad de la vida humana y la irreparable presencia del des­ tino: “mientras lícito goce nos depara / el fatigado dueño de las cosas” (vv. 49-50). Como vemos, hay un constante sentimiento de la temporalidad en el poe­ ma: estaciones, vida, frutos, manantiales, el latido mismo del corazón dichoso que es reflejo de juventud; por otro lado, hay una conciencia del paraíso perdi­ do: “Silencioso rebelde entre murallas, rápido es su temblor y su cansancio”. Este fracaso no impide que se cante el momento de la dicha, pese a la sensa­ ción latente de acabamiento.

77 Hay una decidida conciencia vitalista y erótica que le llama a desear al mancebo, aquí desdoblado en el joven Gil-Albert y en el otro, el que es amado. Y hay algo más que se vislumbra en el poema y que es clave para entender no sólo el mismo, sino el libro entero. Me refiero a la evocación continua en “Himno al ocio” y, en toda esta obra, del mundo del Mediterráneo, aparecen en el libro naranjos, granadas, higueras, es decir, un mundo que pertenece a su juventud, no al lugar donde escribe, concretamente, México. Francisco Brines dice algo muy cierto y que es importante citar en este es­ tudio: “He aquí otra manifestación del mecanismo del pudor: presentar como realidad viva lo perdido. Cantar desde la afirmación del momento presente lo que tan sólo es recobramiento del recuerdo, pérdida del hombre” (Francisco Brines, 1995: 148). El libro insiste en el recuerdo, por ello, es consciente el poeta de la pérdida de las cosas, pero no se resiste a dejar de cantarlas con fervor, tal fue la huella tan intensa que le dejaron. Lo dice muy bien Guillermo Carnero en el estudio antes citado, aparecido en la revista de poesía Canelobre'. “No significa todo esto que el libro de 1944 sea un canto absolutamente jubiloso. Está recorrido por una veta de tenue me­ lancolía” (Guillermo Camero, 1996: 45). Vamos ahora a comentar otro poema que refleja muy bien todo lo que he dicho, me refiero a “Los viñedos” (Juan Gil-Albert, 2004: 209-213), donde la tierra natal de Gil-Albert está presente, como decía Brines, en una evocación inolvidable. El poema dice: “Frescos, deliciosos / compañeros imaginarios / que vivís tejiendo las emboscadas / de vuestro turbulento corazón” (vv. 1-4). Vemos el recuerdo “compañeros imaginarios”, son como relámpagos que le suceden en la mente, no están ya presentes, pero viven en su interior. Gil-Albert busca nuestra emoción: “emboscadas/ de vuestro turbulento corazón.” Y el grado de pasión por lo amado es más intenso en el recuerdo. Si son “emboscadas” es que le llegan sin querer, tocándole de lleno en el corazón al recordar su querido mundo de la infancia. El poeta recuerda los viñedos, no en tiempos de guerra, sino en los tiempos de la bella juventud, tal es el esplendor del pasado: “La colina, antes árida / esplende ahora en su muelle verdor matinal. / Los tiernísimos brazos del viñedo / dejan esa balanceante indolencia / sobre la que los dioses no reposan” (vv. 29-33). La colina que fue “árida” en tiempos de guerra es evocada en su esplendor: “esplende ahora”. También los viñedos son vistos con una delicadeza extrema:

78 -ternísimos brazos”. Es muy recurrente en Gil-Albert, como vimos en otros poemas, personifican la naturaleza, dotando aquí de brazos al viñedo. Aparecen los dioses, pero sin descansar “no reposan” porque “están ena­ morados / de esos cálidos brotes terrenales” (vv. 34-35). Hasta los dioses, que son considerados como esencia de poder, se rinden ante los viñedos, sufren la turbación de su hermosa presencia. El poeta alicantino dice hermosas palabras sobre los viñedos: “Ramajes inmortales / reguero subterráneo ¡ sobre cuyo dulce balanceo de oro vivo / cantan los pájaros” (vv. 52-55). Es esplendor de la tierra brota de los viñedos, por ello brillan “oro vivo” y además, no mueren, “ramajes inmortales”, pertenecen al milagro eterno de la Naturaleza. Si están ahí, a través del tiempo, podemos entender que Gil-Albert los evoque, desde su juventud, antes de la violencia que supuso el estallido de la Guerra Civil española. Lo dice más claramente y ya sabemos, sin sombra de duda, que se refiere a su tierra natal, no el paisaje del exilio, sino el de la memoria: “desde mi ju­ ventud os he mirado, / siempre sobrecogido / de un miedo casi hermoso” (vv. 58-60). Nos deja el poema una alusión al ocio que es, sin duda, una forma de en­ tender la vida, como espectador privilegiado de la Naturaleza: “Cautivo ser, forma entrevista / a la que interrogaba desde lejos / adivinando que en su ociosidad encantadora / vagaba perdido para siempre / el destino oculto de mi corazón” (vv. 67-72). Los viñedos se presentan como un símbolo de una época dorada, llena de amores, de sensaciones, de placeres, es decir, de gozosa juventud. El poeta dice algo que le identifica para siempre y que aparece con asi­ duidad en su poesía posterior: la referencia al bienestar en soledad. Vemos la mirada solitaria del hombre que contempla los hermosos viñedos, sien­ do, pese a su belleza, una extensión de su alegría y su tristeza: “un inútil / divagar solitario, / dejándome este velo de tristeza / la viudedad viril que resplandece / sobre mi rostro pálido / cada vez que me asomo a los espejos del mundo” (vv. 93-98). ¿Por qué dice viudedad viril y rostro pálido? En mi opinión, nos habla de un hombre que ha sido negado ya para el amor heterosexual, un hombre conde­ nado a sentir el amor prohibido y a buscar un ideal que pueda asemejarse con el espectáculo hermoso de la Naturaleza. Por ello, se halla solo, tales son sus difíciles aspiraciones vitales.

79 Sin lugar a duda, el poema nos revela al hombre entregado a sí mismo, como una fuente que mana hacia dentro y que revela, en el exterior, su ideali­ zación del mundo. Termina el poema dejándonos esa sensación de tristeza, del joven que se veía incompleto para la vida, pero sí gozoso y lleno para la Naturaleza: “que allí estuvo en un tiempo / un joven apacible / cuyas víctimas rondan para siem­ pre, / con la imaginación paralizada / es desaparecido secreto del amor” (vv. 107-111). Si ha desaparecido el secreto, nos dice que el amor se ha revelado como algo decepcionante y la vida, por ello mismo, solo merece ser vivida para contemplar la belleza de la Naturaleza y no para compartirla con otro ser humano. El espectador-actor Gil-Albert revela su filosofía de la vida, de un modo brillante, es este magnífico poema. El poema nos recuerda a otro que escribió Francisco Brines titulado “Niño en el mar” (Francisco Brines, 1997: 200), apartado VII de su libro Palabras a la oscuridad, donde se revela al poeta valenciano como espectador del mundo: “Un niño, / debajo de las nubes radiantes, / contempla el mar” (vv. 1 -3). Ya vemos al niño como espectador de la vida, no partícipe de ella. Pero dice más aún el poeta: “Miro, con turbada inquietud, / el cansado oleaje de las aguas, / la soledad del niño” (vv. 6-8). Vemos aquí la sensación de repetición incesante, el mar como símbolo de la vida que se va reiterando en una larga sucesión de días, meses y años. La actitud del niño no cambia, es meramente contemplativa. Dice, al final de este breve poema, lo siguiente: “El desolado instante me hace daño / y al caminar, de nuevo, / siento adversa la vida y alejada” (vv. 9-11). El poeta no sólo sabe que está inmensamente solo, sino lejano de la vida, desarraigado del vivir como Gil-Albert mostraba ante el descubrimiento de su soledad. Hay una importante diferencia, si el poeta valenciano nos traslada una tristeza imposible de mitigar, Gil-Albert, sin embargo, encuentra en la certeza de su soledad un grado de alegría para mirar el mundo de la Naturaleza y gozar en él. Interesa detenemos en la opinión de Pedro J. de la Peña sobre el exilio humano de Gil-Albert ante la actividad vital: “Que Gil-Albert no se ha sentido exiliado únicamente de su tierra, sino de su tiempo: de su infancia. Se siente en éxodo permanente desde una edad- la adolescencia- en que las cosas dejaron de ser reales. Y va a ser esa doble condición “sentimental, sensible y sensitiva” la que nos lo muestre” (Pedro J. de la Peña, 1981: 131).

80 Muy cierto, porque hay un tiempo clave de su vida, tras el cual no quiere aceptar el mundo adulto y la demencia que trae consigo. Lo mismo le ocurre a Brines, su mirada y su poesía entera se halla fija en la niñez y en la primera juventud, donde la felicidad fue plena. Para ambos poetas, la edad adulta trae el desconcierto y la decepción, por ello, se canta insistentemente la juventud. Comento otro poema, importante para conocer mejor este libro de gran equilibrio existencial, donde la madurez de Gil-Albert se muestra ya, sin ex­ cluir ese grado de melancolía que, pese al título del libro, se halla en sus versos. Me refiero a “La lluvia” (Juan Gil-Albert, 2004:221), un poema que cala en los lectores por sus imágenes y por la belleza que imprime Gil-Albert en sus versos. Dice así: “Cuando desciendes clara de los cielos / impetuosa torre demo­ lida, i sombra voraz cayendo sobre el fresco / despertar de la tierra” (vv. 1-4). Vemos los adjetivos “impetuosa”, “voraz”, que reflejan, sin duda, la violencia de la llegada de la lluvia. No puede ser de otro modo que esa furia termine en remanso, cuando amai­ ne el temporal: “siéntense el gran rumor de la intemperie / y agítanse los árbo­ les, sumidos / en una lenta posesión de sueño” (vv. 8-11). Vemos la calma que llega a la Naturaleza, aparece en muchos poemas de Gil-Albert el “rumor”, se refiere siempre a esa presencia viva, como si hablase, que late en el espectáculo de la Naturaleza. Es magnífica la imagen que nos describe a continuación donde personifica a la Naturaleza, influida por el furor de la lluvia, impactando así en todos los seres que componen el mundo: “Los viejos elementos se incorporan / cual sonámbulos tristes que cruzando / van entre el viento sus helados gritos” (vv. 12-14). La Naturaleza entera se despierta así de madrugada, impactada por la violencia de la lluvia, son “sonámbulos tristes” como personas dormidas que no saben adonde van. Los “gritos” también son reflejo de ese sentir, dolido, que refleja el mundo natural. La lluvia va a descender sobre las cosas, para dejamos una impresión exacta del trastorno que causa en ellas el furor de la Naturaleza, devorada pol­ las aguas: “¡Denso amor que desciendes de los montes, / como desgarrador aliento negro!” (vv. 21-22). No parece que la lluvia tenga aquí cualidades po­ sitivas, porque provoca “helados gritos” de los elementos “sonámbulos” de la tierra, porque desciende del monte arañando su superficie, es “aliento negro”, mensajera, por tanto, de la muerte. Cala la lluvia en el poeta, porque su sonido está hiriendo su interior: “oigo en mi corazón entusiasmado / todo el ímpetu ciego que desbordas / con esa magnitud de animalejo / ungiendo su incansable lozanía” (vv. 26-29). ¿Por qué animalejo? Sin duda, porque es aciaga y no tiene la presencia de un animal de la Creación. La pregunta que le hace a la lluvia nos habla del descenso a los infiernos, la lluvia aparece así como elemento cruel y maligno: “¿Qué es tu faz para mí y esos placeres, / qué traen sino el ajeno arrobamiento / de otro mundo infernal?” (vv. 34-36). Gil-Albert sabe que la lluvia llega para hacer que la soledad del hombre, su incomunicación con el mundo, sea mayor. La lluvia se convierte así en tes­ timonio de nuestra pequenez, de nuestra insignificancia en la vida: “Demonio eres hermoso, hermosa lluvia / sordo latir con alas inmortales / agua de Dios semejas, mientras veo / más solo, entre tus luces, gime el hombre” (vv. 39-42). La lluvia ha horadado la tierra, trastocado sus elementos, afectado a los montes, y por último, como resultado más desolador, al hombre, desprotegido e insignificante ante la hermosura infernal que representa ésta. Termina así el poema, dejándonos heridos ante tanta violencia. No es Gil-Albert el único que siente la lluvia como un elemento negativo en su poesía, también Francisco Brines, entre otros, utiliza la imagen de la lluvia para representar el trastorno del mundo circundante. Pero me detengo en un joven poeta, Carlos Marzal, y en un poema de su libro Fuera de mí (Carlos Marzal, 2000: 30-31), titulado: “Gente que ve llover, gente que llueve”, donde la lluvia se presenta como un todo que inunda el mun­ do: “Lloviendo está como si lloviese / como si nunca hubiera dejado de llover. / Es una lluvia horizontal que anega / los maizales dorados del ensueño, / que empapa, sin mojar, la fantasía” (vv. 12-16). Para Marzal, la lluvia es todo, hay que fijarse en estos versos para desvelar que ésta cala hondo y nos quita la ilusión: “empapa, sin mojar, la fantasía”, nos la arroja al vacío para siempre. Para el poeta la lluvia es inmortal, porque está en la vida, existe desde siempre y se repite incesantemente, no podemos evitarla, mientras exista la vida: “El arte de llover será el de siempre. / La lluvia de vivir no cambiará” (vv. 29-30). Marzal hace referencia a la inmersión del fenómeno de llover en nuestra vida, repleta de injusticia y de dolor. Tan grande es la destrucción que la lluvia produce que todo se ve afectado por ella, y el poema termina afectando al ser humano, como vimos en los ver­ sos de Gil-Albert, dejándole huérfano y pequeño, como si nunca hubiese exis­ tido: “Somos gente que llueve, / gente que ve llover sobre la tierra. / La lluvia,

82 la canora / está asperjando el tiempo / con su hisopo invisible” (vv. 31-35). El final de este poema (he comentado los versos más significativos para mi estu­ dio) nos ofrece el vacío total, la lluvia y el ver llover es sinónimo de ver llorar, la gente que llueve es gente que sufre, se va muriendo, pierde las alegrías. Vemos que el poeta valenciano muestra una visión aún más desesperada que la de Gil-Albert, pero no olvidemos que el poema del poeta alicantino está teñido de tristeza lo que da la razón a Guillermo Carnero cuando señaló que la melancolía y la tristeza se hallan en el libro también. Para Brines, la lluvia va a ser un símbolo de lo oscuro, lo que perjudica a la vida. Lo podemos observar en varios poemas, pero cito el capítulo IV del “Barranco de los pájaros” (F. Brines, 1997: 38), perteneciente a su primer libro Las brasas, cuando dice: “Al proseguir la marcha, siempre arriba, / ninguno habló. La repentina lluvia / dejó incierto el camino, la seroja / no crujió más, nuestro calzado pronto / pesó, rojo, de barro” (vv. 1-5). La lluvia es aquí el desencadenante de la infelicidad en los niños, los cuales han descubierto la violencia del mundo al aparecer el leñador. Los niños que antes se bañaban juntos, ahora van a tirarse piedras, son adultos y, por tanto, conocen la maldad y sacan provecho de ella: “De aquel frente / se ocultaron los pinos, en la bruma / sin luz corrimos todos, y dejando / las mochilas en tierra nos herimos / a golpes de pedradas” (vv. 6-10). Brines primero y luego Marzal, recogen esa visión de la lluvia que expresa el dolor, el desencanto y la miseria de la vida. Gil-Albert, sin duda, fue un buen antecedente para estos poetas levantinos. Comento, a continuación, otro poema importante de este libro tan revelador de la madurez del poeta alicantino, me refiero a “Las lilas” (Juan Gil-Albert, 2004: 228-230), que nos trae el recuerdo de su exilio en Francia. Antes de comentar el poema, es importante hacer hincapié en que el tiempo es el gran protagonista de estos poemas. Podemos observar cómo el prisma de la vida se halla en el pasado y en su deseo de recuperarlo en la poesía. Resulta interesante lo que dice Teresa Espasa en “La fuga del tiempo en Juan Gil-Albert”: “La poesía de Gil-Albert, debe entenderse como un proceso que avanza hasta llegar al punto indefinible en que el poeta-experiencia-tiempo, se encuentran” (Teresa Espasa, 1990: 111). En ese encuentro que menciona Tere­ sa Espasa nos revela la celebración del poema, su milagro esencial. Hay algo que sí nos asombra, la resistencia y la obstinación del poeta ali­ cantino para dominar el tiempo, para que no se pierda para siempre. Teresa Espasa, en el citado estudio, lo dice claramente: “El escritor sigue con la fan­

83 tasía de vencer al tiempo, aunque sabe que el tiempo escapa, y que esa fuga del tiempo surge de fuera hacia el interior, impuesta por los imperativos de la naturaleza” (Teresa Espasa, 1990: 111). Concuerda lo que la investigadora dice con lo que yo aludí antes, solo a través de esa fuga hacia el interior el tiempo se eterniza y, por ende, no se pierde para siempre. ¿Qué va a ocurrir en “Las lilas”? Concretamente, que el poeta va a recordar y, al hacerlo, transforma el tiempo exterior en un tiempo evocado y, por tanto, imperecedero, produciendo una clara sensación de eternidad. Dice así el poema: “Una primavera en Francia / Yo vivía como un acosado des destino / alejado de los demás hombres, / en la campiña francesa / bajo dul­ ces cielos, / en los días en que de la vaguedad invernal / comenzaban a surgir y dibujarse / las generosas formas de la naturaleza” (vv. 1-8). Podemos ver en el poema el pasado: “vivía”, “comenzaban”, pero también vemos la presencia primordial de la Naturaleza: “dulces cielos”, “vaguedad invernal”. Apreciamos la forma tan bella con la que Gil-Albert describe el espec­ táculo de ese tiempo vivido en Francia, no como una persona que recuerda, sino como alguien que vive con intensidad aquel tiempo, como si estuviese aún presente: “Humos y velos descorríanse diariamente / y los suaves bosques cobrizos / comenzaron a llenarse de yemas / que olían en la noche” (vv. 9-12). Podemos apreciar lo bien que describe las nubes vaporosas: “humos y ve­ los”, y qué forma tan hermosa de ofrecer una pincelada del paisaje añadiendo dos adjetivos que concretan el bosque: es rojo y suave, en las horas del cre­ púsculo. Aparece el olor: “yemas / que olían en la noche”. Podemos mirar y oler el paisaje, tal es su intensidad al describirlo. Vemos su alto sentido de la estética, el poeta necesita verter toda su mirada para que el paisaje refleje la máxima hermosura, todo ello, haciendo gala de su esteticismo, el cual llega a través de los sentidos: colores, olores. El paisaje es hermoso, pero todavía no ha alcanzado todo su esplendor, éste llega con las lilas: “Hasta que triunfantes llegaron las lilas” (v. 16). ¿Qué suponen las lilas en el paisaje que se describe? Primero, Gil-Albert, va a recordarlas como un adorno superfluo: “como flores de selección / recli­ nadas en los vasos maternos” (vv. 19-20). Esta visión que nos desvela que las lilas estuvieron presentes en su niñez, en su propio hogar.

84 Pero también las lilas significan un claro símbolo del esplendor de la Natu­ raleza: “Ahora invadían todo el cauce del río, / como delicadas jóvenes seño­ riales / huyendo a la intemperie / de alguna repentina furia social” (vv. 25-28). Las lilas son vistas como “delicadas jóvenes”. Al compararlas con señoritas nos muestran la delicadeza que poseen, su femineidad que resalta sobre el resto del paisaje. Las podemos ver en una imagen muy bella que nos ofrece Gil-Albert, con su tono de color malva, su estilizada forma inundando el paisaje: “Mis ojos no se cansaban de mirarlas, / allí extendidas y trepadoras, / con sus vaporosas túnicas malva / balanceantes al eterno cansancio de la brisa” (vv. 29-32). De nuevo se repite el cansancio, existe en el paisaje de Gil-Albert una cons­ tante presencia de la quietud, del ocio, de la contemplación. Si la brisa adolece de “eterno cansancio” es porque vuelve, no muere nunca, adherida al inmortal paisaje para siempre. Gil-Albert siente el regocijo interior que le provoca la presencia de las lilas. En esa elección suprema, otras flores pierden interés, tal es la belleza que regalan las lilas al paisaje: “Su presencia eran tan apremiante y extraña, / tan anuladora, / que olvidé al tierno jacinto azul / en le que cada año renacía mi pasión, / y dediqué todas mis horas a cortejarlas” (vv. 33-37). La hermosura de las lilas ha enamorado al poeta y éste vive la entrega arrebatada al objeto de su amor. Otros seres pasan entonces a segundo plano, pese a la delicadeza que poseen: “el tierno jacinto azul”. Para que podamos entender hasta que punto Gil-Albert unifica la Naturale­ za, entregándose fervientemente a ella para que ésta sea todo en su vida, com­ para su visión de las lilas con el pastor y su ovejas, ya son así posesión suya: “Las contemplaba desde mi alto balcón, / como un pastor deja sus miradas / tras las ovejas de sus sueños” (vv. 41-43). Aparece aquí otro claro símbolo de su poesía: la mirada. Gil-Albert con­ templa y surge “el alto balcón”, es decir, el lugar solitario, la cima, donde poder ver y sentir todo a su alrededor. Si recordamos algunos poemas de Francisco Brines, la presencia del balcón donde el niño o el joven mira el germinar de la Naturaleza coincide plenamente con esa forma de mirar que tiene el poeta de Alcoy. Pero podemos ver que se refiere a las “ovejas de sus sueños”, porque son imaginadas, están vistas desde su interior. Hay en el poema dos versos claves: “La variedad de su balanceo / y su in­ agotable florecer” (vv. 50-51), se refiere a las lilas, dotadas de dinamismo “ba­

85 lanceo” y continua vida: “florecer”. Naturalmente, la hermosura que ofrecen las lilas no excluye el desencanto humano y el dolor que produce la ilusión de la eternidad: “cada racimo de su despertar / era para mí un retoño de seguri­ dades / y entre ellas viví entregado como tantas veces” (vv. 57-59). Nos preguntamos si vive engañado o se deja engañar, creemos que es cons­ ciente del fracaso, pero se ilusiona, dando al poema y al libro un tono de es­ peranza, pese a la sensación de decepción que ofrece el vivir humano y su caducidad. Al final del poema, vemos que ese engaño tiene un nombre, es una “som­ bra”, sorprende que reconozca tan firmemente el impacto del fracaso: “sombra muda que se interpone entre mi deseo / y la verdad que busco” (vv. 62-63). ¿Qué quiere decir aquí? Sencillamente, que es una apariencia de felicidad, la certeza absoluta no llega con ella y la realidad se impone, lleva “sombra muda”, pero ni aún así el poeta renuncia a no vivir el engaño. Francisco Brines recogió muy bien en Insistencias en Luzbel esta idea, cuando tituló a uno de los apartados del libro “Insistencias en el engaño”, nos hablaba el poeta del mismo deseo de ilusionarse, pese al conocimiento del fracaso, que mantiene el escritor alicantino en el poema y en el libro que co­ mentamos . En el poema de Gil-Albert alterna los versos de diferentes sílabas, porque el poeta busca la emoción, no sometiéndose a la regularidad que ofrece la uni­ formidad silábica. Como vemos, el poema plantea que las lilas son mucho más que ese adorno en los vasos en casa de su madre, sino un espejismo que lleva al poeta al deseo de unificar la belleza de la Naturaleza. Hay mucho lirismo en el poema con imágenes espléndidas: “yemas que olían en la noche”, las lilas “con sus vaporosas túnicas malva”, como si se tratase de las reinas del Universo y, además, vuelve a citar lo “vaporoso”, es decir, esa neblina que inunda los versos para dejarnos un aire melancólico y romántico. También aparece el ser que contempla “desde mi alto balcón”, metáfora, sin duda, de sí mismo: el interior (la casa) y el balcón que ofrece al mundo el espacio exterior, como si fuese su propio corazón solitario que se abre ante el espectáculo de la Naturaleza. Se observan muestras continuas del tiempo: “.inagotable florecer”, “eterno cansancio de la brisa”, reflejos de lo que se repite, en claro contraste con la vida humana, destinada a perecer.

86 El poema cumple así su objetivo de asombrarnos y desear la presencia de las lilas, como reflejo de lo bello, revelando la visión estética del mundo de Gil-Albert. Recordamos, ya en el campo de lo autobiográfico, como el poeta, en la Crónica General nos habla de su pasión por las lilas, cuando se hallaba en Poi­ tiers, tras la salida del campo de concentración de Saint-Ciprien: “Su abundan­ cia, como dije, me invitaba a saquear, con un cierto frenesí, aquellos arbustos bienaventurados que, por su copiosidad, podían permitirse sonreír ante mis desacatos; luego, cargado de ramas balanceantes que despedían a mi paso bor­ botones de olor, iba dejándolos en vasos que repartían su presencia en la sala, en el comedor, en le dormitorio” (Juan Gil-Albert, 1995: 285). ¿Por qué esta pasión? Desde luego, por el aire delicado, íntimo que va a tener la flor para el poeta. Reivindicando la belleza, el poeta encuentra en la flor la ilusión de un mundo no mancillado por la mano del hombre y su eterna crueldad. Al alejarse de la demencia de la Guerra Civil española y cantar a las lilas recupera la ilusión por la vida. En mi opinión, refleja también el poeta en las lilas su ilusión de eternidad o de fusión con la Naturaleza que viene a ser lo mismo, si pensamos en la visión estética que tiene de la vida. Comento el poema “Himno a la mujer” (Juan Gil-Albert, 2004: 232- 234), donde el poeta muestra que la mujer es, para él, un lugar sagrado que no ha de profanar. ¿Qué quiero decir con esto? Sencillamente, que Gil-Albert vive en su inte­ rior esa castidad que se desveló en el Tobeyo o del amor o en Los Arcángeles donde rechaza la tentación carnal en la mayoría de las ocasiones. Predomina en el poeta el espíritu contemplativo que elige (siguiendo su estética y su influen­ cia del mundo griego) al hombre como ser superior en belleza y cualidades intelectuales. La mujer, sin embargo, queda relegada a lo materno y es allí donde tiene un lugar sagrado. El poema dice: “La sombra materna/ sobre el dilatado rostro de la vida / hace florecer mi himno / como en la antigüedad / ofrecían los jóvenes su pre­ ciada pureza / a las divinidades amadas / y temidas, ardientemente” (vv. 1-7), Gil-Albert nos desvela el influjo materno, cómo pesa sobre él, por ello dice “sombra” sabiendo que deja una huella interior en su corazón. Va a “florecer su himno” gracias a esa influencia de la madre y lo hace ofreciendo un ejemplo “como en la antigüedad / ofrecían los jóvenes su preciada pureza / a las divi­ nidades amadas”. El homenaje al mundo griego está presente, ese tributo a los

87 dioses tiene que ver con la virginidad “preciada pureza”, es decir, el poeta ha de seguir esa senda que le lleva a la castidad, el mundo de los seres humanos no es bastante bueno para ofrecer tan preciado galardón. Nos dice el poema que la madre es, en cierto sentido, la causante de esa decisión suya de pureza y soledad. Ya ni siquiera podemos limitar esa pureza hacia lo femenino, lo extendemos hacia lo masculino, como si el poeta se ce­ rrara al amor en pos de un sentido ético y estético de la vida. Expresa muy bien esta certidumbre: “tengo que cumplirme, solo, / perder­ me, angustiarme como ninguno, / coronado por un signo de austero laurel, / desconocer de esa pareja fecunda / que va labrando el camino de los tiempos” (vv. 12-16). Gil-Albert tiene que vivir, por ello, ajeno al compromiso matrimonial “des­ conocer de esa pareja fecunda”, tiene que seguir también un camino ascético, aislado, dedicado a su labor intelectual: “perderme, angustiarme como ningu­ no.” Su premio será un “austero laurel”, lo que le conduce a vivir por y para sí mismo. Nos cuenta en el poema cómo se siente el poeta y cómo ha de afrontar la vida. Más claramente no lo puede decir: “Un chispazo, un ave singular / eso soy entre tantos que se apoyan unidos” (vv. 17-18). La elección de la soledad es absoluta en su vida. Vuelve al tema de la mujer y a la necesidad de privarse de su cuerpo, él vive ajeno a los placeres femeninos y solo entiende el amor materno como suyo: “La misma miel ha quedado guardada para mí / en el seno de la clemencia ma­ ternal, / y por eso tengo el aire de los que no pisan la tierra / porque una vieja potencia subyugadora / me tiende detenido en su orbe” (vv. 26-30). Podemos ver dos adjetivos muy significativos: “clemencia” referido a la madre, única mujer para el poeta, y “subyugadora” referido a su condición homosexual. Para Gil-Albert, la homosexualidad “subyuga” porque no es entendida ni respetada,, sino que condena a aquel que posee dicha inclinación. La madre es clemente, lo que no es válido para el resto de las mujeres, de cuya opinión, el poeta, no extrae tan buenas conclusiones. Habla después de la tentación carnal “Fraternales acechanzas surgieron en torno mío. / Continuadoras de una gracia inmortal / eran mi misma sangre” (vv. 31-33). Hace, sin duda, referencia al deseo homosexual, si antes los hombres ‘griegos, sosteniendo una clara bisexualidad, iban a los gimnasios para buscar amantes, el poeta habla de jóvenes que conoció en su etapa de esplendor. Por ello

88 dice “mi misma sangre” refiriéndose a la condición masculina de esos chicos. También podemos ver cómo se refiere a la idea de la tentación, al decir “fraterna­ les acechanzas”, o sea, buscando romper, a través del placer, su amada castidad. Pasa a describirlos, como si estuviese en aquellos gimnasios o esos baños de la Grecia Antigua: “con largas cabelleras ambarinas /y ojos de topacio o de turquesa, / mojados en el recuerdo de las beldades antiguas” (vv. 34-36). Pero, desde luego, Gil-Albert parece destinado a rechazar ese contacto, implicado en su castidad, lo que nos recuerda al personaje de Hugo en Tobeyo o del amor, porque vive para sí mismo, cumpliendo su visión ética y estética de la vida: “Todo me parecía en ellos destinado a un ajeno cumplimiento” (v. 37). Vuelve en el poema a reivindicar a la mujer, pero sólo en su vertiente ma­ ternal, y esto que aquí digo es crucial, no hay alabanza del papel de ¡a mujer en el mundo, solo vive para la reproducción: “¡Mujer, faz del mundo,/ de cuyo contaminado manantial fluyen los hijos de los hombres y / en cuyo regazo descansan las fortalezas vencidas!” (vv. 42-44). Nos preguntamos el por qué se refiere a “contaminado manantial”. Sin duda, se refiere al horror humano, al traer al mundo al hombre ha posibilitado la demencia del mundo, llena de hombres con instintos crueles y cobardes. Nos habla del momento amoroso, donde la mujer se cumple y atrapa al hombre en sus redes para dejarle exhausto: “me gusta llegar allí donde vuestra enternecedora sensatez/ tiende al hombre cansado al refugio de una intimidad carnal” (vv. 48-49). Vemos como, para el poeta, la mujer entrega la felicidad al hombre a través del goce sexual y éste, ingenuo, cae en sus redes. El poema concluye con la respuesta irónica del poeta: “Pero ¡hermosas roías! / ¿Quién ha escrutado en su corazón / los más oscuros designios del criador?” (vv. 52-54). Gil-Albert alude a una sensación fría, la misoginia del poeta de Alcoy se in­ tuye con claridad y nos ofrece una visión claramente rechazable del complejo universo femenino, reducido aquí a ia mera función reproductora, vista incluso con desprecio, ai conocer que la mujer es partícipe (asombra que no incluya al hombre en semejante acto) del horror humano. Vimos ya esta forma tan absurda de entender el mundo femenino, ya que en su prosa, concretamente en Breviarhim Vitae, el poeta nos ofreció su ¡dea ses­ gada de la mujer: “La mujer, por su parte, ha aprendido a fingir, es labor de si­ glos, de milenios y hace un simulacro tan “natural” de todas su galas prestadas que le atribuye el lirismo masculino, que resulta difícil no caer mentalmente en la trampa de esa ficción” (Juan Gil-Albert, 1999: 268).

89 El poema comentado nos hace conocer aún mejor esa visión de un mundo que realmente no ha conocido en profundidad y, amparado en su ideario esté­ tico, se niega a conocer. Utiliza el verso libre, éste varía, desde los heptasílabos a los endecasílabos. En mi opinión, el poeta no usa el esquema clásico para dotar al poema de ma­ yor vehemencia ante el espinoso tema que trata. Es interesante reflejar en este estudio de su poesía, el reverso de la moneda: una visión de la homosexualidad que excluye la castidad que nos ofreció Gil- Albert en su libro, se trata de un poema de Luis Antonio de Villena, gran amigo del poeta (aunque mucho más joven, Villena nació en Madrid en 1951), que ha sido y es un admirador, como Gil-Albert, del mundo de los griegos y de la sensualidad pagana, tan presente siempre en sus poemas. El poema se llama “El amor es deseo de hermosura” (Luis Antonio de Vi- llena, 1996: 243), y pertenece a La muerte únicamente (1981-1984): “¿Mere­ cerá la pena tanta búsqueda inútil? / Rebuscar claridades entre pierna y pelo / cual quien codicia gema entre ríos de fango” (vv. 1-3). Vemos ya la insatisfacción, nos habla de la postura del amante, que ha bus­ cado el amor sin encontrarlo, pero el poema insiste en la sensualidad: “Sentir desastre tanto mientras la boca besa, / adorar y reptar sinuoso por cinturas que arden, / helarse en fuego rubio, flamear en desierto tártareo” (vv. 4-6). El cuer­ po, la repetición de sus elementos: boca, cinturas, pierna, pelo, nos ofrece una sensación de sensualidad, de goce físico. El poema dice en los versos que siguen el por qué del hastío y la rutina del placer: “¡Han sido tantos los cuerpos, el esplendor, la procela, / el volcán, la esmeralda, tanta consunción para buscar / la luz que, estragado, el corazón no tiene ya más llama” (vv. 9-11). Podemos ver, en estos estupendos versos, esa derrota del deseo, insatis­ fecho ante tanto placer sin verdadero amor. Termina diciendo: “¿Mereció el vivir?. Así que cuando morimos, descansamos” (v. 17). El poeta madrileño nos deja un regusto de amargura, del hombre que ha gozado y que ha perdido el sabor de los cuerpos, sin encontrar uno al que afe­ rrarse y a! que amar verdaderamente. La miseria de lo humano se refleja muy bien en el poema. He querido comentar algunos versos del poema de Villena, porque ambos tienen una idea semejante sobre el objeto de deseo, pero no sobre el resulta­ do. Gil-Albert elige la castidad, para no despreciarse a sí mismo y Villena, al menos en el poema, elige el placer y el hastío del mismo, revelación de su insatisfacción humana.

90 Da la impresión que Gil-Albert intuye el fracaso del exceso y movido por su ética de vida, asume su castidad. Víllena, más apasionado, no vence la tentación y se entrega a ella, aunque revele su mentira. Termino este comentario con las palabras muy certeras de otro poeta que admira al escritor alicantino, me refiero a Vicente Gallego cuando dice lo si­ guiente: “Juan ha sabido ser cosmopolita sin perder sus raíces, haciendo de ellas patrimonio del mundo, se ha atrevido a escribir, analizándola y valorán­ dola, sobre su “manera de ser”, cuando sobre esa manera de ser no se podía escribir. Ha intentado construir con sus pasos una obra de arte” (Vicente Ga­ llego, 1990: 104). Me parece muy acertada la opinión de Gallego sobre un hombre que no escondió su esencia, en tiempos en que se etiquetaba a los hombres por su con­ dición sexual. La honestidad de Gil-Albert está fuera de toda duda. Su compro­ miso ético con su pensamiento no tiene parangón. Comento, a continuación, el poema “El mar” (Juan Gil-Albert, 2004: 235), donde el poeta de Alcoy muestra su visión del mar como un espacio fascinante, pero lleno de efectos contrarios: atracción e indiferencia. El poema dice: “Quien canta el mar canta el hastío, / canta el genio amo­ dorrado de las aguas, / el amplio pulso negro y tornadizo / sobre el cual nos mecemos con la ligereza de las flores” (vv. 1-4). Si el mar es “hastío”, tenemos que entender también que se halle “amo­ dorrado en las aguas”, es decir, el mar como espacio de tiempo que se repite, eternamente, frente al ser humano y su caducidad: “nos mecemos con la lige­ reza de las flores”. El poeta observa el mar, en su quietud, como un gran espacio de agua que no responde al misterio de la vida: “Obsesionante rostro ciego / al que miramos con monótona fascinación / sin arrancar nunca de la humedad de sus labios / una verdad enteroecedora” (vv. 5-8). Nos hallamos ante la personificación del mar: “rostro ciego”, pero al ser ciego podemos imaginar que no nos mira y, por tanto, no responde a nuestros interrogantes. El hombre espera “una verdad de sus labios” que no llega, nos recuerda, sin duda, al mar que comentamos en el poema de Juan Ramón Jimé­ nez, el cual no respondía al ser humano que le interrogaba. Hay sensación de tedio, hastío, por ello utiliza la expresión “monótona fascinación”, es una incesante repetición a lo largo de los tiempos que hechiza al hombre, sin poder comprender sus enigmas, al igual que no soluciona, con su indeferencia, los nuestros.

91 Dice, a continuación, el poeta: “Atracción e indiferencia, eso es todo” (v. 9). El ser humano vive en esa dualidad en la que nos vemos atrapados, nuestra fascinación por el mar y su indiferencia, como un amante que es rechazado en su pasión. Nos ofrece una descripción magnífica del mar, tan lírica que nos recuerda esos momentos de la noche en que la luna baña el mar con su claridad. El poeta alicantino dice: “y cuando entre sus crenchas fosforescentes / as­ ciende la luna su disco violeta, / recorre toda esta superficie estremecida / una brisa blanca de cálido tacto glacial” (vv. 13-16). Las olas son “crenchas”, imagen que representa las líneas que resultan al separar las olas en su salto y que nos sugiere la visión del mar encrespado como la cabellera de una mujer. Y tenemos el color “fosforescentes” en la noche, como si relampagueasen. Vemos el “disco violeta” de la luna, cuando la noche se tiñe de blancura por efecto de la misma, y podemos apreciar, fascinados, “una brisa blanca de cálido tacto glacial”. Refleja el invierno “glacial”, pero también la intimidad que supone el contacto con la Naturaleza “cálido”. Nos preguntamos ¿por qué ese contraste entre cálido y glacial? En mi opinión, el poeta quiere mostrar la fascinación del mar, que, por un lado nos atrae: “cálido” y, por otro se aleja indiferente: “glacial”. Ambas interpretacio­ nes no se excluyen y sirven para situar el poema en un ámbito invernal y para señalar la indiferencia del mar ante nosotros. En su esencia, el mar es un misterio “obsesionante” como la propia vida. Y vuelve otra vez, en el último verso, a insistir en las cualidades que se contra­ ponen: “Todo es así en su grandeza y en su insipidez, / como una vida informe que no puede ser negada, / cadenciosa ilusión de unos dones maravillosos / repitiéndose infatigablemente en el mar de su nombre” (vv. 17-20). Hemos visto ya la vida del mar que, por su misterio, no puede ser “negada”, existe y nada más, perdurando en el tiempo, tiene, por lo tanto, “vida informe”, no está sometida a la angustia de la muerte, que condiciona la vida humana. Y, de repente, emplea una palabra que define al libro: “cadenciosa ilusión de unos dones maravillosos” (v. 19), la palabra a la que me refiero es “ilusión”, clave en el poema y en el libro, porque supone la esperanza en medio de tanta certidumbre de acabamiento. Es, en mi opinión, como si el poeta ce­ rrase los ojos a nuestra temporalidad e, ilusionado, creyese en la inmortalidad, semejante a la del mar que tan fervorosamente contempla. No elude tampoco la importancia de la música al referirse a “cadenciosa”, existe en el poeta un ritmo, una armonía, que encuentra su música en la del mar y su monótono fluir de olas.

92 Termina el poema, dejándonos una sensación de misterio, como si el hom­ bre no pudiese penetrar en las aguas, pero sí en la fascinación que ejercen. El poema, escrito en cuartetos de diferente medida, busca nuestra visión enajenada, sumergirnos en el halo mágico del misterioso mar. El léxico que refleja el tedio es constante: “hastío”, “amodorrado”, “monótona”, “infatiga­ blemente”; esta sucesión de adjetivos nos habla de la eternidad, de ese vagar por el tiempo que simboliza el mar. Me pregunto: ¿Por qué Gil-Albert escribe el poema? La respuesta tiene que ver con el tiempo, una gran obsesión de su obra poética, al fijarse en todo lo eterno busca fusionarse para no sentir así la angustia de la muerte. Siguiendo en la línea que estoy desarrollando, comento seguidamente un poema breve de Vicente Aleixandre titulado “El mar” (Vicente Aleixandre, 1976: 154), perteneciente a su gran libro Sombra del paraíso que expresa, como muy pocos, la existencia eterna del mar. En el poema no encontramos la comparación explícita con el hombre, ni podemos ver esa atracción e indiferencia que manifiesta Gil-Albert en su poe­ ma, el mar aquí se nos ofrece espléndido, ya que lo es todo, es un canto que exalta su grandeza única: “¿Quién dijo acaso que la mar suspira, / labio de amor hacia las playas, triste?” (vv. 1-2). Vemos como el poeta andaluz, al igual que hizo Gil-Albert, hace referencia al “labio”, ya que el mar está personificado, parece que se acerca, para besar­ nos. Dice: “Dejad que envuelta por la luz campee” (v. 3), el mar en su esplendor, nunca triste, abierto y entregado hacía la luz. Expresa el poeta en su arrebato: “¡Gloria, gloria en la altura, y en la mar, el oro!” (v. 4). Nos imaginamos, no el mar en la noche, sino en el cénit del día, reflejado por un espléndido sol. Dice también: “¡Ah soberana luz que te envuelve, canta / la inmarcesible edad del mar gozante!” (vv. 5-6). Podemos deducir también que el poeta refleja la eternidad “inmarcesible edad” y la in­ sistencia en cantar un mar brillante en su mejor momento del día, excluido de dolor o nostalgia: “soberana luz”. Aleixandre canta al mar que goza, pleno y lleno de felicidad. El final del poema es espléndido, podemos ver la altura de un poeta exquisito, un artesano del idioma: “Allá, reverberando, / sin tiempo, el mar existe. / ¡Un corazón de dios sin muerte, late!” (vv. 7-9). En estos versos se expresa el concepto del tiempo, el mar no está sometido al mismo pues “existe”, no vive, como hubiese sido lo lógico si tuviese una

93 ordinaria vida. Es curioso que aparezca la palabra “dios” en minúsculas, ya que se refiere a un tiempo anterior al cristiano, al mundo pagano donde se gozaba de total libertad, sin el perjuicio del concepto de la moralidad. Los dioses grie­ gos, de condición eterna, son comparados con el mar. La distancia del poema de Aleixandre con el de Gil-Albert es grande: el tono gozoso, exento de dolor del poema del poeta andaluz no tiene nada que ver con el poema más meditativo de Gil-Albert. Hay una continua exaltación (el uso de admiraciones, exclamaciones) que no posee el poema de nuestro poeta alicantino. El interés en citar el poema de Aleixandre radica en el deseo de contrastar dos visiones diferentes, pero hay un nexo común, la fascinación del mar anida en ambos poetas, si Gil-Albert encuentra la distancia del mar y su silencio, Aleixandre no busca respuestas, tan solo le canta, fascinado en el momento más pleno del día. Me gustaría a continuación citar la opinión de Francisca Miralles en su es­ tudio «Juan Gil-Albert o el clasicismo. Notas sobre “Sensación de siesta”». La investigadora dice: “Es en sus versos donde el poeta recoge de manera magistral lo temporal de nuestros días; son los poemas los que sirven de cauce para demostrar al lector que el pasado puede fundirse en el presente” (Francis­ ca Miralles, 1990: 105). Esta idea que sostiene Miralles es importante, Gil-Albert sabe que la poesía es muy útil para establecer un vínculo con el tiempo, uniendo el pasado con el presente a través de la escritura. Comento otro poema del libro, cuyo título es “A la naturaleza” (Juan Gil- Albert, 2004: 245), donde el poeta de Alcoy reúne los elementos necesarios para cantar el mundo que ama como a ningún otro. Dice así: “Cada día el sol huye de la tierra / como un extraño pájaro encen­ dido / y sus purpúreas olas se ensombrecen / al cruzar el umbrío valle” (vv. 1 -4). Vemos el paso de las horas en estos primeros versos, nos habla del crepús­ culo que se repite cada día, por ello, el sol es comparado con un “pájaro encen­ dido” que se va a tender al horizonte, al anochecer: “al cruzar el umbrío valle”. Observamos la noche que llega al poema y nos sobrecoge por su silen­ cio y su hosca profundidad: “Un soplo / de la nocturna sombra que le sigue / estremece las plumas de las aves / que regresan” (vv. 5-8). Nos impresiona esta imagen, parece que la noche trae la muerte y, por ello, los seres condenados a morir: “las aves”, se estremecen, como el ser humano cuando en la vigilia de la oscuridad nocturna piensa en la muerte.

94 El poeta relaciona esa noche con un tiempo “antiguo” en el cual “los hom­ bres / su reverente corazón tendían / hacia el pasmo diario” (vv. 10-12). Son los hombres entregados a la rutina del mundo cotidiano, que buscan vivir algo mejor que ese “pasmo diario”. Los hombres se presentan ahora en el poema como seres que reniegan de la Naturaleza, olvidados en sus miserables trabajos o en sus familias rencorosas: “Pero pronto / han olvidado el seno en que, mecidos / por una ardiente brisa creadora / subía hasta sus labios la sedante / leche materna a cubrir en sus mejillas / la delicada rosa” (vv. 13-18). El hombre ha olvidado su vida pura “el seno” donde la “leche materna” lle­ gaba a los labios. El poeta, de nuevo, hace mención de la niñez como una etapa en que el hombre, investido de inocencia, contemplaba la vida con asombro y sentía la llamada de la Naturaleza. Sin embargo, el hombre adulto, perdido en el mundo que le oprime, no puede centrar su vida en la contemplación y en el ocio, referentes claves de la visión ética y estética de Gil-AIbert ante la vida. Los hombres no sólo están ciegos, sino “más que ciegos/ han vuelto sus espaldas al prodigio/ familiar de esas nubes que ahora cuelgan/ su esplendor solitario” (vv. 19-22). El poeta alicantino reivindica a la madre antigua, identificada con la Na­ turaleza, ya que el mundo actual ha dejado un paisaje de sequía que el mundo antiguo nunca tuvo. Esa identificación madre-Naturaleza me parece muy acertada, ya que si el niño abre los ojos a la madre, lo hace también a su alrededor: a las fuentes, al mar, al sol, al río, al monte, etc. El niño se asombra ante todo lo que embellece el mundo en que vivimos. Dice al final del poema: “Presiento el largo día / que los helados cuerpos de los astro / asistan al agónico reflejo / de las batientes alas que se doblan / por vez postrera” (vv. 33-37). Vemos el símbolo de la muerte “largo día”, pues es ya eterno, no tiene su­ cesión ni continuidad, se extiende para siempre en su vacío. Destaca también el efecto que deja: “agónico reflejo/' de las batientes alas que se doblan/ por vez postrera”. Asistimos así, como en el principio del poema, a la llegada de la muerte en las aves, pues ellas no poseen el don de la eternidad y su vida, como la nuestra, está supeditada a un espacio de tiempo. Termina el poema con la identificación, de nuevo, con la madre primi­ genia, la que que llega con la amada Naturaleza, así lo expresa en estos versos:

95 “Es eso lo que siento / cuando vengo a sentarme en tus ribazos / y coloco mi mano sobre el musgo / de tu jovial mirada” (vv. 39-42). El poeta se refiere a dos planos: el paso del tiempo “musgo” y la presen­ cia siempre renovada de la Naturaleza “jovial mirada”. Al contraponer estos dos mundos, quiere decirnos que la Naturaleza vive siempre, cambia (en las estaciones del año) pero no muere, por ello, siempre goza de una mirada jo­ ven. Gil-Albert se entrega a su mundo bucólico, como ya hicieron los poetas renacentistas. El escritor alicantino sabe bien que no hay fraude, la vida “vulgar” ha po­ dido serlo: el trabajo, la familia, las relaciones amorosas, los hijos; pero no la Naturaleza, su esplendor es siempre el mismo y permanece para siempre en su corazón. La idea de Gil-Albert de plasmar estéticamente la vida se realiza en el poema: las comparaciones con las aves, la alusión a la leche materna, etc. Antepone el poeta las sensaciones para cantar lo bello y es ahí donde su visión estética triunfa. Para concluir este estudio de Las ilusiones, cito lo que dice Guillermo Carnero sobre otras vías posibles para cantar la vida en la poesía de Gil-Albert: “Por otro lado, “Las Ilusiones” afirma otras vías de redención , que son la escritura (“La higuera”, “A la poesía”), la música (“Oyendo a Mozart”) y la evocación de la exquisitez y el refinamiento de épocas y formas de vida de un pasado mejor (“El lujo”)” (Guillermo Carnero, 1996: 45). Si Gil-Albert utiliza esos otros caminos para cantar la vida es, sin duda, porque han pertenecido a temas que ha amado con fervor, como la poesía o la música. Existe en Las Ilusiones una sensación de soledad inmensa, de continua búsqueda de diálogo con la Naturaleza para encontrar su lugar preciso en el mundo, y conseguir, con ello, desentenderse de los hombres y de sus labores cotidianas. Cito las acertadas palabras de Francisco J. Díaz de Castro en el estudio que hizo del libro de Gil-Albert, cuando dice: “Pues Gil-Albert asume la visión del hombre como un ser eminentemente frágil, y desde la manifestación positiva de esa fragilidad debe leerse la poesía de esta etapa” (Francisco J. Díaz de Castro, 1996: 60). Y dice algo más que nos interesa y que señala a Díaz de Castro como un inteligente lector de la poesía de Gil-Albert: “Son constantes las referencias a la radical soledad del individuo, a los autoengaños, a la carencia de una unidad

96 última que aclare el misterio esencial del mundo” (Francisco J. Díaz de Castro, 1996: 60). Acierta plenamente, porque su visión del mundo revela ese deseo de descu­ brir cuál es el lugar que ocupa el hombre en la Creación. Termino comentando un poema que me interesa especialmente, porque habla de la música, una de las grandes preferencias artísticas del poeta alican­ tino. Se titula “Oyendo a Mozart” (Juan Gil-Albert, 2004: 249-250). Dice así: “¡Oh, gracia incomparable cuando el día / siente llegar la turba deliciosa/ de esos trinos felices” (vv. 1-3). La música es vista ya como algo “delicioso”. Si es “incomparable” nos imaginamos que se halla entre una de sus aficiones favoritas. El poeta compara el éxtasis ante la música con el que se produce ante el acto de amor: “Suspendido/ del mundo empalidece, / como el rostro transido del amante / ante la gran presencia deseada” (vv. 3-6). Lo intangible de la mú­ sica llega con esa sensación de arrobo, de enajenamiento, que pone en contacto lo real con lo corpóreo: “Trémulo el soplo de la sangre siente / que alguien tocó la flor de la energía / con una mano audaz” (vv. 8-10). Pero no es sólo arrobamiento, sino también el contacto de los dioses, la música le transporta al mundo antiguo, al mundo mitológico que tanto ha admirado: “en cuyo fondo agreste / late la ciega vida de los dioses” (vv. 12-13). Si es ciega es porque no es humana, no ha de perecer. Vemos como la música no solo le afecta a él, sino a la Naturaleza entera, tal es el efecto mágico que recorre el mundo. Dice así: “La faz del agua núblase turbada/ por extraña alegría, cual si el ge­ nio, /hijo de su virtud, hubiera vuelto” (vv. 14-16). No sólo existe ese “genio / hijo de la virtud” que nos conduce a otro tiempo, más delicado, más elevado, sino porque todo el orbe se rinde ante el efecto de la música: “La lluvia cuando ve a tan tierno hermano / recoge la mojada cabellera / ante su luz divina...” (vv. 21-23). La personificación de la lluvia, seducida por la música, como un haz de cabellos que caen, nos impresiona. La mención a “tierno hermano” se explica por el sonido que trae la misma, creando, en este poema, una visión positiva del agua que cae, tal es el poder regenerador de la música (ya vimos en otro poema como la lluvia estaba cargada de connotaciones negativas). Todo queda trastocado al escuchar la música, su efecto singular afecta a todos de la misma forma: “Vagan cambiando / sus destinos los seres que la es­ cuchan / y el águila doblando su ala de oro / deja pacer tranquilas a las ovejas” (vv. 29-32). La música trastoca el orden establecido de la Naturaleza, tornando mansa al águila que debería atacar al ganado, pero lo lírico la llena de bondad.

97 Y para terminar el poema, el curso de la música (de Mozart, como dice el título) afecta al amor humano: “Porque en tanto, / ya hasta el amor detiénese en su curso, / en medio de un feliz aturdimiento, / cuando alguien más sublime le ha lanzado / ese dardo para él desconocido” (vv. 35-39). La música se muestra más sublime que el amor, lo que nos indica que Gil- Albert ha hecho del arte algo más perfecto que la propia vida, su predilección es indudable. El poema concluye haciendo una referencia a Mozart: “Dichoso, ¡oh gran rival! porque le heriste / con la llama que a todos nos consume” (vv. 40-41). Se refiere a la muerte que también hirió en plena juventud al músico genial. La muerte es “gran rival” y “llama” que tocó también, aunque parezca increíble, a un genio como Mozart, tal es su devastador poder sobre el hombre. El poema está escrito en endecasílabos y tiene una estructura de gran armo­ nía, afín al tema que trata. La belleza que refleja esa imagen de la lluvia, surgiendo como cabellera mojada, nos revela que Gíl-Albert goza de gran lirismo ante su visión estética de la vida. Antepone la delicadeza de las imágenes para sugerirnos la extraor­ dinaria armonía de la música, semejante, en su magnificencia, a la armonía del mundo. También Luis Cemuda escribió un poema a la música y a un músico, curio­ samente “Mozart” (Luis Cemuda, 1992: 311-313), en su extraordinario libro Desolación de la quimera. Para no extenderme demasiado en comentar un poema muy extenso, cito lo que me parece más interesante del mismo, donde se revela la coincidencia entre ambos poetas: “Si de manos de Dios informe salió el mundo, / Trastornando su orden, su injusticia terrible; / Si la vida es abyecta y ruin el hombre, / De esta música al mundo forma, orden, justicia / Nobleza y hermosura. Su salvador entonces, / ¿Quién es? Su redentor, ¿quién es entonces? / Ningún pecado en él, ni martirio, ni sangre” (vv. 50-56). Lo que nos llama la atención no es el estilo, muy diferente en Cernuda por su vehemencia y su dura crítica, sino esa forma de hacer sublime la música, coincidente con Gil-Albert, en un mundo que no se caracteriza por su nobleza e integridad. Termino así mi repaso a los poemas de Las ilusiones donde el poeta canta con gran vitalidad esa grandeza de pertenecer al mundo para poder vivirlo y contemplar, de esa forma, el regalo de su belleza, pero, como decía Guillermo Camero, la ilusión no es plena, la tristeza encuentra su lugar al meditar, sin querer hacerlo (buscando la ilusión del engaño), sobre el misterio inefable de nuestra vida humana.

98 Un libro necesario, desde luego, para entender la delicadeza y la hondura de un hombre de otro tiempo, CONCLUSIÓN: LAS ILUSIONES Este libro de poemas constituye uno de los mejores del escritor de Alcoy. La razón está en la delicadeza con la que manifiesta su visión estética del mundo. Tiene gran protagonismo la Naturaleza y los elementos que la componen: las lilas, la lluvia, los viñedos, etc. El poeta se revela como un hombre que goza con el mundo que le rodea, su contemplación del mismo forma parte de su esencia, es un hombre vinculado al ocio, a esa forma de entender la vida como goce de los sentidos para poder crear, tras la visión de la belleza de todo lo que le rodea, una obra madura y de gran belleza. Los poemas que componen el libro tienen un nexo en común: la ilusión. El poeta, desde el exilio quiere cantar al mundo de su infancia y de su juventud, evocar el paisaje de su tierra, recordar sus lugares tan amados. Pero no todo el libro está centrado en su tierra natal, el poema “Las lilas” está dedicado a su experiencia en el campo de concentración de Saint Ciprien y los días que pasó en Francia, donde decoró todo (vasos, mesas, chaquetas) de lilas. La pasión del poeta por las flores le llevó a llenar cualquier momento de su vida con el detalle que suponía una flor en su ojal, en un vaso, etc. El poema “Los viñedos” sí se refiere a su tierra natal, lo que me ha lle­ vado a ver en él la comparación, de nuevo, con la pasión hacia la tierra natal que tiene Francisco Brines en su obra. La lluvia es otro elemento de la Naturaleza que aparece en este libro, la fuerza de la misma y su condición de elemento negativo que condiciona, ensombreciendo, el mundo que le rodea, me lleva a comentar el poema de Carlos Marzal: “Gente que ve llover, gente que llueve”. El poeta valenciano expresa la monotonía de la lluvia, como si fuese una pesada carga que in­ fluye en la vida humana, símbolo de los actos cotidianos que nos niegan la felicidad. Muy interesante resulta ser el poema de Gil-Albert dedicado a la mujer, titulado “Himno a la mujer” que, pese al título, no refleja un canto admirativo a las diferentes cualidades de la mujer, sino tan sólo a su capacidad como mu­ jer fecundadora, siguiendo la idea aparecida ya en el estudio de su prosa, del universo femenino como inferior al masculino.

99 En todo el libro se puede ver el deseo de cantar la belleza, pero no hay una sensación de dicha plena, la tristeza también está presente en sus versos. Hay importantes referencias culturalistas en el libro, como muy bien señaló María Paz Moreno en El culturalismo en la poesía de Juan Gil-Albert cuando dice: “Otras referencias culturalistas en Las Ilusiones se hacen evidentes en los títulos de los poemas (“Oda a Píndaro”, “Oyendo a Mozart”, “A las páginas manuscritas de Proust”), pero tendrán asimismo una presencia temática más sutil” (María Paz Moreno, 2000, 119). Constituye, por tanto, Las Ilusiones un hermoso libro, donde no se excluye el mundo cultural del poeta, como refleja muy bien su poema: “Dedicado a Mozart”. La música es, para Gil-Albert, un motivo más de goce y de hacia la Creación del mundo.

100 EL CONVALECIENTE: LA DECISIVA MADUREZ DE GIL-ALBERT

Publicado en 1944 en Buenos Aires, es un conjunto de poemas pertene­ ciente a Las Ilusiones., pero he preferido comentarlo de forma independiente. Lo mismo ocurrirá con el siguiente libro: Los oráculos, el cual se publicó, formando parte de Las ilusiones. Podemos decir que Gil-Albert continúa, de algún modo, la visión de la vida que nos ofreció en Las Ilusiones. Sin embargo, conviene matizar acerca de este libro y la mejor opinión sobre el mismo nos la ofrece Francisco J. Díaz de Castro cuando dice acerca de este conjunto de poemas: “Pero ya en los poemas de El convaleciente, como el dedicado a Anacreonte o el “Himno a la vida”, la belleza del mundo, las aspiraciones del individuo, las antiguas ilusio­ nes se recuperan desde la perspectiva del Ubi sunt?, reiterando una constante de todo el libro” (Francisco J. Díaz de Castro, 1990: 60). Lo que Díaz de Castro señala tiene que ver con el deseo de recuperar lo vi­ vido, dejando a un lado la desilusión que escondían los poemas del libro ante­ rior, buscando recuperar el tiempo y ofreciendo la mejor estela de! recuerdo. Comento varios poemas que me parecen especialmente interesantes, por­ que nos abren aún más los elementos que le fascinan al autor en su contempla­ ción del mundo. Comienzo con el poema “Los caballos” (Juan Gil-Albert, 2004: 266-267), donde Gil-Albert utiliza una estructura métrica compuesta de endecasílabos sin rima. Dice el poema: “Nacidos como Venus de las ondas / del mar, ¡oh victo­ riosas criaturas, / engalanáis la vida cual la mujer, / regalo como ella sois del hombre” (vv. 1-4). Vemos la visión del caballo como una criatura mitológica, surgida del océano, triunfante del mundo: “victoriosas criaturas”, el caballo “engalana la

101 vida”, es decir, la dota de belleza. Sorprende la comparación “cual la mujer”, es extraño que el poeta, que ha denostado, en tantas ocasiones, al mundo feme­ nino, haga aqui una comparación positiva entre el caballo, símbolo de belleza y la mujer, reflejo del mismo esplendor. Insiste Gil-AIbert en el nacimiento del caballo en el agua, como un ser creado por la Naturaleza, sobresaliente en ella: “Vuestros largos cabellos van diciendo / el raro parentesco de las aguas” (vv. 5-6). Se refiere, sin duda, a las crenchas de los caballos que son semejantes a las olas del mar, onduladas como ellas. La comparación es muy hermosa, pero además el caballo es el ser adorado por el hombre y la mujer, como dice a continuación: “lucís la vanidad cual si supierais / que hombre y mujer os rinden sus amores / con le mismo arrebato” (vv. 8-10). ¿Qué tiene esa extraña criatura para despertar tanta pasión? Sin duda, la belleza que le hace un objeto artístico para la sensibilidad humana. El poeta enumera ios diferentes tipos de caballos, según su procedencia, sin que ningún pueblo haya sido indiferente a su belleza: “El heleno adoraba entre sus dioses / tu pecho blanco, el árabe con cintas¡ uncía tu destino a sus placeres / y un joven loco puso su corona / sobre el agreste fuego de tus ojos” (vv. 16-20). Son referencias históricas del poeta hacia el bello animal. Alude, primeramente, al caballo blanco adorado en Grecia “tu pecho blanco”, al caba­ llo que fue uno de los animales preferentes para los árabes, también blanco: “el árabe con cintas / uncía tu destino a sus placeres” (vv. 16-20). Resulta significativa la aparición del verbo “uncir”, lo que nos indica el destino sagrado del caballo. Y hace referencia también a Caligula, que, una vez perdida la razón, coronó a su caballo Incitatus “y un joven loco puso su corona / sobre el agreste fuego de tus ojos”. Gil-AIbert insiste en la grandeza del caballo con una magnífica compara­ ción, lo que otorga al caballo el título de animal favorito de la creación del mundo: “¿Qué pájaro o qué flor han despertado / esta humana demencia?” (vv. 21-22). No nos sorprende la elección del caballo como motivo de alabanza en el poeta alicantino. Como admirador de la estética, el caballo ofrece cualidades, sin duda, excepcionales para despertar esa visión latente de la belleza. Utiliza el sustantivo “corcel” para resaltar la elegancia del caballo en este poema dedicado al singular animal: “Los corceles / dueños son de un encanto misterioso / que nubla el alma y llévala consigo / tras galopantes vértigos al fondo / de la naturaleza” (vv. 22-26).

102 Vemos a la excepcional criatura con su halo de misterio ya que se pierde en el confín de la Naturaleza, esta imagen nos habla también de la soledad del bello animal, destinado a vagar en el inmenso espacio que le ha creado. El caballo profundiza en el misterio de la vida y “nubla el alma”, es un ser que nos conmueve ante su belleza. La imagen del animal galopando en la nie­ bla que lo adentra en el mar o en el bosque nos parece una de las más hermosas que el hombre, que admire lo bello, puede imaginar. Para Gil-Albert, el caballo es el símbolo de la libertad, representa a la cria­ tura que no entiende de compromiso alguno, es la gran envidia de la condición humana, sometida a obligaciones permanentes a lo largo de sus vidas: “Cuan­ do os veo pasar sobre tobillos / de marfil, la energía es una gracia, / me digo, y domar a los caballos / la tentación del hombre a quien espanta / esa gran libertad” (vv. 24-28). Termina el poema y nos preguntarnos ¿Por qué espanta esa gran libertad al hombre? En mi opinión, el poeta se refiere al ser humano que ha inventado le­ yes para dominar a otros hombres, a ese ser que manipula a sus semejantes es a quien va dedicada esa expresión. Gil-Albert dota al caballo de cualidades eternas y, por tanto, le da carácter excepcional en la Naturaleza. Aunque sepamos que los caballos mueren como cualquier animal, el poema nunca se refiere a ello, lo hace inmortal, compara­ ble a los dioses de la Antigua Grecia. Vemos el gusto estético del poeta alicantino al utilizar expresiones como “encanto misterioso” o “galopantes vértigos" o incluso “tobillos de marfil”. Son imágenes que nos dejan una emoción incontenible, reflejando el gusto y la delicadeza del poeta al visualizar, describiendo con maestría, el poema. He seleccionado un poema del poeta valenciano Jaime Siles que tiene una interesante afinidad con el poema de Gil-Albert. Pertenece a Canon (1969- 1973), y se llama la “Tragedia de los caballos locos” (Jaime Siles, 1982: 45- 46). Destaco algunos de los versos que me parecen más hermosos: “Dentro de los oídos, / ametralladamente, / escucho los tendidos galopes de caballos, / de almifores perdidos / en la noche” (vv. 1-4). Podemos apreciar el galope de los caballos, como ya vimos en el poema de Gil-Albert, en un ambiente misterioso que conduce a la noche. La bella criatu­ ra ya es un ser supremo, mítico en el poema. Pero va a insistir en su belleza, en su superioridad sobre cualquier otro animal: “Levantan polvo y viento, / al galopar el suelo / sus patas encendidas, / al herir el aire / sus crines despeinadas, / al tender como sábanas / sus alientos de fuego” (vv. 6-10).

103 Las imágenes del poema son espléndidas, Siles nos ofrece esa visión del caballo galopando y desatando una tempestad a su paso, lo que nos muestra su brío y también la visión del aire herido por sus crines como las crenchas del poema de Gil-Albert. Vemos con qué maestría elabora estructuras sintácti­ cas idénticas en el poema, creando un paralelismo sintáctico que refuerza la visión de simultaneidad de las acciones: “al galopar el suelo / sus patas encen­ didas, / al herir el aire / sus crines despeinadas”. Pero donde más semejanza encuentro entre los dos poemas es en el mo­ mento en que el caballo se adentra en el mar, al igual que el caballo nace del mar en el poema de Gil-Albert. Podemos ver en ambos poemas la inmortalidad del caballo, como ser supremo de la Naturaleza. Siles dice: “Lejanos, muy lejanos / ni la muerte los cubre, / desesperan de furia / hundiéndose en el mar / y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza” (vv. 11-15). El poeta valenciano nos ofrece una imagen muy hermosa: “delfines vulne­ rados de tristeza”, Siles nos regala una estética elegante, muy lirica, que nos deja una sensación de belleza indescriptible. Veremos a los caballos como seres errantes, que no pertenecen .a ningún lugar, sino que envuelven su vida de lejanía, tocando las cosas para dejarlas luego, como si fuesen dioses entre los hombres: “Van manchados de espuma / con sudores de sal enamorada, / ganando las distancias / y llegan a otra playa / y al punto ya la dejan, / luego de revelarse, gimientes, / después de desnudarse de espumas / y vestirse con arena” (vv. 16-23). El caballo, como podemos deducir, es ofrenda del mar “sudores de sal ena­ morada”, pero también son libres, aunque esté heridos de tristeza: “gimientes”. Son seres condenados a vagar hasta la eternidad. Aman el mar, pero no se entregan a su misterio. Podemos ver su condición errante: “y llegan a otra playa / y al punto ya la dejan”, pero no hay que dudar que el bello animal sí goza de aquello que abandona, como los dioses griegos al contemplar el espectáculo del mundo. Los caballos no están excluidos de sensibilidad, por ello, son “gimientes”, por abandonar los lugares que aman: “las espumas”, “las arenas”, pero el destino les obliga a ellos. Se observa que el grado de libertad es menor que en el poema de Gil-AI- bert, da la impresión que el poeta valenciano dota a los caballos de un destino de desasimiento que no aparecía en el poema de Gil-Albert. Sin embargo, el grado de soledad (hasta el momento) sí esta presente en ambos poemas. Este aislamiento del caballo se rompe en el poema de Siles en su parte final, me refiero al encuentro erótico con las yeguas, lo que les hace, como todo ser

104 que vive intensamente, gozar hasta el delirio. Si vimos ya una gran sensualidad en el poema, en expresiones de entrega como '‘sudores de sal enamorada”, ahora vamos a presenciar el éxtasis amoroso. Recojo los inolvidables versos de Siles: “Ahora han encontrado de siem­ pre, sí, esperándolas las yeguas que los miran” (v. 32). El apetecido encuentro se produce, pero lo más emocionante es el momento erótico, donde se intuye la llegada de la muerte en el delirio del placer: “Ya no existe más furia, ni llama que el amor, la dicha de la sangre, / las burbujas amorosas que resoplan / al tiempo que montan a las hembras” (vv. 33-35). Vemos a los caballos gozar y extenuarse ante el placer inaguantable: “las burbujas amorosas que resoplan”, el encuentro, como podemos imaginar, se produce en el mar: “burbujas”. La muerte ha de llegar (pero no una muerte definitiva, sino una muerte física) y Siles nos la ofrece, con el mismo misterio con el que nos ofreció la llegada de los caballos, pero ahora todo se deshace con la misma violencia que mostró al principio del poema: “Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan y súbito / como en una caracola fenecida, en los oídos escucho / un desplomarse patas rabiosas, una nube de polvo levantado por crines, / un cataclismo de huesos que al noche se encarga de enviar hacia el / olvido” (vv. 39-42). En este final, podemos pensar que los caballos han muerto de placer: “des­ plomarse de patas rabiosas”, pero nos queda la duda si Siles, al final de su poema, reniega de la idea de la eternidad que mantuvo y equipara al caballo con el ser humano en una muerte definitiva: “un cataclismo de huesos”. Si todo va al “olvido” es que no hay nada ya de sus hermosos portes y su muerte es el vacío total. En mi opinión, el poeta valenciano está recogiendo en el poema una idea clave: el placer sexual como pasión capaz de aniquilar a un ser inmortal. Si nada ni nadie podía ver morir al caballo, la presencia del placer sexual sí puede anular la inmortalidad del hermoso animal. He comparado ambos poemas, para resaltar que, para ambos poetas, el caba­ llo tiene cualidades mitológicas, si en Gil-Albert el caballo goza de inmortalidad y de soledad, en Siles, la aparición del placer niega los atributos que antes tenía el fantástico animal. El poema de Siles tiene una carga más dramática y sensual que el de Gil-Albert, pero ambos están dotados de un sentido estético de la vida, donde se antepone la belleza y las emociones a través de los sentidos. El poeta valenciano, que ha conocido bien la poesía de Gil-Albert, sus períodos de olvido y su resurgir magnífico (en los años setenta), es un buen he­

105 redero de esa estética de la belleza que se convierte en esencial en su hermoso poema. Comento otro poema del libro, titulado “A México” (Juan Gil-Albert, 2004: 271-273). Este homenaje a su exilio resulta interesante para conocer la visión del poeta alicantino de la tierra donde alumbraron estos poemas llenos de vida y de amor hacia la Naturaleza. Vemos a continuación cómo Gil-Albert se siente un ser lejano y ex­ traño en un mundo ancestral, el mejicano, que se descompone, en su ruina y su belleza, a su paso. El poema dice: “Penumbroso país donde los hombres / pueden así hun­ dirse en los vergeles / de la miseria” (vv. 1-3). Desde el principio del mismo, vemos las antítesis: si por un lado aparecen “vergeles” como ese lugar repleto de plantas y árboles frutales, viene seguido de “miseria” ¿Cómo podemos en­ tender esta contradicción? En mi opinión, el poeta quiere ya mostrar el mundo mejicano en los contrastes, por un lado, la belleza y, por otro, la miseria y el hambre. Pero hay que seguir ahondando en el poema para encontrarnos más sorpre­ sas: “En medio de ese valle / triste como las pálidas distancias / sin ventura” (vv. 3-5). Vemos un lugar sometido a la melancolía, a la nostalgia, y, de pronto, aparece el poeta, sumido en el recuerdo: “yo pude en algún tiempo / ser casi una ilusión, casi un recuerdo / de mí mismo tendido en el marasmo / de una molicie extraña y harapienta” (vv. 5-8). Podemos imaginar, si nos vamos a la buena literatura inglesa, al personaje fantasmagórico de la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, el cónsul que pasea su dolor (en estado de ebriedad) por la ciudad amada, sin su mujer y entre un espectáculo de miseria y de arruinado esplendor. El poeta (hecho este inciso) dice algo importante “ser casi una ilusión”, ¿Por qué casi? Indudablemente, ha faltado poco para la felicidad, pero ésta se escapa de su lado. También el personaje se contempla a sí mismo: “casi un recuerdo / de mí mismo”, nos sorprende que el poeta se vea como en un espejo, lo reconocemos en el exilio, pero parece que se halla (mentalmente) en otro lugar, a mucha distancia, en su tierra natal. Pero Gil-Albert va más allá, no sólo importa la visión bella y a la vez desoladora, sino, como si el tiempo se hubiese detenido, el recuerdo de los dioses, en un mundo ancestral, el cual sobrecoge al poeta: “Su frío sol herido por la muerte / de sus antiguos dioses acompaña / como un encantador enfer­ mo el nido / desmelenado de sus anchas tierras” (vv. 9-12). Los adjetivos nos

106 sobrecogen: “enfermo”, “herido por la muerte”, nos ofrecen la impresión de un país desgarrado, hermoso, pero lleno de dolor. La referencia a “los antiguos dioses” ya nos indica que México rinde cuito al pasado, no ha progresado en el tiempo. No olvidemos que al principio del poema empleó el adverbio “aún” para referirse a ese tiempo que se eterniza en la miseria y la belleza. Por ello, Gil-Albert dijo al inicio del poema: “Pe­ numbroso país donde los hombres / pueden aún hundirse en los vergeles de la miseria” (vv. 1-3). Hay una insistencia en los adjetivos que llevan el poso de la ruina: “hos­ co” y “añejo”, en el verso siguiente: “Hosco placer y añejos sinsabores / no corrompen la gracia venenosa / del amor y la muerte descansando / de su largo camino” (vv. 17-20). En muy pocos poemas de Gil-Albert abundan tanto las antítesis: gracia-venenosa, hosco-placer, amor-muerte. Esta reiteración de los términos que presentan cierta oposición refleja muy bien la fusión entre el do­ lor y la belleza que reune ¡a tierra mejicana. En mi opinión, México representa como pocos lugares del mundo, el miste­ rio humano: la vida que resplandece y la muerte que todo lo arruina. El poeta hace mención de la pereza, característica de una tierra que se ofre­ ce sólo para contemplarla, donde no puede vivir el progreso. La única forma de vida es dejar pasar el tiempo: “Mientras llueve / con el agua celeste de los cam­ pos / un plomo torrencial que entrega al hombre / una densa pereza” (vv. 20-23). Si es “plomo” lo que la lluvia depara es que cae como una losa, todo es excesivo en ese lugar del mundo. Por ello, vive “una densa pereza”, en un lugar donde no hay nada que hacer, el ritmo de la vida está paralizado, como su propia historia. El poeta insiste en los adjetivos que están cargados de aspectos negativos: “La osadía / de ese lento vivir sin ilusiones”. Sigue manteniendo el paso absur­ do de la vida, sin objetivos, sin meta alguna. Gil-Albert habla del amor, pero anteponiendo un adjetivo que lo anula, en esa latente insistencia en reflejar lo opuesto y frenar, de ese modo, todo elemento positivo, al aparecer su correspondiente elemento negativo: “da a sus placeres / a sus helados gestos amorosos, / a su desencantada virulencia, 1 un postumo destellóte algo inerte / que embellecen las sombras” (vv. 26-30). El poema llega aquí al máximo grado de oposición: por un lado, postumo, inerte y, por otro, amor, embellecen. Hay un continuo cruce de luces y sombras que vertebran el poema, reflejando ese mundo que muestra su antiguo esplen­ dor y su tristeza infinita.

107 Nos sobrecoge lo que Gil-Albert dice, al hacer mención del país entero: “Es inútil / que las auroras quieran conquistarlo / trayendo entre sus párpados la vida / que arrulla los benévolos engaños / de la comodidad” (vv. 37-41), Aparece, de nuevo, el pesimismo sobre el destino de México: “inútil” y la imposibilidad de alumbrar un mundo nuevo, ya que está invadido por la muer­ te: “que las auroras puedan conquistarlo”. Concluye el poema haciendo referencia al tiempo, insistiendo en lo que ya dije: la vida exangüe, el tiempo inerte: “el tiempo está sin alas y prendido / a la gran seducción, posa sus labios / en el vaso vacío que le tienden / en tal indiferente complacencia” (vv. 50-53). Al referirse el poeta a la “gran seducción” pensamos en la muerte, que llega disimuladamente para horadar este vasto mundo de hermosura y desolación. Si las alas significan la acción, el movimiento, un “tiempo sin alas” es un tiem­ po detenido, inerte. El poema está escrito en endecasílabos. El uso de este verso muestra el interés de no abandonar el clasicismo, ya que el contenido así se lo pide. La belleza de la ciudad y su decadencia tienen que ver con la serenidad del mundo antiguo y sus derrotados esplendores. Comento un poema de Octavio Paz que incide en una parecida visión del mundo mejicano. En él, el poeta expresa esa nada, ese vacío de la ciudad de Mérida, en Yucatán. Este encuentro con la pobreza supone un gran impacto para Paz, la visión de ios campesinos mayas, atados al cultivo del henequén y sometidos a la explotación del Gobierno. El poema se titula “Entre la piedra y la flor” (Octavio Paz, 1998: 151-152), y pertenece a su libro Calamidades y milagros (1937-1947). El poeta refeja el dolor del pueblo ante el destino adverso: “¿Qué tierra es ésta? / ¿Qué violen­ cias germinan / bajo una pétrea cáscara, / qué obstinación de fuego ya frío / años y años como saliva que se acumula / y se endurece y se aguza en púas?” (vv. 1-6). Podemos ver la desolación: “violencias”, pero también es magnífica su des­ cripción del henequén, la planta que cultivan los mayas. Lo que nos asombra y nos conmueve es esa iluminada poesía que Paz arraiga a su tierra natal, como si fuese su propia sangre: “Por sus fibras sale una sed de arena. / Viene de los reinos de abajo, / empuja hacia arriba y en pleno salto / su chorro se detiene, / convertido en un hostil penacho / verdor que acaba en puntas” (vv. 21-26).

108 Se observan adjetivos que llaman la atención como “hostil”, pero, sobre todo, cobra protagonismo la fuerza telúrica de la tierra. Por ello, dice algo que establece el misterio y nos sitúa en lo opuesto a lo que se nos dice: “Forma visible de la sed invisible” (v. 27). Sin lugar a dudas, el escritor mejicano entiende el mundo como un juego de apariencias y lo deja claro en esa tierra natal que es vista como un espejismo, un oasis, donde nada es lo que parece ser. El misterio de la tierra cala hondo en su cantor ineludible. El ser, el no ser, los fantasmas, las apariencias, los contrastes, llevan a Paz a presagiar esa presencia de la muerte en su tierra natal, en los elementos de la naturaleza que se identifican con el dolor humano. He comentado este fragmento del poema, para que veamos que Gil-Albert percibe el misterio de la tierra mejicana que fue tan bien mostrado en la poesía de Octavio Paz. Por ello, el poema del poeta de Alcoy refleja la clarividencia de un hombre que no pertenece a México, pero se identifica con ella, a través de sus misterios. Cito, por el interés que tiene para este apartado, la influencia de México en Gil-Albert a través de un fragmento perteneciente a Tobeyo o del amor donde apreciamos esa sensación de tristeza y hermosura que tiene para el poeta la tierra mejicana: “Es entonces cuando se puede también oír el rasgueo de una guitarra que pespuntea en esa agonía de la noche, una tristeza que a fuerza de no estar ya referida a nada concreto, resulta espectral y que no podemos ahu­ yentar de un manotazo, porque suena dentro, es un espectral interior y, como sí dijéramos, introverso, sin resquicio posible” (Juan Gil-Albert, 1990: 168). Se refiere a la noche en México, repleta de misterio y a la tristeza que la ciudad depara al escritor. En el libro (ya comentado en la parte dedicada a la prosa de Gil-Albert) hay menciones muy interesantes a la ciudad, a su bullicio, pero también a la calma que expresa la tristeza de la noche, la melancolía que se filtra por sus calles abarrotadas. Comento uno de los pocos poemas en el libro de Gil-Albert dedicado a España. El título es “A las hierbas de España” (Juan Gil-Albert, 2004: 283). En él hace una mención explícita a su patria estando en el exilio. El poema está dedicado a Concha de Albornoz, gran amiga de Gil-Albert y es interesante, antes de comentarlo, hacer referencia a Guillermo Carnero y el estudio que hace en la revista Canelobre sobre el recorrido poético del escritor alicantino, donde menciona este poema: “A las hierbas de España es, en cambio, una evocación nostágica del paisaje y de la paz campestre de la patria lejana, ne la que lamentarse en soledad sería preferible a dejar oír, en

109 el alejamiento del destierro, una voz que no llega a su destino” (Guillermo Carnero, 1996: 43). Lo que el poeta y crítico valenciano dice merece nuestra atención ya que el poema se presenta como un arrullo, una confidencia y no hace gala de drama­ tismo alguno, envuelto en la suavidad de los versos endecasílabos, como si la nostalgia fuese expresada en voz baja y sin dolor. El poema dice: “Allí estaréis, en medio de los campos, / en los fríos pica­ chos, en las dulces / colinas azulosas” (vv. 1-3). Se aprecia la sensación de la nostalgia, pero no aprece lo sombrío, ya que las colinas son “dulces” y “azu­ losas”, envueltas en el misterio de la evocación sin reflejo de tristeza alguna. Gil-Albert nos ofrece un poema sereno que podemos paladear muy lenta­ mente: “en las sierras / donde el aire parece el compañero / más benigno del hombre” (vv. 3-5). El poeta muestra la forma tan delicada de acercarnos al paisaje. Nos describe su tierra amada que parece tocada por la ensoñación, como hizo Antonio Machado con los paisajes de Soria: “en esos foscos nidos/ de las piedras con trazas de perdices” (vv. 7-8). Evoca el campo y su vida de la niñez: “allí estáis todavía en ese velo / envueltas de distancia” (vv. 11-12). Y, además, Gil-Albert se nutre en el poema de esa infancia que supuso revelación y enseñanza de lo que constituye las cosas hermosas de la vida, descubriendo su gusto por la belleza de lo sencillo: “Es un suspiro, / algo más, una pena originaria, 1 una obsesión que nutre y enamora, / como un lento perfu­ me que de niños / nos invadió una espléndida mañana / al beber de una fuente deliciosa” (vv. 12-17). El poema se llena del olor “lento perfume” que ofrece la tierra y que nos conduce a la niñez, por ello, dice “pena oroginaria”, porque en la infancia está el sentido y la esencia de la vida. El poeta respira, toca, huele, siente en la dis­ tancia el amado mundo de su niñez. Se refiere en el poema a las horas de la siesta o de la noche, donde todo es sueño y, luego, contemplación. El paisaje fulge con brillo propio: “Allí estaréis en esas soleadas / horas del grillo, cuando los pinares / todos atravesados de espadines / de luz, dan a la siesta del que pace / un murillesco sótano de gloria” (vv. 20-24). El poeta nos ofrece no sólo la descripción de la tarde, sino que la imprime color. Los pinares están “todos atravesados de espadines / de luz”. Nos imagi­ namos la presencia del sol que dora los pinos y los embellece hasta su punto máximo, pero también aparece en el espacio de la tarde, otra gran pasión del poeta: el arte. Me refiero a la imagen “un murillesco sótano de gloria”. Esa pasión por la pintura “murillesco” dota a la tarde de una luz especial, entre el claro y el oscuro, como los cuadros del genial Murillo. Se refiere al mundo religioso al emplear el verbo “ungir”, corno si estu­ viésemos en un ámbito sagrado. No olvidemos que la pintura de Murillo fue esencialmente religiosa. El poeta dice: “Felices los que pueden todavía / errar entre tus lumbres, como ungiendo / sus pies en el aroma que despiden / vuestras sabrosas hojas y lanzando / a los ámbitos gritos de tristeza” (vv. 25-29). El poeta se halla unido a un mundo sacralizado por la belleza y la quietud, no profanado por nada ni por nadie. Como podemos observar, no existe en el poema ni la más mínima mención a la Guerra Civil española, tal es el grado de armonía y de ensoñación que tiene el mismo. Al final del poema se nos plantea una pregunta, ya que aparece la única mención al dolor a través de la exclamación, como si la pena también anidase en el fondo del poeta: “Sus lágrimas se vierten sobre un vaso / que conoce el sabor de sus desvelos, / más ¡ay! ¿quién puede aquí, al oír mis cantos / palpitar con un son desconocido?” (vv. 32-35). Es la primera y única vez en todo el poema que aparece el dolor, el resto de! mismo es evocación mesurada del poeta. En estos últimos versos, Gil-Albert medita, como si viviese en la lejanía total, sin que nadie pueda identificarse con su tristeza: “más ¡ay! ¿quién puede aquí, al oír mis cantos / palpitar con un son desconocido?”. El poeta se halla solo, sin que otro pueda sentir la misma tristeza que él ante, la distancia de su amado país. Concluyo con este bello poema los comentarios a este libro, con la certeza de hallarnos ante un libro más ilusionado, no por ello exento del conocimiento del dolor, pero expresado con más serenidad. El libro, como ya aludí antes, apareció incluido en Las Ilusiones, pero contiene diferencias sustancíales con éste: los caballos, la presencia de México en El convaleciente, etc. Concluyo con la opinión de César Simón, importante referente para este trabajo, no sólo por el conocimiento personal de Gil-Albert, sino también por haber indagado en su obra como pocos. Me refiero a lo que dice Simón en un estudio titulado “Juan Gil-Albert y la poesía como forma de vida”, aparecido en al revista Anthropos, cuando dice acerca de la condición única de un poeta como Gil-Albert: “Y en Juan no sólo hay un decir, con todo un universo verbal incofundible: Se ha producido en él esa conjunción entre lo teórico, lo ético y lo estético que persigue la poesía como ideal de vida desde hace doscientos años. Es una sensibilidad inteligente - o una inteligencia sensible- no meramente especulativa, a la que corresponde un modo de vida” (César Simón, 1990: 103). Sin duda alguna, Gil-Albert lo demuestra en su obra entera y en este libro se produce la fusión de lo ético (su moral ante la vida) y lo estético (su riqueza verbal en pos de reflejar la belleza en su esencia) afirmando, de ese modo, la presencia de un poeta singular, no del todo, por desgracia, suficientemente reconocido. CONCLUSIÓN: EL CONVALECIENTE El conjunto de poemas titulado El convaleciente supone un paso más en la madurez del.poeta alicantino. Aunque está incluido en Las Ilusiones, se aprecia en él un cambio de tono, desaparecen algunos de los temas del libro anterior, como el de la mujer o el de las flores, para centrarse en otros, como la visión de los caballos o el recuerdo de México. El tono es distinto, vemos una serenidad mayor que en Las ilusiones. Hay también identificación entre ambos libros, como, por ejemplo, el canto a la Naturaleza o la visión pagana del mundo. Los poemas que componen este libro son de gran belleza, por ello, he elegi­ do el dedicado a los caballos, porque me ha servido para compararlo con el de Jaime Siles, donde el bello animal es símbolo de la vida, de su furor, pero tam­ bién de lo eterno. En contraste con esta visión de ambos poetas, el ser humano lleva su caducidad, motivo por el cual Gil-Albert y Siles sienten fascinación por los caballos. No he olvidado la descripción que hace el poeta alicantino de la tierra me­ jicana, en un bello poema donde México que fue el protagonista de su libro Tobeyo o del amor, es descrita con gran precisión, donde se combinan la tris­ teza de un país herido por el tiempo y, a la vez, de gran misterio y hermosura. Hay una combinación de la vida y de la muerte en el paisaje mejicano. La poesía de Octavio Paz refleja muy bien esa sensación de hallarse en un país soñado, irreal. Por ello, he comentado un interesante poema del gran escritor mejicano. Para concluir, no he olvidado la mención en el libro a su tierra natal, donde Gil-Albert no alude al nombre de España (salvo en el título: “A las hierbas de España”), pero la evocación resulta inconfundible, ya que el poeta expresa todo su sereno sentir que sólo hace explícito el dolor de la distancia al final del mismo.

12 El libro es, sin duda alguna, un hermoso tributo a los temas que sustentan su poesía: la Naturaleza, España, la oposición entre lo eterno del mundo y la caducidad del hombre, etc. Es, por ello, un libro que consolida la obra de un gran poeta contemporáneo. Para María Paz Moreno la Naturaleza es esencial en la obra poética de Juan Gil-Albert, sustenta todos sus libros publicados y anida también en el queha­ cer poético, sentido como una labor casi religiosa, unida a su afán de crear un universo repleto de mitos y de referencias culturales, sin que el vate deje por ello de ser parte de esa mítica que evoca, así lo manifiesta la autora en El culturalismo en la poesía de Juan Gil-Albert: “Una vez más, el poeta mitifica el quehacer poético al presentarlo con un carácter casi religioso; la palabra poética salva -casi se puede decir que redime- a los hombres de la oscuridad en que están sumidos”. (María Paz Moreno, 2000, 137). El poeta y su palabra se convierten así en un profundo ejercicio de amor vital.

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LOS ORÁCULOS: UN CANTO A LA FELICIDAD

Juan Gil-Albert se adentra en Los oráculos, un conjunto de poemas que for­ ma parte de Las Ilusiones, pero que he preferido, al igual que El convaleciente, comentarlos de forma independiente. Hay un deseo en estos versos de buscar lo arcano, aquello que nos comunica con el tiempo de los dioses. La mejor forma de ver esta idea que constato aquí es recoger unos versos del primer poema del libro titulado “El oráculo” (Juan Gil-Albert, 2004: 297-298), el cual nos acerca a la visión del poeta del mundo: “Mientras el luto de esta santa tierra/ perdure es que sagrado es el poeta/ y sagrada su boca” (vv. 34-36). El poema, si se leyese más extensamente (mi intención aquí es citar sólo algunos versos), nos ofrece la misión del poeta como el último vestigio de un tiempo que ya ha muerto y que sólo puede acercamos (con su canto) este rap­ soda de la palabra. Lo demás es desolación y, sin embargo, el poeta expresa el misterio de la vida, la salva de la impudicia y la desidia del resto de los hom­ bres: “Sacerdote i del duelo misterioso que nos cubre, / tan sólo en él reposan los secretos / de antiguos soles” (vv. 36-39). He querido comenzar con la alusión al primer poema del libro porque en Los oráculos Gil-Albert ahonda en el mundo como un espejo desolado del que el hombre creador, el artista, se convierte en la fuente que puede posibilitar otra vida, salvar a algunos de los pocos elegidos ante la derrota final del mundo humano. Voy a comentar el “Canto a la felicidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 306), don­ de el poeta deja muy claro lo que acabo de exponer y que constituye la base que sustenta el libro. Dice así: “A veces en el fondo de mi alma / bulle una antigua fe resplande­ ciente, / como un grumo de púrpura extendido / tiñe mi corazón y de ese gozo / sube a mi faz con fértiles destellos / una espléndida sombra de tristeza” (vv. 1-6).

115 Vemos que hay una emoción profunda: “el fondo de mi alma” y algo que está más allá de lo tangible “una antigua fe resplandeciente”, todo ello se con­ vierte en creación: “y de ese gozo / sube a mi faz con fértiles destellos”, pero es una creación consciente del horror humano, no está arraigada a un paraíso, sino al mundo real: “una espléndida sombra de tristeza”. Para conseguir esa reflexión sobre su alta misión, es decir, ser artista y crear, necesita la calma. El poeta sabe que el ocio y la contemplación como modo de vida son necesarios: “Minutos cual suspiros, leve tiempo / que nadir ve pasar, aquí se siente / como una verde espada que se templa / en la carne gentil de la poesía” (vv. 7-10). Podemos encontrar aquí los adjetivos que sugieren y que nos explican el sentido del poema: “leve” se refiere a la suavidad y brevedad del tiempo que “nadie ve pasar”, ya se muestra como un ser singular, aislado de los demás. Es un tiempo de creación, sustentado en la contemplación como base para hacer arte. Naturalmente, hace falta un paisaje, el cual está allí como lugar de inspira­ ción, por ello, hace referencia a “verde espada”, este símbolo no parece tener sentido, sino lo entendemos como una punzada de la Naturaleza, de verdor, de campo en su corazón. Y, desde luego, la materialización a través del sustantivo “carne” y del adjetivo “gentil” para reflejar las cualidades que tiene su arte pre­ dilecto: la poesía como expresión de su forma de sentir el mundo que le rodea. Ya tenemos la idea principal del poema: el poeta inspirado, sintiendo la lla­ mada de la Naturaleza como fruto de creación. Naturalmente, el adjetivo para la poesía ha de tener cualidades positivas “gentil”, es decir, favorable y noble. Hace mención seguidamente del mundo, de su horror, que contrasta con el mundo idílico anterior: “¿Será verdad que el mundo está rodando / en sus inexorables fuerzas ciegas?” (vv. 11-12). Se refiere, sin duda, al dolor que inunda la vida humana como si fuese un destino adverso e imparable. Más claro lo dice en los siguientes versos: “¿Qué hay lastimeros ayeres, que hay matanzas / en los oscuros días de los hombres?” (vv. 13-14). Al exponer el dolor, ya presenta su visión ética de la vida, esa denuncia del sufrimiento, como ya hizo en los tiempos de la Guerra Civil española. No podemos entender la alegría del poeta si el mundo es tan cruel y deso­ lador, si no comprendemos dicha alegría como una llamada que le llega del mundo de la Naturaleza, eterno y no sometido a las leyes de los hombres. Gil- Albert se pregunta por esa dicha, por ese estado de gracia: “¿Por qué yo pues me siento redimido / y esta alegre tensión de mis entrañas i hace ascender dichosa hasta mis labios/una dorada espuma?” (vv. 15-18).

116 Vemos el amplio léxico donde refleja la alegría, el paso de lo más hondo -entrañas” a la superficie, lo más tangible: “mis labios”. Todo ello, natural­ mente, es un proceso de ascensión, como si un místico se elevase ante la figura de Dios. Se dirige a la maldad y no lo hace de forma discreta o serena, sino mostran­ do toda su vehemencia: “Viejos monstruos, / destructoras legiones de infortu­ nio” (vv. 18-19), se refiere, sin duda, a los que han triunfado en la Guerra Civil española y han traído el sometimiento y la condena a sus ciudadanos. Lo dice, más claramente, al emplear el sustantivo “rebaño”, seres humanos adocenados y faltos de libertad, no podemos evitar pensar en el franquismo: “espíritus aciagos que pretenden / sellar el hombre dulce como bestia / sometido a la paz de su rebaño” (vv. 20-22). Una paz que, como sabemos, fue el triunfo de la mediocridad y la hipo­ cresía. En una España así, quién puede vivir, se pregunta, sin duda alguna, Gil-Albert. Por ello, el poeta es “un hombre dulce” que quiere vivir en libertad y no ser “sellado” como “bestia”. El poeta alicantino se dirige a ellos, a los hombres sin corazón que viven es su país, imponiendo la intransigencia y el favoritismo. Se considera superior a esos seres cuando dice: “doblad ante mi júbilo indefenso /' vuestra horrenda cerviz” (vv. 23-24). Es un poeta que triunfa, por ser libre, aunque sea lejos de su patria y la alusión a los tiranos queda muy clara cuando dice: “llorad al menos / vuestra insana impotencia revelada, / cuando no habéis podido aniqui­ larme” (vv. 24-26). El poeta muestra, de nuevo, su sentido de la libertad y su pensamiento éti­ co, defendiendo los derechos de todos aquellos que quieren vivir en paz. Al final del poema, nos señala el poder que tiene la libertad para él: “un ser puede / con sólo abrir sus labios encantados, / hacer brotar de sí la dicha ajena” (vv. 29-31). Si Gil-Albert, arraigado al mundo de la Naturaleza y poseedor de un espí­ ritu artístico, puede así conseguir, transmitiendo su alegría por el mundo bien hecho (como expresó Jorge Guillén en Cántico) que otros sean libres también: “hacer brotar de sí la dicha ajena”. Se siente así pleno en el poema, superior a ese mundo ruin que ha quedado en su patria, por la crueldad de unos cuantos. El poema, escrito en endecasílabos blancos, nos remite a ese sentimiento de lo sagrado, arraigado a la tierra y al destino del hombre nacido para cantar su libertad. Refleja muy bien su postura estética (cantar a la belleza) y su posición ética (denunciar el horror de algunos hombres), logrando una perfecta fusión de ambas ideas claves en su mundo poético. Encuentro, al comentar este poema, unos versos pertenecientes a Luis Cer- nuda y a su “Díptico español” (Luis Cemuda, 1992: 322-324), perteneciente a su libro Desolación de la quimera (1956-1962), concretamente el titulado “Es lástima que fuera mi tierra”, donde el poeta sevillano expresa esa misma misión de la poesía como algo sagrado que no entiende de etiquetas, y que ha nacido para cantar la libertad. El poema de Cernuda dice: “La poesía habla en nosotros / La misma lengua con que hablaron antes / Y mucho antes de nosotros, / Las gentes en que hallara raíz nuestra existencia; / No es el poeta solo quien ahí habla, / Sino las bocas unidas de los suyos / A quienes él da voz y les libera” (vv. 52-58). En estos versos, encuentro ese mismo ímpetu de Gil-Albert al expresar, al final del poema, que la poesía es liberación, que “el hombre dulce” como le llamó el poeta alicantino al artista del verso, es el hombre que, sin duda, canta también Luis Cemuda. El resto del poema tiene un tono distinto al de Gil-Albert, pero no elude el poeta sevillano nunca la crítica feroz al pueblo que pertenece: “Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo / En creer que la razón de soberbia adolece / Y ante la cual se grita impune / Muera la inteligencia...” (vv. 36-39). Vemos que el poeta hace referencia al pueblo desde siempre, a su idio­ sincrasia, lo que le impide avanzar, y, como consecuencia, el resultado será la guerra, recordando en el poema las palabras demenciales de Millán Astray frente a Unamuno en la Universidad de Salamanca: “predestinado estaba / A Acabar adorando las cadenas / Y que ese culto obsceno le trajese / Adonde hoy le vemos: en cadenas / Sin alegría, libertad ni pensamiento” (vv. 39-43). Esa misma visión del pueblo en época franquista sostiene Gil-Albert en el poema (aunque no lo haga, como Cernuda, de forma explícita), ambos coin­ ciden en señalar la labor del artista como mensajero de la libertad y repudian la España gris del régimen de Franco. Hay, sin embargo, una diferencia, lo que en Cemuda se muestra como visión total de un pueblo amparado en la ignorancia, Gil-Albert lo expresa con más sutileza, pudiendo sentirse aludidos unos pocos intolerantes. Comento, a continuación, otro poema, de tono diferente, donde el poeta alicantino muestra su admiración por el escritor francés Marcel Proust. Ya sabemos, como vimos en el estudio de su prosa, la inclinación de Gil- Albert a la figura y a la obra de Proust, en este poema rinde tributo al escritor

118 a través de un estilo elaborado y bello, fiel a su estética. Se titula “A las páginas favoritas de Proust” (Juan Gíl-Albert, 2004: 307-309). Cito los versos más relevantes para acercar la figura de Proust al lector de este trabajo, dice así: “Caídas tus manos indulgentes” (v. 1), se refiere a las manos del escritor, hechas para crear una obra hermosa como En brisca del tiempo perdido, son manos que van “hacia las hojas / que desprendidas brotan de su seno” (vv. 4-5). Pero el poeta nos habla del paso del tiempo y del silencio que otros, más jóvenes, han ido dejando en una obra tan sólida como la que tuvo el escritor francés: “un viento oscuro/ parece haberlas ido arrebatando / esas páginas tris­ tes, cual si fueran / las otoñales hojas de un perdido / paraíso sonando en la memoria” (vv. 12-16). Es cierto que Proust deja esa sensación de melancolía en sus páginas, pode­ mos ver el paso del tiempo “viento oscuro” y también el mundo de ensoñación, idealizado, referente a una época ya acabada, que existe en la obra proustiana: “perdido paraíso”. Pero se aprecia en otros versos del poema cómo Gil-Albert reivindica a Proust: “¡Marcel, Marcel! Un lecho, una agonía...” (v. 27), se refiere, como podemos deducir, a la muerte del hombre, demasiado joven todavía (en su madurez). Podemos ver una bella imagen que nos ofrece el poeta alicantino, se refiere a esa agua que mana de esa enfermiza vida del escritor francés: “Cual de una piedra fluye abierta el agua / así tu manantial allí cercado / entre el lívido in­ somnio y la pesante / flor del asma adherida a tu flaqueza / inunda el mundo” (vv. 28-32). Ya tenemos otros detalles relevantes de Proust, el asma y su “flaqueza”, sin duda, el poeta de Alcoy se refiere a su condición homosexual. Por ello, el hombre enfermizo de sensibilidad, llevado por su tendencia ho­ mosexual fluye como el agua “cercado el manantial”, porque la vida ha puesto difíciles obstáculos para vivir libremente su condición (en una sociedad retró­ grada como aquella). Pero la huella de Proust pesa llegando a actuar sobre conmovidos jóvenes, como dice el poeta en los versos que siguen: “Cuántos conmovidos / jóvenes bajo el aire de una aurora / perenne en esa estancia que aún la noche / no consigue apagar” (vv. 37-40). Podemos sentir la presencia de admiradores del escritor, recluidos en la luz de su habitación, leyendo sus libros con avidez: “en esa estancia que aún la noche / no consigue apagar”.

119 Son delicados jóvenes, “enfermos” también de sensibilidad, demasiado re­ finados en un mundo ignorante y rudo como el que les ha tocado vivir. Su avidez lectora es tal que se ven sorprendidos por el amanecer “bajo el aire de una aurora”, manteniendo, al leer intensamente, un espíritu que se de­ sarrollará, sin duda, más tarde en la creación de sus propias obras. Entre estos jóvenes, imaginamos a Gil-Albert, fascinado por la lectura de la gran obra de Proust. Y si quedaba alguna duda de esa vigilia, de ese insomnio creador, los si­ guientes versos nos sacan de cualquier incertidumbre: “se han desvelado / prendidos en la red inescrutable / de tu tela de araña” (vv. 40-42). Ese descubrimiento que deja embelesado y fascinado al joven poeta “pren­ didos”, esta revelación intelectual es tan mágica como el descubrimiento de la vida en el niño. Vuelve a aparecer el tema de la niñez como espacio paradisíaco en el poe­ ma: “como el niño / que dejado un momento de la mano / ve acumularse en torno como genios / el pavor y prodigio de las cosas” (vv. 42-45). Asistimos en estos versos a dos planos: lectura igual a revelación del mun­ do. El niño descubre al nacer lo hermoso “prodigio” y el horror “pavor” de la vida. El joven, sometido por gusto y gozosamente a la lectura de Proust, durante toda la noche, experimenta el mundo en toda su complejidad: el exte­ rior, del que puede gozar y crear, y el del arte, que es motivo de idealización y, por ende, de sublime creación, superando incluso en perfección al mundo real. En las páginas de los libros del escritor francés asistimos al sufrimiento de la vida y nos imaginamos, sin duda, a Swann obsesionado y sufriendo por el amor de la bella Odette: “sólo en estas hojas / caídas lentamente está el aliento / de un ser aprisionado” (vv. 50-52). Si las hojas caen lentamente es porque Proust necesita de una lectura silenciosa y minuciosa, para captar la compleji­ dad de su mundo de sentimientos. El poema avanza en esa identificación, si el poeta se adentra en el libro has­ ta el punto de sufrir con esos amores desgraciados de Swann y Odette, se iden­ tifica también con el mundo que representa y, por lo tanto, con la apreciación del lujo: “Yo unos guantes quisiera sobre el lecho / dejar de esa morada en que no temes / ya el roce de un perfume o el polvillo / de una flor fecundante por el aire” (vv. 59-62). Al alabar la obra de Proust, Gil-Albert extrema su sensibili­ dad y todo lo torna estético, afán de crear belleza a través de las descripciones. Vemos el mundo del escritor francés. Aparece la elegancia: “los guantes”, el aroma de las mujeres que huelen a perfumes y empolvan sus mejillas: “el

120 roce de un perfume o el polvillo”; pero también la naturaleza, ese polen de la flor en el aire: “de una flor fecundante por el aire”. Gil-Aibert fusiona los mundos esenciales: el artístico y el de la Naturaleza, para alabar la estética que tiene la obra de Marcel Proust. La referencia al lujo se halla en la alusión a ese ambiente aristocrático, delicado, simbolizado por los guantes o los perfumes. Termina el poema hablando de la imaginación y de la impresión que cala en todos los lectores de sus libros el mundo refinado del escritor francés: “unos guantes de fuego o mi poema / más plácido invitándote a una fiesta / que ima­ ginaste, aquella que no existe, / la que sólo bullía en tu anticuado / y moroso recreo apasionante / de colegial” (vv. 63- 67). Vemos la pasión “guantes de fuego” del amor, se observa también la crea­ ción que invita a la lectura: “mi poema más plácido” y vemos la memoria, la niñez de nuevo: “moroso recreo apasionante / de colegial”. En esa niñez intuimos la revelación del mundo, que se descubre también en la lectura apa­ sionante, cultivando así una poderosa y creadora imaginación. Lo que queda claro en el poema es que la literatura inventa un mundo y tras adentrarse en él se nos hace real, por eso dice refiriéndose a la invitación de una fiesta “que no existe”. Puro sueño, entero deseo de crear una realidad más idílica y hermosa que la que vivimos cada día. El poema, de nuevo escrito en endecasílabos blancos, es muy brillante, ya que nos habla dei poder de la lectura como paso previo y necesario a la crea­ ción de cualquier artista de la palabra que se precie. Es necesario aquí, por considerarlo relevante, recordar las palabras muy afinadas de Francisco Brines acerca del impacto que produce el poema en el lector, por ello, cito su reflexión, muy oportuna, acerca del poema comentado: “Estimo evidente que un mismo poema alcanzará siempre unas irradiaciones distintas, mayores o menores, según sea la sensibilidad creadora del que a él llegue” (Francisco Brines, 1995: 25). Coincide esta idea con la que expuse antes, el lector como alma sensible, que, según su grado de participación en el libro y sus cualidades innatas, puede ser creador también Pero lo más interesante no es solo esa experiencia (la lectura), sino también la posibilidad de crear a través de lo leído, el poeta valenciano dice: “de ahí que muchas dormidas posibilidades que existen en la riqueza de un poema puedan ser señaladas por otro al mismo poeta quien, desde luego, no las llegó a percibir lúcidamente y, con mucha probabilidad, no llegó a sentirlas cuando se dispuso a leer” (Francisco Brines, 1995: 25).

121 Concluye Brines con algo fundamental y que me parece importante subra­ yar como la sustancia principal del poema de Gil-Albert: “Por eso, no puede haber buen crítico si no hay detrás un lector excelente” (Francisco Brines, 1995: 25). En mi opinión, la lectura de Proust es, para el joven poeta, un entrama­ do exquisito para un hombre sensible y refinado que, dada su aprecio por lo escrito, le será muy útil, sin llegar a ningún tipo de mimesis, para su propia creación. Concluyo este repaso a algunos poemas del libro como el “Himno a la cas­ tidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 312), interesante poema para conocer esa ética de la vida que Gil-Albert nos revela en muchos de sus escritos. Comento el mismo, citando los versos más significativos para mi estu­ dio: “La canción ignorada entre las valvas / del corazón sospecho floreciente / como un ímpetu ciego que me tienta” (vv. 1-3). Vemos ya la llamada de la Naturaleza cuando asocia el corazón con las valvas, esa parte de la vaina del fruto que se abre al madurar. Así, el corazón es un fruto de la Creación y la canción ignorada es, sin duda, su ética de vida, que no encuentra semejanza en otros, nadie comparte su visión estética y ética del mundo. Pero, si vamos al centro del poema, se nos revela esta misteriosa fuerza de la castidad: “Qué sea no lo sé, pero me llama / esta fruición vuelta que sorpren­ do / dentro de mí tendiéndome en sus brazos / como un lecho de sierpes entre cercos / de algún rosal” (vv. 4-8). Resulta ser una imagen hermosa la del “lecho de sierpes”, haciendo refe­ rencia a ese conjunto de ramos tiernos que brotan y, además, el poeta los dota de pureza, al decir: “fruición oculta”. ¿Qué le suscita a Gil-Albert este estado de pureza? Oscila entre la tristeza y la alegría como dice a continuación: “Tristeza o alegría, / no sabría decirlo cuando sopla / un viento rumoroso en que vacila / el torpe sueño” (vv. 8-11). Si es sueño “torpe” es porque ya existe un estado de castidad, de inactivi­ dad, de contemplación. Hay un sometimiento a la Naturaleza, no una partici­ pación activa ante ella. Ya se dirige de lleno a la castidad que es su condición verdadera, para ex­ presar tal estado de gracia usa la interrogación, cuando dice: “¿Qué inarmonía / junta la desazón y el entusiasmo / en estas largas noches en que gime / la castidad?” (vv. 15-18). Nos hallamos ante una sensación contradictoria, por un lado, produce entusiasmo, por otro, desazón, angustia. Todo ello, sin duda, provoca que el poeta hable de “inarmonía”.

122 Naturalmente, como en el resto de la poesía de Gil-Albert, ese proceso ascético llega con la noche, en este espacio del tiempo ha aprendido el entu­ siasmo de la lectura voraz, como vimos en el poema dedicado a Proust, pero también se ha hecho puro, rechazando los mundanos placeres. No olvidemos que la noche en Gil-Albert tuvo también aspectos negativos, como apareció en sus primeros libros, donde se presagiaba la caducidad del tiempo humano. Pero este estado de castidad no puede evitar la tentación del pecado. El poema no ofrecería todo su significado de esfuerzo y sentido ético de la vida si no fuese comparado con todo lo que el poeta rechaza: “Las voces interiores / dícenme un embeleso de palabras / que cual un vino sienten derramarse / por los líquidos miembros” (vv. 18-21). Nos encontramos con el pecado como tentación “embeleso de palabras”, nos llega al pensamiento las sugerencias amorosas que invitan al poeta al lecho para consumar el acto carnal y abandonar la castidad. Naturalmente, esta negación del placer no puede llegar sin un desequilibrio físico, una especie de vértigo: “que cual un vino sienten derramarse / por los lánguidos miembros” (vv. 18-21). Pero el poeta, fiel a su sentido ético de la vida, ve en todo ello la mentira y decide seguir casto, diciendo en el poema lo siguiente: “Mas todo se nubla / y suspenso en su flor se desvanece / si una voz misteriosa nos convida / a sonreír cubiertos de laureles / como un fiel desposado al que se rinde / la falaz apariencia” (vv. 25-30). Vemos como la tentación descubre su mentira “todo se nubla” y, además, aparece de nuevo la llamada de la pureza, si antes era “fruición oculta”, ahora es “una voz misteriosa” que nos ofrece la posibilidad de la dicha en la condi­ ción casta de la vida: “a sonreír cubiertos de laureles” y estar, para siempre, en­ tregado a la Naturaleza y al arte, verdadero enlace que no admite decepciones: “como un fiel desposado al que se rinde / la falaz apariencia”. El poema termina demostrando que la elección es acertada, los apelativos a la castidad como misterio “fruición oculta”, “voz misteriosa” le dan los atri­ butos de la virtud. La tentación, para ser destacada, llega con un lenguaje que invita al placer y, por tanto, es agradable: “embeleso de palabras”, “voces interiores”. El poema fluctúa entre los efectos contrarios, que produce, sin duda, la di­ fícil elección de la castidad, como vemos por “alegría”, luego “tristeza”. Esta indecisión queda vencida por la seguridad que ofrece al terminar el poema cuando sabe que su decisión ha sido acertada: “a sonreír cubierto de laureles”.

123 Nos preguntamos ¿Por qué Gil-Albert no quiere, si es un hombre que goza de la Naturaleza, gozar también de los placeres que regala el mundo humano? La respuesta se halla en su sentido estético y ético de la vida, que se reafirma al escoger sólo lo bello y rechazar aquello que puede dañarle con los atributos de las falsas apariencias. El poeta es, por tanto, un espíritu contemplativo que se niega a participar del juego humano, escogiendo la enriquecedora soledad. Hay un poeta que manifiesta esta misma pureza, este mismo deseo de re­ plegarse en sí mismo, para vivir a través de la poesía lo que la vida no le ofrece fuera. Me refiero a Juan Ramón Jiménez, el cual va a inclinarse por el arte y la poesía, rendido también a la Naturaleza para perfeccionar su esplendor en la creación artística. En su obra se puede indagar en ello de forma muy clara. Como ejemplo de lo dicho, recojo de su libro Arias Tristes un poema llama­ do “Recuerdos sentimentales” (Juan Ramón Jiménez, 1990: 129-138), donde la elección del poeta es muy clara ante la tentación de los placeres de la carne: “Yo estaba junto a mi mesa / y entre mis flores, leyendo / el libro triste y amar­ go / del poeta de mis sueños” (vv. 1-4). Nos invade ya la melancolía al inicio del poema, ya que el poeta está ais­ lado en su mundo ideal. Surge entonces la tentación de la mujer que ama al poeta: “Ella se acercó callada/y me dijo:-Si los versos/te gustan más que mis labios / ya nunca te daré un beso” (vv. 5-8). La mujer como ofrecimiento del deseo, irrumpiendo en el ámbito ideal, en la vida soñada del poeta. Y, na­ turalmente, la oferta sexual: “¿Vienes conmigo? ¡La tarde / está tan hermosa! Quiero / antes que llegue la noche / ir por jazmines al huerto” (vv. 9-12). No es casual que el poeta emplee el “huerto” como lugar prohibido y “jaz­ mines” como metáfora de la blancura y la pureza, pues en el marco de la literatura, desde la Edad Media, han aparecido dichos símbolos. El poeta de Moguer es fiel a esa herencia literaria. La mujer se ofrece en su virginidad al hombre que ama. La respuesta del poeta no puede ser otra que la negación y, por ende, la pasividad a cualquier ofrecimiento amoroso. La poesía se convierte así en sustituto de la vida, el poeta encuentra en la mujer un símbolo de las tentaciones del mundo. El poeta, sin embargo, elige la poesía porque está excluida de las decepciones humanas. Juan Ramón dice: “Me miró triste, sus ojos, / llenos de amor, me dijeron, / que no.- ¿No quieres?- Voy sola... / Entonces seguí leyendo” (vv. 17-20). Esta tensión entre vida y arte concluye con la elección del arte como refu­ gio en soledad, por parte del poeta. El final del poema nos habla de la pureza de

124 la mujer, probablemente una mujer que esperaba el casamiento de un hombre •‘interior” y, por tanto, incapaz de satisfacerla. Dice así: “Iba vestida de blanco. / Después mis ojos la vieron / llorando y cogiendo flores / allá en la sombra del huerto” (vv. 27-28). Si antes no había mención alguna a “sombra” en el huerto, ahora sí, porque anida la pena y la exclusión del amor camal. El poeta la ha rechazado, incluso en el poema no ofrece ni un solo diálogo con la mujer, para insistir en su des­ asimiento del mundo real. He comentado este bello poema, porque Juan Ramón siente ese peso de lo ideal en su vida y, pese a su matrimonio con Zenobia Camprubí, fue un hombre extremadamente ligado a su labor poética, anteponiéndola a la vida cotidiana. En Gil-Albert ocurre lo mismo, vive en esa intelectualidad que le conduce al rechazo del amor convencional, supeditado al amor ideal que le completa como ser creativo. Para concluir este repaso del libro, donde se reivindica una ética de vida amparada en la soledad y en el retiro del mundo, comento brevemente que en otro de los poemas del libro titulado “El indiferente” (Juan Gil-Albert, 2004: 310-311), insiste en esa idea, considerándose como perteneciente a los “caídos del amor”, expresión que refleja con claridad su alejamiento del amor mundano. El libro sirve para conocer mejor a un hombre singular, cuyo referente prin­ cipal fueron sus emociones, sin las cuales su visión ética de la vida no hubiese podido aflorar, como sucede al leer su obra poética. Refleja como pocos una clara coincidencia que se va perfilando cada vez más, lo cual señala la madurez que han ido adquiriendo, cronológicamente, sus libros. Si, en un principio, en Misteriosa presencia no existía todavía una visión personal del mundo, ésta comienza a surgir, con todo su vigor, en Las Ilusiones donde la vida aparece como elemento de contemplación, hermoso, pero también sometido al horror de lo humano, lo que le empuja a una elección ya irrevocable, la idealización del mundo y la conquista, a través de su obra, de sus cánones éticos y estéticos. Este libro, como un cimiento más, contribuye a ello, sin duda alguna. CONCLUSIÓN: LOS ORÁCULOS Este conjunto de poemas, que yo he considerado como pequeño libro, tiene un gran interés, ya que insiste en su visión ética y estética del mundo. He seleccionado de este libro, algunos poemas que me han parecido intere­ santes para mostrar la identificación de Gil-Albert con la naturaleza y su recha­

125 zo al mundo de los hombres, lo que convierte al poeta en un hombre solitario y de extremada sensibilidad. El poema “Canto a la felicidad” muestra que el horror de un tiempo de mediocridad como la que vive su país no impide que triunfe su visión estética del mundo. No excluye la mención de ese mundo gris, pero lo contrapone con la Naturaleza y sus dones, donde la vida refleja toda su belleza. Aparece en el libro el mundo de la cultura, por ello, le dedica un poema a Marcel Proust, titulado: “A las páginas manuscritas de Proust”, donde se pone en evidencia la gran admiración de Gil-Albert hacia la obra del escritor francés. Éste refleja la estética del poeta alicantino: el mundo de las fiestas, la delicadeza de un escenario fascinante, en el cual se desenvuelven las novelas de Proust. Todo ello cala en el joven Gil-Albert, ya que el mundo del lujo, entendido como distinción y elegancia aparece claramente en esas novelas. No olvida tampoco la tensión entre la vida y el arte, esa necesidad de ele­ gir que le lleva a vivir en la cultura y despreciar, siendo fiel a su castidad, los placeres de la carne. Esa decisión ética me ha llevado a compararle con Juan Ramón Jiménez y su poema “Recuerdos sentimentales”, donde el poeta de Moguer prefiere sus versos y la visión ideal de la poesía a la joven que le invita a ir con ella al huerto. En esa decisión se perfila la soledad de ambos poetas (pese a que Juan Ramón estuviese casado, siempre mantuvo un idilio mayor con la poesía que con la vida). Juan Gil-Albert expresa en este libro su destino irrevocable, esa dedicación única a su arte y a su visión estética del mundo.

126 EL EXISTIR MEDITA SU CORRIENTE: EL ÚLTIMO LIBRO DEL EXILIO

Me adentro, a continuación, en este libro, cuyos poemas fueron escritos entre los arlos 1945 a 1947, cuando Gil-Albert salió de Buenos Aires y volvió a México, antes de partir hacia el regreso definitivo a Esparta (en 1947). En el libro ofrece un canto admirativo hacia el Mediterráneo, donde apare­ cen poemas que nos conducen a lo mitológico: el poema a su madre tiene como comparación un mito de la Antigüedad, Démeter, y el poema a su hermana muerta lleva como nombre Persífona. La intención del poeta es hacer en estos poemas un homenaje al mundo de la mitología que tanto ha amado. Dice el poeta lo siguiente en el prólogo al libro: “El existir medita su co­ rriente es, en gran parte, la continuidad de Las Ilusiones, continuidad nacida del mismo brote, de la misma raíz; en ese sentido, podría decirse que mis ilu­ siones se desbordan en un existir meditativo o, más propiamente, se repliegan, puesto que si ilusionar es desplegarse, meditar es recogerse” (Juan Gil-Albert, 2004: 315). Estas palabras del poeta son una buena introducción para sus poemas, por­ que en él vierte su necesidad de transmitir una visión del mundo, donde se incita, a través de la reflexión, a cantar la belleza de la vida. Pero hay que dejar hablar, de nuevo, a Francisco Brines, porque nos centra muy bien en los poemas que nos vamos a encontrar en el inicio de este libro, resulta significativo que Brines incida en esa idea del mundo clásico como presencia clave en el mismo. El poeta valenciano dice acerca de los poemas iniciales de) libro: “Los seis poemas que componen la sección inicial de El existir medita su corriente afirman, como realidad viva y actuante, al igual que tantísimos otros de Las Ilusiones, el espíritu del mundo clásico” (Francisco Brines, 1995: 153-154).

127 Sobre el título que Gil-Albert da como entrada a los poemas “Hijo postu­ mo”, Brines, con su talento natural, tiene algo que decir: “Es muy significativo el título que el poeta da a la sección: “Hijo postumo”. Allí testimonia no sólo su condición de heredero de aquella estirpe literaria, sino que afirma también su pertenencia vital a un ámbito geográfico que, por darle un nombre suficiente, identifica con el Mediterráneo” (Francisco Brines, 1995: 154). Una vez centrado el libro, podemos ya comentar algunos de sus poemas. He seleccionado aquellos que mejor pueden ofrecernos ese testimonio de lo clásico en Gil-Albert., como muy bien señaló Francisco Brines en las palabras citadas aquí. El primero de ellos se titula “El Mediterráneo” (Juan Gil-Albert, 2004: 309), y dice: “Padre de dioses, hijo de clementes / fuerzas y gracias, mar de los cimientos, / ligeros pies de arcilla que sostienen / la flor impetuosa de los mundos” (vv. 1-4). Como vemos aquí, el Mediterráneo no se circunscribe a una época actual, sino que se remonta a la Antigua Grecia: “padre de dioses”, y, ademá§, simboliza el lugar donde se produce el origen: “los cimientos” del mundo. Naturalmente, es el mar el foco de atención del poeta, porque éste sostiene con su fuerza y fragilidad “ligeros pies de arcilla”, es decir, el mundo humano. Aparece luego el poeta, entregado a ese mundo, ofreciéndose, con toda su hondura, a la tierra amada: “una de tus entrañas te saluda / con el eco de voz que le cediste, / sombrío desterrado de esa zona / donde la hermosa luz abrió los ojos” (vv. 5-8). Se refiere, sin duda, al exilio, al decir “sombrío desterrado”, tal es la pena por no mirar la tierra amada, su lugar de origen: “la hermosa luz abrió ios ojos”. Vemos que el paso del tiempo, unido al dolor por la vida, va horadan­ do la voz del poeta: “Casi sin cuerdas suena ya mi lira, / pulsada por la mano aún cadenciosa / de algún insomne o genio que murmura / sus palabras debajo de la tierra” (vv. 9-12). Aunque está mermada, su voz sigue ahí, ofreciendo su canto al Mediterrá­ neo, por ello está empujada por alguien con fuerza: “algún insomne o genio que murmura”. Este alguien es su profunda fe en su visión estética de la vida que le lleva a cantar la belleza incomparable, por ser suya, de su tierra natal. El poeta alaba al Mediterráneo con una pasión inigualable: “todo se adivina / vivo por dentro, denso, soleado / por un oscuro espíritu que rige / los brotes de la tierra” (vv. 16-19). La fuerza de su tierra natal es tal que algo misterioso le empuja: “oscuro espíritu que rige”, hacia sus orillas. El tiempo se eterniza en el lugar hermoso “denso, soleado”.

128 Y llega la nostalgia, la evocación, cuando dice: “cada fuente / mana sus entrañables añoranzas” (vv. 20-21). Qué forma tan bella de hacernos sentir esa fuerza de la tierra, esa hondura del sentimiento que posee al poeta al evocar su lugar natal. Aparecen las fuentes como un elemento constante en su poesía, no en vano la antología que dio lugar a su reconocimiento tardío como poeta se tituló Fuentes de la constancia, haciendo honor a un poema del autor. Las fuentes significan ese resurgir de la vida, ese alimento de la belleza que supone el tiem­ po que vuelve a ser evocado. Hay que fijarse en la hermosura que ofrece el poeta en algunos versos del poema, cuando hace mención de los pájaros, metáfora de la libertad para él: “Pájaros son nutridos en migajas / de ese suelo feliz, de esas bondades; / así cuantos pasaron tus riberas / beben también y envidian, luego añoran” (vv. 34-37). El Mediterráneo se transforma así en un mundo imborrable, no sólo un mar, sino todo un paisaje. No sólo los pájaros se “nutren” con “migajas”, es decir, con pequeñas caricias de la tierra, sino todo lo que rodea al paisaje, han gozado: “beben también y envidian, luego afloran”. Tal es la huella que deja la Naturaleza en aquellos que ya no están allí como le ocurre al poeta alicantino. Hay que fijarse con qué belleza nos regala una inigualable imagen del mar: “Embriaguez de equilibrio es lo que dicta / esa graciosa cuenca de tus aguas, / esa glauca pupila en que sonríe / divino el ser su sol y su arrobamiento” (vv. 42-45). Tenemos la armonía de la Naturaleza como un don que se ofrece al que ad­ mira el paisaje amado: “el equilibrio”, también la vida en su plenitud “graciosa cuenca de tus aguas” y podemos contemplar el efecto del sol, convertido ya en un gozo pleno: “divino el ser su sol y arrobamiento”. Se dirige al sol, como elemento rey del mundo del Mediterráneo, a su luz como si fuese un pintor que captase los matices de su tierra natal en el dorado elemento: “Astro vital, clamo entre las redes / de tus airulladoras enseñanzas” (vv. 50-51). Todo es entrega y aprendizaje, la evocación se convierte en todo un canto de hermosura. El final del poema se presenta como una especie de devenir, sucesión de tiempo que se repite y que solo se vive en ese lugar insólito del mundo: «mientras en el vaivén del oleaje / me legue el fiel murmullo de una heren­ cia: / “Mis hijos del rigor y la armonía / quiera seguir viviendo en vuestros labios”» (vv. 54-57).

129 Se repite, de nuevo, lo ancestral “la herencia” y el sosiego que se vierte en esa herencia “murmullo”. La entrega es total y el poeta desvela, de nuevo, un elemento del cuerpo que está siempre presente en su poesía: los labios. Ya ha aparecido en otros poemas y entendemos su significado como fu­ sión del poeta con la Naturaleza, lugar del canto y lugar del beso, espacio tangible para demostrar, con los sentidos, su amor a la tierra natal. Este poema ya nos muestra que el Mediterráneo lo es todo para él, el poema está escrito en cuartetos endecasílabos. Lo que le hace adentrarse en el rigor de las estrofas clásicas, como espejo de la forma y el fondo, logrando una gran armonía entre el lenguaje y el ritmo del poema. Cito, a continuación, unos versos de Francisco Brines perteneciente a su libro Palabras a la oscuridad (1966) donde se recoge el poema “Tránsito de la alegría” (Francisco Brines, 1997: 159). El poeta canta a la tierra natal y nos demuestra el gozo que supone ese espacio de luz indescriptible: “Sube, cae tu voz, / se mueve el sol, nos besa. / Y en la vida del aire / se renuevan las hojas, / cantan pequeños picos / desde las ramas altas” (vv. 1-6). Vemos en el poeta valenciano esa sensación de arrebato ante el sol que, necesariamente, como en el poema de Gil-Albert, alcanza “besando” al ser humano que le mira. Esa necesidad de aflorar en el arrullo amoroso (el labio en Gil-Albert y el beso en Brines) sirve para entender la pasión y la correspon­ diente fusión hombre-Naturaleza que el paisaje amado precipita en el poeta. Lo que sucede es que en el poema de Brines, éste no puede evitar que ese gozo esté envuelto en sombra, en la negrura de la fatalidad humana: “Sentado aquí, contigo / después que la felicidad / deviene súbita / para que la tristeza / la desborde después, / ¿qué le falta a mi pecho / para ser ya ceniza?” (vv. 11- 17). La entrega es máxima y, por tanto, el gozo que se impone está acompañado de la tristeza de la vida, por ello, el cuerpo puede derretirse en tanta plenitud inexplicable. Lo que diferencia a este poema de Brines del de Gil-Albert es el tono, más triste en el poema del poeta valenciano, más hímnico en el escritor de Alcoy. En “El Mediterráneo”, el poeta alicantino no se deja invadir por la tristeza, como sí vimos en algunos poemas de su gran libro Las Ilusiones o del también notable El convaleciente. Es importante señalar aquí otro poema que tiene que ver ya directamente con el mundo griego, me refiero a otro que aparece en el libro, en el cual Gil- Albert expresa con gran claridad su tributo a la cultura helénica. El poema se titula “A un monasterio griego” (luán Gil-Albert, 2004: 324- 326) y dice: “Más que el amor que un día me cediste, / te pido,¡oh, Providen­

130 cia! que me lleves / a aquel rincón que guarda entre sus brazos / la indolencia divina” (vv. 1-4). El poeta, como vemos, quiere entregarse a los dioses y aban­ donar cualquier atisbo de amor humano. Nos describe el monasterio griego, la necesidad de adentrarse en el mundo monacal, lo cual no nos sorprende si entendemos el sentido ético de su casti­ dad: “En el Hiineto, / de incansables abejas coronado, / yace el ruinoso case­ rón, cual nido / de lagartijas” (vv. 4-7). Vemos que este lugar es “ruinoso” y la alusión a abejas y la comparación con las lagartijas nos señala el estado en que se encuentra el monasterio. Pero el poeta describe cómo el lugar le atrapa en su sosiego infinito: “Cá­ lido, el incienso / donde un asnillo puede detenerse / largas horas de paz” (vv. 12-14). El tiempo se halla paralizado, por ello, hay “sopor” de incienso en el “eco de las puertas”, nos hallamos ante un tedio maravilloso. Gil-Albert canta a ese espacio de sosiego y recogimiento: “Vida, ¡oh, vida, / cual manantial de alma en esos cercos, / vieja y sabia manando sus prome­ sas / de libertad” (vv. 17-20). Es un lugar de profundidad y de reflexión, por ello, aparece el “alma” recogida, como si se tratase de un monje, viviendo su ascetismo. El poeta se emociona ante ese ámbito que trae el afecto y, por tanto, su verdadera condición humana, la sensibilidad: “Lagrimas, besos, zonas seductoras / que me han dado la esencia de mí mismo, / aquí como en un lírico sosiego / funden sus ansias” (vv. 25-28). Nos imaginamos que las “ansias” son deseos de alcanzar la pureza y la perfección, como el místico desea, despojado de toda sensación del mundo, la fusión con Dios. Y hace mención de los monjes en ese lugar sagrado: “Monjes venerables, ./ ¿quiénes son allí dentro paseando / la celestial nostalgia de la tierra?” (vv. 28-30). Son seres llamados a la pureza y a la oración, y por ello, entienden la vida como un camino para llegar a comprenderse, amparados en su fe y en su en­ trega al silencio. Llama la atención que los monjes, para Gil-Albert, son “más que sabios o reyes, dueños vivos / de la gentil fugaz concupiscencia?” (vv. 31-32). Si tienen ese poder, no material, sí lo es en el plano espiritual, lo que nos indica que el poeta muestra de nuevo su sentido ético de la vida, al anteponer el virtuosismo de los monjes al poder de los reyes. Ni siquiera, como podemos ver, la intelec­ tualidad puede eclipsar la virtud.

131 La nostalgia y el deseo se funden cuando el poeta que ha vivido por dentro, en su fuero interno, el pertenecer al mundo griego, emplea el verbo “volver”, como si ya hubiese estado allí, vinculado, desde siempre, a ese mundo amado: “Volver quiero ai lugar donde es posible / mecerse en el ascético deleite de la hermosura” (vv. 35-36). El afán de volver hace del poeta un hombre de otro tiempo, integrado en el mundo de los dioses y los mitos. Termina el poema con la referencia al sosiego y al ocio que supone la sies­ ta, donde Gil-Albert insiste en su visión ética de la vida: la contemplación. Dice así: “Allí quiero entonarte / cuando de mi pasión, cual si una siesta / fuera a dormir en pleno mediodía”. El poema consigue transportamos a ese mundo de los dioses y dejarnos la esencia de un ámbito que expresa muy bien las inclinaciones del poeta, mundo ascético, de contemplación y ocio, pero también de reflexión. Cito, de nuevo por considerarlo relevante, las palabras de Francisco Brines, acerca de la descripción que aparece en el poema “A un monasterio griego”, el poeta y crítico valenciano dice: “La descripción tiene, sin duda, la belleza de lo que ha sido cotidianamente vivido y, por ello, amado” (Francisco Brines, 1995: 155). Se refiere, sin duda, a Grecia, donde expresa esa inmensa pasión por un lugar que evoca con nostalgia (vivido en su interior). Pero, para Brines, la aparición del verbo “volver” tiene que ver con el mundo ya conocido, el de su infancia, Alcoy, aquí transformada, en su capacidad ensoñadora, en la antigua Grecia. Es interesante citar la opinión del poeta valenciano porque esclarece esa ambigüedad del verbo “volver”: “La verdad del poema es la que Gil-Albert nos ofrece en el texto, pero ahora sabemos que no corresponde con la verdad del sentimiento profundo desde el que está escrito, pues éste claramente está señalando el deseo de volver a un lugar determinado, el descrito idealmente en el poema, pero que ya no puede ser el monasterio existente en el Himeto, sino su país natal” (Francisco Brines, 1995: 156). Nos aclara Brines que Gil-Albert nunca estuvo en Grecia y que si nombra ese deseo de “volver” subyace su pasión por su tierra natal. En mi opinión, en su poesía hay un deseo de identificación de la tierra amada, como experiencia y con la tierra deseada, ‘como proyección de un ideal estético, lo que refirma la opinión del poeta valenciano acerca de esa nostalgia de su infancia. El poema queda así más claro y Brines, amigo y buen lector de Gil-Albert, contribuye a esclarecer con el conocimiento real y literario del poeta tales dudas.

132 Comento, a continuación, el poema “A mi madre como Démeter” (Juan Gil-Albert, 2004: 326), por considerar que ofrece una gran calidad. Pertenece también a la sección “Hijo postumo” Dice así: “Todos los días/ subes a esa muralla de los muertos, / a ese adusto vergel, donde las aves / desgranan sus amores” (vv. 7-10). Vemos la repetición de la vida “todos los días” y la presencia de la muerte “subes a esa muralla de los muertos”. La muerte será vista como un paso cercado, impo­ sible de escalar “muralla”. Nos va a informar el poema del por qué de esa cotidiana acción de la ma­ dre: “cada día/ la madre fiel pregúntale a la losa” (vv. 10-11), vemos que se halla en el cementerio y nos intriga saber qué hace allí: “¿Dónde estás, hija mía, en cuán profundas / corrientes que no puedo detenerlas / con mis trémulas manos?” (vv. 14-16). Se refiere entonces a la muerte de una hija, se observa la fuerza de lo des­ conocido que liega desde el otro lado: “profundas corrientes” y la presencia del tacto, como comunicación negada en el poema, lo que aviva el sufrimiento de la madre y explica el tono interrogativo, que expresa incertidumbre y miedo. El poeta compara a la madre con la diosa Démeter: “Tal como entonces / la diosa, ahora una madre, / y el movedizo tiempo la recuerda” (vv. 17-19). La identificación con la mitología cobra relevancia, del sufrimiento humano no están exentos los dioses, pretende aquí humanizar ese mundo de los mitos griegos, para acercarnos más el dolor inconmensurable de la madre ante la pérdida de su amada hija. Podemos ver el lirismo que brota del poema cuando Gil-Albert se muestra unido a la Naturaleza en su posición fecundadora: “¡Cómo fulgen ahora sus cabellos / por las sendas del bosque! ¡Mira, mira, / las aguas se sonrosan, dul­ ce el viento / hace brotar ¡os cálidos colores /' de aquellos invernales labios mudos / que no hablarán jamás!” (vv. 23-28). La hija ha crecido en la muerte, por ello, parece que se asoma “fulgiendo” los cabellos y aparece el aroma de los mismos, como si renaciese. Pero, a pe­ sar del cabello o del olor, hay una inexorable certeza: “los labios mudos que no hablarán jamás”. Para el poeta, los labios son la vida, como ya dijimos, y representan una fusión del hombre y el hermoso mundo que le rodea, por ello, esa cualidad se le niega a la hija muerta. La hija muerta puede oler, tener una larga melena, pero nunca “estar en el mundo de los vivos” pues no tiene “labios” para cantar la vida. El invierno se presenta aquí como metáfora de la muerte cuando dice “aquellos invernales labios mudos”. Si recordamos los primeros poemas de

133 Gil-Albert en sus primeros libros aparecía el invierno como símbolo del dolor y de la sombra que alejaba el esplendor de la primavera y el verano. De nuevo, surgen ¡os pájaros, clave en toda su poesía, como símbolos de la libertad, seres que están destinados, como el hombre, a la muerte: “ahora ya saben / los pájaros, que el tiempo de los nidos / se acerca, y que en las pálidas ventanas, / las gentes que se sienten bondadosas, / esparcen las migajas espe­ rando / el vuelo de las aves” (vv. 36-41). Destaca la aparición de “las migajas” como alimento del que se nutre el pájaro humana, pero también de la influencia de la Naturaleza y de su esplendor. El poeta mismo, dejando a un lado la pena que embarga a la madre, y viendo como la Naturaleza no detiene su curso y sigue regalando vida, a pesar de esos encuentros con la muerte, dice lo siguiente: “¡Ay, yo mismo, / no sé por qué sintiéndome contento, / saldré con mis cuartillas y mi lápiz / al campo a respirar!” (vv. 41-44). Se produce una total identificación de Naturaleza- creación artística (clave en su poesía), nos imaginamos la tarea del poeta, con­ siderando al campo como motivo de inspiración. El regocijo de la Naturaleza es la simiente de su capacidad de crear. . De nuevo, vuelve al tono sombrío, espejo de la vida que está marcada por luces y sombras, diciendo: “Mas en la tumba llora, gime adversa/la som­ bra maternal, fijos los ojos / en aquel silencioso relicario” (vv. 45-47). El dolor contrasta con la alegría que supone el contacto con el paisaje, lo que Gil-Albert pretende es mostrar el ritmo de la vida y sus contrastes, pasando de la alegría al dolor, sin darnos cuenta. Dice la madre a la hija muerta: “Yo te quería menos existente, / más como eras, menos revelada, / menos incipiente joven en su lecho / que tiene sed o dice buenas noches” (vv. 52-55). Se refiere, sin lugar a dudas, a la hija en su actitud cotidiana, carnal, despojada de la magnificencia que le da pertenecer solo a la Naturaleza. Nos revela el poeta, a través de la madre, esa otra existencia que posee su hija para siempre: “pero no así, cercada de grandeza, / de inmensidad, donde mis pobres brazos / no alcanzan a envolverte” (vv, 56-58). ■' Ha pasado a otro plano, se halla despojada en las cosas, inabarcable, porque se encuentra disipada, está en el aire, en el río, en el monte, pertenece ya al mundo de lo creado. Frente a la existencia mortal tan fácil de asumir, ésta se revela inabarcable: “cuán más cercana / me eras en mi seno palpitando / antes de ser, que ahora que estás siendo / en tales plenitudes...” (vv. 61-64). Todo

134 está en ella, pero no hay conexión con el mundo de los vivos, por ello, carece de “labios” como ya comenté antes. Y canta en la última estrofa del poema a la juventud de la hija, su lozanía, va entregada a la muerte que lo es todo: “Mas ¿no es el eco triste, no es lo triste / el quedarnos aquí, no es alborada / lo que una blanca joven que nos deja / pre­ siente traslucir, sutil contacto / con algo que nos es desconocido?” (vv. 77-81). Presenta a la joven como pura “blanca” e insiste en que ella goza en la muerte, como si viviese a través de todo el Universo, en contacto con todo lo vivo, pero sin cuerpo, sin posibilidad de regreso a lo humano, la madre se lamenta entonces por la pérdida irreparable y por no poder disfrutar con ella de esa fusión con el mundo. El poeta insiste en la castidad de la joven, no manchada por la vida: “¿Ah, poder recordar a alguien sin tacha, / alguien que fue y no pudo ser manchado, / cuello de amor, mejillas ruborosas!” (vv. 82-84). La hija vista en su pubertad, en su camino hacia la vida, por ello, hace re­ ferencia al cuello y a las mejillas, como si de un poeta renacentista se tratase, donde la evocación física de la virtud se centraba en la blancura de las mejillas y en la finura del cuello, (recordemos la descripción renacentista de la mujer desde la cabeza hasta los tobillos, por ese orden). Termina el poema diciendo que los ojos que lloran la muerte encuentran en la evocación de la pureza un motivo espléndido para entender que la vida es más plena después de la muerte: “nuestros ojos allí donde se posan, nuestra sangre / en su curso silente, vinculados / están bajo la tierra a un ser dormido / que hace la vida intensa, el sol hermoso” (vv. 89-92). Nos habla desde lo más esencial de lo humano: los “ojos” que miran y, por tanto, describen la vida al contemplarla, la “sangre” que va fluyendo y nos ali­ menta para seguir vivos y la identificación con un ser ido, lejano, pero cercano en su castidad, en su inocencia, identificado ya con la Naturaleza, hermoso ser en un bello lugar que es su cuna para siempre. El poema es muy intenso y describe con gran belleza esa existencia, re­ flexionando sobre la vida y la muerte. En las primeras estrofas la presencia de la muerte es total, pero luego se alterna con ese resurgir de lo vivo, pese al dolor, el cual no cambia el proceso del mundo y de la vida. Comento, a continuación, el poema “Los albañiles” (Juan Gil-Albert, 2004: 339-340), perteneciente a este libro, pero en la sección dedicada a “De los Oficios y sus tentaciones”, donde desarrolla el poeta su solidaridad con el destino humano, en su cotidiana tarea, inclinación que no había aparecido

135 antes en su poesía (con excepción de la dedicada a la injusticia de la Guerra Civil española). El poema dice: ¿Quién sabe lo que somos, quién diría / ése es un ángel, aquel es un embrujo, / éste que duerme es pájaro o persona?” (vv. 1-3). Vemos ya la reflexión del poeta acerca de la identidad y se pregunta también sobre las esencias de nuestras vidas, por ello hace mención a “ángel” o “embrujo”. Incluso usa el nexo coordinado disyuntivo para referirse a la esencia mis­ ma, como si cada cual pudiese elegir: “ser pájaro o persona”. El poeta retrata a los albañiles en esa misión se seres que pasan sin ser vis­ tos, de hombres que han sellado su vida de rutina y cotidianeidad. Gil-Albert dice: “Luego llegan / a sus faenas milenarias veces, / hacer, trepar, tejer su afán de arañas / en las colgantes bridas del espacio” (vv. 18-21). El albañil es comparado con un ser que va ascendiendo por las paredes “te­ jer su afán de arañas”, pero en el riesgo “en las colgantes bridas del espacio”. El poeta imprime al poema una sensación de vacío, de vértigo, como si estos seres se hallasen en la cuerda floja: “y allí, en las ignoradas latitudes, / en aquella oquedad, en las estancias / del vacío, flotando como abejas” (vv. 22-24). De nuevo, la comparación con las abejas, se refiere, sin duda, a la labor diaria hecha, como ellas hacen, a golpe de esfuerzo. Antes pudimos ver que citaba a las arañas, ya que también tejen su red, el albañil es relacionado con su profesión, el peligro al hacer edificios y la labor de construir, como las abejas o las arañas, su panal o su tela, respectivamente. El poeta, admirando esa faceta del esfuerzo cotidiano, de labor repetitiva que no les deja vivir para sí mismos, los convierte así en sombras de la vida: “En sus quehaceres / hay algo celestial, cual enviados / de alguien que vela” (vv. 27-29). Si los compara con los ángeles es porque ascienden por los te­ jados, para construir o reparar los edificios, van realizando su labor de abajo hacia arriba. Pero insiste en el poema en la levedad de esos hombres sujetados (por un leve hilo) en el espacio, como los acróbatas del circo: “penden suspendidos, / se deslizan por leves travesanos / de hebras de sol” (vv. 29-31). Vemos con qué extraordinaria imagen, el poeta, nos ofrece al albañil traba­ jando en esos travesanos donde se filtra el sol, por ello, se cuelan finas hebras, como nos dice en el poema. Y hace mención entonces del habitante de ese lugar que, palmo a palmo, con sudor y esfuerzo, ha ido creando el albañil. Aparece el hombre descono-

136 oído que recoge la faena ya hecha para instalarse en la tarea cumplida, como rey del hogar: “dejando preparadas / al intruso las pálidas celdillas / con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube” (vv. 31-34). Vuelve a hacer hincapié en las “celdillas” que nos recuerdan, de nuevo, a las abejas y a la labor que supone crear lo cotidiano. Intuimos en el poema la ingratitud que debe sentir el albañil, creador para otro, de esos espacios para vivir. Las llama “pálidas celdillas”, porque son los pequeños espacios donde hombres anónimos, en un mundo abigarrado, han de vivir. Esas ventanas pe­ queñas que ofrecerán luz “casta y nueva como nube”. Y, de nuevo, aparecen estos hombres tristes que renuevan cada día su labor: “A mediodía bajan, cual palomos, / a comer sus migajas, y en le suelo / parecen hombres tristes y sencillos / que no estuvieran hechos para el aire / de esta misión” (vv. 35-38). Se refiere, sin duda, a esa comparación de los hombres con las aves que recogen “sus migajas”, recordemos que ya aparecía esta expresión en otros poemas. Son hombres que quieren ser libres como los pájaros, pero que se hallan encadenados en la rutina de su labor cotidiana. Otra vez nos presenta a estos hombres en su sombrío quehacer, pero ya al final de su trabajo diario. Aparece el dolor y la vida aciaga, como seres que cargan con un lastre definitivo y cruel: “Recogen sus aperos / olorosos a tierras y barnices, / algo abstracto que flota en tomo suyo, / áspero y sepulcral” (vv. 39-42). En la mención de los dos adjetivos con que finalizan los últimos versos citados, se observa ya la adversidad de la vida: “áspero” reflejando la vida que se niega a la felicidad y “sepulcral”, vida sombría y rutinaria destinada a la muerte. Vemos también a los albañiles con su miseria, empujados a la tristeza, no mejor de sus grises hogares: “y huyen del foco / de la noche y sus redes lumi­ nosas / hacia oscuro suburbio” (vv. 42-44). Son personas que viven en casas pequeñas y frías: “oscuro suburbio” y que huyen de la noche, aquí símbolo de la miseria de la vida: “y huyen del foco / de la noche y sus redes luminosas”. Si no fuese la “noche” un lugar que atrapa la conciencia y atemoriza a los que no han vivido, no utilizaría la palabra “redes”, como espacio donde uno queda atrapado, y, además, son “luminosas”, dan luz, engañosa, a la adversidad. El poema termina tan desolador como comenzó, sin duda, el poeta cree que el hombre y el trabajo son la condena de la vida: “en que descargan / de sus

137 hombros la fe de la existencia; / esa apariencia fácil, casi alada / de su anónima sombra” (vv. 44-47). Nos imaginamos en el poema a estos hombres como los pájaros que los seres humanos compran y meten en jaulas, sin libertad alguna, viviendo la miseria de su falta de espacio. Gil-Albert nos deja en este poema esa sensación de que el trabajo no digni­ fica la vida, sino que la condena, la hace miserable para siempre. No podemos asegurar que tenga la misma opinión de todos los trabajos, pero sí podemos decir que el trabajo no es válido para mejorar al hombre, sino que le limita y reduce su libertad. El poeta alicantino, fiel a su sentido estético de la vida, reivindica el ocio. Por ello, Gil-Albert rinde tributo al ocio como espacio para la creación, para hacer de la vida un ejercicio de contemplación que, tras este tiempo, po­ sibilita la labor intelectual. No hay, para el poeta alicantino, necesidad de vivir la rutina que oprime la libertad individual. Cito aquí, un poema muy distinto donde el trabajo se reivindica y se con­ sidera la plenitud del hombre, viene de la mano de Claudio Rodríguez, un extraordinario poeta que dejó una obra muy hermosa. El poema se llama “Alto jornal” (Claudio Rodríguez, 2001: 101) y pertenece a su libro Conjuros (1958), dice así: “Dichoso el que un buen día sale humilde / y se va por la calle, como tantos / días más de su vida” (vv. 1-3). En estos primeros versos vemos la actitud del hombre cotidiano “humilde” y, además, repitiendo el mismo acto una vez más. Pero nos interesan los versos: “y va al trabajo / temblando como un niño que comulga/ mas sin caber en el pellejo” (vv. 10-12). Describe al hombre que va al trabajo con emoción, hasta el punto que parece un día singular: “temblando como un niño” y, además, hace referencia a lo religioso, lo que muestra ya la comparación oficio-fe. El acto del trabajo se convierte así, para el poeta, en algo sagrado y gra­ tificante, un esfuerzo que dignifica la vida y la da sentido. El poeta zamorano dice: “y cuando / se ha dado cuenta al fin de lo sencillo / que ha sido todo, ya el jornal ganado, / vuelve a su casa alegre y siente que alguien / empuña su aldabón, y no es en vano” (vv. 12-16). Qué contraste tan grande muestra con el regreso sombrío al oscuro suburbio del poema de Gil-Albert, el hombre ya no refleja tristeza, sino vuelve “alegre” y, además, la labor cotidiana ha sido fácil, frente a la dificultad de los albañiles que eran comparados con acróbatas en el poema del escritor alicantino.

138 Termina (he recogido los versos más significativos para establecer la com­ paración con el poema anterior) dignificando la vida a través del trabajo, inclu­ so. haciendo del mismo un acto necesario para conseguir la bondad y el cielo prometido (en la comparación con el niño que comulga deduzco esa visión religiosa del trabajo). Si he querido comparar ambos poemas ha sido para mostrar distintos mo­ dos de ver el mismo acto: si Claudio Rodríguez ve en la diaria labor un sentido, llamémosle religioso, acorde a su fe, donde el sentido de la existencia se expli­ ca en el esfuerzo y en la familia, el poeta alicantino nos deja una visión distinta, donde el ocio es el único sentido de la vida. Comento el poema de Gil-Albert: “Unas aves” (Juan Gil-Albert, 2004: 345), donde refleja la visión de los pájaros como seres que llevan escrita la pena y el sino trágico, pese a la aparente libertad que poseen. Este nuevo poema nos deja la sensación de que el poeta goza con la Natu­ raleza y el ciclo de la misma le produce a veces alegría, pero también desdicha. Pertenece a la sección “En alta mar”, del libro que comentamos. Dice: “Planeáis sobre las aguas color de acero / como unas almas lúgubres encade­ nadas a la insipidez de sus formas” (vv. 1-2). Supone ya un descubrimiento la imagen de las aves como “almas lúgubres” y, además, condenadas, es decir, “encadenadas”, a una forma que no va ser bella ni fea, sino “insípida”. Es curioso que las aves, para el poeta, aparezcan vistas en esta privación de libertad, cuando en otros poemas representaban la libertad misma. Pero nos dice en los versos siguientes mucho sobre ellas: “Nunca las alas han transportado cuerpos menos gozosos / ni la languidez reabsorbido en sí menos esperanzas” (vv. 3-4). Como vemos, la belleza se pierde porque no hay placer: “cuerpos menos gozosos” y sí lamento: “menos esperanzas”. El paisaje entero se halla conmovido ante el paso de las aves: “Islotes y peñas callan eternamente, / y la triste maleza que verdea estas extremidades / entumecidas, es todo cuanto indica que, muy lejos, la tierra gesta” (vv. 5-7). Las aves son reconocidas, no por los paisajes soleados o por el mar, sino por los ámbitos tristes y solitarios: “islotes y peñas”. Sólo hay un rasgo, una huella que señala la vida en ese lugar: “la triste maleza que verdea”, es decir, el musgo que se adhiere a las piedras y que señala que la tierra no está muerta, aunque sí carente de fertilidad. Dice Gil-Albert, como subtítulo al poema: “Navegando por el Estrecho de Magallanes” lo que nos sitúa en esa inmensidad, lugar idóneo para expresar la visión errante de las aves y el panorama desolador. Estos pájaros, por ello, están arrastrados por la tristeza, porque el paisaje no florece, es solo “triste maleza”, se convierten por efecto de lo desolador en “almas lúgubres”, condenadas a vagar en la distancia y el vacío. Nos aclara así el poeta el por qué de esta visión de las aves y nos señala que el paisaje es el causante de tanta tristeza: “llévase en los ojos jirones del desolador panorama” (v. 12), se refiere al hombre que pasa “furtivo como sombra” (v. 9), el ser humano que nunca se queda, sólo mira el mundo vacío al pasar en el barco. Las aves vuelven a asomar a la voz del poeta y los adjetivos son una clara respuesta a lo que ya hemos comentado: “Lacias criaturas que os movéis en el espacio, / tan lejos de la realidad amorosa, / pardas como la vida que os pertenece / y angustiosamente intranquilas” (vv. 13-16). No hay en ellas señal alguna de alegría, si son “pardas” es que simbolizan lo oscuro de la vida que está condenada a morir, si son “angustiosamente intranquilas” es por su vuelo en un lugar deshabitado y vacío, tan propio para la muerte lenta. El poeta se dirige a ellas de nuevo, expresando esa certeza de que el animal comunica pena, desolación, peregrinaje, envueltas en un desasimiento de los sentimientos y de la propia vida, dice: “Terrible es sospechar que el plumaje animal / que os da, entre tantos seres, de otros climas, / la graciosa designación de “las aves” / no os comunique nada de su tibieza” (vv. 17-20). Para el poeta queda clara la distinción entre los pájaros que ha cantado en otros poemas y que ofrecían en su vuelo la libertad y estas “aves” que parecen no serlo realmente, como si estuviesen envueltas en un cuerpo que no les perte­ neciese, ya no existe la “graciosa designación” y sí “nada de su tibieza”, están desoladas, fruto del paisaje estéril que les rodea. Acerca del paisaje que aparece en el poema, Gil-Albert dice: “Y un horror me hiela la felicidad que busco” (v. 21), se refiere a ese frío del paisaje y a la carencia de vida que aquel lugar contiene, tan lejos del esplendor de su tierra natal. Termina el poema, dejándonos la sensación de desolación, de tristeza, en un ambiente nada propenso para cantar la felicidad. Vemos, en la visión de las aves como símbolo del dolor, una clara iden­ tificación (aunque en Gil-Albert es ocasional este tratamiento triste de estos animales) con la visión que Francisco Brines tiene de los pájaros. Es interesan­ te recordar un fragmento de El barranco de los pájaros, concretamente en el apartado II (Francisco Brines, 1997: 36), cuando dice: “En el silencio súbito, los rostros / se quedaron muy bellos y aquel cielo / fue rompiendo las ramas, despertando / las alas de los pájaros, su voz / llena de heridas” (vv. 9-12).

140 Podemos contemplar cómo el poeta incide en la tristeza al dirigirse a los pájaros: “su voz llena de heridas”. Hay una visión del animal encadenado a su peregrinaje, a su soledad, como vimos en el poema de Gil-Albert. En El barranco de los pájaros, el poeta valenciano repite esa idea de los pá­ jaros que poseen una “voz”, es decir, coincide con la voz humana y la reflexión ante el dolor que nuestra condición tiene ante el espectáculo de la vida y ante la sensación de nuestra mortalidad. Pero no sólo en la poesía de Brines, el pájaro representa la tristeza, sino también en otros poetas, como Juan Ramón Jiménez, podemos ver la visión del pájaro envuelto en la melancolía y el dolor, como en su poema “Balada Triste del Pájaro de Agua” (Juan Ramón Jiménez, 1990: 175-176): “Pájaro de agua, / ¿qué cantas, qué cantas?” (vv. 1-2). En la repetición, el poeta insiste en conocer la voz del pájaro, su pena o su alegría. Pero después nos habla de su tristeza: “Desde los rosales / de mi jardín, llama / a esas nubes grises / cargadas de lágrimas...; / quisiera, en las rosas / ver gotas de plata” (vv. 3-8). Si las nubes son “grises” es porque reflejan pena y lo hacen cuando llueve “cargadas de lágrimas”, es una bella imagen, reflejo de Ja lluvia personificando el dolor humano, J. Ramón expresa con ellas la atmósfera triste del poema. No sólo las nubes se sienten apenadas por el canto del pájaro, sino que el dolor llega también al sol: “el sol está triste / sobre tu sonata” (vv. 14-15). Y, después, para agrupar toda la tristeza posible, el poeta se siente también triste al oír el canto del pájaro: “Mi canto, también / es canto de lágrimas” (vv. 17- 18). Y nos habla, en unos pocos versos, del espíritu del pájaro y su tristeza: “Amo el canto errante / y gris, que desgranas / en las hojas verdes, / en la fuente clara” (vv. 24-27). El ave también deja tristeza en las hojas, en la fuente, en la Naturaleza entera. El poeta quiere que el pájaro se quede a su lado, porque la pena también va unida a él, está en su interior: “¡No te vayas nunca, / corazón con alas!” (vv. 28-29). La máxima expresión del sentimiento es esta identificación animal- corazón, espejo en su dolor de la desdicha del poeta. Al final, J. Ramón repite esa necesidad de saber la magnitud de la pena y conocer así a ese otro yo, comunicando así un dolor con otro, para aliviarlos mutuamente: “Pájaro de agua, / ¿qué cantas, qué cantas?” (vv. 30-31). He querido comparar ambos poemas, porque sostengo que Gil-Albert fue un buen lector de J. Ramón, como también lo fue Brines, ya que el poeta an­

141 daluz ha cantado como pocos a la Naturaleza y a la melancolía que lleva en su seno. Concluyo este repaso a los poemas de El existir medita su corriente con el poema “A la vejez” (Juan Gil-AIbert, 2004: 352-353), donde aparece el tema del tiempo y su paso inexorable por nuestra vida. Antes de comentarlo, merece la pena destacar lo que dijo Francisco Brines sobre el poema “A unas aves” cuando sugiere, corroborando mi idea anterior, que éste es una excepción en la obra de Gii-Albert porque refleja un panorama desolador de la Naturaleza: « “Navegando por el estrecho de Ma­ gallanes.” Tan insólita excepción sólo ha podido tener lugar en una naturaleza ajena, y enteramente extraña» (Francisco Brines, 1995: 150). Esa excepción en su poesía abre también un mundo donde la Naturaleza también sufre, como dije anteriormente. Pero, veamos el paso del tiempo en el poema “A la vejez”: “Cual una som­ bra a veces te insinúas / lejos aún, y a un tiempo deliciosa / casi como un joven que apartara / un nuevo resplandor” (vv. 1-4). Si vemos la vejez como otro peldaño de la vida, podemos entender lo que dice, parece que nos cuenta que la vejez es un regreso, una evocación a la época dorada de lo vivido: “casi como un joven que apartara / un nuevo resplandor”. Pero, seguidamente, el poeta define más su impresión del tiempo: “Vas como hechicera / vertiéndome en la sangre un bebedizo / y dando a mi sonrisa una engañosa / aura primaveral” (vv. 7-10). Reincide en lo dicho antes, la ve­ jez como evocación de la juventud, pero “engañosa” porque es solo espejismo y nada vuelve realmente. El poeta es consciente de ello y nos da su impresión en el poema de tal fatalidad. Dice: “Que importa, dices / si en tus cabellos anda floreciendo / una pálida aurora y a tu puerta / hago sonar con férvida llamada / al juvenil discípulo ex- tasiado” (vv. 10-14). Lo que hay en la vejez no es una aurora resplandeciente, sino “pálida”, porque es la antesala de la muerte. La mención a los cabellos es muy habitual en los poemas que indican el paso del tiempo, solo hay que recordar los sonetos escritos en el Barroco. El poeta quiere recordar esa época de lozanía ya perdida, por ello mencio­ na: “férvida llamada” y “extasiado”. Le pregunta al poeta alicantino a la vejez si fue aquella juventud motivo de canto y si se vierte esplendorosa aquella evocación como para sustituir dicho recuerdo a la certeza del tiempo que se acaba: “¿Alguna vez brotaron de tu boca / tal caudal de estivales melodías, / ni sentiste en lo hondo de tu pecho,

142 ; entre los borbotones de la sangre / abrirse en dominio tan hermoso / tu flor crepuscular?” (vv. 15-20). La mención a la flor aparece mucho en su poesía, porque es símbolo de la belleza y la juventud, aquí va a serlo del tiempo recobrado, por ello, utiliza el adjetivo “crepuscular”, si se abre una “flor crepuscular” es que surge el recuer­ do, la memoria del tiempo ido, sustituyendo en su intensidad al tiempo que realmente se vive, la vejez. Es interesante esta sustitución del tiempo evocado por el tiempo real; en ello, encuentra el poeta el único resquicio de felicidad ante la inminencia de la muerte. Es curioso que aparezca el don de la palabra en el poema, porque la memoria no entiende de lenguaje, podemos soñar con los ojos, con la boca: “Oye el susurro / con que se encrespa el don de la palabra / bajo el suave rocío del ocaso” (vv. 20-23). Si se “encrespa el don de la palabra” es que no es necesario para el recuer­ do, es mejor el silencio, cerrando los ojos, para ver mejor el ayer gozado. El poeta, ya entregado al placer que supone la posibilidad de revivir el tiempo desde la ancianidad, dice al final del poema: “Y ante tal persuasión, ¿quién no abandona, / como a un placer postrero que nos tienta, / su vida a esta fiel mano amortiguada / que pule cuanto toca?” (vv. 24-27). Nos recuerda, sin duda, a Rubén Darío y a unos versos de su poema “Lo fatal” (Rubén Darío, 1992: 45), perteneciente a Cantos de vida y esperanza (1905), cuando decía: “y la carne que tienta con sus frescos racimos” (v. 10). Ante esta imagen, aparece la juventud, su placentero derroche de vida. Pero no olvidemos que aquí está recordando, por ello, es “placer postrero” y su mano está “amortiguada” es porque ha llegado a la madurez de la vida. Ya no hay desenfreno, sino mesura en esa visión del tiempo desde la vejez. La juventud pasa a ser evocada con la perspectiva que da el paso del tiempo, sin los excesos de la lozanía. El poema avanza en endecasílabos blancos con una belleza especial, hay un tono contenido que no evita el entusiasmo: “férvida llamada”, pero siempre, desde la reflexión que un hombre hace de la vida en plena madurez. Resulta interesante para comprender la presencia del tiempo en Gil-Albert, la impresión que nos transmite Francisco Bernácer en su estudio “Juan Gil- Albert (encuentro entre el presente y el recuerdo)” cuando el poeta vuelve después del exilio y se encuentra con su finca amada de “El Salt”: “Gil-Albert estuvo esa misma mañana con varios amigos frente a la finca de “El Salt”. Un remanso de silencio junto a la carretera. Aquella finca fue de su familia y allí aprendió a mirar nuestro poeta” (Francisco Bernácer, 1975: 149-150).

143 Lo que nos interesa de estas líneas es la imagen del poeta frente al lu­ gar amado que evoca la niñez y la juventud y, con la maestría que lo define Bemácer, nos basta: “Gil-Albert, delante de los demás, calla, se recoge en sí mismo. Esta imagen de Gil-Albert silencioso al pie de los recuerdos que son la almendra de su obra, ilustraría elocuentemente sus escritos. Hay que entrar en Gil-Albert de puntillas. En su obra, en su casa y en su persona” (Francisco Bernácer, 1975: 149-150). Refleja muy bien por qué Gil-Albert insiste en el recuerdo, alimenta su obra de él y lo convierte en tema clave de su obra en su obra en prosa y en su poesía. Termino este apartado dedicado a El existir medita su corriente citando a Pedro J. de la Peña sobre la importancia de la tierra natal en el poeta alicantino, tal e^ la influencia de ésta que los otros paisajes que aparecen en su poesía, salvo la tierra mexicana, no dejan esa huella en su interior, como vimos en la excepcionalidad desoladora de las aves en su viaje al Estrecho de Magallanes. Su tierra, sin embargo, nunca engaña, su esplendor permanece para siempre. El crítico y poeta valenciano dice: “Hombre entre los hombres Gil-Albert puede identificarse con le universo porque vive intensamente lo local" (Pedro J. de la Peña, 1982: 218-219). Para Gil-Albert, el Mediterráneo lo es todo, expresa y centra su vida para siempre. Y continúa el crítico diciendo: “Uno de los más básicos autores con­ temporáneos que se circunscribe así a un mundo específico y a una tierra dada, los griegos hubieran dicho “uno de los nuestros”. Y lo es” (Juan Gil-Albert, 1982: 219). Afirmo que es un buen final para este libro que aúna la reflexión y la evoca­ ción a su tierra natal, a una madre como si de una diosa se tratase, a los oficios que se cumplen en su rigor y su rutina donde no se halla la verdadera vida, y a la visión de la Naturaleza, cantada de nuevo, con serenidad, prendado de nos­ talgia, para que amemos aún más su delicadez y su sentido estético de la vida. Todo un ejemplo, sin duda alguna. CONCLUSIÓN: EL EXISTIR MEDITA SU CORRIENTE El existir medita su corriente representa el último libro escrito en el exilio, lo que mejor le identifica es el homenaje que ofrece hacia el mundo griego, como espejo donde se mira el poeta alicantino. Los poemas que he seleccionado ejemplifican muy bien esta idea. Desde “El Mediterráneo”, donde canta a su tierra natal, evocando la luz de su tie­ rra, la figura de los pájaros como espejos de la vida humana, hasta la mención explícita al mundo griego en “A un monasterio griego”.

144 En este poema Gil-Albert canta al recogimiento, a ia vida contemplativa y a la castidad, todo ello, como síntesis de su visión ética y estética de la vida. No resulta menos interesante su poema “A mi madre como Démeter” don­ de nos cuenta la desolación de una madre por la muerte de su hija. La identi­ ficación de esta última con la Naturaleza refleja la visión pagana del poeta de Alcoy. No cree en un Dios que justifique nuestra vida aquí, sino en la incorpo­ ración del ser humano a la Creación, disipado en sus elementos. La pena de la madre por no poder devolver a su hija a la vida es estremecedora, y la mención de los labios como símbolo del amor humano que se ha perdido para siempre. El poeta alicantino no olvida los oficios en este libro, aparece un poema muy interesante titulado “Los albañiles”, en el cual nos describe a éstos en su oficio lleno de rutina y miseria. El planteamiento del poeta es el rechazo al trabajo, reivindicando el ocio corno única manera de encontrar la felicidad. La comparación con las abejas y las arañas es un gran hallazgo del escritor. En resumen, el libro tiene mucho que ver con esa identificación con la Na­ turaleza como “beatus ille”, lugar idílico que reivindica el poeta para conseguir la dicha. La cultura helénica es su mejor influencia. Aparecen los pájaros, lo que nos recuerda a la visión de Francisco Brines de ellos como elemento de libertad, pero no exentos de dolor, como mostró en El barranco de los pájaros, donde los niños encuentran la violencia del mundo adulto, y por lo tanto, la infelicidad que conlleva esa desaparición del terreno sagrado de la infancia. Es, sin duda alguna, un gran libro que pone punto final a su poesía en el exilio.

145

CONCERTAR ES AMOR: EL SONETO COMO ESPEJO DE LA CREACIÓN

Adentrarse en Concertar es amor es profundizar en la poesía madura de un poeta que ha ido dejándonos los temas de su obra en libros anteriores. Gil-Albert ha recorrido mucho camino desde que utilizó el soneto para escribir su primer libro de poemas Misteriosa presencia en 1936, nos hallamos ya en 1951 y el poeta, ya en España de nuevo, escribe un libro de sonetos muy distinto al que alumbró en su temprana poesía al comienzo de la Guerra Civil española. La importancia del soneto en el libro es básica y, como dice muy bien Pe­ dro J. de la Peña en su estudio sobre Gil-Albert, el soneto es necesario en el libro: “De manera que Misteriosa Presencia hubiera podido recurrir, con igual validez gongorina, a las octavas reales o a las silvas. No ocurre lo mismo en Concertar es amor que está concebido por y para el soneto. Un libro dedicado no a sus temas, sino a sus modos” (Pedro J. de la Peña, 1982: 148). No hay barroquismo en Concertar es amor, como sí lo había en Misteriosa presencia. Otro dato importante es la construcción del libro, dividido por los meses del año. Los diez primeros poemas corresponden a Septiembre de 1949. Tras ello, viene una segunda parte, nombrada como “El Año”, en donde la titulación ha sido sustituida por la numeración (del I al LVI), salvo el primero, dedicado al poeta Ausias March y escrito en valenciano. Este segundo apartado se escribió desde Noviembre de 1949 a Junio de 1950. Se trata, casi, (de ahí el título) de un año. Es necesario comentar algo significativo sobre la amplitud temática del libro, aquí aparecen cuestiones familiares, religiosas, amorosas, etc. Va a ser en (en palabras de Pedro J. de la Peña) un “mapamundi” interno. Aparece el recuerdo de México desde el soneto XXV hasta el soneto XVIII: Hay recuerdos de una época importante de su vida en el libro.

147 Cito, de nuevo, la opinión de Pedro J. de la Peña en su estudio sobre el poe­ ta, cuando hace mención del clasicismo de los sonetos aparecidos en este libro: “Se trata de sonetos que hubieran sido perfectamente entendidos por nuestros autores del Siglo de Oro” (Pedro J. de la Peña, 1982: 150). Para el poeta cántabro estos sonetos se comprenderían en su fondo crítico y, por ello, serían motivo de ajusticiamiento por parte de los tribunales de la Santa Inquisición. Entendemos aquí que esto significaría comprender la osadía de unos sonetos valientes donde temas delicados como el amor homosexual serían motivo de condena. Es importante resaltar todo ello, antes de empezar a comentar algunos de ellos. He elegido de los primeros sonetos escritos en Septiembre de 1949 “Llueve”, “Chopin” y “El resfriado” para que veamos los diferentes temas que aparecen en el libro. En el primero de ellos, “Llueve” (Juan Gil-Albert, 2004: 364), va a hacer varias referencias culturales, lo que prueba que Gil-Albert utiliza la poesía para prender la llama de la inquietud literaria en los lectores. El poema dice: “Desde la cama vi como llovía / sobre las verdes horas del verano / removiendo ese aroma pagano / de tierra y humedad” (vv. 1 -4). En el primer cuarteto ya establece la lluvia como redención: “removiendo ese aroma tan pagano” pero no hacia el catolicismo, sino hacia un goce de la vida que nos conduce al mundo griego, a su mundo ideal. La lluvia no llega con connotaciones negativas, como era habitual, dada la presencia en el poema del “verano”. La “tierra y la humedad” cobran así toda su carga de elementos que indican la concepción del mundo. Vemos en los versos siguientes lo placentero del verano en el poeta: “qui­ se ese día / quedarme recostado y consumía / la jornada siguiendo el aldeano / rumor de las corrientes como en vano / de resistir su goce” (vv. 4-8). Se describe el momento del ocio y del espíritu contemplativo del poeta “quedarme recostado” y la insistencia de los lugares que se hallan lejos de la gran ciudad “aldeano”. Pero, lo que más nos interesa del poema, llega en los tercetos, cuando Gil- Albert hace referencia al mundo de la filosofía y de la literatura: “a más leía, / bien a Nietzsche cual el que a entrar s,e atreve / a un terreno acotado y agua bebe / salutífera” (vv. 4-7). La llegada de la cultura en el poema pone en evi­ dencia la consideración que de la vida tiene y la necesidad del aprendizaje a través de las artes para conseguir la perfección personal.

148 Sabe que es osado, si no lo fuese no hubiese utilizado en el poema el verbo “se atreve” para referirse a la lectura del filósofo alemán, tal es el caudal de cul­ tura que abre a sus ojos el pensador: “agua salutífera”. La elección del filósofo no es casual, pertenece a una de sus lecturas principales a lo largo de su vida (ya lo vimos en el estudio de su prosa) donde cobra una gran afinidad el mismo mundo: el mundo griego y la cultura pagana. En el último terceto dice: “o bien con los murmullos; / a Maragall de fres­ cas asperezas. / Luego, ya anocheciendo, y de capullos / pues Ronsard aroma a mis flaquezas” (vv. 7-10). Llama la atención que cite a un hombre del modernismo, Joan Maragall, que elige en su poesía un lenguaje vivo y descarnado, la “paraula viva” del gran poeta catalán. Pero no termina aquí sus gustos literarios y, al llegar la noche, hace referencia a Ronsard, donde se cultiva el misterio que cantó Darío en uno de sus grandes poemas. El poeta alicantino habla de “flaquezas”, porque los hombres elegidos can­ tan con osadía el amor y el goce de vivir. El poema se muestra así, no sólo como un testimonio del amor por la poe­ sía, sino de su visión estética de la vida, unida a al belleza y al goce del mun­ do. La elección del filósofo alemán tiene que ver más con el ideario ético de Gil-Albert, el cual sigue al filósofo en su crítica a la religión y a la mediocre sociedad de la época (aunque vivieron en tiempos distintos, ambos detectaron la miseria del banal mundo que les rodeaba). No acaba aquí su postura, su estética se centra en poetas que han sensuali • zado la vida, como Maragall o Ronsard. Muy distintos, pero ambos enfrenta­ dos al amor que cantan de forma plena y gozosa. El poema se cierra así, dejándonos un aroma extraño, pero filtrando éste de gran belleza en sus versos. Comento, a continuación, el poema “Chopin” (Juan Gil-Albert, 2004: 364), donde el poeta vuelve a reivindicar la música como un arte escogido que su­ blima el pensamiento. Dice: “Pronto se cumplirá ese largo día ! en que murió Chopin; hay quien nacido / parece para ser anuncio y nido / de alguna fuerza errante, así quería...” (vv. 1-4). En este cuarteto nos señala la importancia del genio del piano que fue Cho­ pin, es un mensajero del misterio del arte: “anuncio” y, también, el que recoge el mismo para transformarlo en música deliciosa: “nido” y, naturalmente, va a tener un poder, una energía difícilmente comparable: “de alguna fuerza errante.”

149 El músico se transforma en un ser elegido para llevar la música a un lugar especial, solo posible para aquellos que la aman con fervor. En el segundo cuarteto, hace referencia no ya a la figura de Chopin, sino al efecto que produce, la consecuencia de su arte: “la oscura violeta ser la guía / primaveral y así éste que transido / deja el fogoso piano herido / por suprema caricia solo ansia...” (vv. 5-8). Vemos que el músico está transformado por esa fuerza errante: “transido” y, además, al tocar el piano, hiere con ternura ese instrumento, tal es su poder de seducción: “deja el fogoso piano como herido / por suprema caricia”. Si fuera un efecto liviano y superficial, no hubiera empleado nunca el ad­ jetivo “suprema”, por ello, conocemos que la consecuencia de su genio queda impresa en el piano, le “hiere”. El poeta continúa en los tercetos, no ya hablando del pianista y de su efecto en el piano, sino de su deseo: “ser la voz del Otoño. Octubre y llueve; / pre­ páranse las fiestas y las damas, / caen rendidos los frutos y la hoja" (vv. 5-7). La melancolía y la tristeza aparecen en estos versos, se plasma la pena de ese tiempo triste que es, siempre en el poeta, Octubre, ya que desaparece el verano y nos adentra en los atardeceres prematuros y en la sensación hosca de la noche. Pero también la música de Chopin es el lugar ideal para las fiestas y, desde luego, para ese efecto supremo de la armonía en la Naturaleza, rendida ante la música dulce y misteriosa del pianista: “caen rendidos los frutos y la hoja”. Esta imagen nos recuerda al otoño, donde las hojas caen, pero aquí hay algo más intenso que el tiempo: el arte. El último terceto no es ya ni la presencia del poeta ni su efecto en el instru­ mento, ni su repercusión en la Naturaleza, sino una invocación al pianista del poeta fascinado por su arte: “Si brumoso o feliz, aún quieres, amas, / esa ráfaga escucha que conmueve / de aquel que la lanzó y que se deshoja” (vv. 8-10). El poeta lanza al músico una especie de consejo donde no importa el estado de ánimo “brumoso”, es decir, melancólico o “feliz”, sino que la música, en estado de gracia, siempre llega a su alma y a su corazón. Por ello, expresa a través del verbo “amas” esa pasión que el pianista siente más allá de todas las cosas, la música. Si la música es “ráfaga”, es decir, rauda y envolvente, provoca en aquel que la ofreció una sensación de melancolía, afín al paisaje otoñal que se “deshoja” como el pianista, al tocar el delicioso instrumento.

150 El soneto es muy hermoso y además está muy bien estructurado, si en el primer cuarteto nos habla de Chopin y de su genio, en el segundo se dirige al piano y de su “herida por suprema caricia”. En los tercetos, sin embargo, refle­ ja el influjo de la música de Chopin en la Naturaleza, conmoviendo al paisaje y en el último terceto queda constancia de la identificación arte musical- Na­ turaleza, reflejando así la respuesta del año, el Otoño, a la melancolía que la música de Chopin produce. Relaciona así el arte (en los cuartetos) con su respuesta en el mundo amado (en los tercetos) creando un bello poema, de gran armonía y clasicismo. Es inevitable citar aquí las líneas de Breviarium Vitae dedicadas a Cho­ pin, donde Gil-Albert nos deja su notable impresión acerca del genial artista: “En Chopin habla, en todo momento, tanto la humanidad como el hombre y es por eso que, al escucharlo, cada cual se oye a sí mismo” (Juan Gil-Albert, 1995: 360). Lo que expresa después, en el citado libro, es otra manifestación de la pa­ sión, pero haciendo referencia a la melancolía que nos deja y que, tan clara­ mente, reflejaba en el poema comentado: “Digo habla porque es una música hablada, en que nos escuchamos diciéndonos lo que tal vez no supiéramos por nuestra cuenta pero que, es tan nuestro que, a veces, en medio de su resplandor, nos sobrecoge hasta las lágrimas” (Juatr Gil-Albert, 1995: 360). Queda así constancia de que Chopin fue muy admirado por Gil-Albert y su música debió de sonar muchas veces en su casa, deleitando parte de su vida. Si el pianista es un ideal para el poeta alicantino, vamos a ver cómo influye Schumann en Juan Ramón Jiménez en un poema titulado “Elegías lamenta­ bles” (Juan Ramón Jiménez, 1990: 185), podemos ver el tono triste que emana de la música y, como ésta, crea en el poeta una visión de luz muy especial: “Traigo en el alma a Schumann, y el oro vespertino / ha encantado en mi senda, el doliente paisaje...” (vv. 1-2). Para el poeta andaluz, la música de Schumann ofrece la magia a un ámbito de tristeza “doliente paisaje”. El poeta de Moguer dice aún más, rechaza toda comunicación con el mun­ do ante el éxtasis de la música: “Dejadme..., yo no quiero agua, ni pan, ni vino / ni ver a esas mujeres, ni mudarme de traje..(vv. 3-4). Vemos el deseo de J. Ramón de vivir en el arte musical, lejos de la vida y sus costumbres: “Lo eterno, en mí, está abierto como un tibio tesoro / y, sobre la amargura del miedo cotidiano / llueve sus claridades de azul, de rosa, de oro, /florece lo extinguido y acerca lo lejano...” (vv. 5-8).

151 El mundo hostil que supone la ciudad y sus gentes refleja el “miedo coti­ diano” y, sin embargo, la música , es “tibio tesoro” y, como es tibio, lleva humedad, es decir, lluvia de colores: azul, rosa, oro. La música se convierte, para Juan Ramón, en una posibilidad de la imagi­ nación que destierra el mundo real, convirtiendo a la vida en algo más hermo­ so, rico, colorido. Coincide todo ello con el ideario estético de Gil-Albert, con su visión de la vida como goce de la Naturaleza y del arte, en plena fusión. Lo que el poeta andaluz lleva, es decir, su capacidad de soñar, se acrecienta con la música: “La luz inmarcesible que llevo dentro arde / como una prima- verade sueños de colores... / ¡Ay, prolongar eternamente esta dulce tarde, /o morir ya, entre estas iluminadas flores” (vv. 9-12). Vemos la identificación interior-exterior en el poema, a través de la música, la importancia de este fuego interior que “arde” en esa sinfonía de colores. El poeta, entonces, utiliza el lamento, pero lo hace para expresar el gozo de estas sensaciones que unen lo interior (su imaginación, su capacidad de soñar o idealizar) y el exterior (la presencia de la música, regalando armonía a un mundo que no la posee). Por ello, lo expresa de forma tan categórica en el poema: “prolongar” o “morir”, tal es el gozo que le embarga al disfrutar de la música de Schumann. Como dice muy bien en el prólogo al libro en que se recoge la Antología de la obra de Juan Ramón, Javier Blasco dice acerca del arte poético del poeta de Moguer lo siguiente: “La naturaleza ilumina un espejo ético para el poeta, pero también una norma estética: la copla del agua o la charla del chopo le marcan el tono a la flauta del poeta” (Javier Blasco, 1990: 44). Gil-Albert es consciente de esta influencia, ya que, para él, el sonido de la Naturaleza conforma su estética y coincide así con Juan Ramón en encontrar en el arte un espejo del mundo, pero sometido, por deseos del artista, a un ma­ yor grado de perfección. Ambos poetas subliman así su condición de artistas. La confluencia de esa estética de la Naturaleza con el arte refleja el deseo de llegar a la emoción de las cosas verdaderas que queda ejemplificada en la música, intangible, pero deleitable para el mundo interior de ambos poetas y, para su percepción hipersensible de la vida entera. Comento otro poema, de tema más trivial, pero no carente de cierta calidad. Se trata del dedicado a un resfriado. Se titula “El resfriado” (Juan Gil-Albert, 2004: 366).

152 Dice: “En estos días traidores, tan hermosos, / en los que se conjugan elementos / varios y en plenitud como portentos / que ahora sonríen y ahora están brumosos” ( vv. 1-4). Se refiere a esa época donde podemos apreciar un cambio de clima, a ratos, frío, otras veces, sudor y que son propicios para resfriarse. Por ello, consigue que esos elementos queden humanizados: “ahora son­ ríen y ahora están brumosos”, son épocas de frío o de lluvia “brumosos” o momentos de un tímido sol que va creciendo: “ahora sonríen”. Si en el primer cuarteto nos introduce en la época del otoño, en el segundo cuarteto nos habla más concretamente del espectáculo de la Naturaleza: “nos mantienen mirando sus pasmosos / cambios de luz, colores y de acentos / que evolucionan rápidos o lentos / cual magia celestial” (vv. 5-8). Se observa en este cuarteto que la Naturaleza tiene su esplendor y propicia esos días en que amanece temprano y anochece pronto, son, por tanto, “cam­ bios de luz, colores y acentos”. Constituye una evolución diferente: “rápidos o lentos”, porque son atributos de la Naturaleza, poseyendo su “magia celestial”. En los tercetos expresa en graciosos versos la consecuencia de este pano­ rama de contrastes: “tanto destello y sombra cambiante / en verde, lluvia y oro; un diamante es la tierra girando y en su dardo...” (vv. 9-11). Se refiere a los momentos en que surge lo inesperado “destello y sombra cambiante”, lo que refuta la idea del movimiento cíclico del mundo “un diamante es la tierra girando”. En el segundo terceto esta alteración del clima traen las consecuencias que dan título al poema: “de fuego y humedad, pronto maltrecho / mi ser se esca­ lofría: toco y ardo... / Y la hermosura ríndeme en el lecho” (vv. 12-14). Son versos que ofrecen antítesis: fuego / humedad, y también una progre­ sión en los verbos, desde la sensación de fiebre a la misma: “toco y ardo”. Ter­ mina con ese canto a la Naturaleza, por ello, utiliza el adjetivo “hermosura”, canto que ha propiciado el resfriado que le deja postrado en el lecho: “ríndame en el lecho”. El poema puede no ser de los mejores, pero un asunto trivial no hace des­ merecer el gusto del poeta por el contraste: destello / sombra, fuego / humedad, por la elección de unos adjetivos que le dan al poema su intensidad: “porten­ tosas”, “pasmosos”, “brumosos”, “sospechosos”, y, también, los verbos que aparecen en presente: “evolucionan”, pero también en gerundio: “la tierra gi­ rando”, para que podamos apreciar el dinamismo de la Naturaleza en esa acti­ tud cambiante que provoca el trivial asunto del resfriado.

153 Lo que nos interesa es que Gil-Albert utiliza como pretexto el resfriado para cantar a la Naturaleza, prodigada en atributos como “diamante”o “her­ mosura”. En los sonetos escritos desde Noviembre de 1949 a Junio de 1950. El poeta alicantino nos deja algunos sonetos muy clásicos, que tienen un estilo garcila- sista. No en vano, Pedro J. de la Peña dice acerca de ellos: “Pareciendo de los unos, por la forma “garcilasísta” escogida, esgrime argumentos y reflexiones más propios de los otros, por su tributo a la inmediatez vital” (Pedro J. de la Peña, 1982: 151). No se entendería esto, sino se emplea adecuadamente. El crítico se refiere a la poesía oficial que cultivó la senda garcilasísta, que apareció en la revísta más afín al bando vencedor en la Guerra Civil española, por ejemplo, los notables poemas de José García Nieto, imitando el estilo renacentista. Lo que el crítico pretende decirnos es que Gil-Albert, pese a esa forma estrófica (el soneto) que cultivaron los poetas del Régimen, no hay nada más allá (en su contenido) que pueda identificarle con dicha poesía. Vive el poeta alicantino para su visión del arte. Dice también el crítico algo que merece ser citado, se refiere de la Peña a la sencillez del poeta en torno a su arte: “Lo dórico se ha impuesto, definitiva­ mente, a lo jónico en ese sentir greco-alicantino de Gil-Albert” (Pedro J. de la Peña, 1982: 151). Se refiere a la sobriedad y la sencillez que cultiva el poeta, como una nor­ ma, en éste y en libros posteriores. Por ello, hace mención de lo dórico, ya que en escultura presenta menos adorno y complejidad que lo jónico o corintio. Comento, a continuación, el soneto XI (Juan Gil-Albert, 2004: 377), donde expresa con gran belleza y armonía esa visión de las flores en los vasos, lo que nos recuerda su pasión por las lilas que recogía en su exilio para adornar vasos, solapas. El dandismo y el gusto refinado de Gil-Albert están en todos sus actos. Veamos el poema: “Viendo tras los cristales el invierno / borrar las dulces huellas de la vida / todo tornado en gris como aterida / sombra reinante, un soplo fresco y tierno...” (vv. 1-4). En el primer cuarteto nos presenta la visión, ya comentada, de tristeza que representa el invierno, el cual va “borrando” los momentos pasados, los recuerdos “las dulces huellas de la vida”, y nos deja en un espacio “gris” que es presagio ya de la muerte: “sombra reinante”. El segundo cuarteto nos señala ya, en esa presentación de la melancolía de la vida, qué importancia tienen las flores: “reclama mi atención hacia los vasos / donde recientes flores matutinas / aroman con sus gracias clandestinas / mi altanero refugio” (vv. 5-8).

154 Entendemos que su vista se prende de las flores, por ser una especie que goza del breve esplendor, ya que mueren a los pocos días, Refleja, en ese gusto de la flor, el amor y el enamoramiento: “gracias clandestinas”, como si fuesen idóneas para seducir a la amada o al amado, y “altanero refugio”, lugar para cantar la vida en su cénit. La flor sirve para aromar y también como símbolo del amor que llega para perturbar la calma del ser solitario y casto que siempre fue Gil-Albert. Expresa, en los tercetos, su duda acerca de esas flores que tanto embellecen la vida: “¿Son retrasos de una dicha pasada? ¿Son promesas? / ¡Ah, rizosos jacintos, ah violetas, /'junquillos juveniles! Ya comprendo...” (vv. 8-11). Para el poeta, las flores parecen venir de otro tiempo, sólo sometido a la belleza, por ello son “retrasos de una dicha pasada”, pero lo que pregunta cuál es ese tipo de belleza y ésta se halla en la juventud, tiempo de la dicha de la vida humana y de la flor: “junquillos juveniles”. Pero en el último terceto llega, de nuevo, el invierno con el que había co­ menzado el poema: “Ya comprendo...vuestra lección: dejemos que el invierno / arroje su tiranía opaca y triste / la vida es más que él y se resiste” (vv. 11-14). El invierno se expresa en su desdicha “tiranía opaca y triste”, pero no puede vencer la fuerza de la Naturaleza a la hermosura de las flores que, pese a su cor­ ta vida, vuelven de nuevo para demostrar el triunfo de la vida sobre la muerte. Es, sin duda, un canto a la vida de indudable hermosura. Termina el poema, dejándonos una sensación hermosa, las flores son “pro­ mesas” y también son ejemplos de la vida frente a la sombra que supone la llegada del invierno. Esta hermosura va a tentar al poeta en su “altanero refugio”, porque se fusionan con su amor a la Naturaleza y le sacan de su ensimismamiento para contemplar gozoso el mundo que le rodea. Quiero recoger aquí un poema de Claudio Rodríguez, perteneciente a “El vuelo de la celebración” (1976), titulado “Sombra de la amapola” (Claudio Rodríguez, 2001: 234), en el cual canta a la amapola, el poema tiene una sin­ gular belleza para entender cómo el poeta se rinde ante la flor: “Antes que la luz llegue a su ansia / muy de mañana, i de que el pétalo se haga / voz de niñez, / vivo tu sombra alzada y sorprendida / de humildad, nunca oscura, / con sal y azúcar, / con su trino hacia el cielo, / herida y conmovida a ras de tierra” (vv. 1-9). Vemos con qué dulzura expresa esa revelación del amanecer: “muy de ma­ ñana” que propicia el nacimiento de la amapola: “de que el pétalo se haga

155 voz de niñez”, es decir, que ésta vaya brotando desde la raíz, para descubrir el mundo, como el niño hace ante la vida. Pero se refiere al antes de todo eso: “vivo tu sombra alzada y sorprendida / de humildad”, es la condición de la flor ante la temporalidad, nacida para morir pronto, es, sin embargo, portadora de una enorme dignidad que reside en su belleza, por ello tiene “humildad”, pertenece a las cosas sencillas y verdaderas de la vida. Para Claudio Rodríguez, todo lo que brota es humilde, porque es puro y no ha sido envenenado por la codicia o la envidia humana. Por ello, dice en el poema su “trino hacia el cielo”, la flor crece como si cantase, elevada en un acto de armonía que es su esplendor ante la vida. Nacida para embellecer, nada más y nada menos. Si la flor está “herida y conmovida a ras de tierra” es porque vive y, al vivir, se emociona con su nacimiento como el niño ante el dolor o el placer, la “herida” significa, sin duda, su corta duración en el mundo. Para el poeta zamorano, la amapola está allí dentro, en la tierra, surgiendo, esperando el nacimiento, en semilla nada más: “este pequeño nido / que está temblando, que está acariciando / el campo, dentro casi / del surco” (vv. 11- 14). El poeta está ansioso, esperando el nacimiento y, por ello, nos habla de la compañía que le hace en las horas más tempranas: “Te estoy acompañando / No estás sola” (vv. 19-20). Resulta ser un hermoso poema donde el hombre espera que brote la amapo­ la, enamorado de la Naturaleza, se enfrenta paciente al instante de la creación, henchido de vida y de amor por la verdad en el mundo de las cosas sencillas. El poema de Claudio Rodríguez es distinto al de Gil-Albert, pero sí existe un nexo que los une, la certeza del crecimiento de la rosa, su tenacidad ante la muerte, como si fuese eterna, por ser hermosa. Ambos poetas, el alicantino, que ve las flores adornando con su elegancia los vasos, y, el zamorano, que espera el germinar de la flor; están enamorados de la Naturaleza y apasionados por sus elementos. Comento otro poema de Gil-Albert dedicado al mar, otro de los grandes referentes de la poesía de éste y, como ya vimos anteriormente, le devuelve al Mediterráneo tan amado. Es el soneto XXIV (Juan Gil-Albert, 2004: 385) y dice: “Señala el mar la­ tino que cercano / prisionero palpita, una presencia / risueña y fluctuante como esencia/de juventud....El mar es nuestro arcano” (vv. 1-4). Si se refiere al “mar latino” es que señala esa herencia de los griegos a la que ya se refirió Pedro J. de la Peña en su estudio sobre el poeta. Pero su mar

156 “palpita”, es decir, siente y vive, porque está lleno de emociones y le conduce a una época de su vida: “esencia de juventud”, En el mar latino ve, sin duda, al mar de su tierra natal: Alicante y Valencia. En el segundo cuarteto evoca, no sólo presentando aquel mar amado, sino acercando su memoria a las aguas: “El mar es nuestro arcano / del que extraji­ mos raza y alegría / por el que lo remoto de la mano / de la fortuna hacíase mi hermano / y por el torso azul iba y venía” (vv. 4-8). El mar de la memoria es “arcano”, porque le conduce a tiempos de dioses y mitos y también se convierte en acercamiento a la vida para frenar la soledad: “por el que lo remoto de la mano / de la fortuna hacíase mi hermano”. El mar es extensión del poeta, como si fuese su misma sangre “hermano”, ayudando a superar la suerte adversa de la vida: “lo remoto de la fortuna”. Na­ turalmente, la monotonía del mar, su cumplimiento de olas y sal le enamoran; “y por el terso azul iba y venía. En los tercetos, se sitúa en el presente y no en el recuerdo, para decirnos a todos que el mar fue todo en su vida, verdad o mentira, pero íntima necesidad para el poeta. Dice: “¡Cuanta fragancia, amor, mitos, engaños / que ayudan a vivir! Ahora reposa / en su bacía de ora a cuyas playas...” (vv. 9-11). Vemos esa certeza del mar como un todo: el pasado, su aroma, lo arcano, etc; y esa sensación de so­ siego, contemplativa, como el ocio del poeta ante la vida: “reposa/ en su bacía de oro a cuyas playas...” En el último terceto, podemos imaginar a ios dioses llegando a las aguas, como si el tiempo se hubiese detenido en un ayer admirable e imprescindible para seguir viviendo: “medio dorado oscuros, como bayas, / los de siempre sumérgense en sus baños / entre una irisación de mariposa” (vv. 12-14). No parece que contemple a la gente corriente bañándose, sino a alguien superior: “medio dorado oscuros”, que llegan al mar y producen un resplandor de autén­ tica belleza: “una irisación de mariposa.” Son, sin duda, los dioses que fluyen de las aguas y nos remontan a lo arcano. Es, sin duda alguna, un hermoso soneto que Gil-Albert nos dejó, demos­ trando que el mar ha sido un lugar de ensoñación y de esperanza. Quedan ya lejos esos primeros poemas donde el mar se mostraba indiferente al poeta, ahora sí es presencia viva, latiendo en su interior. Me parece interesante, para comparar, que veamos un soneto de José Hierro, que pertenece a “Prehistoria literaria” (1937-1943) titulado “Mar” (José Hierro, 1999: 105), donde el poeta canta también al embeleso de sus aguas.

157 Hierro dice: “Ya se evadió sobre el mar, la leve / inédita blancura, ola en desvelo. / Aéreamente el ave finge el vuelo / soñadoras sus alas, nube y nieve” (vv. 1-4). Vemos la visión del mar en este cuarteto, como se refleja la espuma en la “inédita blancura” y, además, el ave que quiere quedarse en el mar “finge vue­ lo”, porque es un ave arraigada a las seductoras aguas. Pero observamos lo que nos interesa principalmente del soneto, aparece en los tercetos (en el segundo cuarteto, no citado aquí, se extiende el poeta en la visión del mar como plenitud). Dice en el primer terceto: “Arpa fina de aire, fina brisa / la mar dejaste solitaria y lisa / sin rumor, sin blancura de ala o vela” (vv. 9-11). La brisa se transforma, con delicadeza extrema, en música “arpa fina” y produce, en su repetido movimiento, ese vaivén de olas. Podemos imaginarnos un mar en calma, que reposa en el día que va a vencer. Es la sensación del mar solo, ya no estamos en verano y el mar aparece en plenitud, gozándose a sí mismo: “sin blancura de ala o vela”, ni pájaros, ni barcos adornan ese mar de otoño o de invierno. El poeta termina, en el segundo terceto, insistiendo en esa soledad que acompaña al mar al llegar el frío: “sin la lejana desaparecida / nave que acom­ pañabas en tu huida / perdida ya sus formas y su estela” (vv. 12-14). Es un mar que no lleva recuerdos de barcos, ni el reflejo de las aves al mecerse en el viento de la tarde: “su estela”. No hay rastro alguno de vida allí. El soneto de José Hierro expresa un mar solitario y pleno en su abandono, que nos recuerda al del poema de Gil-AIbert escrito en el estrecho de Magalla­ nes, mientras que el soneto del alicantino nos habla de un mar radiante, de tiempos juveniles, donde no hubo tristeza ni soledad, el mar parecía cubierto de dioses. Ambos, Gil-AIbert y José Hierro, nos dejan una visión del mar como es­ pectáculo, para conciliarse con el mundo, admirando el misterio de las aguas. Si el poeta madrileño necesitaba de esos barcos y esas gaviotas, el escritor alicantino evoca un mar, patrimonio de los dioses, en el arcano mundo que tanto ha admirado. Me parece interesante comentar otro soneto de este libro, en el cual la figu­ ra del padre aparece en su plenitud. Se trata del soneto XXIX (Juan Gil-Albert, 2004: 388-389). En muy pocas ocasiones, ha hablado el poeta de su padre, salvo en la Crónica general, donde contó lo importante que fue la presencia de su padre en su vida.

158 En su poesía no aparece y, por ello, este soneto merece nuestro interés: “El pulso de mi padre, su esperanza / tengo en mi mano a punto de extinguirse, / a punto de cesar o de evadirse / a una región más honda... Leve lanza” (vv. 1-4). En este cuarteto, el padre aparece en su latir: "pulso” y vamos viendo que algo se desvanece: “a punto de extinguirse”, pero reitera la estructura paralela y dice: “a punto de cesar o de evadirse”. ¿Por qué esta repetición y esta acu­ mulación de verbos? El poeta nos arrastra hacia el recuerdo del padre que se va y, por ello, utiliza varios verbos que indican movimiento sucesivo hacia la muerte: “a una región más honda”. En el segundo cuarteto sentimos la presencia del padre como algo que se deshace materialmente, adentrándose en la nada: “Leve lanza... .su apenas per­ ceptible balbuceo, / cual si entre este latir y su morirse / no mediara ya nada, apenas irse. / ¡Tan solo!, aunque lo toco y aún lo veo” (vv. 4-8). La muerte aparece como una pérdida de la música de alguien, de su voz inconfundible: “apenas perceptible balbucea”, se aleja su voz y se distancia también ese espacio que es la muerte misma: “entre este latir y su morirse / no mediara ya nada, apenas irse”. La muerte es el vacío, un punto que se nos escapa de las manos y nos aleja del ser amado. Pero no es así del todo, la posibilidad de evocar al padre en vida es su salvación ante tanto desolación: “aunque lo toco y aún lo veo” (vv. 4-8). Si quedaban dudas sobre el poder de la evocación para recuperar la figura amada, en los tercetos cobra más relevancia esa visión del padre abierto hacia el futuro en sus nietos (los hijos de las hermanas del poeta). Dice: “En estas vocecillas infantiles / óyense desgranar: sus nietos llegan / cual si una clara fuente en los pretiles...” (vv. 9-11). Se refiere aquí a la fuente como la continuidad de la vida, el eterno fluir de las cosas que posibilita la maravillosa labor de la creación. El último terceto insiste en esa visión que se repite, como si un todo, com­ puesto de vida y muerte, fuese la vida: “se abriera del ocaso...Estar naciendo / ¿es similar latido a estar muriendo? / Y uno y otro se funden y se anegan” (vv. 12-14). La confusión entre la vida y la muerte, la participación de una en otra cierra el soneto y nos deja impactados ante la imagen de la muerte. Hay, por un lado, un vacío insalvable, y, por otro, el poder evocador que restituye ese vacío. La presencia de los niños es también un canto a la esperanza, como si la vida flu­ yese siempre y se impusiese a la misma muerte, venciéndola. La intensidad del verso final no deja lugar a dudas: “Y uno y otro se funden y me anegan” (v. 14). El misterio de la vida es irresoluble, pero el poeta, ante

159 la confusión, no duda en imponer la vida, sin olvidar que nuestra esencia lleva la muerte dentro. Cito, ante esta visión de la muerte en este bello soneto, el testimonio, siempre útil, de Francisco Brines, acerca de la visita que hizo al poeta tres años antes de su muerte, aquí nos revela cómo ese don prodigioso de la memoria que en Gil-Albert fue un tesoro de savia interminable se fue disipando, entran­ do el poeta alicantino, , en los umbrales de la vejez y de la muerte: “En un momento dado percibí con evidencia que las buenas formas habían suplido la memoria ya extinguida, no solo respecto a ¡os demás sino también, y en él esto era verdaderamente admirable, de si mismo. Supe después que el proceso de había ido agravando más, y fuimos muchos los amigos que nos negamos a ver a aquel delicado y frágil recipiente vacío de su valiosísimo y peculiar aroma” (Francisco Brines, 1995: 241). Con esta impresión, que nos deja a los admiradores de Gil-Albert con una honda pena, por el proceso aniquilador que supone vaciar tan rico caudal de conocimientos, termino este repaso a los sonetos, ya que el estudio de toda su obra poética publicada me obliga a no extenderme más en este libro. Lo importante es quedarnos con la visión, siempre bella, de la vida. El vitalismo del poeta queda claro en el último poema comentado, cuando la apa­ rición de los niños supone el triunfo de lo vivo. No hay que olvidar el poder evocador del libro, fiel a su estética, donde se recuerda su tierra natal y el influjo de lo arcano en ella. El lamentable proceso vital que nos contó Brines, desde la lucidez hasta el deterioro irreversible, hace aún más valiosas estas hermosas evocaciones, que reafirman el alto caudal de sensibilidad de Gil-Albert ante la vida. CONCLUSIÓN: CONCERTAR ES AMOR En este libro, Gil-Albert vuelve al soneto para expresar su gusto por el clasicismo, que vive fiel en su visión estética del mundo. En el libro aparecen poemas muy interesantes, desde el que dedica a Cho- pin titulado de la misma manera, al que dedica a un resfriado. Para el poeta alicantino, no importa el tema, si detrás puede verse su visión del mundo donde la Naturaleza y el arte son claros protagonistas. Esto ocurre en el poema a Chopin, la delicadeza que une la música y la Naturaleza cobra relevancia en este soneto. La melancolía y la tristeza que le produce escuchar el piano de Chopin reivindica esa necesidad de unir el arte y la vida. La música causa efectos en el mundo de la Naturaleza, tanto es así que los frutos y las hojas caen rendidos ante el piano del genial artista polaco.

160 No resulta menos interesante su poema “Llueve” donde la lluvia carece de cualquier símbolo de pesimismo y constituye un canto a la belleza desde el interior de la casa en la que se halla el poeta. No sólo aparece la Naturaleza, sino también la referencia a Nietzsche o a Ronsard. Para Gil-Albert, el arte y la cultura están unidos íntimamente a la vida. El mar también aparece en su soneto XXIV, donde el mágico elemento es descrito como hechizo y testimonio remoto de su cultura helénica tan amada, siendo un símbolo de lo mitológico que representa la Naturaleza, en su condi­ ción eterna. El soneto XXIX dedicado a su padre también nos conmueve, ya que resu­ cita la figura de su amado progenitor desde el recuerdo, evocando su figura, como si aún estuviese presente y pudiese tocarle. El libro constituye un ejemplo de refinamiento y delicadeza, cuyo mayor objetivo es unir dos mundos que ama fervorosamente Gil-Albert: el de la cultu­ ra y el de la Naturaleza, encontrando en estos sonetos una inmejorable fusión.

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CARMINA MANU TREMENTI DUCERE: SEGUIR CANTANDO LA VIDA

Carmina manu trementi ducere es un conjunto de poemas que aparecen en 1961 y que forman parte de una visión moralizante de la vida. Ya lo dice Gil- Albert en el prólogo a los poemas: “Solo vista en su conjunto, mi labor, podrá un día, si éste llega, atribuirse un sentido. Que oscila entre lo estético y lo moral. O, más bien, tratando de identificarse: estético en un sentido educativo, moral en un sentido vital” (Juan Gil-Albert, 2004: 409). Lo que el poeta alicantino nos dice es que lo moral ha sido una forma de plantear su ética de la vida y la estética que subyace es una bella visión que refuerza su idea de la concepción del mundo. Pero, también es importante destacar la opinión de Pedro J. de la Peña acerca de este libro de versos donde hace especial hincapié en la moralización en detrimento de la estética: “Pero la nota que destaca en el poemario es la moralización, no la estética, y la inspiración, no la agudeza” (Pedro J. de la Peña, 1982: 151). La edición de estos poemas fue llevada a cabo por la revista de poesía La Caña Gris, la cual va a ser un buen medio de difusión para poetas como Gil- Albert o Francisco Brines, entre otros. Lo que quiso decir de la Peña es que el poeta de Alcoy utiliza más, en este libro, la sobriedad y el espíritu meditativo para acercarse a la moralización que la belleza y la delicadeza de las composiciones anteriores. En el primer poema de libro (Juan Gil-Albert, 2004: 413), el poeta canta a la vida porque esa sensación angustiosa del morir hace más intenso el goce de vivir. Debemos apresuramos, nos dice Gil-Albert, porque es breve nuestra estancia aquí. Hay una dedicatoria que dice “En la muerte de V” que abre este libro de poemas, no sabemos a quien se refiere, pero en nuestra mente asoman muchos nombres de amigos prematuramente idos. Recojo sólo los últimos versos de

163 este poema titulado “El desasimiento”, ya que voy a comentar más detalla­ damente otros poemas: “¡Oh gracias de la vida! ¡Oh tornasol!” (vv.35-36). Esta exclamación ya es un canto a la vida, cuando antes, en el poema, cantó su incertidumbre: “Rosas primaverales o este muerto / que acaba de doblar ente los ojos / su preciosa cabeza! ¿Cómo siendo tan nuestros se nos marchan / por esa inmensidad?” (vv. 21-25). Pero el poeta, pese a ese desconcierto, no cesa de cantar la vida y celebrar­ la, pues el misterio sólo acrecienta nuestro deseo de vivir: “Esto es también vivir, / esto es la vida llena de ese soplo / que acaba de expirar / y ronda mi cabeza sacudida / por extraños desvelos. / ¿Qué diré? ¡Es más la vida toda­ vía!” (vv. 41-46). Si nos apresuramos a la muerte y somos sólo tiempo, debemos cobrar cer­ teza de nuestra precariedad, lo que invita a mirar, a oler, a crear, a ser todo acto y armonía. Pero, veamos otro poema donde Gil-Albert nos deja una sensación hermo­ sa, pero reflexiva de la noche. En estos poemas que componen el libro, el poeta se enfrenta a los abismos para constatar la victoria de la vida sobre la muerte. El poema se llama “Nocturno” (luán Gil-Albert, 2004: 415-416) y dice: “Noche de las estrellas te estremeces / con un fluido oscuro. / En tus arpegios / de soledad escucho la hermosura / de la existencia” (vv. 1-5). Ya vemos la armonía de la noche, el empleo de “arpegios” para hablar de la soledad que introduce el arte intangible de la música en la certeza del mundo nocturno. Necesariamente, la noche, introduce, a través de las estrellas, la luz y la música, para hacer brillante el mundo. Observamos también esa comparación con un animal, porque la noche es despertar del misterio de la vida y de la certeza de nuestra mortalidad: “Brilla el rostro / de la nocturna esfera fascinando / como el de un animal entre las sombras / con sus ojos abiertos” (vv. 10-13). Podemos imaginar los ojos del animal como las estrellas nocturnas, bri­ llando para desvelarnos e introducir así el miedo que nos hace precarios en un mundo eterno. También hace mención del sueño, porque en el poema se sueña la vida y deja esa certeza de la nada como el resultado de vivir: “Brilla el sueño / de su caudal fluyendo lentamente / como si nada existiera” (vv. 14-16). Nos llama la atención que haya estrellas y “ojos abiertos” y, también que “brille el sueño”, todo ello nos indica que hay luz, pero es la luminosidad que nos envuelve en el vacío, en la conciencia de nuestro corto existir.

164 El sueño de la noche no es, como podría parecer, un espacio para dormir, sino para mantener la vigilia que nos ata a nuestras incertidumbres vitales. También el poeta se abre y desnuda su interior en el poema, descubriendo su condición errante y solitaria, su visión de ser humano que no es partícipe del mundo de los demás hombres: “en esa duda / no sé donde poner mis ilu­ siones /ya quien brindar la dicha de sentirme / tibio de vida en medio de los mundos, / hijo fiel del ardor y la pereza” (vv. 16-20). Si está “tibio de vida” es que no participa en ésta realmente, al menos en la vida cotidiana, sí lo hace de una forma contemplativa y, por tanto, creativa. Por ello, es “hijo fiel del ardor y la pereza”, porque ama la Naturaleza y la vida en sí “ardor”, con pasión verdadera, pero no participa de horarios, de la rutinaria vida de los otros: “la pereza”. Lo que no impide que esa “pereza” invite a crear su obra. La noche, trae en esa meditación de nuestra posición en la vida, silen­ cios: “Esos silencios ruedan sumergidos / en ingentes distancias” (vv. 21-22). El poeta está muy lejos, por ello, del resto de los hombres, de una mujer o de crear una familia. El poema se vuelve hacia lo ideal, para mostrar su deseo de arrebatar a la vida algo inalcanzable y superior: “ígneo atruena / mi corazón roído por deseos irrealizables, salta en su prisiones / como un astro humillado que pidiera / que lo dejaran ser” (vv. 26-29). Si es un “astro humillado” es porque tuvo altos deseos, ideales: por ello manifiesta su condición de astro, pero vive en un mundo mísero (el de los hombres) que le dan su condición de “humillado”. Es la noche el mejor espacio para cantar ese ideal y la no realización del mismo, como si ésta frustrase sus altos designios y todo lo asolase a su paso: “¡Oh, noche, oh fragua / de los altos desvelos, solitaria / cripta donde reposan sus racimos / hombres y estrellas” (vv. 32-35). En estos versos se produce la identificación entre estrellas-hombres. Si las es­ trellas están solas en el firmamento, emitiendo su luz en la noche, el hombre que idealiza la vida está solo en el mundo y su luz (meditación) se produce en la noche. Por ello, la noche es “fragua de los altos desvelos” y, además va a ser el lugar idóneo para enterrarse en vida: “solitaria cripta”, como el espacio que produce la muerte al que le llega, toda negrura y vacío. En el lugar de la muerte se entierran los ideales “reposan sus racimos”, es decir, los frutos de nuestro corazón que poseen las emociones y los de nuestra mente, que nos dota de inteligencia. El poema ha ido abriendo un espacio donde las estrellas y la noche son ámbitos de soledad que nos recuerdan a los poemas del mundo romántico.

165 Por ello, emplea en el poema adjetivos como “sombrías” para esperanzas, o se refiere a la “tibia vida” para explicar su alejamiento del mundo real. Está escrito en endecasílabos blancos, el poeta logra fusionar así su soledad terrestre con la soledad de las estrellas, logrando un gran poema meditativo. En un brevísimo poema de Jenaro Talens, escritor nacido en Tarifa en 1946 y cuya obra demuestra una gran calidad de hombre meditativo, poseedor de una hermosa poesía, nos sorprende esa fe en la vida que Gil-Albert también dejó en el poema “Nocturno”, me refiero a “Aporía de la Representación” (Jenaro Talens, 2002: 513), perteneciente a Mecánica menuda (2000) cuando dice: “No ver cuando regrese la mañana / las letras de tu nombre, / sino el fragor del mundo, / sobre el que cae, gota a gota, / la verdadera lágrima del cielo” (vv. 1-5). Vemos ya el deseo de vivir plenamente: “el fragor del mundo”, pero no llega sin la sensación de derrota: “lágrima del cielo”. El poeta es consciente, pese a su amor por la vida, que ésta esconde el llanto y la condición humana la mezquina siega de su mortalidad. Y termina así: “Y así, avanzando por los márgenes / en donde lluvia, augu­ rio y luz se funden / aprender a vivir” (vv. 6-8). El poeta fusiona magníficamente el dolor: “lluvia”, el destino: “augurio” y el fervor por la vida: “luz”, en un todo donde la certidumbre del misterio de la condición humana no anula, sino que impulsa el goce por vivir. Aunque el tiempo de los dos poetas es distinto, ambos comprenden la vida y gozan de ella, conscientes de su dolor, se esfuerzan por elegir lo vital, para hacer más satisfactorio sus caminos en el mundo. Comento, a continuación, un tríptico, me refiero a tres conjuntos de poe­ mas, donde Gil-Albert muestra su faceta de hombre solitario y alejado del mundo de los demás. El poema es elocuente, sobre todo por su honestidad en componer una dura crítica al mundo mediocre de muchos de sus semejantes. El primer poema del tríptico titulado “Bíblica” (Juan Gil-Albert, 2004: 427-429), dice: “El asco de la gente que me rodea pervierte mi virtud” (vv. 1-2). Vemos al poeta mani­ festando su repulsa a sus semejantes y su calidad en detrimento de los otros: “mi virtud”. La mala compañía daña su soledad y su-pureza. G'il-Albert se pregunta qué ha pasado con el mundo feliz que en la infancia imaginó y que el mundo de los adultos niega: “¿Dónde aquella dulzura se ha quedado / del alma deseosa? / ¿Dónde el valle feliz?” (vv. 3-5). Ya podemos ver que el mundo de la niñez ha desaparecido sin dejar rastro: “valle feliz”.

166 La crítica a las mujeres constata la aversión que siempre ha sentido el poeta hacia el universo femenino: “Y las mismas mujeres que aparecen / como una her­ mosa imagen / apenas hacen nada que no sea / manchar lo original” (vv. 9-11). Gil-Albert hace referencia al mundo de los dioses, donde la mujer era hermosura, exenta de cualidades negativas. También deduzco su alusión a la mujer que apa­ rece en los cuadros en esa referencia a “imagen”, pero la mujer real, como vemos, “mancha lo original”, es decir, destruye la virtud de las mujeres aludidas. Insiste en su critica desoladora. “Es un mundo perdido” (v. 12). El espíritu pesimista de Gil-Albert brilla más que nunca: “Es un mundo que acaso se cumpliera / si el hombre no se hubiera convertido / en un ser ponzoñoso, / en un ser mentiroso” (vv. 14-17). Hace referencia, sin duda, a esos seres humanos, desprovistos de cuali­ dades y que dominan el mundo, para pervertir el orden natural de las cosas e imponer la demencia y la hipocresía. El poeta alicantino critica el mundo que todos han construido, fundado en el dinero, los intereses y las relaciones hipócritas: “Cada amigo que llega, / la puerta que se abre, / el asunto pendiente de los labios, / lo que pre­ tenden todos: / asfixiar la esperanza / matar la realidad” (vv. 31-36). Vuelve a hacer mención, como en poemas anteriores, de los “labios” que fueron antes el nexo entre el mundo del hombre y la Naturaleza, son ahora sím­ bolo de algo negativo, son labios envenenados: “asfixiar la esperanza, matar la realidad”. La utilización de estos dos verbos nos deja desolados en un poema donde expresa su claro rechazo al mundo de los demás. Hará relación de los vicios de los hombres: “animar a un muñeco repug­ nante / al que llaman suerte / o contar sus dineros a la vista / del más meneste­ roso repitiendo: / caballerosidad, ése es mi nombre” (vv. 37-41). Vemos la alusión al poder del dinero, el avaro mundo que centra sus afectos en el interés: “menesteroso”. Naturalmente, esta atracción demoníaca viene revestida de apariencia angelical: “caballerosidad, ése es mi nombre”. El poeta hace una dura crítica a la religión católica, tan dañina y falsa que Gil-Albert detesta a causa de su prepotencia durante siglos: “Cuánta bajeza / y cuán escarnecido queda todo / cuando unas manos tejen en el aire / la cruz fatal” (vv. 42-45). Demuestra aquí su sentido ético de la vida que detesta la mentira por el bien de la fe, todo el mundo religioso es miserable, lo vemos en la contundencia de los adjetivos: “bajeza” y “escarnecido”.

167 Recordará a su España, cuando fue hermosa y no el mediocre país domi­ nado por un tirano llamado Franco: “¡Ah, pureza del alma! / tú fuiste allá en remotas latitudes / un posible temblor” (vv. 46-48). Se refiere al exilio en México, por eso señala “remotas latitudes”. España fue un país que, en el recuerdo de su juventud, le provoca esa emoción: “po­ sible temblor”. Los versos que siguen son muy hermosos, tanto que parecen manar como el agua clara de un poeta enamorado de su país hasta el tuétano: “Fuiste con­ cupiscencia luminosa: / fuiste realidad” (vv. 50-51). Pero ese venero de belleza, de goce de vivir ha terminado, cuando, al vol­ ver del exilio encontró un mundo gris y zafio: la España franquista. El poeta dice: “Y ahora que envuelta sola en estos vahos / de la humana progenie / lloras- ¿o acaso lloras?- repatriada / lejos de tu ideal que ha degollado / cual mártir juvenil” (vv. 52-56). No podemos evitar recordar aquellos romanceros de la Guerra Civil es­ pañola donde se cantaba a jóvenes que morían por sus ideales republicanos. España es ahora una patria: “lejos de tu ideal que han degollado” (v. 55). El final es una pregunta, pero nos deja un hálito de esperanza, que un día el tiempo ha rechazado: “¿te queda acaso un hondo precipicio / donde sentarte, Z donde esperar que ascienda por la roca / un halo justiciero?”, (vv. 56-60). Concluye de este modo este primer poema dejándonos la duda de una posi­ ble vuelta atrás, de un cambio al desolador mundo del franquismo. Nos recuerda, sin duda, a la visión de España que nos ofreció Cernuda en el exilio, cuando decía en el poema “Ser de Sansueña” (Luis Cernuda, 1992: 260- 261), perteneciente a su libro Vivir sin estar viviendo (1944-1949), lo siguien­ te, refiriéndose a España y su mediocridad en tiempos de Franco: “Las cosas tienen precio. Lo es del poderío / La corrupción, del amor la no corresponden­ cia /Y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo / De ninguna, deambular, va­ cío y nulo / Por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce” (vv. 26-30). Como vemos, Cernuda habla del dinero que es “corrupción”, coincide con Gil-Albert en ver el grado de mediocridad que ha alcanzado el mundo a tra­ vés de la codicia. Dice también que es un mundo vacío, sin alma: “deambular, vacío y nulo / Por el mundo”. Coinciden Gil-Albert y Cernuda en considerar a su tierra como algo impo­ sible, convertida en un arsenal de odio y mezquindad. Si para el poeta sevillano España o Sansueña lleva el sino de su mediocridad por siglos, el poeta alican­

168 tino hace mención de un momento concreto, la España franquista, pero no va a ser España nunca, pese a amarla como su patria, el pueblo inteligente y cabal que es, por ejemplo, Francia, (quedó todo ello muy claro en sus opiniones ya comentadas en el Breviarium Vitas). Comento no el segundo, sino el terceto del “Tríptico”, por considerarlo más interesante para nuestro estudio. Llama mucho la atención que se llame “Tríptico”, porque Cemuda escribió el “Díptico español” (Luis Cernuda, 1992: 322-327), donde el poeta sevillano insistirá en la crítica al país al que pertene­ ce: “Si yo soy español, lo soy / A la manera de aquellos que no pueden / Ser otra cosa...” (vv. 44-46). Gil-Albert dice en “Panorama” (Juan Gil-Albert, 2004: 431-434): “La gran ciudad es selva y sólo selva”, (v. 1). Ya podemos ver la visión que tiene el poeta del mundo, inclinado a la Naturaleza y no a la gran urbe. Destaco, a continua­ ción, la visión desoladora que tiene de la sociedad: “Tanto bullir de gentes que se ignoran, / tanto instintivo gesto acobardado, / tanto rugido y crimen por los aires” (vv. 2-4). Vemos ya el despiadado mundo, carente de afectos: “bullir de gentes” y el des­ conocimiento, lo que propicia un mundo violento: “rugido y crimen por los aires”. No nos sorprende, el poeta, fiel a su ética y estética de la vida, no puede admitir esa “selva” donde el ser humano corre, trabaja, compra, sin pensar nunca en sí mismo. De nuevo el dinero como el mal que ensombrece nuestras vidas: “Todo por el dinero soberano / que nutre hasta los tuétanos el alma / de esta vida civil” (vv. 14-16). Si llega hasta los “tuétanos” es que horada nuestra parte física y espiritual, dejándonos sin posibilidad de respuesta, tal es la ambición y el alejamiento que la gran urbe ofrece del verdadero sentido de la vida. Adjetivos como “monstruosas” para las ciudades vertebran el poema: “Esa fragancia / que exhalan las ciudades monstruosas / no es otra cosa ardiente que el dinero” (vv. 17-19). Si “arde” es que quema y, por consiguiente, daña. El dinero como un todo, el becerro de oro al que todos adoran. Lo dice aún más claro: “Lo buscan, lo aprisionan, lo enternecen” (v. 23). Vemos a los seres humanos “buscando el dinero” ai ir a trabajar cada día, olvidando ese grado de libertad que podrían tener, pero también lo “aprisionan” en los bancos, para sentirse seguros de no perderlo nunca, e incluso el poeta llega más lejos, se venden por dinero: “lo enternecen”, lo convierten así en un motivo para perder la dignidad.

169 Hace mención de las profesiones que negocian por dinero que, al fin y al cabo, son todas: “El médico, el bandido, el negociante, / todos negocian, sucios, la caricia / del mago irresistible” (vv. 24-26). Al enumerar juntos a un médico con un bandido o un negociante, no es difícil imaginar el propósito de Gil-Albert de calificar como “sucios” a todos, sin matiz alguno. Como vemos, hace una durísima crítica a la sociedad entera. En la segunda gran estrofa del poema, el poeta se plantea el por qué de esa vil búsqueda del dinero, refirmando su visión ética de la vida (o, como dijo de la Peña, con un cierto matiz moral): “Por eso digo: / ¿Esto será lo mío necesa­ rio? / ¿No se podrá intentar otra grandeza?” (vv. 43-45). Gil-Albert cuestiona el poder del dinero y se plantea otra “grandeza”. Nos imaginamos a que se refiere, sin duda, a ser esencialmente humano, desposeído de lo material, vi­ viendo en la armonía con las cosas verdaderas. Lo dice claramente: “¿Qué ha dejado de oler a su persona / de oler a huma­ nidad?” (vv. 49-50). El olor es una referencia clara a los sentidos, en este caso, tornando lo humano por el sucio aroma del dinero. El poeta expresa su sensación de ser humano en plenitud, enamorado de la vida y de sus emociones: “Quiero creer, creer, en lo que quiero / creer en la amistad, en el privilegio / de esta ambición humana de ser hombre” (vv. 55-57). La sustitución “dinero” por “amistad” engrandece al poeta, le sitúa así ante un compromiso ético con la vida, donde prima el hombre y no sus falsos atributos. Gil-Albert nos habla también del proyecto de la vida, es un objetivo claro, ser y no tener, una necesidad de vivir para “existir” como esencia verdadera: “Quiero creer que el hombre está repleto / de un proyecto divino y misterioso, / de un proyecto que nunca estará escrito / en ninguna pared...” (vv. 63-66). Ese proyecto es vivir en libertad para consolidarse uno mismo y fomentar los valores verdaderos: “creer que existe/ la razón de vivir humanamente/ sin que nadie nos mande, sin que nadie/ levante más la voz” (vv. 66-69). Es una clara referencia a la dictadura que vivía España en los tiempos en que escribió este poema. Vemos cómo aparece con insistencia el verbo “creer”, lo que, si no fuese por el rechazo de Gil-Albert al mundo religioso, nos haría pensar en un tipo de fe. Sostengo que es una fe de vida, no de otro mundo, sino amparada en los valores que han constituido su visión vital: ser esencialmente humano, dando prioridad al mundo de la Naturaleza y al arte, bases de su experiencia en el mundo. Y termina con un canto al hombre en su esencia verdadera: “creer que es cierto / que cada cual es dueño de sí mismo / cual de una parte umbrosa y pen­ sativa: / creer en mí” (vv. 69-72).

170 A! final, el poeta expresa esa identificación de la virtud con él mismo, nada extraño en un hombre que se alejó del mundo para encontrar su sentido de la vida en su propio aislamiento. Un poema, indudablemente inmejorable, para explicar la ética de Gil-Al- bert ante la vida, su deseo de aborrecer el mundo convencional y sus tentacio­ nes, sirviendo fielmente a su virtud de hombre que canta al goce de lo sencillo, de lo pleno, en la Naturaleza tan amada. Termino este repaso por este interesante libro donde refuerza el poeta su visión ética de las cosas y sus preferencias, haciendo referencia al libro de Walt Whitman: Canto a mi mismo (Walt Whitman, 1999: 31), que ejemplifica muy bien ese impulso de libertad que es la aceptación del mundo en uno mismo, la desposesión de todo aquello que no sea lo que nos ha regalado la Naturaleza. El poeta americano dice: “Me gusta oír el escándalo de mi voz, forjando / pala­ bras que se pierden en los remolinos / del viento. / Me gusta besar, / abrazar, / y alcanzar el corazón de todos los hombres con / mis brazos” (vv. 33-39). Vemos ya el enorme gusto por la Naturaleza, lo que hace al poeta un ser hipersensible. Pero dirá también algo que diría, sin duda, Gil-Albert: “Me gusta sentirme' solo entre las multitudes de / la ciudad, / en las estepas / y en los flancos de la colina” (vv. 42-45). Hay muchos otros versos admirables en este libro necesario para cualquier hombre sensible, ya que nos ofrece toda una declaración de amor ante el júbilo de ser y existir. Recojo unos versos muy hermosos: “Me asombro de mí mismo. / Chocheo ante mi ser. / ¡Hay en él tantas cosas admirables!” (Walt Whitman, 1999: 73; vv. 94-96). Walt Whitman fue un poeta que reivindicó también la libertad y la entrega al mundo en su esplendor natural, es un referente claro para Gil-Albert (como él mismo llegó a decir), es el poeta, en esencia, libre y auténtico como el mundo creado, con sus amaneceres y sus crepúsculos. Fue también osado al no esconder su condición homosexual, lo que demostró la ética que poseía el gran escritor norteamericano. Otros poemas del libro inciden en lo mismo, como las reflexiones ante la vida de “El paso permanente” (Juan Gil-Albert, 2004: 424-427) o el canto a la juventud de “Hípica” (422-424). En conjunto, Carmina Manu Trementi Duce- re nos asombra por su visión madura y reflexiva de la vida.

171 CONCLUSIÓN: CARMINA MANU TREMENTIDUCERE Este libro constituye un nuevo paso hacia la madurez del poeta alicantino. La visión ética del mundo queda muy clara en los poemas que componen el mismo. He comentado algunos de ellos, principalmente dos de los tres que compo­ nen su tríptico, el primero titulado “Bíblica” manifiesta su rechazo al mundo social, gobernado por la ambición y por el afán de tener dinero. El ser huma­ no ha olvidado, por ello, su esencia de hombre que debe gozar con las cosas sencillas que nos depara el espectáculo de la Naturaleza. El poema rechaza la hipocresía en la que viven la mayoría de los seres humanos. El otro poema comentado, titulado “Panorama”, hace hincapié en la falta de libertad de los hombres que ocupan todo el día en sus míseros trabajos. No olvida a su propio país y a la situación que vive en tiempos de Franco. La crítica a la España del dictador es absoluta, un país falto de libertad y de verdaderos valores. He encontrado una similitud entre la visión crítica de Gil-Albeit hacia su país y la que mantuvo Luis Cernuda, no en vano este último tituló a uno de sus poemas, estructurado en dos apartados: “Díptico español”. El poeta sevillano es consciente de la miseria que inunda su país de origen. Hay otro poema que merece atención en este libro, me refiero a “Noctur­ no”, donde el poeta alicantino habla de la noche como espectáculo idóneo para vivir su soledad. El poema tiene un claro componente de romanticismo, ya que aparecen las estrellas, la solitaria cripta, el sueño, etc. Para Gil-Albert, la noche es un espacio de realización, donde se cumple esa soledad que le lleva a Ja creación. Si fue el ámbito idóneo para la lectura de la obra de Proust en el poema que dedicó al escritor francés, es también un lugar ideal para contemplar la belleza del mundo. Todo ello, relaciona en el libro su visión ética (la crítica a la sociedad) y su visión estética (el mundo de la belleza y de la soledad de la noche). El poeta alicantino busca la ansiada fusión de ambas formas de concebir el mundo. Para concluir, cabe decir que en su obra en prosa también hizo una explí­ cita mención de la crítica hacia el dinero, como pudimos ver en Ploutos o el dinero, incluido en su libro Mesa revuelta. El dinero no es el lujo, porque éste fue admirado por el poeta, ya que representaba su admiración por el mundo refinado y delicado de la clase alta de la sociedad, sin embargo, el dinero es el vil metal que impide la felicidad de la mayoría, olvidando la verdadera esencia del hombre, que es la sensibilidad y la inteligencia. Constituye este libro un paso más hacia la madurez en su forma de entender el mundo.

172 A LOS PRESOCRATICOS: UNA VUELTA A LA SABIDURÍA CLASICA

Estos poemas, escritos en 1963, inician un homenaje al mundo griego, que tanto apasionó a Gil-Albert. El poeta, en el prólogo a los poemas (7 en total) nos dice que presocráticos significa “antes del raciocinio y de la moral” (Juan Gil-Albert, 2004: 463). Los poemas están destinados a Pitágoras de Samos, a Jenófanes de Colo­ fón, a Heráclito de Éfeso, a Pármenides de Elea, a Empédocles de Agrigento, a Anáxagoras de Clazomene, a Demócrito de Abdera. Nos habla el poeta alicantino de la impronta de los presocráticos, como un mundo que niega la nada y reivindica la existencia de todo lo que rodea al hombre. También hace referencia de su inclinación hacia el pensamiento estético, es decir, a la filosofía. Pero vayamos al centro de la cuestión, antes de comentar algunos de sus poemas. Debemos preguntarnos: ¿Quiénes fueron los presocráticos? Todo co­ menzó en el S.VI anterior a la era cristiana, cuando surgió un pensamiento filosófico dividido en diversas escuelas, las de Heráclito, Parménides y Empé­ docles, las cuales constituyen las más altas y prestigiosas de su época. La impronta de ios presocráticos fue grande y cabe decir que la filosofía de Heráclito influyó en el pensamiento de los llamados sofistas (Protágoras, Gorgias, Pródico, Hipias, Antifonte en el S. VI a.c.) y de los estoicos (Cleontes, Crisipo, Séneca, Epícteto, Marco Aurelio). Heráclito propuso en su filosofía que el universo es un eterno fluir, sujeto a una única ley, la cual era susceptible de ser descubierta por la razón. También Parménides y su concepción de la unidad del ser y de la continuidad del Universo tuvo sus continuadores en Zenón y en Meloso. Fue

173 también el introductor de muchos de los temas que desarrolló posteriormente Platón. La importancia de Empédocles fue básica para épocas posteriores. Su teo­ ría de que “no hay nacimiento ni muerte, sino solo mezcla y disolución de los elementos” fue retomada por San Gregorio de Nisa y por San Agustín y apareció, tras un período de oscurecimiento, durante el Renacimiento. Tan im­ portantes fueron las doctrinas de Empédocles que también las recogieron los enciclopedistas y, de manera especial, Buffon. Erasmus Darwin, cuyo nieto, Charles, escribió El origen de las especies, era un evolucionista convencido y un estudioso de los fragmentos empedoclianos. Es Aristóteles quien recoje la mayor parte de la obra de este filósofo y consideró que la obra de Empédocles merece ocupar un lugar importante en la filosofía griega, con el mismo prestigio que tuvieron Parménides y Heráclito. Toda esta información es importante para adentrarnos en el estudio de los poemas de un hombre fascinado por el mundo griego, donde tuvieron una alta repercusión estos filósofos presocráticos. Incluso, interesa conocer como Gil-Albert cita a otro presocrático llamado Anaxágoras que tiene que ver con el destino de Sócrates, tan admirado por el poeta alicantino. Para conocer donde radica la semejanza, merece nuestra atención el libro de Rafael del Aguila titulado Sócrates furioso, cuando dice lo siguiente: “La verdad es que no fue Sócrates el primer intelectual en tener problemas en las ciudades griegas durante el período clásico. El mismo nos señala el anteceden­ te de Anaxágoras quien fue acusado de impiedad por andar hablando de las cosas celestes y terrestres y despreciando las explicaciones religiosas usuales en la ciudad” (Rafael del Águila, 2004: 52). Este fragmento del libro constituye una interesante alusión a un presocráti­ co que fue de gran interés para nuestro poeta. No parece casual que Gil-Albert haya elegido a estos filósofos para escribir estos poemas. Si en Sócrates centra su principal atención, los pensamientos anteriores a él consolidan el prestigio del gran ateniense. Vemos en el primer poema que he elegido, titulado “Lo físico” (Juan Gil- Albert, 2004: 465-466), dedicado a Pitágoras de Sanios, lo siguiente: “No im­ porta quién se entregue / gimiendo en nuestros brazos / con la luz apagada / vencemos a la aurora” (vv. 1-4). El poeta ya hace mención de la noche, ya que nos imaginamos ese ámbito para ubicar el espacio y le tiempo del poema: “con la luz apagada”.

174 Vemos ya como introduce el esfuerzo: “vencemos a la aurora”, lo que fun­ damenta su dedicatoria a un maestro de las intuiciones de la Ciencia como Pitágoras. Después hace mención de los dos espacios en que nos movemos, el que nos conduce a Dios, y el que ha creado con su sacrificio Jesucristo, nuestro salvador: “El que está a nuestro lado / es el ser natural. / Si de Dios renacido / grande por su ascendencia. / Si de la Tierra en cambio / hijo mortal, más suave, / más tristemente hermoso” (vv. 5-11). Nos llama la atención estas alusiones en un poema dedicado a un tiempo anterior, el de los presocráticos, la razón es la búsqueda por parte del mismo del nexo entre lo divino y lo humano, como veremos a continuación. En los espacios antes aludidos del poema, se hace referencia en uno de ellos al cielo y, en el otro, a la tierra, este último nos sumerge en una terrible sensación de soledad y desamparo: “Y tan solo, sumidos / en la penumbra nuestra, / auxilio nos prestamos / con el fraterno entronque / de nuestro abrazo ciego” (vv. 12-16). El hombre se halla en la oscuridad, no acierta a ver lo que significa la vida, por ello, utiliza “penumbra” y el adjetivo “ciego” para referirse al deseo de unión a los demás: “abrazo”. El poeta, sin duda, sabe de la certeza de su soledad: “Amar y ser amado / es un saberse solos, / un reclamo profundo, / un transgredir contactos / del límite o la carne” (vv. 23-27). Es una interesante disyunción: el límite, es decir, la vida más allá de lo material, en lo intangible, y la carne, nuestro mundo de cosas reales, perceptibles. El hombre “transgrede”, porque necesita esas condiciones, sentir cosas que van más allá de lo sensible o, por el contrario, que le hacen más humano en la “carne”. Hay una sensación en el poema de inutilidad, porque esa búsqueda no llega a ningún lugar: “Un excelso imposible / que a nada nos conduce” (vv. 28-29). Se está refiriendo a todos los hombres y a su condición mortal, por ello, utiliza la forma de plural para el pronombre personal: “nos”. Hay que ir más allá, como dice el poeta, como fue Pitágoras (dando así sentido a la dedicatoria al filósofo) en sus clarividencias matemáticas, a una lucidez que excede y que sobrepasa nuestra temporalidad. El poema dice: “Pero en estas alturas / en que remeda el hombre / los trágicos abismos / del rayo y la belleza” (vv. 30-33). Se refiere, sin duda, al hombre que ve más lejos, al hombre singular, creador, que nos impacta con su talento natural.

175 El poeta hace referencia a la realidad de ese hombre que llega hasta lo máximo de su intuición y que, por ello, se halla embriagado de lucidez: “el confin turbado” (v. 34), lo que no evita que sea consciente de su esencia mortal y sufra, por tan duro descubrimiento: “se ennegrece en sus aguas / y gravita espantoso / sobre la tierra oscura” (vv. 35-37). Esa certidumbre se muestra como “amenaza” y “horror”. El poeta conoce que hay algo superior y que no está tasado por nuestra con­ dición mortal: el amor. Dice: “Tal vez no somos nada/ pero por nuestros labios / se escapa le dulce fuego / de la palabra: Amor” (vv. 40-43). El “Amor” en mayúsculas no se refiere a un sentimiento individual, sino al amor como celebración de la vida, como alto designio que propicia la intelec­ tualidad y el goce de lo creado. El poema parte, en una escala ascendente, de la noche que emerge hasta la claridad de la certidumbre de la belleza del mundo, como si amaneciese. El poema está dedicado, como ya dije, a Pitágoras, lo que explica el por qué fue un hombre singular y de gran relevancia en el terreno de las intuiciones científicas. Es interesante destacar lo que nos cuenta Indro Montanelli en su Historia de los griegos acerca del genial presocrático: “Hasta el silencio, dijo, no es sino música, que el oído humano no percibe sólo porque es continua, es decir, carece de intervalos”.(65). Además, nos revela Montanelli en su interesante libro, que Pitágoras se adelantó a Copérnico y Galileo en decir que la tierra es una esfera y que gira sobre sí misma: “Gira sobre sí misma de Oeste a Este y está dividida en cinco zonas: ártica, antártica, estival, invernal, ecuatorial; y, con los demás planetas, forma el cosmos” (Indro Montanelli, 2004: 65). Nos cuenta el escritor que Pitágoras estableció una casta y que se volvió selectivo y, en parte, autoritario, creando, de su academia, una combinación de fortaleza, cárcel y monasterio. Muchos fueron los que decidieron cambiar aquello, y decidieron ir hacia Pitágoras que, huyendo en calzoncillos, de no­ che, fue alcanzado y muerto a los ochenta años de edad. Podemos ver cómo Gil-Albert muestra, en este destino trágico, la condi­ ción humana. El poema cumple así su destino, confrontando, por un lado, el mundo ele­ vado: “rayo”, “belleza”, “ascendencia” y, por otro, el mundo que nos empuja a la miseria: “espantoso”, “oscuro”. Hay una expresión en el mismo que resume todo esto: “trágicos abismos”, para comprender la esencia maravillosa y mí­ sera del hombre.

176 De todos modos, el poema supone una gradación de lo negativo a lo po­ sitivo, como ya dije, demostrando, de nuevo, el triunfo del vitalismo sobre la adversidad, pese a la mención ineludible de la existencia de esta última. Escrito en heptasílabos, el poema avanza con sosiego, desde una visión ge­ neral de la condición humana hasta la ejemplificación de la vida y la conducta de un genio como Pitágoras. Comento también el poema “El fuego eterno” (Juan Gil-Albert, 2004. 467- 468), dedicado a Heráclito de Éfeso de indudable interés. Antes de pasar a comentarlo, es importante señalar que la figura de Heráclito es clave para Gil- Albert, ya que la vida del filósofo griego tiene mucho que ver con el espíritu solitario y aislado del mundo que tuvo el poeta alicantino. Heráclito dejó familia, posición, comodidades, adiciones políticas para irse a una montaña y allí se retiró, llevando una vida de eremita. Tampoco hay que olvidar que el filósofo desprecia a la Humanidad, lo que dejó recogido en su libro: Sobre la naturaleza. Cito lo que Indro Montanelli nos dice sobre Heráclito: “Heráclito sostenía que la Humanidad era una bestia irremisiblemente hipócrita, obtusa y cruel, a la cual no valia la pena intentar enseñarle nada. Mas no debió de ser del todo sincero, pues en tal caso no habría perdido tanto tiempo escribiendo, es decir, intentando comunicarse con ella” (Indro Montanelli, 2004. 76). Curiosamente, también Gil-Albert lo muestra a raíz de esa lectura del ser humano como ser cruel e ignorante, pero a la vez, constatando la idea de Mon­ tanelli sobre Heráclito, el cual pasó su vida escribiendo abundantemente sobre historia, arte y sobre sí mismo. Un mismo enfoque de la vida late en ambos. Heráclito, siguiendo al es­ critor italiano, nos dejó la idea de los opuestos, es decir, la existencia del día porque existe la noche, del invierno, porque existe el estío. Y así todo lo demás (el bien y el mal, la vida y la muerte). No hay que olvidar que, para este filósofo, el fuego lo constituye todo, en él basa sus teorías principales. Dicho esto, es fácil adentrarse en el poema, porque Gil-Albert sigue el camino que trazó el presocrático, como veremos seguidamente. El poema dice: “¿Será verdad que un fuego / primitivo llevamos dentro?” (vv. 1-2). Se pregunta el poeta por esa teoría del fuego, como el elemento germinador del mundo para Heráclito. Continúa con la misma idea: “Eso que llaman luz, esa armonía, / eso que tan ajeno nos parece, / campo en que respira­ mos, / ¿será esta misma llama irreductible / de nuestra intimidad?” (vv. 8-12).

177 En la repetición del pronombre demostrativo: “eso”, se refiere a algo que contempla y que le parece muy distante: “tan ajeno”, va a referirse a la Natu­ raleza misma: “campo en que respiramos” y “armonía”. Lo que el poeta quiere transmitimos es la identificación del mundo exterior: la Naturaleza, con su fuero interno: “llama irreductible / de nuestra intimidad”. La alusión al fuego como elemento primordial sustenta el poema, aquí alu­ de a “llama”, pero, a continuación lo hará también con otro sustantivo: “¿No seremos acaso lo que somos / o nos parece ser sino las chispas / de esas frondas oscuras palpitantes, / en cuyo anhelo todo se resume / como un aparecer sin esperanza?” (vv. 13-17). Vemos la insistencia en el verbo “parecer” que ya había aparecido antes, frente al verbo “ser”. Hay en el poema un continuo contraste entre ser-parecer como espejo de la condición humana. Hace referencia, de nuevo, al fuego: “chispas” y también al misterio, lo es­ condido, lo recóndito: “frondas oscuras, palpitantes”. Aparece otro verbo que se une a “ser” y “parecer” en su definición del mundo, me refiero a “aparecer”, constatación de lo existente, de aquello que podemos considerar real. Gil-Albert llega a la perfecta meditación, a través de este ejercicio del pen­ samiento que supone el poema. Nos remite a “sin esperanza” como el fracaso del hombre en su misterioso “ser” y “parecer”. Lo dice más claro, elevándolo a través de la exclamación: “¡Raza del hom­ bre!/ ¡Ah, delicioso infierno de la tierra!” (vv. 18-19). Aparece, otra vez, el fuego como condición suprema que sirve de base para la creación del mundo: “delicioso infierno”, en esa antítesis se halla la condición del mundo, la alegría y la tristeza que constituyen nuestras vidas. Y se destaca en el poema la imagen de Caronte, el barquero que llevaba a las almas a la orilla del infierno, no lo nombra Gil-Albert, pero insinúa su presencia: “Tal vez será un reposo haber llegado / a tan fragante orilla” (vv. 20-21). Podemos interpretarlo también como el final de la vida, el punto en que un placer “fragante” adormece al hombre hacia el sueño eterno. Gil-Albert nos habla de la vida y sus goces, y lo hace a través de aquello que ha amado intensamente: “Aquí donde la carne y sus placeres, / este su­ frir tan nuestro” (vv. 22-23). Como vemos, introduce el placer del amor y el erotismo, para pasar después a las pasiones: “la fruición de las manos laboriosas, / los objetos del arte y sus impactos / como de permanencia, / los besos que intercambian / quienes se van y vienen”(vv. 24-28).

178 El poema constituye un brillante resumen de la vida en la labor artesana que ha constituido su obra, hecha con calma y delicadeza: “fruición de manos laboriosas”, y el mundo que le ha sucedido, al cual se ha rendido con fervor: la pintura, la poesía, al decir: “los objetos de arte y sus impactos / como de per­ manencia.” Se refiere a su amor incondicional y no sometido a tiempo alguno, que sobreviven. Esta reflexión es muy cierta, ya que muere el hombre, pero no el poema o el cuadro, señales de eternidad si realmente son verdaderos. Y, naturalmente, el amor, visto desde la ternura o desde la pasión: “los besos que intercambian/' quienes se van y vienen.” La vida como espacio de los afectos. Todo ello, el poeta dice que “aflige y nutre a un tiempo” porque es la vida, su proceso, su alimento que nos da placer y dolor. Termina el poema con el fuego, como empezó, como si recogiese así la imponente llama que nos alumbró al nacer, ahora apagada ante la inevitable muerte: “Luego de haber surgido de la luz / y antes de que en su día se incor­ pore, / su eterno, / a su luz” (vv. 29-31). Se cumple así la idea de Heráclito de ese volver al fuego de donde venimos y donde volvemos, cumpliendo así el rito de vivir. El poema, escrito en una combinación de versos endecasílabos (medida preferente del poeta) y heptasílabos, nos ofrece una sensación de recogimiento, ya que el poeta ha meditado y nos ha dejado un sabor, una mirada, una presen­ cia que nos inunda y que nos hace menos angustiosa la condición de la vida. Este poema de Gil-Albert va a tener su análogo si contemplamos el poema que el poeta valenciano Jaime Siles dedica a Parménides (Jaime Siles, 1982: 75-81), en “Alegoría” (1973-1977), podemos ver que el ser y Parménides dialogan y, en ellos, se establece el asombro ante el mundo y la misma incer­ tidumbre ante la vida: “Ah, sensación del suceder en acto / encierra, el ondas, el instante pleno”, (vv, 23-24). Busca el poeta la existencia, lo tangible, que es también fugaz. Siles expresa el máximo deseo de transparencia cuando dice lo siguiente: “En ser me advierto bajo el aire líquido / pecho de espuma, de cristal, de tacto. / Para morir en ti todo me asume / me maravilla a voz, me transparenta” (vv. 29-32). Vemos aquí la identificación del “ser” en la Naturaleza, pasa a convertirse en “tacto”, para llegar a ser transparente, como el cristal. Aunque no aparezca en el poema, sí está en la mente de todos, el agua, como elemento de transpa­ rencia que posibilita la encarnación del hombre en Naturaleza plena. Pero también, el poeta valenciano, en la figura de Parménides, invoca la in­ certidumbre de la condición humana y, por ende, el misterio de la vida: “Todo perdura en mí, memos yo mismo / cima en la permanencia que dura en lo que

179 soy: / materia de un instante pensado en un olvido / lanzada hacia sí misma a plenitud de ser” (vv. 130-133). Vemos aquí la condición mortal del hombre: “materia de un instante pen­ sado en un olvido”, y la fusión necesaria del hombre en el Universo: “lanzada hacia sí misma a plenitud de ser”. Nada muere, tan sólo en su aspecto físico, lo espiritual perdura, fundiéndose así con el maravilloso Universo. Esa concepción que Siles nos deja no es cristiana, sino que se basa en una espiritualidad pagana, como si el hombre fuese ya espacio en el mundo, tras su muerte. Si somos “instantes pensados en un olvido” es que venimos a borrarnos, a existir precariamente, para volver a ser luz, disipados en el Cosmos, como antes del nacimiento. El poeta, en el aparente desconcierto del poema, une los elementos contrarios: ser-no ser, para dejarnos una sensación efímera de vivir, como un paréntesis a nuestra eternidad. Aunque el estilo del poema es distinto, también Siles medita en la línea de Gil-Albert sobre la condición humana y llega a una consideración análoga sobre nuestro paso por el mundo, antes de fundimos de nuevo en el Universo, disipándose en sus elementos. Y otro poeta valenciano de indudable calidad, Miguel Veyrat, nos ofrece en su poesía, concretamente en su poema Momento Ostinato (Miguel Veyrat, 2002: 97), perteneciente a Transparencia (1965) lo que sigue : “Solo y Desnu­ do / Con la nada / al fondo / afrontaré la angustia. / Obstinada paloma / seré yo por entero. / Me haré posible” (vv. I -7). El poeta valenciano también nos habla de la fugacidad, del ser desde la nada hacia el todo y la vuelta al vacío al morir, pero no excluye, aunque lo pa­ rezca, la visión de la vida, sino que la nutre, conocedor de otro espacio, capaz de alumbrarle de nuevo. No es un espacio de cielo o de infierno, sino de disgre­ gación en el Universo de su precaria figura humana, convertida ya en espíritu. Coincide así, Veyrat, con Siles y Gil-Albert, en esa sensación de fusión con la Naturaleza, tras el breve paso por la vida, lo que hace que nuestra experien­ cia aquí merezca ser vivida. Veyrat, descubridor de la falta de sentido de la vida (desde un punto de vista religioso) se convierte, como Gil-Albert o Jaime Siles, en un vitalista meditativo que, insisto, no anula el futuro del ser, sino que lo condiciona a un futuro en el Universo. También Veyrat conoce el poder del fuego como centro de la vida y lo dice, con gran talento, en el poema titulado “Despertar” (Miguel Veyrat, 2002: 126):

180 “Para existir por fin/ arriesgaré la vida / sediento de luz que nace / donde ardes tú donde / respiras tú los ritmos / del puro y alto cielo” (vv. 5-10). En estos versos, Veyrat, como le ocurrió a Gil-Albert o a Siles, sabe que el instante lo es todo y, envuelto en esa certidumbre, no le importa arder, pues sólo así puede cumplir el placer de vivir. Si no estuviese “sediento de luz” no entenderíamos ese proceso de fusión que antes comenté, y que constituye su tema de fondo, hay una creencia en la identificación con el Universo que fun­ damenta la aparente inefabilidad humana. He querido contrastar estos poetas y estos poemas, para señalar una co­ rriente común: el pensamiento que da lugar al goce de existir, a través del fervor por el Universo entero y sus hermosos atributos. Como un recipiente, el ser humano puede ser comparado a un vaso, que se ha llenado al nacer, para ir vaciándose progresivamente, a lo largo de la vida, volviendo a llenarse en nuestra vuelta a la creación, tras la muerte. Termino este repaso al libro A los presocráticos con un poema que cons­ tituye un himno a la vida, cito tan sólo los versos finales, para no extenderme y repetir lo ya comentado. El poema se llama “Lo postumo” (Juan Gil-Albert, 2004: 473-474), y está dedicado a otro filósofo: Demócrito de Abdera. Dice: “Vivamos plenos / esto que se nos da sin esperanza. / Vivamos atenidos al murmullo / de esta carne mortal” (vv. 24-27). El poeta alicantino reivindica, de nuevo, el instante. Vuelve también al- “murmullo”, porque Gil-Albert sabe que nuestra condición humana es ínfima en la Naturaleza, pero a ella le pertenece. Nos dice también que el destino viene acompañado de soledad: “Vivamos solos / puesto que el sino nuestro es solitario / dentro de las fronteras regulares / de nuestro cuerpo” (vv. 27-30). Es una curiosa forma de decir que somos una "isla”, atados a nuestras “fronteras”, vivimos así nuestra senda en soledad, nunca será completa la fusión con nadie, tal es nuestro destino singular. Pero, aún así y bajo esa sensación de ser isla, nos ofrece Gil-Albert la po­ sibilidad de la participación, de ser alguien entre los demás, el poeta es mucho más solidario que en poemas anteriores: “Pero ¿cómo olvidar que en el paraje/ terrenal donde el hombre se hace hombre, / bajo las arboledas, frente al viento / del mar azul, dejamos para siempre, / sin remisión, con ropas, techo, oficio / lo que es más dulce, acaso, que la vida / la humana convivencia?” (vv. 34-40). En estos versos, el poeta alcanza la fusión que no se había producido antes entre la Naturaleza y el hombre en sus actos cotidianos, como hizo magis­ tralmente en su poesía Claudio Rodríguez. Gil-Albert logra, ocasionalmente,

181 unir aspectos, antes cercados y divididos. Nos sorprende y nos agrada pensar que el poeta (aunque sea solo una vez) comprende que lo rutinario también es vida y la enriquece. Su obra, en muchos de los poemas comentados, negaba tal identificación. Dudamos si él estuvo entonces conciliado con el resto de los hombres, pero estos versos, aunque fuesen fruto de tal euforia momentánea, deben ser recogi­ dos por ofrecer una perspectiva distinta a su idea habitual de la vida. En otros poemas como “Las transformaciones” (Juan Gil-Albert, 2004: 470-472), dedicado a Empédocles de Agrigento o el “La Tierra” (Juan Gil- Albert, 2004: 469-470), dedicado a Parménides continúa su reflexión sobre la existencia, en la línea ya comentada antes. Concretamente, en “Las transformaciones” insiste en esa idea, a la que aludí antes como tema coincidente en Siles, Veyrat y Gil-Albert, de dejar de ser para ser otras muchas cosas, abandonar la apariencia material del cuerpo para ser aire, agua o viento. Cito sólo tres versos que expresan, a la perfección, lo que digo: “¿No es juicioso / creer que todo avanza lentamente / hacia transfor­ maciones infinitas?” (vv. 33-35). El libro, con su filosófica meditación sobre la vida, nos acerca a una ética de vida que contempla el vivir en su intensidad, incluso propicia La unión con el resto del mundo. Concluyo este repaso al libro, con la opinión muy acertada, de Pedro J. de la Peña, cuando dice acerca del mismo algo muy significativo para su com­ prensión total: “Lo comprobamos al ver que, de los poemas incluidos en el libro, en ninguno de ellos se encuentra ausente el hombre. Por el contrario, son profundamente humanos y hasta personales, si partimos de que sus ideas estelares se apoyan en dos columnas básicas de la intimidad: el amor y el alma” (Pedro J. de la Peña, 1982: 160). En esta idea, corroboramos lo dicho anteriormente: Gil-Albert cita al hom­ bre y su misterio, y, más explícitamente, en los versos comentados antes, per­ tenecientes a “Las transformaciones” afirma su solidaridad con lo humano, lo que hace de este libro un paso más en su trayectoria poética. Es indudable que el amor y el alma son los temas claves del libro. El amor hacia la vida y su fugacidad y el alma, su potencial, que está nutriéndose del Universo entero, tras nuestra muerte física. Y termina de la Peña, insistiendo en algo que da a A los presocráticos su constitución y su esencia y que le hace singular entre los libros de Gil-Albert: “Ese dejar de ser y seguir siendo, en las juiciosas transformaciones de nuestra

182 entidad, nos liberará por igual de la carne y del miedo" (Pedro J. de la Peña, 1982: 162). Es, en ese punto, donde este libro de poemas consigue su mayor logro y nos invita a ser más humanos para ser, finalmente, parte del Universo. El miedo a vivir se excluye con esta expectativa tan prometedora de eternidad. De allí venimos y a aquel lugar volveremos. Gil-Albert lo sabe y como le ocurrió a Heráclito no cree, aunque lo parezca, que la humanidad sea tan horrenda, ya que su deseo de comunicarse con ella nos demuestra que la ama, pese a criti­ carla con fervor. CONCLUSIÓN: A LOS PRESOCRÁTICOS En este libro que Juan Gil-Albert dedica a la figura de los presocráticos, lo que resulta más interesante es el deseo del poeta de buscar a través de la fusión con el Universo nuestro sentido en el mundo. Esta posición ya revela que el poeta alicantino no tiene ninguna fe religio­ sa, sino que, amparado en su paganismo, herencia de la cultura helénica, cree que el hombre tiene como fin la unión al mundo de la Naturaleza y su muerte no es el final, sino el camino para formar parte del Universo. He comentado los poemas que dedica a Pitágoras, a Heráclito de Éfeso y a Demócrito de Abdera. En todos ellos, el poeta rinde homenaje a los presocrá­ ticos, porque ellos constituyen una visión del mundo que no ha sido superada. Si Gil-Albert admira a Pitágoras porque representa el talento natural, pero también la miseria del hombre que verá arruinada su vida, en el poema dedica­ do a Heráclito resalta la imagen del fuego como elemento clave del Universo, fuente de nuestro nacimiento y de nuestro regreso a la nada, disipado en el Cosmos. Es muy interesante destacar el poema dedicado a Demócrito de Abdera, porque el escritor quiere solidarizarse con el mundo que le rodea, dejar de ser un hombre aislado y comprender la vida que otros seres humanos llevan. Este progreso del poeta es digno de tener en cuenta y constituye un paso más en su visión ética de la vida. He querido comparar los poemas de Gil-Albert con los que escribieron Jai­ me Siles o Miguel Veyrat porque en ellos late también su deseo de participar, tras la muerte, en el espectáculo del Universo. El libro constituye un acercamiento del poeta al mundo de los demás, pero también una búsqueda del sentido de la vida a través de su participación en el milagro de la vida.

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MIGAJAS DEL PAN NUESTRO: EL ESPLENDOR DE SER OCIOSO

Migajas delpan nuestro fue escrito en 1954 y representa un encuentro con la alegría, pero también una inmersión del hombre en el mundo. Como dice acertadamente Pedro J. de la Peña: “El hombre no puede realizarse frente al mundo o contra el mundo, sino en el mundo” (Pedro J. de la Peña, 1982: 164). Para el poeta alicantino “vivir es ser” y así lo traslada al poema, no va a primar la existencia de las cosas, sino que desposeído de lo material, el poeta canta su libertad de mirar, escuchar o tocar el mundo. Los sentidos y el espectáculo del Mundo se alzan en contra de cualquier patrimonio o cualquier posesión o beneficio. Como nos cuenta Pedro J. de la Peña, estos poemas fueron escritos antes del desastre económico de su familia y, pese a ello, no hay canto al dinero o al bienestar, sino a la vida, tal cual es. He elegido 4 poemas de los 18 que componen el libro, en ellos, aparecen los temas que han hecho grande a su obra: el ocio, el amor a la Naturaleza y el tiempo. Comienzo con el titulado “La siesta” (Juan Gil-Albert, 2004: 481), breve poema que resalta el ocio, la vida entendida como contemplación y espera. La armonía ocupa el mismo, como podemos ver al leerlo con atención: “Entre la vida y la muerte / como una vela rubia / se esparce el sueño” (vv. 1-3). La “vela rubia” hace referencia al fuego, como un elemento creador y fundacional del mundo, siguiendo a Heráclito. Vemos la oposición “vida-muerte”, extremos que se fusionan en el sueño, instante mediador entre ambos, paréntesis entre la vigilia de la vida y la quietud de la muerte. Aparece la estación placentera, el verano, el lugar de la armonía y goce para el poeta:

185 “Debajo de la higuera / es el verano dulce” (vv. 4-5), Podemos sentir la Naturaleza y su brillo en la estación preferida para el goce de la vida. Dice también: “Debajo del azul del firmamento / se adormece mi casa” (vv. 6-7). Si ya había aparecido el sueño, ahora con el verbo “adormecer” hace alusión, de nuevo, al título del poema: “La siesta”. Aparece el exterior, los confines del cielo: “del azul del firmamento”, y también el espacio interior “la casa” que, tanto para Gil-Albert como para Bri- nes, son espacios de recogimiento y de emociones: “Y dentro de ¡a casa hay una alcoba / como un ascua. / Pero la entorno” (vv. 8-10). Si la compara con un “ascua” es que arde sin llama, le trae el recuerdo del tiempo y su fluir inexorable, pero le envuelve en el tiempo de la vejez. Si “entorna” la alcoba es que se resiste a esa envejecimiento y quiere salir afuera, donde brilla exultante el verano y, por ende, la alegría de la vida al recordar. El poeta une ambos mundos, el cerrado y el abierto, cuando dice lo siguien­ te: “Y oigo batir los élitros bermejos / mientras sedosamente me deslizo / por la penumbra” (vv. 11-13). Se empeña así en recordar, pero desde el ámbito ce­ rrado, no hay juventud, se halla en la evocación de la vida. Si fuese realmente joven, no hubiese hecho alusión a la “penumbra”. Utiliza el poeta una palabra poco utilizada, culta, me refiero a “élitros”, con lo que insiste en el deseo estético de crear belleza a través del lenguaje, huyendo de la palabra cotidiana. Esas alas anteriores de ciertos insectos se oyen “batir” en el recuerdo del poeta. El zumbido de las alas es tan hondo que llega hasta ese espacio de pe­ numbra de su alcoba. Gil-Albert termina el poema, con armonía, como había comenzado, por ello, se “desliza” por el ámbito del sueño y de la oscuridad. Hay recuerdo y, por tanto, vida, pero sin que desaparezca nunca la certeza de la vejez y de la muerte. El poema utiliza el heptasílabo para dejarnos una sensación de armonía, a la vez que aparecen cuatro endecasílabos que indican movimiento: “Debajo del azul del firmamento”, “Y dentro de la casa hay una alcoba”, “Y sigo batir los élitros bermejos”, “y mientras sedosamente me deslizo”. No es casualidad que el verso endecasílabo marque el movimiento frente a la lentitud del heptasílabo: “se adormece mi casa”, “dibujo de la higuera”, “es el verano dulce”, “se esparce el sueño”, ya que el ritmo viene mejor explicado por el endecasílabo que permite al poeta extenderse y dar así mayor efusión a su descripción.

186 Es muy acertado el juicio de Francisca Miralles Meliá cuando comenta otro poema de Gil-Albert titulado “Sensación de siesta”, el cual está dedicado a Rubén Darío. Miralles dice lo siguiente acerca del significado de la vida para el poeta: “La vida es un sueño, como diría nuestro dramaturgo clásico.” Y dice algo que suscribo absolutamente: “El acepta la nada, la sombra y la muerte, no olvida su presencia en ningún momento, porque para él todo eso es la vida” (Francisca Miralles, 1990: 106). Acierta Miralles, ya que el poeta alicantino, al gozar de la vida, no teme a la muerte, sabe que es el final físico que le permite reintegrarse al mundo amado, siendo su esencia el alma. Comento otro poema de Gl-Albert, donde insiste en el tiempo de su vida como espiritual y no como algo material. Aquí expresa su desarraigo del “tener”para que triunfe el “ser”. El poema se titula “El patrimonio” (Juan Gil- Albert, 2004: 481-482) y dice: “Tan poco como tengo / y no lo puedo dar: / lo mío es mío” (vv. 1-3). El poeta se refiere, sin duda, a su fervor por el mundo en su sencillez y no en su afán de posesiones materiales. Hace mención de lo que considero el gran tema de este libro: su patrimonio es la Naturaleza y su deseo de vivirla con intensidad: “Y veo en torno el radio luminoso / de lo que me es ajeno: / el campo es campo, i la belleza, belleza, / el agua, el agua, / y la sombra del árbol levemente / tendida allí, / cual trémulos encajes, / para el que viene un día / y se reposa” (vv. 4-13). Hay una clara insistencia en la vida natural, es curioso que diga que le “es ajeno”, no porque no la ame con pasión, sino porque ella vive para sí misma y es el poeta el que debe de entregarse a su luz y no a la inversa. No hay necesi­ dad de definir los elementos de la Naturaleza, su esencia es su existencia: “el campo es campo”, “el agua, el agua”. También el poeta nos ofrece una conclusión, nuestra caducidad, nuestra temporalidad frente al espectáculo del mundo: “Que el hombre pasa / y solo puede dar de lo que tiene / su presencia clemente; / una mirada hermosa, / unas palabras” (vv. 23-27). Hay que detenerse en estos versos para entender que toda posesión del hombre son los sentidos, no hay nada que valga la pena en la posesión material del mundo: coches, casas, dinero, etc. Estos versos nos invitan a reflexionar sobre el don de la creación, tal es el poder de la Naturaleza para alumbrar el interior y hacer poesía, pintar, compo­ ner música, etc. Concluye el poema con la sensación de que al irse el hombre se va la posi­ bilidad de gozar de los sentidos: “Que todo lo demás con él se extingue / como una estela verde. / Como el verano” (vv. 28-30). Todo se escapa, como nuestra

187 felicidad, pero no hay que pensar que esa muerte de los sentidos es total, queda nuestra esencia en la Naturaleza misma. Si leemos un poema de Eugenio de Nora perteneciente a Siempre (1948- 1951) y correspondiente al tercer apartado “Sentido de la gracia”, vemos en el poema “Las viñas sedientas” (Eugenio de Nora, 1999: 226-228) ese mismo amor por el ocio y por el sueño vida : “En esta tarde / de vigilante ocio, claro / como el del sol” (w. 4-6). El ocio es, para el poeta, el deseo de vivir la vida con sencillez, sin prisas, sin posesiones materiales. Se observa también la constatación del mundo como eterno frente a la temporalidad humana, al igual que lo señaló Gil-AIbert en su poema, dice así: “¡Claro sí, mundo hermoso! / Todo este esfuerzo ¿cómo / se guía? La tie­ rra enamorada / lenta, incesante de verdor y flores, / y el hombre, ¿adónde? ¿Adonde?” (vv. 34-38). El poeta hace mención de las viñas en su esplendor: “viñas sedientas, dul­ ces / de frescor y de promesa” y de la eternidad, en clara oposición a nuestro vivir, sometido al tiempo: “Es inefable, / cada fruto madura, y persiste” (vv. 42-43). Para Eugenio de Nora, el fruto no muere, porque “persiste”, vuelve de nuevo, eternamente, al mundo amado. Al igual que le ocurría a Gil-AIbert, de Nora cree en la actividad del hom­ bre al acercarse a la Naturaleza, en actitud activa frente a ella, que recoge con placidez esa entrega del ser humano a su hermosura manifiesta. Comento otro poema que merece nuestra atención y que se titula “El mapa anímico” (Juan Gil-AIbert, 2004: 489-490), curioso título donde Gil-AIbert nos habla, de nuevo, del sosiego y la contemplación como presencia del ser hu­ mano en la vida: “Soy un cuerpo tendido entre confines: / por el lado derecho abro mis brazos / al vergel provenzal” (vv. 1-3). Vemos aquí la tierra de Francia que amó en el exilio, “el vergel provenzal” y que le condujo al fascinante en­ cuentro con las lilas. Dice también: “Por el izquierdo / dejo dormir el alma en la molicie / de lo lejano asiático. ¿Lejano?” (vv. 4-6). Aparece aquí su gusto refinado por el mundo exótico. Se plantea si es lejano lo que está inmerso en su propia identidad: ¿Hay lejanía acaso más cercana/ que lo que llevo dentro: esta pereza/ y está fatali­ dad?” (vv. 7-9). Nos preguntamos qué quiere decir con “fatalidad” y lo enten­ demos si pensamos en ese “vivir por dentro”, no para una familia y un trabajo, sino para sí mismo. El destino es ineludible en la vida del poeta, lo sabe y convive con él: “pereza y fatalidad”. Vemos también ese mundo que influye en sus ánimos, dos polos opuestos que son dos formas de entender la vida: “El sur me tienta / y la foresta nórdica

188 me alarga / su sombra pensativa” (vv. 10-12). Son, como vemos, dos estados de ánimo: el Norte con su tristeza y el Sur que traslada alegría y goce de vivir al poeta. Hay dos lados opuestos en su vivir, a veces dicha, a veces melancolía. También aparece la personificación, el paisaje como “sombra pensativa”, porque la foresta nórdica parece que expresa unas emociones que son conta­ giadas al poeta, en su aire melancólico. Estas emociones aparecen como in­ dudable imagen en las sombras que proyectan los grandes árboles del Norte. Pero Gil-Albert no está en ninguno de aquellos mundos, pertenece a Le­ vante, a su tierra natal, su verdadero paraíso: “Pero cuando son frescas las mañanas / y un humor vigilante / me hace volver los ojos despejados / al litoral risueño” (vv. 13-16). Sin duda, estamos ante la tierra levantina, en ese lugar predilecto de su vida, espejo de su infancia y de su juventud: “las frescas mañanas”. El deseo de evocar el pasado se hace evidente en el poema: “me hace vol­ ver los ojos despejados/ al litoral risueño”, si son “despejados” es que son ojos jóvenes, de niño, si no fuese así hubiese empleado otro adjetivo: cansados, más propio para reflejar el peso de la vida. Vemos al final del poema su canto a la tierra amada y al tiempo de la felici­ dad: “me siento razonar con clara mente / como quien soy: un hombre de este mundo / que combate sus sueños orientales / y se acoge a la rosa más perfecta/' del humanismo” (vv. 17-20). Bajo mi punto de vista, el poema pierde aquí el lirismo y se malogra en su belleza para convertirse en una reflexión del poeta. En este último verso, Gil-Albert decide romper el tono poético, creador de gran armonía, con una reflexión sobre la preferencia, en su poesía, del clasicismo frente al modernismo que dejaba esos aires exóticos: “sueños orientales”. La alusión al clasicismo llega con el último verso: “se acoge a la rosa más perfecta / del humanismo”. Este cambio del tono poético nos hace desear otro final, más acorde a la hermosa evocación que nos había ofrecido en versos anteriores. Aún así, el poema tiene una indudable calidad, ya que nos permite conocer, una vez más, su pasión por la tierra natal, señalando a la juventud como la época más es­ plendorosa de su vida. Termino este repaso a los poemas del libro con uno muy breve titulado “El yo” (Juan Gil-Albert, 2004: 491), donde lo dice todo, sin necesidad de extenderse demasiado. Se puede sentir aquí esa esencia del poeta, desposeído de cualquier bien material, pero hermanado con el Universo: “Cuando menos

189 se tiene más se es. / Sombra de! árbol, suave, como un velo, / estridente verano alrededor, / y cerca, casi oculto, / el murmullo del agua” (vv. 1-5). Todo se cumple en la Naturaleza. Menciona, de nuevo, la estación vera­ niega como época feliz de la vida y el agua que, en su murmullo, expresa el goce hermoso, su armonía ante lo creado. Ya hay desposesión de lo material: “Cuando menos se tiene más se es”. Y el poeta dice, con rotundidad: “No quiero más” (v. 6). Sabe muy bien qué es la vida y que la nutre en realidad. Dice, para terminar este breve, pero esclarecedor poema: “Que me dçjen pensar en quien me anima. / Y que el calor prospere. / Y que el mundo se pierda” (vv. 7-9). No hace falta más que ese espacio de felicidad para que el poeta sea dicho­ so, en su mundo amado y en su estación favorita, símbolo de la juventud: “Y que el calor prospere / Y que el mundo se pierda”. El poeta es feliz en esa época que recuerda sus primeros años en Valencia: “Y que el calor prospere”, lo que le lleva a ser indiferente a todo lo demás: “Y que el mundo se pierda”. Nada importa ya, tan sólo la sensación de goce ante el ocio de la vida y su visión vitalista del mundo. Resulta un magnífico final para un libro que repite en los otros poemas ese goce, esa alegría, ese entusiasmo. Ese apego de Gil-Albert a la vida nos recuerda un poema de su amigo Fran­ cisco Brines titulado “Ultima declaración de amor” (Francisco Brines, 1995: 489), perteneciente a La última costa (1995), cuando dice: “Oh Vida, / que todo me lo has dado. / Ahora ya sé que, siendo esto verdad, / nada me has dado. / Más déjame mirarte aún con amor, / aunque no tenga ya deseos de abrazarte. / Y aunque sepas que yo no te abandono / puedes tú abandonarme” (vv. 1-8). Aquí reside todo el amor a la vida que el poeta valenciano siente, en esa entrega que conoce la contradicción y el misterio de vivir. Como vimos en Gil-Albert, el poeta se entrega a la Naturaleza y no a la inversa, se ofrece a ella con amor resignado: “Y aunque sepas que yo no te abandono / puedes tú abandonarme”. La vida cumple su proceso, lo ha dado todo, pero se lo quita también: “nada me has dado”. El poeta acepta ese juego en el que sólo el hom­ bre ha de perder. La aceptación del goce de haber vivido une a Gil-Albert con Francisco Brines y nos deja una sensación extraña, que tiene que ver con el título del libro del poeta alicantino: Migajas del pan nuestro, donde Gil-Albert nos deja huérfanos del olor y del placer de la vida y, con la hondura que le caracteriza,

190 ama con fervor la misma, pese a la imposibilidad de retenerla para siempre. Un gran libro, sin duda alguna. CONCLUSIÓN: MIGAJAS DEL PAN NUESTRO En este libro, Gil-Albert incide en la idea que ya había mantenido en libros anteriores. Me refiero a la visión del mundo como un espectáculo de gran be­ lleza que ha de ser gozado con toda intensidad. He elegido algunos poemas de gran interés, como el titulado “La siesta”. En el título, ya adivinamos la calma que busca el poeta, su deseo de vivir con plenitud el ocio, la contemplación serena de las cosas. Triunfa el poder de la evocación, ya que aparece el poeta en la vejez, pero lleno de recuerdos que le hacen revivir los momentos álgidos de su juventud en su amada tierra. Al igual que Francisco Bri- nes, el hombre mira desde el interior de la alcoba el espectáculo de la Naturaleza, mostrando la clara oposición entre dos símbolos: el interior, imagen del paso del tiempo y de la vejez y el exterior, espejo de la plenitud del mundo. Es importante resaltar otro poema, titulado “El patrimonio”, donde Gil- Albert expresa su visión ética del mundo, ya que no tiene nada más que el amor hacia la Creación, desposeído de todo bien material, desprecia, como vimos en su ensayo Ploutos o el dinero todo aquello que, por codicia, pervierte su virtud. No hay que olvidar otro poema del libro, titulado “El mapa anímico”, don­ de el espíritu viajero del poeta se manifiesta y establece una clara oposición entre el Norte como símbolo de la tristeza y el Sur, espejo de la alegría. Naturalmente, Gil-Albert se decanta por el Sur, donde existe una gran belleza en el paisaje y en las personas. El último poema que he comentado: “El yo”, es un nuevo deseo de unión del poeta al espectáculo de la creación, por ello, desprecia cualquier posesión que no sea la de contemplar el amanecer o dejarse llevar por la estación que fue su mejor momento de felicidad: el verano. En esta elección del estío como época suprema coincide con el poeta va­ lenciano Francisco Brines, ya que en muchos de sus poemas el invierno es símbolo de la vejez y de la muerte y el verano reflejo del esplendor de la vida en la amada juventud. Esta identificación es muy importante, ya que sostengo que la poesía de Francisco Brines tiene mucho que ver con el sentido ético y estético de la vida que Juan Gil-Albert muestra en su obra poética. Este libro nos ofrece el gusto por la belleza y la evocación de un tiempo que nunca puede ni debe ser olvidado: su infancia y su primera juventud, la época más dichosa para el poeta alicantino.

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LA META FÍSICA: LA RENOVACIÓN ESTÉTICA DEL POETA

Aunque publicado en 1974, La metafísica fue escrito por Gil-Albert an­ teriormente, por ello, aparece en mi estudio antecediendo a Los homenajes. Lo cierto es que el libro abre la puerta a la renovación estética, donde Gil- Albert alterna dos tipos de poemas, algunos fueron escritos en verso largo (ge­ neralmente alejandrinos) y reflejan un pensamiento más discursivo, por ejem­ plo “La divinidad”, que comentaré después, y otros, muchos más concisos en versos de 5 y 6 sílabas. ¿Qué razón tuvo el poeta para esta alternancia en los versos de los poemas que componen el libro? La razón tiene que ver con el contenido. En los poe­ mas largos, Gil-Albért quiere seguir reflexionando sobre los temas de la vida, extendiéndose en su visión del mundo. En los poemas breves, sin embargo, quiere mostrar la condensación del mensaje en versos breves, suficientes, para impactar al lector y dejar claras sus ideas. Por ello, he subtitulado a este estu­ dio del libro renovación estética, porque juega con el estilo para insistir en los temas de siempre. De nuevo, Pedro J. de la Peña nos sirve de perfecto introductor de los poe­ mas, porque en su libro sobre Gil-Albert acierta en la condensación de los temas que he comentado; “Se trata, por eso mismo, de un libro decantado, en el que se puede constatar una renovación estética que tiende hacia el apreta­ miento sustancial” (Pedro J. de la Peña, 1982: 167). Si el modelo extenso de versificación responde al que apareció ya en Las Ilusiones, el modelo breve responde a un estilo que prepara el lenguaje esen­ cial de Los Homenajes. La depuración lingüística conlleva la correspondien­ te depuración del pensamiento, como veremos a continuación. Comento “Los colores vivos” (Juan Gil-Albert, 2004: 499-500), un poema donde los versos breves buscan concretar la ya aludida esencia de su pensa­

193 miento. Gil-Albert dice: “Lividez del alba, / rosicler de la aurora” (vv. 1-2), la imagen se refiere al amanecer, marcado por la neblina: “lividez” y por el color rosado: “rosicler”. Es extraño que el poeta empiece el poema por una descripción tan breve, lo que ya indica el deseo de renovación estética que supone el libro. Dice tam­ bién: “Oro del sol, pupila / de la mañana ardiente” (vv. 3-4). La referencia a un elemento humano “pupila” para la mañana nos indica como, en la personifica­ ción, expresa el poeta las cualidades emotivas del amanecer. Continua diciendo: “Amplio azul como un techo / de matinales sombras” (vv. 5-6), aparece ahora el azul, cuando antes apareció el color rosado. Nos da la impresión que el día ha ido abriéndose en un tímido sol que ya expresa, como se vio en los versos ardientes, todo su resplandor: “Oro del sol”. El poeta utiliza la comparación como figura estilística. El cielo es visto como la cima: “techo” de la mañana que presagia las nubes: “matinales som­ bras”. Nos revela Gil-Albert la aparición de la tarde y un tema clave en su obra, el ocio: “Pronto estará en su cénit: / Vibración de la siesta” (vv 7-8). Aquí vemos que el ocio, la contemplación de la vida, es su deleite: “vibración”, e invita al descanso de la siesta. Se pregunta sobre la Naturaleza que, claro referente en su obra, aparece aquí como promesa: “¿Qué olor verde se filtra / por purpúreos postigos?” (vv. 9-10). De nuevo, el olor y el color, cuando hace alusión al púrpura y al aroma que deja, lo que señala el rojo intenso del crepúsculo que se filtra en las venta­ nas. Todo ello nos sugiere que el poeta se halla en el interior de la casa y se fil­ tra el “verde” de la Naturaleza y el “púrpura” del crepúsculo por las ventanas. Las ventanas a las que se refiere son “postigos”, es decir, quieren proteger­ nos de la luz, pero aún así el resplandor del mundo se filtra por ellos. El poeta, como en otros poemas anteriores, hace referencia al mundo exte­ rior (la Naturaleza) y al interior (la casa, la alcoba). En la siesta se encuentra adormecido y presiente la dulzura del sueño: “Baja sobre los párpados / un sueño jaspeado” (vv. 11-12). Vemos en el poema muchos colores: el rosado, el púrpura, el verde, el jaspeado. Nos llama la atención que sea tan visual, lo que Gil-Albert pretende es crear imágenes, como pequeños cuadros de su visión del mundo en un ámbito feliz. Aparece también el “párpado”, reflejo de la insistencia del poeta en la mirada, tanto es así, que su'poesía está creada para contemplar el mundo y su esplendor.

194 En ese estado de contemplación, de ocio, que provoca la siesta, el poeta no sólo sueña (contemplando asi el mundo ideal) sino que va debilitándose, vencido por el placer del ocio: “y por los miembros corre / languidez invisible” (vv. 1.3-14). El paso del tiempo lo va marcando perfectamente el poema, cuando dice: “Poco después se advierte / que ha empezado a mustiarse / lenta, empalide­ ciendo / la rosa vespertina” (vv. 15-18). Aparece un elemento clave en toda su poesía, la rosa, símbolo de la belleza del mundo que el poeta canta, pero aquí, debido al paso de las horas “ha empezado a mustiarse”. Es un claro ejemplo de la vida, desde la belleza de nuestra juventud hasta la tristeza de la vejez y la muerte. La rosa “empalidece”, se va muriendo, sin remisión. Todo ello, va presagiando la llegada de la noche, ámbito de la reflexión y del vencimiento del tiempo humano: “Y llegará el nocturno / como una higuera fresca” (vv. 19-20). En la comparación, el poeta señala la posibilidad de que la noche no sea el fin de todo. Pero hay un elemento que no ha aparecido todavía: la soledad. Lo dice cla­ ramente en el poema: “Luego, la soledad, / palpitará desnuda” (vv. 23-24). Es el instante de la noche, donde el poeta se enfrenta a su tristeza y su melancolía y se pregunta por el misterio de la vida. Ya adivina esa cercanía de la muerte que tiene que conllevar la noche, y así lo dice: “Se acerca receloso / nuestro instante supremo” (vv. 25-26). No sería supremo, sino fuese único, es decir, el paso del todo hacia la Nada. Y ya nos hallamos en un punto álgido, la noche entera que es sombra, don­ de ya no se puede vislumbrar la vida: “Negro, negro profundo / cuando todo se apaga” (vv. 27-28). Si se apaga todo es que la vida desaparece y el resultado es la Nada. Aquí no existe esa posibilidad de continuar en el mundo, pero sí intuimos, en la alusión a la comparación con la higuera fresca, que el hombre, muerto física­ mente, puede ser parte del Universo y de sus elementos. El poeta ha conseguido un poema muy brillante que tiene tres tiempos: el del amanecer, que es descubrimiento de la vida, es decir, la infancia: “Lividez del alba, rosicler de la aurora”, el atardecer, que llega con la siesta y que sim­ boliza la época feliz de la juventud: “Pronto estará en su cénit: / Vibración de la siesta”, y, al final, la noche, símbolo de la madurez que da paso a la vejez y la muerte: “Negro, negro profundo / cuando todo se apaga”. Los tiempos ¡os marcan los adverbios: “Pronto”, “Poco después”, y las for­ mas verbales que alternan: “estará”, “llegará” que señalan lo que va a ocurrir frente al instante en sí: “Se acerca”, “Se apaga”.

195 El poema, escrito en versos de 6 sílabas, pretende así condensar toda la vida de un hombre utilizando la Naturaleza y el paso del día a la noche, como referente básico. Hay una estilización en el poema, dejando a un lado el estilo discursivo, que nos indica que existe un deseo de renovación estética, muy de agradecer, en su poesía. Vemos ahora “La divinidad” (Juan Gil-Albert, 2004. 511-513), un poema adecuado para reflejar el contraste entre los dos estilos del libro. Aquí, el verso que se prolonga hace más discursivo el pensamiento de nuestro poeta. Dice así: “Si no hubiera sabido lo que soy, / si no me hubiera ahondado en el abismo / de mi suerte / qué distinto sería el universo / y mi misma virtud”, (vv. 1-5). Ya confiesa el poeta su condición de hombre nacido para la contemplación, cuan­ do dice “ahondado en el abismo”, como si estuviese ensimismado, enajenado para el mundo real. Dice también: “Sé ahora así del orbe y de mí mismo/ lo que esperaba, nada permanente, / una verdad remota, inabarcable, / pero segura y fiel” (vv. 20-23). Tenemos aquí dos mundos que se fusionan: el Universo que es “el orbe” y el poeta: “de mí mismo”, y un conocimiento de la vida como algo efímero y pasajero: “nada permanente”, pero hermosa y mensajera de la dicha: “pero segura y fiel”. Nos dice Gil-Albert que su soledad y su individualidad es su condición y, por ello y en ello, se realiza plenamente: “No hay como reparar en esta cosa / del vivir solitario, / para que nos sintamos prisioneros de una grandeza extraña: / del ser” (vv. 27-30). Aquí incide, de nuevo, en la existencia como esencia y no como materialidad. El poeta vive para ser y gozar del mundo, no para tener cosas que no le sirven en realidad. Y lo dice, de nuevo, claramente: “Soy esta soledad intransferible, / este fuego interior” (vv. 32-33). Vuelve a insistir en el “fuego”, como vimos en su libro A los presocráticos, por considerarlo elemento que da origen y fin a nuestra vida. Y el poeta actúa como un ser humano en sus emociones, en su actos ins­ tintivos, no impuestos u obligados: “Me muevo, pienso, hablo, me enamoro / doy fe de vida” (vv. 34-35). Y aparece la ilusión que es esa pasión que se consolidó en sus libros anteriores: “Doy fe de mi ilusión” (v. 36) El poeta reivindica, de nuevo, el ocio, el no hacer nada, tan solo estar mi­ rando, hablando, “siendo” en definitiva: “Me entretengo pasando cuenta a cuenta / los días fugitivos” (vv. 37-38). Si se “entretiene” es que está ocioso

196 y disfruta de la vida, sin prisas ni horarios. Y aparece, casi al final del poema, el reto de su existencia, ser siempre como quiere ser, fiel a sí mismo: “Y una ansiedad avanza retadora / como un ala sublime” (vv. 39-40). Si la figura del pájaro representaba la libertad, esa ansiedad es fi’uto de su deseo de indepen ­ dencia e individualidad frente al mundo de los demás. Y nos lo dice claramente: “¿Una ansiedad de qué? / De nada exactamente” (vv. 41-42). El poeta no necesita más que estar con el mundo, no hay objeti­ vos, ni proyectos futuros. El final del poema ya lo expresa a la perfección: “De ser esto que soy, de acostumbrarme / a todo cuanto he sido: un hombre solo” (vv. 33-34). La clave de la vida es admirar lo que le rodea, gozar de ello: “Un gran disipador de la existencia, un conductor feliz de energía: / nada concreto: un dios” (vv. 45-47). El final del poema nos asombra, y no podemos evitar pensar en la palabra “dios”, refiriéndose, sin duda, a los dioses griegos, que representaban la liber­ tad del mundo, su omnipotencia sobre las cosas y no su sometimiento a ellas, como la mayoría de los hombres. El apelativo “gran disipador de la existencia” es un hallazgo brillante a su postura y su vocación de ocioso, de hombre que mira el mundo, gozando, sin prisas, del mismo. El poema es, desde luego, un ejemplo brillante de la ética de Gil-Albert, que no está reñida con su visión estética, admiradora de la belleza y del ocio. Comento otro poema donde, de nuevo, el poeta busca la esencia de su pensamiento, consiguiendo que los versos fluyan con armonía y elegancia, como breves pinceladas, no exentas de singularidad. Me refiero a “Canción” (Juan Gil-Albert, 2004: 513-514), cuando dice: “Nada es más triste ¡ que lo que no se cumple” (vv. 1-2), ya podemos deducir que nos hallamos ante la vida no vivida o realizada. Y, de nuevo, aparece su ética de vida reflejada en la Naturaleza: “Boga la nube más alta, / huele el pino feliz” (vv.3-4), vemos aquí los contrastes entre lo elevado: “nube alta" y lo terrestre, arraigado a la tierra: “pino feliz”. Los adjetivos expresan ya la belleza del mundo, su cumplimiento. Aparece también el paisaje del mar, aquí refiriéndose a la playa: “La playa murmurante se despliega / como un leve abanico” (vv. 5-6). No nos hallamos ante una playa solitaria, si es “murmurante” es porque el viento silba o la brisa empuja las aguas, por ello, por esa suavidad que mece el mar expresa la com­ paración: “como un leve abanico”.

197 Aparece el hombre joven, símbolo de la felicidad de la vida: “Y el amoroso joven solicita / la manzana remota”. Se refiere a la manzana del pecado que, siguiendo la Biblia, ha trastocado el mundo y creado la culpa, sin poder gozar de la libertad prometida. Y vuelve al hecho de la realización: “Todo cuanto se cumple se extasía, / fuerza o bondad” (vv. 9-10), esta energía es empuje para afrontar la vida y la bondad como reflejo de la armonía que preside la Naturaleza. Pero también aparece lo que no se ha cumplido, como si la vida humana estuviese presidida por la ausencia de la felicidad completa: “Mas lo que pudo ser y roto / pende sobre el abismo” (vv. 11-12). Aparece, de nuevo, como en otros poemas, la palabra “abismo”, como espejo de la Nada que constituye la muerte física del hombre. Y termina diciendo: “triste es como lo eterno, sin forma ni color” (vv. 13- 14). Lo que no se ha cumplido es triste porque es aquello que no hemos vivido y, por tanto, refleja imposibilidad y vacío. No hay, como antes, cumplimiento. Esta progresión hacia el desencanto es también un proceso de desarraigo a la idea originaria del hombre vivo para siempre en la Naturaleza. La idea que antes sustentaba su fe, ahora se pone en duda y niega, mostrando su pesimis­ mo, tal continuidad. Nos da la impresión que sólo hay vida cuando tenemos los sentidos, perdi­ dos éstos, no hay nada que gozar. Si existe esa eternidad en la Naturaleza, no tiene “forma ni color” cuanto antes sí albergaba esa idea. El poeta expresa el vitalismo de su idea del mundo, ceñido sólo a nuestra esencia humana. Hay renovación en sus ideas, no sólo en la forma, sino en el fondo, ya que no hay eternidad posible, frente a los libros anteriores en que sí creía en ella. En el poema, Gil-Albert alterna los versos endecasílabos y heptasílabos o los versos hexasílabos, en algunos casos. El poeta cambia la métrica de los versos, para expresar los cambios entre el afán de vivir y sus, no siempre afor­ tunados, resultados. El poema nos vuelve a recordar a otro poeta que pone en primera línea los -sentidos y el goce de los mismos para la realización plena de la vida. Me refie­ ro a Francisco Brines y a su vitalismo, expuestos en muchos de los poemas de su consolidada obra. Cito un breve poema donde el poeta valenciano resume la importancia de lo vivo ante la llegada de la muerte, descrita, como hizo Gil-Albert, como re­ flejo del vacío o de la nada. El poema se llama “Programa de vida” (Francisco

198 Brines, 1995: 425) y pertenece a El otoño ele las rosas’. “La noche ahora nos aguarda, y el virtuoso acecha / Respira entre las sábanas el mundo, y nada falta. / Cuando venga la muerte, la vida será esto” (vv. 1-3). El poeta valenciano sabe que lo vivo está unido a los sentidos y que, al perder nuestra posibilidad de mirar, oler, tocar, nada ha de quedar del mundo. Por ello, nos dice al final del poema lo siguiente: “Más pasajera es la virtud que una noche. / Si los muertos oyeran, dirían que es verdad. / Y ya lo aprendí de ellos, y ellos no lo sabían” (vv. 4-6). Brines nos invita al goce de la vida, consciente de la imposibilidad del regre­ so de aquél que anida en el vacío, porque carece de la posibilidad de sentir: “Si los muertos oyeran”, y, además, no coincide con Gil-Albert en el triunfo de la castidad: “Más pasajera es la virtud que una noche”, para el poeta la pureza no sirve para ennoblecer la vida y el placer y su realización es el verdadero triunfo del vivir. Vemos que, frente a una visión estética muy afín entre ambos poetas, no hay un mismo sentido ético, Brines invita al goce físico frente a la castidad de Gil-Albert que remite sólo al goce de la Naturaleza y del arte. Quiero terminar este repaso general a un poema importante del libro, por­ que nos habla del tiempo, tema clave en su mundo poético, como ya he aludido en otras ocasiones. El poema se llama “Cuando el tiempo pasa” (Juan Gil-Albert, 2004: 520- 521) y puede servir de conclusión para este libro renovador por el deseo de condensar su pensamiento (abundan más los poemas de versos de arte menor que los largos) y por marcar un cierto desencanto a la idea de una posible eter­ nidad para el hombre en la Naturaleza. Dice así: “Sí, cuando el tiempo pasa, / la voz se va quedando más adentro, / cada vez más difícil, / cada vez más oscura” (vv. 1-4). Nos habla ya el poeta del desastre del tiempo que va horadando nuestra voz, símbolo claro de nuestro aliento vital. Por ello, va haciéndose cada vez “más difícil”, “más oscura”. Y vuelve a hablarnos de la mirada, clave en su poesía: “brillándole en los ojos nada más, / pieza que se resiste a desprenderse / de su fuego nativo / como un dulce lobez­ no tembloroso” (vv. 5-8). Son unos versos donde nos dice que la mirada es el único resquicio de la juventud amada, el sustrato de nuestra inocencia. Hemos perdido, en la vejez, todo: el tacto, el olor, pero no la mirada, como evocación del tiempo de la felicidad. Por ello, nos habla de “lobezno”, se refiere al lobo joven, clara

199 alusión al hombre en su época de esplendor, ebrio de vida e ilusiones. Si es “tembloroso” es porque descubre con fervor todo aquello que tiene de belleza el mundo, emocionándole. Y dice también en el poema: “Cuando el tiempo sembró / y de su alta cose­ cha deslumbrante / hemos ido apurando en mil deseos / todas las esperanzas” (vv. 9-12), aquí nos habla de la vida en su madurez: “alta cosecha”, y también del paso del tiempo y el deseo por vivir con intensidad: “apurando en mil de­ seos/todas las esperanzas”. El poeta expresa su satisfacción por haber gozado de la vida, por haberla saboreado en toda su plenitud: “queda un remanso en tomo, / una lívida luz bajo el silencio / que han dejado los goces, / como una reflexiva certidumbre / de haber sido feliz” (vv. 13-17). Nos ofrece una sensación de plenitud, pero también nos inquieta ese “silencio” y la “lívida luz”, reflejos de la soledad del hombre en su vejez, alejado del tiempo de la dicha. Tal es el grado de satisfacción que aquel tiempo le deparó que dice así: “de haber emparentado en su momento / con la entera belleza” (vv. 18-19). Con tanta hermosura vivida, puede el poeta sentir el poso de la vida con mayor entusiasmo. Pero, no hay que olvidar que tanto enriquecimiento, al perderlo por el paso del tiempo, tiene que producir un dolor mayor que el que ha tenido una vida mediocre. Aparecen en el poema los labios, expresión indudable de la fusión poeta- Naturaleza: “con esa circunscrita infinitud / de que sigue quedando en nuestros labios / un sabor pertinaz y vigoroso” (vv. 20-22). El sabor es metáfora de la saciedad de la vida, gozada en sus dones verdaderos. Y el final del poema nos devuelve a la importancia del “ser” frente al “te­ ner”, clave del libro que sustenta así la visión ética de la vida de nuestro poeta. Gil-Albert dice: “Ah, cuando el tiempo pasa / no es que hayamos sido o que seamos, / es que somos, / somos ahora, somos lo perenne, / lo que está todo henchido de nosotros, / de nuestro ser, / un vasto continente de pasiones, / una intención domada, una persona” (vv. 23-30). Nos ofrece aquí la importancia de ser, mientras haya respiración y latidos dentro del corazón. Por ello, por estar llenos y realizados, la vida, en su senci­ llez, expresa ser “un vasto continente de pasiones”, además, respeta al mundo y a quienes lo habitan: “una intención domada, una persona”. Concluye el poema y nos ofrece una sensación de haber vivido que no hace que el hombre deje de ser al envejecer, sino que siga siendo, hasta que cierre sus ojos y todo acabe con él.

200 Aunque ese afán vitalista quede en pie, sí detectamos que el paso del tiem­ po ha horadado al hombre, como lo dijo claramente al principio del poema. Sin duda, nos recuerda al Vicente Aleixandre de Historia del corazón, cuan­ do, en el poema “Vagabundo continuo” (Vicente Aleixandre, 698-699), nos decía estos versos: “Hemos andado despacio, sin acabar nunca. / Salimos una madru­ gada, hace mucho. Oh, sí, hace muchísimo. / Hemos andado caminos, estepas, trochas, llanazos. / Las sienes grises azotadas por vientos largos. Los cabellos / enredados en polvo, en espinas, en ramas, a veces en / flores” (vv. 1 -7). Vemos la sensación del paso del tiempo, pero no la renuncia o el cansan­ cio, pese a las adversidades de la vida; “Los cabellos enredados en polvo, en espinas, en ramas, a veces en / flores”. También apreciamos con ese “a veces” los momentos de dicha, pero no son muchos como imaginamos, porque predo­ mina el dolor: “polvo, espinas, ramas”. Se observan también las adversidades que depara el paso del tiempo: “Las sienes grises azotadas por vientos largos”. Si “azotan” es que hieren, con extre­ ma dureza, el camino de la vida, pero el hombre, tenaz, resistente, sigue, como insiste en el poema. El poeta describe en el poema a los hombres, mujeres y niños que caminan sin cesar. Cito el final, donde aparece lo que más me interesa para mi estudio: “Y luego seguir. La salida, la estepa. / Otro cielo, otros climas / Hombre de caminar que en tus ojos lo llevas. / Hombre que de madrugada, hace mucho, hace casi infinito, saliste. / Adelantaste tu pie, pie primero, pie desnudo. ¿Te acuerdas? / Y, ahora un momento inmóvil, parece que rememoras. / Mas si­ gue...” (vv. 36-42). Termina el poema insistiendo en el camino, en la voluntad de vivir, de amar las cosas que le rodean, pese a tantos climas, tantos cielos. Y hay algo muy significativo que le une a Gil-Albert y que se basa en el poder de la evocación, cuando dice: “parece que rememoras. / Mas sigue...”. Pese al recuerdo, el poeta no se queda en el ayer, continua su paso hacia la nueva vida que le espe­ ra, al terminar un día y empezar otro. Aleixandre centra también su mundo creador en la mirada, como lo hizo Gil-Albert en el poema comentado antes, y en otros que vimos en algunos de sus libros. El poeta andaluz sabe que la mirada es el impulso del niño que llevamos dentro: “Hombre de caminar que en tus ojos lo llevas”. Se refiere, sin duda, al deseo de seguir ilusionándose, pese a la vida y sus contratiempos. Ambos poetas se impulsan y creen en la vida, por ello, amarrados a ella, cantan la existencia y la importancia del “ser” frente al “tener”.

201 Concluyo este estudio con las palabras de Pedro J. de la Peña que siempre resultan esclarecedoras para conocer mejor el mundo de Gil-Albert: “Porque la vida ni es belleza, ni es orden. Por encima de todo es afán, bravura, movimien­ to” (Pedro J. de la Peña, 1982: 173). Y, además, el poeta rechaza la belleza si no viene acompañada de un com­ portamiento vital, lo que ennoblece al libro, porque, a pesar de reflejar una visión estética de la vida, es, en su postura ética, donde alcanza su verdadera impronta. Gil-Albert, siempre reflexivo, nos ofrece su vitalismo, pero también su compromiso con su virtud, no entendiendo el mundo si no es para ofrecerse, en cuerpo y alma, a él, despreciando lo que la vida material hubiese podido ofrecerle. Todo un ejemplo, sin duda alguna, que pone fin a este libro maduro y, sin duda, excepcional. CONCLUSIÓN: LA META FÍSICA Este libro representa un importante cambio en la concepción del mundo del poeta alicantino. Si en libros anteriores tenía una esperanza en continuar la vida, unido a la Naturaleza, formando parte de ella, en La metafísica niega esa esperanza y es consciente de que el final de la vida se halla en la muerte. Esta idea se puede ver en el primer poema que he comentado: “Los colores vivos”, donde Gil-Albert, a través del paso de las horas en el paisaje, simboliza el final de nuestra vida, desde la juventud (el día en su esplendor) a la vejez (la noche). Aparecen los colores de la Naturaleza, son reflejos de la belleza del mundo y del deseo del poeta de dedicarse íntegramente a la contemplación (el ocio) de ese mundo maravilloso. Aparece en el poema la rosa, símbolo de la vida que pronto ha de morir, como la vida humana. La noche es el espacio de la contemplación y la me­ ditación, siempre en soledad, pero es también el ámbito que muestra nuestra caducidad, nuestro regreso a la Nada. En otro poema que he comentado, titulado “Canción”, Gil-Albert evoca el tiempo de la juventud, reflejo de la dicha que el tiempo se encarga de borrar. No hay felicidad completa y, sin embargo, existe el goce del instante, el placer por vivir el amanecer del mundo. He comparado algunos de estos poemas con otros de Francisco Brines, donde encuentro una clara afinidad temática. Hay, sin embargo, una diferencia que debo resaltar, me refiero a que la visión ética de Gil-Albert y su compro­

202 miso con la castidad no coincide con el deseo de vivir el placer y dejarse llevar por la tentación de la carne que nos ofrece el poeta valenciano en algunos de sus poemas. Lo expresa muy bien en un poema llamado “Programa de vida”, perteneciente a El otoño de las rosas. Si les diferencia esta forma de concebir el placer, resulta semejante su vi­ sión del mundo, amparada en un vitalismo que excluye cualquier trascenden­ cia. Para ambos poetas, todo está aquí, no hay nada después de la muerte. Este libro nos ofrece un importante cambio en su visión ética del mundo, ya que si antes Gil-Albert creía en una segunda vida disipado en la Naturaleza, ahora niega esa posibilidad y presiente que la muerte constituye nuestro regre­ so al vacío y a la nada.

203

LOS HOMENAJES: LA OTRA VOZ DE GIL-ALBERT

Surgieron Los Homenajes como un tributo a otras voces, poetas, novelistas, filósofos. En ellos, aparece la voz del poeta, como si fuese un espejo del pro­ pio pensamiento de muchos otros artistas a los que admiró Gil-Albert. Resulta muy esclarecedor el prólogo que acompaña el libro en la nueva edición de Pre-Textos, donde se recoge su Poesía Completa (edición que he utilizado como base para comentar todos los poemas que aparecen en este estudio). En el prólogo, Gil-Albert nos cuenta cual fue el origen de este libro, cuya primera idea se remonta a una conversación entre Manuel Altolaguirre y el poeta alicantino hallándose ambos en el monasterio catalán de San Benet. La sugerencia de escribir unos poemas que fuesen glosas de otros poetas, surgió del poeta malagueño, Gil-Albert no llevó a cabo entonces tal proyecto. Pero la idea del Altolaguirre quedó prendada en la memoria de Juan y éste, años más tarde, decidió llevarla a cabo. Conviene recordar que, después de esa feliz idea del poeta andaluz, Ramón Gaya, el gran amigo de Gil-Albert, comenzó a producir sus homenajes a los pintores, decisión de Gaya que influyó en el escritor alicantino para hacer lo propio con los poetas y filósofos que marcaron su vida. Dicho esto, es más fácil adentrarnos en la importancia del libro y comentar algunos de aquellos poemas que lo componen. Los primeros poemas están dedicados a Antonio Machado, el titulado “El presentimiento”, a Unamuno cuyo título es “El amor propio” y a Larra cuyo tí­ tulo es “El suicida”. Pero me detengo en “Laura” (Juan Gil-Albert, 2004: 540), poema, cuyo título es un homenaje al soneto y que nos recuerda, sin duda, a la Laura de Petrarca. Gil-Albert dice: “Una tarde en un ámbito extranjero, / cuando me reposaba de mi suerte, / no sé si como un soplo de la muerte / sentóse junto a mi, bajo

205 un sombrero...” (vv. 1-4). Termina aquí el primer cuarteto y nos introduce al poeta, nos localiza el momento del día: “una tarde” y nos deja dudas impor­ tante sobre el lugar, sólo sabemos que no fue en España. El poeta introduce el desconcierto: “no sé si como un soplo de muerte” y nos presenta a alguien que ocupa su atención: “sentóse junto a mi”. En el segundo cuarteto nos desvela algo más sobre el o la desconocida: “de espigas y amapolas, un somero / cuerpo errante perdóname, me dijo, / busco un poco de sombra, el ojo fijo / dejando en lontananza. Y era un mero..(vv. 5-8). El segundo cuarteto introduce el sombrero de alguien, no especifica si hombre o mujer, ya que alude a un “somero cuerpo errante”, parece intencio­ nada esta ambigüedad de Gil-Albert al no identificar el sexo del protagonista del poema. Aparece el diálogo: “perdóname, me dijo” y nos sorprende la intención de esa persona que lleva un sombrero: “busco un poco de sombra” y, además, hace mención no de la mirada sino de un “ojo fijo / dejando en lontananza”, como si mirase al vacío. Es curioso todo esto, porque el poeta pretende expresar ya, a través de esa ausencia de descripción del “cuerpo errante” la distancia, es decir, la lejanía. Parece que nos habla de alguien frío, irreal como una estatua. En los tercetos desbroza la reflexión del poeta: “Y era un mero...” (del cuarteto anterior), “placer adivinar en su mirada / los azules marinos que a lo lejos / brillaron firmes. Ansias como espejos...” (vv. 9-11). Vuelve a insistir en la lejanía, si antes nos habló del “ojo fijo / dejando en lontananza”, ahora nos dice que los ojos de color “azul marino” brillan en la distancia. Podemos decir que esa persona no mira al poeta, sino que tiene su mirada en otro punto, por tanto, no es real, sino una concepción del arte, un objeto que le fascina. En el segundo terceto nos ofrece su reflexión: “Ansias como espejos...” (del terceto anterior), “raptáronme. La vida es más que nada / un encuentro casual, vertiginoso, / que deja el alma absorta, el cuerpo umbroso” (vv. 12-14). Nos ofrece una bella comparación el terceto anterior “Ansias como espe­ jos” y la acción verbal que indica la fascinación “raptáronme”. Es interesante esta imagen y podemos sospechar que se trata de una figura que le fascina, por ello, las ansias o deseos de llegar a esa belleza son los mismos “espejos” que siente de llegar a su comunión con el arte y su estética. Y al final del segundo terceto nos dice que la vida es “un encuentro casual” porque nos encontramos la belleza en cualquier parte, sin poder evitar que nuestra mirada se recree en ella.

206 El efecto que causa es decisivo: “que deja el alma absorta, el cuerpo um­ broso”, si el alma está fascinada es porque el efecto es elevado, por ello, el cuerpo queda en sombras, pasa a un segundo plano esta visión que está más allá de lo material. Nos preguntamos cuál es el misterio de este soneto que nos deja ciertamen­ te fascinados ante el enigma que conlleva. Nos ayuda a descubrir estas claves el estudio de Annick Duny-Allaigre titulado «“Laura” de Juan Gil-Albert: aproximación a una poética», donde descubrimos la esencia de este poema: “El soneto de Gil-Albert sólo parece convocar a Laura en el título, y muy pocos rasgos permiten decir que el cuerpo errante es mujer. Puede que corresponda la ambigüedad sexual de esta aparición con la voluntad de no restringir el amor a la pareja heterosexual” (Annick Duny-Allaigre, 1996: 69). Dunny -Allaigre desarrolla la idea de que las mayúsculas del poema contienen la consonante L y las vocales AU lo que puede ser una evidencia del juego que el poeta quiso establecer, para referirse así a una mujer verdadera. Dejando a un lado ese enigma, cuya resolución por el crítico puede resultar forzada y no obedecer a la verdadera intención del poeta, sí es interesante lo que éste nos dice sobre la superioridad del cuerpo errante frente al yo poéti­ co: “Se desprende una impresión de superioridad del cuerpo errante sobre el yo poético, una dominación que anticipa la desaparición de ese yo” (Annick Duny-Allaigre, 1996: 70). Es cierto lo que dice el crítico, ya que el yo del poeta es indeciso como vi­ mos antes, expresado por “no sé”, pero también por su actitud pasiva reflejada en los verbos: “me dijo”, “raptáronme”, es decir, la acción llega de la mano del cuerpo errante y no del poeta que nunca habla, sino sólo soporta el efecto de esa fascinación sobre él. Todo esto influye en el final, como señala Duny-Allaigre, lo que le diferen­ cia de Petrarca, en cuyos sonetos no desaparece el yo poético, como sí ocurre con seguridad en el poema de Gil-Albert: “Terminan los sonetos de Petrarca con la expresión del yo-poético cuyo amor no es compartido. En el poema de Gil-Albert, al desaparecer físicamente el yo-poético, no se acaba el poema, y por lo tanto, no calla la voz poética” (Annick Duny-Allaigre, 1996: 70). Lo que hace que este soneto, aunque esté dedicado a la Laura de Petrarca, sea muy distinto a los sonetos petrarquistas es, precisamente, el deseo de origi­ nalidad del escritor alicantino que rompe dos leyes de Petrarca para componer sus sonetos: hacer desaparecer el yo-poético cuando nunca lo hizo Petrarca y

207 convertir esa experiencia individual en colectiva, lo que nunca hubiese hecho el poeta italiano. Por ello, es original este poema homenaje, porque Gil-Albert no copia, sino que traslada su admiración por Petrarca a su mundo poético, creando un soneto singular. Aunque el poeta alicantino esconda su admiración por Petrarca al escribir el soneto, es como aparece en la dedicatoria un homenaje al mismo, es decir, a la forma poética que Petrarca (y otros muchos) utilizaron para cantar el amor no correspondido. Conocemos, de este modo, aunque no podemos adentrarnos en el misterio de la ambigüedad que reside en el soneto, este poema de Gil-Albert. Cabe de­ cir, en mi opinión, que, la no mención de un sexo definido hace al poema más sugerente y aviva nuestra imaginación, al poder pensar en un hombre o una mujer corno destinatario del mismo, indistintamente. Comento, a continuación, uno de los mejores homenajes del libro, porque está dedicado a un amigo y poeta valenciano cuya presencia, tanto en la vida como en la obra de Gil-Albert, le hace de especial relevancia. Me refiero a Francisco Brines, cuya obra poética bebe de las fuentes del poeta alicantino, tanto por los temas que aparecen en el poeta valenciano como por su canto al Mediterráneo como edén natal. Es importante decir que en la edición de Pre-Textos de las Poesías Com­ pletas, aparece como Homenaje a Játiva, frente a la edición de Cátedra donde apareció como homenaje a Brines, sin eludir la presencia de Játiva, que tam­ bién se menciona. El poema se titula: “Mi Nostalgia” (Juan Gil-Albert, 2004: 547-548) y dice: “Quisiera haber sabido con legona / mullir la tierra oscura, abrir las balsas / que esparcerán su estela murmurante / por los campos en flor” (vv. 1-4). En la aparición del verbo “quisiera” ya expresa el poeta su anhelante deseo de amar con fervor la Naturaleza como si fuese el mejor testimonio de su vida. Nos habla de la “tierra oscura”, pero también su afán de “abrir”, es decir, penetrar en el campo y en la tierra natal. Nos dice también: “segar las mieses / con la curva cuchilla cenicienta / de mis antepasados” (vv. 4-6). Se intuye el rastro de la herencia, la labor del campo: “segar las mieses” y ese deseo de reencontrarse con sus seres queridos, es decir, volver a la infancia feliz: “curva cuchilla cenicienta / de mis antepasados”. Su labor de hombre entregado a la Naturaleza, de ocioso del mundo, se repite de nuevo: “y en la tarde / repasar los frutales que frecuentan / los pájaros del cielo” (vv. 6-8).

208 La aparición de los pájaros nos habla de libertad, símbolo clave en su poe­ sía, a veces fue metáfora de la tristeza y del peregrinaje, pero también lo es de un sentido único de la vida: errantes y libres siempre. Continúa el poeta con su labor de hombre ocioso, que contempla el mundo amado: “Estar atento / a todo pormenor, velar la viña, / vigilar el olivo bajo el ronco / vibrar de la cigarra” (vv. 8-11). Como vemos, las acciones no son laboriosas, se trata de “estar atento”, “velar”, “vigilar”, es decir, de contemplar lo bello de su mundo y de su tierra natal. Pasa del día, con ese esplendor que supone todo lo dicho, a la noche, otro referente de su poesía donde el poeta piensa, se apena, sufre y ama como po­ cos. Dice así: “Y ya de noche/ cuando el lucero tiembla desde el fondo / de su negro caudal: oler la tierra, / mirar la oscuridad, estar cansado” (vv. 8-14). De nuevo, aparece lo hondo, lo profundo: “desde el fondo de su negro caudal” cuando apareció ya antes “la tierra oscura”, esa presencia de lo inefable como revelación del misterio de la vida. De nuevo, el mundo interior, la casa, que aparece aquí como deseo de un mundo que no ha llegado a su vida: “Sentarme en el umbral mientras que dentro, / tras mis graves espaldas silenciosas, / muévense en suave afán unas mujeres / preparando la cena primitiva” (vv. 15-18). Esa quimera de la compañía, de estar rodeado de mujeres que “preparan la cena” nos parece el ansia de una vida familiar que el poeta ha rechazado, envuelto en su soledad de siempre. Podernos interpretarlo ya como la presencia de sus hermanas que le esperan tras el ocio cansado del día. Pero voy más allá al pensar que habla de la niñez, de aquel tiempo en que, tras el día arraigado al campo y sus placeres, llegaba a casa para “una cena primitiva”. Y al final del poema, nos dice algo que nos deja quietos, aturdidos, por la honradez y dignidad del poeta: “Sólo así yo sabría oscuramente / qué sabor verdadero guarda el hombre / de su honradez antigua y su tristeza” (vv. 19- 21). Al evocar ese pasado, no en vano el poema se titula “Mi Nostalgia”, el poeta hubiese querido permanecer niño, convertido siempre en un ser feliz, no invadido por las sombras de la vida. Toda la felicidad se halla en la labor de la Naturaleza, aquí vertida como contemplación, como los verbos indicaban. El poema es realmente hermoso y define muy bien el amor hacia su tierra y hacia la niñez como paraíso de la vida. No es casual que esté dedicado a Brines, el poeta valenciano que expresó esa misma nostalgia de la niñez, ese mismo deseo de abrir los ojos a un tiempo ido donde fue plenamente feliz. Dice muy bien Pedro J. de la Peña en su estudio sobre Gil-Albert, algo que suscribo plenamente: “En el libro existe un tributo manifiesto a las personas de la

209 particular devoción gilabertiana. A ellos paga generosamente sus deudas. Pero, más que a ellos, a sus inquietudes. Al avispero de ideas y sentimientos que, con su frecuentación, le hicieron conocer” (Pedro J. de la Peña, 1982: 175-176). Muy cierto, porque los poemas del libro están dedicados a personas que le han hecho pensar, emocionarse, son sus tributos a la savia entregada. Y hay algo muy importante que desvela de la Peña: es la sustitución del “yo”. En ningún otro libro, Gil-Albert encama la palabra del otro haciéndola propia, dándola su originalidad, no recurriendo a imitación alguna, sino verti­ da con maestría hacia su estética. Comento, a continuación, otro poema “Perenne edad” (Juan Gil-Albert, 2004: 555-556), dedicado a Juan Ramón Jiménez, que dice: “Se es niño en la niñez, / se es flor, se es ave” (vv. 1-2). Vemos aquí como fusiona la Naturaleza entera, el niño transformado en todo lo bello. Además dirá: “Se es ya un señor con barba, / con un rizo de barba bajo el labio / y una condensación de antece­ dentes / en la memoria tierna” (vv. 3-6). Nos viene la imagen de Juan Ramón Jiménez con su barba y su ternura al escribir un libro como Platero y yo (lo que no eludió su mal carácter y su naturaleza hipocondríaca). Pero también pensamos en Walt Whitman y aquella imagen de las mariposas en la barba. Nos dice también en el poema: “Se es un niño / mucho después de ser un niño viejo, / antes de saber nada, de estar todo / en cada proyección: estos jar­ dines, / ¿de quién serán, de quién estarán siendo, / de quién fueron?” (vv. 6-11). Se observa el tiempo como un solo estado, prendido siempre de la infancia, no importa que el paso del tiempo nos toque, se vuelve siempre a la niñez. Es magnífica la forma que tiene el poeta de establecer los tiempos verbales al pre­ guntar por los jardines, vemos el futuro: “serán”, el presente: “estarán siendo” y el pasado: “fueron”. Gradación de la vida que nos impacta, porque volvemos al nido, a la cuna, a la infancia tan amada. Y nos habla de un símbolo que también lo fue de Juan Ramón Jiménez y de otros poetas: la rosa. Símbolo de la belleza, de la corta vida que se eterniza en el instante de su esplendor, dice así: “La rosa tan amada / qué difícil saber en qué momento / por primera vez estuvo ante mis ojos” (vv. 11-13). Esta alusión expresa la vida como belleza, todo el tiempo es contemplación y, por tanto, el poeta se halla prendido en el momento mágico de la infancia. Nos habla también del tiempo en la rosa, lo que le identifica con el niño, es decir, con la inocencia y la belleza: “Si era vieja también como su nombre / o

210 era una niña rosa-recostada / sobre el tallo materno” (vv. 14-16). No importa la vejez o la nifíez, todo se aúna, condensado en el instante de vivir. El vitalismo del poeta lo es todo. Repite esa sensación de incertidumbre, de no ser consciente de la vida, más que en su realización, en su florecer: “No he sabido / nunca dónde empezaban los temblores / del ser primario, nunca dónde acaba / lo que empezó” (vv. 16- 19). De nuevo, los “temblores” que ya habían aparecido en poemas anteriores y que representan las emociones de la vida. El no saber, y la repetición del adverbio “nunca” nos deja una sensación de tiempo eterno. Nos dice luego cuál fue el resultado de esa incertidumbre, de ese misterio vital: “Por eso me hice viejo, / sin sentir los que es perderse niño” (vv. 19-20). La estructura paralelística es un recurso brillante para contrastar y, a la vez, unir la niñez y la vejez en un solo tiempo. Y nos habla de su aislamiento, de su calidad de hombre ocioso y solitario, am­ parado en su mundo verdadero: “sentado en un desván meticuloso, / bajo un polvo dorado, un tiempo augusto / que fue cayendo lento, blando, suave, / sobre mi edad” (vv. 21-24). Nos recuerda aquí, haciendo un certero guiño al Platero y yo de Juan Ramón, cuando lo define el escritor de Moguer diciendo: “Platero es suave, tan blando por fuera..si recordamos este inicio del libro, vemos como Gil-Albert escoge los adjetivos que el poeta moguereño nos brindó en esta obra tan singular. La alusión al “polvo dorado” o “tiempo augusto” nos conducen a otro momento, a esa época griega que tanto amó el poeta. El poema, tan hermoso, termina con la alusión a la infancia y una imagen que nos viene a la me­ moria, esas mariposas en la barba del gran poeta que cantó García Lorca en su “Oda a Walt Whitman”. Un poema muy bello que incide en esa visión del mundo en el que se canta el florecer, el germinar de las cosas, cuyo sentido vitalista nos inunda y nos conduce al edén de la inocencia. Recojo la opinión muy acertada de Alejandro Amusco en su estudio sobre Los Homenajes titulado “La escala de Jacob” cuando dice lo siguiente: “Con los poemas aparecidos bajo el epígrafe de Los Homenajes, Juan Gil-Albert nos ha dado la muestra más completa y perfecta de su poetizar” (Alejandro Amusco, 1977: 173). En ini opinión, Gil-Albert extrema en estos poemas su delicadeza y nos regala una sinceridad sobre su ética de la vida admirable. Pero también nos dice el crítico algo que es clave en la forma de entender el libro y que ya comentó Annick Duny-Allaigre: “Consigue descubrirnos, con precisión aún mayor que en anteriores entregas, a base de un juego de

211 contrastes entre el yo y el otro, entre la realidad de afuera y el instante íntimo, la exenta y absoluta faz de su ser de poeta” (Alejandro Amusco, 1977:173). Comento, a continuación, el poema que Gil-Albert dedicó a Oscar Wilde, que, como ya sabemos fue un hombre muy admirado por nuestro poeta por su visión estética de la vida. El poema se llama “La ficción” (Juan Gil-Albert, 2004: 569-570) y, entre paréntesis, “Los actores”, nos habla de la profesión donde uno puede ser otro y vivir así otras vidas. El poema dice: “Quizá, me digo, hay hombres que recuerdan / lo que qui­ sieron ser. Un día aciago / se levantan rozados en la frente / por una estrella, buena o mala estrella, / la estrella suya” (vv. 1-5). Se refiere a un mun­ do “itinerante”, el del actor, ya expresa el destino que les marca: “se levantan rozados en la frente / por una estrella”. Nos cuenta el poeta la dura vida que lleva el actor: “Dejan su morada / cruzan caminos, selvas y ciudades / y detienen su curso solamente / allí donde paréceles que sopla / su viento predilecto” (vv. 7-11). Les imaginamos en esa vida errante, no anclados a un lugar determinado. Pero el poeta contradice esa idea, cuando, seguidamente, dice lo siguiente: “Se estacionan / y en torno suyo cuelgan minuciosas / las propias fantasías” (vv. 11-13). El actor inventa un mundo, por ello, habla el poeta de “fantasías” para referirse a su vida. Se fija en un objeto que conduce a la evocación de un pasado, emoción que el actor transforma en imaginado: “Si un objeto, un reloj sobre su mesa, / suena un carrillón, dicen que es resto / de unos amores tristes, legendarios” (vv. 16- 18). Como vemos, el actor inventa y así suefía otra vida, la elección del reloj no parece casual, ya que tiene que ver con el paso del tiempo y ese proceso que nos va envejeciendo sin remisión. Lo dice muy bien el poeta, refiriéndose a la creación de otro mundo, más válido que el real, pues el que interpreta cree en él con el alma y con el cuerpo: “Un mundo que inventado se redime / de inexistir” (vv. 20-21). Resulta ser una valoración del poeta hacia ese mundo donde la ficción cobra altos vuelos. El apartado más interesante de este poema no tan brillante como otros, pero sí interesante para conocer la admiración del poeta por el actor y su mundo, lle­ ga al final, cuando dice: “Una mañana / cuando entrando un criado le sorprende / muerto en su fabuloso dormitorio / no sabe hasta qué punto yace inerte. / No un engaño, tampoco una mentira” (vv. 25-29). Nos sorprende que hable de “fabuloso dormitorio” y de “criado” para hacer mención de una profesión donde no existe, normalmente, mucha recom­ pensa económica , salvo algunas excepciones.

212 Es entonces donde parece que surge la figura de Oscar Wilde, dandi refina­ do como nuestro poeta alicantino, muerto en esa pose de hombre que vive en su ficción: “hasta qué punto yace inerte”, Sabe Gil-Albert que el actor se ha creado un mundo paralelo al real y, por ende, la muerte es también una repre­ sentación. Nos viene a la memoria la escena de la muerte de Valentín a manos de Richard, en la novela de Gil-Albert Valentín. Termina diciendo: “Sumido está en su fin como en la escena / baja el telón y el mundo se evapora” (vv. 30-31). Este magnífico final que cierra la escena que supone la vida de! actor: “El mundo se evapora”. Para éste, el final de la vida es como una escena que cierra el telón, al terminar, acaba también su actuación en el mundo real. Cito, de nuevo, a Pedro J. de la Peña cuando, en su estudio de Gil-Albert, nos dice, refiriéndose a este poema, lo siguiente: “La creación no es otra cosa que subsanar imperfecciones del mundo” (Pedro J. de la Peña, 1982: 178). Para el escritor alicantino, el arte supone una perfección que intenta reflejar la idealización que hay en la visión estética de su vida. En mi opinión, el poeta brinda este poema a Oscar Wilde por haber vivido apoyado en la escena, cuyas comedias han sido mil veces representadas, pero también porque en él anida un hombre integrado a una visión estética del mun­ do, lo cual no excluye su posición ética, avanzado a su tiempo, cuya libertad y su osadía le marcó en una época puritana e hipócrita. Un buen ejemplo, sin duda alguna, para Gil-Albert. Nos recuerda Pedro J. de la Peña que Oscar Wilde estableció una nueva di­ mensión estética donde la Naturaleza imitaba al arte, esta visión del genial escritor le sirve al poeta alicantino para idealizar, a través de la belleza, la vida de este artista genial. Comento, a continuación, “Carne y sueño” (Juan Gil -Albert, 2004: 570- 571), que constituye un homenaje a España. No olvidemos que Juan Gil-Albert estuvo unido a España y, aunque hiciese una crítica de la dictadura y no per­ donase ese retraso y esa mediocridad de su patria, su país había sido y seguía siendo su cuna y, por tanto, sil lugar más amado y verdadero. El poema dice: “La Humanidad conmigo resucita, / conmigo muere. El hombre sólo / puede cifrar en sí la rara esencia / que en cada cual circula pro­ digiosa / como un tallo, una flor, un fruto entero” (vv. 1-5). El poeta une los extremos, lo total: la humanidad y lo individual: conmigo. Por ello, sabe que la voluntad del hombre es poderosa: resucita / muere. En cada oposición plantea Gil-Albert la capacidad del hombre ante el destino de su patria.

213 Pero reivindica al “hombre sólo”, es decir, el poeta que crea un mundo her­ moso: “la rara esencia”, un mundo que es vivido por otros, vinculando la hu­ manidad al resto de la Naturaleza: “como un tallo, una flor, un fruto entero”. En esta progresión desde la raíz (individual) hasta el fruto entero (la humanidad) vertebra Gil-Albert su comparación del hombre con la Naturaleza tan amada. Sigue insistiendo en esta fusión del hombre como ser distinto y el ser hu­ mano como partícipe de la Humanidad entera. Dice: “Escucho sobre mi sangre y oigo el vasto / rumor del mundo, soy como los otros / una ola de mar, leve caricia / sobre la inmensa zona reluciente / que disfraza el abismo” (vv. 6-10). Vemos al hombre en su esencia: la “sangre” y el “rumor” que en otros poemas fue “murmullo”, se refiere aquí a las emociones de todos los seres humanos. La identificación del poeta con el resto del mundo nos sorprende, dada la conocida individualidad de Gil-Albert: “soy como los otros / una ola del mar”. De nuevo, la identificación hombre-Naturaleza, si la vimos antes en la esencia humana como tallo o fruto maduro, ahora se muestra como ola del mar, símbolo de la vida y de su misterio. Si es ola es que tiene brío y empuja en el mar, aquí identificado con la vida. Dice el poeta: “Soy un hombre”. Al definirse, pretende dar a esa afirmación un tono superlativo, demostrando que la esencia del mundo está dentro de lo humano. Si quedaban dudas sobre ello, las disipa diciendo: “Soy algo más que flor, que sangre, que ola, / presencias vivas sí, pero inconscientes / de su poder” (vv. 11-13). Si antes nos hablaba de la identificación hombre y Naturaleza, aquí nos ofrece algo nuevo: el hombre como un ser que lleva algo más, inefable por cierto, una cualidad mayor: su voluntad de felicidad. Para el poeta, el hombre es un ser único, porque tiene la inteligencia y el sentimiento: “Pero más todavía, alguien que piensa / con el rostro en la mano, el codo puesto / sobre el mundo y perdida la mirada ¡ en unas lontananzas que están llenas de visiones precisas” (vv. 15-18). Podemos identificar así al hom­ bre con el contemplador del Universo, es decir, con Gil-Albert. Hay algo de filósofo: “alguien que piensa / con el rostro en la mano” y de poeta: “perdida la mirada/ en unas lontananzas que están llenas / de visiones precisas”. Concibe, de esta manera, al hombre, no haciendo cosas, ni dirigiendo un país, sino en el acto de ser y de pensar. Gil-Albert confiesa la necesidad de los otros, como hizo Vicente Aleixan- dre en Historia del corazón, los hombres existen y el poeta debe de convivir, entender y comunicarse con ellos: “Soy un todo / que no puede vivir sin sus iguales” (vv. 18-19).

214 La condición del hombre en su sentir colectivo triunfa sobre el solitario y rei­ vindica la labor en común, para conseguir que madure el fruto de la vida: “Que aunque se aísla y gime o placentero / se solaza creyéndose unitario / es multitud, es número, es cadencia / de pleamar o bosque estremecido” (vv. 20-23). Es magnífica la forma de hacer mención del hombre como conjunto “mul­ titud”, además es una pequeña parte de tantos otros que apenas se percibe: “es número”, pero, para contrarrestar esa fría visión del ser humano nos ofrece sus sentimientos, lo que le hace singular y único: “es cadencia / de pleamar o bosque estremecido”. Nos dice el poeta cuáles son las emociones del hombre: “Amar. Sufrir, lu­ char, enfurecerse, / trabajar cada uno, nada es dueño / de su porción” (vv. 24-26). El hombre que respira, que se entrega, pero también el que sirve a la idea del conjunto: “trabajar cada uno”. Es extraño que el poeta reivindique el trabajo, considerado en otros poemas como forma de condena de la vida. Entendemos así este poema como un esfuerzo de reconciliación con su pueblo y su cultura. El poeta ve al hombre en su contradicción eterna: “los hombres se acompa­ ñan / amándose, matándose, esforzándose / por un mismo aliciente indefinido / que los hace ser carne de una carne, / que los hace ser sueño de un gran sueño” (vv. 26-30). ' Si los hombres se acompañan así, es que viven en tiempos de alegría: “amándose” pero también de dolor: “matándose”, clara alusión a la Guerra Civil española. No sabemos a qué se refiere cuando dice “aliciente indefinido”, comprendo que hace mención de la vida como esfuerzo, para ser felices, con un horario, una familia, un salario. Como venios, el poema rompe todo el contenido habitual de los poemas anteriores, los cuales habían condenado, como inútil, todo eso. Y al final del poema, nos ofrece su certeza acerca de la vocación del hom­ bre entre lo material y lo espiritual: “que les hace ser carne de una carne / que los hace ser sueño de un gran sueño”. Intuimos a ese grupo de luchadores con vocación de lideres en una España rota, con ansias de cambiar el destino aciago a la que la han conducido unos pocos. Esta pasión por hermanarse con otros hombres hace de este poema un raro ejemplo en la trayectoria poética de Gil-Albert, tan ajeno al resto de la huma­ nidad en su visión estética y ética de la vida. Lo que nos preguntamos es si es­ tamos ante un compromiso ético, y la respuesta es si, parece necesario ahondar en él ante tanta adversidad que vive su país en la larga dictadura franquista.

215 Comento, a continuación, y , para terminar, este repaso por Los homenajes, el poema “Sensación de siesta” (Juan Gil-Albert, 2004: 575-576), bello tributo dedicado a Rubén Darío, donde el poeta canta de nuevo su vitalismo y su pa­ sión por la vida en sus esencias verdaderas. Antes de comentarlo, conviene introducirlo con el estudio que Francisca Miralles Meliá hace del mismo en la revista Anthropos. Lo que es interesante para nosotros es esa influencia que puede tener del Modernismo el poema al dedicar éste a su maestro, Rubén Darío. Miralles dice sobre esto: “Gil-Albert se recrea en lo formal, cuida el ritmo, la sonoridad, la cadencia de las pala­ bras, la musicalidad, en un principio como el modernista” (Francisca Miralles, 1990: 106). Es importante destacar estas palabras, porque el poema conjuga muy bien la forma con el fondo y nos ofrece, de nuevo, el deseo y la consecución de una estética: crear belleza para condensar a su vez una ética: el gusto por la vida, su aceptación, el triunfo de lo bueno sobre lo malo. Pero veamos el poema y comentemos lo que tan sutilmente y con tanta elegancia nos ofrece Gil-Albert. Dice así: “Estar enamorado de la vida / no es ahuyentar la muerte, no es temerla. / Estar enamorado de la vida / no es sentirse dichoso o afligido” (vv. 1-4). Con la repetición muestra el poeta su insistencia en proclamar la dicha, lo que nos llama la atención es su visión del enamoramiento ante la vida, no parece venir de una limitación como la muerte, ni de un estado de ánimo mo­ mentáneo, tiene que ver más con una ética o un principio de vida que hay que seguir fielmente. Vemos lo que dice a continuación: “No es sentir unas alas en los hombros, / unos labios como besos” (vv. 5-6). Flay una técnica que utiliza el poeta: la enu­ meración. Va diciendo lo que considera que no produce el enamoramiento de la vida y, a la vez, utiliza el infinitivo: “estar”, “sentir”, para expresar la acción que supone vivir como algo total, no delimitado a un estilo de vida o a otro. Vemos en estos versos, la alusión a “alas en los hombros”, es decir, unas alas que sirven para elevarnos hacia lo inmaterial al querer a alguien. Lo dice muy Claramente en “unos labios con besos”, es metáfora del amor humano, compartido en un hombre y una mujer. Seguirá diciendo: “No es sentirse / dueño de nada, campos, viñas, huertos / o esos atroces sótanos dorados, / donde las rentas crecen como grana / sobre un páramo seco” (vv. 6-10). Se refiere, sin duda alguna, al materialismo de la vida, lo que el poeta niega con rotundidad, dicho materialismo se manifiesta en

216 la palabra “dueño”, es decir, poseedor de cosas: campos, huertas, viñas. Pero también al avaro que cuenta su dinero en “atroces sótanos dorados”. Sigue expresando lo que no constituye la felicidad en la vida: “No es fortu­ na, / ni siquiera ser joven, ser hermoso, / ni utilizar los brazos para el fuego / de la pasión o el ritmo del trabajo” (vv. 12-15). Tampoco encuentra el poeta la razón de la vida en el esfuerzo “el ritmo del trabajo”, ni siquiera en ser “joven”, no es un reclamo suficiente para la felicidad. Hace mención del mundo familiar, el cual tampoco nos entrega la felicidad, vemos cómo siguen apareciendo en el poema los verbos en infinitivo, lo que muestra la insistencia en ese sentido general que tiene el poema, refiriéndose a la idea de ser feliz en el mundo humano: “No es esperar, tener, estar contento, / ver cómo crece el hijo o se nos borra / tras de nuestras espaldas la alta sombra paternal” (vv. 16-18). Se observa aquí que todos esos modelos de vida en los que se sustentan la realización personal de muchos, tampoco son la base de la felicidad. El poeta dice: “no depende de nosotros” (v. 18). ¿A qué se refiere entonces? Todo este apartado que termina nos habla de pequeños logros, pero no la base de la dicha. En ese momento, el poema se vuelve más personal y aparece Gil-Albert con su ética de vida, para decirnos que todo aquello no era negativo, pero sí insuficiente, si no tenemos un sosiego interior, una vivencia espiritual que refuerza nuestra fe en todo ello: “Es, no importa que triste, alegre, viejo, / percibir el pespunte inverosímil que nos liga a la tierra, nuestro sino, / nuestra caducidad” (vv. 21-23). Qué forma tan hermosa tiene el poeta de atribuir al hombre esa esencia in­ terior que le liga con lo ancestral, lo anterior al nacimiento y que dota al mismo de una sensibilidad especial para amar la vida: “el pespunte inverosímil”. Si es “pespunte” es que es pequeño, pero nos engrandece, porque no nace de lo humano, sino de un espíritu más alto: “inverosímil”. Nos preguntamos si Gil-Albert nos ofrece aquí alguna idea de un Dios creador, no parece que se refiera el poeta a la trascendencia. Se trata de un hombre que ha basado su apego a la vida en el mundo griego y en la existen­ cia politeísta del mundo: “Sentimos cuerpo, / leve y larga caricia dolorosa, / de un todo más extenso, de unos moldes / del que somos” (vv. 23-26). El cuerpo es sólo parte de ese todo que el poeta achaca a nuestro espíritu, gran valencia que nos da la energía y la gracia de vivir. Para el poeta no sólo importa ver, sino reconocer la belleza del mundo. En esa sabiduría reside la dicha de amar la vida. Dice: “Abrir los ojos claros / al

217 azul firmamento, al ocre humilde; / no dar fe a lo que vemos por lo eximio / que todo nos parece: un prado augusto, / una fuente secreta, un son de hojas / algún pájaro errante que se para” (vv. 26-31). Parece todo negativo, una sensación del hombre ante ese mundo que se le revela, por ello, se refiere a “no dar fe” y lo explica al hablar de lo “eximio”. Se halla así el hombre ante lo difícil, ante lo secreto, ante el misterio que le obliga a la superación, más imponente que todos los esfuerzos que fueron menciona­ dos en el primer apartado del poema. Para Gil-Albert, la dicha de vivir llega a través de una elección que muestra soledad y, por tanto, singularidad: “Y luego, entre los hombres que repiten / nuestro mismo candor o pasmo, abrirnos / un camino que nadie ha desbro­ zado, / porque es el nuestro” (vv. 32-35). Gil-Albert no se refiere a un camino que se parece a los otros, sino a un sen­ dero distinto y, por tanto, arriesgado, que conduce a la soledad, pero también a la sabiduría: “ser un ser aparte / entre todos los otros enlazados / a tantas otras viudas que sonríen / sin saber lo que el tiempo les depara” (vv. 36-39). Hay aquí una alusión al no reconocimiento de la vida, por parte de muchos hombres o mujeres, a la repetición de vidas insulsas, porque nunca han descubierto el secreto que supone la aceptación de la Naturaleza, de la importancia de estar solo, la sabiduría de tan difícil elección. Todo tiene que ver con lo hondo, lo profundo, lo que se apega a la tierra, somos como un tallo que crece y, por tanto, nuestro vitalismo anida en esa revelación de fruta que va a madurar, que se consume a la vez que se siente consumir: “Recibir por las plantas la corriente / subterránea que imanta hacia el abismo / no sé que deliciosos abandonos / de voluntad” (vv. 41-43). Si hay “abismo” es porque el hombre sabe que se pierde, pero no importa, radica en ese lugar su voluntad. El poeta sabe que es mortal, pero no importa, la misma condición temporal nos agarra al instante para vivirlo con más intensidad: “Estar enamorado de la vida / es tal vez no tener otro paraje / que nos albergue, acaso una costumbre” (vv. 45-47). Al decir “tal vez”, expresa la ya aludida fe a su espiritualidad, a una posible vida en la Naturaleza, fundiéndose en ella. El poema termina y lo hace con ese apego de misterio que supone entender ya nuestro paso por aquí, es la sensación de vivir para contemplar, para gozar lo contemplado y, para saber, incluso, que es efímero: “Una debilidad que in­ duce al alma / a no querer que nada nos separe / de esta adversa materia que respira / bondad, incertidumbre, dicha, muerte” (vv. 48-51).

218 La enumeración en la que ha fundamentado el poema continúa porque ha contrapuesto dos formas de vida: la que es instinto, inercia, pero también obli­ gación, en el primer apartado y la que elige el poeta basado en la contempla­ ción sabia de las cosas, en esa elección de vida sencilla, despojada de objetivos e intereses, donde todo se arraiga al instante y al goce de los sentidos. Hay en el poema una reivindicación de la vida sencilla que nos recuerda al Renaci­ miento, a las odas de Fray Luis de León donde se cantaba el “beatus ille” que transmitía la Naturaleza para el hombre contemplativo. Gil-Albert ha creado, a través del recurso de la enumeración, un rimo que se basa en en los infinitivos en la primera parte del poema, para expresar su sentir dinámico de la vida en su totalidad, para reunir en una segunda parte del poema su visión estética del mundo, donde predominan más los adjetivos sustantivados: “bondad, incertidumbre, debilidad”, etc. Pero el poema nos ofrece en la reiteración del verso “estar enamorado de la vida” una insistencia muy bien vista por Francisca Miralles cuando dice lo siguiente: “Si insiste en la misma idea, reiterándola, es para oponerse a la resistencia de las cosas” (109). Y, además, dice algo revelador: “Es el deseo de detener el tiempo y a la vez de perpetuar lo pasajero” (Francisca Miralles, 1990: 109). Y hay también un tema que abre y cierra el poema: la muerte. Se observa en sus versos la influencia de Séneca ante la aceptación de la muerte, hay una forma asumida de aceptar el final de todo al amar la vida, que el poema nos ofrece en su hermosura indudable. Cito lo que dice Francisca Miralles sobre la obra de Gil-Albert, porque me parece muy acertada su visión de conjunto de un hombre exquisito y, a la vez, sencillo: “No podemos negar que, aunque sus páginas están construidas en base a uno versos claros y aparentemente sencillos, la obra de Gil-Albert sigue siendo para una minoría; la dificultad de la sencillez” (Francisca Mira- lies, 1990: 109). Muy cierto, ya que en éste y otros poemas nos habla de la vida, pero no pretende crear un lenguaje hermético y oscuro, sino que nos regala, en versos transparentes, los verdaderos misterios del vivir, su complejidad se halla en la valentía con la que afronta los temas esenciales de su vida. Es curioso que aquí también aparezcan los versos endecasílabos sin rima, lo que demuestra que Gil-Albert sigue la tradición clásica al elegir el ver­ so de 11 sílabas pero no quiere desprenderse de su contemporaneidad y deja suelta la rima, como también lo hace con su pensamiento.

219 Termino con unos versos de Fray Luis de León que, sin duda, serían del agrado de Gil-Albert, si pudiese escucharlos en algún lugar del firmamento. El gran poeta de Belmonte dice, en el poema titulado “Canción de la vida solita­ ria” (Fray Luis de León, 1989: 71-72): “Un no rompido sueño, / un día puro, alegre, libre quiero; / no quiero ver el ceño / vanamente severo / de a quien la sangre ensalza, o el dinero” (vv. 26-30). Si ya expresa aquí su sentido ético de la vida, los versos siguientes son in­ mejorables: “Vivir quiero conmigo; / gozar quiero del bien que debo al cielo / a solas, sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo” (vv. 36-40). Pero también el ocio es reivindicado por Fray Luis al final de su canción, lo que demuestra que fue, sin duda, un gran ejemplo para Gil-Albert: “Y mientras miserable- / mente se están los otros abrasando / con sed insaciable / del peli­ groso mando, / tendido yo a la sombra esté cantando; / ala sombra tendido, / de hiedra y lauro eterno coronado, / puesto el atento oído / al son dulce acordado / del plectro sabiamente meneado” (vv. 76-85). La visión del hombre que goza con el mundo, desposeído de todo interés material y acomodado en la Natura­ leza nos recuerda al poeta alicantino y su idea del ocio. Termino este repaso a los poemas que componen Los Homenajes, sin po­ der comentar, para no extenderme en exceso en ideas ya aparecidas, “El friso de Fidias” (Juan Gil-Albert, 2004: 572-573), en homenaje a Bach, o los tres homenajes a Walt Whitman. Servirán, desde luego, para abordar otro posible estudio del mundo de Gil-Albert. Concluyo con las palabras de Pedro J. de la Peña que resumen bien el logro de Gil-Albert en Los Homenajes donde, en mi opinión, el poeta concede ma­ yor importancia al mundo de los demás hombres, pese a no renunciar nunca a su sentido estético y ético de la vida: “Este cúmulo de confluencias hace de Los Homenajes un libro muy equilibrado en donde hasta lo melódico se vuelve mental, creando un tipo de pensamiento plástico que nos entra por el asombro, por la participación o por la adhesión intelectual, pero que se transforma dentro de nosotros en imagen cuajada de una forma táctil, de un refinamiento sonoro o visual o de la índole que requiera el tono del poema” (Pedro J. de la Peña, 1982: 184-185). El asombro que supone el poema, como muy bien dice de la Peña, no excluye su adhesión intelectual, sino que la refuerza, creando en nosotros una visión más amplia y honda de la vida, gracias al impacto que los poemas de Gil-Albert dejan en nuestros sentidos, lo que reafirma al poeta como un ser humano vitalista y sensual como muy pocos lo han sido.

220 CONCLUSIÓN: LOS HOMENAJES Este libro es un claro tributo a algunos de los artistas más admirados por Juan Gil-Albert: Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Cervantes, Juan Ra­ món Jiménez, Chopin, Óscar Wilde y su buen amigo Francisco Brines, entre otros. Lo más interesante del libro es su decidida visión del mundo que confirma el objetivo de este trabajo: reafirmar su concepción ética y estética de la vida. Los poemas que he elegido son interesantes por varias razones. El primero de ellos sirve para rendir tributo al arte, se titula “Laura” y es un homenaje a Petrarca. En el poema, Gil-Albert juega con los equívocos, por ello, no define si se halla delante de un hombre o de una mujer, ya que el objetivo es reivin­ dicar el arte como esencia de la vida. Esta preferencia por el ideal que representa el arte, tiene que ver con la belleza como perfección y con su deseo de hacer perfecta su visión del mundo. Triunfa en el poema su visión estética de la realidad. Hay otro poema que merece nuestra atención, me refiero el que le dedica a Francisco Brines, verdadero tributo a un poeta que ha sabido muy bien seguir el camino trazado por Gil-Albert. Me refiero al gusto por la belleza, por la infancia como espacio de felicidad, a la evocación como necesidad para recu­ perar el edén perdido. El poema se titula “Mi Nostalgia” y es, en mi opinión, uno de los mejores que escribió Gil-Albert. En él, podemos ver cómo afloran todos los sentidos del poeta para amar, con fervor, la Naturaleza. Hay un deseo de unirse a la tie­ rra de la niñez, a su aroma, a sus viñedos, sin dormir apenas, para contemplar el espectáculo del amanecer. El poeta quiere, en su afán de evocar el tiempo de la felicidad, compartir la mesa con las mujeres, como si en su fuero interno, desease huir de la soledad de su destino. Es muy bello también el poema que le dedica a Juan Ramón Jiménez titula­ do “Perenne edad” donde el poeta expresa muy bien, a través de los diferentes tiempos verbales, la unión de la niñez con la madurez y la vejez, como si todas esas épocas de la vida se confundiesen en una sola. No olvida tampoco el homenaje a Óscar Wilde en su poema dedicado al gran escritor, titulado “La ficción”, un decidido tributo al mundo del teatro que tanto admiró. El libro es, sin duda alguna, uno de los más bellos de Gil-Albert, donde éste ya ha alcanzado la madurez necesaria para cantar con una extrema delicadeza al mundo amado. Tanto es así, que en su poema “Carne y sueño” se une al

221 mundo de los hombres con la necesidad de compartir las emociones que tantas veces ha vivido en soledad. Al igual que Vicente Aleixandre en su libro Historia del corazón, el poeta alicantino encuentra aquí su verdadero ámbito de sosiego y de unión con los demás seres.

222 IN PROMPTUS: EL FINAL DE LA EXPERIENCIA

In promptus es el final de estos homenajes dividido en 8 apartados, en los cuales el poeta alicantino reflexiona, de nuevo, sobre la vida. El primer poema que comentamos se titula “Playa eterna” (Juan Gil-Albert, 2004: 583), en el cual el ámbito de la playa cobra la imagen de la soledad y de la inmensidad en la que, dichoso, se solaza el poeta: “Sentirme vivo / porque en esa inacción se funde todo / lo que parece irresistible” (vv. 12-14). Se refiere al sol, al mar y a la playa que confortan en su inmensidad la sed de un todo que Gil-Albert tiene sobre el mundo que le rodea. En el poema II (Juan Gil-Albert, 2004: 583-584), el poeta se siente más cercano al mundo de la Naturaleza que al hombre cuando dice: “Cada día que pasa nos sentimos / más unidos a aquellos que nos rozan / y no conocemos nunca” (vv. 1-3). Al decir esto, pensamos en los hombres, pero el poema desmiente nuestra suposición: “Un ave/ es menos misterioso que estos hombres / mis iguales cer­ canos y tan lejos / con su carga especial de aflicciones y alegrías” (vv. 3-6). El hombre le parece extraño y el ave un nexo hacia el corazón y hacia la identidad de su lugar en la vida. Hay identificación, sin duda, con la Naturaleza, espacio libre donde puede soñar, contrario al mundo abigarrado y hosco de los hombres. Pero quiero detenerme en el poema III (Juan Gil-Albert, 2004: 584-585), dedicado a México, donde el poeta nombra a alguien, sin decirlo, pero que es sombra que se hace viva en el poema y que nos habla de un pasado feliz. Comento el poema casi en su totalidad, por encontrar en él un atisbo de comu­ nicación que tiene que ver con el recuerdo de un antiguo amante. El poema dice: “Nos veremos un día entre los muertos, / más allá de los muertos, luz escasa / para rememorar sobre este mundo / perdurable: los

223 muertos soleados, / los mares refulgentes y las nubes / que bogan por los cielos primorosos / de tu país” (vv. 1-7). El poeta canta aquí a la nostalgia, pero también a la eternidad del recuerdo: “más allá de los muertos.” Y lo plasma en un mundo que brilla aún en sus ojos: mares, nubes, cielos. Los adjetivos en­ salzan esos elementos de la Naturaleza para darles un vigor y una consistencia que merecen el recuerdo de Gil-Albert. Pero donde el poema se vuelve íntimo es en esa confesión que expresa el cariño a alguien: “Hablar es siempre tierno / si se tiene con quién” (vv. 7-8). No renuncia el poeta a los demás, pese a su talante solitario, el recuerdo de alguien le produce una emoción verdadera. Veamos como expresa, a través de una estética que nos inunda y se hace plástica en su belleza: “Tu cuerpo lejos / con tu mechón oscuro sobre el alto / paredón de tu frente, también rosa / a la sombra pausada de ti mismo” (vv. 13-16). El poeta pinta al amigo añorado, al hombre de tez morena que llenó las paginas del Tobeyo o del amor, el bello joven que suscitó emociones en Gil- Albert. ¿Por qué “sombra pausada de ti mismo”? Interpreto aquí el recuerdo y también el paso del tiempo que hace mella en el mechón oscuro, es decir, en el mexicano de hermosos rasgos. El poeta muestra su desamparo, en estos versos que siguen: “Y yo sin ti y sabiéndote en el mundo / apenas con el tiempo necesario / para herirme y huir” (vv. 17-19). Supone una declaración de la derrota que tiene como causa el haber perdido al amigo o al amado. Termina el poema con la comparación con la rosa, que apareció siempre en la obra de Gil-Albert como símbolo de belleza, descrita aquí como el deseo de gozar el amor: “¿Tomar la rosa / o dejarla mustiarse sobre el tallo / de su ensimismamiento?” (vv.19-21). En la exclamación que sigue deja caer su incertidumbre y el peso de su decisión como una sombra voraz: “¡Quién sabría!” (v. 21). El final del poema dice: “Vivir es cometer esos errores / que nunca hu­ manamente se reparan” (vv. 22-23). Supone una clara conclusión de la condición humana, el poeta expresa así su conciencia y nos sugiere que esa decisión de abandonar México fue también arriesgada, la llevo a cabo para ser fiel a su soledad. El sacrificio fue inmenso al perder a alguien que amó. En el Tobeyo o del amor Gil-Albert expresaba ese deseo y, a la vez, esa fidelidad a su condición pura de la vida. Sólo pode­ mos pensar en el dolor que tales decisiones pueden deparar a un hombre de la sensibilidad del poeta alicantino.

224 El poema combina muy bien el afán por recuperar el tiempo del ayer y la comparación con las rosas, símbolos del goce vivido por poco tiempo, como la propia belleza de la flor que se marchita en breves días. El poema nos recuerda, sin duda alguna, a los Poemas para un cuerpo que Luis Cernuda dedicó a su amor en México. Hay afinidad en la forma de ver el tiempo presente y en la delicadeza al evocar el pasado, sin que aparezca nin­ gún elemento procaz que perturbe nuestra atención en el amor perdido. Comento unos versos del poema “Viviendo en sueños” (Luis Cernuda, 1992: 302) que forma el número VIII del libro de Cernuda: “Tantos años que pasaron / Con mis soledades solo / Y hoy tú duermes a mi lado” (vv. 1-3). El poeta sueña que le tiene allí, aunque no esté en cuerpo, sí está en su corazón, es muy fuerte el poder evocador que tiene ante el recuerdo de su amado. Para el poeta sevillano nada vale la presencia de este ser que le com­ plementa y se hace así imprescindible, aunque sea soñándolo: “Pero de mí que sería / Sin este pretexto tuyo / Que acompaña así la vida” (vv. 13-15). Vemos al poeta en su soledad, viviendo a través del otro y llegan los versos que fun­ damentan mi elección de este poema: “Cuando le parezca a alguno / Que entre lo mucho divago / Poco de cariño supo” (vv. 19-21). El poeta sevillano sabe que el cariño y no el amor, elección que explica el carácter de erosión y daño que tiene la pasión frente a la benevolencia saluda­ ble de la ternura, fue todo su patrimonio. Recordemos que también Gil-Albert utilizó la idea de la ternura en su poema titulado “”: “Hablar es siempre tierno / si se tiene con quién” (vv, 7-8). Al final, Cernuda expresa el espejismo de la presencia del amado: “Lo raro es que al mismo tiempo / Conozco que tú no existes / fuera de mi pensamiento” (vv. 22-24). Todo vive dentro, es evocación y ésta le alimenta y le da ansias de vivir. El resto de los poemas que componen “In promptus” van insistiendo en la meditación acerca de la vida. Destaco unos versos del poema VI (Juan Gil- Albert, 2004: 587-588) dedicado a Susana, una niña recién nacida que asombra al poeta: “Oigo lejos, sumido entre mis libros, / sonar estos pasitos incipientes i esa voz sostenida en las escalas / que apenas utilizan los pianistas / porque es apenas voz, un balbuceo” (vv. 1-5).El poeta compara el sonido de la niña con la música, porque representa algo nacido de dentro y, por ende, fascinante. Pero también vemos la sensación estremecedora del presentimiento de Gil- Albert de no llegar a ver la madurez de este ser recién nacido: “de una promesa / que no veré cuajada, un mundo ajeno / que no me pertenece” (vv. 7-9).

225 Todo, para demostrar que la vida es torrente y que sólo el hombre, no el fluir de las cosas descansa eternamente de esta vorágine de vivir: “y me envía/desde su latitud bajo los techos / familiares la onda persistente / de que la vida sigue, sigue, sigue / mientras yo duermo ya... ” (vv. 9-13). El poema termina con esa sensación de que cada nueva voz confirma nues­ tro proceso de vivir para morir: “Un lastre, un sueño, nada” (v. 22). No quiere decir esto que el poeta se sienta del todo desconsolado, pero sí que hay un tono más pesimista en su voz que en otros momentos de su obra. El libro nos ofrece el sentimiento, la emoción y nos confirma que el poeta ama a los demás: a su amigo mexicano, a la niña recién nacida que ha alum­ brado el interés de su mundo familiar. Gil-Albert no niega la participación de lo humano, peor sí, como se expresa en el último poema comentado, expone en el verso que dice: “un mundo ajeno / que no me pertenece” (vv. 8-9), esa extrañeza de unos vínculos que existen por fuera, pero que no están dentro de su mundo interior, consagrado a la castidad y la soledad. Sólo así puede cumplirse su visión ética y estética de la vida. Se cierra así con In Promptus (poemas que pertenecen a Los homenajes, pero que he preferido comentar independientemente) el tributo a la vida por parte del poeta, revelando su otra voz, nacida de las admiraciones y de ese refinamiento cultivado que le inclinó al arte y a la Naturaleza. CONCLUSIÓN: IN PROMPTUS Este apartado que está incluido en su libro Los Homenajes tiene su interés, ya que está compuesto de ocho poemas, en los cuales se refirman las ideas que el poeta alicantino tiene de la vida: su deseo de unión a la Naturaleza, su amor por la evocación del tiempo de la juventud y la aparición de la vejez, en el poema dedicado a Susana. He seleccionado algunos de los poemas, como el dedicado a México, en el cual el poeta evoca la tierra en la que fue feliz y la figura del amado. El deseo de ternura aparece en este tributo a la tierra mejicana. Existe un afán de imaginar lo que hubiera podido ser de haber vivido junto al ser querido y haber renunciado a su soledad. Naturalmente, el poeta es fiel a su sentido ético de la vida, lo que le lleva a la castidad y a la vida solitaria, sin embargo, late en él un deseo de otra vida, compartida con alguien. Este afán de Gil-Albert de evocar el amor nos recuerda al que también tuvo Cemuda en Poemas para un cuerpo, cuando, tras la pérdida de la felicidad, muestra en su nostalgia lo mucho que perdió.

226 Es interesante también el poema dedicado a Susana, concretamente el VI de este pequeño apartado de Los Homenajes. Podemos ver en él la necesidad de vivir, siendo consciente de la cercanía de la muerte e intuyendo que el final de la vida es el vacío y la nada. Por ello, el poeta presiente que no verá crecer a la niña recién nacida, porque la muerte es implacable con el hombre que ha entrado ya en su vejez. Representa este grupo de poemas un notable esfuerzo de Gil-Albert para rendir un sincero homenaje a la vida, a los lugares que ha amado y al ser hu­ mano, consciente de la riqueza que esconde todo nacimiento y el vacío al que conduce la proximidad del final de nuestro camino en el mundo.

227

EL OCIOSO Y SUS PROFESIONES: LA IMPORTANCIA DE SABER MIRAR

Este grupo de poemas aparecen como un regalo para los seguidores de Gil- Albert en 1979, donde se reivindican las profesiones. El libro lleva por título: El ocioso y sus profesiones, el poeta hace un tri­ buto a muchas labores (carteros, labriegos, arquitectos, costurera, científicos, etc). La intención del escritor alicantino es encontrar un sentido al esfuerzo, a la dedicación, al acto de crear o de hacer cosas en la vida. Nos sorprende esta reivindicación de un hombre que, durante su trayectoria poética, había recha­ zado con ahínco el mundo del esfuerzo cotidiano y valorado, tan sólo, el ocio (entendido como condición necesaria para crear). El hombre ocioso mira a su alrededor y comprende que muchos viven para algo, ese descubrimiento le hace cambiar su opinión sobre el trabajo, no vin­ culado, como antes, a la labor intelectual. Ahora, en este libro, sabe que éste se hace necesario cuando sirve, cuando es testimonio de una voluntad y de una vocación. Comienza con “El ocioso” (Juan Gil-Albert, 2004: 595), poema donde Gil- Albert nos deja versos como éstos: “De tanto no hacer nada/ se me fueron los ojos tras el hombre / que se mueve afanoso: / El hombre exalta / su condición de ser: trabaja y sueña.”(vv. 1-5). En estos versos, el poeta cobra interés por el mundo de los demás, sabe que hay una obligación: “trabaja” y un ideal: “sueña”. Es el mundo del hombre corriente el que canta el poeta alicantino. Dice también: “Verlo actuar, moverse, concentrarse, / es asistir al acto más humano / de la nobleza. Aquel que en sí confía / es un pequeño dios omnipo­ tente” (vv. 6-9). Para el ocioso, el hombre que cree en lo que hace convierte su esfuerzo en “el acto más humano de la nobleza”. El trabajo se dignifica en este poema, en oposición a la idea que el poeta tuvo anteriormente del esfuerzo.

229 Gil-Albert nos cuenta que el trabajo es habilidad y el hombre que lo lleva a cabo recibe como don ese atributo, su pericia: “Su pericia / suple, incluso, el talento: / saber que se hace bien lo imprescindible / nos dignifica” (vv. 11-14). Destaca la palabra “dignidad”, el poeta la expone como una ofrenda, ya que el trabajo es también ofrecimiento, tiene algo que ver con esa devoción a la Naturaleza que fue su mundo verdadero. Por fin, éste comprende que el hom­ bre cotidiano es un pequeño héroe y no un esclavo, como creyó en los libros anteriores. Expone, por tanto, dos casos opuestos, lo que hace al ocioso brillar, es decir, su fe en lo que contempla y lo que al hombre ocupado le hace vivir, es decir, su sensación de fruto, de crear algo válido para sí mismo. Dice: “Un fuego estremecido: / tal parece actuar en las pasiones” (vv. 14-15). Pensamos aquí en el ocioso, libre de la rutina, y dice también: “Pero aquí es muy distinto: una entereza / y una como rutina diligente / que hay que llenar de brío cada día” (vv. 16-18). Si es “rutina diligente” es que nos agota y, por ello, nos hace entregarnos con “brío” para poder llevarla a cabo. Gil-Albert busca en el interior del hombre la clave de ese esfuerzo y de esa resistencia para no caer ante el abatimiento de la costumbre y la desidia: “Una renovación de nuestros actos. / Un encariñamiento del oficio / Una necesidad hecha proeza/ y si es posible gracia” (vv. 19-22). En la enumeración el poeta ofrece su decisión de hacer trascendente el esfuerzo: interior en “renovación” y mezcla de ambos en “encariñamiento”. Vuelve a repetir el lenguaje admirativo, si antes habló de un “pequeño dios omnipotente” para el hombre que trabaja, aquí hace mención de “proeza” para ese esfuerzo que supone la rutina diaria de la labor cotidiana. El poeta insiste en la importancia de la labor bien hecha: “Saberse el eje / de lo que en cada parte del gran mundo / se realiza: un astro, una persona” (vv. 24-26). La atribución de un astro para un trabajador ennoblece su función y le dota de cualidades superiores a las terrestres, lo que incide en la idea de héroe que expresé antes. La insignificancia de cada uno la conoce muy bien el poeta, conocedor de la rutina de la vida para muchos que, pese a su conciencia de dignidad, no disfrutan con lo que hacen, ni se les valora socialmente dicho esfuerzo: “Eso’ somos. Y tantos repitiendo” (v. 27). Parece que la vida está trazada, no para alcanzar el atributo de la felicidad, sino para cumplir el ritual de la costumbre que nos hace seres válidos en el Universo: “Un ciclo terrenal inextinguible / en el que el más minúsculo men­ saje / cumple con pitagórico deleite / su ruta ciega” (vv. 28-31).

230 Gil-Albert insiste en mostrar que son elevados los seres humanos que ha­ cen del trabajo un esfuerzo y una constancia: “Un ciclo terrenal”, además, ofrece el adjetivo “inextinguible” porque el brío del esfuerzo se renueva, susti­ tuyéndose unos a otros para mejorar la vida a través de la rutina cotidiana. Por ello, somos pequeños, pero no inútiles, como dice “el más minúsculo mensaje / cumple con pitagórico deleite / su ruta ciega”. El poema tiene un tono muy distinto de los que vimos antes, en los cuales no aparecía una visión positiva del esfuerzo. Nos sorprende este cambio en Gil-Albert, como una forma de encontrar un elemento de solidaridad con la humanidad que, anteriormente, había olvidado. Es interesante comentar lo que dice Pedro J. de la Peña acerca de los poemas que aparecen en el libro: “Los poemas responden a un pensamiento social de la literatura. Tiene que ver con un mundo de categorías ideales, e incluso idílicas, del cómo debe ser: comportamiento y actitud de los hombres ante sus semejantes, dignidad y gracia de los oficios más humildes...” (Pedro J. de la Peña, 1982: 202). Es indudable que el crítico acierta en ese pensamiento social, que no poesía social, ya que no pretende hacer una denuncia, sino crear un estado de compli­ cidad ante el mundo, que antes (en sus libros anteriores) permanecía distante, revelando la incomprensión de un hombre ante el mundo de los demás. Por ello, el libro representa un paso muy revelador y significativo que merece des­ tacar aquí. Aparecen en el libro poemas como “Los carteros” (Juan Gil-Albert, 2004: 612-613), donde dice el poeta lo siguiente: “Si un cargamento fuese cosa viva. / Si la palabra escrita trascendiera / del papel que la seca y la defiende / de su luz conceptual” (vv. 1-4). Vemos con qué tino el poeta le da a la “palabra escrita” una importancia, conocedor de su nobleza, sea cual sea su identidad: una carta escrita a alguien, un recibo, una notificación. No importa el formato, Gil-Albert ama la palabra y la reivindica sin dudar­ lo. Ofrece al hombre mensajero el tributo de su nobleza al depositar en otras manos tanta relevancia: “¿es que podría / cruzar con su costal indiferente / las calles, y dejar en mano ajena / un hombre como tantos nuestra dicha...” (vv. 8-11). El poeta sabe que la mano elegida es la del cartero, alguien especial, que nos comunica importantes noticias en nuestras vidas. Gil-Albert idealiza, como si se tratase de un mensajero de los dioses, una labor rutinaria. Pero no podemos dejar de admirar su introspección, al dotar al cartero de cualidades que, si no le pertenecen en realidad, nos re­

231 velan, en el poeta, a un hombre extremadamente sensible al apreciar los actos cotidianos de los demás. No deja de mencionar la mala noticia que puede llevar en sus manos el car­ tero, truncando nuestras esperanzas: “Y en cambio lleva / lo que todos esperan en un día / recordar o borrar tardíamente: / una noticia escueta, una palabra” (vv. 19-22). Llama al cartero “intruso inocente” y también “hombre entretenido” para insistir en su ausencia de responsabilidad ante el destino de nuestras emocio­ nes, es mensajero y, por tanto, es importante, pero no es la mano que escribe, no siendo el causante directo de nuestra alegría o adversidad. El poema termina con una curiosa anécdota: las palabras de un genio en un sobre, con lo cual, en la rutina de las cartas, siempre puede haber un destello que rompe la intrascendencia y que hace así al cartero el mensajero de los dio­ ses: “Pero un día / deposita ese sobre que contiene / con fiero laconismo el gran suceso / de una generación. Alguien descifra: / una mujer velada y temblorosa- / “Ariadna, te amo”. Y es que Nietzsche / acaba de sumir su genio augusto / en la locura eterna” (vv. 38-45). Podemos discutir si el poema es brillante o no, pero lo que no podemos eludir es el ingenio de Gil-Albert para dar consistencia a una profesión que, como tantas, pasa desapercibida, pese a su importancia real. Llama la atención en el libro la mención a profesiones humildes o de cla­ se media; el cajista de imprenta, la manicura, los labriegos, el ceramista, los carteros. Su principal objetivo es dar relevancia a lo sencillo, descubriendo su velada grandeza. Comento brevemente algunos versos dedicados a “Los labriegos” (Juan Gil-Albert, 2004: 613-614), cuando dice: “Que manantial sombrío se alimenta / dentro de aquellos hombres. / Cavar, segar, regar, labrar. / Es tan noble y tan viejo. / Es acaso lo noble primerizo / que envejeció” (vv, 1-6). Vemos la importancia ancestral de las labores del campo: “es tan noble y tan viejo”. Lo mítico queda muy claro cuando dice: “Ya no se espera nada, se repite / lo milenariamente deseado” (vv. 7-8). Para el poeta, es indudable que esta profesión tiene carácter divino, porque les arraiga a la tierra, a la que aman con fervor: “Oh tierra pura. / Estos brazos que hunden “en tu seno / su prestancia viril / no han dejado en la piedra de los tiempos/un solo nombre inscrito” (vv. 14-18). Que este hombre no pase al futuro o’sea ya nombre evocado por el tiem­ po, no importa, su huella es más fuerte que todos ellos, se inscribe honda en

232 la tierra tan amada por el poeta: “Pero el anonimato más ritual / que va de la alborada al vespertino / lucero vigilante, aquí se entierra” (vv. 21-23). Aparece la noche, como el espacio ya conocido de la reflexión y de la visión del misterio de la vida: “Y sólo queda un hombre cada noche, / si es verano al frescor de sus vergeles / si es invierno a la lumbre de su hogar, / que apenas sabe nada más que eso: / arar, sembrar, trillar, sudar, dormirse. / Y entre cuyas arrugas se nos veda / la antigüedad sagrada” (vv. 24-30). Vemos el paso del tiempo: “verano”, “invierno”, pero también los actos sencillos, vistos en su nobleza: “arar, sembrar, trillar, sudar. Termina el poema con esa visión mítica del hombre que ama y cuida de la tierra, nacida para quererla y respetarla, entregándose a ella por entero, hasta el punto de dar toda su vida para ella: “Y entre cuyas arrugas se nos veda/ la antigüedad sagrada”. Hay un breve poema de Claudio Rodríguez, perteneciente a “Conjuros” (1958) titulado “Siempre será mi amigo” (Claudio Rodríguez, 2001: 120), que dice: “Siempre será mi amigo no aquel que en primavera / sale al campo y se olvida entre el azul festejo / de los hombres que ama, y no ve el cuero viejo / tras el nuevo pelaje, sino tú, verdadera / amistad, peatón celeste, tú, que en el invierno / a las claras del alba dejas tu casa y te echas / a andar, y en nuestro frío hallas abrigo eterno / y en nuestra honda sequía la voz de las cosechas” (vv. 1-8). Vemos cómo el poeta contempla al amigo en aquél que madruga cuando hace frío: “en el invierno a las claras del alba” y en el que, pese al frío y la calamidad, asoma su amor por la tierra, pese a la “honda sequía”. Hay una magnífica personificación de la Naturaleza, al decir: “voz de las cosechas”, lo que incide en señalar cómo el hombre se acuna, ante la dicha y ante el infor­ tunio, en la tierra amada. Todo ello, nos induce a pensar, corno en el poema de Gil-Albert dedicado a los labriegos, en un mundo mítico y ancestral. Hay, sin duda alguna, un amor por lo sencillo que se vincula a la tierra, una clara necesidad de transmitir su visión del mundo a través de la Naturaleza y sus dones. No es casual que el segundo poema del libro se titule “El Pintor” (Juan Gil-Albert, 2004: 596-597), ya que Gil-Albert quiere unir la materia y la idea, conocedor de la importancia de dar plasticidad a nuestro pensamiento. Cito sólo los cuatro primeros versos: “Dios mío, cuánta luz en la existencia, / cuánta plasticidad / Cuánto color errante / Cuánta forma” (vv. 1-4). Supone una estética de la vida, sin duda, que el poeta conoce y quiere transmitir para

233 dejamos su impronta de hombre ocioso que sabe mirar y pensar el mundo. Nada más y nada menos. Pero hay otra profesión que merece la pena reivindicar en este estudio y que Gil-Albert, conocedor del esfuerzo y de la vocación que representa, men­ ciona en el libro. Me refiero al maestro, en un bello poema que comento antes de cerrar este capítulo. Se titula “El maestro” (Juan Gil-Albert, 2004:629-630) y dice: “Hay quien recibe en pleno sacrificio / lo mejor de la vida. / Un mate­ rial incauto: como ovejas que triscan” (vv. 1-4). La imagen del rebaño para referirse a los estudiantes enlaza, sin duda, la cultura a la Naturaleza. Vemos el esfuerzo del maestro, su paciencia “en pleno sacrificio”, pues sabe el poeta que enseñar es ofrecer y, por tanto, recibir ale­ gría, pero también amargura. Los niños son descritos en su oficio de aprender, subiendo a la cima de la sierra: “¿Qué camino han tomado aquellos niños? / Trepan la serranía” (vv. 5-6). El poeta, sin embargo, se siente viejo y cansado: “Muy alto para mí que no soy niño: / que no soy cabra altiva” (vv. 7-8). El orgullo de niño le hace utilizar el adjetivo “altivo”. Vemos el papel del maestro como guía, como camino para llegar a un buen puerto en la vida: “¿Dónde estará el pastor si yo deserto? / ¿Quién llevará la brida?” (vv. 9-10). Sabe el poeta que, sin un guía, todo será caos: “Sin nadie que les guíe, todo será anarquía” (vv. 11-12). El niño en su dinamismo e incluso en su violencia necesita la “calma” y el sosiego del maestro para poder entender la vida. Vemos a los niños en ascensión, porque el poema es metáfora de la esca­ lada que supone conocer el mundo a través de la enseñanza: “Afrontemos la cima, / allí surca un aire fresco y azul puro, / Las aves baten, pían” (vv. 14-16). El ejercicio de libertad que supone aprender viene ejemplificado por “las aves” que alzan sus alas y cantan, es decir, inician el camino de las palabras como lección verdadera: “pían”, clara metáfora del niño que empieza a conocer la complejidad del lenguaje. El poeta, como alter ego del maestro, les dice a los niños lo siguiente, inter­ viniendo en el poema como un eco de experiencia: “Este es el lugar propicio, mis ovejas / para libar primicias” (vv. 25-26). La acción de libar de las abejas supone el esfuerzo de construir algo, es decir, de aprender. El poeta dice, a continuación: “Hablemos, niños míos de las cosas / que ha tantos años brillan. / Las viejas como el mundo, las inmunes, / las intensas semillas, / los pájaros inciertos, los rumores / de esta inmensa alegría” (vv. 35-40).

234 Vemos que el maestro no quiere enseñar lo complejo, sino lo sencillo, lo que expresa la Naturaleza en su misterio original. Hablar de ello es hablar del amor, de la vida, los sentimientos, el mar, el cielo, etc. El poeta está encarnado en la voz del maestro, siendo ya uno sólo, dice acerca de la inocencia y su mayor atributo, la alegría: “que tanto se parece a vuestro rostro / cuando apenas herida / se enfrenta la mirada con el todo / cual si fuera mentira” (vv. 41-44). Aquí se refiere a la pureza, reflejada en el sustan­ tivo “mirada”, por ello, no tiene miedo, el niño es osado, porque es inocente, no lleva pecado en su interior: “se enfrenta la mirada con el todo / cual si fuera mentira”. Pero, al final del poema, nos habla de esa ilusión, aquí expresada en “men­ tira”, pero que sirve para avivar el mundo y hacer mejor la vida: “Una mentira grande y reverente / que se mantiene henchida / de tantos como niños van tris­ cando / por la sierra perdida / buscando qué hallarán, qué sortilegio, / hambre, pasión o brisa” (vv. 45-50). Si los niños se hallan en la “sierra perdida” es que se encuentran en el camino de la vida, despertándose al mundo, tienen ilusión: “mentira grande y reverente”. Lo que encontrarán depende de ellos y de su afán de conocer, puede ser “hambre”, es decir, afán de cultura, “pasión”, es decir, la Naturaleza y su esplendor y “brisa”, el empuje para encontrar un noble destino en su vida. El poema, muy hermoso, reivindica el saber y es, desde luego, uno de los más bellos del libro. No parece casual que el poeta utilice la rima en los versos más cor­ tos, ya que la parte donde describe es patrimonio de los versos más largos. El poema cobra, de ese modo, una armonía que le relaciona con el fervor de la vida que siempre tuvo el poeta alicantino. Todo el campo semántico de la Naturaleza sirve al poeta para establecer una bella analogía Naturaleza-conocimiento, siendo el pastor metáfora del maestro que conduce a las ovejas, siendo éstas metáfora de los alumnos, en esa necesidad de ser guiados en su incipiente vida. Concluyo aquí el repaso al libro con la opinión, de nuevo, de Pedro J. de la Peña cuando dice acerca del lirismo que posee el libro: « “El ocioso y su profesiones” no cede al prosaísmo. Es un libro menor en un tono menor, pero con una dignidad cimbreante, que hace brillar sus escamas bajo los rayos de distintos soles» (Pedro J. de la Peña, 1982: 202). Se refiere a la solidaridad del poeta con los demás humanos lo que invita a la ternura y al respeto al destino de los otros, cualidad admirable que nos

235 hace así más cercano a Gil-Albert, dejando su visión ética y estética para com­ prender el mundo cotidiano. Todo un ejercicio de nobleza por parte de nuestro poeta. CONCLUSIÓN: EL OCIOSO Y SUS PROFESIONES El libro que acabo de comentar supone un acercamiento más de Gil-Albert hacia el mundo de los demás seres humanos. El título ya representa el deseo de unión que el poeta tiene ante los que se ganan la vida cada día con su esfuerzo. El ocioso es el hombre que contempla y que, consciente de no poder encontrar en la rutina una posibilidad creadora, se refugia en su mundo para ser fiel a su visión ética y estética del mundo. Este deseo no impide que el hombre que vive a través del ocio como paso previo a la creación, vea en los hombres que trabajan cada día un sentido que dignifica la vida. Esta idea empezó a surgir en los libros anteriores del poeta, ya que hasta entonces el trabajo no dignificaba la vida, sino que la sometía a la rutina y a la infelicidad. Me pregunto: ¿Qué ha ocurrido para que Gil-Albert tome conciencia de la importancia del trabajo? En mi opinión, el poeta ha percibido en el esfuerzo una forma de crear, al igual que él lo hizo a través de la contemplación del mundo. El hombre crea una familia, unas responsabilidades y se siente útil y válido en la vida. No es una creación intelectual, pero sí hondamente arraigada a lo humano, pues supone vivir para conseguir metas y afectos. He elegido algunos de los poemas del libro, resulta muy interesante el que se titula “El ocioso” porque en él explica el poeta la revelación que supuso mi­ rar a los demás en su esfuerzo cotidiano, tras haber gozado del espectáculo del mundo. Para Gil-Albert, el hombre que trabaja se encariña del oficio, dándole un sentido, afín al que él da a escribir su obra. Llama al hombre que trabaja: “pequeño dios omnipotente” porque éste basa su fe en su esfuerzo, en la importancia de hacer bien las cosas cada día. Merece nuestra atención el poema dedicado a los carteros, titulado del mis­ mo modo, donde la profesión de cartero cobra un interés inusual, siendo men­ sajeros de nuestra felicidad o nuestra desdicha a través de las cartas que nos llegan al buzón. Y he querido comentar un hermoso poema titulado “El maestro” donde compara la profesión de la enseñanza con el pastor que dirige su rebaño, me­ táfora de los estudiantes que se inician, gracias al buen hacer del maestro, en el camino de la vida.

236 VARIACIONES DE UN TEMA INEXTINGUIBLE: LA INTIMIDAD DE LA TERNURA

Escrito en 1981 y dedicado a Clara y Robert Schumann, este conjunto de poemas (son 10 los que aparecen en el libro) tiene un contenido íntimo, de susurro, de rumor materno y de conquista del sentimiento. Utilizo estas expresiones porque aventurarse en este último libro de Gil- Albert, es como alumbrar el recuerdo de lo vivido, pero también la plenitud del instante en su ya conocido tono vitalista. Comento algunos de los poemas para cerrar así este estudio a la obra de un poeta de extrema sensibilidad como lo fue Gil-Albert. En el primero de ellos (Juan Gil-Albert, 2004: 655), aparece la tierra madre como una conquista de la vida, un fruto en sí maravilloso: “Te miro, tierra madre, / infatigablemente. / Te miro ante mis ojos/ debajo de mis pies / y al tacto de mi mano” (vv. 1-5). La tierra se hace así material, tangible, puede ser expresada por los ojos, los pies y las manos, está, por tanto, alrededor del poe­ ta, le llena con su presencia. Hay, para él una sensación de “sopor” ante una extensión que nos invita al sueño y al mundo ideal: “Te miro y te me pierdes / porque este espacio azul que nos eleva, / esa luz inasible / y ese sopor que baja de lo alto, i nos invita a soñar” (vv. 6-10). El poeta sabe que hay algo intangible: “luz inasible” que le distancia de la tierra que toca con la mano o que mira con los ojos. Expone así los dos espa­ cios amados: el real y el ideal, en ambos transita, si uno le arraiga al mundo, el otro “le invita a soñar”. Dice también: “y cuando el hombre sueña se trastornan/ sus sentimientos” (vv. 11-12). Nos viene a la memoria el libro de Lorca Poeta en Nueva York cuando se refiere a la visión de la ciudad y la imposibilidad de soñar, símbolo de la vida.

237 El poeta andaluz también nos dejó una visión de esa vigilia, pero aquí transformada en horror. No soñar significa no vivir, frente a la idea de Gil- Albert en el poema, que le quita al sueño esa cualidad. La decisión del escritor alicantino es vitalista y contemplativa: “Mejor se­ ría en pie / no dejamos turbar por las sospechas / y acariciar tan sólo lo que vemos / con dulce mano” (vv. 13-16). Si prefiere no soñar es que es consciente que la vida está en lo tangible, en lo que podemos mirar. No hay nada más para la expectativa del hombre que el espectáculo del mundo. No se aleja realmente de Lorca, porque en los poemas de Poeta en Nueva York, el artista andaluz, a través del mundo de la gran urbe y la deshumani­ zación, reivindica el poder del sueño para devolver al hombre a su verdadero ámbito: el mundo de la Naturaleza. Lo que CFil-Albert sabe es que la tierra no miente, ofrece lo que es y se revela en su serenidad: “Tú bien nos dictas, madre. / Tú nunca te conviertes en lo opuesto / de lo que eres, cambias / y te has endurecido lo bastante / para dar a tus ojos el relieve / de la serenidad” (vv. 17-22). Si la tierra tiene “ojos” es porque le contempla, está conviviendo, en su afectividad, con él, está “endurecida” porque pasa el tiempo sobre ella, hora­ dándola en algunos casos. Recordemos las estaciones y las inclemencias del otoño o el invierno, frente a la dulzura de la primavera o del estío. Hay fideli­ dad: “Tú nunca te conviertes en lo opuesto”. Todo termina en este punto de sosiego que es aceptación de la vida para el poeta. En los poemas II y III insiste en este afán de aceptar el mundo. En el poema III (Juan Gil-Albert, 2004: 656-657), dice: “Y se nos van los años y los días, / mirándolo, tocándolo, / cantándolo / y haciéndonos los hombres distraídos / en ciertos abandonos / pero recuperando nuestro esfuerzo / para seguir mirando todavía y no saciarse nunca” (vv. 11-17). Hay una reflexión sobre el paso del tiempo: “se nos van los años y los días”, pero también una referencia al mundo: “mirándolo, tocándolo, cantándolo”. En este libro y en este poema hay una insistencia hacia los sentidos: el afán de tocar, de mirar, es continuo, porque sólo así, apegados a ellos podemos realizar y cumplir nuestra vida. El poeta no se cansa: “y no saciarse nunca”. Todo por la extrema comunica­ ción con el mundo en la labor bella y cotidiana de amanecer, de ver el campo, de escuchar el agua, de ver el mar.

238 Todos estos actos que se repiten aparecen, para Gil-Albert, como si fuesen nuevos, porque siempre dan satisfacción y le dan plenitud en su vida. En el poema IV (Juan Gil-Albert, 2004: 657-658), aparece la ética del poe­ ta, su identificación con el hombre honrado, sincero, despreciando la violencia o el dinero: “Crecer es abarcar, / crecer es conquistar / esta tierra preciosa” (vv. 2-4). Vemos ya su afán de posesión “conquistar”, pero lo que es más importan­ te su admiración: “esta tierra preciosa”. Se observa también su ética de vida, lo que indica su honradez y su noble­ za: “Ser hombre es conquistar el universo / sin derramar la sangre” (vv. 5-6). Hace aquí una clara alusión a la Guerra Civil española. Dice también: “ser hombre es pasear como si ocioso / fuera mendigo el ser” (vv. 7-8), vemos aquí el esfuerzo de vivir con dignidad, sin arraigo a lo material: “fuera mendigo el ser”, es decir, no tener cosas, sino ser alguien. Podemos ver que, en el poema, la tristeza, que simboliza el fracaso de la vida y que va unida a nuestro misterio de vivir: “¿Por qué cada ilusión tiene su sombra? / ¿Cada fruto su fronda? / ¿Por qué en el corazón gozas sombrío / la fruta tierna?” (vv. 18-21). Vemos las antítesis: fruto / fronda, o gozar / sombrío, estamos ante la opo­ sición que va complementado la vida, no existe amor sin dolor, o alegrías sin penas. El poeta sabe que el tiempo disminuye la incomprensión de toda vida, di­ ríamos que hay un cierto conformismo ante la muerte: “No sé, pero la sombra de los años / hace hermoso el otoño / y todo lo que pasa por el hombre / lo va como llenando con sus jugos / que van azucarando, poco a poco, / su pasión inicial” (vv. 22-27). Si en la juventud hay “pasión”, ahora hay sensación de sosiego: “azuca­ rando”, es decir, dulcificando la vida, nos volvemos así menos apasionados, ante la incomprensión de una tiempo que tiene, ineludiblemente, que terminar. En el siguiente poema (Juan Gil-Albert, 2004: 658-659), aparece la Natu­ raleza y su grandeza: “Paz y silencio al campo, / indecible forma de armonía / para acariciarnos, porque un flotante tal cubre lo crudo / de la naturaleza” (vv. 16-19). Ese “flotante tal” tiene que ver con el arte que va suavizando nuestra concepción del mundo, integrando el aprecio al orbe y sus criaturas en un sendero de armonía. Gil-Albert cita en el poema la fuerza que posee el mundo animal: “balan, aúllan, muerden, / los innumerables ojos” (vv. 23-24), se pregunta por el hombre: “¿Qué es el hombre entre ellos? se preguntan: / “Ráfaga audaz” (vv. 25-26).

239 La pasión humana, su vocación de ángel o demonio se vierte en el poema. El hombre es, frente a los animales, un ser que piensa y, por tanto, puede ser un ge­ nio o un demonio: “El hombre es la persona, / nos dirá el pensador” (vv. 31-32). Lo que el poeta sabe es que el hombre tiene en sí la esencia de los dioses y puede ser puro y noble ante lo creado: “que el hombre es más que todo lo que existe, / porque es capaz de hacer en el silencio / obra de salvación, / obra de creación” (vv. 40-43). Se refiere a la bondad: “salvación” y al arte: “la creación”, son ambos atributos del hombre, el cual es “más que todo”, porque lleva en su esencia una grandeza incomparable: “Capaz de estar tan solo y alegrarse / de haber nacido” (w. 44-45). El pensamiento, su concepción de la aventura de la vida, le llevan a esa certeza de elegir la soledad y ser feliz. Como vemos, el poeta es ese hombre al que se refiere el poema. En el poema VI (Juan Gil-Albert, 2004: 659-660), vemos la sensación de vivir en el ocio: “Vivir es exquisito. / Sentir esta templanza en nuestro cuerpo / del que mana perenne/ el olor de la vida” (vv. 1-4). Si hay “templanza” es que hay sosiego, serenidad. Y reivindica el lujo, pero no la riqueza, entendiendo aquél como ética de vivir con elegancia interior, aunque no se posea apenas bienes materiales: “Vivir es exquisito”. El ocio llega al poema también: “Estar aquí / y poder despertar cuando me plazca / la pasión en mi pecho” (vv. 4-6). No hay límite para el hombre libre, no atado a nada, sino a su propia voluntad. En el poema VII (Juan Gil-Albert, 2004: 660-661) aparece la rosa, ese sím­ bolo de su estética, ese reflejo de la belleza de lo instantáneo, sin importar ya la duración, sino la plenitud del momento: “¿Qué son las rosas? / Un vacilante adorno: / una sombra de fuego. / La consunción feliz de la hermosura; / algo que como todo pasa y nos consume: / algo que nos aprieta en todo el cuerpo / como un dogal” (vv. 5-11). Gil-Albert muestra el reflejo del instante que es plenitud, por ello, produce pasión: “una sombra de fuego”, porque es bella y quema con su hermosura, afín al resplandor de la Naturaleza cuando amanece o atardece: “La consunción feliz de la hermosura”. La elección de la rosa como símbolo de la caducidad de la vida no es una decisión arbitraria del escritor alicantino, ya aparecía en la poesía renacentista y barroca, los poetas han cantando, desde tiempo atrás, su hermosura. Cito, para ejemplificar esta aparición en nuestro Barroco, un poema de Pedro de Castro y Anaya titulado “A la rosa” (Poesía de la Edad de Oro II,

240 Barroco, 1987: 364) y escrito en el s. XVII, cito tan sólo los tercetos : “¡Oh, caduca beldad, dije a la rosa, / así acaba la flor de nuestra vida!/Y así han de fenecer en tu elemento / el jazmín de la frente más hermosa / el clavel de la boca más florida, / del alma el más Narciso pensamiento” (vv. 9-14). Vemos como Pedro de Castro y Anaya, poeta nacido en Murcia, nos ofrece esa visión de la rosa como símbolo de la brevedad y del instante que puede compararse con la caducidad de la vida. Si fenecen como la rosa la “frente, la boca, el pensamiento” es que se acaba el tiempo de.existir, desaparece su belleza, como caduca la rosa en su esplendor. En los cuartetos, el poeta recoge una rosa que sea recuerdo de su amada, Lisi, y observa al poco tiempo (de la mañana a la tarde) la muerte de la misma, su aspecto marchito: “cadáver de aquel sol, que fue accidente” (v. 8). Vemos por qué Gil-Albert se centra en tan relevante flor. El poema tiene como núcleo primordial el amor, considerado como: “el amor es reflejo de sí mismo; / es proyección de un yo sobre la vida” (vv. 20-21). Al final del poema, Gil-Albert deja a un lado cualquier tipo de amor que sea cotidiano: “el amor no es el cuerpo deseado; / el amor no es el rostro sonriente / de quien vive y nos tienta” (vv. 28-30), para centrarse en el amor como algo más amplio y más hondo, no vinculado a un cuerpo o a una persona, sino una extensión que está en todo el orbe: “estar enamorado es ser activo, / vivir en pie de lucha” (vv. 31-32). En los poemas VIII y XI, insite en el arraigo a la tierra y aparece la madre, su propia madre, lo que le da a ambos poemas una gran hondura e intimidad. Cito algunos versos del poema IX (Juan Gil-Albert, 2004: 662-663) cuando refleja estos hermosos testimonios de identificación madre-hijo: “Vivir es no existir oscuramente / en el hombre vivir es un despliegue / de sus fuerzas oscu­ ras: / vivir es alumbrar, tú bien lo sabes” (vv. 9-12). El testimonio de entrega muestra la complicidad al decir: “tú bien lo sabes” que se refiere, evidentemen­ te, a la maternidad como a un don, un regalo de la vida. Hay también en este poema una distinción hombre-mujer, aquí el hombre, siguiendo la línea de pensamiento del poeta, reivindica el sexo masculino frente al femenino: “En el hombre alumbrar es más ligero / y como más lujoso y desprendido; / porque el hombre fecunda / y el que fecunda es libre” (vv. 13- 16). Vemos la idea de superioridad del hombre frente a la mujer, como si aquél gozase de un poder mayor, al fecundar y ser parte activa en la reproducción, frente a la mujer, parte pasiva en la misma (nada más lejos de la realidad, por cierto).

241 Ya vi en otros apartados de nuestro estudio que toda esa visión del mundo femenino me parece anacrónica, pero el poeta la mantiene en su prosa y en su poesía. Sigue señalando el abismo hombre-mujer cuando dice: “Y luego con­ tinúa sus andanzas / sin ninguna ambición por lo creado: / su corazón es noble / y toda mezquindad estabiliza / y lo desfavorece” (vv. 19-23). No hay que ser malévolo para pensar que el uso del adjetivo “noble” para el hombre da a entender la ausencia de nobleza en la mujer. El poeta dice, a continuación, acerca de la libertad del hombre: “Por eso se te escapa de las manos / siendo apenas rapaz, / mientras tú, madre adusta, le reprendes / lo que, con evidencia sedentaria / confirmas peligroso” (vv. 24-28). El acto de responder al hijo es, en esta visión, una limitación de la libertad del varón, expuesto al mundo para gozarlo, activo y pasional frente a la mujer: “evidencia sedentaria”, nacida para la labor del hogar únicamente. Confirma lo dicho al final del poema: “Pero el hijo naciente está tendido hacia todo imposible” (vv. 29-30). Como si fuese un hombre ubicado en el Ro­ manticismo y tuviese una infinita sed del mundo, no existe para el poeta límite alguno, se afianza su deseo de vivir. El poema esconde (aunque aflora bastante en una lectura atenta) la visión de la superioridad masculina frente a la femenina, relegada a la labor fecunda- dora (véase Breviarium Vitae y el Heracles). Concluyo el repaso del libro con el poema X (Juan Gil-Albert, 2004: 663- 664) que dice, incidiendo en lo anterior, que el hombre no puede recogerse, sino que está bastante abierto a la inmensidad del mundo: “El hombre es dueño / de este leve planeta de su curso / y ni en su vagabundaje ruboroso / halla al fin complacencia” (vv. 8-11). Si es “ruboroso” es porque hay timidez en la aventura de la vida, pero también hay satisfacción al cumplir sus objetivos de libertad: “halla al fin complacencia”. No parece que el poeta se dirija al hombre sometido al trabajo (pese a la visión positiva que nos deparó del mismo en El ocioso y sus profesiones) sino a un ser humano, no sometido a nada ni a nadie, es decir, un espejo de sí mismo. Aquí la madre y la tierra son uno, y el hijo es ya el infinito: “Si, tierra madre: / tu hijo te ha crecido enormemente / y te rebasa ya” (vv. 12-14). Son unos hermosos versos, donde se muestra el amor por la madre y su arraigo a la función fecundadora: “Tu rudo brazo antiguo, / esa miel de tu pecho, / cobijo un día, / no es él sino fuente / desde donde tu amor le ruborea” (vv. 15-19). Se aprecia aquí la identificación de la tierra y la madre. Hay un mismo sur­ tidor desde donde mana la vida: “esa miel de tu pecho”, si es miel es dulce y llena a aquél que la recibe, esa ternura a la que alude, que fue “cobijo un día”,

242 deja huella en el poeta, está sembrada en su corazón: “no es en él sino fuente / desde donde tu amor le ruborea”. Dice, a continuación, algo que nos sorprende y que nos deja impactados: “Fuente o pozo, tal vez. / Al que si a veces vuelve la cabeza / no es por volver a ti. / Más parece que mida las distancias / que lo van alejando” (vv. 20-24). ¿Es acaso un reproche a la madre y a la tierra o es simplemente la indiferencia que marca la distancia y el tiempo? Es difícil pronunciarse, pero lo que sí fluye es una sensación de tiempo, de oscuridad: “pozo” y, también, de alejamiento de lo amado en el pasado. Al fin y al cabo, vemos al poeta yéndose, quizá como despedida, para no arraigar más la ternura que le ha perseguido siempre y que ha fundamentado su vida y su carácter. En ese reproche a la madre, vemos también el deseo de haber querido más su afecto y su comprensión. El poeta sabe que la muerte le cerca, que se aproxima y acepta esa condi­ ción de “ir muriendo”, para ello, censura y reduce así la ternura, envuelto ya en una lejanía que pone fin a este grupo de poemas de indudable belleza. Hay un sentir maduro y conocedor de la visión agridulce de la vida que cala aquí, consiguiendo que el poeta alicantino muestre su clarividencia del sentido del tiempo y de las cosas. Conoce así que la vida tenía sentido sólo para gozar del instante, para “ser” y “estar”, siendo un fiel testigo de la belleza que inunda el mundo. Se cumple con este último libro publicado el objetivo de Gil-Albert: ha­ ber creado una obra poética donde se cante el esplendor de la vida en su fugacidad, a través de una visión ética que le conduce a la belleza y una visión estética que le conduce a la aceptación del ocio y, en estos últimos libros de su prolífica obra, a la comprensión del resto de la humanidad. CONCLUSIÓN: VARIACIONES DE UN TEMA INEXTINGUIBLE Este último libro de su obra poética publicada representa el último paso de acercamiento a los demás seres humanos y la constatación de su posición ética y estética ante el mundo que le rodea. He comentado, con cierto detenimiento, algunos de los poemas. En el pri­ mero de ellos, Gil-Albert acepta a la tierra como su verdadero origen, más allá de todo lo que pueda sentir hacia su madre verdadera. El poeta, consciente de nuestra caducidad, sabe que, al soñar, evoca el mundo de su juventud donde vivió su época de felicidad. Pero también se arraiga al instante para gozar del

243 momento presente, ya que su espíritu contemplativo le lleva al ocio, como paso previo y necesario para la creación artística. En el poema IV nos expone su ética de vida, donde la honradez y la since­ ridad son los mejores testimonios. El poeta se entrega a conquistar el Universo a través del amor hacia el mundo que le rodea. Hay un cierto conformismo en la idea de la muerte, como si aceptase que el final ha de llegar y nada puede impedirlo, por ello, prefiere el sosiego y la serenidad a la lucha encarnizada con lo inevitable. En el poema VII aparece la rosa, símbolo clave en su poesía, como ya vi­ mos en libros anteriores. Hay en el poeta un deseo de adornar la vida con las flores, por ello, las lilas fueron el mejor ornamento en su estancia en el exilio en Francia. Y. como nos contó César Simón, el poeta tenía siempre una flor en el ojal ante cualquier situación difícil. La rosa expresa el mejor modo de cantar la belleza de lo que perdura poco tiempo, tal es la vida humana en su proceso irreversible hacia la muerte. Para concluir este repaso a los poemas, es interesante recordar que en el poema IX la mujer es una figura que representa no sólo su amor por la Natura­ leza, sino también la madre que le vio nacer. El poeta, siguiendo su idea de la superioridad del mundo masculino frente al femenino, destaca que el hombre es libre, porque tiene el poder de fecundar frente a la mujer, pasiva y expectan­ te ante el talento del hombre. Toda esta visión de la preponderancia de lo masculino se sustenta en el mundo griego que tanto amó el poeta. Concluye, con este libro, la obra poética publicada, quedando un último apartado paras los poemas no recogidos en libros. Representa un claro testimo­ nio del proceso de maduración de Gil-Albert desde su aislamiento del mundo de los demás a un mayor acercamiento que produce su deseo de solidaridad con los seres humanos, tan necesaria para entender su visión ética de la vida.

244 POEMAS NO RECOGIDOS EN LIBROS

Hay otros muchos poemas, que no aparecen en libros, pero sí en revistas como la que ayudó a fundar el poeta, me refiero a la famosa Hora de España. No olvidemos que Gil-Albert impulsó la misma e intervino en otras del presti­ gio del Mono Azul, El Buque Rojo, o Nueva Cultura. Todas ellas estuvieron en su mejor momento al comienzo de nuestra Guerra Civil, en 1936. Son muchos poemas y necesitarían un estudio detallado, muy idóneo para ser afrontado en un futuro trabajo que amplíe todo lo ya dicho. No hay que descartar tal posibilidad, lo cual sería muy interesante para los admiradores del poeta. He seleccionado dos poemas, uno perteneciente a los aparecidos en revistas y otro que formaban parte de su poesía inédita hasta el afio 2004 (afío en que aparece su Poesía Completa gracias a la editorial Pre-Textos y al Instituto de Cultura Juan Gil-Albert). El primero se llanta “La Siesta” (Juan Gil-Albert, 2004: 735-736), fue es­ crito en Alcoy en 1951 y está dedicado a Antonio Díaz Zamora. Resulta inte­ resante porque expresa muy bien todo lo que ha sido la visión ética y estética del poeta alicantino: “Si alguien me preguntara cuando un día / llegue al confín secreto: ¿qué es la tierra? / Diría que un lugar en que hace frío / En el que el fuerte oprime, el débil llora, / y en el que como sombra, la injusticia / va con su capa abierta recogiendo / el óbolo del rico y la tragedia/ del desahuciado: un sitio abrupto” (vv. 1-8). La visión de la vida es negativa, todo en este apartado destila dolor, “un lugar que hace frío” y la actividad está sembrada por la maldad: la acción del fuerte frente al débil. Aparece también el rico y su oponente: el desahuciado: Es un lugar donde unos comen a los otros, se “alimentan” de su sangre: Hasta este punto, aparece la vida del poeta en sociedad, junto a los hombres.

245 Dice después: “Pero también diría que otras veces, / en claras situaciones alternantes, / cuando llegue el estío y los países / parecen dispensar la somno­ lencia / de un no saber por qué se está cansado” (vv. 9-13). Vemos ya el sosiego de la vida en el momento del verano, donde la felici­ dad reina, oposición total al frío que aparecía antes. Si hay “somnolencia” es que existe el ocio y el hombre no maquina su maldad y su locura, el mundo vuelve entonces al paraíso. El poeta dice también: “mientras vibra en lo alto, alucinante, / un cielo azul, los frutos se suceden / sobre las mesas blancas” (vv. 14-16). Esta imagen representa la idea del firmamento y su visión de la tierra, los extremos que embellecen la vida y la sustentan, elementos de la Creación: “y entornados / los ventanales, frescos de penumbra, / buscamos un rincón donde rendirnos / al dulce peso” (vv. 16-19). Vemos ya el placer de lo sencillo, en esa casa que nos recuerda a su niñez en El Sait, en veranos inolvidables. Hay siempre en el poeta dos ámbitos: el exterior, referido al mundo que contempla y el interior, donde descansa, crea y piensa, haciéndose a sí mismo. Dice finalmente: “entonces sí, diría / que la tierra es un bien irreemplaza­ ble / un fluido feliz, un toque absorto” (vv. 19-21). Con la oposición de los adjetivos “fluido” y “absorto”, Gil-Albert nos ofrece su fascinación ante la Naturaleza. Termina diciendo: “Como una tentación sin precedentes / hecha a la vez de ardor y de renuncia. / Una inmersión gustosa, un filtro lento” (vv. 22-24). Aquí, nos deja la disyuntiva de la vida: ardor-renuncia, y resume todo su sentido ético y estético del mundo. En esa “inmersión gustosa” el poeta encuentra el placer y el gozo de vivir, lejano a los hombres y sus ciudades, con su mundo de progreso. Representa una reivindicación a los seres humanos y su habitat natural, con su amor hacia la Naturaleza, nostalgia de lo sencillo y del mundo bucólico, es decir, de los placeres esenciales de la vida. He elegido este poema porque explica muy bien la visión de la vida del poeta, sus valores irreemplazables. De su poesía inédita he escogido un poema que puede cerrar muy bien este estudio dedicado a la obra poética de Gil-Albert. Se trata de “Súplica a la tierra alicantina” (Juan Gil-Albert, 2004: 919-920), escrito en 1950 y, en mi opinión, un bello canto de amor hacia su paraíso natal. El poema dice: “Si es posible una tumba en la montaña / en un sitio en que el mar de allí se vea, / entre olivos y dulces plantaciones / en torno mío;

246 losa solitaria; / solo he vivido y solo entre las huertas / quiero dormir; oscuras violetas / como un festón que me cerquen perfumado / y una pequeña verja las acote... / Breve ha de ser la tierra necesaria / para seguir soñando” (vv. 1-10). Supone un magnífico testimonio de amor a una tierra que ha sido raíz y fru­ to de su vida, en el poema está todo su amor: el mar Mediterráneo, los olivos, las huertas, las violetas. Vemos en el mismo su deseo de morir allí: “una tumba en la montaña”, donde se divisa el mar tan amado, estar también alrededor de la tierra tan añorada y querida (y evocada tantas veces en el exilio): “entre olivos y dulces plantaciones / en tomo mío”. También nos dice que ha vivido solo y ha de mo­ rir así, sin gente alrededor, sin un vulgar cementerio como los otros, sino “en torno” de la Naturaleza que ha amado: “losa solitaria”. Aparece su gusto exquisito y su delicadeza ante las flores: “oscuras violetas / como un festín me cerquen perfumado / y una pequeña verja las acote...” Vemos que hasta en la muerte quiere ser el poeta delicado, elegante, ex­ quisito y estar “perfumado” por las violetas, excluyendo el hedor que produce morir. Al final del poema, su tierra está allí, como un remanso donde seguirá nu­ triéndose, para siempre, siendo ya parte del todo que ha amado con pasión: “Breve ha de ser la tierra necesaria / para seguir soñando”. No necesita un mundo entero, sino un espacio de tierra pequeño, su Alcoy natal, donde poder volver al paraíso de su niñez y de su amor al verano, al ocio, al sol y a las mañanas. Todo un regalo este final que nos deja serenos y enamorados de ese rincón del mundo y de la sensibilidad de un hombre entregado a sus raíces, como un niño a su despertar a la vida. Todo un hallazgo la obra poética de Juan Gil Albert. Termino con un fragmento del libro Perros ahorcados, escrito por su primo César Simón, donde cuenta el instante de la muerte del poeta, tan relevante para terminar este estudio admirativo de su obra: “Yo no he pensado ni dicho ni quizás sentido nada, en la muerte de Juan. Y esto porque tales experiencias son demasiado importantes como para que se pongan enseguida a nuestra dis­ posición” (César Simón, 1997: 100). Vemos al poeta valenciano interiorizando la muerte del familiar y amigo, vertiendo su admiración hacia él: “Es demasiado importante mi relación con Juan como para que yo haya hecho gestos o frases con motivo de su falleci­ miento. Me sucedió algo semejante a la muerte de mi madre, asistí a ella como

247 si yo no fuera más que el enfermero. La muerte de mi madre, sin embargo, ha significado el antes y el después de mi vida. Pues con Juan me ha sucedido algo semejante. En el mismo momento en que expiró, a F. y a mí lo que nos ocupaba era cerrarle la boca presionando su barbilla, en vista de que el pañuelo que intentábamos atarle se aflojaba; esto, hasta que vinieran los de la farmacia. Cosas así” (César Simón, 1997: 100). Al contarnos estos detalles de la muerte de Gil-Albert, César Simón nos revela que la muerte no se interioriza hasta que pasan horas, días e incluso semanas. Es entonces cuando cobra vigor e importancia la persona ida y su papel en nuestro mundo. Lo dice muy bien en esta evocación del final del poeta: “En el caso de Juan, en el caso del escritor Juan Gil-Albert, sus palabras adquieren ahora, con toda evidencia, la verdad que alentaba en ellas y que ha despertado” (César Simón, 1997: 100). Para el poeta valenciano, tras la muerte de su admiradísimo Juan, queda su esencia en la hondura que representó. Toda su obra se ilumina entonces, no ante el cuerpo yacente que expresa el final de la vida, sino ante la riqueza enorme de su pensamiento. El mejor testimonio de su importancia para nuestra literatura está en sus páginas, donde cala una delicadeza que nunca está reñida con una visión honrada y noble de la vida. CONCLUSIÓN: POEMAS NO RECOGIDOS EN LIBROS He querido terminar este estudio detallado de la obra poética de Juan Gil- Albert con sus poemas no recogidos en libros. La razón es evidente, ya que suponen un rico caudal para conocer mejor otros aspectos de su pensamiento y de su concepción del mundo. Sería necesario afrontar un estudio futuro para comentarlos con deteni­ miento, pero, al menos, he elegido dos, uno, perteneciente a un poema apareci­ do en las revistas de poesía y otro, inédito hasta el año 2004 gracias a la edición de su Poesía Completa. El primero, titulado “La Siesta” incide en la idea del ocio y del afán con­ templativo que tiene el poeta sobre el mundo. En él, Gil-Albert nos habla de dos oposiciones: el ardor, que supone la pasión ante la vida y la renuncia, que es el proceso que lleva hacia la muerte. El poeta alicantino sabe que va a morir y, por ello, contempla con más fervor el mundo, para que el instante sea más hermoso y pueda sentir que ha vivido reteniendo toda la belleza de la

248 Creación. Aparece en el poema el cielo azul, los frutos de la tierra y el verano, el momento de su vida que representó el esplendor y la felicidad. El otro poema que he elegido pertenecía a su poesía inédita hasta el año 2004 gracias a la edición de María Paz Moreno y la editorial Pre-Textos con la colaboración del Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, al publicar su Poesía Completa. Me refiero a “Súplica a la tierra alicantina” donde el poeta quiere regresar al edén natal, el lugar predilecto de su vida, su tierra levantina. El poema representa una entrega total a ese mundo que ha amado: los oli­ vos, las violetas, el sol de mediodía. Su deseo de fundirse a la tierra que le vio nacer nos sobrecoge y muestra que Juan Gil-Albert ha sido un poeta esencial­ mente vinculado a la Naturaleza, un hombre que ha hecho de su sensibilidad una maravillosa forma de estar en el mundo. Concluye con estos poemas este estudio que ha pretendido acercar mejor la obra de un hombre singular a la gran mayoría, un artista de espíritu clásico que nos deslumbró con su visión ética y estética del mundo.

249

LOS HOMENAJES A JUAN GIL-ALBERT: UN TRIBUTO NECESARIO A SU OBRA

Los homenajes a Juan Gil-Albert han sido muchos en los últimos años de su vida. En especial, me parecen muy importantes aquellos que le han conce­ dido diferentes revistas e instituciones. Me refiero a las siguientes: la revista L 'Arrel que la UNED dedicó al escritor alicantino en Elche en el verano-otoño de 1981, la revista Calle del Aire que en 1977 sacó un número homenaje a Gil- Albert en Sevilla, la revista La Casa del pavo que el 14 de abril de 1983 dedicó en Alcoy un número dedicado al escritor, con diferentes y muy interesantes artículos sobre su figura y su obra. Y tampoco hay que olvidar a Cartelera Turia que dedicó un homenaje al escritor en diciembre de 1984 en Valencia. La última revista que es necesario mencionar es El Mono-Gráfico, publicación dirigida por el poeta, profesor y crítico Pedro J. de la Peña, que fue, como ya sabemos, gran amigo del escritor de Alcoy. Como podemos ver, hay una variada muestra de homenajes, desde que la prolífica obra del escritor empezó a ser reconocida públicamente. Voy, por tanto, a seleccionar algunos de estos homenajes, centrándome en tres revistas: El Mono-Gráfico, La Casa del Pavo y la revista L'Arrel de la UNED. No voy a hacer mención, sin embargo, de la revista Calle del Aire o de Canelobre, ya que he citado y comentaré diferentes artículos de ambas revistas, concretamente los firmados por Pedro J. de la Peña, Guillermo Car­ nero, José Luís García Martín, Alejandro Amusco, Rosa Chacel y Carmen Martín Gaite, entre otros muchos. Por ello, he decidido centrarme en las tres revistas citadas, dejando a un lado el artículo de César Simón: “Juan Gil-Albert: a modo de semblanza” comentado en el apartado anterior, aunque pertenece a un estudio aparecido

251 en El Mono-Gráfico, en 1991. Comienzo esta selección a los homenajes a Gil-Albert por la revista que le ha dedicado el tributo más reciente, me refiero a El Mono-Gráfico y a dos inte­ resantes artículos, el que escribió el que fue decano de la UNED y hoy profesor de dicha universidad José Romera Castillo y el que nos ofreció Pedro Gandía Buleo acerca del componente amoroso en la obra del escritor alicantino.

LA REVISTA EL MONO-GRÁFICO JUNTO A JUAN GIL-ALBERT: UNA CERTERA VISIÓN DE JOSÉ ROMERA CASTILLO Este artículo titulado “Junto a Juan Gil-Albert” por el profesor de la UNED José Romera Castillo merece nuestra atención por la profundidad psicológica que demuestra el profesor Romera al analizar la obra del escritor alicantino. Al principio del artículo nos habla de su descubrimiento de Gil-Albert. Se refiere a su llegada a Valencia, a principios de los años setenta y la entrada en su universidad. Allí frecuentó Romera a buenos amigos como Pedro J. de la Peña que le pusieron en contacto con el escritor alicantino y con su obra. José Romera acababa de terminar sus estudios en la Universidad de Grana­ da y el nombre del escritor de Alcoy no le era, por entonces, conocido. A través de la antología de su poesía Fuentes de la constancia que acababa de publicarse en Barcelona, Romera empezó a conocer a Gil-Albert. Nos preguntamos: ¿qué le interesó a Romera del escritor alicantino? Él lo dice muy claro en su artículo: “Junto a ese descubrimiento esencial, hubo otros valores añadidos que despertaron en mi una cierta curiosidad por el personaje: su compromiso político y su situación de exiliado en el tiempo” (José Romera Castillo, 1991: 65). Pero hay algo muy destacable que cita Romera: “su peculiar manera de ser” (65). Se refiere, sin duda, a la condición homosexual de Gil-Albert, lo que le había hecho permanecer al margen de la literatura que triunfaba en la dictadura franquista. El profesor Romera centra nuestro interés sobre la naturaleza de un hombre en un período relamente difícil para poder expresar tal esencia públicamente. Nos habla también de su encuentro con el escritor alicantino: “En consecuen­ cia, mi relación personal con nuestro autor no fue muy estrecha -por ejemplo, no frecuenté su domicilio de Taquígrafo Martí- pero, desde siempre, tanto la figura física del escritor (la agudeza de sus ojos, fuertemente protegidos por aquellas gafas de concha, la configuración de sus manos, el tono de su voz)

252 como la brillantez de su discurso despertaron en mí una atracción irresistible” (José Romera Castillo, 1991: 65-66). Lo más interesante del análisis del profesor Romera sobre el escritor es su profundización en el componente autobiográfico que tuvo su obra. Por ello, Romera nos habla de la importancia del yo, antes de adentrarse a juzgar la obra de Gil-Albert: “La mejor obra de un autor -como con razón se ha postulado- es su propia vida; vida que queda plasmada, a veces, en la escritura autobiográ­ fica, una narración del yo frente a la narración de lo(s) otro(s)” (José Romera Castillo, 1991: 67). Con esta premisa, Romera se lanza a desentrañar qué es importante en la obra del escritor y lo hace a través de la diferenciación de tres tipos de textua- lidades: la ficticia, la intimista y la mixta. El profesor Romera explica cada una de ellas, para ubicar mejor la obra de Gil-Albert en una de las tres. Si la literatura ficticia es, para Romera, aquella en que “el yo, sin referente específico, no es asumido existencialmente por ningún narrador o perso­ naje concreto” (José Romera, 1991: 68); la obra de Gil-Albert no parece en­ cajar en esta tipología, ya que toda ella, como ya hemos visto, esta inmersa en lo autobiográfico, en lo que el escritor ha vivido y nos cuenta de primera mano y en su intención, no olvidemos esta última palabra, de contarlo a su modo, con digresiones sobre diferentes temas, pero aportando siempre su experiencia sobre la historia que nos relata. Descartada, por tanto, el texto ficticio, cabría pensar en la tipología intimis­ ta o en la mixta. Sobre la mixta se pronuncia Romera de la siguiente manera: “y, finalmente, una mixta (en la que se mezclan las dos tipologías anteriores, como son los relatos autobiográficos, líricos o personales)” (José Romera Cas­ tillo, 1991: 68). En lo que respecta a este tipo de texto mixto no parece estar muy convenci­ do de la pertencencia del escritor al mismo. Por lo tanto, es necesario conocer su opinión sobre la tipología intimista, dice así: “en la que el yo del autor tiene una presencia destacada en el texto, al identificarse autor-narrador-personaje en un mismo actor-actante del relato, según la terminología greimasiana” (José Romera Castillo, 1991:68). Si analizamos la obra del escritor de Alcoy es ésta, sin duda, su tipología perfecta, ya que hay una identificación entre lo que escribe y el personaje que aparece en lo narrado. Esta confluencia le lleva a Romera a decir lo siguiente: “Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la literatura de Juan Gil- Albert es una literatura intimista; es decir, es una escritura autobiográfica, por estar muy vinculada a la historia personal y circunstancial de quien la produjo”

253 (José Romera, 1991: 68). Hará, después de ello, un repaso a sus obras más importantes para clarificar lo ya dicho sobre el tipo de literatura intimista que representa la obra de Gil- Albert. En resúmen, he seleccionado estas palabras del profesor Romera cuan­ do se refiere a esa polifonía textual que tiene como centro el yo del autor: “Estamos, en suma, ante una polifonía textual en la que el solo del yo gil-alber- tiano nos subyuga y atrapa, haciendo bueno el dicho de Cernuda: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros” (José Romera Castillo, 1991: 70). Termina este artículo haciendo mención de otra forma de estar con el es­ critor que es, como podemos suponer, la participación del crítico y profesor en el Homenaje a Gil-Albert con motivo de su muerte. La mención del trabajo de un alumno’de Romera, Alfredo Asiáin Ansorena, titulado “Voz y silencio: reflexiones sobre el espacio autobiográfico de Juan Gil-Albert” sirve también para rendir tributo al escritor de Alcoy. Sin olvidar que en dicho homenaje se incluyó “Polifonía literaria confesional de la España peregrina (con un solo de Juan Gil-Albert)”, artículo escrito por José Romera al escritor alicantino. Todo ello, nos demuestra que el profesor Romera es un buen conocedor, a través de los textos y también de la percepción de lo humano, de la literatura y de la hondura humana de Gil-Albert. No importa que no haya tenido el profesor un conocimiento exhaustivo de la persona del escritor si ha podido profundizar en su espíritu, en la necesidad, siguiendo la cita de Cernuda que utilizó Romera, de contar a otros lo que se ha vivido tan intensamente. Fue éste uno de los más importantes legados de Juan Gil-Albert.

EL CONOCIMIENTO DEL NO CONOCIMIENTO POR PEDRO GANDÍA BULE O Con el subtítulo de “El discuros amoroso de Juan Gil-Albert” nos llega este artículo aparecido en El Mono-Gráfico en 1991. Lo que nos interesa del mismo es la visión que Gandía Buleo da del amor y de la figura del amante en la obra de Gil-Albert. El investigador cita, en estas líneas, algo que resulta significativo: “Gil- Albert tiene vocación de transparencia, la transparencia de la verdad, por esa razón de amor ya apuntada. Su pensar es, ante todo, un descifrar lo que siente” (Pedro Gandía Buleo; 1991: 76). Nada más exacto que estas palabras, porque el deseo del escritor alicantino

254 es reflejar lo más elevado del ser humano, lo más bello, es decir, sus cualidades sensitivas y emotivas, entre las que se halla el amor. En sus obras está siempre presente, Claudio ama a Tobeyo, aunque no pue­ da poseerle, o Richard ama la belleza de Valentín, cuyo resultado es el asesina­ to por celos. Siempre está el amor detrás de los personajes que crea Gil-Albert, desde el amor apasionado de Richard hasta el amor más mesurado de Claudio. Por ello, Gandía Buleo dice: “Todo cuanto Gil-Albert conozca será por el amor y todo cuanto amé será por el conocer amando” (Pedro Gandía Buleo, 1991: 76). No hay que olvidar lo mítico en Gil-Albert, sus novelas buscan el mundo de los dioses, todo lo que escribe es un homenaje a los sentidos y a la belleza que nos proporciona. Por ello, no elude el paganismo, donde la diversidad de dioses ofrecía un mundo más libre que el que resulta al llegar el catolicismo y la creencia en un solo Dios. Lo que es importante destacar es la fusión de amado con el amante, en un piano místico, siguiendo la senda de S. Juan de la Cruz. Al igual que la amada busca al amado en el Cántico Espiritual a través del bosque, los protagonistas de las novelas de Gil-Albert se hallan en lo frondoso, en lo tupido de un bos­ que, el cual debe ser penetrado para buscar la fusión amorosa. Considera Gandía Buleo al Tobeyo como el personaje más idóneo para representar al amor como conocimiento: “Es, sin embargo, el personaje de Tobeyo quien configura, de un modo más preciso e insistente la estatura luminosa del amor, del amor como conocimiento” (Pedro Gandía Buleo, 1991: 80). Acierta el crítico porque Tobeyo representa a la divinidad misma. Claudio, que no es otro que Gil-Albert, le considera un dios. Hay muchas páginas del Tobeyo o del amor donde puede verse esta idea de divinidad que el joven posee. Cito, entre ellas, la siguiente: “Para Claudio, Tobeyo obró como un hecho vivo en forma humana y que nos revela, con su presencia, una verdad, una verdad plena, y deslumbrante, sin dejar de ser os­ cura. Por llamarlo con el mismo vocablo favorito de Claudio, un dios” (Juan Gil-Albert, 1990: 83). Todo lo que Claudio ve le da la certeza de que se halla ante un mito, que le conduce al misterio de la amada Grecia. Pedro Gandía lo manifiesta muy bien, al decir que lo más importante no es el objeto amoroso, sino la elevada comu­ nicación que produce, relacionando al hombre con el universo entero: “Así, para el amante gilabertiano, ser particularmente reflexivo, lo esencial no es

255 tanto el descubrimiento del objeto amoroso como el haberlo elevado a reflejo de la conciencia celeste, de esa luz que emana de las estructuras del cosmos y, por tanto, de la estructura del microcosmos que es todo ser humano” (Pedro Gandía Buleo, 1991: 81). El amor, por eso mismo, no se entiende si no nace de una aspiración abso­ luta que en la filosofía de Gil-Albert excluye lo corpóreo, para centrarse en lo espiritual. No se producen los contactos físicos que hubiesen banalizado dicho amor, sino que Claudio, como Richard, se repliegan en soledad y en su afán de poseer al amado, más allá de los sentidos, en su alma misma. Destaco también de este interesante artículo unas palabras finales del mis­ mo que me parecen esclarecedoras de todo lo expuesto anteriormente: “A través de Valentín, Miguel y Tobeyo, “formas” en las que se refleja el Hombre Arquetípico como constituyente del mundo espiritual, el amante gilabertiano, que participa, por la atracción cósmica, de la configuración y determinación esenciales del Ser, del Ser hacia el Existir, se nos presenta como un místico existencialista” (Pedro Gandía Buleo, 1991: 83-84). Lo que quiere decir es que el amado no puede ser conseguido, si no se lleva a cabo la sublimación del amor. El amante se convierte, de este modo, en un místico por la elevada pretensión que le domina. No busca el objeto amado, sino la posesión de ese ser de forma íntegra, es decir, su unión con el universo entero. Este artículo tiene gran interés porque insiste en la idea del amor, no como algo anecdótico, que aparece en tantas novelas, sino como una fuerza total que busca la plenitud a través del goce espiritual, como los místicos hicieron en el ya lejano siglo XVI. Termina de esta forma este repaso a los dos artículos que aparecieron en la revista El Mono-Gráfico, en el número dedicado a Gil-Albert, en 1991.

ANTHROPOS: JUAN GIL-ALBERT: UNA POÉTICA DE LA ANUNCIACIÓN Con este bello título la revista Anthropos dedicó un sentido homenaje a la figura de Juan Gil-Albert en 1990. Citaré también, en el apartado dedicado a la poesía, la visión del tiempo que Teresa Espasa da en su artículo titulado “La fuga del tiempo en Juan Gil- Albert” (Teresa Espasa, 1990: 110-111), o la visión de los arcángeles que Ana Gómez Torres nos ofrece en su artículo titulado “Sobre los Arcángeles de Juan Gil-Albert” (Ana Gómez Torres, 1990: 121-123).

256 Pero hay otros estudios de indudable interés que ayudan a conocer mejor la calidad humana y literaria del escritor alicantino. De todos los que aparecen en la revista Anthropos he elegido tres: “Vigencia de los mitos en Juan Gil- Albert” de Francisco Brines, “Acerca de personas y personajes que pueblan la casa-mundo” de José Carlos Rovira y “Juan Gil-Albert: los años formativos” de Pedro J. de la Peña. Considero estos artículos de gran valía para conocer más a fondo a nuestro escritor.

VIGENCIA DE LOS MITOS EN JUAN GIL-ALBER T POR FRAN­ CISCO BRINES Francisco Brines se centra en la capacidad mítica del poeta y escribe un artículo realmente brillante sobre dicha condición. Nos habla el poeta valenciano del anhelo de Gil-Albert por crear un mundo ideal, exento de la tragedia humana: “No se engaña con respecto a su actual verdad; pero hay otra verdad, ésta sí plenamente existente: el deseo del hombre de un mundo mejor. Hay quienes lo anhelan en el futuro; otros lo han visto ya en el pasado. Para Gil-Albert aquella es la mítica edad de oro, la de la sabidu­ ría y felicidad del hombre” (Francisco Brines, 1990: 89). Es importante esta identificación, porque lo que pretende el escritor de Al- coy es mirar atrás para encontrar una época de dicha y plena libertad. Brines busca en la poesía de Gil-Albert la presencia de los dioses y la encuentra, sin duda alguna: «Y aparecen en los poemas los dioses con sus nombres y hechos. Cuando cantó al Mediterráneo inició el poema con esta gloriosa advocación: “Padre de dioses”» (Francisco Brines, 1990: 90). Pero no solo aparece lo mítico en la figura de los dioses, también la natura­ leza es un lugar idóneo para encontrar al mito y, desde luego, la belleza juvenil: “La divinidad se refleja en la naturaleza. Es ésta una alta y desinteresada pasión del poeta. También en otra fervorosa pasión habrá de encontrar reflejada a la divinidad: en la belleza juvenil” (Francisco Brines, 1990: 90). Es muy cierto lo que dice Brines, la poesía de Gil-Albert insiste en el ele­ mento bucólico: pájaros, flores, el campo, los naranjos, etc. Todo ello abunda en su poesía, pero también, como vimos en su prosa, la búsqueda de la belleza, así la refleja en la figura de Tobeyo, Miguel o Valentín. No olvida Brines el esteticismo en la obra poética del escritor alicantino, ese intenso deseo de cantar lo hermoso de la vida, de contemplar el detalle para perpetuarlo en el recuerdo: “El acusado esteticismo del poeta hace que cante la pura complacencia de la belleza como estricta motivación poética” (Francisco Brines, 1990: 91).

257 La belleza está en todo: en las flores, en las lilas que tan importante fueron en su exilio, en las nubes, en el mar, etc. No hay que olvidar que la capacidad sensitiva de Gil-AIbert está unida a la música, a la pintura, artes que también reflejan la belleza. La música de Chopin o Mozart son motivos suficientes para la creación del poema. La belleza juvenil es otro motivo de creación para el escritor alicantino. Brines lo señala muy bien en este artículo: “Mas en nada se complacerá esté­ ticamente tanto como en la belleza juvenil; sin duda es la más bella apariencia del mundo” (Francisco Brines, 1990: 91). El contenido del artículo es muy extenso y merecería un estudio más deta­ llado, pero he seleccionado dos ideas que Brines cita en el estudio: la aparición de los mitos bíblicos en algunos poemas de Las Ilusiones y la mitificación de la figura de Cristo. Estas dos ideas son muy interesantes, ya que el escritor alicantino utiliza los nombres como un recipiente que esconde los mitos juveniles: se refiere, en uno de ellos, a la figura de David, en el poema titulado “Endecha al Rey Da­ vid” (Juan Gil-AIbert, 2004: 292-293). Lo que el poeta valenciano destaca es la figura de David como un adolescente que, tras vencer y dar muerte al gigante, es proclamado rey. Para Brines, esta imagen es más afín a la cultura helénica que a la cristiana: “La elección ha recaído sobre un personaje cuyas vicisitudes más parecen propias de un mito griego” (Francisco Brines, 1990: 95). Está claro que el rey David tiene mucho que ver con la figura que repre­ sentan los mitos griegos, es un dios que vence al gigante, en plena juventud y, por tanto, deja de ser pastor para ser rey. Tal hazaña, tan fantástica, es fruto de las leyendas mitológicas. Por ello, Brines considera que Gil-AIbert paganiza la figura bíblica. Es muy interesante la idea de Brines sobre la figura de Cristo: “La paganiza- ción de los mitos bíblicos llega, con máxima osadía, a la figura de Cristo. Y nos lo presenta relacionado con el mito primaveral. Es el cuerpo yacente del Jueves Santo, el de un dios encamado en hombre” (Francisco Brines, 1990: 96). Está muy clara esta identificación si citamos unos versos del poema “Al Cristo” (Juan Gil-AIbert, 2004: 281-282). Dice así: “Estás ¡oh verdadero / Adonis de mis cantos! Entre urnas / de cristal y las luces tenebrarias de la liturgia” (vv. 28-31). No diría “Adonis” si no estuviese pensando en los mitos griegos que tanto han influido en la obra del escritor . Sobre ello, dice Brines: “Así pues, Gil-AIbert, al situarse ante el dios hecho hombre, considera a Cristo como mito, y lo ha comparado con otro mito griego, Adonis, que significaba la exaltación vital de la primavera” (Francisco Brines, 1990: 97).

258 Dicho esto, el artículo del poeta valenciano nos resulta esclarecedor, porque nos hace leer los poemas con atención, profundizando mejor en sus símbolos. Más allá de lo concreto, Brines relaciona el poema “Himno a Luzbel” (302- 305), perteneciente a su libro Los oráculos (Juan Gil-Albert, 2004: 297-312), con un mito más libre que representa la totalidad, la Creación entera: “La ca­ pacidad recreadora de los mitos propia de Gil-Albert, se nos presenta, con grandeza, en su “Himno a Luzbel”. Es una interpretación libre, imaginativa, del mito bíblico de la Creación” (Francisco Brines, 1990: 98). Si citamos unos versos del “Himno a Luzbel” apreciamos cómo Brines acierta en su opinión: “Pecado original de Dios naciste / el día en que su pecho omnipotente/ sintió llegar las ansias decisivas / de su afán creador” (vv. 1-4). Como vemos, es Dios el que crea a Luzbel y, por tanto, exime de responsabi­ lidad al que ha nacido, pues no pecaría de no haber sido creado. La mano de Dios es la ejecutora y, por tanto, la culpable del nacimiento del mal. Brines lo aclara en estas líneas: “No existe Luzbel, quien nos tienta es Dios, también el supuesto mal: Esta concepción libra de culpabilidad al hombre, le deja inocente. El pecado original del hombre no ha nacido en él, sino en Dios. Se trata de una contrapuesta interpretación de la doctrina de la Iglesia; estamos, de nuevo, ante un canto afirmativo de la vida” (Francisco Brines, 1990: 98). Queda claro así que Gil-Albert utiliza los mitos bíblicos para crear un mun­ do nuevo, donde la culpa del catolicismo desaparece y la libertad del ser hu­ mano vuelve a sus orígenes, como en la Antigua Grecia, en un mundo poblado de dioses, donde el hombre tomaba contacto con ellos, para fundirse en el Universo. Ese deseo de Gil-Albert de ir más allá, de no contentarse con el mundo como es, lo ha sabido ver muy bien el que fuera su amigo Francisco Brines en este rico artículo aparecido en Anthropos en 1990.

ACERCA DE PERSONAS Y PERSONAJES QUE PUEBLAN LA CASA-MUNDO POR JOSÉ CARLOS ROVIRA José Carlos Rovira escribe este interesante artículo sobre los personajes que vivieron en la vida y en la memoria de Gil-Albert. ¿A qué se refiere Rovira con la referencia a la “casa-mundo”? Se trata de un párrafo que apareció en Crónica General, donde el escritor alicantino hace mención de su casa como un mundo, donde son bien acogidos amigos de todo tipo: pintores, escritores, músicos, etc.

259 Rovira se interesa sobre todo por los personajes que habitan no el interior de un lugar concreto, sino en el intelecto del escritor. Por ello, la casa-mundo a la que se refiere es la de memoria, la de la vasta cultura del escritor: “La idea de mi intervención será bastante sencilla: entre los mecanismos de soledad, en el interior de la casa-mundo-centro de la creación, van apareciendo una infini­ dad de nombres, auténticos dramatis personae, que son referencias culturales” (José Carlos Rovira, 1990: 75). Acierta el crítico, porque en la Crónica General los personajes abundan y muchos de ellos tienen su origen en el bagaje cultural de Gil-Albert, de la admiración que el escritor alicantino tiene hacia ellos y no de un conocimiento directo de los mismos. Para Rovira, la memoria es el origen de esta capacidad de evocar los per­ sonajes que ha conocido, aquellos que ha admirado a través de los libros: “La memoria es la que va a determinar siempre la indagación en la representación que Gil-Albert intenta” (José Carlos Rovira, 1990: 76). Lo que el crítico pretende en este artículo es insistir en la sustitución de la cultura ante la vida. Pone un caso muy claro cuando Gil-Albert visita Venecia con Concha de Albornoz en 1952, ésta le cuenta al escritor que el hotel que tienen ante sus ojos es el mismo que sirvió a Thomas Mann para situar la ac­ ción de su famosa novela y donde el director italiano Luchino Visconti rodó la película basada en la novela de Mann: Muerte en Venecia. Este hecho sirve para que el escritor alicantino evoque una época no vivida, verdadero escena­ rio cultural que describe con singular belleza. Cito aquí un fragento de tan bella descripción: “Entonces Magda dijo que éste era el hotel donde Thomas Mann sitúa la acción de La muerte en Venecia. ¡Qué sacudida! En aquellos días, to­ dos los fantasmas prestigiosos que se habían enamorado de la ciudad flotante. Lord Byron y su palco sobre el canal, Wagner y Cósima, Federico Nietzsche sintiéndose, estremecedoramente, Heráclito bajo los pórticos del templo de Éfeso...” (Juan Gil-Albert, 2004: 275). Como vemos, la cultura está presente, sustituye ésta a la realidad que esta­ ría invadida, presumiblemente, por gondoleros y turistas. Da la impresión que Gil-Albert vio a aquellos personajes al contemplar el hotel donde se sitúa la famosa novela del escritor alemán. Hay que decir también que el personaje de Magda en Viscontiniana no es otro que Concha de Albornoz, con la que hizo el viaje a Venecia, acompañados de Ramón Gaya.

260 Para Rovira, la naturaleza es también escenario de cultura, porque el escri­ tor alicantino lo puebla de sus lecturas, de sus referentes mitológicos, de sus gustos artísticos. Un ejemplo muy brillante que señala Rovira es ¡a identificación de su paraíso natal, Alicante, con su edén cultural, su verdadera raíz: Grecia. Dice el crítico: “La tierra originaria, Alicante, es evocada una vez, a través de la figura de un carretero, “erguido como Atreida”, y la figura, en imagen reiterada, nos lleva otra vez a la experiencia esencial de la infancia” (José Carlos Rovira, 1990: 77). Pero no termina aquí esta identificación porque el color del cielo y de la tierra se extiende a todo el Mediterráneo, evocando a Grecia, recorrido que hizo el mismo carretero de la Antigüedad “erguido como Atreida”. Como vemos, Rovira insiste en la evocación a través de la cultura, para hacer más bello, es decir, con una clara intención estética, el mundo real. Cita, en este estudio, muchos de los personajes que directa o indirectamente evoca Gil-Albert en sus libros, desde filósofos (San Agustín, Aristóteles, Pla­ tón, Rousseau, Sócrates), escritores (sería exhaustiva la lista), músicos (Cho- pin, Falla, Mozart, Shubert, Wagner), personajes históricos (Carlos V, Felipe II, Maquiavelo, Luis XV, Luis XVI, entre otros muchos) y actores (Chaplin, Greta Garbo, Valentino). Hay un último apartado del artículo de Rovira que merece nuestra aten­ ción y que insiste en la idea de la casa-mundo del escritor. Se refiere a la unión en el escritor de lo clásico y lo contemporáneo. Por la lista citada (que no pretende ser completa) vemos que aparecen filósofos de la Antigüedad con personajes del siglo XX. Este interés en recorrer el paisaje histórico de muchos siglos es muy habitual en un hombre de gran cultura, en un intelec­ tual de nuestro tiempo. Por otro lado, Rovira se refiere a esos grandes espacios geográficos-cultu- rales que el escritor alicantino abarca para su comprensión del mundo. Desde Grecia a Francia, Inglaterra o España, sin olvidar el mundo de los zares en su libro El retrato oval. Cito lo que José Carlos Rovira dice acerca del complejo mundo cultural de Gil-Albert: “La crónica de Gil-Albert se ha ido planteando a sí misma como referencia compleja de un tiempo en el que filósofos, escritores, músicos, ac­ tores, políticos, etc, sirven para dar la dimensión concreta de una época” (José Carlos Rovira, 1990: 78).

261 Siguiendo al crítico, lo interesante es el carácter del hombre de la Ilustra­ ción que posee Gil-Albert, demostrando su sabiduría en esa riqueza de refe­ rentes culturales. Por todo ello, el escritor alicantino tiene un objetivo: mostrar un mundo que puede desaparecer si no es evocado, al igual que Visconti reflejó en su cine una época que se fue para siempre, Gil-Albert está encargado de narrarnos la importancia de un mundo cultural que no debe extinguirse. Rovira lo dice con mucha claridad al final de este interesante artículo: “Su originalidad (y la sorpresa que nos causa) está probablemente ahí: en esa ca­ pacidad para filtrar una cultura clásica y una atención a lo contemporáneo, que significa también un mundo que el tiempo está encargado de desaparecer” (José Carlos Rovira, 1990: 79). Por todo ello, resulta tan importante la labor de Gil-Albert, ya que nos en­ seña, a través de su erudición y de su experiencia la riqueza de ese mundo, para que no se pierda para siempre.

JUAN GIL-ALBERT: LOS AÑOS FORMATIVOS POR PEDRO J. DE LA PEÑA En este artículo, Pedro J. de la Peña nos adentra en el origen social de Gil-Albert. Me refiero al mundo burgués al que perteneció por nacimiento, pero no todo acaba en esa ubicación, sino que de la Peña pretende explicarnos el por qué de la rebeldía del escritor alicantino, pese a nacer en una sociedad acomodada. Dice el poeta y profesor Pedro J. de la Peña: “La infancia del escritor, na­ cido en 1904, es desahogada y feliz. Lo que no implica que, como la del cualquier otro hombre, no esté marcada por las incidencias, acontecimientos y hasta catástrofes que se suceden en su entorno” (Pedro J. de la Peña, 1990: 55). Nos habla en el artículo del padre del escritor, partidario de don José Ca­ nalejas, el político que fue asesinado en 1912 en un atentado. Para de la Peña, este suceso condiciona la actitud de la familia que se vuelve más conservadora, ya que ocurrían con más frecuencia los tumultos callejeros llevados a cabo por los anarquistas: “Y ello hizo, junto a los cada vez más frecuentes desequilibrios sociales y algaradas callejeras, que se percibían sensiblemente en Alcoy, que se decantase hacia posiciones más conservadoras que le llevarían, en los años 20, al primo-riverismo” (Pedro J. de la Peña, 1990: 56). Comenta el crítico que su madre no poseía una ideología concreta, que no fuese (como casi todas las mujeres de su época) defender el núcleo familiar.

262 Gil-Albert vivió, por tanto, las revueltas sociales, fue testigo del comienzo de la I Guerra Mundial, precisamente es, en esa época, donde el joven escritor decide ser un esteta, ya que el vanguardismo triunfa en la sociedad valenciana: “Es un momento en el que la clase social a la que Gil-Albert pertenece hace buenos negocios y le permite un incremento de su status familiar que repercu­ te, favorablemente, en su educación” (Pedro J. de la Peña, 1990: 57). No olvida de la Peña la contrapartida a personajes como Gil-Albert en la figura de Vicente Blasco Ibáñez, triunfante en casi todo el mundo por su novela Los Cuatro jinetes del Apocalipsis y representante de la tendencia realista- naturalista frente al esteticismo del joven escritor alicantino. Dicho esteticismo le lleva a Gabriel Miró como uno de los más admirados escritores que manifiestan su elegancia y su delicadeza en sus novelas. No elude, por ello, su interés por Azorín o Valle-Inclán. Cita de la Peña la simpatía de Gil-Albert por la llamada Generación del TI. De hecho, realiza varios viajes a Madrid y conoce, como ya hemos comentado al analizar sus obras, a escritores pertenecientes a dicha generación: Lorca, Cemuda, Prados, Altolaguirre o Alberti. Lo más curioso es que el escritor alicantino comienza a dar sus frutos en la novela, no en la poesía. El comienzo de la Guerra Civil española da un giro inesperado a esa corriente de esteticismo de sus comienzos. Surgen libros de poemas reivindicativos de la libertad y de la paz, duros alegatos a la guerra que vive España como Son nombres ignorados y Candente horror. Juan Gil-Albert participa entonces en el Segundo Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia. De esta aventura, nace la revista Hora de España, tan importante para nuestras letras y en la que el escritor de Alcoy ocupó un destacado lugar. Continúa de la Peña contando los avalares de Gil-Albert, no hago mención de ellos porque ya han aparecido en mi estudio sobre su obra en prosa. Lo que el poeta y crítico nos dice al final de su artículo sí me parece intere­ sante para ubicar mejor la forma de pensar del escritor alicantino: “Pero cual­ quiera que fuesen los beneficios del acerbo personal de Gil-Albert obtenidos por su transterramiento, queda bien marcada la huella de una sociedad que a lo largo de los siglos ha sido incapaz de establecer, pese a la disparidad de sus ideas, los vínculos firmes de su convivencia” (Pedro J. de la Peña, 1990: 58). Muy cierto, porque una de las críticas más duras de Gil-Albert a España tiene que ver, precisamente, con esa falta de unidad, de armonía, que ha im­

263 posibilitado la paz durante todo el siglo XIX y parte del siglo XX. (hasta la llegada de la democracia en 1975). Resulta, por todo ello, un interesante artículo que profundiza en los orí­ genes de un hombre que vivió las duras condiciones del exilio y renegó de su mundo burgués, para hacer una poesía combativa contra el ejército de Franco. No sólo la poesía de esa época refleja la honestidad del escritor, sino también libros como Drama Patrio o el Heracles muestran, sin cortapisas, su opinión sobre España y sus defectos y todo lo que representa la homose­ xualidad en la vida del hombre, respectivamente. Termino de esta forma, los homenajes que la revista Anthropos dedicó al escritor alicantino, sin olvidar que los artículos de Ana Gómez Torres, Teresa Espasa o Rosa María Rodríguez (aparecidos como referencia crítica en algunos apartados a la obra en prosa y a la obra poética del escritor) son también muy interesantes para conocer mejor la figura y la obra de Juan Gil-Albert.

LA CASA DEL PAVO: UN HOMENAJE NECESARIO A GIL-AL­ BERT He titulado este apartado “Un homenaje necesario” porque la revista La Casa del Pavo editada en Alcoy, tierra natal de nuestro escritor, realiza un homenaje muy necesario, por ser su tierra y por los artículos tan interesantes que aparecen en ella. Esta revista dedicó el citado homenaje el 14 de abril de 1983. Constituye un repaso por un conjunto de breves, pero incisivos, artículos sobre la figura y la obra del escritor. Comienza con un bello tributo de Esther Vizcarra, se llama “Cronista de este tiempo doloroso y apasionante”, en él se pueden entresacar frases en ho­ menaje al escritor como éstas: “No es lo mismo mirar que ver y lo has visto todo, lo has observado todo desde esa posición un poco por encima de las cosas pero nunca indiferente” (Esther Vizcarra, 1983: 11). Cuenta Vizcarra que en una ocasión el escritor fue solicitado para asisi- tir al famoso programa La Clave que tenía lugar esa misma tarde. Gil-Albert rechazó la participación en el mismo por falta de tiempo, al comunicarle su asistencia esa mañana. Esa falta de prisas es resaltada como una gran cualidad del escritor de Alcoy. Hace mención también de la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad, concedida tiempo atrás y lo dice, subrayando el retraso en entregar la medalla a

264 un hombre de su talla: “Estás como un niño con zapatos nuevos por las muchas cosas agradables que te están sucediendo, aunque desde tu tierra te hayan he­ cho sufrir un poco al retrasar una vez tras otra la entrega de la Medalla de Oro de la Ciudad, concedida hace ya harto tiempo” (Esther Vizcarra, 1990: 11). Cualquier detalle tiene sentido para el escritor de Alcoy, como, son, por ejemplo, sus fotos: “Tus fotos, escogidas, aunque ese transmitirte se extiende al objetivo de la cámara ante la que sin duda no disimulas nunca, puesto que ella lo dice todo de tu persona” (Esther Vizcarra, 1990: 11). En resúmen, un tributo merecido que sirve como presentación a este home­ naje de la tierra de Alcoy a uno de sus mejores escritores. He escogido, entre todos los artículos que aparecen, algunas opiniones que me parecen significativas para conocer mejor el mundo y la obra de Gil-Albert. Del artículo que le dedica Pedro J. de la Peña titulado “Juan Gil-Albert” destaco las siguientes palabras: “Juan Gil-Albert es un esteta pobre, reducido a lo escueto del lujo. No tiene nada más de lo que tiene. Eso le basta, como a la abeja le basta su celdilla; un lugar cómodo donde laborar su miel. Por eso ha llegado a ser profundo, íntegro, inconfundible” (Pedro J. de la Peña, 1983: 17). Se refiere, sin duda, a ese sentido de la elegancia, a esa delicadeza que le hace vivir sin grandes riquezas, pero sí con extrema sensibilidad, con apego a sus cuadros, a sus mesas, a sus libros bien encuadernados. Lo que muestra que el lujo, como ya vimos, es para él amar lo que se tiene y no querer tener demasiado. Pedro J. de la Peña hace mención de la casa del escritor, como sabemos éste vivió en varias casas: Grabador Esteve II, calle Colón, calle Taquígrafo Martí. En ellas, Gil-Albert puso su delicadeza en los objetos, como si tuviesen vida propia. Dice el crítico y poeta: “Los objetos están tan bien dispuestos (la lupa, el abrecartas, los papeles) que no parece que en ella haya trabajado nunca. Sin embargo, cuánta minuciosidad se requiere para una obra lenta, laboriosa, pacientemente documentada y recordada, como la suya” (Pedro J. de la Peña, 1983: 17). Se refería el poeta valenciano a la mesa, donde uno puede ver un orden que no da la impresión de haber sido alterado por la labor de la escritura. Termina este artículo haciendo hincapié en la soledad del escritor, como la de un amanuense dedicado a sus traducciones; Gil-Albert se recluye, para ha­ cer de la literatura toda su vida: “No conozco vocación de claustro más acusa­ da que la suya. Sus virtudes le llevan a vivir en un falansterio como querencia espiritual. Sus convicciones se lo impiden” (Pedro J. de la Peña, 1983: 17).

265 El escritor, pese a su “retiro monacal”, deja entrar a los demás para contar su vida, hablar sobre su obra, etc. Hay un deseo ético de comunicación, que no excluye las palabras de admiración o la crítica a quien considera digno de tales menciones. La casa se convierte, como un espejo de la delicadeza que Gil-Albert lleva dentro, en su cuerpo, como si la casa fuese extensión suya: “La música, el tem­ blor de cristales que hay en su habitación, se rima y se acompasa al temblor de sus manos” (Pedro J. de la Peña, 1983: 17). Un bello artículo que nace, sin duda alguna, de un conocimiento muy di­ recto, dada la gran amistad que unió a ambos, de la figura y de la obra de Juan Gil-Albert. Continúo con el homenaje que le dedica Juan Lechner, desde la Universi­ dad de Leiden, en Holanda, al escritor alicantino. Se titula “Candente lucidez” y es un interesante artículo porque insiste en la extrema sensibilidad del escri­ tor ante la vida. Lo más destacado del citado estudio es la referencia ética a la figura del escritor, cuando cita la antología que apareció en 1972 titulada Fuentes de la constancia. Dice así: “El título es indicativo de las dos vertientes que ca­ racterizan la obra de Juan Gil-Albert, una filosófica y otra ética, no siempre separables y las más veces íntimamente entretejidas, como en este caso” (Juan Lechner, 1983: 20). Acerca de la ética del escritor alicantino, nos dice lo siguiente: “Esa misma vida representada por y cristalizada en una cualidad ética: la constancia, esa voluntad de seguir pisando el camino elegido un lejano día, con conocimiento de causa, y de no apartarse de él por inclementes que sean los vientos” (Juan Lechner, 1983: 20). Coincido en que ese deseo de afirmar su condición de hombre sensible y su voluntad por ser fiel a sus ideas, constituyen su visión ética de la vida. Lo que llama la atención a Lechner de la figura de Gil-Albert es, como vimos ya en el artículo de José Carlos Rovira acerca de la “casa-mundo” apare­ cido en la revista Anthropos en 1990, la condición de hombre cosmopolita que se descubre en su obra y esa capacidad para unir lo clásico y lo contemporáneo, como vio también Rovira en su artículo. Dice Lechner: “Cosmopolita, como todos los grandes artistas, y español inconfundible, como todos los grandes creadores de la península, se ha ocupado igual de los presocráticos como de Cocteau (cuya obra ha traducido al español); de su amado y esencial Medite­ rráneo como del ballet ruso”. (Juan Lechner, 1983: 20).

266 El crítico considera a Gil-Albert como un hombre de filosofía humanista y, lo que es más, uno de los primeros escritores contemporáneos que ha hecho de su obra una meditación sobre el paso del tiempo: “Esa voluntad de lucidez le ha permitido escribir, mucho antes que Octavio Paz, sobre nuestro modo de vivir el tiempo (siempre recordando el pasado y deseando el futuro, nunca viviendo el presente)” (Juan Lechner, 1983: 21). Pero no sólo se convierte el escritor alicantino en un hombre que medita, sino que muestra con valentía su condición humana. Por ello, como señala Lechner, es el primer escritor que lleva a cabo una obra tan honesta como arraigada sobre la homosexualidad: Heracles. Dice el crítico: “Como suyo es también el primer ensayo sobre la homosexualidad -Héraclès. Sobre una ma­ nera de ser (1975)- que se haya publicado en España, otra indagación donde lo filosófico va de la mano de lo existencial” (Juan Lechner, 1983: 21). Para terminar con este interesante artículo, el crítico nos cuenta que su pri­ mer contacto epistolar con el escritor lo estableció tras conocer la participación de Gil-Albert en un homenaje a Cernuda en la revista valenciana La Caña Gris en 1963. Le escribió una carta en 1966 donde le mostraba su admiración y su convencimiento de hallar en él a uno de los mejores prosistas españoles de la segunda mitad del siglo XX. Con este sentido homenaje concluye este artículo donde el crítico nos ofre­ ce una visión de la importancia de la ética en el escritor, basada en la cons­ tancia a unas ideas de las que nunca renegó, pese a los momentos difíciles de la Guerra Civil española y el exilio, e insistiendo en el cosmopolitismo, tan enriquecedor, que le permitió armonizar lo clásico y lo contemporáneo en una prosa de gran belleza. El siguiente homenaje aparecido en la revista La Casa del Pavo es el que le dedica Javier Pérez Escotado titulado “Juan Gil -Albert: el último pagano”. Este artículo insiste en la idea del paganismo en el escritor alicantino. Lo más interesante es la idea que mantiene el crítico sobre la condición ética del paganismo, excluyendo cualquier atisbo de religiosidad en el mismo. Cito lo que dice Pérez Escohotado: “Por otra parte, su paganismo más que religioso tiene un matiz ético. No le interesa tanto el mundo de las creencias - la fe sería su extremo fanático- porque son limitadoras de la acción, cons­ triñen, reprimen o empujan al hombre en una concreta dirección, restándole autonomía, independencia, personalidad” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 23). Si esto es así es porque el escritor alicantino busca la libertad y anula de su visión ética de la vida todo lo que anule su personalidad. Por ello, fue tan

267 crítico con la religión, como lo ha demostrado en sus comentarios en obras como el Breviarium Vitae. La ética, como señala Pérez Escohotado, significa ser fiel a sus creencias, a sus decisiones y, por tanto, a su conciencia. El paganismo, como su nombre indica, le conduce a una época anterior al cristianismo y, por tanto, a su amada Grecia. Según el crítico, hay muestras de conductas ejemplares en muchos de los personajes que cita el escritor alicantino en sus obras: “Dionisos, Aquiíes, Pa- trocio, los Romanov, etc, son concreciones de conductas o de actos ejempla­ res” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 23). Concluye de esta manera el artículo, pero no quiero dejar de citar unas palabras del mismo acerca de la concepción del paganismo en Gil-Albert: “Su paganismo estaría cerca de esa actitud “heroica” -savateriana- del que sale a la calle como si fuera el primer día de la creación -como si fuera un dios- o creyéndose continuador proteico de la construcción del mundo” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 23). Esa condición de ser humano que crea es, sin duda alguna, la que le lleva al escritor alicantino a defender el ocio, el lujo o su mundo interior, tan vinculado al espectáculo de la Naturaleza. Sólo a través de un intenso conocimiento de uno mismo puede surgir el paganismo como condición suprema de libertad. Continúo con el homenaje que le dedica Antonio Revert Cortes a Gil-Al­ bert titulado “La voz descomprometida de Gil-Albert”. Lo que el crítico nos cuenta es el proceso que va desde esa primera prosa esteticista hasta el inicio de una étapa de crítica, ideológica, dejando a un lado su anterior tendencia a la belleza como único argumento. Este proceso fue necesario por el comienzo de la Guerra Civil española y la necesidad de Gil-Albert de comprometerse con la República. Revert Cortes dice sobre ello: “Gil-Albert, pues, opta por la República, por la España leal y asume plenamente su compromiso: “Hay que estar con los que se comprome­ ten, no con los que simulan”, añadirá valientemente. No obstante, Gil-Albert quiere dejar patente la no omisión, a pesar de todo, de la política en el arte, aún en tiempos de guerra” (Antonio Revert Cortes, 1983: 30-31). Este deseo de hacer arte, pese a las circunstancias fatídicas de la Guerra Civil española, tiene que ver, según Revert Cortes, con el impulso estético que vive dentro del escritor, como un impulso que lleva a unir su visión ética y estética de la vida: “No, Gil-Albert no es ningún burgués, sino un esteta, un jubiloso esteta, que pregona la belleza creándola, fijándola, definitivamente en sus escritos” (Antonio Revert Cortes, 1983: 31).

268 Lo que el crítico señala es la singularidad que posee el escritor alicantino, su deseo de no eludir el mundo que le rodea pero sin despreciar el arte que late en sus obras. Por ello, la necesidad de cuidar el estilo, pese a cualquier circuns­ tancia, triunfa en ¡a obra de Gil-Albert. También comenta Revert Costes que la crítica al mundo que le rodea no es parcial, sino que nace de la honestidad, nivelando por igual a todos aquellos que no tienen un compromiso ético con la vida: “De ahí que a través de sus obras denuncie a los comunistas y al capitalismo, por igual, poniendo el dedo en las llagas de una y otra concepción del mundo” (Antonio Revert Cortes, 1983: 32). Todo ello, nos sirve para entender que el escritor alicantino no fue un con­ formista y su visión de la vida fue crítica a todo lo que no constituía un ejemplo de conducta. Concluye, en el apartado más interesante del artículo, con una afirmación del anarquismo del escritor, pero matizando su pertenencia a la citada ideolo­ gía: “Para etiquetar políticamente a Gil-Albert tendríamos que recurrir al anar­ quismo, más bien literario, utópico en la realidad, algo asi como un liberalismo a tope, con talante, “ser extremoso -como él dice- sin perder la moderación”, he ahí un ideal de vida” (Antonio Revert Cortes, 1983: 32). Por lo tanto, podemos darnos cuenta que el verdadero compromiso de Gil- Albert no es político, ni social, sino consigo mismo, con la verdad que lleva dentro, con su visión ética y estética de la vida. El profesor y crítico José Carlos Rovira le rinde al escritor un homenaje en esta revista. El artículo se titula “Diario de un adepto (17 de Septiembre)”. Esta fecha nos llama la atención, se refiere al día en que le dieron a Gil-Albert el premio de las letras valencianas. Pero lo que resulta más interesante del artículo es la condición que Rovira tiene de ser un lector apasionado de la obra de Gil-Albert: “Pero, en el mo­ mento en que alguien se sumerja con seriedad en sus páginas, traspasará muy pronto el umbral del desconcierto y la sorpresa, para llegar al apasionamiento. Por eso me atrevo a hablar de mi condición de lector de Gil-Albert como de lector adepto” (José Carlos Rovira, 1983: 35). Las razones que expone el crítico para tal dedicación a la obra del escritor alicantino merecen ser expuestas en este estudio a su obra. No nos sorprende que el profesor Rovira defienda la obra del escritor de Alcoy, después de haber profundizado en la misma en muchas ocasiones y de haber realizado el prólogo a su antología de 1972: Fuentes de la constancia.

269 Pero lo más interesante son las razones que expone para tal admiración: “La primera explicación estaría en todo lo que gira alrededor de la belleza de la escritura. Si, efectivamente, estamos, en el terreno de la lengua, ante uno de los ejemplos del mejor castellano de nuestro siglo y recomiendo al que quiera comprobarlo, que se sumerja en la prosa de la Crónica General” (José Carlos Rovira, 1983: 35). Esta apreciación ha sido comentada por muchos críticos y admiradores de su obra, el cuidado que el escritor alicantino puso en el estilo le lleva a insistir en una prosa elegante y esmerada en sus detalles. La segunda razón se centra en el deseo de cantar a un tiempo pasado. Como vimos, la Crónica General es un buen ejemplo de ello. Esta famosa obra no elude el mundo que le rodea y cualquier anécdota, cualquier evocación cobran una importancia especial para el escritor de Alcoy. Nada es más importante por ser más personal, desde la mención a la figura de Isadora Duncan a la descripción de la calle de La Paz o el retrato de sus padres. La memoria lo es todo, y cualquier hecho vivido o perteneciente a su mundo cultural es digno de mención. Rovira comenta una última razón para mantener su fervorosa admiración por el escritor alicantino, se refiere a la honestidad del mismo, lo que coincide con la visión ética de la vida que citó Pérez Escohotado en su artículo ya co­ mentado: “Juan Gil-Albert: el último pagano”. Para Rovira, la voluntad de ser sincero consigo mismo es fundamental en el escritor. Por ello, dice: “Por últi­ mo, una tercera explicación: la radical sinceridad de su vivir y la honestidad de su obra para con el mismo: Es en ese espacio donde la belleza crea la ejempla- ridad humana, donde la estética se hace moral” (José Carlos Rovira, 1983: 35). Cita Rovira obras tan fundamentales como Heraclés o Drama Patrio, dos ejemplos muy claros de la honestidad del escritor. El final del artículo es muy bello, ya que resume todo aquello que le con­ mueve del escritor y le hace ser, sin duda alguna y para siempre, lector adepto: “Un descubrimiento continuo, como en una sorpresa dilatada para cada página, para cada palabra. Por su coherencia, su cultura, su belleza. Su honradez” (José Carlos Rovira, 1983: 35). Tiene razón Rovira al rendirse a la evidencia, ya que pocas obras acumulan tantos detalles, tantas impresiones, tantos destellos de luz como la prosa y la poesía de Gil-Albert. Continúo con el artículo que le dedica en la revista Luis Antonio de Villena titulado “Visión de Juan Gil-Albert, filósofo”. No en vano, la visión crítica

270 del escritor madrileño ha sido muy fructífera, ya que ha publicado muchos artículos sobre la obra del poeta alicantino. Fue, en mi opinión, el prólogo a El retrato oval (comentado en este trabajo) uno de los mejores que le dedicó al escritor de Alcoy. En este caso, Villena busca la hondura filosófica del escritor. He elegido algunos comentarios de este artículo que me parecen novedosos e interesantes. Uno de ellos hace hincapié en la faceta de hombre ocioso, amante del lujo que representa la figura del escritor: “Porque Juan Gil-Albert pertenece a esta clase de hombres-pocos- para quienes lo imprescindible es lo inútil y lo in­ necesario. Los que, sabiamente, cultivan el ideal de lo humano, que es ocio, contemplación, deleite, placer moderado” (Luis Antonio de Villena, 1983: 39). Le compara, por tanto, con los hombres que saben vivir y que eligen de la vida lo más placentero. Villena menciona también (como lo hicieron Pérez Escohotado o Rovira) el sentido ético del escritor. El crítico madrileño relaciona a Gil-Albert con el gran poeta Cavafis. Dice lo siguiente: “En ambos hay una constatación ética, más allá de las frecuentes amarguras, de la pasión y el éxtasis que en algunos momentos sabe ser la vida” (Luis Antonio de Villena, 1983: 39). Lo que más le interesa a Villena de Gil-Albert es su pasión por la vida. En esto radica ese componente filosófico, basado, siguiendo a Pérez Escohotado en el artículo ya citado, en el paganismo como visión estética y ética de la vida. Villena centra esa pasión por lo vivo en una de las obras cumbres de la poesía de Gil-Albert: Las Ilusiones. El crítico y poeta madrileño manifiesta la exaltación de lo sensorial que supone el poema, lo que convierte al escritor de Alcoy en un filósofo que goza del instante, revelación de la belleza de la Naturaleza: ‘‘Las Ilusiones, por ejemplo, uno de los mejores libros de poemas de Gil-Albert, es un canto a los momentos supremos de la vida, una exalta­ ción de los sentidos que nos presentan ese minuto fugaz del mundo, que sería eterno sino se hubiese quedado aquel augusto y gigantesco árbol que, según la mitología de muchos primitivos unía, en la edad sagrada del mito, el Cielo y la Tierra” (Luis Antonio de Villena, 1983: 39). Precisamente es en la concepción mítica del mundo donde, en mi opinión, Gil-Albert condensa su máxima aspiración al Cosmos. Toda su obra poética, desde Las Ilusiones, supone ese deseo de fusión, para, como decía Villena, volver al inicio, en una conjunción del Cielo y de la Tierra como elementos supremos que se identifican con la esencia humana. Acierta Villena en su apreciación, pues el escritor alicantino tiene un sen­ tido panteísta de la vida.

271 Concluye el artículo con una mención muy interesante de la raíz helénica que supone la obra de Gil-Albert: “Una obra que sin olvidarse del placer que es el arte y la escritura, nos enseña paseando y sin dogmas, como el filósofo helénico, el suave gozar de cada instante, la complicada maraña de la vida” (Luis Antonio de Villena, 1983: 39). Si la cultura helénica fue, ante todo, una visión de la vida donde el goce del instante a través de la contemplación del Arte y de la Naturaleza lo eran todo, la obra de Gil-Albert sigue esa senda y nos hechiza con sus consecuencias: la belleza y la honestidad. Por tanto, el artículo de Villena es un buen ejemplo de coherencia, ya que sabe ver al escritor a través de sus obras, insistiendo en dos ideas claves: su visión ética y su estética de la vida. Continúo con el artículo que le dedicó Salvador Moreno, su gran amigo mexicano, titulado: “Juan Gil-Albert y su homenaje a México”. Este homenaje es muy necesario, ya que Salvador Moreno fue no sólo uno de los mejores amigos que tuvo en México (recordemos las cartas que ambos se dedicaron en Cartas a un amigo), sino también porque Gil-Albert le dedicó su Tobeyo o del amor, complicidad que prueba el grado de amistad que les unió. El artículo tiene interés, ya que nos habla de la relación del escritor ali­ cantino con un país que conoció muy bien. Lo primero que puedo destacar del mismo es la descripción que nos hace del escritor alicantino a su llegada a México, podemos ver con qué singulari­ dad es retratado: “Juan Gil-Albert resultaba, para mí, un ser diferente de cuan­ tos intelectuales iban apareciendo en la vida cotidiana de los cafés de la ciudad de México” (Salvador Moreno, 1983: 42). Lo más interesante es la actitud que el artista mexicano destaca de Gil- Albert, es decir, el espíritu contemplativo y distinguido de éste: “Se diferen­ ciaba tanto en su aspecto físico, excesivamente refinado para el medio en que nos movíamos, como en su actitud irreal, junto a sus compañeros de exilio. Mientras unos y otros conversaban y discutían, él escuchaba con extrañeza, dispuesto, como estaba, a vivir la nueva experiencia en que las circunstancias lo habían puesto” (Salvador Moreno, 1983: 42). Este detalle de su conducta no nos debe extrañar, ya que el escritor alicanti­ no gozaba también del silencio y siempre aprendía de aquello que otros decían. Cuenta que se lo presentó Emilio Prados en la radio de la Universidad Na­ cional Autónoma de México.

272 Nos cuenta el músico mexicano aspectos muy interesantes sobre la estan­ cia de Gil-Albert en su ciudad, como la convivencia, ya citada, con Ramón Gaya, Enrique Climent y el arquitecto Mariano Orgaz. Es interesante citar los detalles acerca de la habitación del escritor, donde se reflejaba su delicadeza y elegancia: “La habitación de Juan era la más blanca, la más alegre y, diría yo ahora, la más mediterránea” (Salvador Moreno, 1983: 43). Comenta Salvador Moreno que Gil-Albert se empeñó en comprar visillos, pese a la escasez económica en que vivían. Estos visillos están representados en un cuadro que Gaya pintó en México. No sólo se aprecian éstos, sino tam­ bién algunos libros que el escritor leyó en su estancia allí y, naturalmente, una rosa que, como podemos imaginar, fue un símbolo de la exquisitez del escritor: “Frente al visillo se ven algunos libros, y sobre éstos una pequeña copa de color azul, que sostiene una rosa de color muy vivo” (Salvador Moreno, 1983: 43). Los libros que aparecen en la habitación eran los que le enviaron otros ar­ tistas mexicanos y algunos que Gil-Albert tradujo, por encargo de José Ferrer. Nos habla el músico y amigo del escritor de la pintura, concretamente, del cuadro que Enrique Climent pintó sobre Gil-Albert, sentado en el sofá. Hace una mención de la aparición de Las Ilusiones, uno de los mejores libros de poesía del escritor de Alcoy, escrito y publicado en su exilio: “Supe del viaje de Juan a Sudaméríca, de donde volvió con un precioso volumen de poemas, Las Ilusiones. Y supe también de sus relaciones amorosas, las más intensas vividas por él en México, que lo harían viajar por las montañas de Oaxaca bajo una tienda de campaña” (Salvador Moreno, 1983: 43). Hace referencia el artista al Tobeyo o del amor, libro que Gil-Albert le dedicó: « En Tobeyo o del amor, habla por boca de su fraternal amiga Con­ cha de Albornoz. Recoge las conversaciones entre ambos y con otros amigos, conversaciones en las que no faltan referencias al país, que desde el primer día tanto les inquietara, como si “algo hermoso y adverso a la vez, pesara sobre estas tierras y sobre esas gentes”» (Salvador Moreno, 1983: 43). Como vemos, dentro del contenido del libro hay muchas conversaciones, muchas inquietudes y una nostalgia del exiliado que el libro refleja muy bien. Cuenta Salvador Moreno que en Las Ilusiones existe un poema dedicado al arquitecto Mariano Orgaz, con el que convivió en México, el poema se titula “A México”: « “A México” aparece en Las Ilusiones, a la memoria de Maria­ no Orgaz. Es un poema verdaderamente triste, es decir, un poema que emana tristeza» (Salvador Moreno, 1983: 44).

273 También nos cuenta que el poema “Los albañiles” de su libro Los oficios y las tentaciones está dedicado a Octavio Paz. Nos dice también que en su obra Breviarium Vitae aparece México con frecuencia. Lo que nos importa destacar de este artículo es la huella de México en la vida y en la obra de Gil-Albert, de la mano de uno de los mejores testigos de su estancia allí, el músico Salvador Moreno. Concluyo este repaso al artículo con un fragmento del mismo, donde Mo­ reno destaca la importancia que tuvo su país durante los años de exilio del escritor de Alcoy. A Gil-Albert la tierra mexicana le dejó una huella imborra­ ble, donde se unió la tristeza de un viejo país con la belleza que sus rincones le dejaban. Se puede ver en Tobeyo o del amor y en algunos de sus poemas. No sólo Gil-Albert descubrió la tristeza de aquella tierra, la mirada del escritor Malcolm Lowry en su famosa novela Bajo el volcán es un buen testimonio del misterio de la tierra mexicana. Dice Salvador Moreno sobre todo ello: “Su paso por México debió com­ pletar, sin duda, su visión del mundo, y su pensamiento enriqueció, en forma honrada y limpia, las definiciones que se han hecho de ese hermoso y descon­ certante país, lo que nos obliga a los mexicanos a una deuda de gratitud hacia Juan Gil-Albert” (Salvador Moreno, 1983: 44). Un interesante artículo, para conocer, de primera mano, la pasión que el escritor alicantino tuvo a una tierra que le acogió y por la que sintió una extraña fascinación. Comento, a continuación, un breve artículo que Manuel Andújar le dedicó en la revista a Juan Gil-Albert, titulado: “Juan Gil-Albert: Maestro, amigo y compañero”. Lo más interesante es el tributo que le dedica Andujar al escritor de Alcoy: “Juan Gil-Albert: maestro, amigo, compañero; todo él donación y comunión. Capaz de amar la bondad estricta y las verdades que en el idioma aguardaban la pluma que las revelase y compusiera” (Manuel Andújar, 1983: 49). Para el crítico, lo más relevante del escritor es la amistad que ha manteni­ do con él durante largo tiempo y, como si fuese este lazo la revelación de un mundo, el proceso de su escritura como un todo, donde el paisaje del tiempo aparece con nitidez: “Y agregad las edades que Juan Gil-Albert concierta: los alborozos maravillados de la niñez, los claroscuros luminosos de la adolescen­ cia, la serenidad que paga el precio de la madurez, la consagrada perspectiva de la senectud iniciática” (Manuel Andújar, 1983: 49).

274 En este recorrido del tiempo, Andújar sabe que el escritor es fiel a sí mismo, a su deseo de imprimir belleza a su paso por la vida. Ser testigo de todo ello es lo que hace a este homenaje de Andújar digno de mención. Comento otro artículo de Javier Pérez Escohotado que me resulta interesan­ te, titulado “Breve noticia de lo árabe en Gil-Albert” Y lo es, por su contenido, ya que se trata en él de revisar la huella árabe en la obra poética de Gil-Albert. Para ello, el crítico busca en el tiempo las primeras manifestaciones de ese ape­ go arábigoandaluz del escritor alicantino: “Tuvo que ser en 1928 cuando Gil- Albert en la Revista de Occidente (afto VI, núm. 62), alcanzara a ver y leer con alguna perplejidad unos “poemas arábigoandaluces” cuya traducción firmaba un joven como él, Emilio García Gómez” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 53). Considera Escohotado que la publicación de la antología Poemas Arábi­ goandaluces de Emilio García Gómez fue el referente de su prólogo a Son nombres ignorados, donde hace mención de ella. Concretamente, en la edición que publicó en 1938 la revista Hora de España. Para Pérez Escohotado, el libro de poemas de Gil-Albert: Misteriosa Pre­ sencia, sí refleja el mundo árabe, sin eludir el barroquismo que dicha obra contiene: “Misteriosa Presencia, apareciendo en 1936, momento nada propio a experimentos, es, sin duda, su libro más barroco y más árabe, rozando a veces un tono de reconocible mística. Tanto ésta como el barroco son dos lenguas propias no de la claridad, sino de la clandestinidad” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 53). Concretamente, en los cuatro sonetos valentinos que van unidos a este primer libro de poemas, Pérez Escohotado destaca la dedicatoria al poeta al- Russafi con el título de “Diálogo con al-Russafi”, poeta que en la antología de García Gómez era reflejo de la naturaleza, el homoerotismo y los oficios arte­ sanos. Destaco estas certeras palabras del crítico: “En su anterior libro de so­ netos, Misteriosa Presencia, ya encontramos uno de los temas más interesantes de Gil-Albert y una referencia, en el primero de los cuatro sonetos “valentinos” -el sastrecillo- al poeta de esa escuela, al-Russafi, que en la antología estaba representado por cuatro poemas: una escena báquica, el río azul, el mancebo carpintero y el mancebo tejedor” (Javier Pérez Escohotado, 1983: 53). Concluyo este interesante artículo donde se invita a profundizar en la hue­ lla árabe en la poesía de Gil-Albert, con unos comentarios, donde Pérez Esco­ hotado afirma que la obra poética del escritor de Alcoy se sustenta en el mundo preislámico, donde el sensualismo es un todo y la invitación al goce de los sentidos el único objetivo de la vida, desvinculando a ésta de cualquier creen­ cia en un único Dios: “Un cierto afán de trascendencia que subsiste en toda la

275 poesía dé Gil-Albert, vendría dado por una profunda intuición que, como en la poesía yahilí o preislámica, el hombre se encuentra abandonado a la fragi­ lidad y precariedad terrenas -el desierto y el destierro- y se abandona a lo exterior o a sus propias sensaciones como a una religión pagana que todavía puede salvarlo, como un nuevo tipo de trascendencia terrena” (Javier Pérez Escohotado, 1983. 54). Esta alusión a lo terreno es clave en el escritor alicantino, su pasión por la vida, por la Naturaleza y la belleza que de ella emana le hacen un poeta vital i s- ta que reniega de la otra vida para anegarse plenamente en ésta. Por todo ello, el artículo es de gran interés, porque incide en aspectos me­ nos conocidos de Gil-Albert, como la huella que el mundo árabe deja en su obra poética.

CONCLUSIÓN A LA REVISTA LA CASA DEL PAVO- LA ENTRE­ GA DE LA MEDALLA DE ORO Y EL NOMBRAMIENTO DE HIJO PREDILECTO A G7I.-AI.B1.RT POR LA CIUDAD DE ALCOY. Concluyo este repaso a la revista La Casa del Pavo con la dedicatoria final, donde aparece el escritor de Alcoy recibiendo la medalla de la ciudad. Cito lo más destacado de este tributo que le dedicó su tierra natal: “El 13 de abril de 1983, el salón de sesiones del Ayuntamiento de Alcoy se viste de gala para entregarle a Juan Gil-Albert la Medalla de Oro de la Ciudad y el título de nombramiento de Hijo Predilecto de Alcoy. Asiste la Corporación en Pleno y numeroso público, vinculado a la cultura y a las instituciones y organizaciones locales. El acto es presidido por el gobernador civil de la provincia, Octavio Cabezas. La Medalla de Oro le es impuesta por el alcalde de la ciudad, Josep Sanus” (La Casa del Pavo, 1983: 61). Menciona también que con esta jornada se inauguró el Centre de Cultura, siendo el primer director del mismo Francesc Bernácer, gran amigo del escritor homenajeado. Con esta dedicatoria de la ciudad de Alcoy a uno de sus mejores escri­ tores, pongo punto final al importante homenaje que le dedicó su ciudad y la revista La Casa del Pavo a la figura de Gil-Albert.

EL HOMENAJE A JUAN GIL-ALBERT POR LA REVISTA L ARREL DE LA UNED La revista L 'Ami de Elche rindió un sentido homenaje a la obra y la figura de Juan Gil-Albert. Fue en 1981 cuando la Universidad Nacional de

276 Educación a Distancia se planteó realizarlo. Por ello, por la importancia que la obra del escritor de Alcoy empezó a tener a principios de los años setenta, se decidió llevar a cabo este tributo a su figura y su obra. Comienzo con la “Carta abierta a Juan Gil-Albert que sirve de presenta­ ción”, en la cual los miembros de la revista, entre cuyo grupo de redactores se halla José Carlos Rovira, le dedican unas bellas palabras. La referencia a la novela de Lampedusa El gatopardo es digna de mención: «Eres seguramente algo así como un príncipe de Salina lampedusiano/ vis- continiano, nacido en Alcoy a principios de siglo, pero eres mucho más: “un español que razona”» (L'Arrel, 1981: 3). Para los miembros de la revista, Gil-Albert es un escritor universal, por la calidad de su obra: «El que seas universal no es más que un marco de tu condición de valenciano: Llevas el aire de la alcoyana partida de El Salt en los pulmones de tu infancia, pero llevas además una inspiración sorprendente: la de la naturaleza de Alicante, perenne en ese olor “de pronto a mar, de fondo, a monte firme”». Con estas palabras, comienza un bello homenaje de la UNED al gran es­ critor de Alcoy. Comienzo con un artículo firmado por el mismo Gil-Albert y que corres­ ponde a la Conferencia pronunciada el 9 de abril de 1981 en el Salón de Sesio­ nes del Excmo. Ayuntamiento de Elche. Se titula “El caos: Como manifesta­ ción espontánea de mi solidaridad amorosa”. De esta interesante conferencia, me llama la atención la transparencia con que Gil-Albert habla de sus orígenes, remontándose a sus abuelos. Todo co­ mienza con la casualidad que le lleva a asistir a dos lecturas poéticas, una en Zaragoza y otra en Elche. Esta coincidencia le sirve para hablar de ambos lugares que fueron la tierra natal de sus abuelos, ya que su abuelo era de Zaragoza y su abuela valenciana, y, por tanto, de clara afinidad con Elche por hallarse en el paisaje del Medite­ rráneo. El escritor de Alcoy nos da bellas impresiones sobre la tierra valenciana, lugar donde vivió desde los ocho años hasta la época del exilio: “En medio de los dos caminos estaba Valencia, espacio en el que he ido haciéndome el que soy. Es curioso, mi residencia en Valencia, desde los ochos años, no ha conseguido que le confiera el descubrimiento del mar. Se vive en la ciudad sin verlo, aunque se le presienta por tantos motivos, su clima, su humedad, ciertas tonalidades celestes” (Juan Gil-Albert, 1981: 15-16).

277 Compara la tierra valenciana y alicantina con Grecia y nos desvela que su gran pasión por el mundo helénico nace de la identificación con su espacio natal: “Y estando, por entonces, hojeando un libro con imágenes griegas, es­ tatuaria y paisaje, que yo bebía con los ojos, vine a dar con un panorama, en torno a un convento, e imaginemos mi conmoción, a un tiempo la sorpresa y el convencimiento, de que aquello era, exactamente, lo mío, es decir, el olivar, los viejos cipreses, la huertecilla a cuyas sombras maduran nuestras hortalizas caseras...” (Juan Gil-Albert, 1981: 16-17). Para el escritor alicantino, el mundo ideal de Grecia se halla en su paisaje natal, como un espejo donde se asoma la belleza. Tanto es así, que en su con­ ferencia concluye su visión sobre este tema, diciendo: “Es decir, para acabar con el tema, mi debilidad por Grecia, llamémosle así, no era tal, puesto que esta cultura me pertenecía como mi mismo rincón alicantino, como mi misma casa” (Juan Gil-Albert, 1981: 17). El escritor deja a un lado su paisaje para centrarse en lo íntimo, en lo fa­ miliar, es decir, en la figura de sus abuelos. Para Gil-Albert, la semblanza del abuelo lo envuelve y le deja un poso de dignidad y orgullo, lo que demuestra la calidad humana del escritor al evocar a su familia: “Yendo de camino, trenes viejos y nostálgicos, me señalo unas tierra diciéndome: son las de tu abuelo que regaló a sus hermanos, y añadió: el hombre más bondadoso que he cono­ cido” (Juan Gil-Albert, 1981: 17). Se refiere al viaje que hizo con su padre, en la niñez, a tierra de Zaragoza. También recuerda, en otra ocasión, ya en Valencia, el beso que el abuelo le dio. El escritor alicantino expresa con gran delicadeza ese bello momento: “No recuerdo si fue en el 10 o en el 12, yo en mi puericia, yendo con mi madre por la pequeña calle de Luis Vives, tan nuestra, lo encontramos de frente y me besó, dejándome el recuerdo, único por lo demás, del azul de su mirada; y una semana después había muerto” (Juan Gil-Albert, 1981: 17). No sólo el abuelo cobra relevancia, la abuela, valenciana, aparece retratada como si estuviese presente en el instante de evocarla, tal es la precisión que la mirada de Gil-Albert posee al recordarla: “Se separó muy pronto de su mujer, mi abuela, ella sí valenciana, con portentosos ojos negros, y a la que hemos seguido teniendo, obcecados, junto a él, en dos retratos, ella con vestido de polisón que una contemporánea me dijo haber sido color de ciruela” (Juan Gil-Albert, 1981: 18). Todo ello se queda muy dentro del escritor y nos muestra que Gil-Albert estuvo siempre enamorado de su tierra y de sus antecesores. La fidelidad a sus orígenes hace de este artículo un documento muy interesante. Termina el

278 mismo con el poema que el escritor leyó en la conferencia citada titulado “A un monasterio griego”. Continúo con el artículo de José Manuel Caballero Bonald, poeta andaluz y uno de los mejores representantes de la Generación poética de los 50. Se titula «Texto leído en la presentación de la “Obra poética completa de Gil-Albert”», en Madrid, en Julio de 1981. Cito algunas líneas interesantes de dicho estudio, como el encuentro de Caballero Bonald con el escritor en Valencia: “Cuando me encontré con él en Valencia, hace seis o siete años, me recordó enseguida la imagen que yo conservaba de su semejante a través de las páginas de Crónica General” (José Manuel Caballero Bonald, 1981: 23). Para el poeta andaluz, Gil-Albert se fue haciendo cada vez más la imagen nítida del personaje de su gran libro: “Aquella persona delicada, pulcra, frágil, efectiva, no podía ser sino el autor -el protagonista- de uno de los libros más refinados y sutiles, más bien educados literariamente que leí en los últimos años” (José Manuel Caballero Bonald, 1981: 23). Para Bonald, la labor del escritor alicantino ha sido fruto del esfuerzo, de la férrea voluntad por crear una obra madura, bella y armoniosa. El poeta andaluz reconoce que Gil-Albert ha estado largo tiempo ignorado, pese a sus grandes méritos: “Todos nos acordamos de que el reconocimiento justiciero -lo que se llamó el “descubrimiento de los jóvenes- le llegó a Juan Gil-Albert mucho más tarde de lo que ya había adecuadamente legitimado su obra” (José Manuel Caballero Bonald, 1981: 23). Para Caballero Bonald, la obra del escritor es “una obra metódica y vivifi­ cante, lúcida y apolínea” (J. Manuel Caballero Bonald, 1981: 23). El poeta andaluz se refiere también a la unión de lo ético y lo estético, tema clave de su trabajo: “Todo el discurso clasicista que se intercala por momentos en la obra de Gil-Albert tiene mucho de sabiduría recoleta, de crónica familiar trascendida a humanismo. Es una especie de ética que siempre remite a la estética como único factor de equilibrio de la experiencia vivida” (J. Manuel Caballero Bonald, 1981: 24). Un artículo que muestra la admiración de un gran poeta por un hombre de fina sensibilidad, donde el estilo se convierte en protagonista para reflejar un mundo presidido por la belleza. El artículo siguiente que comento se llama “Gil-Albert, “Breviarium” de una conciencia”. Este estudio está escrito por Joaquín Calomarde y se centra en el mé­ rito de una de las obras más singulares del escritor de Alcoy: el Breviarium Vitae.

279 ¿Por qué ese interés de Calomarde por el Breviarium? En mi opinión, por­ que sintetiza, como pocos libros del escritor, muchas de las opiniones e ideas que tiene sobre el mundo, la sociedad, la religión, España, etc. Por ello, Calomarde combina, para definir la labor del escritor en el Srevía- rium, la importancia del estilo y su adecuación al contenido, donde lo filosó­ fico tiene un gran protagonismo: “Podríamos decir que el Breviarium Vitae de Gil-Albert es un ejemplo de cómo la literatura puede devenir pensamiento sin dejar de ser estéticamente perfecta y de cómo el arte puede devenir filosofía y pensamiento sin negarse a sí mismo como retórica, bien decir y estilo” (Joa­ quín Calomarde, 1981: 28). Está claro que se centra en el Breviarium porque hace hincapié en la breve­ dad del estilo, cuando, como ya sabemos, no se ha caracterizado Gil-Albert por la sencillez y sí por el detalle y lo minucioso en su estilo narrativo. Sin embar­ go, el Breviarium es un buen ejemplo de concisión, lo que revela la madurez del escritor para llegar a la esencia de su pensamiento: “Conocerse ha sido para Juan consumirse, devorarse como una inmensa tea, solo, enorme doloridamen­ te solo” (Joaquín Calomarde, 1981: 29). Estas palabras nos recuerdan a los personajes de algunas novelas del escri­ tor de Alcoy, como Richard en el Valentín o el protagonista de Los Arcángeles. Estos personajes reflejan el ascetismo del escritor, su búsqueda de la soledad como medio de conocimiento. Gil-Albert desea a los jóvenes protagonistas de sus novelas, pero su visión ética y estética de la vida le lleva a la idealización de tal sentimiento. Para Calomarde, el Breviarium se presenta como reflexión, donde convi­ ven ambas visiones (la ética y la estética) para crear una obra madura y plena: “El Breviarium, ya se dijo, es, a mi entender, una reflexión estética acerca del hecho sensible, subjetivo y privado de la conciencia, de una conciencia y un yo que no solamente conocen, sino que prioritariamente sienten y sufren” (Joa­ quín Calomarde, 1981: 30-31). Se refiere a esa visión del hombre que piensa y el hombre que siente, lo que provoca la fusión de la conciencia (el pensamiento) y el yo (los sentimientos). Por lo tanto, Calomarde insiste en la combinación de lo estético (la belleza del estilo) y lo ético (el contenido, sus ideas sobre la vida). Tanto es así, que. llega a decir algo que lo explica muy bien: “La estética es, en Gil-Albert, una parte, sino la totalidad de su ética” (Joaquín Calomarde, 1981: 30). Es necesario este tributo porque Calomarde conoce bien que la obra de Gil-Albert, pese a las digresiones y la variedad de los temas, tiene un solo argu­

280 mentó: dejarnos una visión donde la belleza de la forma no anula la honestidad de las ideas que expresa el escritor. Continúo con el homenaje que Gerardo Irles le dedica en el título: “¡ Vis- conti, Juan Gil-Albert!”. Este tributo insiste en una idea ya aparecida en Vis- continiancv. la pasión de Gil-Albert por el cine del director italiano, su visión del arte de Visconti como algo total que supera el espectáculo cinematográfico y que se adentra en la evocación de un tiempo que se va. La adhesión a Visconti por Gil-Albert surge también por el concepto que el gran director italiano tiene del arte como combinación de historia, música, pintura, etc. Es allí donde se identifican los gustos de ambos artistas. Dice Ir­ les: “Porque la órbita de Visconti es la historia, lo histórico como ejemplar; un siglo, el XIX, que pervive hasta la primera conflagración europea” (Gerardo Irles, 1981: 52). Para el crítico, Visconti representa mucho más que el cine, visión que co­ incide con la que mantuvo Gil-Albert. Tanto es así que Irles dice lo siguiente: “Lo que la filmografía de Visconti ha renovado no ha sido el cine, sino, desde éste, la ópera y el melodrama europeo” (Gerardo Irles, 1981: 52). Irles hace mención de la importancia que La muerte en Venecia de Thomas Mann tuvo para Gil-Albert. Pero, por encima del libro, se halla la película de Visconti, soberbio ejemplo de todo lo que el escritor de Alcoy venera: el lujo, la belleza, la delicadeza. El crítico dice a ese respecto: “Con Mann, la trinidad artística en que se sustenta Viscotiniana (Visconti-Gil-Albert, Mann) está ya completa. La obra que les hace coincidir: La muerte en Venecia. El librito no es uno de los que Gil-Albert prefiere del escritor alemán (La película esotra cosa. Visconti es el único director de cine que no empequeñece la obra literaria en que se basan sus filmes...)” (Gerardo Irles, 1981: 53). Sostiene el crítico que hay un punto de coincidencia entre el Valentín y el personaje de Richard con el que encarna Dirk Bogarde en la película, es decir, con el músico alemán Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia. La otra identificación se halla entre el joven Valentín de la novela de Gil-Albert y Tadzio, el muchacho rubio por el que siente fascinación el músico alemán en la novela de Mann: “¿Hasta qué punto el Valentín no es La muerte en Venecia de Juan Gil-Albert -esto se puede entender casi literalmente, pues Valentín muere representando Otelo, la tragedia del moro de Venecia-? ¿No componen Richard y Valentín una pareja paralela a la del músico Aschenbach y el adoles­ cente Tadzio?” (Gerardo Irles, 1981: 55).

281 Por tanto, para Irles la identificación existe, el personaje de la novela de Mann y el actor de teatro que mata por los celos tienen algo en común: ambos están obsesionados por la belleza y encuentran en dos jóvenes hermosos el motivo de su pasión. Si bien, como ya sabemos, el músico alemán muere mi­ rando el mar que le señala Tadzio, es decir, de una forma más elegante que la violencia que supone la muerte en escena de Valentín a manos de Richard, en la novela de Gil-Albert. Lo más interesante de este artículo es ver cómo el tema principal que apa­ rece en varias novelas de Gil-Albert (Valentín, Los Arcángeles, Tobeyo o del amor) está presente también en la novela de Mann y, por ende, en la película de Visconti. Me refiero a la obsesión por la belleza de un hombre solitario, condenado a la tragedia. Como vemos, Gil-Albert descubre en Visconti una forma de asumir la cul­ tura y el deseo del director italiano de evocar un tiempo que se escapa es el que siente también el escritor de Alcoy ante la desaparición de una época gloriosa, su infancia y su juventud, que no quiere dejar de recordar en sus novelas: Crónica General o Los días están contados, entre otras. Otro interesante artículo que aparece en la revista de la UNED es el que escribe César Simón titulado: “La poesía de Gil-Albert”. Ya sabemos que el poeta valenciano le dedicó a Gil-Albert muchos estudios y, en todos ellos, ha sido muy certero a la hora de revelarnos aspectos muy curiosos de la obra y de la vida del escritor de Alcoy. Este artículo se estructura en dos apartados muy reveladores: 1) El lenguaje figurado en la obra de Gil-Albert y 2) El pensamiento en el escritor. Acerca del lenguaje figurado destaco la precisión en catalogar los primeros libros de poesía del escritor. Dice Simón, al respecto de sus primeras obras lo siguiente: “En cuanto al lenguaje figurado, la primera etapa se halla representada por Misteriosa Pre­ sencia y Candente horror, los cuales, aunque de intenciones muy distintas, utilizan técnicas semejantes, a medias entre el manierismo preciosista y el su­ perrealismo” (César Simón, 1981: 90). Lo que el poeta valenciano quiere decir se hace muy visible en estos libros, predomina el lenguaje que refleja el dolor. Por ello, para expresar la miseria del mundo real, Gil-Albert elude el esteticismo que sí aparecerá en otros libros de su poesía. César Simón señala que el escritor alicantino utiliza en estos libros los pro­ cedimientos de la poesía contemporánea: “Especialmente los desplazamientos

282 calificativos, las imágenes visionarias, las visiones, los símbolos y las ruptu­ ras” (César Simón, 1981: 95). Pero, al llegar Son nombres ignorados, el siguiente libro de versos del autor, desaparece este surrealismo y se decanta el escritor por el clasicismo, creando bellas imágenes. Por ello, el poeta valenciano dice que esto influye en la aparición de nuevas figuras estilísticas: “Predominarán, de ahora en adelante, la comparación, la metáfora impura y la alegoría, así como la alter­ nancia en las formas de elocución, la interrogación y los principios de diálogo, propios de un poeta que se dirige al hombre” (César Simón, 1981: 95). La poesía posterior, como vimos en el extenso estudio que le dediqué a la misma, busca ahondar en el pensamiento. Por ello, adquiere un sentido más fi­ losófico, donde el panteísmo de Gil-Albert se manifiesta con toda su grandeza. El poeta valenciano lo sabe y dice acerca de sus libros que siguen a Las Ilu­ siones: “En las tres últimas entregas, Concertar es amor, Poesía y Los Home­ najes, tiene lugar una intelectualización expresiva -y de actitud- que culmina sobre todo en las dos últimas” (César Simón, 1981.96). César Simón deja un lado Las Ilusiones porque, como veremos más adelan­ te con mayor detalle, supone un verdadero cambio hacia una unión mayor de su estética y su ética de vida. Se convierte en un libro hermoso como pocos, donde expresa, con gran honestidad, su vitalismo y su admiración hacia la belleza del mundo. En el apartado dedicado al pensamiento, Simón cita frases como ésta: “Sin embargo, la concepción de Gil-Albert se encuentra más cerca de un Cosmos que de un Caos. La vida se presenta como algo excepcional; el universo, como una armonía de contrarios en la que el hombre debe saber instalarse con sabi­ duría” (César Simón, 1981: 97). Por todo ello, la obra de Gil-Albert se sustenta en el goce de los sentidos, porque transforma en belleza todo lo que contempla y destierra (salvo en los primeros libros de poesía, sobretodo en Candente horror) el dolor, convirtien­ do el placer del ocio en una forma de vivir la vida. Nos dice el poeta valenciano algo muy significativo: el sentido de la individualidad del escritor. Por mucho que hable de los oficios en uno de sus libros, el poeta es un hombre que vive para conocerse, un ser ascético en su inevitable soledad: “Gil-Albert insiste en el valor de la individualidad. El hombre es, al mismo tiempo que ente social, sujeto inviolable; un ser que convive pero que encuentra el alimento básico en sus reductos más íntimos” (César Simón, 1981: 98).

283 Y no es menos interesante lo que dice el poeta valenciano acerca del re­ chazo de Gil-Albert al concepto de pecado y de mancha. Para César Simón, el escritor de Alcoy suprime toda visión cristiana del mundo, porque en él, como una herencia esencial, reside la cultura helénica y su paganismo: “No hay man­ chas en la naturaleza humana. El pecado no existe; el delito, la vileza - como términos civiles-, sí. La naturaleza no ha sido degradada, la convivencia, sí” (César Simón, 1981: 99). Este concepto de convivencia como degradación tiene mucho que ver con el problema español, es decir, con el conflicto que surgió en la Guerra Civil espa­ ñola, donde la convivencia se alteró para dejar un terrible escenario de violencia y muerte, como quedó muy claro en el libro de Gil-Albert: Drama Patrio. Y no puede dejar de lado en este artículo el concepto que tiene Gil-Albert del ocio. No se refiere el escritor al ocio como el que llevamos a cabo cuando no se ejercita ninguna labor, sino a un ocio creador, que se sustenta en la con­ templación, como paso previo a la creación de una obra madura y rica como la que nos dejó el escritor de Alcoy: “La actitud del artista estriba en el culto al ser a través del ocio. Se entiende, pues, que el ocio consiste no en la estéril pe­ reza del jugador de naipes -antihéroe del ensimismamiento- sino en la activi­ dad creadora del filósofo o monje, en el ejercicio sin pausas de la consciencia” (César Simón, 1981: 99). Esa voluntad que supone la creación en soledad la puso de manifiesto el escritor alicantino en un libro tan interesante como Los Arcángeles donde el personaje permanece aislado del mundo en una celda, para desarrollar mejor su labor intelectual. En definitiva, César Simón nos adentra, con sutileza, en el mundo de Gil- Albert, insistiendo en el amor del escritor por el yo y por el goce de los senti­ dos. De todo ello nace su condición de hombre que desarrolla el ocio, no como actitud pasiva ante la vida, sino como un ámbito necesario para la creación intelectual. El artículo que comento seguidamente es el de José Vicente Selma titulado “La estética del fragmento en Juan Gil-Albert”. Lo más destacable de este estudio es la visión del crítico del fragmento como una herencia cultural que ha impregnado el siglo XIX y el siglo XX. Se refiere a esa condensación que algunos escritores han tenido para expresar su pensamiento. En el caso de Gil- Albert, no ha habido muestras muy sólidas de ello, salvo el Breviarium Vitae, como ya comentó Joaquín Calomarde en su artículo comentado anteriormente. José Vicente Selma dice sobre el fragmento en la literatura: “La concepción del fragmento en la obra de E Nietzsche ha iluminado a su vez a buena parte

284 de nuestra mejor literatura. La simple lectura de José Bergantín o el cuidado tacto de Gil-Albert son buena muestra” (José Vicente Selma, 1981: 105). Es curioso que cite a Bergantín porque su prosa fue muy apreciada por el escritor de Alcoy, como pudimos ver en los comentarios que éste hace a la obra y la figura de Bergantín en Memorabilia. Es necesario citar la impresión que el lenguaje de Bergantín dejó en Gil-Albert: “Por consiguiente, sus contertulios de aquella tarde no podían más que traducir a un estado lleno, de sintaxis corriente, eso sí, rezumante de esencias personalísimas que barruntaban, un modo de ex­ presión que sí, como he dicho, era propia del arabesco, no acusaba menos su es­ tirpe taurómaca, dando lugar a un estilo que podríamos calificar, y siempre entre españoles, de arabesco con banderillas” (Juan Gil-Albert, 2004: 174). La influencia de Nietzsche ya ha quedado clara en el estudio de la prosa dedicada al escritor. Por todo ello, José Vicente Selma acierta en esas huellas culturales que confirman un estilo abundante, pero que, en ciertas ocasiones, no excluye lo breve, lo conciso. Cita el crítico la consideración que para Bergamín tuvo el aforismo: “El aforismo será pues una dinámica natural del pensamiento, estimulado por el enigmadel juego del conocer” (José Vicente Selma, 1981: 106). Si para Bergamín lo breve, pero sustancioso, enriquecido por el ingenio es clave en su obra, para Gil-Albert significa una estética, donde lo conciso no excluye lo profundo, sino que lo intensifica: “Una sabiduría hecha de los ecos de la mente y la experiencia que combate la gratitud del sistema, se concreta en la tradición oral y reintegra el conocimiento a su voluntad de juego, a su encarnizado riesgo, a la plenitud del instante que abre y cierra el círculo del tiempo” (José Vicente Selma, 1981: 106). Gil-Albert madura, con el fragmento, su pensamiento, lo lleva a lo esencial, sin la minuciosidad que nos depara el texto largo. En el fragmento se encuentra la madurez de su visión del mundo, el ingenio del pensador, Menciono estas líneas del artículo que corroboran lo que acabo de expre­ sar: “El fragmento permite en Gil-Albert, pues, la expresión idónea del pensa­ miento” (José Vicente Selma, 1981: 108). Para concluir con este artículo, cito unas palabras del Breviarium Vitas donde el escritor de Alcoy aguza el ingenio y nos ofrece, sin extenderse dema­ siado, toda su idea del ocio como su visión ética y estética del mundo: “Una pequeña habitación con libros y recuerdos; en una capa azul unos jazmines. La ventana abierta al horizonte. Soledad del ánimo y pujanza de la vida en­

285 tomada. Ningún desgaste fútil: sólo reservas. Más impalpable que la misma música, silencio rítmico, nuestra respiración se adentra en la eternidad” (Juan Gil-Albert, 1999: 339). Con esta breve descripción, el escritor expresa su esencia, derivada hacia la elegancia, el lujo (entendido como refinamiento) y la soledad. Toda una mues­ tra de la importancia del fragmento como resumen de las ideas de Gil-Albert. Concluyo este homenaje de la revista L'Arrel que le dedicó la UNED de Elche con el artículo titulado: « “Los viñedos” de Juan Gil-Albert: espejo del mundo», escrito por Rosendo Tella Aína. Lo que más me interesa de este estudio son sus comentarios a un poema del escritor de Alcoy titulado “Los viñedos”, se trata del quinto poema de Las Ilusiones. Fue escrito en México y publicado en 1944, en el exilio del escritor. La visión de España y de su Mediterráneo es esencial en el poema, pero lo más destacable es la alternancia del presente y el pasado en el mismo: “De los siete grupos de versos que comprende “Los viñedos”, los tres primeros expre­ san el tiempo virginal de la manifestación; en ellos presenta el desocultamiento vegetal hasta abrirse a la presencia plena, en el tiempo radiante del presente. En el cuarto grupo, el tiempo del presente resbala hacia el pasado” (Rosendo Tello, 1981: 123). Nos preguntamos: ¿Por qué ocurre esto? Al analizar la obra poética de Gil- Albert en la segunda parte del trabajo, es necesario ver que la evocación de la tierra natal es clave en su forma de entender el presente, donde el paisaje del exilio se convierte en un espejo de sus orígenes. Rosendo Tello habla de dos planos en el poema, el despertar de los viñedos y de la creación del mundo. El otro es la aparición del hombre y, por ende, de la melancolía que el paisaje suscita. El poder de la evocación cobra relevancia en el poema, logrando la emoción del lector, nacida de la melancolía y de la nostalgia que el poeta expresa en sus versos al recordar los viñedos. Sería demasiado extenso comentar el poema, como sí lo hace Rosendo Te­ llo, pero el estudio de la poesía de Gil-Albert que antecede a este apartado dedicado a los homenajes al escritor, contribuyó a desentrañar muchos temas que aparecen en su obra poética. Por ello, cito aquí sólo el interés del crítico por el poema como manifesta­ ción del efecto que la sensibilidad del escritor, su compromiso ético y estético con lo que escribe, nos deja en sus lectores. También destaca Rosendo Tello que el escritor alicantino utiliza el ende­ casílabo como verso principal en la mayoría de su obra. La explicación no es

286 difícil, ya que este verso busca la serenidad y la contención, que correspon­ de con el espíritu clásico de Gil-Albert: “En la época posterior se afianza el canon clásico presidido por la medida del endecasílabo, instrumento que en Gil-Albert se ajusta, como un freno, a la dicción serena y a la reflexión de la contemplación apolínea, canalizada, a veces, en el molde de la estrofa” (Ro­ sendo Tello, 1981: 120). Antes de este uso del endecasílabo, el escritor había alternado el soneto con el verso libre, donde podía expresar mejor el horror y la fealdad de la Guerra Civil española en su libro más impactante sobre todo ello: Candente horror. El triunfo del endecasílabo es también la victoria de un estilo poético más sosegado y maduro, donde culmina su visión ética y estética del mundo. Concluyo así este repaso a la revista L 'Arrel, no sin insistir en que el home­ naje que la UNED le otorga es uno de los más bellos testimonios de admiración hacia un hombre de la talla de Gil-Albert. CONCLUSIÓN: LOS HOMENAJES A JUAN GIL-ALBERT He hecho un repaso a algunas de las revistas más importantes que han de­ dicado homenajes a la figura y a la obra de Juan Gil-Albert. El recorrido de las revistas no ha sido cronológico, ya que me ha interesado más hacer un repaso primero por las revistas más recientes, como es el caso de El Mono-Gráfico, donde sólo aparecen tres artículos referidos a Gil-Albert. Uno de ellos, el de César Simón, titulado “Juan Gil-Albert: a modo de sem­ blanza”, figura en un estudio aparte por considerarlo necesario, ya que profun­ diza en el ser humano y nos cuenta muchos detalles de su forma de vestir, su carácter, etc, De los otros dos artículos, el de José Romera Castillo, que fue durante mucho tiempo decano de la UNED y es profesor titular de dicha Universidad, se centra en el componente autobiográfico en la obra de Gil-Albert. Se titula “Junto a Juan Gil-Albert” y ofrece un gran interés para comprender la impor­ tancia del yo en el escritor de Alcoy. Pedro Gandía Buleo es el autor del otro artículo aparecido en la revista, titulado: “El conocimiento del no conocimiento”, el crítico insiste en la idea del amante en la obra de Gil-Albert, como un ser que aspira a la unión con el Cosmos, buscando más lo espiritual que lo material. Los ejemplos que dedica al Tobeyo o del amor o Los Arcángeles son muy significativos de esta idea del amor como algo puro y, por ende, no carnal. La revista Anthropos dedica también un interesante homenaje a Gil-Albert. He destacado algunos artículos interesantes como el de Pedro J. de la Peña

287 titulado: “Juan Gil-Albert: Los años formativos” o el de José Carlos Rovira, cuyo título es “Acerca de personas y personajes que pueblan la casa-mundo”. Pero el artículo que más me ha llamado la atención ha sido el de Francisco Brines que lleva por título: “Vigencia de los mitos en Juan Gil-Albert”. El poeta valenciano insiste en la paganización de los mitos bíblicos por parte del escritor alicantino. Hay ejemplos muy destacables que Brines expone con gran brillantez, corno el del rey David convertido en un adolescente, reflejo del mundo helénico, por su belleza y su valentía. El poema al que hace referencia se titula “Endecha al rey David” y forma parte del libro de Gil-Albert Las ilusiones. De la revista La casa del pavo he destacado muchos artículos. Todos ellos son de gran interés, aunque resulta muy curioso, por el tema que plantea, el de Javier Pérez Escohotado titulado “Breve noticia de lo árabe en Gil-Albert”, donde el crítico señala la influencia árabe en la poesía del escritor de Alcoy. Llama la atención también el artículo de Salvador Moreno titulado “Juan Gil-Albert y su homenaje a México” donde el músico mexicano nos habla de la relación que tuvo con el escritor durante su exilio y nos cuenta detalles sobre una de las novelas que transcurren en su país: Tobeyo o del amor. Es de indudable interés el breve estudio que lleva a cabo Luis Antonio de Villena sobre la condición de filósofo del escritor alicantino. La comparación que Villena establece con el poeta Cavafis es digna de mención, ya que ambos creadores defienden un sentido ético y estético de la vida muy parecido, como se encarga de explicar el poeta y crítico madrileño. No hay que olvidar el artículo de José Carlos Rovira titulado “Diario de un adepto”, que constituye un sentido y bello homenaje al escritor, ya que Rovira se considera lector adepto de Gil-Albert, porque su obra le ha cautivado plenamente al reflejar todo un mundo de evocaciones culturales, de vivencias personales, de detalles que nos revelan la labor de un gran intelectual de nues­ tro tiempo. Y, desde luego, merece nuestra atención la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad de Alcoy al escritory el nombramiento de Hijo predilecto de dicha ciudad, lo que representa el más sentido homenaje a Gil-Albert, ya que parte de la ciudad que le vio nacer. Concluyo con este resúmen de los homenajes, haciendo mención del tribu­ to que le dedicó la Universidad de Educación a Distancia y su sede en Elche, concretamente, a través de la revista L 'Arrel, donde se pueden leer artículos muy interesantes sobre el escritor de Alcoy.

288 Destaco, como uno de los más bellos, el de César Simón titulado “La poe­ sía de Gil-Albert”, que contribuye a acercar mejor el interés hacia la figura y la obra del escritor. Su estudio revela que no existe el concepto de pecado en su obra y que el escritor es un asceta, envuelto en su ardua labor de crear, tras la contemplación del mundo, una obra presidida por la belleza. No debemos olvidar el artículo de Caballero Bonald donde expresa que el estilo del escritor de Alcoy refleja la elegancia de su autor y pone, como ejemplo, uno de los mejores libros de Gil-Albert: Crónica General, verdadero retrato de una época y de los personajes fascinantes que participan en ella. El artículo se titula: “Texto leído en la presentación de la “Obra poética completa” de Gil-Albert”. Hay otro importante documento que aparece en la revista, se trata de una conferencia que Gil-Albert dio el 9 de abril de 1981 en el Salón de sesiones del Excmo. Ayuntamiento de Elche, con el título “El caos: Como manifesta­ ción espontánea de mi solidaridad”. Nos habla de un hombre sensible cuyos orígenes, sus abuelos, él aragonés y ella valenciana, han marcado su vida para siempre. La calidad humana del escritor se pone de manifiesto en esta conferencia, ya que insiste en la importancia de la memoria y de los sentimientos, como la mejor base para mejorar nuestra vida en el mundo. No dejo de lado la mención del artículo de Gerardo Irles titulado “¡Viscon­ ti, Gil-Albert!”, donde el crítico insiste en la pasión del escritor por la obra del director de cine italiano. Visconti expresó, para Gil-Albert, en sus películas una visión total del arte, siendo su estética un ejercicio de prestigio cultural, donde se excluye lo banal y se refina la sensibilidad, en pos de un tiempo que se escapa para siempre. Por todo ello, el escritor de Alcoy considera que Vis­ conti no es el cine, ya que expresa muchas más cosas que las que el séptimo arte manifiesta. No hay que olvidar que Gil-Albert despreció el cine, por no decantarse en­ tre lo real o lo ficticio, siendo un espectáculo postizo, donde no se alcanzaba, salvo contadas excepciones como la obra de Chaplin, la emoción que encon­ traba en la pintura o el teatro. Este extenso recorrido por las revistas que le dedicaron importantes home­ najes sirve para conocer mejor el tributo que muchos intelectuales (críticos, escritores, músicos), interesados en algunos aspectos de su obra o incondicio­ nales como Rovira, le han ofrecido para resaltar su visión ética y estética de la vida.

289

UN RETRATO DE JUAN GILALBERT: LA MIRADA DE CÉSAR SIMÓN

Resulta necesario, en un estudio de la figura y de la obra de Gil-Albert, detenerme en un importante artículo para conocer mejor al escritor alicantino. Viene de la mano de César Simón, primo hermano suyo, pero, por encima de todo, gran amigo del escritor. Este homenaje apareció en El Mono-Gráfico en 1991. Esta revista valenciana está dirigida por otro gran amigo y admirador de la persona y de la obra de Gil-Albert: Pedro J. de la Peña. El artículo se titula “Juan Gil-Albert: a modo de semblanza” y como he de­ dicado un apartado extenso a los homenajes al escritor alicantino en varias re­ vistas, me ha parecido necesario comentar este estudio de forma independiente por su relevancia en los detalles acerca de la figura de Gil-Albert. Llama la atención los adjetivos que César Simón dedica al escritor: “Esa lentitud activa; ese hechizamiento elevado; esa lejanía embelesada donde a veces flotaba; ese ámbito dorado, tan hímnico como elegiaco, significa la más refinada condición, que él representaba plenamente” (César Simón, 1991: 42). Nos cuenta el poeta valenciano que conoció a Gil-Albert al volver de su exilio, en 1947. Para César Simón, no hay nada de decadente en el escritor alicantino. Lo considera una falsa impresión de aquellos que no le han leído con profundidad, como mucha gente que conoció a Gil-Albert en su juventud. Nos cuenta detalles sobre su comportamiento en público. De su condición de hombre refinado nos llegan estas palabras que cito a continuación: “Dijo una vez que él, desde muy joven, se había prohibido toda vulgaridad” (César Simón, 1991: 43). Al citar esto, podemos pensar que existía en el escritor un cierto aire de pedantería, que el poeta valenciano niega en el artículo: “Juan se mantenía

291 siempre vestido, en cuestiones idiomáticas. Ahora bien, su indumentaria, ele­ vada y digna, no adolecía jamás de pedantería, al contrario, resultaba siempre natural, un poco adobada por su lentitud, temblor de voz y exquisitez de ento­ nación” (César Simón, 1991: 44). Resulta muy interesante la opinión de Simón sobre la sabiduría de Gil- Albert. No le califica de culto en el sentido del sabio oriental que alecciona a sus discípulos, tampoco del sabio socrático que se empeña en dar clase, Para el poeta y crítico valenciano, el escritor alicantino es sabio sin alardear de serlo, con la naturalidad de los que son felices relatando curiosidades, hechos históricos o anécdotas de su pasado. Es una sapiencia que cala, porque nace del mero hecho de conversar. También son relevar.ks los detalles que nos da Simón de su celda, donde establecía Gil-Albert sus conversaciones. Dice así: “Te pasaba a su celda. Él llamaba celda a una pequeña habitación triangular, junto a la salita roja susodi­ cha, de techo muy alto, como toda la casa-casa para grandes lámparas” (César Simón, 1991: 45). Describe el poeta valenciano la celda: las cortinas azules, el blanco de las paredes, los libros lujosos de arte y la obra completa de Joan Maragall, muy admirado por él. Nos cuenta César Simón el horario de la escritura: “Escribía Juan sentado en un sillón tapizado de azul, como las cortinas, comenzaba por la mañana, no tarde, de pijama, batín y zapatillas...” (César Simón, 1991: 46). Es interesante el mundo que se establecía en la finca de El Salt, su amada casa. Allí llegaban muchos vecinos a recoger agua. El surtidor era una fuente que había bajo un gran chopo y una higuera. Las charlas que tenía el escritor alicantino con aquellas gentes son mencio­ nadas por Simón. Gil-Albert hablaba con ellas, para utilizar posteriormente a aquellas personas como personajes de sus novelas, como nos cuenta el poeta valenciano: “Se interesaba Juan por la vida de estas gentes. Luego, las interpre­ taba como personajes entre wildianos y galdosianos” (César Simón, 1991: 48). Nos revela cómo Juan podía llegar a entablar una discusión por un simple gusto cinematográfico distinto al suyo (hay que recordar que el escritor, excep­ to el cine de Visconti, despreciaba el séptimo arte). Se refiere Simón a un hecho que le ocurrió con su amigo Pedro de Valencia en su casa, en pleno verano. Pedro de Valencia desdeñé una película europea y alabó, sin embargo, una “vulgaridad” norteamericana: El Rey y yo. Aquello desató las iras de Gil-Al- bert, ya que detestaba el cine norteamericano, con lo que Pedro se levantó de

292 la mesa y abandonó la casa. Nunca más volvió el pintor valenciano a aquel lugar, situado en la calle Colón 35, donde vivía el escritor con doña Vicenta y su hermana Tina. Un mero comentario que afectase a su sensibilidad podía volver al escritor alicantino imprevisible y convertirle en un hombre iracundo, perdiendo su co­ nocida afabilidad. Es necesario hablar de la importancia de las flores en la vida de Juan Gii- Albert. Eran más que un ornato, todo un mundo para él, lo cuenta muy bien César Simón: “Las flores eran una necesidad para él: las rosas, la copa de jazmines sobre su mesa de despacho, en la que, por cierto, no se sentó nunca a escribir, porque Juan fue siempre un escritor de sillón, de sofá o de mesa cami­ lla, en parte debido a su desviación de la columna” (César Simón, 1991: 50). Hay detalles muy significativos acerca de su gusto por el vestir, por el dan­ dismo. Dice Simón: “Por las fotos, por las escasas fotos que he visto de la época mejicana de Juan, y, luego, de su estancia en Río de Janeiro y Buenos Aires, en comparación con su juventud había cambiado mucho. Se había transformado en clásico. Su color preferido era ahora el gris claro -mejor el gris plomo que el gris perla- y la corbata de motas. Trajo de Buenos Aires un abrigo marengo, de manga ranglán, a la vez elegante y semideportivo, y unas cuantas camisas de muy bien gusto, rayadas de azul o rosa, que adquirió en Río” (César Simón, 1991: 55). El orden era una característica esencial de su vida, como nos describe el poeta valenciano: “Era muy ordenado. Apenas llegaba a casa, colocaba todo lo que llevase en su sitio, la cartera de cuero blanco, la chaqueta, el paquete de lo que hubiese comprado...” (César Simón, 1991: 55). El artículo está lleno de anécdotas, como aquella en la que Simón cita el dandismo del escritor en los momentos más imprevisibles: “Cuando en el año tuvo que operarse, se presentó en el quirófano con una flor en el ojal del pija­ ma. “Para estas ocasiones”, le comentó al doctor Duyos, señalando las viole­ tas” (César Simón, 1991: 57). Resulta más dramático el retrato que hace de su primo Juan cuando se tras­ ladó éste de la calle Colón a la calle Martí: “En la calle de Martí, Juan comenzó a repetirse. Contaba reiteradamente las mismas anécdotas, expresaba las mis­ mas opiniones. Había resumido su vida” (César Simón, 1991: 59). Es importante recordar que el escritor abandonó la casa de la calle Colón a los sesenta y cinco años, lo que nos induce a pensar que se hallaba todavía con una gran capacidad intelectual.

293 Las páginas que nos cuenta César Simón nos relatan ya el dramatismo de la vida que no olvidó a Gil-Albert, para herirle como a tantos otros: “Había en su rostro de paralítico, y de víctima de la arteriesclerosis, dignidad, resignación oculta, muy entera, muy senequista” (César Simón, 1991: 59). Aquel estado deteriorado de salud vino tras la rotura de la cadera, a consecuencia de la de­ bilidad de sus huesos. La descripción que hace César Simón de Gil-Albert es muy notable y me­ rece ser tenida en cuenta en este estudio: “Decía que Juan era un hombre de menuda estatura. Su cabeza era más bien braquicéfala, pero su rostro, relati­ vamente alargado, incluso afilado. Podía enarcar mucho las cejas; su boca no resultaba ni ascética ni sensual” (César Simón, 1991: 61). Pero es en las manos donde encuentra Simón el verdadero matiz de refi­ namiento y sensibilidad del admirado escritor: “Lo más notable suyo eran las manos, de las que siempre se enorgullecía y cuyo corte las atribuía él a las de su padre. Además de sensibles y bien dibujadas, estas manos le temblaban siempre un poco, cada vez más, con una especie de perlesía que alguien atribu­ yó equivocadamente al Parkinson” (César Simón, 1991: 61). Termino esta magistral semblanza del escritor alicantino con una especie de-cuadro, me refiero el que describe a Gil-Albert descansando en la playa de Las Arenas, tras su regreso de México. César Simón nos retrata al exquisito artista mirando al mar, como si de una pintura (arte tan apreciado por el escritor alicantino) se tratase: “Portaba en un pequeño maletín sus bártulos, extendía en la arena su gran toalla y leía o escribía, con la nariz protegida por la crema. De vez en cuando, se levantaba y contemplaba el mar y la gente, varia y transito­ ria” (César Simón, 1991: 62-63). Concluyo así este repaso por la memoria de alguien que conoció muy bien al escritor. Su admiración y su sensibilidad al retratar todos los detalles que hacían tan singular su figura, le convierten en un tributo necesario para hacer hincapié en la singularidad de un hombre como Gil-Albert. CONCLUSIÓN: GIL-ALBERT: A MODO DE SEMBLANZA Lo más interesante de este artículo es la bella visión de un gran amigo y admirador del escritor alicantino. No hace mención de sus cualidades como prosista o poeta, sino que todo el artículo se centra en los detalles que permiten conocer mejor su importancia como ser humano. Por ello, el estudio nos habla de su carácter, apacible, pero iracundo cuando algo le soliviantaba. Lo que para otros no hubiese producido tal enfado, sí fue

294 motivo suficiente para él, como, por ejemplo, una discusión por el cine de un país u otro. Pero también nos sirve este artículo para conocer mejor la singularidad del escritor corno hombre exquisito y sensible. Nos cuenta anécdotas tan in­ teresantes como la decisión de llevar una flor en el ojal ante una operación que tuvo que sufrir. Este hecho nos revela a un hombre que siempre es fiel a su sentido estético de la vida, en cualquier situación que tuviese que afrontar. Defiende César Simón el carácter comprometido de la obra de Gil-Albert, frente a todos aquellos que en su juventud le vieron como un continuador más del modernismo. No excluye en el artículo el dramatismo que pesó en vida del escritor, ya que empezó a mermar su capacidad intelectual tras el traslado a la calle de Martí, uniendo a ello los problemas que empezó a sufrir por la arteriesclerosis. En resumen, nos ofrece César Simón los pequeños detalles que configuran la vida de cualquier hombre: su forma de vestir, su carácter, su forma de afron­ tar la enfermedad. La única diferencia reside en que el artículo nace de una gran admiración a una figura irrepetible de la literatura del siglo XX, un hom­ bre que hizo de la belleza una de sus grandes actitudes ante la vida, huyendo, como dijo Simón, de cualquier vulgaridad.

295

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300 ÍNDICE

Prólogo...... 9 Introducción...... 11

1. Gil-Albert: su papel en la poesía de la segunda mitad del s. XX...... 15

2. Misteriosa presencia: los sonetos de un poeta del mediterráneo...... 19

3. Cuatro sonetos levantinos: el amor hacia la tierra...... 29 4. Candente horror: la tragedia de la guerra civil...... 35

5. Siete romances de guerra: la importancia del romance en la guerra civil..... 45

6. Son nombres ignorados: la belleza ante el horror...... 57 7. Las ilusiones; el gran libro de Gil-Albert...... 75 8. El convaleciente: la decisiva madurez de Gil-Albert .101

9. Los oráculos: un canto a la felicidad...... 115 10. El existir medita su comente: el último libro del exilio...... 127 11. Concertar es amor: el soneto como espejo de la creación...... 147

12. Carmina manii trementi ducere: seguir cantando la vida...... 163

13. A los presocráticos: una vuelta a la sabiduría clásica...... 173 14. Migajas del pan nuestro. El esplendor de ser ocioso...... 185

15. La metafísica: la renovación estética del poeta...... 193

301 16. Los homenajes: la otra voz de Gil-Albert...... 205 17. In promptus'. el final de la experiencia...... 223

18. El ocioso y sus profesiones: La importancia de saber mirar...... 229

19. Variaciones de un tema inextinguible: la intimidad de la ternura...... 237 20. Poemas no recogidos en libros...... 245 21. Los homenajes a Juan Gil-Albert: un tributo necesario a su obra...... 251 22. Un retrato de Juan Gil-Albert: La mirada de César Simón...... 291 23. Bibliografía...... 297

302