Ardiente y Sin Capilla

Por

Casiopea

Y por las calles vaga solo el corazón sin un mal beso que llevarse a la boca. Y sopla el viento frío de la humillación envileciendo cada cuerpo que toca. (Ganas de) Joaquín Sabina.

El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una, pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad y es el que hace la muerte; si son carnales ambos, el amor y la muerte y ¡ese es su terror y su enorme sortilegio! Thomas Mann. La Linterna Mágica.

¡Oh encantadora belleza orgánica que no se compone ni de pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre! Thomas Mann. La linterna Mágica.

MARISOL Y MARISOMBRA

El cielo de esa noche era rabiosamente azul y ardiente de estrellas, unas grandes y de luz soberbia y otras lánguidas y diminutas como cabecitas de fósforos a punto de extinguirse. A pesar de la esplendorosa luz de luna que iluminaba las callejuelas del barrio en aquella venérea y seductora esquina, la incertidumbre incandescente de la luz neón roja del letrero del bar El Delirio, producía una penumbra enmohecida. Los destellos sanguinolentos destilaban sobre los cuerpos de las mujeres que rondaban por la oscuridad como sombras de ojos lustrosos y vacíos. La intermitente mirada lasciva parecía el parpadeo de un ojo monstruoso que la seducía en un delirio de alcohol y sexo. Ella era la paloma negra de los excesos escapada de una cárcel de amor. Las luces de halógeno fungían como tributo al holocausto de las mariposas que perecían bajo la viciosa luz. Sí, la luz es un afrodisíaco indudable: violeta para las mujeres y roja para los hombres, tonos que estimulan la actividad de las glándulas sexuales. Murmuraba entre copa y cigarrillo, boquitas y sorbos de limón. Sentada frente a la mesa en el último rincón del bar contabilizaba las miradas a su alcance, los jadeos sinuosos, las pulgadas de piel sensible y el sexo nostálgico y subestimado de los transexuales que pululaban como palomillas alrededor de una bombilla grasienta. Medianoche y el ambiente cargado de nicotina y vapores etílicos pendía sobre las cabezas como la hoja oxidada de una guillotina. En el aire caliginoso una manguera de plástico transparente con escamas rojas y púrpuras reptaba por todo el techo hasta morderse la cola. Un tubo de neón iluminaba anémicamente el mostrador desvencijado que cargaba sobre el lomo un pesado vidrio ahumado, en donde jugaban a las piruetas media docena de vasos y otras tantas botellas llenas de un líquido verde venenoso. Empotrado en la pared el estante de madera exhibía en orden y con seriedad arqueológica dos botellas de cerveza Cabro y Bohemia que cumplían su papel histórico al ser las últimas piezas restauradas en aquel museo etílico. Otros litros y octavos de Pajarote, Quezalteca, Troika y Venado evidenciaban la evolución del néctar de los dioses a simple desinfectante hospitalario. En el rincón opuesto un congelador con puerta de vidrio transparente enfriaba refrescos que nadie bebía: Dr. Pepper, Spur Cola, Delaware Punch, Nesbith y otras bebidas espirituosas. La puerta principal del bar ostentaba en el marco superior una trenza de nueve cabezas de ajos, colgada como un manojo de ojos disecados de cíclope. Guardián del envoltorio de papel celofán rojo lleno de arroz, fríjol, maíz negro, rojo y blanco, una cruz de chico y trece centavos oxidados para la protección del negocio. De un clavo sembrado en la pared pendía el cuadro de San Judas Tadeo y una cruz de ocote amarrada con hilo rojo lo acompañaba en silencio. La copa permanecía vacía sobre la mesa mientras las moscas, impasibles, descansaban sobre la boca de la botella. El rostro imperturbable sólo daba señales de vida de vez en cuando al lanzar un manotazo seco para espantar la cópula impúdica de las moscas que, obligadas a realizar el coitus interrumptus, revoloteaban sonsas entre la pantalla de la lámpara violeta. Después de esa noche de copas, una noche loca, le preocupaba el aspecto de muerta in fieri que seguramente se traslucía por las ojeras azules, mal disimuladas por el polvo Darosa, con el olor inconfundible a talco de bebé tan seco y arenoso que era difícil deslizar la esponja bajo los ojos y rellenar el cráter que tenía justo en el pómulo izquierdo. Algo terriblemente espectral se perfiló en su rostro al verse en el espejo de la polvera. Estudió las cejas con seriedad y se convenció que hacía falta esponjarlas con el delineador. Un leve toque de saliva con la punta de la lengua hidrató el crayón negro que recorrió la curvatura del ojo y dibujó el gesto altanero a lo María Félix, en un desafío sostenido. Una sombra de noche azul se empecinaba en colorearle los párpados, la cual fue inesperadamente alterada por la furtiva gota de sudor que emanó de la frente y cicatrizó el maquillaje recién aplicado. Con ademán precipitado contuvo el desborde secando el sudor con minúsculos toques del kleenex y un tanto molesta volvió a cubrir las mejillas con polvo compacto. Con delicadeza dibujó el contorno de los labios y pintó únicamente el labio inferior. En gesto sensual unió los labios y los apretó uno contra el otro. Frunció la boca y luego sonrió. Ahora la boca era una herida abierta, cálida y palpitante. Con el dedo índice acomodó la pestaña y extrajo la mascarilla Maybelline Ultra Lash, con el exclusivo taper brush recuerdo de su época sesentera. Aplicó el rímel y las alargó, engrosó y las hizo más sedosas para darle el dramático matiz de color negro terciopelo y así crear el efecto de una mirada profunda. ¡Oh si, ella es la poseedora del look del mes! Para lograr la mirada seductora que buscaba decidió trabajar más el make up aplicando tres tonos de sombras. Eligió el más oscuro y lo deslizó a lo largo de la línea superior de la pestaña. Como un cirujano en plena disección extrajo del bolso un pincel angulado y deslizó la punta por la sombra eliminando el exceso. Con el dedo índice tensó el párpado y estiró suavemente la esquina exterior del ojo para aplicar el color con trazos suaves y parejos. El ojo izquierdo bizqueaba para localizar la otra brocha y poder aplicar la sombra intermedia, desplegarla por todo el párpado hasta difuminarla hacia arriba, pasado el pliegue y por debajo del ojo, para crear un efecto de aureola. Como toque maestro aplicó el tono más claro en la esquina interior para iluminar el ojo y agrandar la mirada. Con delicada coquetería aplicó el rubor natural y radiante en las manzanas de sus mejillas y difuminó hacia arriba y hacia fuera. Sí, ahora estaba satisfecha. Se contempló las mejillas tersas levemente ruborizadas por el rouge, la boca sensual, casi lujuriosa cristalizada en el gesto de succión, los ojos arrebatadores dignos de la mejor vampiresa. Percibe, se deleita y goza la belleza de su rostro, la realidad conquistada de la belleza femenina, el anhelo de seducir a los hombres y sentir el amor en el cálido suspiro de un beso en los labios. De pronto presintió que iba a llorar al recordar que el maquillaje era sólo una máscara, un inútil intento por lograr algo que no podía alcanzar. El ambiente del bar le quitaba todo el encanto a las noches de abril, claras, frescas y perfectas para encontrar al hombre que le han destinado los astros. Deseaba ver entrar al príncipe ideal, de preferencia de signo escorpión y que le gustara el color rojo oscuro que armonizaba con el violeta para el romance, la pasión y el sexo. Sentía en el aire el perfume almizclado y agresivo, exótico, misterioso y fuerte que era compatible con su naturaleza sensual. Escudriñaba cada gesto a su alrededor para luego analizar al microscopio toda posibilidad de conquista. Era imposible ilusionarse con cualquier gesto o mirada, sin caer en los equívocos peligrosos, lo sabía bien pues tenía como recuerdo dos o tres cicatrices en el rostro producto de sus conquistas frustradas. No podía estar sola otra noche más, pues esa noche más que nunca se sentía cargada de odio y desesperación. No resistía la frustrante y dolorosa soledad de una cama vacía que le recordaba que otras eran felices, como las locas vagabundas y desenfrenadas que gozaban el sexo furtivo en un bar de quinta, pero ella no. Quiso gritar allí mismo que ella era también una mujer, que se sentía una mujer y necesitaba un hombre ¡un hombre! ¡¡Un hombre!! Pero no lo hizo y decidió seguir esperando. Abrió la cigarrera platinada, con la liturgia ansiosa y desesperada de un suicida al abrirse las venas, esperando encontrar una respuesta ya no en la sangre sino en la nicotina. Encendió un cigarrillo largo y mentolado y lo aspiró como un incienso precioso emanado del fuego interior que la calcinaba. La ceniza de tres centímetros de largo sobresalía entre las uñas nacaradas y la dejaba estar como un cuerpo yacente en el lecho hasta que ésta sucumbía naturalmente. Sonrió al recordar una errabunda teoría sobre los cigarrillos, el cine y el sexo: Sólo los héroes afeminados de las películas silentes fumaban cigarrillos pues de esa forma manifestaban su envidia del clítoris. Es decir, el cigarrillo no es sino un clítoris fuera de sitio, está entre los labios, no inmediatamente sobre ellos. ¡Acabáramos! Ya se sabe que después de Freud y sus compinches, un puro o un cigarrillo es un objeto fálico. Sonrió seductoramente sosteniendo el cigarrillo entre los labios gruesos y golosos, con el rostro gozoso de placer. ¡Feliz fellatio! Su destino era amar sin ser correspondida, en ir por el mundo como una condenada a cadena perpetua, a ser desterrada de sí misma. Por eso en el amor era mejor el crimen. Los amores feroces que la hacían lucir como una sodomita lapidada en la plaza del pueblo. En ese momento su mente era un huracán de recuerdos, rencores, nostalgias y odios resucitados la noche anterior en la última, –se juraba que sería la última-, pelea marital. Ya no necesitaba el disfraz del matrimonio, por eso había decidido aceptar la cita. Las volutas azules que desprendía el cigarrillo se enredaban entre las glamorosas pestañas y la cubrían con una sinuosa piel de humo, ceniza y transparente, que le daba un aire de misterio lejano y exótico. Aparentaba ser joven, sin embargo, parecía ser la arrugada y tuberculosa enferma número uno de algún nosocomio público o la fugitiva del neuropsiquiátrico más cercano. Su vestido de fuego y lentejuelas enardecía el aire con una candente humedad que brotaba de sus poros, creando un mórbido torbellino de sensualidad y salvaje erotismo a su alrededor, el cual llegaba en ondas de sensaciones voluptuosas hacia los cuerpos aletargados sobre las mesas. La belleza del rostro era rara y misteriosa, no así la etérea y aterciopelada belleza de las manos. Cerró los ojos como sintiendo el dolor de una antigua herida, el escozor de una vieja quemadura que la marcaba. Deslizó la mano izquierda por la entrepierna buscando el lugar por donde se atisba la vida y la muerte, sin embargo, el frío beso del metal la devolvió a la realidad, era la argolla matrimonial, la cual quitó disimuladamente para no espantar a las posibles presas de la noche. El cantinero, que a fuerza de limpiar los vasos con un trapo mugriento los sombreaba con una costra blancuzca, la miraba con el rabillo del ojo, apoyado el codo en la barra y masticando un palillo de madera entre los dientes. Abrió los ojos y miró como la noche larga e inmensa se cubría de luces temblorosas y sombras de primitivo neón que daban vida al inmundo bar donde se refugiaba. De todos los sitios sucios en los que me he emborrachado, este es el número uno. El bar, como la varicela, punteaba de furúnculos aislados, purulentos en el resentimiento de la marginación y el rechazo como la condición ideal que los mantenía en un estado pirético a punto de ebullición. Algo bello y sucio los unía con un invisible lazo nocturno. Las bocas seductoras y palpitantes, como un rojo surco violado por palabras obscenas, bostezaban humo azul que iba cubriendo como una tela de araña impalpable el rostro de los pocos clientes del bar, invadiendo los rincones para luego quedarse inmóvil, compacto y gris, flotando entre el techo y las cabezas de los maniquíes olorosos a cerveza, sudor, siete rosas y tabaco. El marasmo perezoso fue roto por la entrada de una figura extraña. El cantinero, regordete y afeminado, que en ese momento preparaba un sexo en la playa, la Drag Queen que remedaba a Sharon Stone intentando seducir al público al cruzar lujuriosamente las piernas y ofrecer una vista panorámica del gran cañón y también la mesera de bíceps elevados al cubo, se preguntaron si vendría a comprar cigarrillos o a acompañar a una prima, pues este era un bar exclusivo y se reservaban el derecho de admisión. Las tres miradas y otros ojos impertinentes se prendieron como imanes tras la piel. Treinta y tantos años, cejas gruesas, piel bronceada al natural, dientes grandes y blancos bajo el bozo delicado y rubio como la pelusilla de durazno. Caderas semi curvas moviéndose dentro de un pantalón de casimir italiano. Sin preámbulos ni delicadezas se dirigió a la mesa de la dueña de las manos increíblemente aterciopeladas. Se plantó frente a ella unos segundos hasta que dijo con una voz extraña de tenor pre-púber. -Ni un solo centavo más, ¿me escuchas? No voy a mantener a un criminal. La voz era tan contrastante como su aspecto. La mujer sumisa y un poco medrosa sólo frunció la boca y no contestó. Se ocupó en acomodar los cigarrillos en la cigarrera platinada, cerrar la carterita de fósforos y cubrir la botella con la diminuta copa tequilera boca abajo. Antes de tirar el cigarrillo que fumaba, guillotinó el filtro con las uñas y aplastó la colilla ardiente entre los dedos. -Te dije que no estoy dispuesta a pagar por esa operación. Además necesito que me des la llave. Necesito sacar algunas cosas de la casa. La mujer levantó la vista y recorrió con una mirada avergonzada el local. Con los dientes apretados por la cólera murmuró con una voz de tenor sorprendentemente varonil. -No te me pongas flamenca y deja el femichismo para tus protestas públicas. Siéntate y no escandalices. Mira en dónde estamos. La joven repasó el bozo con los dedos índice y pulgar en el contorno de su labio superior con un aire de fastidio para luego elevar la voz con la estudiada intención de molestar a todo el mundo y avergonzar a su interlocutora. -¡Qué carajo me importa a mí dónde estemos! Yo sólo vengo a buscar mis llaves y a pedirte que te alejes de mí. ¿Por qué me buscaste? -Tómate un trago – dijo mientras pedía otra botella y otra copa limpia- Con un gesto brusco y torciendo la boca en una mueca de cansancio separó una pesada silla de metal que chirrió horriblemente y luego se dejó caer en ella. -Yo no sé cuál es el complejo tuyo Gabriel, pero a mí eso de que te quieras convertir en mujer me encabrona. Ser maricón es una cosa y está bien, yo no te lo discuto, pero quererte operar es otra cosa. ¡Tú no la pegas como mujer! -¡A mí no me vengas con eso Marisol! –La interrumpió bruscamente- ¡Mira quién habla! Si tú de macho lo único que tienes es la mente de cavernícola que no te deja pensar más allá de tus instintos. ¡Si ya te dije que las dos salimos ganando con eso! La mesera físico culturista se acercó con un azafate, que parecía estar imantado a la palma de su mano, porque no se caía nada a pesar de la ondulación de sus caderas, en donde venían dos copas limpias, una botella de tequila, cinco rodajas de limón y un salero. Ambos callaron mientras colocaba todo sobre la mesa. -¿Cuánto se debe? -Preguntó Gabriel- -Con esta son dos botellas. Así que son...setenta cabales. La de las manos espectaculares saco del brassier un rollito de billetes. Desenredó uno de a cien y se lo entregó. La mesera se acomodó el corpiño y sacó con un tironcito discreto la tira de la tanga que le castigaba la entrepierna, luego se fue a la caja registradora a buscar el cambio. Cuando volvió a dejar un billete de a veinte y uno de a diez, también dejó un platito blanco lleno de tortrix y un suave ondular de pestañas dedicado a Marisol, y luego se alejó taconeando coquetamente. -¿Para qué carajo quieres tú la llave de mi casa? –Preguntó colérico- Marisol no contestó, continuaba distraída con el vaivén de las caderas anchas de la mesera, imponentes en la falda de tubo, de nalgas insurgentes bajo la anarquía del hilo dental que las reprimía, rotundas, orondas, olímpicas, medalla de oro en los cien metros curvos. Al verla desaparecer tras la puerta del baño volteó la cabeza, lo miró con odio y dijo sin reservarse el tono agrio y burlón. -Lo que quiero que me expliques es de dónde sacaste ese manojo de billetes. ¿Otra vez diste el cuero? Te lo he dicho siempre: la puta no nace, se hace. ¡Y tú para puta vas que vuelas! Te dije que no anduvieras en malos pasos. Por eso es que me voy, ¿no lo entiendes? Así que quiero mi llave para sacar todas mis cosas. Mientras hablaba se comía con los ojos a la mesera que volvía al ataque con sus recién estiradas medias de súper licra y tacones de aguja capotera. Oía a su marido como oír llover, sin prestarle mucha atención, pues el espejismo de la bella mesera la hacía alucinar en dolby stereo. Podía casi palpar los muslos rocosos de Tina bailando la Proud Mary, sentir el calor llameante de las piernas de ébano que al contacto de sus manos se convertían en pura melcocha derritiéndose al compás de la música, moviendo su cuerpo al ritmo de las caderas electrizantes y malcabrestas que agitaban la carne en un torbellino sudoroso de rock and roll. -¡La puta eres tú! ¿Crees que no me he dado cuenta? –Dijo furioso con la mirada fija en Marisol- Mi casa no es un burdel y si te quieres ir, pues vete, pero con lo puesto m´ija. Te largas ya con tu cajita de cartón donde traías tu ropa. Las palabras las escupió con asco y para quitarse el mal sabor de boca bebió de un solo trago el tequila. -Sí corazón, me largo –dijo con sorna- pero con la mitad de todo lo que me pertenece. –Mostrándole la argolla matrimonial- Cuando nos casamos fue por bienes mancomunados. ¿Te acuerdas? Además, tu casa era una covacha que ya se caía, yo le metí pisto y la levanté de terraza, cornisa y dos niveles. Me sobé el lomo trabajando como mula de carga, trayendo y llevando la droga metida en el culo. Así que la casa también es mía. Gabriel frunció los labios para besar la boca de la botella y tragar el tequila a sorbitos. Se puso a mirar con distraído enojo la puerta del bar por donde vio entrar al clon de Penélope Cruz, delgada y rostro equino, que saludaba a la mesera y al cantinero con aparente familiaridad. -Tú lo que quieres es fregarme la existencia, llevar a tu amante a la casa y coger como perra. ¡Pues no, chula! ¡Te me vas a echar pulgas a otra parte! La mesera continúo el asedio inmisericorde contoneando las caderas al ritmo del rock, con una mano en la cintura y la otra elevando el azafate como el trofeo de un concurso de baile. En ese momento Marisol deseó con todas las fuerzas de su espíritu capitalista ser dueña de un apartamento con vista al mar, estilo night club, para canjear el boleto de sexo gratuito que le llovía del cielo. Pero la realidad es una perra canela que muerde donde más duele: el bolsillo. Se desgarró la ropa en señal de sufrimiento y se tiró puñados de tierra encima ante el cruel destino, pues si llegaba a conocer su suerte le daba un pescozón al maricón este y lo dejaba calentando la banqueta a ver si así aprendía a no faltarle el respeto. No obstante su deseo de finiquitar la vida de su marido quedó en pausa, porque no quería que fuera a pensar el culito ese que era un macho golpeador y huyera presa de un feminismo histórico. Así que con su mejor gesto dramático, estilo teleserie mexicana, trató de conciliar las partes y soltó la lengua con falso arrepentimiento. -Pero, ¿tú crees que soy de palo? ¿Qué no me duelen tus palabras? Yo que te di los mejores años de mi vida y me jugué el pellejo para que no te faltara nada ¿Y todo para qué? Para que ahora me trates con la punta del zapato. ¡Todo por tus malditos celos! ¿Yo qué culpa tengo que a tu mamá le guste el arroz con pollo? Anda, dime. Tú la viste, con esa persecución que ni Dillinger escapaba. Se paseaba con la bata transparente enseñando las agarraderas y salía en cueros del baño todo para calentarme y después fregarme con sus insinuaciones. ¿Dime si no fue así? Gabriel, yo ni quería. Nunca he llevado a nadie a la casa. Fuiste tú el que insistió que ella me ayudara en la casa. Como tú no estabas, yo me dediqué a cuidarla, ¿lo entiendes? No he hecho más que cuidar de ti y de tu familia y con esa desconfianza me pagas. Gabriel había vuelto a encender otro cigarrillo y fumaba frenético. Después de un rato murmuró furioso. -¡A otro perro con ese hueso! Nada más faltaba que la amarraras a la pata de la cama. ¡Te dejaste ir como manteca en sartén caliente! ¡Contigo todo es abuso y mala vida, no jodas! -Pero si ya te lo canté cien veces, hombre, te dije que ella me sonsacó con sus mañas. Que si un masaje en la pierna para las varices y que le dolían las verijas y que más arriba, pero hasta allí. ¡Te juro por la Santa Cena que yo no hice nada con ella! Yo todavía me respeto. ¿Crees tú que padezco de Gerontofilia? ¡Hacerlo con una vieja que parece mueble antiguo de lo bien acabada que está! Tú sabes que yo respeto el convenio, guardo las apariencias y soy una respetable profesional y ama de casa de día, pero, ¡Ay, virgen santa! ¡Ese es cuero y no lo que tengo en casa! Interrumpió el discurso, para lograr la absolución del juicio que le montaba Gabriel, distraída por el ataque frontal –o de retaguardia- de la mesera que servía en la mesa vecina al clon-Cruz, todo dientes y sonrisa, en una complicidad abierta con la terrorista de abundante músculo que movía toda su humanidad saturada de esteroides para conquistar al enemigo que, a esas alturas de la batalla, ya había firmado la rendición incondicional. Pero el avance fue detenido por el súbito sollozo de Gabriel que soltaba unos lagrimones de cocodrilo y unos hipos de antología para lograr la compasión unánime del público y el reproche mayoritario contra Marisol. Gabriel se puso a suspirar como fuelle descompuesto y a rebuscar en la cartera, la cual desentrañaba cruelmente, agobiado por el moco que ya sentía al borde de la fosa nasal. Sacó el polvo compacto, cepillo, pasta dental, sombra, rímel, tubo de pastillas salvavidas, bolígrafo, tijeras, lima de uñas, libreta, pintura, desodorante, toalla sanitaria y, por fin, los malditos kleenex que estruja contra la nariz y suena escandalosamente. Marisol se ocupó en pellizcar el limón y retocar con sal el borde de la copa. Miraba los ojos húmedos de su marido, el sexo de las moscas, la infinita boca del clon, el platillo lleno de tortrix, las nalgas ganadoras del récord olímpico, el cantinero impertinente, la copa de tequila. Guardó silencio obligada por la circunstancia y evadió mirarlo directamente para no sentir el mudo reproche que le gritaba. Al fin dijo vencida su paciencia. -Ya está bueno de tragedia griega. Ya deposité el dinero en la cuenta. Total, si no me quieres dar la llave, allá tú y tu conciencia. Además sabes que no te conviene andar solo por allí, bastante me he sacrificado por ti para que ahora me salgas con esta trastada. Gabriel se enjugó las lágrimas y su mirada incrédula se encontró con la de Marisol. Ella bebió el último trago de tequila y luego se puso de pie empujando bruscamente la silla con la cadera flaca. Sin despedirse se dirigió a la salida. La mesera la alcanzó de una sola zancada para entregarle una tarjeta minúscula, color lila y aromatizada, y darle de propina una visión panorámica del estrecho de Gibraltar que dividía sus monumentales peñones. Gabriel, aparte de sentir las protuberancias que le nacían en lo alto de la frente, sintió que un terrible remordimiento lo obligaba a seguirla. Se dedicó a recoger todo con rapidez y, apartándose el cabello que le caía sobre los ojos, la siguió corriendo lo más rápido que los tacones le permitían. La mesera y el cantinero lo siguieron con la mirada hasta que la figura se borró por la mortecina luz de los focos que alumbraban la esquina de la calle opuesta. -Oye –dijo el cantinero- esa machita ya tiene dueña. ¿Lo sabías? -Sí, hombre –asintió la mesera de mala gana- si yo no la quiero para ponerle casa. -Entonces, ¿para qué estabas dando el cuero? -Eso es cosa mía. ¡Ocúpate de tus cosas Leovigildo y déjame en paz! -Cuidado, que el viejo que la regentea es de armas tomar y tiene influencias en el gobierno. Yo no quiero problemas. -Pues no los busques. Yo sé mi cuento. -Allá tú...La que por su gusto y gana... -Ni su Tata ni su Nana.

MARISOLILOQUIO

Hoy hace cinco años que nos casamos. Hace dos que él insiste en decir que vivo perdida. Cinco difíciles años de combate contra un enemigo interior, una lucha conmigo misma, con mi YO más característico. día de dios en que no me diga que soy una aberrada sexual. ¡El comal le dijo a la olla! El meollo de este asunto consiste en la tensión entre espíritu y cuerpo que acaba por dominar mi voluntad sexual. ¿Yo qué culpa tengo de ser así? ¡A mí no me gusta ser la mujer que los hombres quieren que sea! Pero mi tía es la culpable de todas mis desgracias, como diría Freud y lo mala hija que soy, ella siempre fue una mujer castradora. Sí, aunque no me cortaron nada me siento incompleta. Pero bien dicen que mal de muchos consuelo de tontos. Yo solita me eché el lazo al cuello al casarme guiada por los excesos de la pasión y por la oposición de la tía. A ella eso le bastó: un anillo y la bendición de un cura para aceptar gustosa la esclavitud sexual, moral, espiritual y económica, a cambio de una eyaculación precoz y un tufo de aguardiente en el cuello. Los ideales de la mujer siempre han sido elevados, pero la realidad de la tía Refugio sufrió de un enanismo crónico incurable. Sus padres la educaron en una férrea moral victoriana y la obligaron a considerar la cuestión sexual como algo antinatural, impuro y extraño. Por supuesto depositaron en su materia gris la semilla de una conciencia ultraderechista sobre la responsabilidad materna. La etiqueta que tarde o temprano se pega como calcomanía de circulación en la frente de cualquier mujer: MADRE ¡Qué madre! En el más amplio y generoso concepto del vocablo. Porque la maternidad es la mayor virtud de la mujer. ¡Madre! sí, para poblar el mundo con seres sanamente perturbados. ¡Madre! sí, para criar, educar, alimentar, vestir, desvestir, despercudir, soportar y, ¡para colmo!, querer al hijo que te desentrañó salvajemente. ¡Madre! sí, y encarar el hecho con interés, entusiasmo y el deseo fecundante que se pueda obtener en el fugaz deleite del placer. ¡La madre que te parió! ¿Por qué no te fijas por donde caminas cabrón? ¡Te cagaste en mi zapato nuevo! Pero, ¿qué tropel es este? ¿Será otra manifestación de la C. C. D. S? –Coordinadora Ciudadana de la Diversidad Sexual- ¡Cualquiera sabe! Actualmente existe el síndrome M. T. – Muchedumbre Tonta- con tendencias sádicas al linchamiento post robo violento, que gusta de cocinar ladrones a fuego lento o de colgar en exhibición pública a piltrafas humanas. ¡Que dignificante y democrático! La decadencia de la humanidad en su máximo apogeo. Sí, en la masa sale a relucir lo primitivo, lo racionalmente inconsciente y desaparecen las diferencias. La anonimidad de la masa, su irresponsabilidad que permite satisfacer impulsos que en otro caso son reprimidos. Mis maestros pensarían sesudamente que hay que entender la psicología de la masa para explicar los fenómenos que en ella ocurren. ¿Cómo es posible que un solo individuo aislado sea la mecha, el fósforo, el detonante en el momento provocador, que de expresión al miedo que domina a la masa? En el pánico las voces de los valientes y prudentes suenan a hueco mientras que el efecto de los asustados es insuperable. En conclusión la masa posee la espontaneidad, la violencia, el salvajismo, el entusiasmo y el heroísmo de los seres primitivos. ¡He dicho! Mi preferencia sexual, la garantía de mis derechos ciudadanos y la terrible tendencia anarquista que me domina me llevan con la protesta cívica de turno. Es probable que mis compañeras de caminata sean Ex Pac –Putas, asalariadas y conexas- lesbianas, jubiladas del IGSS, homosexuales, travestís y transgéneros, o simples parroquianos que protestan por los altos índices de gonorrea y ladillas en los burdeles capitalinos. Me da igual. Estoy comprometida con el ideal de la lucha sindical. Estoy feliz dentro de este comunismo sexual, promoviendo los derechos humanos de las minorías sexuales, me pongo a gritar como atolera en el parque central: ¡El pueblo unido jamás será vencido! y otro tipo de consignas revolucionarios a favor del H. U. E. C. O. –Hombres Unidos en Contra de la Oligarquía-, de la clase obrera del sexo y del campesinado que rechaza la semilla transgénica y la esterilización masiva producto de los condones de caucho vulcanizado. La masa detiene su avance y se organiza en varios frentes. La líder sube al escenario improvisado con dos bancos de plástico. Nada de saludos tibios y aspavientos de vieja regluda. Inicia el ataque frontal: ¡Compañeras ha llegado la hora de luchar contra el maltrato, la discriminación y la violencia ejercida sobre nosotras! ¡El ideal de la sexualidad imperante en nuestra cultura es el de un modelo pro creativo, monogámico, heterosexual y PE-NE-CEN-TRI-CO, heredado del paradigma sexual erigido durante la colonia! ¡Que teoría más pluscuanperfecta! ¡La moral de corsé y crucifijo hace mucho tiempo que terminó! ¡Nuestros sueños ya no serán la sombra de sus vicios y la sexualidad femenina, otrora escindida y enajenada por el sistema machista que impera, triunfará como modelo social en el nuevo siglo! El discurso levanta un mar de vivas y un ondear de banderas y calzones orlados con cintas rojas y pintadas con consignas de furibundo desprecio al régimen penecéntrico. ¡POR LA DIVERSIDAD SEXUAL! Grito en fogosa réplica y el público aúlla frenético levantando el pulgar en gesto de aprobación multitudinaria. Me siento solidaria. Ya he contribuido a la causa y estampo la rúbrica en la propuesta de ley que presentarán al Congreso de la República como si firmara los acuerdos de paz con la guerrilla. Consensuada la unidad popular prosigo mi camino a la oficina. Hoy domingo no habrá nadie que me haga preguntas indiscretas al referirse a mi aspecto y que utilice como domicilio un consultorio y de cama un diván. Atrás gritan con mayor convicción; ¡Las mujeres arriba! o abajo, que más da si al principio de los tiempos todos éramos uno solo. Es una lástima y una vergüenza que el infeliz de Zeus y el carita de Apolo se enconchabaran para dividir la sexualidad del ser perfecto: el andrógino. El único ser completo y dichoso que no tuvo que andar en esta eterna búsqueda de la mitad perdida. La ruptura que hizo dos seres de uno solo. ¡Los dioses son los culpables de tanta lujuria epidémica! De los altos índices de melancolía, celos, rupturas, engaños, suicidios, fiascos, incestos y soledades. Soledad. La soledad debería estar penada por la ley, con cárcel de uno a cinco años para quien se encuentre solo en día domingo. Yo estoy pagando cadena perpetua de soledad forzada desde la luna de miel. Ese día él me dijo, después del amor, Te creí pura, inocente. ¿Virgen? ¿Acaso la inocencia se relaciona con la ruptura de una membrana? ¡Claro! El himen pesa como un crimen cuando no tienes experiencia. Eso explica la razón de las sociopatías más aberradas de los violadores. Ya no hay nada que desgarrar y mancillar. ¿Por qué toda la importancia del acto sexual radica en el dolor y la sangre que brota del placer? ¡Animal de pasiones y lujuria es el hombre! No hay nada que se relacione con el amor en un acto tan mecánico, fuente de decepciones, repugnancia, humillación y repulsión como resulta el coito. ¡Qué injusticia sexual! Las mujeres para ser honradas y respetadas están condenadas a la virginidad. Lo cual es una idiotez pues los hombres copulan como perros y ni quien se entere. Es necesario instituir una ley, para hombres y mujeres, donde se exija como requisito indispensable y, certificado por ginecólogo colegiado, la virginidad para poder optar a un cargo público o para sacar la cédula de identidad. Si la caída de la mujer es irreparable, también la del hombre debe serlo. Lo que pasa es que en esta ciudad se coge sin coger, hay brotes violentos de adicción sexual, pero nadie lo nota ni lo acepta. El hombre ejercita el órgano sexual como el mejor atleta del decatlón olímpico: cada jornada corre por lo menos cien metros persiguiendo alguna vagina incoherente. Realizan el salto de longitud y lanzamiento de peso sobre el vientre, caderas, trasero y hombros de alguna incauta que viaja en la camioneta a la hora pico. El salto de altura y los cuatrocientos metros planos lo reservan como la artillería pesada para acosar a la jefa en los pasillos, o a la secretaria de la jefa en el elevador. Los ciento diez metros con vallas es el preferido de los atletas sexuales que se mueven en los círculos profesionales de los barra show y los table dance. El lanzamiento de disco lo utilizan como recurso de emergencia en la cópula express que realizan con la esposa; lanzan la descarga y a ver en dónde cae y si hizo efecto. El salto de pértiga en la graciosa huida de la casa de la amante cuando los descubre el marido en pleno calentamiento. El lanzamiento de jabalina y los mil quinientos metros en el curso intensivo de posiciones del Kama Sutra avanzado en el auto hotel. Amantes, maestras sexuales, cortesanas modernas, prostitutas y demás fauna depredadora ocupan el máximo lugar en la vida del hombre. Sin embargo, la mujer ideal, dechado de pureza y virtud, debe ser una ignorante sexual. Pero en la cama debe ser una ninfómana recurrente. La eterna lucha de contrarios. ¡La virtud de la virginidad! La virtud no es el estado natural del hombre, ni de la mujer, pues un ser humano todo caridad, casto, compasivo, generoso, humilde, que se humille ante todos, que no ame el placer, el dinero, la gloria, el amor, el sexo, en fin las grandes cosas de la vida, sería un monstruo, un fenómeno, el más despreciable espécimen del universo. ¿Por qué carajo estoy sola? con esta maldita depresión y el idiota de Gabriel jodiendo con que le fui infiel estoy más salada que un pescado seco. Tal parece que hoy amanecí con el santo de espaldas. ¡Que domingo más pura mierda!

EL REVOLUCIONARIO Y LA PANTERA ROSA

Parado en la esquina de la Plaza de la Constitución miraba nerviosamente hacia todos lados, preocupado porque el policía que rondaba en la acera de enfrente no se metiera con ella, como lo hacía con el borracho que intentaba firmar con orina las paredes de la biblioteca nacional, ya sucias y hediondas a meados y otros líquidos corporales. Disimuladamente se escondió tras el poste de alumbrado público, donde el neón anémico tiritaba sobre el agua estancada, reflejando el débil fulgor de pequeñas estrellas que flotaban ya podridas y cenagosas como los últimos cadáveres de la noche. Observó de reojo al borracho paranoico que zigzagueaba por la acera asquerosa y repetía religiosamente el estribillo pintado en el mingitorio público. Orine feliz, orine contento, pero por favor orine adentro. Aquel hombre orinaba en cualquier parte con el impudor de los ignorantes. Nada cambió en el ambiente, un denso olor a miseria y mugre flotó en el aire, provocado por el humo viscoso que salía de los escapes de los taxis que se desplazaban entre las sombras atiborradas de neón y letreros fluorescentes que dictaban gustos y modas urbanas: ¡Coca-cola es así! Colgate triple acción. Un auto deportivo, cien mil dólares, un bolso Prada, diez mil dólares, ver el llanto de un niño de la calle desde la ventanilla de tu BMW no tiene precio, porque para todo lo demás existe Master Card. La democracia, el progreso, la libertad ¡Puros espejismos de vidrio y hierro fundido! Observó todo con un malhumorado asco, fastidiado por haber perdido de vista a su ex-mujer, que inesperadamente le salió con el cuento de que mejor le daba el dinero para la operación. Por la calle cruda, sucia y mojada por el sereno del amanecer, transitaba una patrulla que con paso de caravana brasileña exhibía la tortura que un agente infringía sobre un travesti al puyarle las costillas a ritmo de samba. Una mezcla de compasión y odio, de asco y afecto fue clavándosele poco a poco en el vientre al ser testigo de tal arbitrariedad. Sin embargo, al notar el forcejeo de piernas y brazos enlatados, notó con creciente repugnancia que no era más que una mujer en el pleno ejercicio de sus derechos laborales como sexo servidora. Retrocedió instintivamente y casi lo atropelló un Mustang color vino tinto que salió a toda velocidad del parqueo subterráneo. A vuelo de pájaro alcanzó a distinguir que lo conducía la mesera semi desnuda del bar. Parecía un insulto verla así, impúdica en sus piernas casi sin falda, oprimiendo pedales, acariciando palancas con la mano y el brazo arqueado sobre la ventanilla, mirando con aburrida piedad a la presa temblorosa e incrédula que llevaba al lado. No supo si escuchó el hija de la chingada que le escupió con un gritito enano, por salpicarle las medias con agua sucia. Chasqueó los dedos despreciativo y como deshaciéndose de la culpa y el remordimiento que lo atosigaba por dejar a su mujer a merced de esa caníbal, se encaminó de nuevo al bar. El encanto de la cabellera rubia platinada brillaba en todo su esplendor. Su cuerpo fuerte de músculo fibroso y enjuto se ondulaba suavemente con el taconeo preciso y elegante que imponían el ritmo de sus piernas bronceadas. El traje de llamas que la recubre la hace arder sin consumirse. Ella era una herida cárdena en la piel del amanecer, con la brasa de los labios aún llameante y el tizón de la lengua avivando el fuego que la recorre. Ella, ¡señora de la noche! ¡Reina del alba! regresaba solitaria sin haber gastado un solo beso en la boca del amante de ocasión. Al llegar a la esquina del bar ya el amanecer revelaba el rostro maquillado de los zombis que salían expulsados del sórdido paraíso, envueltos en sus alas de plástico y lentejuelas, a buscar refugio en trabajos de medio tiempo o en alguna dependencia cultural. Dispuesto a tomarse la del estribo, para despejar la maraña de remordimientos que se le había encasquetado en el cerebro, intentó entrar al bar, pero justo en ese momento un par de luces intermitentes lo cegaron obligándolo a detener el paso. En los cinco milímetros que se abrieron de la ventanilla polarizada del auto aparecieron unos ojos rectilíneos, fosforescentes y desconfiados. La mirada verde parecía verlo todo con una acuidad macabra. No entendió el insulto masticado con aliento a tequila y nicotina, pero si la amenaza que lo obligó a subir al auto. Gabriel abrió la portezuela del viejo Toyota y entró masticando un insulto que se tragó de inmediato al darse cuenta de que una pistola descansaba sobre el muslo regordete de Fidel Ernesto. El semblante del hombre parecía sereno, pero el ritmo de la respiración y las ventanas de la nariz abiertas y ávidas como el pico de un ave carroñera delataban una agitación interior. Sin poder quitarle la vista al revólver, notó que la cacha nacarada estaba ribeteada de minúsculas cruces grabadas a punta de navaja, quizás como un recordatorio de cuántos cristianos conocieron a La Prieta, como llamaba Fidel Ernesto a su revólver 38 especial color negro. Cuando notó la mirada de Gabriel fija en su muslo, se hundió más en el sillón y en el sarcasmo obligatorio que era parte de su personalidad al decirle entre dientes. -No tengas miedo que La Prieta es la única que no te va a puyar. Sonrió lascivo mientras apretaba con una mano el bulto que el pantalón de casimir parecía no poder contener y con la otra lo tomaba del cuello para acercarlo. Instintivamente Gabriel rechazó la caricia y lo empujó bruscamente. -Tranquila, no te me pongas al brinco que te parto la jeta de un vergazo. A ver, -dijo conciliador mientras le agarraba una oreja y lo hacía voltear el rostro hacia él- No me digas que todavía estás enojada por lo de la casa- Gabriel negó con un puchero de niña berrinchuda. -¿No? ¿Entonces por qué carajo estás con esa trompa? –Gritó molesto al tiempo que le jalaba la peluca y se apartaba. –Bueno, ¿y qué pasó pues? No voy a quedarme aquí todo el día. No sólo te hago el favor de conseguir el dinero al vender esa pocilga que tenías, sino que todavía tengo que aguantar esta mierda. Gabriel permaneció callado, visiblemente asustado y a punto de llorar. -O ¿no será que tú quieres hacerme de chivo los tamales? No, eso ni se te ocurra, ¡porque te dejo más tiesa y fría que una tortilla de tres días! Volvió a saltar sobre él como una hiena, riendo y acechando el largo cuello de su amante con el filo de los dientes, dispuesto a arrancarle de una sola mordida la yugular. Sin embargo, no hizo nada y sólo sonrió mientras buscaba en la bolsa de la guayabera la navaja que brotó de su puño como la lengua de una víbora. La hoja férvida y sibilante recorrió la piel hasta hundirse en el nacimiento de los senos de goma buscando con la lengua de metal el rollito de billetes que extrajo como si se tratara de un tumor canceroso. Gabriel lo miró con horror y sin poder contenerse soltó el llanto. -¡Ya empezaste a chillar otra vez! Siempre es la misma vaina. Uno de estos días te voy a dar un buen sopapo para que en verdad chilles como una puerca. Tanto que te he dicho que no me calientes. Además, ¿cuál es el drama? Ya te dije que a la marimacho esa no le pasa nada con llevar un poco más de mercancía, hasta sale ganando con los cambios. Y si le pasa, bien merecido que lo tiene por no querer aflojar la mosca. ¡Que ya no llores! ¿Qué es lo que te pasa? -Es mi mami. –Dijo entre sollozos- -¿Y qué pito toca tu mami en esta orquesta? -¡La violó mi mujer! -¿Tú estás loca, Olinda? ¡Si tu vieja es más puta que las gallinas! Todo el mundo sabe que tiene una casa de citas por La Palmita. A mí no me quieras ver la cara de maje, seguro que la vieja se enteró del negocio y quiere su parte. -No, Fidelito, ya te dije que mi mami no quiere que me opere. Además anda con sus indirectas de que le devuelva la casa, que no me la dio para malgastarla, porque si sabía que era para ti que mejor muerta. -Bueno, si eso es lo que quiere, por falta de voluntad no será. -Un momento –dijo alterado- a mi mami la respetas. Conmigo haz lo que quieras pero a ella la respetas. Además ya no hace falta este negocio, porque ya depositó el dinero. -¿Qué? ¡A mí no me vengas con ese cuento! A estas horas ya Elena y Hans la tienen bien segura. -¡Pues llama y dile que todo está resuelto! -¡Como no Chon! A mí no me das órdenes. ¿Oíste? -Fidelito, si yo no te ordeno nada. Pero a mí no me gusta hacerle daño a la gente por gusto. Ya bastante tengo con haberle mentido a mi mujer diciéndole que renté la casa y haberla echado a la calle. Además mami no quiere que me divorcie porque le daría muy mala reputación a mi carrera. -Tú, si no eres más bruta, de seguro es por falta de neuronas. ¡Qué carrera ni que maratón de Boston! ¿De qué carrera hablas tú? ¡Será la de putica, porque tú ya no tienes permiso ni para curar el mal de ojo con menjurjes caseros! ¡Y óyeme bien, de este negocio no te salva ni tu mujer, ni tu mami, ni San Simón! Tu mujer y tu mami ya me tienen hasta la coronilla, yo tengo un negocio que mantener, y si no te gusta, pues allá tú. ¡Ahueca el ala! Fidel Ernesto se acomodó frente al volante y giró la llave del switch que puso en marcha el motor, luego se inclinó para abrir la portezuela del copiloto y, acto seguido, empujó con violencia a Gabriel que cayó de bruces en la acera. -¡Hay nos Chuck Norris al ratón! –Alcanzó a gritarle mientras quemaba las llantas al acelerar a fondo- El auto rojo se detuvo frente al auto hotel y a los pocos segundos un hombre alto y flaco pasó rozando con el dedo índice la portezuela. Fidel Ernesto lo reconoció a través del windshield. El flaco recorrió la acera en misión de reconocimiento, abrió la portezuela y se deslizó silencioso atrincherándose en el sillón. -¿Ya salió? –Interrogó Fidel Ernesto, mientras encendía un cigarrillo- -No, pero si seguimos así, nos vamos a dar color con la tira. -¡No seas hueco! Ni que fuera la primera vez que secuestramos mujeres. -No es eso, lo que pasa es que ya me cansé de vender putas al menudeo. Es mucho el riesgo y poca la ganancia. -¿Poca ganancia? ¡Alagartado es lo que sos! Ya te hiciste rico con lo que ganaste en la frontera con las chicas que te engatusa la vieja Belarmina. -¡Malhaya la hora! Que rico ni que niño muerto, todo el pisto se me va en puras mordidas a los chontes y a los de migración. En este país hay más policías corruptos que proxenetas y coyotes juntos. ¡Por eso los matan a los cabrones! -Eso mismo digo yo. –Replicó Fidel Ernesto entusiasmado- Si la violencia y los muertos son sólo consecuencias de un mal mayor, que es la corrupción. Lo que hace falta es purgar a la sociedad con una buena revolución al estilo de mi tocayo. Las armas son la única manera de terminar con el mal. ¡Contraatacar formando ejércitos, vecinos en armas, ángeles vengadores, kamikases urbanos! La ciudad ya está en guerra. Todos los días hay cifras de guerra en hospitales y morgues, cientos de muertos son traspapelados en alguna oficina burocrática, miles traumatizados para siempre, ciegos de violencia buscan venganza. Por eso es que la sociedad está enferma, porque actúa como un monstruo que se come a sus propios hijos. -¡Vos sí que sólo pajas sos! A mí no me hablés de esas mierdas de guerras y revoluciones que lo único que dejan es más miseria y muerte. -¡Qué vas a saber tú, del heroísmo y sacrificio de un revolucionario! -Yo lo único que sé es que cada quien hace su lucha. Cada quien que se rasque con sus propias uñas. Todos deberíamos cometer delitos individuales, ejercer la violencia personal en vez de las guerras multitudinarias, el odio individual y no los odios étnicos o cualquier rencor colectivo. ¡Rebeldes anárquicos! Repudiar las mentiras, las imposturas, miserias, crueldades y crímenes de la historia colectiva. -Pero, ¿de qué carajo hablas? Esa teoría es una contradicción en sí misma. ¡No hables debilidades! Si todos cometen delitos individuales y ejercen la violencia personal por ende se convierte en violencia colectiva. ¡Por eso es que este paisito de mierda no avanza a ningún lado! Todos hablan puras pendejadas y se conforman con que los jodan y los dejen bien pisados. -¡Vos crees que todo se arregla con un par de balazos! -¡Claro! La violencia es la suprema manifestación de lo social. ¡El miedo es el medio de comunicación masiva, el lenguaje del poder! El pecado original de las sociedades industrializadas es la violencia, pues ésta es una forma de vida ordinaria. El hombre se roza cotidianamente con la muerte violenta, la incertidumbre asfáltica y con las tragedias que no cubre el seguro social. Ahora cualquiera tiene miedo a la muerte accidental, lo cual cubre al terrorismo, las amenazas, el estado de temor permanente por lo cotidiano como a la obesidad, al robo, al infarto, al cáncer. El orden y el equilibrio de la humanidad se fundamentan en el miedo absoluto y en la violencia total. -Eso no te lo discuto –concilió el Flaco- Es verdad que en esta sociedad la violencia sustituyó a las ideologías, a las culturas, a las políticas, a las economías y a las religiones como forma de garantizar la convivencia pacífica. Pero esa cantaleta de la revolución a balazos no es para mí. Ahora la revolución no se hace combatiendo en la selva compadre, ni formando un comando terrorista urbano, sino desertando, escapando hacia la naturaleza, exiliándose en el sexo en una eterna peregrinación hacia el yo, para que me entienda pues, aquí lo único que importa es uno mismo. -No es lo que estoy diciendo pues, aquí todos son como bueyes sin yunta, cada quien jala para donde le da la gana. Lo malo de este país es que está lleno de víctimas. Todos creen que por haber nacido en un país jiotoso y de quinto patio, tienen el derecho de ser víctimas en todo lo que les pasa y andarse auto nombrando hijos de puta por sobrevivir a una revolución que no revolucionó nada, ni siquiera sus mentes de héroes de plástico. Las montañas fueron su patio de juego y cuando la lucha dejó de ser divertida se salieron como niños caprichudos gritando ¡así ya no juego! ¡Todos esos héroes no son más que cobardes gomosos que viven penando porque no saben en dónde se les quedó el alma, si en las trincheras o en los hoteles de lujo! El Flaco se encogió de hombros derrotado en la lucha teórico-ideológica sobre la identidad nacional. Observó de reojo la expresión implacable en el rostro de su compañero y pensó que tenía que empezar a leer más para poder debatirle con argumentos sólidos esa absurda idea de que en su país nadie era sumiso ni conformista. Lo que pasaba era que la pobreza los adormecía, pero él no se doblegaba a pesar de la miseria en que lo tenían tantos apátridas que saqueaban año con año las arcas del Estado. Ellos, los lobos disfrazados de ovejas, eran quienes le habían robado el derecho a vivir en paz y dignamente. Era verdad que todo mundo vivía con miedo, pero también era cierto que un pueblo sometido por el miedo resurge por el simple instinto de sobrevivencia. Y él era un superviviente. Fidel encendió otro cigarrillo y aspiró el humo sin tragarlo, lo dejaba medio salirse de la boca derramándose sobre los gruesos labios como una baba espumosa, eso hacía que el humo creciera por el techo y se deslizara entre los asientos como una enredadera cancerosa. Una escarcha rencorosa y cenicienta cubrió los ojos del flaco al sentir el inevitable y denso humo que se le infiltraba como una nube tóxica por la nariz. Sintió que el aire húmedo y ardiente le quemaba la garganta. Tomó el maletín y revolvió varias cosas en su interior hasta encontrar el inhalador, luego extrajo un par de botines dorados, una máscara rosa y una manopla de hierro que se acomodó en la mano izquierda. El ritual inició cuando inhaló el broncodilatador, el cual lo hizo respirar como el fuelle de una chimenea, luego se sacó los zapatos y en su lugar colocó los botines dorados enlazados con unas cintas rosadas. -¿Qué diablos haces? –Preguntó Fidel Ernesto fulminándolo con la mirada- -¿Qué no ves? Hoy tengo lucha en la arena. Máscara contra cabellera. La Pantera Rosa contra el Muñeco. Fidel Ernesto lo ignoró por completo y, antes de voltear hacia la ventanilla, le lanzó una torva mirada. Acomodó el sillón y buscó entre la palanca de velocidades una botella de tequila, la abrió y bebió el resto del contenido. El Flaco siguió con la rutina de camerino al amarrarse las cintillas de la máscara, pero sin dejar de observar a Fidel que, en un decir Jesús, salió como disparado del asiento a correr tras un bulto que se escurrió entre bolsas de basura y perros callejeros. Todo aquello era como una alucinación en sordina. Una macabra alucinación protagonizada por mimos. Lo vio descargar furiosamente tres, cuatro, cinco golpes sobre la espalda y cabeza de un hombre roñoso, lo arrastró de las greñas hacia el auto y luego metió medio cuerpo por la ventanilla para rebuscar en la almohadilla del espejo retrovisor algo que escondía tras la foto del Santo Ché, que lo miraba melancólica y beatíficamente con la aureola recostada sobre la oreja izquierda. La cuchilla salió rasgando la quijada izquierda del revolucionario y casi sin transición se clavó en la mano de la piltrafa que yacía en la banqueta. La máscara que acababa de colocarse lo hacía escuchar todo con un eco pantanoso y distorsionado, observando la escena como un sádico voyeur a través de una persiana americana. -¿Qué te pasa cabrón? –Gritó al ver que metía al mendigo al auto- ¿Quién es este pendejo? -¡Pendeja la puta que te parió! –Rugió la masa sanguinolenta al tiempo que escupía al enmascarado. Sin pensarlo dos veces la manopla de la Pantera Rosa remachó el insulto sobre el ojo de la mujer hasta convertirlo en una especie de gelatina amorfa. -¡Ya para la carreta, chico, que la vas a matar! –Intervino Fidel Ernesto agobiado por los gritos de la mujer- La fugaz llamarada azul de los espejuelos centelló a través del espejo retrovisor al elevar el rostro y ver a la mujer que se retorcía escupiendo blasfemias y llorando sangre. Impasible, se arrellanó en el sillón y colocó las manos gruesas sobre el volante, inmóvil frente al tablero mugriento cubierto con una alfombra de peluche rojo en donde descansaban anteojos de diferentes tonalidades de azul y amarillo. Se quitó los anteojos y los colocó sobre el tablero, los ojos turbios y reconcentrados en la calle, como fiera atónita, olisqueaban el sordo tránsito de autos y el discurrir lento de algunos peatones, saltando de rostro en rostro buscando saber, enterarse si alguien lo había visto golpear a la mujer. Nada parecía fuera de lo normal: los malabares de los niños-payaso lanzando naranjas al aire, el chillido de la niña-rata que inclinaba el hociquito afilado sobre las ventanillas de los autos y rasguñaba una moneda lanzada al asfalto, la voz constipada del vendedor de tarjetas para celulares, la reyerta engomada de unos niños de la calle, peleando por la naranja extraviada misteriosamente a los payasos. Todos parecían ajenos al semblante regocijadamente siniestro que se escondía tras la máscara del flaco al contemplar su obra maestra de tortura. -Te lo advertí vieja. A mí nadie me juega sucio. –Dijo por fin Fidel Ernesto- -Yo sólo vine por mi pago. –Murmuró como una oscura y agazapada alimaña- Miró receloso hacia todos lados y, sin quitar la vista de la mujer, buscó bajo el asiento. De allí emergió un paquete envuelto en una bolsa de plástico. Lo lanzó con desprecio sobre el regazo de la mujer que en ese momento parecía sonreír con un maligno regocijo. Al verla comprendió tardíamente la estrategia de caza al sentir el frío de una pistola que le quemaba la sien izquierda empuñada por el mugriento vendedor de tarjetas.

LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS LARGOS

Envuelto en una espesa voluta mefistofélica Gabriel, mejor conocido en el bajo mundo cabaretero como Olinda Amatista, seguía casi con regocijo la escena que montaba el comando de la PNC al capturar a los delincuentes que intentaban secuestrar a una anciana que resultó ser una narcotraficante de poca monta, y que por las ironías de la vida, también era su madre. A punto del orgasmo imaginó como la valentía se le escurría entre las piernas a Fidel Ernesto al sentir el arma en la cabeza y darse por enterado que lo había vendido por un quetzal la llamada. Por fin podía respirar libre al matar tres pájaros de un tiro; se libraba de su mujer, la madre que lo parió y del inmundo padrote que se creía el amor de su vida. Ya estaba hasta la coronilla de su aliento aguardentoso, las referencias políticas, las citas textuales del gran camarada y el séquito de comunistas decrépitos, convertidos en anarquistas de pies apestosos, en sarnosos intelectuales que no eran más que analfabetas reaccionarios. En fin, estaba harta de los camaradas, de la lucha contra el imperio Yanqui, de los sórdidos días monoprostáticos y de la esclavitud laboral. Cuando vio pasar la comitiva policial saturada con el furioso olor a escape de las patrullas fingió buscar algo en la bolsa, quizá las monedas para pagar el pasaje de la camioneta, pues el cabrón de Fidelito la había tirado como tanate de basura a la banqueta, sin un centavo ni para comprarse un shuco. Aunque a decir verdad, le repugnaban esos desechos de aspecto maligno que se vendían por las calles, pero estaba muerta de hambre. Al meditar sobre su pobreza Olinda Amatista soltó una risita, como una niña mala que se acuerda de sus travesuras, al pensar que se había gastado la última moneda en la llamada que hizo a la línea de emergencia de la PNC. La llamada fue atendida ipso facto al sólo mencionar que era ahijado del Ministro y que además los tipos tenían planta de narco satánicos y mata viejitas. Bueno, no tenía nada de qué arrepentirse, bastante se lo había advertido al matarife que no la hiciera de tos y que ya estaba bueno de tanta pijaseada que le daba. Se lo dijo un buen día con aire de ama de casa maltratada, close up al rostro dramático, sufriente, los labios a full color vestidos de cardenales, con moretones sangrantes y furia en los ojos en el mejor estilo de una chica Almodóvar, al gritar con el rostro desencajado ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Con el fondo musical de un Sabina famélico, y la expresión de un cadáver lacónico arañando la guitarra con hojas de afeitar. Así que sonrió, se tocó la cabeza y murmuró el 1, 2, 3, chibiricuarta por mí que la mantenía inmune en ese juego de perseguidos y perseguidores que se había iniciado con la captura de su ex amante. Llegó a la parada de la camioneta, atestada por familias de fervientes cristianos que la ignoraban o fingían no verla tratando de mantener intacta la opinión pública sobre este tipo de personas que formaban la fauna nocturna. Hordas de mujeres y niños con Biblia y rosarios bajo el brazo avanzaban amenazantes hacia las iglesias del centro histórico y capillas aledañas, así como a los tabernáculos, templos y mega fraternidades con estacionamiento de lujo y helipuerto tipo pentágono para adorar y padecer ataques de epilepsia controlada por magos-pastores. Rentables industrias de salvación personal que ofertaban su mercancía en la calle o por anuncios en internet a la caza de los fieles y sus diezmos. No era más que la oferta y la demanda por el control del alma del urbanícola frustrado. A lo lejos, tras el gigantesco rótulo de salvación eterna que ofrecía el canal de televisión evangélico, observó un gran chorro de humo negro levantarse sobre los leprosos cipreses que dividían la calzada Roosevelt. A mitad del camino apareció la camioneta, rugiente y furiosa como una bestia atiborrada de vísceras que necesitaba tragar más pasajeros. Pensó que era tal la necesidad de auto sufrimiento de los pasajeros al tener que soportar el calor, el sudor y el mal olor del cargador de bultos que regresaba de la Terminal y levantaba el brazo como una pequeña revancha para asfixiar a todo el mundo con su pestilencia. La señora con su canasta magullando costillas y el infaltable buitre que merodeaba cada asiento y al divisar uno se precipitaba a ocuparlo a la velocidad de la luz. Era un sacrificio tener que soportar los empujones, el olor, la impaciencia, la respiración libidinosa sobre la nuca, las frotaciones descaradas y los insultos de cualquier hijo de vecina, pero no tenía otra opción, sería otra víctima más del troglodita sistema de transporte público pues necesitaba ir hasta el cerrito para visitar a la virgen del Carmen. En muchas oportunidades, cuando regresaba a casa después del colegio y vagaba sin rumbo con la cabeza erguida y atenta a la nada, con la misma vaga seriedad que las palomas tienen en un corral, se sorprendía al ver que hombres y mujeres subían la pequeña colina por distintas razones. Los devotos y fieles acudían a rezar el rosario y a rogar por la salvación de su alma, pero la mayoría subía a tranzar por el pecado más viejo del mundo: la fornicación. Las pensiones que rodeaban el lugar parecían una Sodoma tercermundista, como la última frontera entre el mundo de Dios y el mundo de las prostitutas. Se extendía por todos lados un intenso olor a orina e incienso que hacía inconfundible el ambiente de las cantinas y el de la iglesia en el amanecer del domingo, en donde fatalmente se entrecruzaban borrachos irredimibles, evangelistas vociferantes que anunciaban la condenación eterna, travestís incomprendidos, adictos rehabilitados, mendigos sonrientes y niñas de vestido azul y calcetas blancas altas. De esa forma, obligada por la necesidad de volver a su nido ubicado por el barrio San Antonio, Olinda Amatista abordó una ruta 40 que la llevara al parque Colón. Subió entre empujones y miradas criminales hasta lograr colgarse heroicamente del oxidado y mugriento tubo metálico que sobresalía del techo. Se acomodó hasta el fondo entre un grupo ecléctico de personas que aparentaba cierto interés por desvalijar a los usuarios y linchar al chofer para vengarse de su complejo de finquero pues los trataba como reses en el matadero. De inmediato se propuso la titánica tarea de fingir indiferencia ante las miradas inquisidoras y de repudio que producía su vestuario y los alarmantes vellos gruesos que le sobresalían de la barbilla. Sacó del bolso la lima de uñas y una toallita húmeda para limpiarse las manos, por supuesto no pudo hacer nada ante los violentos frenazos que el chofer daba cada minuto, así que se dedicó a escuchar las conversaciones ajenas. Una vieja con voz de urraca mascullaba conjuros bíblicos contra el mal, clavándole como dagas el par de ojos azulencos, un marero fatigosamente tatuado sostenía un monólogo acerca del orgasmo sobre la oreja de una incauta obrera de maquila, la cual reía cubriéndose las muelas cariadas producto de una gingivitis crónica. El letrero ambulante, en tono autoritario, le exigió la prueba de amor para reafirmar su machismo histórico. Ella, ahora en el papel de virgen engreída, se mostró frígida evitando la caricia impune de una mano peluda que resbalaba por la entrepierna. En ese momento, mientras veía como la anciana furiosa le arrebataba el asiento vacío, llegó y se acomodó como mejor lo ayudó Dios, un muchacho amarillo como la hepatitis, medio borracho o bien quemado, a juzgar por la caminata espacial que trataba de realizar y el deslizamiento Shaolín estilo Jet Li de sus pies sobre el estrecho pasillo. En un movimiento casi de ajedrez avanzó con su alfil enhiesto tratando de sitiar a la reina. ¡Al carajo! Le había dado un arrimón que provocó en sus placas tectónicas y tejidos cavernosos un movimiento telúrico de 8.5 grados en la escala de Richter. Olinda Amatista cerró los ojos para sentir la caída vertiginosa de su vergüenza, porque a pesar de que su desgastada dignidad le exigía que rechazara al salvaje samurai andrógino que invadía su espacio personal, su alter ego, el ex siquiatra expulsado y con licencia cancelada, percibía de algún modo que el oriental era un signo indescifrable del subconsciente que necesitaba ser analizado en privado. Abrió los ojos y el muchacho seguía pegado a su cadera moviéndose sinuosamente como un río de lava. La vieja inquisidora, el marero criptográfico y la novia zombi, así como varias miradas discriminatorias voltearon para desaprobar aquella unión ilícita. Para el asombro de todos, el oriental se encorvó como un arco, tomó a Olinda de la mano, se lanzó como una flecha hacia la puerta trasera y saltó ágilmente antes de que la camioneta frenara. Olinda Amatista, le dijo su nombre, en un susurro etílico al oído de Takeshi que se lanzaba a la cama convaleciente de los moretones causados por su intrépido salto de kung fu acrobático. Era amarillo, según él como el astro rey, y tan caliente como éste, pero con la gracia y sofisticación de una geisha de ojos rasgados, oscuros y brillantes. Exiliados en la pensión de mala muerte se metieron a la cama e iniciaron un melodrama homosexual mecánico y pesado. Repentinamente Olinda se echó a llorar y relató su trauma con la solemnidad de la jura a la bandera. Era casada, sin hijos y en trámite de divorcio. Su mujercita no era más que una fugitiva de la respetable piedad de la clase media. No había nada insólito y sorprendente en su pasado, sólo era la hija caprichosa y oveja negra de una familia de emigrantes alemanes. ¡No era más que una ordinaria y vulgar! Por esa razón lo ordinario empezó a dominar en todos los aspectos de su matrimonio: adulterio, violencia, orgías clandestinas, celos criminales, platos rotos y contundentes sospechas de doble personalidad. En cambio él era harina de otro costal, era un ser de gran sensibilidad ética y estética. Se conducía en la vida social de manera muy fina a pesar de su origen humilde. Amparado por la caridad de un siniestro funcionario gubernamental, que además era su padrino, estudió en colegios exclusivos desde los cuatro años, pues era considerado un niño prodigio. Leía con fluidez y escribía con impecable ortografía hai-kus de belleza sublime. Aprendió a cultivar una excesiva adoración por la belleza del cuerpo, en especial del masculino, así como por la simbiosis de sufrimiento y placer que vio plasmada en un antiguo grabado chino donde un guerrero desnudo decapita a un ganso en el momento de la eyaculación. Esa imagen sembró en la imaginación infantil la idea de que el mundo se dividía en dos clases de personas: las que gozan haciendo sufrir a la gente y las que gozan el deleite del martirio. Pronto descubrió que él abrigaba ambas en sí mismo. En la pubertad se dispuso a desarrollar al máximo dichas habilidades en la escuela militar. Había allí una cantidad de hermosos cadetes dispuestos a maniobrar las armas de sus superiores. Sin embargo, la doctrina militar complicó las cosas. Ante las imágenes viriles de los héroes de la patria y los relatos sangrientos de las torturas a los que fueron sometidos los enemigos de la libertad y la democracia, el caballero cadete sintió una ilimitada avidez por el olor y el sabor de la sangre al ser torturado. Imaginando cuanto goce se escondía tras los castigos, puso en práctica de inmediato el poder de persuasión que lo caracterizaba y creó una red de mentiras, violaciones y desacatos que lo condujeron sin falta al correctivo disciplinario que el director aplicó sobre él para hacerlo un soldado dócil, disciplinado y obediente. Y funcionó, comenzó a vislumbrar que en los ojos del oficial brillaba un destello ajeno a la disciplina militar cuando terminaba de descargar el fuete contra su espalda. Un buen día se bajó los pantalones en pleno castigo y le ofreció los sonrosados glúteos. El oficial contuvo el fuete y el aliento. Avanzó hacia él tembloroso y, preso de una violenta excitación, fue cayendo en arrebatadas caricias hacia el abismo de suspiros abierto por el tramposo muchacho. Un paraíso de tortura y lascivia había surgido dentro de la oficina del director, quien pronto estuvo dispuesto a consentir los caprichos de su joven amante. Alabó públicamente los méritos académicos y la valentía mostrada en las prácticas militares por el gallardo cadete. Pronto fue ascendido a líder del grupo e instauró su pequeño régimen dictatorial al aplicar castigos y torturas sobre las víctimas elegidas, especialmente si adivinaba que bajo el uniforme se escondía un espléndido cuerpo masculino. A pesar de la privilegiada posición de verdugo, obtenida a base de esfuerzo y dedicación, la rutina y la monotonía invadieron su espíritu. En búsqueda de transgredir límites, se obsesionó con un quinceañero que lo sedujo con su uniforme impecable, de aspecto femenino, movimientos ondulantes y su tipo de muchacha vestida de hombre. Gabriel cedió a la tentación de patearlo con las botas de equitación y confinarlo a la celda de castigo, luego de zanjarle los muslos con cuchillas y pincharle las uñas de los pies con agujas para coser. Castigos tan notables y originales provocaron los celos del director y como consecuencia la confinación solitaria de Gabriel en la bartolina. Sin embargo el aislamiento le proporcionó nuevas experiencias. Ansioso de castigar al infiel cadete, el director pronto encontró el instrumento de su venganza: el fetichista de pieles a quien encadenó y torturó frente al insurrecto amante. Aún así, Gabriel no cedió un ápice, pues en realidad disfrutaba con morboso deleite las escenas lascivas y de fiereza en que se debatían ambos hombres. Participó activamente al insultar al agresor e incentivarlo a llevar al clímax el castigo, llegar al orgasmo múltiple al sentir en la piel la extinción de la vida del mártir que expiró bajo el peso de unos glúteos implacables. El caso fue conocido por el tribunal militar que sentenció al director a una baja deshonrosa y a diez años de prisión. Gabriel fue expulsado y recibió la benevolente piedad de unas vacaciones en una clínica psiquiátrica. Allí lo esperaba el hombre que cambiaría su vida para siempre. Era un médico residente que realizaba prácticas de psiquiatría. Hans Stein, un médico soberbio, pulcro y con espíritu de intelectual pulido. Tenía el rostro duro e inexpresivo de un maniquí esterilizado. El aspirante a psiquiatra intuyó rápidamente que las desviaciones de su paciente eran más profundas y decidió buscar la cura experimentando una terapia de choque basada en una sexualidad sin límites ni prejuicios que lo llevaran a valorar otras formas de placer. Olinda ahogó un sollozo y saltó asqueada al ver que sobre el colchón donde descansaba se extendía una mancha escarlata que se reproducía en círculos concéntricos bajo la sábana corta y percudida. Se dirigió al baño y al ver en el espejo, desportillado y plagado de cagaditas de mosca, las profundas ojeras que enmarcaban sus ojos, recordó su reciente aventura sexual. Trató de escupir los besos amargos que le provocaban náusea y el vómito lo sorprendió en una arcada salvaje que le atenazó el estómago y lo obligó a correr hacia la taza del baño. Cuando terminó las ojeras eran casi negras, al sentir el frío contacto de la losa del lavamanos se dio cuenta que tenía los nudillos manchados con sangre, se lavó despacio pues sentía las manos adoloridas por lo que había hecho: golpear al chico que se le había entregado. Fue por instinto, al verlo reír y burlarse cuando le abría el corazón al confesarle su pasado. Volteó la mirada hacia la recámara y vio que yacía como un cristo crucificado sobre la cama nauseabunda. Levántate ya, ni que fuera para tanto. El oscuro silencio le confirmó que el muchacho jugaba al muertito vestido ya en su mortaja de piel azufrada. Se sentó en la taza del baño y empezó a llorar en silencio. No sabía qué hacer, ni quería ver lo que había hecho. No quería entrar al cuarto pues tenía la sensación de que algo crecía en la sombra, algo difunto y macabro que la alcanzaría tarde o temprano.

LA HORA DEL CANIBAL

La mañana lucía patéticamente gris, húmeda y espesa de nubarrones aborregados en el cielo. El golpe de estado feminista al régimen penecéntrico se había pospuesto por mal tiempo. El parque lucía aterradoramente abarrotado por palomas de Castilla y un barrendero municipal lo declaraba territorio exclusivo de la náusea y el asco público, sembrando el palo de la escoba en la concha acústica como símbolo de su recién conquistada conciencia social. Marisol caminaba hacia el Portal de Comercio, triste, desconsolada, con ganas de comerse una rosquilla rellena de manjar. La compró con hambre pero se la comió sin ganas y casi a la fuerza. Sacó el billete del bolsillo del pantalón y lo entregó. No hay cambio. Espera. Mira al suelo y allí está la tarjeta color lila. En la niebla caliente de la tristeza aparece una voz y dos pantorrillas mega dobles que dan media vuelta sobre su eje terrestre y sobre los inverosímiles tacones de aguja capotera para volver hacia ella y decirle con voz grave y acariciadora como cantante de boleros: ¡Qué coincidencia más afortunada! La emboscada era perfecta. La presa tembló ante lo sorpresivo del ataque y por la inminente agresividad de la Rambo que la aniquiló con una mirada lujuriosa. Los labios tristes de la escultural mesera ahora sonreían sin recato alguno. Ya no es el cliché sexual que trabajaba en el bar, ahora tenía el look de top model, estilo Sex and the City, muy a lo Carry Bradshaw: bolso al hombro, teléfono celular con cámara de 2 mega píxeles, MP3, Windows Mobile 6, Wifi y video con blue tooth sobre la oreja derecha, toda tecnología y avant gard, increíblemente bella y singular, pero con el ISBN tatuado en la frente, como muñeca inflable fabricada en serie. El músculo sobre el intelecto. Alea Jacta est. En el parqueo subterráneo de la plaza central espera el Ford Mustang 66, ocho cilindros en V, color vino tinto y sillones de cuero negro. Se suben. Arranca al primer estartazo. La radio descuartizaba una balada convertida en merengue. La Terminator se cala los anteojos oscuros y maneja con una mano mientras reposa el antebrazo sobre la ventanilla, como quien no quiere la cosa, con un aire a lo James Dean, a lo rebelde sin causa, con una insolente indiferencia que excita a Marisol. Sale a toda velocidad y casi atropella a una idiota. Fija el rumbo hacia la calzada Roosevelt, lo cual provocó en ella una repentina taquicardia, ante el peligro que representaba toparse con alguien conocido. Sin embargo, el pánico es momentáneo y luego se animó midiendo con irreverente deseo el muslo de la cazadora anónima. La entrada al auto hotel luce descaradamente espectacular. Ambiente de casino tipo Las Vegas: color negro, violeta y dorado en combinación psicodélica que encandila los ojos como en el mejor treap de cualquier drogadicto. El discreto escape del Mustang 66 bautiza con monóxido de carbono el garaje privado. Baja la mole de músculos y con estudiada indiferencia de guardaespaldas de funcionario público, asegura el área bajando la cortina metálica. La ventanilla reclama el ajuste económico abriendo una mano morena que pide de comer. Tres billetes de a cien. Servicio de lujo y tres condones cortesía de la casa. Mete la llave. Entran. Ella enciende la luz y el neón desnuda las paredes color vinagre. El cuarto tiene planta de gimnasio de lucha libre: cama estilo cuadrilátero con lona elástica y cuatro postes enguantados, sábanas limpias de palpitante seda roja, almohada en forma de corazón, espejos por todas partes, televisor a colores, jacuzzi y servicio de bar. ¡Ni Paris Hilton en el hotel de su papi! Marisol se flageló por dentro pensando que su planta de marimacho palidecía ante aquella explosión de testosterona que en ese momento salía del baño, con la braga de cuero negro, ligas y corsé, blandiendo el látigo y exigiéndole la más sumisa de las devociones al lamerle la oreja con una dosis alta de palabras sucias y obscenas. Inicia el combate: ¡Señoras y Señores! ¡¡Bienvenidos a Titanes en el Ring!! Lucha estelar, pelearán de dos a tres caídas sin límite de tiempo. ¡En esta esquina, Marisol, alias la novia araña, con noventa libras de peso y en total desfase sexual! ¡Y en la esquina opuesta, la tarántula asesina, de ciento treinta libras de peso y vistiendo kimono violeta! Inicia el calentamiento, el reconocimiento de la contrincante trenzándose en una palanca al cuello. La joven técnica realiza una táctica evasiva que confunde momentáneamente a su adversaria y luego la sorprende con una llave doble Nelson que deja patidifusa a la ruda. Sin embargo, las marrullerías de la pancrasista ruda se hacen notar cuando responde con un estrangulamiento directo a los senos. En el aluvión de llaves y contrallaves de la sórdida lucha grecorromana Marisol pide tiempo fuera para preguntar el nombre de su contrincante: Elena -gime orgásmica- Y en el cese al fuego la rival enchacha clandestinamente sendas esposas a las manos de Marisol que sorprendida cae en la esquina opuesta. Realmente se sintió sorprendida que una mujer vestida de cuero negro se llamara Elena, cuando con el negro y siendo fetichista combinaba más una Zuleica o una Iron Woman. Ya se iba dando cuenta que en aquella relación mercenaria ella era el producto y Elena la ama y señora. En el cuadrilátero, húmedo y saturado de exótico jazmín, Elena ensaya sus mejores golpes masoquistas y con sendas patadas voladoras derriba y logra inmovilizar a la presa de pies y manos con las medias de licra que ajusta con nudo gordiano a los postes de la cama. Marisol intenta entrar de lleno al jueguito, pero está más fría que un cubo de hielo. Nada la derrite: besos, caricias, roces, miradas sensuales, mordiscos, susurros cosificantes. Nada ayuda. Ni los Hombres G encontrarían el místico punto a estas alturas del combate cuerpo a cuerpo. Busca ayuda telepática en el decálogo erótico del Marqués de Sade: nada. Flash Back a la etapa anal de la infancia: bloqueo mental, nichts. Tanga roja de la maestra de educación física: negativo. Desfile en traje de baño del concurso Miss Universo: nothing. Ménages-á-trois con Madonna y La Stone: nada. Beso lujurioso y calenturiento de Britney Spears y Madonna; nada, ni siquiera un escalofrío. No siente nada, a pesar de que se le presenta la alucinación en un espectáculo saturado de sensualidad, feminizado en forma enfermiza, circense y pop, con una clara evocación al aura decadente y tísica de la chica material, no experimenta la menor sensación. Elena reclama su cuerpo, pero también su mente. Le encanta el cuerpo de Zuleica –así la llamará como sacrificio al dios Pan- la encuentra más fresca que una monja EN-CUE-RA-DA. Pero algo la constriñe, además de las medias negras, que le recuerdan a Gabriel, su pecado y la maldición consiguiente. Acaso la frigidez alarmante que la paraliza sea un castigo que inconscientemente se impone. Vuelve a la vida y ahora es Elena la que la besa: la ve vieja, fea y fría. Sobreviene la escarcha mortal y se acaba el deseo. ¡Elena, la mujer de la barra de hielo! En inesperado giro mortal desde la tercera cuerda Zuleica esquiva el iceberg de su anestesia sexual y redobla el ataque con una nueva estrategia: inicia el streap tease. La vio desnudarse despacio, débilmente y desde dentro. Sin pudor, vanidad ni picardía, con un erotismo delicado que la desconcertaba. Cae a la lona el corsé abatido por la ráfaga de arañazos y ante el espectáculo inesperado Marisol se da por vencida en el conteo de espaldas planas. El seno izquierdo de Zuleica no tiene pezón. La hermosa amazona se transforma en un monstruo, en un vicio de la naturaleza, de los hombres y del amor. La ve emerger del lecho como el monstruo de la laguna azul, majestuosa, multiplicada por mil lunas que la reflejan completamente desnuda, salvaje, sensual, erótica, bestia bellísima con los ojos entornados girando las manos sobre las increíbles montañas, sonriendo lasciva al ver como giran los ojos de girasol-marisol en caricias elípticas sobre los monumentales pechos redondos. Y ella sin respiración contemplando el pezón erguido como una solitaria luna oscura, en el planeta maravilloso. Lentamente como una cosmonauta forma círculos con sus labios, girasol-marisol en busca del sol, gira-sombra mari-sombra en busca de la luna oscura, de la vía láctea de Barbarella, única habitante del planeta voluminoso y prohibido. Los senos de la mercenaria espacial son un sistema redondo, planetas maleables al contacto de su boca, al roce de sus labios que orbitan como meteoritos quemantes alrededor, atraídos por la fuerza gravitacional que la atrae en un torrente turbulento y cálido de caricias y gemidos. Inexplicablemente sintió una vibración sumisa, privada, por momentos temblorosa de pudor que tenía ella bajo sus brazos. Así que en el fondo la bella bestia no era más que una gata caliente con piel de tigre. Sucumbió agotada en dos caídas al hilo. La ganadora era Zuleica que parecía estar, más que triunfante, un poco disgustada y casi al borde del llanto. Ignoró la transformación de la diosa sexual a simple mortal. Esperaba un sexo gimnástico, sucio, depravado, asqueroso, fustigante, un culto sexual proveniente de la infancia, fantasías de anilingus y cunnilingus, o una orgía anal-erótica, sin embargo, sus expectativas distaban años luz del mundo real. La entrega había sido de una escrupulosa intimidad y ternura que fue provocando en ella un leve remordimiento orgásmico que invadió todos sus sentidos. Su habitual desenvoltura en torno a los encuentros sexuales se vio aniquilada por el traicionero ataque de ternura. Se sintió frágil, pequeña, vulnerable, oscuramente sucia al ser vencida por aquella hermosa fuerza de la naturaleza. Había cierto temor en los ojos de la dominatriz causado, no tanto por el deseo quemante que le transmitían sus labios, sino por el extraño ruido que rumiaba al otro lado de la puerta. Entonces ocurrió algo que ella no comprendió inmediatamente: Elena se incorporó bruscamente, sin preocuparse en absoluto de la abrumadora desnudez de su cuerpo. ¡Lagos nocturnos sus cabellos! ¡Violeta violada su pezón! Durante un instante se movió desorientada de acá para allá, para finalmente correr en dirección a la puerta, como si la única razón de su existencia fuera ponerse a salvo de un peligro invisible pero latente, huir desesperada, indefensa, desnuda y horrorizada de las garras de la bestia que la persigue. Ella, ignorante de su suerte, se deleita con la visión del cuerpo desnudo envuelto en una fragante bruma violeta. El deseo la sumergía cada vez más profundamente en ese sueño, en un ámbito remoto e impenetrable, en un tiempo sin memoria que se llenaba sólo con el sabor de su piel. Desde aquella cima erótica ella se sentía recostada sobre tibias arenas, su cuerpo entero era un rompeolas traspasado por líquidos gemidos, atravesado por crestas de espasmos y pequeños cardúmenes de pirañas que le devoraban la piel en un voraz orgasmo. El océano que se agitaba en su interior se arremolinó en olas incesantes, en un tsunami furioso que la arrojaba una y otra vez hacia la orilla, que repetidamente se elevaba, retrocedía y se alzaba en el aire para volver a precipitarla hacia el punto cumbre. Lentamente, como el magma en el subsuelo, un rumor cálido de onda expansiva salió por sus poros. A punto de ebullición explotó justo en el momento en que la Cat Woman maulló histérica y se lanzó a llorar bajo el amparo de una esquina neutral. Marisol se encuentra estupefacta, sin salir del asombrorgásmo ante el drama sexual que la convierte en la protagonista de la película. Necesitaba poner en rewind el C. D. y librarse de las ataduras, que ni la mujer maravilla con su lazo de la verdad podría desatar, para indagar sobre la causa del llanto. En medio del océano de llanto, Elena justifica su conducta, no era nada personal. Ella necesitaba el dinero, pues bien dicen que la miseria arrebata a cualquiera la conciencia. Cuando el hambre aprieta se puede comprar barato al medio muerto de hambre. No era nada personal. Él la trataría bien, conocía el oficio y no correría peligro. Cinco años a merced de un criminal con título. Cinco años de cirugías clandestinas, sangre, suturas, anestesia e hipodérmicas que eso era pura rutina. Marisol no asimila, el disco duro de su cerebro está infectado con el virus de la incredulidad. STOP. PLAY. Escucha el sonido de la claqueta en sus tímpanos: toma 1, escena 2, cámara 1. El rostro en close up: sorprendida, idiotizada. Una voz en off le confirma en el cerebro que es una imbécil elevada a la quinta potencia. Sus ojos son el lente de la cámara que comienza a hacer un zoom out e inicia un paneo por la habitación. El escenario se transforma, las secreciones habituales en el cuarto de un motel son cambiadas por lágrimas, sudor y sangre. El colchón viejo y mal oliente se trastoca de lona de cuadrilátero a losa de morgue. Se ve a sí misma intentando pensar en algo lógico, en la búsqueda desesperada de una salida, pero algo en su interior le dice que todo se ha roto para siempre en esa triste mañana. ¡En esa estúpida y maldita mañana donde ella no era más que un pedazo de carne colgada en la esquina de un cuarto de hotel! Entra en escena el clon-Cruz en el momento dramático sanguinario del trhiller urbano que protagoniza. Está allí, derribando la puerta como el mejor psicópata asesino, disfrazado de travesti refinado, egoísta y diabólico que sistemáticamente esclavizó a Elena para tenerla como carnada viva. El clon levanta al monstruo de la laguna azul como una lombriz y la aplasta contra la pared para empapelarla con hemoglobina y decirle que aquello no era una telenovela de ciencia ficción o un churro sentimental para enamorarse de la víctima. Le susurra con aliento viscoso que entre el doctor Jekill y Mister Hyde sólo su bisturí esculpía la monstruosidad, y que la compasión no era rentable en ese negocio, que si los implantes de coca tenían un mínimo porcentaje de riesgo para la portadora y que después de todo el producto importaba más si era de calidad. Por lo tanto, todo estaba científica y quirúrgicamente programado. Y tras su debut estelar como Billy the Butcher, con vestido de lentejuelas y mascarilla desechable, reafirma que para la víctima el consuelo insustituible de los dólares sería la mejor terapia de recuperación. La escena termina abruptamente cuando sus ojos enfocan el puño del maniquí diabólico que se estrella en su rostro. ¡Corte! Disolvencia hasta llegar a un negro total en la pantalla.

TÚ ERES ESO

Olinda Amatista pensó que aquello no podía seguir así. Hacía mucho tiempo que la asaltaba un impulso asesino, venía cuando se sentía enferma y temía morir sin haber logrado realizar su más preciado sueño: ser una mujer. Cambiar su cuerpo se había convertido en una necesidad básica que era imprescindible satisfacer. Lo deseaba tanto que no le importaba mandar a su mujer al patíbulo, al pináculo de la tortura. Sin embargo, eso no provocaba en su ánimo más que una vaga angustia y un leve sentimiento de culpa pues ella estaba demasiado acostumbrada al dolor. Además, un secuestro, un crimen, un dolor más, en nada afectaba la vida de perversión acelerada, de progresiva degeneración, de inéditas maldades que había llevado desde el día que la conoció. Después de un año de reclusión en la clínica psiquiátrica y desangrar la piel y el corazón en la embriagadora y agridulce tortura a la que lo sometió el psicoanalista, el cual terminó ejerciendo una terrible dominación sobre su vida, Gabriel se enamoró perdidamente de su mentor. Se incubó en él una necesidad enfermiza de verlo, oírlo y tocarlo. Abrumado por la abrupta irrupción del amor le confesó al facultativo sus deseos de convertirse en una mujer completa. El críptico silencio del médico revolvió las furias y demonios que se debatían en su interior y decidió hacerlo sufrir. Sin embargo, todo parecía estar en contra suya pues el fiel discípulo de Freud lo atormentó con el abandono inminente. La apnea, taquicardia y las profundas depresiones, alternadas con delirios y obsesiones, sólo eran algunos de los goces que le proporcionaba la relación con su loquero. Esos placeres también fueron insuficientes pues necesitaba sentir la viscosa caricia de la sangre en la piel para que la dicha fuera completa. Y no tardó en hallar la fórmula al sufrir repentinos brotes de estigmas, surgidos del misticismo desenfrenado al que se entregó día y noche, y que terminaron vistiendo su cuerpo con cardenales anchos y gordos como campanas. El pervertido médico, se volvió adicto a sus achaques y sufrimientos de santo hipocondríaco, a sus zalamerías de niño prometedoramente perverso. Reducido a la condición de siervo y discípulo se vio imposibilitado para dictaminar un diagnóstico objetivo y profesional, así que para escapar del acoso convocó a una junta médica extraordinaria en donde recomendó dar de alta al paciente. Para despecho y desconsuelo de Gabriel los demás médicos lo dieron por curado, lo cual aprovechó el padrino y mecenas del incipiente torturador para ahorrarse un montón de dinero y matricularlo en la facultad de medicina y así devolverlo a los parámetros de la vida normal, o simplemente porque quería quitarse de encima tan pesada carga. El médico pareció sufrir de remordimientos y le suplicó que aceptara al menos una cita semanal en la terapia de grupo. No, sentenció el otrora sicótico, lo que yo quiero es casarme contigo. Hans quedó anonadado e hizo silencio. Gabriel no se amilanó y volvió a la carga. Sólo contigo obtuve el equilibrio emocional que necesitaba y descubrí mi verdadera identidad: soy una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Tú, como médico sabes que biológicamente, el sexo está delimitado por los cromosomas. No obstante el género lo aporta el cerebro, el hipotálamo para ser más exacta. La moral de nuestra sociedad rechaza esta idea, pero así lo nieguen hasta el infinito, el sexo no siempre coincide con el género. Hay machos que se sienten hembras y hembras que se sienten machos. Hans sonrió y emprendió una elegante retirada matizada con vagas disculpas ante lo inesperado de la proposición y lo obvio de la revelación. Gabriel Garrido Cardona ante la insultante dubitación gritó con iracundia la sentencia final. ¡Pues se acabó! ¡Juro que te arrepentirás de haber dudado! De esa manera Hans tuvo que resignarse a perder a su conejillo de indias y verlo partir entre lágrimas de la mal querida e insultos de ranchero borracho. Instalado en la residencia para estudiantes universitarios, Gabriel se sacudió el polvo del misticismo y sintió la necesidad brutal de maltratar a alguien, de lacerar la carne propia y ajena hasta hacer brotar el placer que le había sido negado por su psiquiatra de cabecera. Volcó todo su conocimiento y entusiasmo en la práctica de las artes amatorias con alumnos y profesores de ambos sexos que se llevó a la cama sin ton ni son, los cuales salían de la habitación con un doctorado Honoris causa en silicio y tortura. El estudiante de medicina ganaba más méritos académicos a medida que sus perversiones se hacían del dominio público, a tal punto que el tutor, para taparle el ojo al macho, optó por comprarle un apartamento en una exclusiva zona residencial y enviarle como regalo de despedida a la madre que había alumbrado sus días de oscura existencia. Sin embargo, nada detuvo el avance de su batalla sexual, como un Aníbal lujurioso y ardiente de victorias recrudeció la ofensiva, para conquistar su mítico imperio sexual, agregando a la lista de amantes a una multitud de personas entre las que incluyó actrices porno, bailarinas, desnudistas, vendedoras de quiosco e incautos empleados gubernamentales, con los cuales refinó el arte amatorio y la filosofía de alcanzar la felicidad a través del sufrimiento. Como un filósofo griego en la plaza pública enseñaba a sus pupilos con máximas extraídas de su decálogo de perversiones: El paraíso no se encuentra en la inocencia edénica, nuestro cuerpo exige arder, padecer, abrazar el sufrimiento ofrecido y el dolor compartido. El sufrimiento ofrecido hace sentir un goce interior, es contrario a la tortura que no es más que mero sufrimiento. Sin embargo, la ilusión se diluía casi de inmediato al comprobar que el calor de la masa humana no lo hacía arder y consumirse hasta las heces, pues todos sus discípulos eran tan superficiales y machistas como el común de los mortales. Eran seres que se aburrían y buscaban placeres extremos sin arriesgar nunca sus sentimientos, por eso los azotaba y humillaba sin sentir ninguna clase de remordimiento hasta convertirlos en simples piltrafas humanas a las que desdeñaba cruelmente. Por ese camino pudo comprobar que jamás encontraría a su compañero de vida entre esa chusma, pero en cambio se convirtió en un experto torturador, al dosificar magistralmente los grados de tortura, las escalas del dolor, los modos de humillación sobre el cuerpo y la mente humana. Se volvió experto en el manejo de refinados instrumentos de tortura, al saber diferenciar el efecto de cada uno sobre la piel humana, las variaciones de sensibilidad en cada parte del cuerpo y la diferente tolerancia al dolor en cada individuo torturado. No obstante su entrega, todos los encuentros sexuales lo conducían a una profunda depresión y frustración sin límites. Tras el enajenante sexo acrobático, caprichoso y grotesco, se escondía en su corazón una frágil alma de ama de casa desesperada, ansiosa de encontrar el equilibrio sexual entre un cuerpo masculino dominado por la lujuria y un espíritu femenino atormentado en su prisión de carne. Sintió que no había en el mundo nadie capaz de salvarlo de aquella maldición, por eso se dedicó con ahínco a estudiar y graduarse como médico y cirujano. Años y años de cirugías palpando el dolor y sufrimiento humano bajo el filo del bisturí lo convencieron de que la tortura y el martirio supremo no se encontraban en las heridas, llagas, pústulas y cicatrices del cuerpo, sino en los tortuosos laberintos de la mente enferma. La mente es la que provoca los pensamientos mejores, pero también provoca los más atroces y pervierte los sentimientos del alma, creando la envidia, la avaricia y la lujuria. El alma se convierte en prisionera del yo artificial, del animal que se viste con miles de máscaras como la indecencia, la pasión, la maldad y la violencia. Si, la violencia como génesis del deseo de poder, la pasión de dominio, la irresistible fascinación por la sangre y las lágrimas. Bien lo decían sus maestros; el poder, suspendido en la bruma entre el bien y el mal, seguirá siendo fruto de la locura. Por esas y otras oscuras razones Gabriel decidió romper el monótono círculo de fijaciones y crisis depresivas al presentar al tribunal examinador una soberbia tesis de psiquiatría sobre el infantilismo psico-sexual. Ya en el desempeño profesional se convirtió en el domador estrella del neuro- psiquiátrico, amansando fieras alucinadas y rebeldes catatónicos, se imponía con órdenes levemente murmuradas a las enfermeras, quienes dócilmente acataban sus mandatos de cruzar cables y electrodos sobre la cabeza delirante del enfermo. Adiestraba a los jóvenes residentes en el supremo arte de la terapia electro convulsiva e impartía cátedra de alta costura en el diseño de camisas de fuerza imposibles de romper. Fue en este constante flujo de cordura y locura en donde conoció a la mujer que lo hizo dudar de su vocación de verdugo. El primer y último recuerdo que guardaba de Marisol era el de su mirada, los ojos inmóviles en donde brillaba algo furtivo y alarmado, el cuerpo tenso en actitud vigilante, como una fiera a punto de atacar. Al verla supo que era el perfecto animalito de laboratorio, tímida, frustrada, sensitiva, melancólica y dulciamarga. Marisol aceptó el juego pasivamente, al hacerse la desentendida cuando las manos se deslizaron tallando con lujuria la carne, como un instrumentista experto, hábil en el manejo de su instrumento de carne y hueso. Una descarga eléctrica recorrió todo su cuerpo al sentir el mordisco sobre el pezón. Permaneció sumisa, abandonada a la fiebre extraña que la sacudía en una corriente quemante y gélida a la vez, estremeciéndose de placer al sentirse plena en medio del deseo volátil, filoso y virulento que la dominaba. Había decidido seguir en ese torbellino hasta que Dios o el diablo pudieran pararla. Aquel hombre no era como los demás amantes que había conocido a lo largo de su vida. Su nuevo amante tenía las cualidades esenciales de un ser promiscuo, el aura de las drogas, el sadismo, el infantilismo y el galopante complejo de Edipo que ella buscaba en un ser enfermo para redimirlo al mundo. Gabriel en cambio había calculado fríamente la sumisión y maleabilidad que se agazapaba tras tanta furia y rencor, así que se dispuso a descargar sobre ella todas sus imposiciones de amo y señor y todas sus excentricidades de odalisca caprichosa. Y he aquí que preso de una repentina revelación se dejó llevar por el delirio de haber encontrado la mitad ideal. En esa extraña coyuntura del destino radicaba el secreto de la lujuriosa alianza. Él era el prototipo del soñado príncipe Barba azul, con la clase, el porte y la experiencia absoluta en las perversiones más sofisticadas soñadas por niñas bien. Y ella encarnaba para un hombre todo a lo que se puede aspirar para ascender en escala social sin sacrificar un ápice sus prácticas sexuales. De esa forma se dedicaron a amarse hasta exceder cualquier límite, buscando sus cuerpos cada minuto del día, robando tiempo a las labores de él en la clínica psiquiátrica y a las tareas de ella con Freud, Jung, y otros psicoanalistas descaminados. Pese a tanta gimnasia sexual, el tiempo compartido no fue suficiente, era tan grande la necesidad de buscar el goce ritual y efímero del otro, de entrar en comunión alma y cuerpo que ambos no hallaron mejor solución que casarse un desdichado día en la alcaldía municipal. Sólo si salgo en una caja y con los pies para delante entra ese tipo a mi casa, aulló la tía Refugio como vocera oficial del moralismo familiar. ¿Pero, no te das cuenta que es un don nadie con aires de príncipe? ¡Un trepador que sólo busca malgastar el dinero que dejó tu padre! A pesar de la airada protesta Marisol mantuvo su decisión y soportó estoicamente el yugo matrimonial, así como cada caricia, bofetada, arañazo y pellizco prodigado por su amante marido durante la luna de miel. La vida de casados no pareció apaciguar el ardiente deseo y la abundante lujuria que los desbordaba, así que cuando encontraron insuficiente el intercambio de caricias entre ellos, fueron adicionando a sus prácticas sexuales, enfermeras, terapeutas, camilleros, conserjes, guardias de seguridad, cocineras y uno que otro paciente delirante, sin que esto proporcionara la solución o señalara el camino al nirvana que Gabriel deseaba alcanzar para convertirse en un iluminado. Al enterarse de tales andanzas la tía Refugio pataleó y protestó ante semejante irrespeto a las buenas costumbres y a la moral cristiana. Pese a las amenazas, en un arranque independentista, Marisol puteó y vilipendió a la tía. Dicho acto trajo consigo el colapso de la economía familiar y también la amenaza de la tía: Prefiero verte muerta que en manos de un pervertido como ese. Gabriel entendió tal sentencia como una abierta invitación al crimen. Concibió la errabunda idea de que en el crimen radicaba la panacea sexual, la fuente de un río lujurioso donde podía saciar la sed y el hambre lúbrica que lo devoraba. Había encontrado la simbiosis perfecta del misticismo al idolatrar su espíritu superior y la dosis exacta de crueldad para someter su cuerpo –y el ajeno- a las más execrables humillaciones. Sin embargo, a pesar de que su mujer estaba a merced de sus instintos, no podía convencerla de morir en forma voluntaria ¡Ah, hereje! Además no se trataba de matar a sangre fría, sino que la víctima gozara el placer de la tortura y el goce absoluto del martirio. Todo flagelador que se respete sabe que al azotar un cuerpo es indispensable que ambos participantes sientan lo mismo, pues el que azota siente también el golpe, la resistencia, la reacción. El azotado no es sólo un receptor pasivo, sino que aguarda alerta para acoger la sensación que se transmite del látigo al cuerpo. Así que, ¿dónde encontrar a la persona dispuesta a tal sacrificio? Ante tal problema, la memoria le jugó la mala pasada de recordarle la beatífica sonrisa del director al ver morir al cadete en la cúspide del éxtasis. Recordó el crimen pero también el castigo. Estaba preparado para exterminar a un ejemplar del ser humano, pero no lo estaba para sufrir los absurdos castigos de la moral cristiana. La víctima a inmolar debía estar dispuesta a morir y acto seguido también su victimario. Así que ¿cómo convencer a su mujer? La respuesta a tal dilema se la proporcionó el destino una calurosa noche de abril cuando ingresó a la clínica psiquiátrica, en calidad de estricto aislamiento y medicada con altas dosis de psicotrópicos, Eva Müller, la Barbie estrella de discotecas, bares, antros y entidades dedicadas al vicio. Nunca el destino y los astros habían sido tan claros y justos en alinearse y equilibrar de tal manera el karma como en esa ocasión. Conocía la escabrosa aventura adolescente de su mujer a manos de la niña, que por azares del karma cósmico era también prima de su otrora amante y médico de cabecera. No fue difícil convencer a la paciente estrella de las ilimitadas sensaciones que alcanzaría en la orgía de sexo y violencia que se consumaría en su propio lecho de convaleciente. Un festín de lujuria en honor a la reina frígida que noche a noche limaba el pedernal gastado de su sexo sin sentir jamás el éxtasis del orgasmo. Se había convertido en esclava de sus deseos, adicta a la fricción hasta mutilarse el clítoris en busca del espasmo, del vértigo que siempre se quedaba como una sospecha indefinible en el vientre, los muslos, las piernas y el pubis llameante. Así que la víctima propiciatoria de su invocación a los dioses de la lujuria estaba elegida. Lo planificó todo con minuciosidad, atrajo y sedujo para sus fines a la enferma y convenció a Marisol de ser la sacerdotisa en aquel ritual donde podría vengarse del mal que Eva había provocado en su vida. El ritual comenzó en el cuarto privado número 69, entre el algodón esterilizado de las sábanas y los vapores del alcohol etílico, donde un torbellino de caricias, besos, mimos y abrazos ofrecidos entre desmayos dulces y temblores amargos fueron el inicio del tormento. Después de azotar el cuerpo de su mujer, Gabriel pensó que su partenier en el juego fuera solamente Eva y para tal efecto encadenó a Marisol a la cabecera de la cama, en tanto él consumaba el acto frente a sus ojos. Los azotes, mordeduras y arañazos fueron apenas el prólogo sangriento, al que siguió una obra maestra de tortura, donde el cauterizador era el protagonista principal al marcar la epidermis de los contendientes. La violencia e intensidad de las caricias iba en aumento, desde el mordisco de los labios, hasta la incisión profunda con el bisturí en brazos, piernas, nalgas y orificios adyacentes. Gabriel continuó flagelando salvajemente el cuerpo de Eva, vertiendo sobre las heridas litros de alcohol y solución salina, abriendo de nuevo la piel con las cuchillas que, como diminutas garras, deshilachaban la carne a cada golpe del látigo. Eva se desvanecía a cada momento, debilitada por la golpiza y la pérdida de sangre, sin embargo una fuerte dosis de bofetadas la hizo reaccionar de inmediato. Renovadas las fuerzas por la furia de los golpes, se lanzó contra el miembro erecto de su verdugo y lo mordió con rabia, sin importarle los gritos y amenazas que profería siguió desgarrando con los dientes hasta cortar el glande y escupir los pedazos a sus pies. Encendido en cólera y lujuria, Gabriel tomó el bisturí y de un ágil movimiento de muñeca cercenó el pezón y parte del pecho de Eva. Como un animal en celo excitado por el olor a sangre fresca lamió con avidez la cruenta herida, al hacerlo alcanzó el nirvana de la voluptuosidad y el clímax total al observar como se transfiguraba el rostro de la víctima, de una expresión dolorosa a otra de plenitud y delicia. En el momento en que se disponía finalizar su obra maestra, y devorar el despojo del cuerpo de Eva, irrumpieron con lujo de fuerza media docena de hombres comandados por la tía Refugio. Cansada de los excesos de la unión pecaminosa y de la errática conducta de su sobrina había enviado a unos matones para finiquitar la existencia del psiquiatra. Sin embargo, ante la feliz e inesperada circunstancia de ser sorprendido in fraganti en la consumación de un delito, la tía Refugio optó por ser la testigo principal de la fiscalía en el juicio por asesinato en primer grado, pues la víctima acababa de dar el último estertor agónico en los brazos del verdugo. Gabriel, consciente del crimen y de la alergia que provocaban los barrotes en toda su epidermis, se dedicó a insultar y provocar a los sicarios para que alguno sufriera un ataque de piedad y lo enviara al otro mundo. Nada conmovió el duro corazón de los hampones que, asqueados ante la grotesca escena, repudiaron cualquier chantaje monetario o de otra índole que ofrecía el perpetrador de tan escandaloso crimen. Entre alaridos, insultos y puñetazos fue sometido, esposado y conducido él y los restos de su pene al quirófano más cercano para detener la hemorragia que amenazaba su integridad física y también para reconstruir lo que aún quedaba de su hombría. Internado en el hospital intentó suicidarse al menos dos veces al día, sin lograr jamás su cometido gracias al esfuerzo de médicos y enfermeras. El fiscal y los agentes del Ministerio Público sudaron tinta al intentar desentrañar tal acto de perversión. Recabadas pruebas y datos, el MP no dudó en argumentar que el único y verdadero culpable de tan repugnante crimen era Gabriel y su esposa no era más que una víctima forzada por la locura de un hombre enfermo. Gabriel, preso del pánico y ante el inminente encarcelamiento, desplegó un catálogo completo de frases, conductas, signos y síntomas de la más álgida esquizofrenia jamás vista en un ser humano y nunca diagnosticada en los anales de la psiquiatría clínica. Se negó a hablar y se amuralló en un mutismo impenetrable. Inexorablemente el juicio dio inicio. Entre sentencias socráticas y teorías freudianas el abogado defensor presentó la contundente prueba de locura de su patrocinado y solicitó la piedad del neuro siquiátrico. Los médicos, más escépticos pero deseosos de sentar un precedente, apoyaron tal diagnóstico y recluyeron al reo en la celda más oscura y solitaria del hospital estatal, previa cancelación de la licencia médica que le impedía el ejercicio de la profesión. Recibió los neurolépticos habituales y la terapia electro convulsiva, sin lograr una modificación sustancial de su condición clínica. Marisol fue absuelta de toda culpa y elevada a posición de mártir al dedicarse en cuerpo y alma a restablecer la salud mental de su marido.

¡PLACA, PLACA POLICÍA DIME QUIÉN ES ESTE!

No pudo alegar inocencia pues el enorme puño se estrellaba en su nariz cada cinco segundos. No era que los golpes fueran contundentes y mortales, pero igual se dejó caer sobre el asiento del auto. No ensucies los cobertores, los acabo de comprar, le dijo un hombre con aspecto de extranjero. Estaba sentado a la par del piloto, un simio adiestrado en el arte de la tortura, que en ese momento abría la puerta e informaba de sus intenciones. Voy a echar una firma. Lo dijo como si pidiera permiso al director del colegio para ir al baño. El otro asintió con un movimiento de cabeza y luego se dedicó a desenvolver tiras de goma de mascar. Fidel Ernesto se sabía solo en esa encrucijada, ya había agotado mentiras, pretextos y citas citables. No tenía argumentos y discursos convincentes que le dieran un pase de salida de ese laberinto infernal. Si manchas los cobertores te parto la cara. Ante la promesa de una cirugía reconstructiva, se incorporó con dificultad. Trató de mirar a través del vidrio polarizado un signo que delatara el lugar donde se encontraba, pero sólo distinguió al hombre que orinaba desahogadamente sobre el poste de concreto en plena vía pública. El placentero ruido del líquido cayendo sobre la acera le provocó una gran opresión en la vejiga. Seguro era el sereno de la madrugada o el tequila que ya quería salir. El simio lo miraba con ferocidad mientras se acercaba al auto, al entrar lo único que le vio fue el puño pues éste se estrelló en su nariz. Ante la perspectiva de una nueva sesión de golpes el miedo le cruzó caliente y eléctrico como un relámpago sobre el estómago. Parecía que todo el odio del simio se estrellaba sobre sus costillas. Al cesar la lluvia de golpes sintió la cabeza como un nido de chicharras que se había instalado justo en sus oídos, por eso no pudo escuchar claramente cuando el hombre con mandíbula de muñeca le decía con aire de príncipe egipcio: Yo soy ministro. No supo dilucidar lo que había dicho, pues sólo miraba el movimiento pausado de los labios pegados a la mandíbula rechoncha y huidiza, enmarcada en una cara fea y pálida. Al simio no le miró nada, pues su mano de pitecántropo estaba sobre su cara cada minuto. -Deja de joder –Ordenó el ministerioso al simio- Anda a ver si ya puso huevos la cocha. El simio sufrió una repentina metamorfosis y se convirtió en reptil al deslizarse fuera del auto y desaparecer entre las sombras. La luz coagulada de una bombilla dormitaba inhóspita a lo largo de la fachada de la casa de enfrente. La sombra proyectada hacia el ángulo izquierdo provocaba una engañosa profundidad que no tenía el callejón hacia donde no se veía nadie, no había ni un alma a la deriva en las aguas estancadas del callejón, sólo el hálito fantasmal del neón entraba por las ventanillas del viejo Chevrolet Impala. -¿Quieres goma de mascar? –Sonrió al verle la mandíbula y los labios amoratados- ¿Y qué es lo que te apetece? -Un cigarrillo. -Eso te va a matar. –Dijo y frunció el ceño- Yo no fumo. Desenvolvió otra tira de goma de mascar. Las manos eran pálidas, lánguidas y casi plastificadas como las de una Barbie bulímica. Era ridículo ver aquellas manos de mujer moverse ágilmente como apéndices ajenos a ese cuerpo de repollo viejo que apestaba a fermentado. Parecía un vegetal en proceso de descomposición, sobre todo por el olor nauseabundo que salía de su boca, el cual trataba de disimular masticando a diestra y siniestra chicles de menta. Era repugnante verlo masticar pues abría las fauces exageradamente y se lamía los dientes como un perro. -¿Por qué querías matar a Belarmina? ¿No llevó a la mujer al auto hotel que habían quedado? -No sé de qué habla. -¿No? –Interrogó frunciendo los labios- ¿Sabes que rescatamos la droga y el dinero que tenías producto de la venta de mi casa? Porque la casa que vendiste era mía, yo se la di a mi comadre, pero la muy bruta se la traspasó a mi ahijado. A mí no me gusta que se anden metiendo con mis cosas. ¿Lo sabías? -¿Dónde está el Flaco? –Interrogó Fidel ignorando la pregunta. -No me hagas perder la paciencia –recomendó moviendo la cabeza de un lado a otro. Al dejar de mascar el chicle la barbilla se le hundió y enmarcó los carrillos mofletudos como si fuera un tenebroso muñeco de ventrílocuo. Dejó de mover la cabeza y se ocupó en acomodar un mechón imaginario por el cabello castaño escandalosamente brillante de vaselina. -¿Por qué la querías matar? ¿No querías compartir las ganancias de la venta, o ella no sabe lo de la casa? -No, pero a mí nadie me juega sucio. Yo sabía que ella se traía algo entre manos, pero jamás me pasó por la cabeza que la Olinda fuera su ahijada. -¿Quién crees que me dio el norte? Ese maricón, hijo de la china Hilaria, ya me tiene hasta las cachas con las trastadas que hace. Pero me tiene ley y eso me gusta. -Eso ni usted mismo se lo cree. El hombre sonrió sin muchas ganas, abatido por el calor y la sed escupió el chicle y luego llamó con un chiflido al simio. Este apareció casi de inmediato y el maniquí tercermundista le ordenó buscar agua mineral y más goma de mascar. Este obedeció y se marchó silencioso como había llegado. El ministerioso se encorvó hacia delante y buscó bajo el asiento. Extrajo un fólder de cartulina azul con ganchos en los extremos, seguramente sustraído de algún archivo secreto. -¿Qué es lo que quiere de mi? ¿Dónde está el flaco? -Preguntas demasiado para ser alguien que no tiene las respuestas correctas. La última palabra la pronunció masticando la erre por el esfuerzo que hizo al desgarrar la flema que se le prendía a la garganta. Aspiró profundamente y escupió hacia la calle con tan mala puntería que el gargajo quedó colgando como una babosa sobre la portezuela del auto. Molesto por haber ensuciado el auto de colección lanzó el fólder a la cara de Fidel y le ordenó leer el contenido. Era una ficha policial: seis fotos de frente y de perfil izquierdo y derecho, datos personales y los antecedentes penales más recientes, en los cuales resaltaba la complicidad en el asesinato de Eva Müller. -Yo no tuve nada que ver en eso. Fui absuelto por falta de pruebas. Le devolvió el fólder como si se tratase de una papa caliente que le quemaba las manos. El ministerioso la tiró sobre el asiento del piloto y sonrió mostrando la perfecta dentadura postiza. Ahora comprendía por qué masticaba como perro hambriento. -Para mentir así hay que tener más huevos que una iguana. Allí dice que trabajabas como enfermero en la clínica donde asesinaron a la mujer. Te encargaste de cubrirle las espaldas al médico asesino. Aislar a la paciente, conseguir los instrumentos de tortura, guardar silencio hasta la tumba y seguirlo hasta el hospital estatal donde de nuevo lo ayudaste a escapar. Supongo que tu pago consistió en explotar y chantajear al idiota de mi ahijado. La lúgubre sonrisa lo hizo temblar, el miedo pegajoso y salitre marchaba como un ejército de hormigas sobre su columna vertebral. La mirada terriblemente fría, envolvente y espesa lo penetraba como un dardo. Un escalofrío lo paralizó al ver que el simio regresaba y también al reconocer en ese rostro al vendedor de tarjetas para teléfono celular que lo había encañonado. A pesar de la débil luz y de la escasa visión de su ojo derecho distinguió la nariz chata, los pómulos salientes, los turbios ojos de humo enmarcados en la perfecta inmovilidad del rostro de expresión petrificada. -¿Quiere que lo ablande un poco más? –Preguntó el simio colocando la fría botella bajo la axila para poder tronarse los dedos como preparándose para tocar una sonata.- -No, mejor lleva al flaco a dar un paseo por la zona viva para que te diga quién es el bandera y de una vez le das un escarmiento. De paso entregas el pedido en el club. ¿Está claro? -Como el agua jefe. –Dijo entregándole la goma de mascar y la botella- El ministerioso le echó una mirada gélida al ver de dónde se había sacado la botella. Antes de marcharse lo retuvo con una petición. -Antes de que te vayas muéstrale el recuerdo que te obsequió el flaco. El simio buscó entre la bolsa de la chumpa de cuero y al extraer el objeto extendió la mano y lo mostró con orgullo y algarabía casi infantil. Era una babeante y viscosa esfera adornada con venas y vasos sanguíneos. Fidel reconoció en la oscura mano el ojo del flaco. Los ojos verdes de Fidel Ernesto se destiñeron por el llanto. El simio sonreía divertido al verlo llorar y gimotear como niño cada vez que le acercaba el órgano mutilado. Era la primera, y quizá la última vez, que lo veía reír. De la boca amarga y de labios amoratados se prendía una sonrisa astuta, con una ironía vagamente impúdica, que era totalmente anacrónica con el rostro simiesco, pues esos rasgos denotaban inteligencia, algo que estaba muy lejos de conocer el animal que lo torturaba. El ministerioso cortó la diversión por lo sano al mandarlo a cumplir las órdenes que le había dado hacía sólo unos momentos. -¿Ves lo que pasa cuando los pendejos cubren a los traidores? Te hubiera pasado lo de la Belarmina, hasta lo de la venta de la casa y el secuestro de mi nuera, con todo y que es mi mejor distribuidora, pero lo de la droga, eso no se lo paso ni a mi madre. Esta semana desaparecieron cinco kilos de cocaína que saqué del club porque se había acumulado en la bodega. Casualmente la mercancía se perdió los días en que tú distribuías a los clubes de la zona. -Yo llevé la mercancía al club, pero Hans me obligó a entregarle los cinco kilos. No sé más, se lo juro. -Eso ni tú mismo te lo crees. El ministerioso sonrió pasmosamente, tomó la botella y bebió la mitad de la sparkling water, luego carraspeó escandalosamente para desprenderse la flema del galillo. Desgarró la flema y escupió hacia la calle. De nuevo la puntería fue escasa y el gargajo quedó prendido como un clavel en la solapa del saco color café incasa. Se descompuso al ver el saco invadido por la suciedad. Parecía una marioneta epiléptica, un mupett en pleno ataque asmático. Pronto recuperó la compostura y se dedicó a limpiar la mancha con el pañuelo que extrajo del bolsillo. -¿Te refieres a Hans Stein, el médico del club? -Sí, me pagó con dos kilos de coca para que le consiguiera una mula. Dijo que necesitaba llevarla a Nueva York porque allá le pagarían con Efedrina, ya sabe para elaborar las tachas que vende en los clubes. Me dijo que era necesario que la mula fuera la mujer de Gabriel. Fue fácil convencer a la Belarmina que me la vendiera por un kilo de coca. Fidel Ernesto interrumpió la confesión al notar que la sombra del simio oscurecía más el vidrio del auto. Con un solo puño sujetaba el cuello de un títere, la máscara rosa ahora era un coágulo escarlata pegado al cuerpo del flaco. El simio intentó abrir la puerta del auto pero lo detuvo el grito del ministerioso. -¡En este no cabrón, llévate el taxi de éste pendejo! El simio sólo sonrió, esta vez mostró los dos colmillos superiores, los cuales eran la única dentadura que poseía. Vio al simio avanzar hacia el taxi, balanceándose sobre sus piernas torcidas, rozando los nudillos en el piso, divertido por el muñeco roto que llevaba bajo el brazo. En ese momento una patrulla pasó pintando el vidrio del auto de rojo y azul. Un saludo del ministerioso y un fajo de billetes bajo el fólder que entregó al piloto del otro auto fue todo lo que ocurrió en el intercambio de policías y ladrones. Aquí se rompió una taza y cada quien a lo que tranza. -¿Va a matarlo? -Lo que te debes preguntar es si te voy a matar a ti. –Dijo apuntándole a la cara con una pistola. Al ver el negro agujero del cañón reconoció el arma. Era la Prieta. -Si me va a matar, hágalo de una vez pero ya deje de estar chingando. -Yo no te voy a matar. –Aseguró y sin mayor transición disparó. Un nudo de dolores amarró sus gritos en una mueca de incredulidad. Estaba seguro que un hombre como aquel no se mancharía las manos con él. Palpó el hombro y reconoció con mirada confusa la sangre que brotaba de la herida. El dolor le dibujaba sobre la frente contornos oscuros de sudor ensangrentado. El ministerioso suspiró casi aburrido, abrió la puerta del auto y empujó el cuerpo de Fidel hacia la calle. De bruces sobre el asfalto húmedo Fidel miró su rostro turbiamente reflejado en el charco de agua, estaba borroso, desleído y casi transparente como un fantasma. Intentó levantarse, pero las manos temblorosas como gelatinas, le impedían tener un punto de apoyo. Dejó de esforzarse y se quedó quieto mirando hacia arriba esperando que una zarza ardiente apareciera a mitad del asfalto y fulminara con su fuego sagrado al hombre que lo torturaba. Pero no ocurrió nada, sólo sintió la garra del ministerioso que lo colocaba sobre la llanta trasera del auto. -¿A quién le vendió la mercancía? -No lo sé. –Respondió mirándole los zapatos blancos manchados de sangre y flemas, húmedos en el tacón alto, zapatito cochinito, dime cuántos años tienes tú. El ministerioso se rió de nuevo como un muñeco de ventrílocuo abriendo la boca y sin emitir sonido alguno, sólo un gruñido de cerdo le salió por la nariz, lo cual pareció molestarlo más de la cuenta pues dejó de hacer la mueca y el rostro se le convirtió en cartón piedra. Una patada en las costillas y otra en la ingle le confirmó la creciente frustración del asesino. Tenía la rotunda certeza que en el copyright del libro de la muerte estaba escrito el nombre de ese proyecto de hombre. Lo que más le dolía era que lo matara con la Prieta. Ella que había conocido la gloria de la lucha revolucionaria y había matado a quien se lo merecía, ahora estaba en manos de un cobarde, de un G. I. Joe reciclado, de un vende patrias que se amparaba en su inmunidad de funcionario público para cometer los más repugnantes crímenes. Lo vio acercarse y ponerse en cuclillas, intentó mirarlo a los ojos, pero el cansancio sólo lo dejó enfocar la mirada sobre la nariz gorda y amarillenta como de chile chamborote. Eso lo hizo sonreír, al pensar que pronto él sería el fiambre y lo adornaría un güicoyón. -¿De qué te ríes cabrón? –Gruñó lanzándole un escupitajo en el rostro- Dime a quien se la vendió y tal vez no te mate. -Lo único que sé es que el contacto lo iba a encontrar en el bar Amazonas. El ministerioso meditó un momento luego lo tomó del brazo y lo ayudó a levantarse. -Sabes, cuando era niño siempre jugaba a los policías y ladrones. En ese juego existía un mecanismo especial para saber a que bando pertenecías. Ven, te muestro como es. El elegido se coloca así, doblando la espalda como una escuadra, luego otro le golpea la espalda como un tambor y pregunta ¡Placa, placa, policía dime quién es este! Entonces el elegido mirando sólo los zapatos del candidato señala con el dedo meñique y pronuncia la sentencia: ¡Policía! ¡Ladrón! En tu caso, la Prieta va a decidir quién eres. En un rápido movimiento vació el revólver y metió una bala en el tambor. ¿Te parece bien? Y aún si le parecía mal, era obvio que iba a actuar sin importarle su parecer. Sintió el cálido borde de la pistola quemarle la nuca y también la pesada respiración que le llegaba a la nariz con un tenue olor a menta. Una sombra cenicienta se le coló por los ojos al sentir el tercer golpe del gatillo sobre la nuca, a la cuarta vez ya no supo nada, sólo sintió el terroso contacto de la acera sobre la mejilla y un dolor quemante en la columna como si hubiera sido apuñalado por un relámpago.

ARDIENTE Y SIN CAPILLA

El sereno del amanecer humedecía el polvo compacto que se aplicaba en las mejillas y le descomponía los rulos de la peluca. El nerviosismo la hacía sudar frío y la afligía al ver lo inútil de su esfuerzo por lucir bella y serena. Con un pañuelo secó el rostro mientras caminaba del teléfono público hacia la pensión. El cielo de la noche era sucio y gris. La oscuridad parecía desprenderse de las paredes como la olvidada hoja de un almanaque antiguo. Un auto se detuvo frente a la luz embotellada de la pensión. Al abrirse la puerta bajó un hombre alto, flaco, vestido de blanco con la histérica limpieza de un maniquí. Buscó con la mirada y reconoció la figura que avanzaba hacia él. No se dijeron nada y entraron en silencio al zaguán que desaguaba extraños olores a esa hora de la madrugada. A los pocos minutos salieron llevando entre ambos un pesado bulto envuelto en sábanas percudidas. A cinco cuadras de la pensión el Mustang se fue en un cráter del asfalto. El bulto saltó del asiento trasero al piso alfombrado. Un gemido remoto y profundo salió de entre las sábanas. El piloto miró el bulto y a su acompañante alternativamente. Olinda, ojerosa y casi sin maquillaje no sabía qué decir. -Creí escuchar por teléfono que estaba muerto. -¡Lo estaba! ¡Te lo juro! -Pues conviene que lo esté, no podemos darnos el lujo de dejar cabos sueltos. -Lo sé, por eso acudí a ti. -Tranquila, por lo pronto ya tenemos juguete nuevo. El turbio mar de los ojos azules de Hans se movió en una onda cálida, buscando abrazar en la mirada de su amante el signo de complicidad en el crimen. La lisa tibieza transmitida por el roce de la mano sobre su antebrazo le confirmó la solidez del pacto que habían celebrado cinco días atrás en la cama de un hotel. Hans creía que el matrimonio lo haría feliz y se casó con una hermosa dependienta de un almacén de productos médicos de nombre Elena Lacayo. Después del escarnio cometido contra su buen nombre y honor familiar en el escándalo protagonizado por Gabriel, su carrera profesional sufrió un descalabro imposible de reparar. Fue expulsado del colegio de médicos y cirujanos por la demanda de una paciente insatisfecha que lo acusó de haberla violado durante la sesión de hipnosis. Despojado de las credenciales y licencia médica para ejercer legalmente la medicina, la ejerció ilegalmente en una clínica clandestina donde realizaba cirugías íntimas a jovencitas a punto de casarse, abortos, legrados, cirugías reconstructivas y lo que se ofreciera. La flexibilidad moral y las impecables técnicas quirúrgicas que empleaba, le brindaron la reputación de un excelente médico y cirujano en el círculo de señoras y señoritas de la alta sociedad capitalina. Nunca su desempeño profesional había sido mejor remunerado como en el círculo de discotecas, bares y clubes de la zona viva, al cual había ingresado por la puerta grande, amparado por la protección del Ministro, el más veterano de los empresarios de los centros nocturnos, mecenas floreciente de la alta prostitución y pilar del crimen organizado. Como gerente del club Los Galeotes se convirtió en un próspero empresario, diversificó su cobertura al ampliar sus contactos con las redes de trata de mujeres en Europa del Este, Centro y Suramérica. El contrabando de licor, organizado por honrados comerciantes árabes, abastecía en abundancia del más fino licor, cigarrillos importados y de la ropa interior made in France perfectamente camuflada en contenedores de electrodomésticos que llegaban a Puerto Quetzal. El narco menudeo era quizá el negocio más rentable, pero también el más problemático y peligroso por las eternas luchas de poder entre las bandas de narcotraficantes. Él había evitado siempre ese tipo de violencia gratuita, burda y primitiva que caracterizaba a los capos de la droga, pues su poder se había afianzado en el último eslabón de la cadena; el lavado de dinero oculto tras la venta de vehículos de colección y en la mejor tienda de electrodomésticos en un exclusivo centro comercial capitalino. Sin embargo, ese poder había sido mermado y controlado siempre por el Ministro que mantenía una férrea vigilancia sobre los negocios, especialmente en la droga y la prostitución. Hans salió de sus cavilaciones y disminuyó la marcha al observar a lo lejos una patrulla. Echó un vistazo al retrovisor y se dio cuenta que eran los únicos en la solitaria calle. Para evitar un encuentro con la ley cruzó una calle antes y esquivó el problema. Con el rabillo del ojo vio a Olinda segura y confiada de sus decisiones. Ella lo contemplaba y casi adorándolo rememoró el encuentro fortuito en los pasillos del neuropsiquiátrico estatal. Se reconocieron en silencio y sus cuerpos se buscaron anhelantes. Las débiles y escasas mallas del lugar no fueron obstáculo para su huida. Un hotel rumbo a la carretera al Atlántico fue la guarida ideal para saciar su amor de bestias. Se amaron como fieras en celo, cinco días con sus noches se devoraron hambrientos, frenéticos, pródigos en besos y caricias dulces y rabiosas. Y al reposar jadeantes, ensalivados y sudorosos fortalecieron y remacharon el eslabón de la cadena que los unía. Después de los dos fallidos intentos sadomasoquistas Gabriel dedujo que no había mejor forma de dominación que la sumisión. La vocación de sumiso nació en su alma cuando enfrentó a Fidel Ernesto al negarse a cumplir todos sus caprichos. El macho reaccionó como lo esperaba, maltratándolo y humillándolo, hasta el punto de prostituirlo como cualquier ramera de arrabal. Aunque creía ser el macho Alfa de la manada de esquizofrénicos que comandaba en el hospital, Fidel no era más que un instrumento en sus manos, un cachorrito que obedecía cada orden de su ama y señora Olinda Amatista. Al observar el perfil griego de Hans el deseo renació vibrante y ardoroso en su piel. Recordó su iniciación por el camino amoroso del dolor hacia el placer, al evocar uno de los pocos recuerdos de su infancia; un libro de ilustraciones sobre el teatro japonés kabuki, regalo de su padrino. La fascinación e identificación con la figura de la geisha reveló su naturaleza más íntima. Su imaginación adolescente fue hechizada por la sofisticada figura de la mujer vestida con un kimono de manga corta, que después supo se llamaba Kosode, con una faja y encima un kimono de seda más amplio. Se veía atendiendo a grandes señores y samurai, entreteniéndolos con bellas canciones y melodías exquisitas cuando interpretaba el samisen, acariciando el mástil largo y delgado con dedos expertos que hacían llorar las cuerdas de seda en melancólicas notas. Deseaba fervientemente ser como esas mujeres, sumisas y obedientes al mandato de su Gran Señor. Recordó vivamente la noche en que soñó ser raptada por un samurai; su cuerpo ardía estremecido de temor y deseo al estar tendida boca abajo en un lecho de paja, maniatada con las muñecas a la espalda, semidesnuda y expuesta bajo la mirada fiera del guerrero. ¡La sensación había sido tan violenta como un relámpago! Desde el momento que despertó lo obsesionó la idea, el ansia auténtica y profunda de ser una mujer. Hans jamás comprendió que mi cuerpo había sido consagrado a su capricho, a su goce y lujuria. Nunca tuve ojos más que para él desde que lo vi entrar con su pulcra bata blanca. Sobre aquel alto pedestal de la ciencia médica emergió su rostro esculpido en mis sueños; anguloso y altivo, finos los labios, la nariz recta y los esclavizantes ojos azules. Ante aquel porte ario, con la impresionante gallardía de un guerrero labrado en mármol, caí rendida, vencida y gobernada para siempre por mi único dueño. Desde ese momento fuiste mi amo y señor, me ofrecí totalmente a tu dominio, me declare tuya en el humilde acto de estrecharte la mano. Y ese roce de tu piel me hirió como un rayo sobre la carne dejándome heridas abiertas como labios por todo el cuerpo que aún no han cicatrizado esperando que las laves con tu llanto. Dejó que el recuerdo penetrara hasta la última fibra de su cuerpo que se estremeció por toda la escandalosa y deplorable biografía sexual que pasó por su memoria. Un brusco frenazo, para no atropellar a un perro que se atravesó la calle, la devolvió a la realidad. Se acercaron a un edificio pobremente iluminado hasta que el auto se detuvo cerca del portón. Este se abrió casi al instante accionado por un control remoto. Al entrar a la oscura caverna Olinda presintió el ambiente frío y aséptico de una clínica. Al accionarse la luz el ambiente era dominado por una mesa de operaciones, con estribos para las piernas, en donde yacía el cuerpo desnudo de una mujer. En el extremo contrario se destacaba la habitación amueblada al estilo japonés brutalmente violentada por extraños objetos como el reclinatorio con dos argollas para las manos que servía de oratorio a los pies de San Sebastián crucificado. La mesa alargada con tablero extensible fue ocupada por el cuerpo que Hans acomodó con delicadeza. El cuerpo del joven sol yaciente se manifestaba en todo su encanto andrógino al lucir la palidez cercana a la muerte. Al ver la pasividad de Olinda le ordenó secamente. -Quítate la ropa y ponla en la cama, ya regreso. Respondió con una breve inclinación y obedeció en silencio. Por la misma puerta donde había desaparecido su dueño, apareció Elena que, sin dirigirle la palabra, le ató las muñecas y las sujetó a unas cadenas que colgaban del techo y eran accionadas por un motor. Un leve zumbido hizo subir las cadenas hasta estirarle los brazos al máximo. Los pies apenas alcanzaban a rozar el suelo con la punta de los dedos. Para terminar el ritual Elena le colocó una máscara de geisha y luego se retiró. En el helado silencio que la rodeaba presintió otro latido en la sombra, otro rumor de sangre muy cercano que no podía vislumbrar claramente pues el velo de la máscara se lo impedía. No comprendía el comportamiento de Hans, después del reencuentro apasionado, ¿por qué la indiferencia? ¿Por qué no la ataba y colgaba con sus propias manos? Aún así, inmóvil y reducida a un objeto, era suya por completo. La postura que mantenía su cuerpo la hizo descubrir nuevos grados de dolor, los músculos templados en sus antebrazos, los nódulos en el torso, los huesos que emergían como iceberg desde insospechados ángulos. Flotando en un río de emociones nuevas perdió la noción del tiempo que estuvo colgada. Punzadas agudas y breves calambres le surcaban la espalda, el dolor le abrasaba las muñecas como una llama que recorría los tejidos y tendones hasta calcinarle la piel. De puntillas para lograr un punto de apoyo cedió al dolor, dobló las rodillas y recostó la barbilla sobre el pecho. A punto de desmayarse un taconeo inconfundible y el sonido de una voz la reanimó. -¿Tan pronto has cedido? Al parecer tanto el dolor como el deseo te vencen sin que opongas demasiada resistencia. Veo que escogiste muy bien al niño. -¡Castígame si quieres, pero te juro que él no significa nada para mi! ¿Por qué no me dejas explicarte? -¡Silencio! ¿Me crees tan ingenuo como para aceptar la teoría de que fue una casualidad, un encuentro fortuito? No han transcurrido ni veinticuatro horas y ya me eres infiel. ¡No eres más que un repugnante promiscuo! Dices ser una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre y descargas ¡esto! – Señalando el pene erecto de Gabriel- a la menor provocación. ¡Tu deseo sigue siendo posesivo, de macho, no de la hembra que dices ser! -¡No! Ya te he dicho que este apéndice me repugna ¡Córtalo si ese es tu deseo! ¡Opérame ahora mismo, te lo suplico! -¡Basta! No necesitas prescindir del cetro para ser reina. Podrás operarte mil veces, pero jamás llegarás a tener el alma de gacela que anhelas. No acabas de entender el estado de tu espíritu; no necesitas cambiar de sexo. Si eres una mujer acepta esa idea con todas sus consecuencias, asimila esa condición femenina que ya está en tu cerebro y en todas tus células. No debes cambiar tu preferencia por el sexo masculino, pues desde tu género femenino eres un perfecto ser heterosexual. -¡Por favor, nota mi sexo tan manifiesto! -Una irregularidad anatómica nada más, que es parte de tu ser femenino sepultado bajo toneladas de testosterona. No te sobran los órganos genitales, sino que debes feminizarlos y utilizarlos para amar al hombre desde la mujer que sientes ser. -¡No! ¿Acaso no entiendes cómo me siento? ¡Para mí este órgano siempre será un cordón umbilical que me mantiene unido al cuerpo que no deseo! -¡Basta! ¡No vuelvas a lo mismo! -¡Mátame! ¡Desgarra mi carne que es tuya! ¡Quiero recibir de tus manos el tormento, el fuego que me consume y ser encendida por el fulgor de tus besos! ¡Fórjame a golpes como una espada al rojo vivo ardiendo sobre el yunque! -No digas cursilerías, eso que me pides no es más que una vulgaridad, como el circo romano que montaste en la clínica. ¿Creías que lo había olvidado? -Ahora eres tú quien vuelve a lo mismo. No fue un asesinato a sangre fría, ambos moriríamos. -Así que fue un suicidio consensuado. El problema moral radica en que sólo mi prima murió. Eso sólo les pasa a los asesinos aficionados o a los verdugos torpes. Bien, pero como diría Jack The Ripper, vayamos por partes; es tiempo de la clase de sumisión. Un grave silencio inundó la habitación, el cual provocó una violenta agitación en Olinda, que forcejeaba inútilmente tratando de liberarse. -¡Hans, no me dejes por piedad! ¡Aquí mismo te digo que soy tuya, tu propiedad, tu juguete, tu basura! ¿Acaso dudas de mi entrega? -¿Dudar de ti? –Interrogó la voz a distancia- Dices ser mi esclava y te rebelas a la menor oportunidad. Te proclamas mi sierva y te atreves a chantajearme por dinero. ¡Por dinero! Escondiendo unas sucias fotografías y asociándote con el desgraciado de Fidel Ernesto. ¿Qué esperabas conseguir de toda esta sucia maquinación? Si era por el dinero no tenías más que pedírmelo y alargar la mano. Te concedí el beneficio de la duda cuando supe lo de Eva, acepté utilizar a tu esposa como carnada para este negocio porque te amaba, ¿lo entiendes? ¡Te amaba, maldita sea! Ahora ya no importa. Yo te mostraré ahora mismo lo que significa un amor sin condiciones, el ser una sierva y esclava sumisa. De un violento tirón arrancó la máscara que cubría el rostro de Olinda. Un estallido de luz la cegó completamente impidiéndole ver la escena que se desarrollaba frente a sus ojos, sólo la voz de Hans era su guía en aquel laberinto de sombras. -¿Sabes qué es lo que llevo puesto? –Preguntó y se contestó a sí mismo de inmediato- Un kimono con un hakana plisado. Estoy vestido así pero no para tus ojos ni para tu placer. A lo lejos escucha el taconeo suave y corto que se acercaba y comprendió que había entrado al juego una mujer, seguramente Elena. La luz disminuyó en intensidad, lo cual le permitió vislumbrar las sombras temblorosas que se enlazaban entre gemidos y suspiros. Hans sonrió confiado y seguro ante la angustia temerosa de Elena que se dejaba llevar al reclinatorio. La miró con una intensa gravedad y le ordenó desnudarse. Al ver la túnica tirada en el piso buscó la soga que llevaba atada en la cintura y amarró las muñecas femeninas con destreza pasando el extremo sobrante de la soga por el cuello estirándola hasta alcanzar los tobillos. La tensa flexibilidad de la soga permitía movilizar estrechamente sin lastimarse los músculos del cuello, pero con la velada amenaza de la estrangulación ante cualquier movimiento brusco. Atada al reclinatorio Elena espera dócilmente el castigo. Hans, protocolario y solemne, extrajo la fusta de entre sus ropas. El primer golpe fulminó como un relámpago la piel de los talones. La fusta hiere y pica los glúteos y muslos como el aguijón de un escorpión. Olinda en su luminosa ceguera imaginaba con creciente furia el cuerpo sacrificado que ardía en el altar de la pasión. Ella también padecía el escozor ardoroso, las punzadas, los golpes de su desprecio. No es más sumisa quien padece los golpes, sino quien los hacen suyos sin sentirlos en carne propia. La incertidumbre de no verlo arder con los ojos fulgurantes y el pecho desnudo, sin tocarlo y acariciarlo, sólo adivinando el olor de su piel encendida en deseo y añorando el sabor de su sudor que le quemaba los labios como un ácido. Inesperadamente el silencio flotó como un globo a la deriva, elevándose frágil y libre, como un cuerpo ajeno a la pesada atmósfera que imperaba en la habitación. Ahora la luz se tornó suave y distinguió mejor el contorno de los cuerpos. Escuchó con creciente curiosidad el rumor de la soga deslizándose hacia el piso. Alevosamente una imagen se estrelló en sus pupilas y confirmó lo que suponía estaba ocurriendo en aquel grave silencio; Hans besaba ferozmente la boca de Elena. Su cuerpo ardió tembloroso, encendido por la furia, pues a nadie le pertenecían esos besos más que a ella que conocía los labios, los dientes y la lengua que electrizaban cada célula de su cuerpo. Impotente, lo vio iniciar el rito sexual al llevarla a la cama y besarla con caricias delicadas y tiernas. Besaba uno a uno los dedos de los pies, los talones y avanzaba despacio besando los muslos recorriendo los contornos suaves y tibios con besos morosos y pausados. Los suspiros crecían, se agigantaban los gemidos, los murmullos rebotaban sobre las paredes y las palabras apasionadas le acicateaban el dolor que la sacudía. No podía soportar por más tiempo el castigo que le imponía Hans. ¿Por una intrascendente infidelidad perdía todo interés en ella? ¡Ella que siempre le agradeció toda degradación impuesta por su mano y por su voluntad! ¡Ella, la más sórdida, miserable, indecente e innoble de las sumisas estaba entregada en cuerpo y alma a su único dios que ahora la repudiaba públicamente! ¿Acaso no podía ver que allí, hundida en el abismo de su abandono, ansiaba más humillación y desdén porque quería ser la mujer más degradada del universo y así sentirse segura en su bajeza? Sin el amor de Hans había sido reducida al último grado de abyección como un ilota embriagado frente a su amo y señor espartano. Un desgarre de músculos, tendones y nervios era poca cosa a la rasgadura de su amor y esperanza, de su agonía y abandono. Sé que lo he perdido para siempre y éste sufrimiento se agranda más por la certeza que tengo de que, a pesar de haber poseído su cuerpo, nunca ha sido mío completamente. Evocaba con amarga nostalgia las palabras apasionadas, las caricias dulces, los abrazos febriles y el deseo imperioso de acariciar y reconocer su cuerpo desnudo. Aun cuando lo odie por rechazarme, no puedo resistirme a su canto de sirena, pues mi piel absorbe por sus poros la huella de su voluntad moldeándome. Toda mi piel es una memoria digital que retiene sensaciones ya pasadas; besos, roces, miradas, susurros, gemidos y el ardor fogoso de su piel. Los perturbadores gemidos la sacaron a empellones de sus recuerdos. Palabras a medio decir salían de una boca a otra, cuyo vértice palpitante se estremecía y sacudía la carne en un paroxismo húmedo y candente. Al fin pudo ver claramente la escena; Elena yacía extasiada, lánguida, en un trance provocado por la experta boca de Hans que también yace con el rostro transfigurado en pleno éxtasis. Unos minutos después logró su atención y por fin la miró con ojos vacíos e inexpresivos. Se acercó a ella arrogante, con la fulgurante cabellera arremolinada por la pasión de las caricias, y la interrogó con voz pausada y firme. -¿Estás bien? ¿Has aprendido algo? -A ser tuya, a pesar de mi misma. A adorarte mejor. -Te voy a soltar. Cuando desate las amarras quiero que salgas de aquí inmediatamente, en silencio, sin preguntas ni reproches. Irás a vestirte y me esperarás en el departamento el tiempo que sea necesario. Si desobedeces esta orden se acabó todo. En el silencio el siseo del motor eléctrico se escuchó como el reptar sigiloso de un cantil sobre la hierba. El chasquido de las cadenas al descender provocó cierto alivio a su dolor al saber que pronto sus pies tocarán el suelo. Hans liberó las ataduras de sus muñecas y la empujó suavemente hacia delante. Olinda no se atrevió a voltear y desapareció silenciosa entre las sombras. Al verla partir sonrió satisfecho. Lo que más lo hizo gozar no fue el dolor infringido a su mujer, sino el sufrimiento de él al verlo tan cerca y no poder alcanzarlo. ¡Le había torturado el alma de una manera genial! Volvió la mirada hacia el cuarto de arriba y luego miró con una sonrisa desdeñosa al desnudo adolescente que ahora ocupaba el lugar de San Sebastián en el crucifijo. Un débil quejido lo hizo detenerse y ver la piel amarilla y ardiente agitarse convulsa en su desesperación por liberarse. En la penumbra destelló el filo metálico del bisturí. La mirada oblicua recorrió desesperada el rostro del verdugo y sólo se detuvo sobre la sonrisa codiciosa del maniquí que lo sujetaba cruelmente de las manos y zanjaba horrendos canales en sus muñecas y antebrazos. Al fondo una escena lóbrega: una mujer atada y amordazada, rota como una dalia, pudriéndose en esa ciénaga de paredes húmedas y fétidas. Él suspendido como una marioneta, desangrándose como una res en el rastro, sintiendo el balanceo infernal del cuerpo suspendido en la nada.

EL SABOR DE TU CENIZA

Despertó con un candado de fierro viejo colgando del aliento, tumbada sobre un camastro y desangrada por una sanguijuela de luz que succionaba el ruido del neón rojo que destilaba una lámpara con cuello de ganso. Esa era la única luz en la habitación lóbrega, decorada en el mejor estilo de clínica clandestina, donde el descuartizamiento y asesinato estaban programados en la agenda del día para la sala de operaciones. Intentó levantarse, pero la cruel mordida de la sutura que se le hincaba sobre los pechos la sujetó fuertemente al lecho de convaleciente de una mamoplastía. Además, como en la mejor misa negra, continuaba atada y amordazada, febrilmente desnuda, ajena al cuerpo voluptuoso que usurpaba su espacio. ¿Quién era aquella mujer? Con esas caderas de negra rumbera, los muslos dilatados de Kentucky Fried Chicken, y esa vulva insurgente, obscena y anárquica que gritaba con sus labios de fulgor rosa: ¡Mira, aquí estoy! Pero, ¿qué había hecho con su cuerpo ese aprendiz de carnicero? La había convertido en un monstruo de lujuria. ¡En un comic erótico, ninfómana de ciencia ficción! ¡Barbarella! ¡¡Uranella!! ¿¿Dracurella?? ¡¡Vampirella!! En todas y cada una de las heroínas sexuales protagonistas de las viñetas hechas en el siglo XX. En el prototipo femenino SÚPER MEGAHORMONAL XL 2020, para hombres, cavernarios y seres no evolucionados. No, todo ese cúmulo de imágenes y sensaciones era surrealista, sadomasoquista, suicida, inverosímil y antiestético, sobre todo la decoración japonesa que ostentaba la habitación a la que miraba frontalmente y en donde sus presuntos verdugos terminaban –o iniciaban- una sesión sexual. El retrato al óleo de Mishima, representando a San Sebastián crucificado, con el torso desnudo y atravesado por flechas, presidiendo la cabecera parecía ver con severidad y una encantadora lujuria los glúteos del hombre que ofrendaba el más alto testimonio de amor: el anilingus. Al extremo derecho, en severo contraste y mal gusto decorativo el cuadro de la Venus frígida, de Rubens, apadrinaba el conato de orgía. Pensó que era gracioso que justo en ese momento sufriera un asalto de erudición sobre el arte moderno. ¡Ah, es el duendecillo de la anestesia! Sonriente analizaba cuadro por cuadro para volver a la figura de Venus y Cupido que posaban graciosamente en cuclillas y la invitaban con una mirada obscena a una defecación masiva. También el sátiro de fondo, apenas visible en la mala reproducción fotográfica, agachado y mostrando la lengua bífida abrazando con codicia un cuerno de la abundancia, aludía al anilingus. En conclusión, tras profunda alucinación post operatoria, el mensaje central de la pintura –más conocida como Júpiter y Antíope- era el de una orgía de sexualidad anal. (Véase catálogo de alucinaciones, figura 2) Sin embargo, era otra pintura la que se plasmaba en su cerebro castigado por la fiebre: una orgía de ángeles. Un ángel pervertido masturbándose frente a un grupo de adolescentes, otro orinaba en los pisos de mármol y se embarraba los muslos con sus heces mientras gritaba como un loco en el suplicio. Un querubín gesticulaba muecas de espanto, guillotinado por el hambre, y condenado a comer migajas del pan amargo del infierno. Así se sentía ella, gastada como por un ácido, penetrada por el sudor y el humo, oliendo a orina y a vómito, mancillada como una virgen violada. Asumía una actitud vergonzante de niña y bestia seducida al fin por el morbo del espasmo y los aguijonazos crueles que la herían en esa vorágine incoherente de gritos y llantos. Allí en ese infierno el doctor Frankenstein de pacotilla no era más que un retentivo anal, un parapático coleccionista de fantasías eróticas que guardaba sus aberraciones como un tesoro invaluable en un recinto sagrado de regresión a la infancia, donde la fotografía de la madre, el enema y el irrigador eran objetos de culto. Debió suponerlo al ver la pulcritud y el orden de la guarida de su secuestrador de cabecera. Justamente allí, en medio del ritual de violencia vanguardista, ella se siente IN-TE-LEC-TUAL. Aflora en sus neuronas la psicóloga y terapeuta familiar al analizar el perfil psicológico del criminal: parapático de ideas obsesivas con disposición criminal y una vida impulsiva extraordinariamente intensa. La escena cambió radicalmente de tono cuando el doctor sádico introdujo a su compañero de fórmula, Calígula, un gran danés ilustrado en la función del cunnilingus, que más que guardián de la casa lo es de la vulva, pues empezaba su trabajo con voracidad. El médico asesino miraba con fruición la sodomía y una sonrisa malévola le cicatrizó los labios en una mueca, mientras extraía del baúl de los recuerdos, un hacha, un látigo, un juego de esposas y un finísimo bisturí. Ante la tortura empezó a sentir cierto asco provocado por la cruda obscenidad de las blasfemias que lanzaba aquel ser odioso en el ritual macabro donde escarnecía a la religión y a Dios mismo, pues como guardián de la moral, Él era el enemigo más acérrimo de la sexualidad. Empezaba ¡La rueda de la tortura! El juego preferido en todo el país, en donde las vejaciones a plazos y las humillaciones al contado son el premio mayor. ¡Venga y elija a su verdugo preferido! Los tenemos en todos tamaños y colores para que lo torturen con el aparato de su elección. ¿Para qué morir de enfermedad común, cuando lo puede hacer en forma espectacular y violenta con cobertura periodística y titulares en primera plana y a todo color? Ya nadie necesita morir en estos días, porque todos estamos muertos en vida, hasta el país en sí es ya un cadáver torturado que no siente nada. No es más que una vasta gusanera apestosa por el discurso mortífero de políticos corruptos, hedionda por las más sucias maquinaciones políticas y terriblemente fétida por la miseria y la sangre derramada de inocentes. Lo que veía rebasaba el límite de las excitaciones enfermizas que conocía de los pacientes de su consultorio. Aquella zoofilia erótica era el colmo, bueno, en realidad no era nada nuevo bajo el sol, pues en la Biblia, en Herodoto y Estrabón, en Ovidio, Virgilio y Juvenal, habían suficientes alusiones a costumbres zoofílicas como para escandalizar a Sade, a Mason y a toda una corte francesa. Volvió a sentir náusea y un miedo con sabor a hiel le llenó la garganta inundando todos sus sentidos. La luz empezó a difuminarse. La imagen se congeló y el zoom al rostro que ve se perdió en una pupila negra e infinita. Las sombras se fueron evaporando lentamente con la luz cenital que iluminaba a una mujer al otro lado de sus pupilas. La ve parada frente al espejo, seria, en los ojos un aire triste, sosteniendo una copa entre dos dedos y bebiendo a sorbitos mientras miraba a través del espejo a los clientes del bar. El rincón estratégico que consiguió estaba frente al baño de mujeres y, cuando la puerta abanicaba al influjo del paso de los cuerpos, el caprichoso reflejo de la luz neón roja provocaba un halo fugaz y brillante sobre el perfil de la mujer que bebía parsimoniosa e indiferente. Envuelta en aquella luz baja que diluía sus contornos a causa de los fulgores que le arrancaba a la seda de la blusa, su imagen era una pura evocación del sueño erótico y sensual perfecto. Sintió la mirada que resbalaba por el espejo y se detenía entre la barbilla y el cuello. La vio inquietarse y parpadear un poco confundida. Los ojos de la desconocida eran como un espeso baño de miel caliente, unos dulces ojos lujuriosos, de mirar desnudo y quieto, con una chispa de ironía groseramente deliciosa. La mujer de ojos increíbles parecía estar fervientemente interesada en sus piernas. No podía creer la insinuación tan abierta que provocaba. Nunca había tenido éxito en el difícil arte de la seducción, pues los hombres, las mujeres, el dinero, el poder y la belleza eran para otros, por eso resultaba increíble que la mujer escultural la mirara solamente a ella. La mujer avanzó indiferente y totalmente ajena a la fantasía que sus pies levantaban del suelo a cada paso que daba. La vio acercarse, buscándola sin conocerla, como si ese encuentro hubiera sido concertado desde el principio de los tiempos. Al estar frente a ella apartó una silla y preguntó: ¿Puedo sentarme? Ella permaneció quieta, indecisa, dirigiendo tímidas miradas a la cadera sinuosa y ajustada en una falda corta que se movía frente a sus ojos. La desconocida sonrió con malicia y se sentó sin dejar de mirarla. Diminutos proyectiles de sudor le acribillaron la espalda y la hicieron removerse inquieta en la silla, porque teniéndola tan cerca la mujer le pareció tan bella que le provocaba mareos. Entonces la desconocida abrió la boca de labios carnosos para decir: Me llamo Laura. Sin duda ella se llamaba Laura, ella se llamaba así. Ante el silencio y excusándose con una apabullante cortesía Laura intentó levantarse con un desmayado encanto y sofisticación que estremeció a Marisol. Desde el otro extremo de su olvidada sexualidad una jauría de sensaciones hizo pedazos sus escrúpulos y sonrió tímidamente ofreciéndole la mano y su nombre. La bella desconocida, era ahora la hermosa Laura, de cabello lacio y anteojos rectangulares de montura negra y espejuelos diminutos como los quevedos de los intelectuales New age, y poseedora de una belleza seductora y perfecta. No pude saber exactamente si la revelación se produjo cuando la conocí o en el momento después de haber hecho el amor, cuando Laura retiró lentamente el brazo, donde descansaba la cabeza, y buscó a tientas los cigarrillos en la mesita de noche. Al verla fumar tumbada de espaldas y mirar distraídamente una reproducción de Le moulin de la Gallete de Renoir, al escucharla recitar el poema erótico y buscar mis ojos de otra manera hasta que de nuevo su mano resbaló por mi cintura y se produjo un largo silencio. No hubo mucho que hablar y nada había que decir, simplemente no había palabras para expresar que desde ese momento empezaba otra manera de vivir, que toda mi vida había sido interrumpida de golpe y que los viejos escrúpulos habían sido reemplazados y barridos por un huracán que arrancó de raíz todo el sentido de mi vida pasada. Después que la pasión cedió a una realidad de Marlboro y palabras, Laura confesó que no comprendía nada, probablemente la sonrisa ingenua la conmovió pues al mirarme a los ojos, avergonzada por sonreír tan estúpidamente, sintió una conexión inmediata. Laura creía que era una bonita sonrisa, una sonrisa de ratita atrapada que terminó por seducirla. Recuerdo haberla visto sonreír, con una sonrisa sin insolencia ni esperanza. Era bella, lenta y pelirroja con una lasitud soñolienta y bohemia. Pero también cruel y tiránica, acorralándome rabiosamente, entre lágrimas y obscenidades murmuradas boca a boca con un aliento caliente con olor a café y brandy. Y allí, en medio de la oscuridad sin bordes ni límites la sintió volver, tiranizar sus recuerdos y cauterizar sus heridas con sal. La imagen de Laura en el departamento, entre sus libros, desnuda e insomne, con un cigarrillo amargo preso entre los labios húmedos, la boca sinuosamente sensual, que los pederastas geniales habían enaltecido en las pinturas del Renacimiento. Unos labios que la sujetaban como pinzas rabiosas y le exigían un nuevo juego, un recomienzo canceroso en el laberinto. Un te amo-te odio que la empujaba con sarcasmos y amenazas hacia un abismo que Laura preparó en dos años de lenta corrupción, de minucioso chantaje sentimental hasta convertirla en un depósito de seis metros de ciego, colón y recto para transportar basura de calidad a la casa de niños ricos y deprimidos que preferían un suicidio en cámara lenta y en dolby stereo. A esa hora en que su voluntad estaba perdida en una masa negra de recuerdos, que se iba espesando hasta dejarla fría e inmóvil sobre una losa de anestesia, las imágenes saltaban de todos lados y parecían ciertas, pues la ausencia de Laura estaba todavía demasiado presente en su memoria. La sintió abrazarla en la sombra, rozarla con manos y cintura, acariciarla interminablemente. La olió entre las sombras, murmurando una dicha de monosílabos y palpitaciones, callándole la boca a besos, a blandos mordiscos y empapándole la piel con lágrimas absurdamente infantiles. La escuchó llorar en silencio, destilar amargura y oscuridad como una sombra. Le confesó la terrible soledad en que vivía, la orfandad, la adicción que la esclavizaba y el amor que sentía hacia ella, así, dicho al azar, como si no importara demasiado. Así era Laura, la que hacía de las palabras simples un juego de espejos que multiplicaban lo peligroso y fascinante de la vida. Laura, la malabarista suicida que lanzaba al techo las palabras como una pelota que rebotaba y volvía en un lento juego de tenis para ciegos. Laura la otorgadora de vértigos olvidados, la gran masturbadora de mentes yacía en el fondo de sus ojos, reclinada en la cama, perdida y olvidada de sí misma. Laura se fue, no dijo adiós, dejando rota mi pasión. Ni siquiera sé decir su nombre, no consigo olvidar el peso de su cuerpo. Cada escena era una progresión a la nada, a la sombra murmurante, a la inútil protesta, al sopor, al horror puro, al silencio interminable y al asco instantáneo de despertarse en una realidad alternativa. Sí, doctor, claro, doctor Freud. La paciente presenta un trauma espúreo y verde de la envidia del pene. Sí, por supuesto, es un ser de segunda clase. Sí, el sexo débil, como usted diga señor. Esto no me gusta nada. Aclaró el cirujano con cara de purgante. Claro, con lo roñoso que era al sólo tocarla infectó la herida del seno derecho, que supuraba en technicolor y en varios grados de viscosidad y densidad, para agrado de bacteriólogos y curiosidad de morbosos. Acaso la negligencia médica era un adelanto del cuadro de infierno que le pertenecía, un vértigo merecido, una brusca irrealidad que se imponía sobre la otra, sobre la ignorada realidad que hacía mucho se había quedado estática, esperando que la arrollara un auto, como un perro lampareado a mitad del periférico. Su cuerpo era como una caricatura reciclada viajando en un tren de luces amarillas y rojas que degollaban un camino sin fin. Por eso el recuerdo que bosquejaba a su primera amante se daba condicionado por la necesidad brutal e implacable de escapar a toda costa del dolor que sentía, de la inmediata negación al gesto de horror cansado y sucio que se reflejaba en la lámpara de aluminio que otra vez la cegaba. Y las cenizas de los labios de Laura las sentía aún tibias reposando en la hoguera de la piel.

SI TÚ ME DICES VEN

Olinda subió las escaleras trabajosamente pues sentía los músculos hormigueantes y las venas repletas de brasas y agujas. Mientras se colocaba de nuevo el vestido de lentejuelas, miró distraídamente por la ventana justo cuando un auto color arbeja se detuvo en la acera de enfrente. Se sorprendió al ver descender al simio, al que desafortunadamente conocía muy bien, no obstante el asombro fue mayor al verlo cruzar frente al auto y abrir la portezuela, lo que significaba sólo una cosa. Del interior emergió el clon mal formado de James Cagney, el burdo hampón de pacotilla, enemigo público número uno de la moda y el buen vestir, nada más y nada menos que su mecenas sexual; el ministro. Se estremeció al pensar el motivo de su visita y más aún al imaginar el inevitable encuentro con Hans. En un repentino impulso abrió la ventana y salió al balcón. Buscó ansiosa la forma de bajar y pronto la encontró al aferrarse del poste de concreto y deslizarse hasta la acera. El ministro observaba todo a una prudente distancia y luego aplaudió la osadía de su ahijado (a). -¡Hola muchacha, buen día para un crimen! -¡Qué cosas dices! ¿Qué crimen podría realizarse aquí? -No sé, dímelo tú. Secuestro, asesinato, extorsión, distribución de estupefacientes, vamos, elige que con uno basta para encerrar a tu flamante novio. -¿Por qué me dices esas cosas? ¿Me amenazas con denunciar a Hans, después que te entrego al verdadero culpable? -A uno de ellos, el otro se esconde aquí y tú mejor que nadie lo sabe. -No sé de qué me hablas. –Murmuró intentando aparentar serenidad- Te juro padrino que no sé a quién te refieres. De veras no sé por qué dudas de mí si sabes que siempre te he sido fiel como un perro. -Así es y por esa razón exijo que me entregues a ese traidor. Si no lo haces es necesario que vengas conmigo, tú comprendes, como garantía. -No puedo irme contigo, no ahora. –Su voz ahora es casi un sollozo- No puedo abandonarlo en este momento, él me ordenó que lo esperara… -¿Qué dices? ¿Desde cuando recibes órdenes tú de ese imbécil? -¡No lo insultes! Yo acato las órdenes de Hans porque él es mi señor… -¿De verdad? –Preguntó sonriente- ¿Me dices que ahora eres una sumisa que espera órdenes de su amo? -Así es, aunque te cueste creerlo. -No es cuestión de que lo crea o no, es que simplemente tú no puedes ser sumisa porque jamás has renunciado a nada. Tú eres demasiado ardiente e impetuosa, no reconoces los límites, el respeto ni el temor. ¡Todo en ti es agitación y deseos ardientes! Eres cínica, desvergonzada y violenta, además no hay vergüenza en el mundo que contenga tus caprichos. -Cierto, soy todo eso y más, pero no me importa porque sé que hay alguien que me ama tal como soy, por eso le debo respeto y fidelidad. -No pierdas el sentido común, ni te inventes fantasías románticas, al único hombre que le debes algo es a mi, que soy tu padre. Olinda miró al ministro, como si estuviera frente al último jeroglífico maya descubierto en la tierra, buscando descifrar en su rostro y en su mirada el significado de lo que acababa de escuchar. Sin embargo, los ojos congestionados y tristes del hombrecillo la miraban con una especie de asco contenido mientras se limpiaba los labios con un pañuelo, como si acabara de vomitar una palabra demasiado sucia incluso para él. Ella no pudo articular palabra alguna, el conocimiento instantáneo y brutal de la aplastante verdad le había provocado, por segunda vez esa noche, la extraña sensación de vulnerabilidad que la mantenía clavada al piso, sin fuerzas y con los ojos bien abiertos en la lechosa neblina que los cubría. Se dejó llevar del brazo como una niña dócil y asustada que acudía por primera vez a la escuela. Al entrar a lo que suponía era la bodega del centro nocturno, una bombilla amarillenta le iluminó la cara con una sucia luz. El pasillo, lleno de cajas de cerveza apiladas junto a estantes polvorientos, era estrecho y húmedo con un escandaloso olor a moho y excremento viejo. Al avanzar por el pasillo escuchó a sus espaldas la risita burlona del simio, seguramente divertido ante la promisoria perspectiva de que ella sería su nuevo punching bag. De pronto no pudo evitar la desagradable sensación de que algo estaba muy próximo a suceder. Antes que la voz pastosa y cortante del ministro se escuchara como un eco reverberante en sus oídos, sintió sobre los hombros las dos manos del simio que la arrastraron brutalmente a una habitación. Al entrar vio al ministro sentado en una lujosa silla ejecutiva forrada de cuero verde musgo. Leía una revista sobre economía con aparente interés, sin embargo, se levantó como impulsado por un resorte y arrojó la revista al suelo. Luego inició un extraño peregrinaje por la oficina; acomodaba un libro, enderezaba un cuadro, soplaba el polvo de un trofeo de golf, buscaba el mejor ángulo para colocar un jarrón y por último esponjaba un almohadón que dejaba con descuidado abandono sobre el sofá, el mismo donde se encontraba sentada Olinda. Con una expresión de serena alegría, como quien repentinamente recuerda algo que ha dejado inconcluso, el ministro reanudó la conversación interrumpida. -Como te decía, tengo el relativo honor de ser tu padre. La incredulidad que vio asomada en los ojos de su recién confesado hijo lo impulsó a seguir hilvanando las ideas en un monólogo con acento paternal. -Para un hombre como tú que tiene una idea opuesta de todo lo que es normal en esta vida y que has reconocido el error cometido en ti por la naturaleza al darte un sexo que no corresponde a tu género, no creo que esta verdad, por amarga que sea, te haya tomado por sorpresa. ¿O si? Vamos, he procurado ser un buen padre, brindándote mi protección y salvando tu pellejo en todo momento. Soporté cada uno de tus escándalos, crímenes y delitos, pero creo que ahora si has rebasado los límites. -No me vengas con esas pendejadas padrino, –escupió Olinda casi ahogándose- yo jamás te pedí nada. -Te voy a pegar una trompada, que le va a doler hasta la tercera generación de tu familia. –Sentenció el simio avanzando, con el puño levantado, desde una esquina oscura. Ante una señal del ministro se detuvo y volvió a la sombra. Acorralado por una repentina fatiga el ministro se dejó caer en el sofá, recostó la cabeza en el almohadón y luego empujó suavemente a Olinda que cayó sentada en el piso. -De rodillas, mal hijo –Dijo con un conmovedor gesto de padre ofendido- ¿Así pagas todo lo que hice por ti? Sentada en el piso Olinda se incorporó e hizo el intento de salir, pero se detuvo al escuchar las palabras del ministro. -Si te vas de aquí jamás volverás a ver a Hans. Si te quedas es probable que te ayude a realizar tu más preciado sueño. -¿A cambio de qué? -De que te mueras calladita y sin protestar. -Es decir que de todos modos me vas a matar. -A ti no, es decir a mi hija Olinda Amatista, pero a Gabriel Garrido Cardona, si. -No entiendo. -No hace falta, sólo deja que el simio haga su trabajo y ya lo entenderás cuando despiertes. -¿Cuándo despierte? No había terminado de formular la pregunta cuando sintió el roce arenoso del piso en su mejilla. Al despertar sintió que tenía envuelta la cabeza en una nube de algodón. Escuchaba un rozar tibio y lento de alas sobre las orejas. Era el ventilador que rebanaba el aire frío y sucio de la habitación. En la mesita de noche estaba colocado un cristo de plástico, hueco por dentro y con una tapa rosca con el INRI incluido. A duras penas lo alcanzó y notó que estaba lleno de agua, tenía sed así que bebió un par de sorbos. El sabor era desabrido y viejo, pero no le importó y bebió otros dos sorbos más. El violento impulso de la puerta al abrirse la asustó y derramó el resto de agua sobre la bata que vestía. -Los muertos no tienen sed y menos de agua bendita. –Dijo el simio sonriéndole siniestro y simiesco.- -¿Qué fue lo que pasó? -Que te moriste cabrón. –Contestó tirándole el periódico en el pecho, lo cual le dolió hasta a sus antepasados- No dudó en creerle tal afirmación, pues el dolor que sentía era el de un resucitado. Intentó abrir el ojo izquierdo, pero la gasa y las vendas que le cubrían la frente y la cabeza se lo impidieron. Con un solo ojo distinguió en la portada principal y en grandes letras rojas el titular: ¡Se suicida travesti! La foto destacaba la sangrienta voracidad de la perforación en el ojo izquierdo que tenía un orificio de salida por el cráneo, la boca en un rictus duro y amargo y el revólver cerca de la mano. Era la prieta. -¿Quién es este? –Preguntó buscándole la mirada y señalando la fotografía- -Un amigo tuyo. –Contestó secamente y luego como recordando una plática anterior murmuró- Si querías matar a tu mujer no hubieras hecho tanto desmadre, con encargarle el trabajo a un profesional se hubiera resuelto el problema. No supo qué responder, en parte porque le intrigaba el cuerpo que yacía en el asfalto y porque necesitaba continuar leyendo sobre su muerte inesperada. El periódico daba detalles y una breve biografía de los involucrados en el hecho sangriento. Gabriel Garrido Cardona, asesino convicto, escapó del hospital psiquiátrico a principios de abril y esta mañana su cuerpo fue encontrado frente al antiguo hospital de la policía nacional. Se presume que mató a su amante y luego se suicidó de un tiro en el ojo izquierdo. El amante asesinado era Fidel Ernesto y resultaba que, según las pesquisas policiales, él lo había enviado al otro mundo de un tiro en la nuca y otro tiro fallido en el hombro izquierdo que suponen los expertos en balística iba dirigido al corazón. La reseña indicaba con lujo de detalles los negocios ilícitos en que estaban involucrados ambos hombres; desde narcotráfico hasta la red de trata de personas. Además se le sindicaba del delito de secuestro por la extraña desaparición de su cónyuge, Marisol Brüner Quintana, reconocida psiquiatra y terapeuta, desaparecida una semana después de su fuga del hospital. -Ese es el Flaco –le dijo al simio señalando el cadáver de la fotografía- tiene mi ropa puesta. -Puede que sí. –Masticó la respuesta el simio mientras se acomodaba en el sillón- -¿Qué me pasó en el ojo? -Un escupelo dice el doctor, por andar viendo cochinadas. Lo demás – refiriéndose a los moretones y laceraciones en el cuerpo- ya lo traías. -¿En dónde estoy? -En una clínica –dijo el simio rascándose la coronilla- tiene una buena vista a la ciudad. Parpadeó un segundo aturdido por el dolor y el cansancio. Un rescoldo de sudor le abrasaba aún la frente. La almohada parecía tener la funcional acogida narcótica que necesitaba para aliviar el dolor que le apretaba las sienes. Al solo recostar la cabeza se durmió y soñó que se había muerto. En el paraíso era modelo promocional de la American Motors. Lucía un bikini blanco y en el comercial se recostaba sensualmente sobre el capó del auto mientras recitaba las líneas del comercial: En este mundo existen hombres casados que anhelan un automóvil deportivo con el ardor y la delirante pasión de un soltero, por eso hemos producido el JAVELIN con espacio suficiente para cuatro personas. El JA-VE-LIN ofrece un motor Standard de 232 pulgadas cúbicas, con una potencia de 135 caballos de fuerza y un motor opcional v-8 que genera aún más potencia alcanzando los 255 espeluznantes HP. Brinda transmisión Standard con palanca del cambio al piso de tres velocidades (OH, si vea lo moderno que es) totalmente sincronizada y con un sistema de suspensión delantera de TWINBALL-JOINT. De pronto una voz en off, rotunda y celestial y seguramente con túnica blanca y sandalias de oro, continuaba el comercial: Ella es más atractiva de lo que usted cree –señalando a la sensual modelo que acariciaba el auto- (Yo sé por qué) Es joven, muy linda... (Esto usted ya lo mira y con mucho placer) Pero es algo más... (Y eso lo sé yo también) Es inteligente, inquieta y decidida. Quiere (Y sabe) ser femenina. Y la explicación es tan obvia. Ella es una mujer diferente porque... Mutis total, la pantalla se iluminó repentinamente con la canción impertinente de una corporación bancaria que ofrecía un seguro de vida para que su muerte fuera más segura y fructífera. La música cesó abruptamente y se escuchó un balazo que retumbó por todo el paraíso. De una vaporosa nube apareció el Simio escondiendo un revólver entre el pantalón y la espalda. Se acercó a ella y blandió un bisturí gigante dispuesto a rebanarlo en un millón de pedazos. Cuando abrió el ojo sano vio al simio recostado en el sofá que estaba a un lado de la cama. Le sonreía burlonamente. -Estás más loco que una cabra. –Dijo al tiempo que se escarbaba la nariz- Hablas puras babosadas cuando estás bien cuajado cabrón. -¿Qué dije? -Nada que no sea cierto, pero que al final de cuentas, son puras babosadas. -Y ahora que estoy muerto, ¿Qué va a ser de mi vida? -Eso sólo lo sabe el ministro, él te dirá qué hacer cuando te llame. -¿Y cuándo va a llamar? -Mañana, pasado mañana, dentro de un año, no lo sé. Mejor duérmete que tengo ganas de reírme un poco. Olinda no volvió a dormirse pues sentía sobre la nuca la mirada ardiente y burlona del simio, quien sólo se dedicó a responder con palabras oscuras y ambiguas todo lo que le preguntó. Intentó varias veces seguir la conversación, sonsacarle algo más, pero el animal sólo respondía con gruñidos secos y miradas oscuras. Quería escuchar de sus labios el motivo de su reclusión en esa clínica ¿psiquiátrica? No, sería mejor que fuera la sala de necropsias y no un cuarto acolchado, pues prefería la muerte a otro encierro así. Ya no le importaba la vida o la muerte pues había perdido para siempre a Hans que seguramente la odiaba por haberlo abandonado de nuevo. Siempre esperó con miedo el momento de su muerte y ahora que ya había sucedido se sentía extraña, ajena a todo y a todos, con la esperanza de resucitar puesta en el teléfono que no sonó sino hasta dos días después, cuando el simio parecía haber involucionado a un estado más primitivo. El simio se colgó del teléfono como de una liana y eructó varios monosílabos y gruñidos. Del otro lado de la línea parecía que alguien le estaba confirmando que él era el eslabón perdido y que por eso su existencia era vital para la humanidad, de allí la expresión atónita de sus ojos. Sin embargo, pronto se dio cuenta que esa expresión vacía en los ojos era usual en él, excepto cuando golpeaba a alguien y se divertía como un niño de ojos chispeantes. -¿Quién es? –Preguntó Olinda tratando de saber- ¿Es mi padrino? El simio la miró indiferente y empezó de nuevo a hurgarse la nariz. Como todo buen primate le encantaba hurgarse los orificios corporales, pero el preferido era la nariz. -Bien jefe, voy para allá. El simio colgó y el ambiente se puso tenso y pesado como un cadáver en pleno rigor mortis. Un silencio opresivo disimulaba mal la agitación interior que empezaba a perturbarla. El simio parecía tener algo pendiente con ella, que lo miraba con el temor que se le tiene a un delincuente. Pensó que moriría por segunda vez esa semana y seguramente ese era el momento final pues su padrino había ordenado que la matara antes de salir a comprarle goma de mascar. Antes de cerrar los ojos, lo vio reír y eso la asustó aún más. Una risa en un animal era algo terrorífico y para morirse del susto. Cruzó los dedos deseando que desapareciera el simio, cuando abrió los ojos se encontró rodeada de batas blancas y manos enguantadas, pálidas como garras que empezaron a auscultarla y pincharla. * Después de la extraña desaparición de Olinda Amatista, volvió a ser el centro de atención de su marido, que la utilizó hasta aburrirse y luego la tiró como trasto viejo. Enloquecido por el abandono de Olinda la golpeó sin misericordia y la lanzó a un callejón como un juguete viejo. Estaba decidida a volver a su lado y perdonarlo, pero algo la impulsó a incorporarse y alejarse de ese lugar para siempre. El callejón parecía un pantano lleno de lodo, hierba y basura. Al fondo se veían sombras que parecían danzar macabramente con las primeras luces del amanecer. Avanzó en silencio por la acera tratando de sostenerse de la larga pared de una fábrica tras la que latía el sordo rumor de las máquinas. El olor nauseabundo de la basura la hizo detenerse un momento pues sintió deseos de vomitar, en ese momento un par de gatos salieron corriendo del callejón, eso la asustó y cayó de bruces. Apenas pudo ver las dos sombras que huían hacia los tejados de zinc. Se incorporó y reanudó la marcha despacio, se acercó temerosa a la boca cenicienta del callejón. El espectáculo inesperado e inquietante la paralizó: el perfil izquierdo de Olinda descansaba sobre el lodo y el asfalto y yacía como el esbozo de una mujer garrapateado en un lienzo sucio. Escuchó perfectamente una voz atiplada que decía Llévala al club y no le pegues más, mezclada con los insultos pausados pronunciados entre dientes por el oscuro monolito que levantaba el cuerpo. Obedeciendo seguramente a un reflejo adquirido en años de evolución en el crimen, el Ministro volteó el cuerpo en un ágil movimiento y desenfundó el arma como un vaquero urbano. La repentina aparición lo había sorprendido, pero al reconocer a la sombra que se acercaba sonrió y guardó el arma en el bolsillo del pantalón, como si fuera una moneda demasiado pesada para llevar en la mano. Elena apenas abrió un poco el ojo hinchado y lo miró forzando una sonrisa. Tenía la ceja partida y la herida se extendía casi hasta el tabique de la nariz, la cara ensangrentada, el cabello revuelto y el vestido completamente manchado y desgarrado. -¿Por qué te dejas golpear así muchacha? –Indagó el Ministro y la ayudó a apoyar la espalda en la pared- -Masoquista que es una. -¿Por qué has venido aquí? –Preguntó mientras sacaba un pañuelo de la chaqueta y luego le limpiaba el rostro con gesto paternal.- -No tenía a donde ir –dijo quitándose los mechones de pelo que le caían sobre los ojos- pensé que tú me ayudarías. -Supongo que sí. Esta vez ha ido demasiado lejos –dijo tanteando levemente con un dedo la hinchazón de la ceja- vamos, hay que curarte esa herida. -Ya lo sabes, ¿verdad? -Sí, pero eso no importa ahora. Mira como te dejó ese animal. Este juego tiene que terminarse ahora, voy a matarlo. -Deja que lo haga yo. -¿Tú? –Indagó sorprendido- -Sí. Se trata de mi marido y de pagarte una deuda ¿no te alegras? –Sonrió de pronto como si lo que acabara de decir le pareciera divertido- ¿No es eso lo que querías? -No. -No te entiendo, sabes que él te traicionó y lo quieres muerto ¿no es así? ¿Entonces por qué no vas y lo matas de una vez? -Si lo hago en esa forma la policía estará sobre mí en diez minutos. -Y eso que te importa, tú tienes más poder sobre ellos que cualquier presidente. -Lo sé, pero no quiero a la policía metida en esto. Además lo único que me interesa es llevarte al hospital. -Déjalo así, total a ti que te importa. -Me importa, ¿comprendes? Mucho más de lo que te mereces. Elena sonrió cansadamente. Sabía que este favor lo iba a pagar muy caro, pero no le importó y se dejó llevar al auto sin oponer resistencia.

EL DÍA DE LA CÓLERA

Una mentira fue la causante de todos los males, pensó en el instantáneo vómito de tiempo e imágenes que salía de su cerebro, en donde la imagen de Gabriel parecía repulsivamente añorada. El coágulo de sensaciones se esparció sobre el recuerdo viejísimo como una trombosis fulminante que viajaba en pequeñas burbujas de sangre hacia el cerebro. Las imágenes tenían la forma de una extraña madeja con infinidad de puntas para tirar de cualquiera y dar con la mañana en que lo conoció. Psiquiatra colegiado, camisa y corbata bajo la pulcra bata blanca. Heredero de los achaques sexuales de Freud se complacía en reprimir el inconsciente impulso onanista de los pacientes con una sana dosis de electroshock y tranquilizantes. Ella, alumna de sexto semestre de psicología, novata en esquizofrenias y fijaciones, admiraba el refinado sadismo académico. Seguir o no seguir esas hebras no era su elección. Se aburría con el flash back gratuito que complicaba tanto la alucinación independiente que se filtraba a mitad de algún recuerdo familiar. Pues ellos, los recuerdos, llegaban por su cuenta. No los buscaba ni los quería. No era fácil recordar a alguien que se busca olvidar. Huir de ellos, exorcizarlos, pretender desconocerlos y pasar de largo entre la bruma del desprecio y hacerlos trizas, deshilachar los hechos en el tiempo para reconstruirlos con un final feliz. Por eso resultaba ridículo ver la imagen tan clara de la primera vez que lo descubrió con la cartera y los tacones de aguja. Ella había visto travestís en los bares de mala muerte, pero jamás una cosa así: la peluca castaña, pestañas de cinco centímetros, los senos de goma temblando bajo una blusa rosa, la minifalda –imitación piel de leopardo- y los gestos de puta caprichosa al pedir el trago al cantinero. Destilando lujuria en cada poro, ¡que reíte de Lady Godiva! Descubrirle otra vez la cara con ese gesto como de quien no sabe nada. Oírlo canturrear una canción bohemia y barata de Si yo fuera mujer al estilo Libertad Lamarque y tomar el daiquiri con infinita mariconería. Confesarle, como quien dice allá afuera llueve, que su mundo de marido heterosexual le resultaba demasiado pequeño y confortable para su carácter apasionado. No comprendía la razón de su sorpresa –le dijo- él como sexo analista buscaba explorar la sexualidad a partir del principio de la protofemeneidad, el cual afirma que sin las gónadas, incluso los hombres son inicialmente mujeres, pero por cuestiones de cromosomas se transformaban en hombres. Así pues su carácter femenino, por demás lúbrico, turbio y sibilino, lo obligó a sumergirse en orgías adolescentes en busca de la húmeda y oscura promesa de caricias furtivas, de la maliciosa ingenuidad y el turbio candor de los roces negligentes que se ofrecen en las fiestas con las amigas. Había seducido a las masas en su campaña erótica y no podía alegar ignorancia, que el instinto no lo llevaba de una cosa a otra sino el afán de conocimiento y experimentación en pro de la ciencia sexual. Y si, negaba categóricamente conocer al casi niño que le apretaba el muslo y se pegaba como gato zalamero a su costado ronroneándole porquerías al oído y protagonizando, como antagonista principal, aquel turbio capítulo suburbano. En palabras científicas y protocolares su marido no era más que un puto castrado. ¿No es así Sigmund? Era imposible olvidar la mentira, la traición premeditada, pues de alguna manera extraña y enfermiza lo amaba. Al decírselo él se cagaba de la risa ante tanta ingenuidad. El absurdo total. ¿Cómo ignorar lo obvio? Odiarlo menos cuando le decía que era mejor guardar las apariencias, actuar una telenovela de conveniencias sociales, jugar al marido fiel y a la mujer abnegada, pero con derecho a amante. Se lo decía desde esa distancia incalculable que se había abierto entre ambos, entre su mundo y el asco que sentía al buscar cigarrillos en la cama de un extraño. Cómo carajo hacerle entender que ella no se iba a conformar con una caricia furtiva y un brazo de maniquí en escayola para sostenerla cuando los parientes los vieran llegar para el cumpleaños de papá, el aniversario luctuoso de mamá, la navidad, los recitales de violín de la tía Refugio cada año nuevo, en fin cuando los vieran felices con sus sonrisas de catálogo y su amor ideal como muñecos de torta. ¿Qué mierda era esa de que la amaba pero con un amor platónico? ¿Acaso todo había sido un juego? El deseo, la pasión, la furiosa convulsión de los cuerpos en el interminable encuentro, los pactos de amores rotos, violados y cada vez menos creíbles en la guerra sucia de silencios y de estúpidas reconciliaciones que, invariablemente, acababan en la cama donde el mismo fuego los consumía hasta la última brasa de los cigarrillos del alba. No, doctor Siniestro, en la perra vida que le tocó vivir lo platónico lo mandó a la mierda al venerar a Freud, pues éste no era más que un neurótico impotente que le hacía cada año la paja a su mujer sólo para analizar su mariconería. Porque me llevo su sexo como trofeo de caza para colocarlo sobre la chimenea y contar la anécdota de su muerte ¡he ahí la bestia que me hirió! Porque al final de cuentas la única verdadera virtud en el mundo es el egoísmo, porque es útil, y el amor es la más fuerte expresión del egoísmo. Y fuimos descaradamente egoístas, poco a poco nos dimos cuenta que no progresábamos a ninguna parte, pues de haberlo sabido a tiempo habríamos evitado la lenta putrefacción del deseo. Nuestro matrimonio fue el escenario de la trágica comedia de sexo urbano donde fuimos actores que respiraban bajo múltiples máscaras, fantoches con coturnos que buscaban elevarse de la miseria que significaba ser ellos mismos. ¡Satiricón en la era tecnológica! La prolongada alucinación la dejó sin fuerzas y sin ganas de luchar contra las manos que, como pájaros ciegos, chocaban sobre su cuerpo al cambiarle el vendaje. La inútil cólera que le torcía la boca al sentir el aliento pesado sobre el rostro y los fragmentos de pesadillas ajenas que aún le astillaban los ojos de pupilas debidamente verdes, no la ayudaban a ubicar bien el rostro del patibulario medieval que cambiaba la solución salina. No era fácil verlo a través de la bruma del diazepan que lo convertía en el modelo ideal de Picasso en la etapa cubista. Así que sólo pudo hacer la cosa más decente que se le ocurrió, gritarle el hijo de puta que se merecía, con el agramatismo infantil producto del influjo anestésico y las oraciones perversas más fulminantes dignas de la más sutil coprografía en la correspondencia de niñas muy finas. Para ella todo era una enorme sombra, un enorme plano en sepia que repentinamente se iluminaba y la cegaba. Un grito de protesta se ahogó en su garganta al sentir la fuerza de los brazos que la ceñían. Sintió la violenta irrupción del horror y la repulsión frente a la bestia con guantes quirúrgicos que le hablaba al oído y la sujetaba sin hacerle daño para decirle: tranquila, y luego le secaba el sudor de la frente con una minúscula gasa. El sudor absurdo y viscoso que se le pegaba a la piel como una lapa. El vértigo y la realidad agrietada como un batracio sin agua. Ciega, dolorida, temblorosa, lejos de lo familiar, la casa, la rutina del trabajo y hasta de los gestos cotidianos de Gabriel, tan lejos y tan cerca de ella. El hartazgo de imágenes le provocó náuseas en los ojos y una como voluntad de quejarse, de gritar para escapar, pero no lo hizo. Se quedó callada y, sin saber por qué, en aquel tiempo sin horizonte surgió la imagen de la tía Refugio, desgranando el rosario a fuerza de Padres Nuestros y Ave Marías. Unser vater der sein die himmel, añorando la cerveza de barril y abogando ante la corte de santos arios por la reconstrucción del muro pues lo único que había unificado era el desempleo y la aproximación de la miseria. Ella se convirtió en la celadora de su virtud, mientras su padre trabajaba como oficinista en la embajada de Alemania y su madre iniciaba el proceso de putrefacción en el nicho número 1213 del cementerio general, luego de haber cedido cuerpo y alma al dengue hemorrágico que asoló la región donde se desempeñaba como médico voluntario de la ONU. La tía, al saber de su orfandad, decidió sacrificarse y se trajo empaquetado el rosario y el Stradivarius legítimo que su padre le había regalado el día de su graduación como violinista profesional. Así que instaló una academia para torturar niños de tres a seis de la tarde y también para enseñarles a tocar el violín. Por ser de la familia ella interpretaba dos horas más que los niños ordinarios con la maestría y el perfecto rostro inexpresivo de una medio alemana. Como toda emigrante respetable la tía la inscribió en el colegio respectivo a su origen y clase. Allí fue donde conoció a Eva Müller, una muchachita que no era de fiar, según el diagnóstico moral de la tía Refugio, pues con las libertades que le daban seguramente acabaría con una pata más larga que la otra o en una clínica de rehabilitación para drogadictos. Sin embargo, en el colegio era otro el asunto, Eva era una niña bien, de familia acaudalada y rancia aristocracia. Con auto propio, tarjetas de crédito – ilimitado- y la promesa de un departamento cuando cumpliera la mayoría de edad. Tu tía es una neonazi –le dijo Eva sentada en el retrete de los baños del colegio y pasándole el diminuto cigarrillo de marihuana- Seguramente le reza a Hitler para que la Gestapo allane el departamento. ¿Así que no te dio permiso? Total, cuando se duerma en brazos del príncipe Valium, sales por la ventana y yo te espero en la esquina. ¿O. K? A Marisol le costó negarse. No podía rechazar una fiesta en el nuevo departamento de Eva. Bueno, pero me llevas de regreso a las once, no vaya a ser y me descubra la tía, siempre se levanta a mear a las doce en punto. Claro. –dijo Eva sacándose la blusa como si nada- Mira, ya me crecieron dos centímetros. –mostrándole los senos desnudos, blancos y auroleados por un pezón rubio y minúsculo. Sintió vergüenza y se sonrojó al comprobar que en su pecho apenas si asomaban dos raquíticos limones. Le dio rabia que Eva la mirara así, con burla, casi con lástima porque ella usaba la blusa abotonada hasta el cuello y el saco en dos vueltas como camisa de fuerza de lo grande que le quedaba. ¿Qué? ¿No te vas a quitar la blusa? No la usaste, ¿verdad? ¡Sol! Te dije que la crema es para masajes y los hace crecer. Contigo no se puede, pareces una mocosa. No lo soy –dijo tosiendo por el humo estancado en la garganta.- Entonces fue cuando Eva la miró así, con aquella mirada fija y amarilla que intimidaba hasta a Harry el sucio, y la retaba con una actitud agresiva y dominante a quitarse la blusa. Lo hizo, más por el reto que por el miedo que le inspiraba esa mirada. Luego esperó la risa, el latigazo de burla que nunca llegó pues en su lugar una mano tibia frotaba la crema en la comba naciente de su seno. No, no. – Dijo intentando apartarla- ¿Qué haces? No, deja, no quiero. ¿Qué es lo que no quieres? Si no te hago nada. Pero si lo hizo, la acarició pasándole los dedos por debajo de la falda y estrujando sus muslos con suavidad hasta lograr que ella mirara con los ojos entornados la cruda luz neón que salía de un tubo blanco prendido en el techo y que parpadeaba como una luciérnaga en plena tarde de verano. De la tarde a la noche transcurrió un siglo de nervios, tratando de que la tía Refugio no la mirara a los ojos para que no descubriera su pecado. Masticando las albóndigas con una voracidad de antropófaga porque se imaginaba que descuartizaba a la tía Inquisición. Sorbiendo los fideos con ansia caníbal como si arrancara los dedos de esa mano huesuda que la había abofeteado por llegar tarde del colegio. Asqueándose con la nata en la leche que la tía Refugio le daba a las siete de la noche para que durmiera bien. Tenía los suficientes signos catatónicos de prognosis maligna como cualquier adolescente perturbada. ¡Muere de la envidia James Dean! Ella si era una rebelde con causa. Y a las ocho en la esquina, el BMW negro y Eva con un mini vestido color gris metálico con tirantitos de plástico transparente. Ya en la exclusiva zona residencial, Eva la tomó de la mano y la fue exhibiendo con todos sus amigos como mono en feria, luego la abandonó en medio de un grupo de fanáticos de la pornografía y el bestialismo pues se encontraban hipnotizados ante la vistosa cópula equina que saturaba la pantalla del televisor. Más tarde se vio cercada por un grupo de seguidores de Pablo Escobar que vendían hasta talco para bebé como la mejor cocaína colombiana. En tanto, Eva servía costosos cócteles a los amigos más guapos en la habitación de fondo, la más oscura, donde la mayoría hablaba de penes, autos, pieles, drogas experimentales y lo sofisticado de la nano tecnología aplicada a los teléfonos en el futuro. No entendía, ¿a qué se debía la indiferencia? La persiguió implacablemente por todos los rincones del departamento, viéndola reír, eludiendo su contacto, diciéndole –como si no importara- que aquello había sido un experimento sexual, una travesura de chicas, un fugaz desliz lésbico. Que no fuera tonta, disfrutara de la fiesta y tomara el trago que había hecho especialmente para ella. Y ella mirando al vacío, callada, bebiendo y fumando, defendiendo hasta el último reducto de esperanza los corpúsculos de sensaciones que aún danzaban en su vientre. Ignorando el absurdo abordaje del primo de Eva: Hans rubio, Hans esmirriado, Hans con pose de Alain Delon en decadencia sujetándola de la cintura porque todo era un resbalamiento hacia la nada, una succión hacia un océano de sombras. Hans Casanova que la tomaba en sus brazos y la llevaba a la pieza oscura para desnudarla y tirarla sobre el sofá. Ella resistiendo sin fuerzas y sin luz para huir. Hubo un grito de pánico y protesta que se ahogó entre el mar de risas y música. Todo era lento y rápido a la vez, la fuerza de las rodillas que como tenazas le abrían las piernas, el olor avinagrado del sudor, la piel macerada por dedos que golpeaban como martillos, el cuello zanjado por mordiscos y arañazos, las ráfagas de gritos, la resistencia, el olor salvaje, la náusea insoportable, la angustia de arrancarse de encima aquel cuerpo, la embestida brutal, el lancinante dolor que se incrementaba hasta volverse insoportablemente rojo, rojo como un enorme párpado sangrante que se cerraba inexorable desde el fondo del cráneo. Luego todo se deslizó hasta la inmovilidad, las cosas quedaron suspendidas en el tiempo con el botón de pausa atascado en la videograbadora, la vida estática en su propio ritmo y forma, en su cadencia de humo azul y tragos ámbar, un ahora oscuro, sin referencias ni transición, que se le agolpaba en la piel y la encerraba en un presente reducido y espeso donde no había medida para el dolor y el sufrimiento. Sentía que en el fondo esa inmovilidad le pertenecía, que estaba a la espera de cosas ya sucedidas, al encuentro de la única realidad tangible que la definía como un objeto, como un envase de carne y hueso que contenía acaso olvido envasado al vacío. Inconexamente entre la vigilia y el sueño uno de tantos recuerdos intentaba entrar y fijarse en la memoria: saber que fue violada, acordarse de Laura en una biblioteca pública, de la música de fondo en el elevador que llevaba al Pent House de Eva, de las pestañas postizas de Gabriel, de las cuerdas del violín templadas de quinta en quinta, de la tía Refugio sentenciándola a vagar eternamente como Caín. Sin embargo, era un solo recuerdo el que la perseguía en ese instante; la convulsa sensualidad de Clara que volvía a instalarse en su piel en intensas ráfagas de deseo. La acinesia aglutinante la obligó a dibujar y definir la imagen de la mujer que le enseñó que el placer era un negocio y el amor una ganancia deducible de impuestos. Clara, la mujer práctica, que dormía de seis de la mañana a doce del día, estudiaba economía de cuatro de la tarde a ocho de la noche y se desnudaba en una barra iluminada por luces inteligentes de once de la noche a cuatro de la mañana. Clara estricta, calculadora, precisa, lesbiana, sí, dicho con una sinceridad absoluta, tan definitoria como que dejaba el sexo transaccional para los hombres y el amor para las mujeres. Cuatro hombres tenían acciones en la empresa de sociedad anónima: uno pagaba la renta del departamento, otro la alimentación, el tercero el transporte o la gasolina si tenía auto propio, y el último gastos médicos y de representación. Los economistas llamarían tal arreglo como una microempresa floreciente, pero la competencia en el ramo del comercio sexual la llamaba la lagartona más grande D. B. G. –Después de Bill Gates-. Pero en la intimidad Clara parecía trasmigrar de un alma fría y comercial a un alma cálida y tierna de bondad ilimitada, tan suya, que en la segunda sesión de terapia ya eran amigas. En algún momento de charlas, bromas y llantos recurrentes descubrieron que les gustaban los cigarrillos rubios y Angelina Jolie, que leían a Cortázar por una mera devoción estilística y por hincharle las pelotas a un tal Lucas, por la maniática obsesión del escritor de acecharlo a cada vuelta de página, cuando escribía sus estudios sobre la sociedad de consumo o cuando se lo topaba en el rellano de la puerta del cuarto 303 en un hospital de Marsella. Fueron inseparables y se contaron los sueños, los problemas en el trabajo, las viejas películas de Pedro Almodóvar, en especial Todo sobre mi madre, que tanto las había conmovido y las hizo decidirse a salir del closet y aceptarse tal cual. Por último zanjaron las pocas diferencias que tenían sobre el amor y otros demonios. ¿El amor? Para el hombre el amor es una adquisición cultural, es decir, del desarrollo del cerebro –dijo Clara acomodando el mechón de cabello alobunado que le peinaba la frente y enmarcaba los ojos azules- Sexo sin amor, ese es el ideal que persiguen para completar su mundo perfecto. En verdad el deseo es una sensación más próxima al sexo que al amor, entonces ¿cómo puede un sentimiento tan voluble evolucionar por completo en el transcurso de unos días hasta convertirse en amor? Marisol la miró en silencio, esforzándose para que no la delataran sus ojos que perseguían y deseaban tanto el mechón negro que se le enredaba entre las pestañas. Desearla como algo básico en la vida y dejarse llevar por la dulzura irresistible de sus clichés románticos que tocaban lo más profundo de su corazón. Sintió el deseo de tenerla cerca, tocar la tibieza de su piel, besarla. La adivinaba palpitante, vivamente intensa. Entonces la distancia entre ambas se redujo en el encuentro de dos bocas que buscaban un beso, en la ternura de una caricia teledirigida hacia el tibio refugio de aquel cuello largo, sinuoso y esbelto de Clara. Y allí, en el diván del consultorio se desnudaron de tanta espera. Sosteniendo con toda la piel la frágil estructura de lo que parecía ser amor, prescindiendo de explicaciones, cediendo despacio a las órdenes imperiosas de los dedos que buscaban broches y cierres, diseminando besos entre las manos, el vientre y la cintura, buscando los gemidos escondidos entre el tacto de los dedos y el sexo, la candente humedad, el ardiente vértigo que lo arrasaba todo en un mismo movimiento frenético que fundía sus cuerpos en uno solo. Al encender los cigarrillos notaron que había anochecido, afuera la lluvia lavaba obstinadamente los restos de luz que se aferraban a las ventanas del edificio, la habitación oscura y caldeada esenciaba sus cuerpos desnudos, distendidas en leves caricias, en besos repetidos, en una dulce fatiga y el descanso compartido oyendo el fluir de la lluvia –puñales de cristal que desgarraban las venas de la ciudad- que las libraba del ruido habitual de las noches de agosto en la ciudad. Felices de estar resguardadas de una ciudad llena de verticales cantidades de peligro, de una ciudad humedecida por la indiferencia donde hacer el amor en una clínica siquiátrica era una necesidad abstergente.

UN DÍA SIN DIOSES

No pudo precisar bien por qué seguía inmóvil en ese punto intermedio entre la muerte y el tabaco, con un germen de colilla sembrado en las papilas gustativas y embalsamada dentro del recuerdo antihigiénico de Clara rasurándose las axilas. Clara, extrañamente Clara, con sus finas pestañas como alfileres que sueñan queriendo abolir el vigilambulismo que desdoblaba su cuerpo en estados de miedo y terror. Suspendida en un despertar de pesadilla el rostro que se dibujaba entre la bruma tenía un nombre: Hans, el abominable hombre de las hieles: Hans, el más hereje de los Adamitas. Hans, el violador vocacional, sentado en una enorme mano plástica mirando caer la lluvia, olvidándose que un cigarrillo le quemaba los dedos, perdido en su indiferencia aséptica de cirujano plástico. Lo vio alzar los ojos para mirarla a través del aire espeso, llegar al lecho y auscultar con precisión las heridas de los senos. Por un instante escrutó el abismo azul de sus ojos y lo encontró vacío. No la reconocía, seguramente ni siquiera sospechaba que nada más soltarla tomaría el mismo bisturí con el que la zanjó para matarlo como un bicho, diseccionarlo y exponerlo en una vitrina con mil alfileres entre la epidermis. Toma –dijo alargándole el bisturí con una sonrisa cadavérica- Yo haría lo mismo. Matar al hijo de puta que me convirtió en una bolsa de correos. Los ojos centelleantes de Marisol tenían el mismo brillo acerado del bisturí y el mismo filo rabioso que busca la hoja en la piel del enemigo. ¡Maldito come mierda! ¡Suéltame desgraciado! –Gritó desesperada- Cariño, esa no es la manera de pedirlo. –Murmuró Hans con una pasmosa ataraxia- ¿Por qué a mí, cabrón? -interrogó Marisol sintiendo que el dolor le ceñía los riñones como un cinturón de alambre espigado- ¿Qué te hice para que me hagas tanto mal? Él la miró impasible, frío e inaccesible desde su torre de orgullo al murmurar con tono de erudito: ¿Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando? Como recordarás acerca de tus lecciones de retórica y latín este hexámetro técnico encierra lo que se llama “las circunstancias”; la persona, el hecho, el lugar, los medios, los motivos, la manera y el tiempo. Sin embargo, como la literatura no interviene en esta intrincada ficción urbana que ha sido triturada por la realidad, es necesario suscribirnos al hecho criminal. ¿Quién es el culpable? Confieso mi autoría material, pero le cedo el honor intelectual a Gabriel, decadente hampón de los bajos fondos hospitalarios. ¡Mentira! –Gritó Marisol- No se atrevería...él sería incapaz. -No pudo seguir hablando pues sentía la boca cosida con alambre y un leve mareo al sentir que se balanceaba desde un trapecio colgado sobre una red de puñales- ¿Y por qué no? –Preguntó Hans encendiendo otro cigarrillo- Tú, como su adorada esposa, lo conoces mejor que yo. Es un odioso manipulador, un chantajista de primera división que amenazó con denunciarme a la policía si no lo ayudaba contigo. Pero volvamos a nuestra deducción detectivesca. ¿Cuál es su crimen? Supongo que el deseo de convertirse en mujer. Una operación de ese calibre cuesta dinero, mucho dinero, y él no lo tiene. ¿Dónde lo cometió? Bajo tus narices, ofreciéndote con sus colegas como la más confiable y experimentada mula para transportar la droga. ¿Por qué medios o con qué cómplices? Una celada sexual era infalible en tu caso y una mamoplastía obvia para tus senos de niña. Fui cómplice forzado por las circunstancias. Es muy difícil seguir siendo un cirujano plástico respetable, aun en los círculos criminales, si publican en la revista médica y en Internet las fotos de tu médico de cabecera participando en la symplégmata más bochornosa en los anales de la orgía. ¿Por qué lo hizo? Por el torcido deseo de cambiar la naturaleza de su cuerpo y, naturalmente, como venganza. Sí, es imperdonable que hayas manchado la pureza de su santa madre. ¿De qué modo? Ya lo has visto, convirtiéndote en lo que odias ser, una mujer objeto. ¿En qué tiempo? Hace exactamente veinticuatro horas, sin olvidar claro está, el tiempo que utilizó en hacerte la vida de cuadritos para que lo abandonaras. Así que, aquí lo tienes mi querida Sol. No compliques más las cosas y terminemos con esto. –Dijo mientras sacaba un boleto de avión y pasaporte falso del bolso de la chaqueta para colocarlo junto a una peluca rubia y un conjunto de Dolce y Gabana color crema.- Salimos a las cinco de la mañana. Pocas veces había sentido miedo y ese absurdo desvalimiento frente al edificio estropeado y tan poco atractivo del aeropuerto La Aurora. Un inmenso armatoste de hierro y cemento, de instrucciones y pistas, una zona hostil de halcones de aluminio devorando millas y viajeros frecuentes. Los zapatos nuevos le apretaban, el pantalón parecía haberse vuelto subcutáneo y ni hablar del calor mordicante que le provocaba la peluca de cabello sintético. Un plan absurdo y ridículo: ser el centro de atención, actuar con naturalidad, fingir ser la modelo de una empresa telefónica, montar todo un espectáculo saturado de sensualidad, feminizado en forma enfermiza, circense y pop, evocando el aura decadente de Nana en el escenario del teatro Variedades. Un empleado aduanero la desnudó con la mirada, sondeando sus muslos nuevos con descaro oficial y revisando con morosa lascivia la ropa interior, el estuche de pinturas y las minifaldas. Ella sudando angustia, incertidumbre, rabia por no poder mandar a la morgue al idiota que la acosaba y despedir a Hans –frío e impasible- con el cálido beso de una bala perdida. La estrategia egocéntrica del homosexual sicótico que la secuestró parecía dar un excelente resultado. El contrabando de la droga tenía ciertas circunstancias fetichistas: un cuerpo escultural, llamativo, admirado y deseado pero inalcanzable envuelto en un abrigo corto y ceñido donde la seducción hipnótica de un busto rebosante desarmaría cualquier intento de inspección con rayos x. A los veinte minutos se acomodaban en los asientos en el área de clase ejecutiva, silenciosos, ajustando los cinturones y tratando de ignorar el escándalo de una vieja neurótica que le exigía a la azafata un cambio de asiento pues no iba a compartir el viaje con la india esa que estaba a su lado. La azafata amable, con sonrisa de Barbie, enseñaba la dentadura perfecta y con ademán suave la condujo al asiento vacío junto a una monja bucólica. Marisol ocultó su enojo ante aquella discriminación, pues gente como aquella señora elegante, hacían del país una olla llena de racismo e ignorancia alimentada por prejuicios absurdos y la más crasa ignorancia. La peste del alquitrán caliente emanando de la pista, el desinfectante barato en el piso del avión, las marcas patéticas en la ropa importada de la momia que tartamudeaba un insulto y el piloto lujurioso que la devoraba con la mirada, apenas si le permitían pensar. Su memoria crispada y en guardia le traía el recuerdo de un olor a incienso, la sola e inconfundible voz de la tía Refugio rezando el rosario de la tarde para lavar el pecado que su cuerpo había provocado y el dolor de la separación de su padre que la envió al internado católico para evitar el escándalo público. Esa noche, después de que Eva la abofeteó para silenciar su llanto y la dejó con una amenaza a flor de piel si la involucraba en ese asunto, la tía Refugio la recibió con una cachetada a mansalva y luego la obligó a arrodillarse sobre maíz crudo sin importarle el hilo de sangre que corría por sus muslos. Aquel sufrimiento era bien merecido por la lujuria que había despertado en los hombres. Decía que Jesús se había arrodillado sobre piedras puntiagudas hasta hacerse sangrar y no le importó. Entonces a ella tampoco debía importarle, debía rezar el rosario siempre de hinojos y hacer correctamente la señal de la cruz. La tía Refugio siempre se persignaba cuando partía el pan o cuando había relámpagos. No podía evitar reírme de ella, ante lo cual sentenciaba con voz iracunda. ¡Dios te va a castigar! Nunca vas a tener suerte en la vida. La tía Refugio era excepcional, pues como mujer siempre fue una triste parodia, un símbolo de la estabilidad de la rutina, incapaz de sentir cualquier clase de pasión a no ser que fuera odio. Lo mismo sucedió en el internado cuando desperdiciaba el pan o la comida, Sorzila lanzaba fuego por la boca y me calcinaba con su mirada láser al decir con grave acento, Llegará el día que lo buscarás bajo las piedras hasta que los ojos te sangren y no lo hallarás. Por supuesto también me aseguró una butaca en el infierno y las llamas eternas. Era una “falda que soñaba con delitos y castigos”. Como buena torturadora ofrecía el sermón de reprimenda antes que el párroco diera la comunión. Realizaba un examen a fondo de la conciencia perturbada de adolescentes impías para asegurarse de que ningún pecado quedara oculto pues de lo contrario la comunión no tenía valor alguno. Abyssus abyssum invocat: el abismo llama al abismo. Yo no tenía ninguna clase de fe, ¿por qué debía creer en su nombre si nunca escuchó mis ruegos en aquel oscuro cuarto? La amarga incredulidad destrozó muy temprano mi fe, por eso no prestaba atención a todos los ritos de la iglesia. Ese día en la comunión no pude tomar con precaución la Hostia y se cayó de mi boca. Para evitar que cayera al piso la mordí con los dientes y sin querer la mastiqué. Ya en la celda de castigo la directora me hizo saber, con una docena de azotes en las manos, que había cometido pecado mortal y mi justo castigo era un escaldado de piel en la hoguera mayor del averno. De esa forma y por conducto de la hermana Lidia de Jesús –alias Sorzila- perdí la bienaventuranza eterna. El año de graduación entró al colegio una nueva alumna llamada Nicolasa Berchams, hija adoptiva de un matrimonio belga que prefería llamarla Nicol y también la ignoraba debidamente gracias a la actitud hostil que mostraba y a la impertinente tenacidad de parecer una aborigen más usando el huipil y el corte que se negaba a abandonar. Fieles a la ideología europea de sojuzgar cualquier brote independentista, fue confiscado el traje que la identificaba. Además institucionalizaron la tortura cuando se negó a ir a misa. Como castigo la internaron en el colegio. Nada cambió para ella. Se enfrentaba a extraños, a fusiles de desprecio, a palabras hirientes como puñales, a las granadas de burlas mordaces de las compañeras. Ella había heredado las esquirlas del rencor de la guerra de guerrillas y no temía blasfemar contra un dios blanco y extranjero. Como consecuencia siempre estábamos juntas en el salón de castigo. Una de esas tardes, mientras intentábamos mantener el equilibrio soportando dos enormes diccionarios de latín en cada mano, me dijo que ella no creía en todo ese teatro, es decir, Dios, los santos y la vida en el cielo. La guerra demostró que Dios había quedado en un inmortal ridículo, por lo tanto no existía un paraíso en el cielo, ni un diablo en el infierno y que el Juicio Final había sido sobreseído por exceso de pruebas de la maldad humana y que él como fiscal se había declarado incompetente. ¡Creer en semejante disparate! Que cuerpos descompuestos, siguiendo la ley natural de que nada se pierde, resucitarán. ¡Si, claro! Nico, corazón del mar, sabia hechicera de ojos oblicuos y cabello azabache, Ixquic burladora de los servidores de Xibalba. Sibila maya en sus predicciones sobre el sabotaje de la vida que nos separaría y nos reencontraría fortuitamente en la universidad estatal, ambas independientes y desahuciadas del hogar, con el hambre comprimida en una gastritis crónica y el salario mínimo para poder pagar la ablación del hígado con el filo líquido de un wisky en un antro de mala muerte. Nicolasa, heroína de la guerra subversiva. Nicolasa misteriosa y prestigiosa avanzaba lenta y grave por los pasillos de la universidad, con la constitución y el candente libro rojo bajo el brazo, provocando a su paso invisibles riesgos, oleadas de consignas y mensajes cifrados en lenguas mayas. Su altiva frente de líder universitaria se notaba agobiada por el peso de la terrible responsabilidad de ser guía en el laberinto de la muerte. A menudo compartimos una mesa apartada en la cafetería de la facultad, hablando por lo bajo, leyendo y pasando folletos prohibidos bajo la mesa. A su lado me sentía como la más intrépida complotista anónima, activa, sofisticada, intelectual liberada de tabúes, distante e impenetrable, espía que olfatea el peligro y organiza reuniones clandestinas y manifestaciones de protesta. Columna del núcleo de resistencia que buscaba las condiciones necesarias para un futuro más digno de la clase obrera y el pueblo en general. Hablábamos sobre las nuevas ideas del socialismo con la ardiente vehemencia de las prostitutas ante la llegada de un batallón de infantería. El pueblo y la lucha subversiva eran como un amante maldito que nos seducía con su mísero cuerpo en agonía que necesitaba de nuestra sangre juvenil para sobrevivir. Para mi todo terminó como un juego de espías, tenía cierto prestigio estéril de militante distinguida conquistado durante mi época de estudiante, y eso me bastó. Me fui oxidando como una moneda falsa, mientras Nicolasa desempeñaba su papel de mártir gloriosa y mitificada. Terminó por unirnos un caso de discriminación, cometida por la intolerancia de un guardia de seguridad que le prohibió la entrada a Nico a una discoteca de moda por no estar vestida adecuadamente. La violenta adquisición de una conciencia de clases. El complejo de superioridad del ladino. La acrimonia espesa del desprecio racista. La agresión cruel y sorpresiva. El llanto, la rabia, la impotencia que invadía el cuerpo y el alma al aceptar contra su voluntad que estaba ahí indefensa sin una pistola en el bolsillo para recetarle la dosis de plomo que necesitaba el maricón de Hans. Llegar y sentir la inconfundible neurosis de Nueva York, registrarse en el hotel con la apariencia de turistas europeos, putear al bell boy como acto de cortesía y ejercicio terapéutico, la llave, el cuarto de hora para esperar al cliente en el lugar convenido, la ducha rápida, la maleta abierta sobre la cama, el vestido de generoso escote, la extorsión sentimental de un perfume fino, la inmóvil violencia de las manos de Hans aguardando el momento de la tortura. El exceso de morbo al pensar si Nico usaba o no ropa interior bajo aquel océano de tela volvía a su memoria con la impecable minuciosidad de imágenes que daban una respuesta clara a su oscura duda. Nico, tan inexplicable y desconcertante, la apartó cuando ella intentó consumar el acto. Desnuda e indiferente se levantó a cerrar la llave de la estufa y destapar la jarrilla del café que hervía a borbotones. Ella decidió acostarse, de cara a la pared, inmóvil, tratando de no llorar y atisbando furtivamente los movimientos de Nico que se acercó silenciosa a la cama y tendió la sábana que yacía tumbada en el suelo, arrugada y confusa. Luego se dedicó a leer algo sobre una doncella inseminada por la saliva de un árbol de calaveras. Fue entonces cuando percibió el hedor exquisito de la amargura, el ácido secreto de su cuerpo, el desprecio milenario que no hacía concesiones a nadie, mientras el café y el tabaco se mezclaban con el silencio hasta no dejar más que una confusa sensación de incomunicación y el lógico desencanto ante las múltiples diferencias. Es entonces cuando una hora fuera del reloj se fija de golpe en la vida, cuando se buscan los contactos legítimos más allá del entendimiento soso de las nuevas generaciones sobre la cultura maya, las cosmovisiones diferentes y el deshielo entre indígenas y ladinos. La confusión espesa que llena de colillas el cenicero, el café amargo, el amor ácido, la guerra sucia y los discursos revolucionarios de Nico como secretaria de la asociación de estudiantes de Derecho, todo se confunde, se tuerce, se mezcla en una masa oscura de sensaciones extrañas. Nico, la fugitiva vocacional, la ciudadana lúgubre con el horario de la morgue anotado en la agenda de bolsillo, la panfletera clandestina contra el Stablishment, la hippie socialista sospechosa de ser guerrillera urbana, la soñadora subversiva de los ideales de un grupo de viudas de guerra. Esa Nico era otra, otra que significaba un peligro para el gobierno y por eso debía desaparecer. Y desapareció en un auto sin placas. Una noche sin luna fue encontrada muerta en una calle llena de agujas y silencios, torturada, sin uñas y sin dientes, violada, la vagina cosida con alambre y los pezones cercenados. Eso no tenía por qué ser así, eso jamás tuvo que ser así, carajo.

LOS ÁNGELES DE SODOMA

Anochecía y el ambiente era progresivamente sofocante. La noche en su rutina de neón, hot dogs, hamburgers, papas fritas y soda, putas al menudeo, exiliados al por mayor, alienados unidos bajo la luz roja en un bar de Queens. Nada nuevo bajo el neón: luz hipnótica cazando moscardones de provincia, la triple equis violando las niñas de los ojos con su eréctil incandescencia, el olor del sexo tarifado, el antro como boca de lobo, oscuro y acolchado de excrecencias pardas y verduscas, ostentando el nombre de EX SEXO, la mesera semidesnuda acariciando los vasos, la cantante de hip-hop excitada por el micrófono. Una noche barata tapizada de humo. La niebla tornasolada que enrarecía el cansancio mustio de una vagina que danzaba para nadie y terminaba por saciar la sed erótica y lúdica, por cuarta vez esa noche, de media docena de clientes. Al entrar, la pista principal ofrecía la piel bruñida de Madame Satán: imperturbable, misteriosa, cansada de tanta luz, cerraba su número con un giro mortal en la barra dorada donde sus senos desafiaban la gravedad y se mantenían turgentes a pesar de que ella estaba de cabeza y se dejaba deslizar con una pierna enroscada al tubo hasta caer en la posición de Split, como una consumada bailarina de ballet. Luego se enroscaba seductora para rematar con la rasgadura de la tanga roja que develaba el sexo escrupulosamente depilado y un destello rosa, magistralmente encuadrado, por la fulgurante luz que acosaba la brillantina pegada a la piel de la mulata. En el privado, aislado por una pesada cortina de terciopelo rojo, la operación desnúdate mujer continuaba en su apogeo. Marisol, obligada por el filo de una navaja disimulada bajo la chaqueta de Hans, fue invitada a ver el mórbido espectáculo. En la minúscula pista el escuálido cuerpo azufrado desgarraba el zipper de las botas de dominatriz y se contraía en leves espasmos eróticos al ritmo de Lady mermelade. La vaga figura masculina, oculta en la penumbra, lanzó un aplauso desganado y una bocanada de humo blanco le dibujó helechos en el pelo ensortijado. La hermosa oriental lo miró con libidinosa y urgente atención, le guiñó un ojo como preámbulo para bajar el cierre del sostén de cuero negro estilo Matrix Reloaded, de donde emergieron dos lirios casi en botón. Con un golpe de cadera se dio la vuelta y en el envión arrancó la micro falda. Luego se dedicó a contonear las apretadas nalgas frente al rostro del desconocido. Las manos sobre el pubis parecían dos pájaros revoloteando en un rito de apareamiento. En el éxtasis de las contorsiones arrancó un puñado de vello pubiano y con estudiada lascivia lo depositó como un suvenir en la mano del hombre. Un beso selló la masturbación pública y luego desapareció tras bambalinas. En ese momento la mano huesuda y pálida se elevó y sin voltear hizo una señal con el índice que le indicó a Hans que era oportuno acercarse. La cara del tipo extraño era pulcra y sofisticada, con la mueca desdeñosa maquillada a lo Max Factor, el gesto autoritario que le otorgaba una pistola bajo la axila y la dureza gélida de un traficante acostumbrado a lidiar con la mierda cotidiana. -¿Traes la mercancía? –Preguntó con tono agrio mientras jugaba con la copa entre los dedos- -Todavía está empacada –se atrevió a murmurar Hans- Necesito tu laboratorio y los instrumentos. Pero, no te preocupes en menos de una hora tienes todo en las manos. El hombre esbozó una risa cruel mordida entre los dientes. Con el dedo índice hacia círculos en las sienes donde latía un orgullo indeciso de canas y leves arrugas que salían como grietas del rabillo del ojo. Era bello como un ángel caído y perverso como un demonio humillado. Con la uña del dedo meñique, larga y acanalada, extrajo del líquido ámbar una mosca ahogada de borracha y la colocó en la mesa. Poco a poco, como una bailarina lánguida en la escena de la muerte, la mosca se fue arrastrando a lo largo de la superficie estirando las patas y desentumeciendo las alas dispuesta a volar. Sin embargo, el zumbido de las alas fue cortado por el certero golpe de la mano que cayó como un mazo destripando al insecto, a la vez que el hombre vomitaba un ácido desprecio. -¡No juegues conmigo maldito desgraciado! –gritó Vladimir Kostka con el semblante demudado por la ira. En un rapto de violencia arrebató la escopeta a un guardia-espectro salido de la nada- Si no quieres cagar por otro orificio será mejor que te basten treinta minutos. –gritó colocando el acero biforado bajo la barbilla temblorosa de Hans- El comprador está encabronado y si él lo está, lo estoy yo. ¿Entiendes? ¡Dos putos días de retraso! ¡Cuarenta y ocho malditas horas con la mierda hasta el cuello soportando las mariconerías del idiota que quiere comprar la mercancía! ¿Y todavía me pides una hora? A una imperceptible señal del basilisco que guiñó el ojo caliginoso, el guardia-zombi estrujó brutalmente el cuello del cirujano y con la otra garra le cartografió el hígado a puñetazo limpio. Marisol editaba la escena violenta en formato de ocho milímetros y en blanco y negro. Recostada contra la pared, inmóvil y fuera de foco, era la crítica desapegada de aquella violencia indiferenciada en una ciudad extraña. Todo eso era una basura inevitable: las drogas, la prostitución, la violencia infinita. Era una barra show como cualquier otra, el licor con sabor a diesel, las rameras con cara de ex convictas en el mostrador, hombres armados hasta debajo de las uñas con cara de ningún amigo, recelosos y perversos, ocultos entre el paréntesis de tragos y luces bajas. ¿Qué se podía esperar en un lugar así? El epicentro del terremoto apocalíptico, el cráter donde se vomitaba el asqueroso magma repleto de lacras y basura post modernista, el Happy hour de ninfómanas recurrentes, territorio de gángster afeminados y metro sexuales de safari, invadido por hordas de yuppies salvajes olorosos a fibra óptica y bulímicas trasnochadas haciendo confesiones libidinosas a curas y seminaristas extraviados del camino de Dios. En ese punto muerto de violencia extrema sintió la subrepticia aparición del miedo, la sorda náusea de la angustia que la empujaba a pensar y hacer algo útil que la sacara del horror instantáneo que la paralizaba. La pistola del lagartijo macabro que reía a carcajadas se insinuaba como la única posibilidad de una huída sorpresa. Se acercó unos centímetros buscando una salida en la oscuridad. El destello de la escopeta que descansaba en la silla parecía ofrecerle una ventaja para salir con vida del lugar. Cuando lo vio sacar un cigarrillo de la bolsa y ocupar las manos buscando el encendedor supo que era tiempo de correr. Al hacerlo se trasladó a un escenario instantáneo de guerra entre hampones: el escenario móvil con ráfagas de luz donde miró en un close up violento la llama del fósforo que se reflejó en las pupilas grises: el segundo dilatado en un tiempo aparte donde el ojo ruleta marcó su suerte. El villano en cámara lenta extrayendo del costado la pistola automática, el gorila retirando la garra del cuerpo de Hans, todavía sostenido en el aire y luego resbalando como un títere desmadejado. El rush carmesí que corrió en la batalla entre humo y licor a encontrarse con el desnudo filo de puñales y el roce agudo de las balas, el derroche usual de violencia y gritos alucinantes que en estampida abarrotan la única puerta del lugar. La multiplicación del terror: los rostros desencajados por el dolor que disecciona la razón, la opción de apretar el gatillo de la escopeta y descargar toda la rabia sobre el maniquí de Dorian Grey que, histérico, perforaba a tiros las mesas, un pecho, los vasos, una garganta, las botellas, un vientre, los espejos, una pierna. En el vórtice de la ráfaga de luz y plomo buscó el perfil roto de Hans y disparó. Deslumbrada por la metralla de luz y la violenta vibración del arma que la escupió con rabioso asco hacia atrás, supo que había cometido un error. Tirada y oculta entre sillas y mesas apretaba los dientes para dominar el temblor que la recorría de arriba abajo. En el coágulo confuso de reflejos, sombras y cuerpos yuxtapuestos la escena oscura se iluminó fugazmente cuando ardió la luz de otro cigarrillo. El silencio fúnebre, el olor a pólvora, sangre y licor, la quietud sonámbula y el miedo lamiéndole la espalda de una forma rara y perversa, la hacían exudar un sudor viscoso que le resbalaba del cuello a los senos al escuchar los pasos que trituraban los vidrios. Y en medio de aquella coreografía de secuestro y muerte real una mano la arrastró hacia la nada. Un débil pataleo y luego el puñetazo en el rostro que dibujó un coágulo rubí en sus labios. Despertó huraña y nerviosa, respirando corta y penosamente, con el dolor fulgurante atravesado en las costillas y un sabor avinagrado en la boca. Con las rodillas rotas por el dolor de sentirse crucificada en la cama que la mataba a pausas. ¡Eli, Eli, Lamna sabacthani! Ese era el eco de la voz de la tía Refugio en su lecho de muerte, creyéndose la hija que Dios dio al mundo para salvar el alma de los hombres. Las gélidas agujas del miedo le canalizaban las venas, inmovilizándola en el silencio del cuarto oscuro, que marcaba el ritmo desesperante de una frase que volvía insidiosa a insertarse en su pensamiento: cagar por otro orificio sister soul sister soul, si no quieres cagar por otro orificio sólo tienes treinta minutos, sister soul, sister, Oh sister soul, sister. Reaccionó bruscamente forzada por la vocecita que salía de la oscuridad y que, lenta y perezosamente, repetía un estribillo monótono e infinito en la inmensa extensión del oscuro cuarto. Se forzó a respirar hondo y a voltearse de costado para buscar el lugar de dónde provenía la voz. Al fondo del cuarto vio una manchita blanquecina que desaparecía y aparecía alternativamente al influjo de las palabras. Apretó los párpados con fuerza y al abrir los ojos logró enfocar mejor la pupila y ver al niño sentado en un cajón y casi perdido en la oscuridad. La manchita blanca se acercó y miró mejor las diminutas perlas que adornaban la boca del zambito que sonreía inocentemente y los dos lagrimones que corrían por las azules mejillas abrillantándolas en la oscuridad. -¿Quién eres tú? ¿Qué te pasa? -Preguntó- El niño permaneció agresivamente mudo, aspirando ruidosamente y tragándose los mocos y las lágrimas, la nariz llena de costras y la boca hecha un puchero al decir al fin entre hipos y jadeos. “Mi mamá se portó mal y papá le está haciendo cosas”. Un sollozo cortó el impulso del niño de seguir hablando. De pronto le tendió un bracito raquítico, casi decrépito, que se resistió a abandonar su esperpéntica forma de molusco disecado. Lo escondió con rapidez bajo la camisa sucia y deshilachada, avergonzado por el error de exhibir la monstruosidad que lo marcaba. Se apartó de la cama y corrió a la penumbra del corredor para señalar con el brazo sano el fondo del pasillo. ¿Qué? ¿Quieres que vaya contigo? No pudo evitar lanzar una risa ahogada. A buen palo se arrimaba el mocoso. No podía ni abrir los ojos sin sentir que mil agujas le acupunturaban el cuerpo, mucho menos ser la heroína de ese comic grotesco. ¡Al carajo todo el mundo! El niño, al notar que se volteaba y le daba la espalda, empezó a lloriquear y ella a preguntarse por qué estaba viva, cuál había sido su suerte de escapar de una muerte certificada. No lo sabía, pero si sabía que aún le quedaba un resto de conciencia al saber que una mujer en iguales, o peores condiciones que ella, aullaba y se retorcía torturada por el proxeneta de turno. Se volteó de nuevo y pudo vislumbrar apenas la tenue luz del corredor. Se levantó penosamente y siguió al niño aferrándose a las paredes, ásperas y frías como piel de reptil, que viscosas se le resbalaban de las manos y la hacían trastabillar por el pasillo bajo, de puertas remendadas por cortinas viejas y roídas en el ruedo. Los ventanucos pobremente iluminados con luces anémicas desangraban el semen costroso de las paredes. El niño se encaminó directamente a la última puerta donde desaguaba una pila sus hedores de trastes sucios y comida podrida. El criadero de moscas apiñado sobre los desperdicios de comida le provocó una salvaje náusea que le atenazó el estómago vacío en violentas arcadas. No había comido en días, así que no tenía nada más que vomitar. El niño se volvió unos pasos y la tomó de la mano para obligarla a entrar al cuartucho, nervioso e impaciente por la tardanza, franqueó la cortina y, aplastando un dedo sobre los labios lívidos, le exigió silencio y precaución al entrar a la especie de antesala de torturas donde el fétido olor de la carne quemada saturaba el ambiente. Una cancela de bambú gigante y una cortina plástica decorada con hojas de caña, sostenida por anillos plásticos que colgaban de un lazo, dividían el estrecho cuarto. Dos banquillos de madera, uno con la pata rota, una diminuta mesa metálica sitiada por botellas vacías y vasos sucios, diarios viejos apilados en una esquina, en donde la temblorosa luz amarillenta reflejaba el brillo del espejo aún con restos de polvo de ángel, eran el único mobiliario del cuartucho. El niño empezó a abrir sigilosamente la cortina y Marisol recibió en plena cara la sucia bofetada del olor a carne chamuscada. Pudo ver, no sin dificultad, el cuerpo desnudo atado de pies y manos, la boca amordazada con un trapo sucio y la infinita espalda del marido verdugo, sentado frente a la víctima. El hombre bebió un trago de cerveza y luego exhaló el humo del habano con insolencia, avivando en cada aspiración la brasa para quemarle los senos y el vientre a la mujer que se retorcía de dolor. Petrificada, sintiéndose supremamente idiota, se resistía a tomar parte en esa pesadilla. El violento espasmo sacudió la estructura metálica de la cama y algo en aquel grito deshilachado entre la boca y la tela que amordazaba los labios de la mujer, sacudió una fibra en su interior que la llevó a tomar el banquillo tunco, alzarlo y dejarlo caer con toda la furia que la habitaba sobre la cabeza de aquel Procusto adicto a la nicotina. El enorme cuerpo se fue a pique hundiéndose en el mar de sombras del piso, al mismo tiempo que ella caía fulminada como una cosa rota, hecha añicos, inerte, mirando hacia la oscuridad del corredor. Como un túnel ciego que vomitaba sombras miró los diminutos pies azulosos de orilla marfil ir y venir nerviosos hasta desaparecer sobre la cama. Lo demás lo imaginó claramente: el niño cortando las sogas que ataban a la mujer con la navaja extraída del bolsillo, arrancarle el trapo sucio de la cara y escucharla enderezarse en la cama que crujió como hueso astillado, colocar los pies desnudos sobre el piso y verlos avanzar amenazantes al coágulo de sombras que se removió pronto a pasar a un estado licuable de conciencia. Intuyó la reacción imprevista de la mujer que buscó el banquillo y luego fue hacia el cuerpo y descargó dos golpes secos, contundentes, mortales. Lo demás fue un silencio oscuro y una quietud de sombras que la sumergió en una inconsciencia absoluta. Ya casi para despertar soñó con Clara, buscándola por los pasillos estrechos de un hotel laberinto, tocando en cada puerta, con el taxi esperando para escapar, una vez más, con la valija sucia de pasado arrastrándola por el piso. Hay mujeres atadas de manos y pies al olvido. Hay mujeres que huyen perseguidas por su soledad. Ella desesperada, radical, ocultando el dolor de estarla perdiendo, el sentimiento de llegar al límite, tratando de SU-TU-RAR la rasgadura silenciosa del amor que la había dejado en el lado opuesto del abismo con razones inútiles y silencios venenosos. Paulatinamente se convirtieron en cadáveres que se ignoraban mutuamente, en sombras rabiosas que se escupían ausencias, en títeres saliendo y entrando con horario fijo para odiarse, para repetirse en movimientos autómatas de café amargo y cigarrillo desayuno todos los días hasta que la muerte las separara. Rigor mortis de la vida cotidiana. Luego del abrupto abandono lo que siguió fue una soledad total, de días enteros tirada en la cama mirando televisión para embrutecerse y no llorar, sumergida en un estado depresivo, agitado, con delirios polimorfos, pueriles, absurdos y movibles que la llevaron a una espiral de sexo, a un tour etílico con Janis Joplin cantando en el stereo del auto mientras quemaba llantas en la carretera corriendo de madrugada con adolescentes adictos a la muerte. Pedazos de imágenes volvían, como el lastre a la orilla del mar, a su cerebro: el cuerpo desnudo de la mujer torturada, los pies azules, la falta de pezón en el seno de Zuleica, las ráfagas de luz cortadas por las sombras que la rodeaban. Le dolió la luz que entró a sus pupilas y no pudo evitar abrir más los ojos ante la sorpresa de encontrarse con un rostro conocido. Parpadeó varias veces para enfocar bien la pupila y adivinar en el rostro envilecido por el colorete, un rastro de familiaridad que confirmara sus sospechas. El tísico rostro de la mujer era repulsivo y también los amarillos dientes llenos de sarro. La frialdad sepulcral que hacía sentir en su silencio despectivo no la desanimó. Se incorporó repentinamente para buscar los ojos de la mujer lúgubre que la cuidaba. Los ojos llenos de agua miel eran inconfundibles así como el agridulce y ofuscante vaho de café y brandy que despedía la piel de la mujer. ¿Laura? ¿Eres tú? Ante la interrogante la loba famélica saltó como picada por un alacrán y corrió a la puerta sin voltear atrás. Corrió tras ella cruzando el pasillo hasta toparse con el muro de ladrillos que resultó ser el pecho de un hombre negro de sonrisa fría. Así que la paloma ya quiere volar – dijo el hombre con un eco pantanoso, distorsionado y amenazador que la intimidó- Todavía tienes el ala rota pichoncita y deudas que pagar – El rostro feroz y grotesco se contrajo en una risa que fue reprimida por el manotazo que le propinó la mujer que salió tras la cortina. -Oye, deja ya la jodedera Violeta o no respondo. ¿Cuántas veces tengo que decirte que tú estás aquí para cocinar y no para andar espantando a las nuevas? Ante la reprimenda instantáneamente la mole de ladrillos se desmoronó y se convirtió en algo mínimo y delicado, en un adorno exótico de cabello argentado y voz aflautada. -¡Ay Sabina, tú siempre tan neurasténica! Si sólo era una broma. Ay qué emoción, ¿de verdad te asusté?- al hablar repetía un pequeño tic: ensortijaba con el dedo índice un mechón de cabellos que acomodaba tras la oreja compulsivamente. La otra replicó agresiva -Bromas al circo. Te lo dije anteayer, te lo volví a repetir ayer y te lo dije hoy tempranito. No te apartes de la cama de la enferma ni dejes que Rex ande metido en los cuartos de las muchachas. ¿Y con qué me encuentro? ¡Tú jugando al Padrino y el niño en el cuarto de la Laura! -¡Ay mija, si oficio estaba haciendo cuando miré salir como alma que lleva el diablo a la mostrenca de la Laura! Ella me hizo el favor de echarle uno ojo a la enferma. ¿Qué más quieres que te diga? ¡Si yo no soy hermana de la caridad! -El hombre torció la boca en un puchero de desprecio y dio la vuelta indignado dispuesto a volver a los quehaceres domésticos, pero al intentar cruzar el umbral de la cocina, tropezó con algo y cayó redondo como moneda al piso. -¡Ay, que santo platanazo me di! Pero, quién deja porquerías tiradas en el piso. ¡Ay santa Virgen del Cobre, pero si ya se desmayó la paloma! –El Violeta se arañó una cruz en la cara y luego se frotó el pescozón que Sabina le había endilgado en la mejilla morroñosa, derritiéndolo con la mirada de fuego que le lanzaba.- -¿No te lo dije? -indagó la mulata con los ojos furiosos puestos en el hombre que gimoteaba- ¡Cabrón! Está muy débil para darle sustos. ¡Ahora sólo falta que pele gallo! si se muere nos va ir como en feria. Pero, ¿qué haces allí tirado? ¡Ayúdame a levantarla! –El Violeta se limpió los lagrimones que le rodaban por la cara y los secó con el dorso de las manos negras de uñas largas y pintadas de verde aguacate. Con un rápido movimiento la levantó en vilo y la llevó a la cama. Sabina corrió por la curandera que vivía a unas pocas cuadras del lugar. Tenía confianza absoluta en aquella mujer que la curó con una pomada milagrosa de las llagas y cicatrices que el mal nacido de su marido tatuó en su piel. Pero ahora ya estaba volando espalda bien arropadito seis metros bajo tierra, justo bajo la cama donde la torturaba. A nadie le iba a hacer falta el matasiete pues más de uno se la tenía sentenciada por las deudas que tenía. Nadie se extrañaba que hubiera desaparecido pues cuando agarraba la furia del guaro se ausentaba por meses. Si no hubiera llegado la gata, con aquellos furiosos ojos verdes, y noquea al matasiete no estaría contando el cuento. Bueno, agrado quiere agrado, así que mejor vuelo pata hasta encontrar a doña Lupercia no vaya a ser que no la encuentre. Media hora después la anciana curandera llegó con una infusión verdosa de hojas de epazote que hizo beber a la enferma y con lo sobrante lavó la herida infecta. Al salir le indicó a Sabina que la alimentara bien, pero sin alimentos grasosos, pues se le podía enconar la herida. Toda la noche estuvo sumergida en el vapor caliente de la fiebre, abriendo los ojos parpadeantes como lamparillas de vidrio verde que brillaban por el ardor de la fiebre. En el sopor de los días viciosos el dolor físico y moral se disputaba su cuerpo haciendo de ella una mujer triste, hermética y hostil inoculada con una dosis masiva de rencor contra el mundo. Esa madrugada despertó sobresaltada sintiendo un terror reptante y angustioso que le constreñía el pecho. No acertaba a describir lo que experimentaba al palparse el cuerpo. Evidentemente el lado izquierdo lo sentía vivo, el corazón aún palpitante, pero el lado derecho lo sentía ajeno, una ausencia presentida acendró más la angustia que la dominaba. Se rasgó la blusa y al rozar la palma de la mano sobre la piel desnuda, sus dedos no encontraron la sinuosa convexidad del pecho. Eso la crispó, saltó de la cama y, ciega en la oscuridad, sus pies tropezaron con un mueble. Rodó al piso pero se incorporó de inmediato buscando en la penumbra el brillo del espejo que huía de sus manos. Un dolor envenenado corrió por su sangre y un frenético torbellino parecía arrastrarla, rasgarla, romperla, masticarla y escupirla hacia el hoyo negro del espejo, donde descubre una imagen desproporcionada, brusca y monstruosa de mujer mutilada. El pecho desaparecido y en su lugar una arruga marchita surcaba la piel como una sonrisa quebrada. Lenta y oscuramente una violencia absurda se adueñó de su voluntad escanciándole en la sangre un furor de náufrago, que no reconocía amigos ni enemigos, y que necesitaba saciar destruyendo todo lo que la rodeaba. Un ruido estridente golpeó el silencio y rasgó como un rayo de acero el azogado espejo. Los escasos enseres del cuartucho volaban como palomas espantadas estrellándose sobre las paredes y sobre el cuerpo de El Violeta que intentaba sujetarla a toda costa. Alertadas por los gritos Sabina y otras mujeres, entre ellas Laura, rodearon la habitación. Ver a Laura encendió el odio que creía apagado. La odiaba por mercenaria, por incitante, por sus labios tiranos, por sus senos trágicos. Seguramente venía a gozar de la desgracia ajena, a verla desgreñada, enflaquecida, inmunda y vendida como un objeto por un marido pervertido. De pronto un caos interior, una indescriptible locura la hizo suponer culpabilidades. ¡Hija de mil putas! ¡Fuiste tú maldita! –Gritó mientras se armaba con uno de los vidrios rotos del espejo y se lanzaba sobre Laura- ¡Tú condujiste a Hans hacia mí! –Laura esquivó el golpe y en el furioso ademán la lanzó lejos de sí - ¿Así pagas la amistad que te brindo? ¡Jamás te creí tan detestable! -En aquel súbito estallido de cólera Marisol permaneció perpleja. Las palabras hirientes de Laura le sangraban la piel. Sin embargo, la ira elocuente y tormentosa la hizo reaccionar en igual forma y, manoteando frente al rostro cerúleo, escupió más de una verdad. Habló de su vida desperdiciada por el capricho de ella, de su ingratitud y carácter voluntarioso, de la deslealtad y las actitudes indecisas de concubina que mostró cuando ella decidió anular el matrimonio con Gabriel y revelar al mundo su amor por ella. El haberla emputecido aburrida de su dócil virtud de bisexual arrastrándola a esa vida trágica de puta desahuciada. ¡Todo porque era una maldita loca sin entrañas! ¡Estúpida! Lo que yo hice contigo lo estoy pagando en las mismas condiciones que Vladimir preparó para ti. –Dijo rasgándose la blusa para mostrar el seno mutilado- ¿Crees que no hice nada para impedirlo? – La boca de Marisol se llenó de una risa dolorosa, casi sarcástica. Se apoyó en el pecho del Violeta porque sintió hundirse en el piso.- Yo no fui quién te trajo aquí. La vieja Belarmina te vendió por unos cuantos dólares y un par de kilos de coca. ¡Quién sabe que rencor enconado se traía contigo! Le urgía deshacerse de ti. Lo demás lo hiciste tú sola, le dejaste el pecho como una coladera a Hans, mandaste al hospital al guardaespaldas y destrozaste el lugar. ¡Así que no me vengas con que soy culpable de tu desgracia! Tanta sorpresa causaron aquellas palabras en su ánimo que sintió el frío del hielo penetrarla por las uñas de los pies y ascender progresivamente, como el agua que invade un papel, hasta hacer de sus nervios una escarcha. Sentía el cráneo partírsele como un vidrio que se trizaba lentamente y al caer los fragmentos resonaban como esquirlas en un tubo vacío. Nada pudo decir, una marea de confusión e incertidumbre la ahogaba. Laura continuaba develando dramas íntimos, las penas de su convivencia con Vladimir que la había abandonado por una oriental. Todos los días se hacía el firme propósito de desintoxicarse para ahorrarse la vergüenza de ser repudiada por el hombre que amaba, pero el vicio pernicioso la venció y acabó perdiéndolo todo. Fingía escucharla, pero en su interior analizaba la situación fríamente. La venda por fin se le había caído de los ojos. Detalles desapercibidos aparecieron ante sus ojos. ¡Con razón la vieja escabechada le dijo que se iba arrepentir por haberla rechazado! Por algo puso el grito en el cielo con sus alaridos de virgen violada para que Gabriel la echara de la casa. ¡Vieja puta! Su alma endurecida por el comercio sexual, acostumbrada a la burocracia del sexo a horario fijo, se había enfurecido al no poder tomar algo que estaba al alcance de su mano. La vieja promiscua, desertora de los burdeles, se casó sólo para huir de la sórdida vida que llevaba y por adquirir dinero y poder a través de un funcionario público pusilánime y pervertido que la hizo su meretriz de cabecera pues su pasión sexual ya no se encendía si no revivía las prácticas de burdel. A eso se reducía su vida: a una venganza. Y allí, derrotada y herida, lloró por el dolor de sentirse desterrada en aquella fosa inmunda. Al calor de las lágrimas sintió nacer en ella un rencor inextinguible, una violencia tirana que la incineraba en su propio dolor y la purificaba haciéndola renacer en nombre de la luz y de las sombras.

BAILE, FICHE Y DROGAS

¡No te hagas mala sangre corazón! El tipo ese era más malo que el cáncer y bien que hiciste en mandarlo al otro potrero. Mentiroso como él sólo. Inútil como moneda falsa. ¡Un echacuervos cualquiera! Ni te aflijas por la tira, seguro el Vladimir ya les untó la mano y dejan de halar pitas. Además, el tal Hans era bien malacate con las niñas que acondicionaba para los clientes especiales, los viejos rabo verde que las quieren bien apretaditas, ahí iba el médico asesino y las revirginizaba, a otras las desgraciaba quitándoles el clítoris. Ya ves lo enfermo que era. Le decían que jule con la gata y allá iba con toda la mala leche que llenaba a ese infeliz a malograrte la vida. Con sus prácticas de carnicero dejó inútil a más de una y se echó al plato a tres. Ya ves, nadie lloró, nadie dijo nada. ¿Para qué? Todas somos indocumentadas y más de una vive donde Judas dejó tirado el caite. Eso les mata poco a poco la esperanza de volver. Con tantas desgracias ya ni llorar es bueno. Yo te lo digo para que no creas que estas sola en esta vida. Las muchachas te estiman y casi te admiran por haberle dado agua a ese maldito. Todas te protegen, hasta la Sabina, que es más dura que un coyol anda blandita contigo. Hasta Laura anda muy caritativa, mira que la pobre te salvó de una cuchillada que el Vladimir te iba a enjaretar en la garganta después que te dejó hecha un Cristo. Si, corazón, no pongas esa cara. Ese hombre estaba como para comerse un chino cuando se dio cuenta de la gracia que habías hecho. No sé que hizo para que no te matara ¡Y mira que ese es más malo que una cama con chinches! Pero ya no llores, apechuga corazón que no vas a morirte porque te falta una teta. Trabajo no te va a faltar porque seguro te manda al Amazonas. ¡Ay, no chula, que te va a mandar a la selva! El Amazonas es un night club en la fifth avenue, very high life, para gente rara y de pomada. Es un buen sitio, de no ser por el Marañón, un tipo que no es de fiar. Anda tras mis huesos, pero yo naranjas que le hago caso. ¿Qué por qué sigo aquí? simple, porque soy más puta que las gallinas y porque estas pobre hijas de la Magdalena me necesitan. ¿Cómo? ¿Qué mejor es morirse que llevar una vida así? ¡No seas burra! No eres la primera ni la última que cae engañada. Por estos sitios abunda ese comercio, la trata de blancas, negras, amarillas, cafés, etc, ya sabes, todo un arco iris. El nigua de Hans estaba en ese negocio. No pienses que al decir su nombre lo digo sólo por él. Esto es un sistema, es casi un estado de alma, adquieres la mala costumbre de ser infeliz y te consume de tal modo la sed del dólar y la codicia que ya no sabes si es mejor la vida honrada que esta mala vida. Hay muchos Hans, aunque uno sólo lleve el nombre. La codicia los trastorna y la crueldad los gobierna. ¡Que me oyera mi santa madre! ¡Ya parezco la Sor Juana! Bien dicen que sólo en las novelas cursis las putas son poetizas y los borrachos filósofos. A propósito de poesía, ¿a ti te gusta algún poeta en especial? ¡Ay, a mi me encanta Lord Byron! Sí, querida, aquí donde me ves, toda mal encuadernada, gané un concurso de poesía. Leí mi poema, en la salutación a la reina de los juegos florales, que por cierto era todo un esperpento, si yo te contara. -¡Carajo contigo Violeta! ¡Si no te callas vas a dormir en la cocina! –gritó Sabina desgarrando el soliloquio al lanzarle un zapato que aterrizó en la amplia nalga que se veía bajo la rasgadura de la sábana de flores. Hasta ese momento se dio cuenta de que aquella habitación era la de Sabina. Dormía en un colchón acondicionado en el piso y en otro colchón junto a ella, el que parecía ser su perro guardián, limándose las uñas y maldiciendo entre dientes la suerte que tenía de vivir la vida al revés: dormir de día y trabajar de noche. Por la cortina agujereada entró una leve brisa que movió la cortina como el ala de una mariposa herida. Fumaba lentamente y colocó el cigarrillo en la boquilla de un bote de cerveza que servía de cenicero. Tenía los ojos cerrados pensando que su sueño siempre estaba encadenado a la ceniza de cigarrillos llenos de insomnio. A cada instante se apagaba y se encendía. Su alma era como un cenicero lleno de pequeños restos de cerillos. Inmóvil y tratando de no llorar intentaba estar alerta a cualquier movimiento en la habitación y fuera de ella. La idea de la venganza abrasaba sus sienes y le fruncía las cejas en un gesto huraño. Fue entonces cuando escuchó la voz del niño que se removió en la cama y reclamaba con un chillido caprichoso que le contaran un cuento. Sabina rezongó un poco pero luego, enternecida por el llanto infantil, se dispuso a adormecer a su hijo con el arrullo de su voz. “Había una vez un canibalito que nació en una tribu del Amazonas. Su padre, el jefe de la tribu, y el antropófago más cruel y refinado de toda la selva, era conocido como Osedax, el devorador de huesos. El padre lo mandó a la escuela para estudiar las materias más necesarias; fisiología 1, carnicería 2, despellejamiento básico, cacería avanzada, cocina gourmet, y demás cursos para su formación antropófaga. Hasta ahí iba todo la mar de lindo. El canibalito ayudaba a traer la leña para la caldera, le sacaba filo a las lanzas, custodiaba a los prisioneros que habían sido atrapados talando la selva o abriendo hoyos para sacar oro negro. Pero, cuando le tocó el turno de hacer barbacoa a su propio prisionero y su padre era el juez para decidir si él estaba listo para ser un cazador antropófago, todo cambió. El tal Osedax, que era más tragón que la Gula, campeón de tiro al blanco y héroe de guerra Inter tribus, le exigió al hijo que deshuesara al cristiano. Pero al ver la sangre al canibalito le dio asco, se puso ebúrneo como el marfil, le dio tremendo vahído y se desmayó echando por el suelo la caldera y derramando el aceite hirviendo. Algo hervía también en su interior, un dolor extraño y profundo, la errática pena del yo sin sentido. El ser entero convertido en un grito volcado en sí mismo en visiones internas, deforme y preso en su propias pasiones. Ella también había sido mutilada por un caníbal de almas que le quitó, según disertaciones siquiátricas, lo que una lesbiana considera lo más sagrado: las mamas. Éstas reemplazan al pene, ¿no es así Freud?, pues al igual que éste son de naturaleza eréctil y la leche que brota de ellos es un sustituto del esperma. Brillante tesis de sicoanalistas impotentes. Al ver lo que había hecho el padre le dio una tunda que lo dejó todo turulato. El canibalito estaba aburrido de esa vida de malos tratos, guerras y dieta exclusiva de carne, así que un día amarró en un paliacate todos sus tiliches y se largó pues estaba convencido que su padre no lo quería. -¿Y dejó a su mamá? –preguntó el chiquillo en ese momento abriendo los ojos y mirando la nariz de ella- ¿Su mamá no lo defendía? -No, el canibalito era huérfano de madre, porque a ella se la comió el propio Osedax cuando descubrió que era vegetariana y le gustaban los tomates verdes fritos. El caso es que el canibalito había heredado el gusto por las verduras y legumbres y eso disgustaba a más de uno en la tribu. El canibalito se escondió por un tiempo en la selva comiendo sólo frutas y bayas frescas. Caminó, trepó, corrió y corrió y corrió hasta que por fin llegó a un pueblo. El Violeta bostezó y se acomodó como un perrillo faldero dando vueltas y vueltas hasta que se ovilló al borde del colchón cerca de la puerta. Ella aún permanecía despierta, recostada del lado derecho miraba de soslayo el interés de Sabina por contar bien la historia y la ternura en sus ojos amarillos cuando acariciaba el brazo deforme de su hijo. Pensó que una mujer como Sabina seguramente había conocido el amor y que su hijo resumía todo lo bueno y lo malo que la llenaba. No era difícil imaginarse que había sido engañada por algún hombre que le ofreció el cielo y la tierra y luego la utilizó como esclava sexual. Seguro la obligó a esconderse en nauseabundos moteles, a venderse por unos dólares, bajo su mirada vigilante, utilizando la venenosa lengua de padrote para aguijonearla con indecencias y a humillarla como rutina diaria en la hedionda promiscuidad de un prostíbulo. Ya en el pueblo un hombre lo atrapó, lo metió en una jaula y decidió venderlo como esclavo. El canibalito sufrió mucho y pasó hambre y privaciones de todo tipo. Se dio cuenta que el hombre civilizado era también cruel y que devoraba todo lo vivo que podía; pollos, perros, marranos, ratas, gusanos, bichos, culebras y hasta carne humana si la circunstancia lo ameritaba. Para aumentar sus desgracias fue vendido como esclavo a una mujer gorda y repugnante que lo obligaba a trabajar día tras día sin descanso y que le daba sólo las sobras de la comida. Por esa razón decidió volver a escapar hacia la gran ciudad. El gran escape, esa era una de sus películas favoritas, con Steve McQueen intentando huir a toda costa de la prisión. Así lo haría ella, no importaba que dejara el cuerpo en esa ciénaga, pero su alma jamás la vendería. Ya había matado, robado e inhalado. Ya era toda una mujer digna de cualquier cómic de gángster, con una cicatriz respetable y un motivo suficiente para una venganza sangrienta. ¡Primera heroína del erotismo! Y de nuevo el canibalito huyó por tierras extrañas y corrió y corrió y corrió, hasta que llegó a la gran ciudad, pero tuvo tan mala suerte que lo atropelló un autobús y murió en el acto. San Pedro, que administraba el departamento de migración, mandó a uno de los ángeles de San Cristóbal, porque él es el encargado del departamento de tránsito, para que arreglara el engorroso problema del seguro de muerte. Él tenía noticias que el diablo quería llevarse al chofer, que también se había muerto y se lo merecía, pero también exigía el alma del canibalito como interés por la cuenta del padre, que tenía una cola más larga que la de él, por haberse escabechado a más de cien cristianos. Y allí, en plena vía pública, se armó un zafarrancho que detuvo el tránsito de almas por las dos vías. Nadie subía y nadie bajaba. Por un mero detalle técnico el abogado del averno le tomó la ventaja al ángel del Paraíso alegando que su cliente merecía el alma del canibalito pues éste jamás se había negado a participar en la caza y posterior preparación de los cristianos capturados. Sin duda nadie abogaría por ellas en ese infierno. No había ningún culpable, ni un dulce despertar en los brazos del perfecto amante. Sólo falsas esperanzas en el sexo que no dejaba lágrimas sino tedio, las horas de plástico de coge el dinero y vete en la soledad de las mujeres, únicas habitantes de las esquinas ardientes y rotas por las luces sombrías del amanecer. Ante aquel grave problema el ángel del paraíso apeló a la ley de menores diciendo que como la madre estaba en el purgatorio, purgándose de tanto pecado carnal, ella tenía la custodia del canibalito mientras arreglaban los trámites legales. Así se hizo y lo enviaron al purgatorio. El canibalito iba más contento que unas pascuas porque al fin iba a conocer a su mamá. Pero al llegar se topó con que ya la habían ascendido al nivel más alto en espera de su pase al cielo. Eso lo desinfló por completo y se puso a llorar como un condenado asustando a los curas y a las monjas que fungían como empleados burócratas del lugar. De repente, un diablito que pasaba por allí rumbo al sótano, lo reconoció por la foto de su padre que estaba en lista de espera en el infierno y le dijo que allá abajo era más divertido que lo que le esperaba allá arriba. Gabriel era su demonio familiar más próximo, era la serpiente de su paraíso que la sedujo por bello y erótico, por fascinante y maldito. Era un falo bien educado que reclamó de ella algo más intenso, una excitabilidad perturbadora que despertó deseos adormecidos en su interior desde la infancia. Al escuchar el relato infantil recordó oscuramente los juegos con otras niñas en sótanos oscuros y jardines ocultos, pero también recordó cuando él la obligo a ver cómo hacía el amor con Eva, su peor enemiga, y en el instante de la plenitud agónica, su voz de evangelista genital predicaba la religión del erotismo como la suprema purificación de la mente y el espíritu. Desde ese instante el mundo líquido, endocrino y fortuito quedó fijado entre el odio y el deseo, entre el asco y la avidez que la embargaba. Se sintió rebajada y ofendida, pero excitada y, a pesar del asco un intenso orgasmo superó todos los escrúpulos. La alharaca que hacían las monjas, como cuervos espantados al ver a aquel diablillo horrible y pestilente en ese lugar casi celestial, fue rota por un batallón de ángeles que llegaron con la espada desenvainada a reclamar el alma del canibalito que era pura e inocente, pues nunca había comido carne humana, y de paso mandar de vuelta al infierno al intruso. En medio de aquel merengue el canibalito continúo con los trámites burocráticos y pidió asilo político en el purgatorio, pues a él no le gustaba eso de que lo consideraran un objeto o una mercancía para irse con el mejor postor; ni era tan bueno para ser un angelito, ni tan malo para ser un diablillo. Así que se quedó a trabajar para poder ascender por su propio esfuerzo y volver a estar con su mamá.” Sabina se estiró y sonrió al ver que su hijo dormía profundamente, se levantó despacio y se dirigió a donde Marisol fumaba. Sintió deseos de fumar mirando el punto del cigarrillo en los labios de Marisol, que era como un símbolo de paz voluptuosa. Tomó un cigarrillo de la cajetilla que descansaba sobre la lata de cerveza y aspiró con deleite el olor del tabaco. El cigarrillo quedó pendiendo como un acróbata entre sus labios y la lengua sedosa y delgada que asomaba juguetona entre los blancos dientes. -No vale la pena –dijo clavando las grises pupilas de opio sobre el rostro de Marisol- No te devanes el seso buscando culpables. Tampoco te culpes o creas que es el destino y esas cosas de novela; la fatalidad y la mala suerte. No. Lo que pasa es que la vida es una mierda y nunca falta alguien que quiera fregarte. Vas a salir de esta gata, te lo leo en la mirada, pero no seas loca y piensa bien lo que haces. La vida no se vive dos veces. Una bruma violeta hizo vagos bucles de humo entre el cabello rubio de Marisol cuando su cuerpo hizo girar el aire al sentarse para mirar mejor a la hábil bailarina. -Gracias, Madame Satán. -Deja eso para la pista, chica, la que te ayuda y te da las gracias es Sabina Montemayor y nadie más. Así que ya lo sabes, para cualquier cosa, aquí está la diabla mayor. Entre la bruma dorada del atardecer, que aún tenía coágulos azules en el borde del horizonte, Sabina se movió por el cuarto como la figura de un sueño que poco a poco fue adquiriendo consistencia y claridad cuando abrió los ojos después de dormir toda la tarde. Una tristeza lóbrega, acongojada y espesa se extendía como una oleada calurosa sobre el cuarto. La indolencia, sonriente y siniestra en su calma uniformada de gris, recorría las habitaciones encontrando la modorra viscosa y turbia de las mujeres que se desperezaban sobre las camas. La calma obesa de la tarde provocaba en ellas una sensación de agonía que las iba cubriendo con una capa gruesa de hastío. Las luces neón se fueron encendiendo lentamente, iluminando la flor inmunda de los prostíbulos que abrían sus puertas en sexuales palpitaciones para expeler el olor pegajoso de las feromonas que seducían como una droga. En ese momento empezaron a salir las mujeres de las habitaciones alargando la pereza en una vana espera, con la esperanza inconsistente de ahorrar dinero para establecer un negocio propio, mantener a la familia y a los hijos, salir de pobres y estrenarse como nuevas ricas. Parecía no haber en ellas rebelión ni angustia, más bien una extraña indiferencia, parecida a la resignación ante la vida que la pobreza, el maltrato y el hambre las habían obligado a elegir. Llegaba la noche y con ella las trabajadoras viciosas, las Ninfas ojerosas, las noctámbulas depresivas, las anémicas desganadas que sonreían feroces, indiferentes ante la muerte que las acosaba en cada epilepsia lúbrica. Desfilaban iniciando la liturgia erótica envuelta en humo y tufo de licor, llena de recuerdos, sonidos y movimientos que se mezclaban en la espesa atmósfera de la noche. -¡Violeta! ¡Levántate ya hombre no ves que ya es tarde! –gritó Sabina acomodándose la media y pensando que esa noche iba a ser amarga hasta la indecencia. Ahora ya no podía bailar y desnudarse en la pista, no con tremenda cicatriz en la barriga, tenía que adaptarse a la rutina: baile, fiche y drogas. Necesitaba evadirse, impermeabilizar el alma para soportar el hartazgo de piel ajena que la dejaba asqueada de la vida. -¡Carajo contigo! ¡Apúrate que tienes que llevar a la gata con el nigua de Vladimir y regresar para cuidar a Rex! ¡Que el mandado era para ayer, chico! El Violeta se incorporó rezongando y luego se dedicó a peinar desordenadamente la rizada cabellera. De pronto se detuvo en el empeño de alisar los bucles al ver el desgarbado aspecto de Marisol. -¡Chica, con esa facha estás que das lástima! ¡Coño, Sabina, si la llevo con ese costal me va a putear el Marañón! -dijo con un extraño puchero mientras se golpeaba los muslos con los puños cerrados y daba grititos histéricos. – -¡Cállate, chico, pareces vieja! en la cama hay ropa...Y a todo esto, ¿cómo es que te llamas? Porque tienes un nombre, ¿o no? -Un silencio interminable, como un hoyo negro en el espacio, se abrió entre ambas hasta que Sabina volvió a preguntar- Chica, ¿qué cómo te llamas? -Marisol-dijo extendiendo la mano abierta- Marisol Brüner Quintana. -Pues mucho gusto, Marisol, toma. Es lo único que puedo darte, ojalá te sirva. Cuídate, quizá algún día volvamos a vernos.- Un cálido abrazo selló la despedida. Luego salió transformada, convertida en una Ninfa huraña en busca de faunos velludos de ojos libidinosos. Al entrar al bar tuvo la impresión que saltaba de un abismo a otro, que salía del fuego para caer en las brasas. El bar era sucio y atosigante como un baño de estación de buses. Un paraíso de pechos desnudos y lámparas que se consumían en roja lujuria. Cuando estuvo frente a Vladimir le pareció de todo menos un hombre. Era un duende lúbrico, un demonio menor rondando por las habitaciones, pálido, malicioso y con olor a azufre. Un Mefistófeles capitalista que aspiraba a convertirse en el centro del universo apoderándose de lo imprescindible para la vida de otros y luego utilizarlo para imponer su voluntad y esclavizarlos. El rostro orgulloso y absorto en el conteo de un fajo de billetes se volvió hacia ella y la traspasó el inquisitivo disparo azulenco de su mirada. Se acercó unos centímetros al rostro de la prisionera y, como un rayo furtivo en la calma, una bofetada sonó rabiosa y sonora en la mejilla de Marisol. Una dentellada de instinto y odio le mordió el corazón y se lanzó furiosa contra su agresor, sin embargo, dos enormes manos de ébano la detuvieron suavemente, como si atrapasen una pluma en el aire. Un mulato gigantesco, convertido en la sombra del ruso, la cargó como a una niña y la sentó en una silla, conminándola a guardar silencio colocándole uno de sus dedos como un lingote de hierro sobre los labios. El Violeta, que permanecía infinitamente mudo, se rió con una risa tonta y sus dientes blancos aparecieron como una centella en medio de la noche de su rostro. El Marañón se le quedó mirando duramente y lo obligó a callar. Era un tipo silencioso, fuerte, alto, guapo a pesar de la cicatriz que le cosía la quijada carnicera. -Así que la fiera aún no reconoce al amo. –Dijo pasando las férvidas pupilas sobre el cuerpo de Marisol- Tú me debes cien mil dólares, en muebles, cristalería y gastos de funeraria, entre otras minucias provocadas por tu ataque de heroísmo. Yo soy un hombre razonable y, ante todo, práctico. Si te mataba, ¿qué obtenía? Nada. Sólo gastos innecesarios y problemas con la policía. Si aportaba pruebas y declaraba ante un jurado que tú eras la única y verdadera culpable del asesinato del prominente cirujano Hans Stein ibas a la cárcel como la reina de la tragedia y yo quedaba con números rojos en mi libro. Eso para mi negocio no es conveniente. Así que decidí que trabajarás para mí hasta que la deuda esté saldada. ¿Te parece justo? Lo escuchaba hablar con una entonación de pérfida ambigüedad que adivinaba en el ponzoñoso aliento de fosa séptica que expelían sus palabras. -¿Y qué hay del pago por la mercancía que traía? –Se atrevió a decir- Ese dinero debería cubrir los gastos y lo que me hiciste. ¡Maldito cabrón! Vladimir paseó la mirada maldita por el pecho de Marisol y la malicia brilló siniestra en sus pupilas. Sonrió desganadamente, como si una hilacha blanca se desgarrara de entre sus labios finos. -Querida, la mercancía eres tú. La droga fue sólo un pretexto para cambiar tu fisonomía. Tienes agallas. Más de una ha recibido su merecido por hablarme en ese tono. Lentamente, como un mago que saca de la chistera el infalible conejo, Vladimir extrajo una caja de madera con tapa de cristal en donde pendían crucificados diminutos pezones momificados como mariposas de carne estáticas para siempre en su último vuelo. Al ver la morbosa exhibición un sudor frío y viscoso cubrió su rostro como la huella de una serpiente resbalándole por la piel. -Éste es especialmente hermoso –dijo acariciándolo levemente con la punta del dedo- Es como un bombón con una gota de veneno. Te imaginarás lo perverso y sádico que resulta quitar ese minúsculo órgano de placer cuando una mujer llega al clímax. Es como un orgasmo en frío. Nada alivia tanto la inminencia de los males que nos amenazan como la contemplación del sufrimiento sangrante, teatral y sutilmente cruel de una víctima inocente. Uno siempre se siente bien al compararse con el desgraciado que sufre. Se imaginó al hombre como un duende cojo preconizando que el mal era uno de los rostros inevitables del bien. Era el rey pecador y repugnante de una Sodoma epiléptica, el dictador ejemplar de la esclavocracia sexual, el último guerrillero de la lujuria metropolitana. Una macabra embriaguez inundaba las pupilas azules del hombre que fantaseaba con los castigos más negros del infierno. -¿Te parezco nauseabundo? ¿Abyecto quizá? Es probable que sea ambas cosas. Pero, sobre todo, soy poderoso, pues tengo la sartén por el mango ¿No es así como dicen? Bien, -dijo colocando un sobre encima del escritorio- Estos son los documentos, legales, que necesitas para dejar el país. Trabaja, obedece y paga. Esos son los requisitos para obtenerlos. Un leve gesto con la mano y el Marañón la levantó como un juguete para llevarla por un estrecho pasillo que desembocaba en una puerta. La abrió y luego la empujó al interior al tiempo que le lanzaba un trapo: Toma, vístete. Al vestirse descubrió que la túnica blanca y casi transparente dejaba al descubierto el pecho cercenado. Las sandalias ajustadas con cintillas hasta las rodillas entornaban las hermosas pantorrillas y el cabello sujeto con una cinta dorada complementaban el cuadro que la caracterizaba como una Amazona. Al verla salir, el Violeta lanzó un chillido de asombro, en tanto el Marañón se apartaba presuroso e inimaginablemente ruborizado, al sentirse descubierto en la fogosa despedida que le ofrecía a su amante. Las reglas son sencillas, atiendes a los clientes de las mesas y les sirves lo que te pidan. Si quieres te ocupas con el cliente que te agrade, pero de lo que ganes nos toca el veinte por ciento. Se te multa con cincuenta dólares al llamar por teléfono o recibir llamadas en horas de trabajo, con setenta dólares si estás rondando cerca de la puerta y con cien dólares si no trabajas, sea por que se murió tu familia completa en el terremoto del siglo o porque te dio gripe. Tú tienes privilegios porque eres Amazona, así que no los desperdicies. Las demás deben seguir la rutina de baile, fiche y droga. ¿O. K? Anda, ven que te voy a presentar con la jefa del Amazonas. Al entrar al caldeado ambiente del bar sintió caer sobre los hombros el peso de una atmósfera sofocante y abrumadora de dientes brillando en sonrisas lascivas y miradas turbias rozándole la piel. Grandes y pesadas manos revoloteaban alrededor de sus hombros, cintura y seno palpitante. El sonido pesado y oscuro de la música hacía surgir sombras entorchadas, unidas por movimientos oscilantes y trémulos al influjo de la luz alucinante que alumbraba la orgía de cantos rotos y carcajadas soeces.

VIRGEN DE MEDIANOCHE

El Marañón, como un capataz hosco y montaraz, dirigía el sórdido rebaño que cobijaba a toda clase de mujeres: sáficas, andróginas, lésbicas, delincuentes, ninfómanas. Todas tortuosas, desgarradas, intoxicadas, explosivas, hidrófobas y arácnidas tejiendo la telaraña del sexo para atrapar el alimento de cada día. Todas ganaban quinientos dólares al día y parecían estar satisfechas en su confinamiento obligatorio. Reían y bromeaban, sin embargo, ninguna conseguía ahorrar un centavo pues todo el efectivo lo dilapidaban al pagarle a su dueño, en muchos casos el novio o el marido, y también al patrón que les robaba abiertamente. Se dejaban golpear, y humillar por ambos y luego los castigaban con caricias abyectas. La mayoría debía sumas exorbitantes y estaban atadas a la barra show por años, además, ¿quién entendía las cuentas del ruso aquel? Las enredaba con faltas inexistentes y multas por cualquier tontería, las embaucaba con ropa, zapatos, perfumes y joyas que agregaba a la cuenta que crecía y crecía como la torre de Babel. Una mujer, envejecida y desolada, se le acercó. Tenía unos senos enormes, indecentes, monstruosos, que resaltaban aún más con una faja al estilo de los pretorianos romanos. Dio varias vueltas a su alrededor y luego ordenó con voz fúnebre Atiende las mesas cerca del bar, Merci te dirá cómo hacerlo. Observó con indiferencia cuando el rollizo Basilisco llamó a alguien que se movió por el lugar como una sombra humillada y huraña. De entre las sombras apareció una chica muy alta y muy flaca, de manos finas y largas. Tenía una forma escuálida, insustancial, aérea, como un hada de cristal recitando una elegía para muñecas de porcelana. Era un ser casi intangible, leve como un pañuelo y sensual como una rosa. ¿Qué hacía en un lugar así una aparición como esa? Era una perla pisoteada por cerdos, un manjar servido a faunos viciosos. O quizá era sólo un espejismo, tal vez los rasgos de su fisonomía eran nada más el producto de la vida escandalosa y perversa que terminó succionada por las orgías que seguramente vivía cada noche. Sin embargo, algo en la mujer de ojos grandes, como de niña que no sabe nada de la vida, la inquietaba. No obstante, la primera impresión de ingenuidad y dulzura que le provocó fue borrada por la voz dura e impersonal que le ordenaba ser más eficiente. Toda la noche pareció una prolongación indefinida de lo absurdo, una sucesión inmóvil de minutos que giraban alrededor de un mismo punto de risas y lágrimas, de música extenuada, que parecía a punto de extinguirse y morir, pero que resurgía de pronto chillona y estridente. A través de las paredes de espejos multicolores se vio a sí misma revolotear como una mosca entre las mesas, sirviendo las copas a los clientes y sonriendo como una autómata al preguntar con tono dulce ¿Was wollen sie doch? al turista alemán de rostro cetrino y enjuto, increíblemente repulsivo, que era el derrochador designado en esa noche de juerga. Soportó estoicamente la inconfundible mirada lasciva del hombre y los arrebatos lujuriosos de los borrachos que lo acompañaban. En aquel escándalo de histriones, repleto de risotadas y de un frenesí bullicioso y zumbante, el aire era denso, turbio y casi sólido. La lujuria corría al compás de la música que, con su crudo y alegre salvajismo, transpiraba por la piel de los hombres y mujeres en una extraña sensualidad, en un vértigo embriagador de risas, colores y ojos inflamados por el exceso de alcohol. Marisol siguió sirviendo copas, limpiando mesas, contando monedas y tomando órdenes rodeada de rostros, mejillas, brazos, pechos y voces desconocidas. Por los cristales empezó a colarse una luz plomiza que anunciaba una mañana lluviosa. Las lámparas de luz chillona y maligna languidecían moribundas trazando difusos reflejos sobre los rostros monótonos y fríos, siempre hostiles e impenetrables que se resistían a volver a la realidad. De pronto la música cesó, fulminada por el D. J. que, de un manotazo asesinó el disco de vinil que unos minutos antes desgarraba rimas crudas e irreverentes lanzándolas al público como si fuera un escupitajo en pleno rostro. La puerta se abrió y entró a torrentes el aire gélido y una indefinida neblina cenicienta. Los cuerpos enardecidos por el calor del alcohol y el baile se crisparon ante el frío y, como espectros obedientes, huyeron a sus tumbas de concreto y cristal. Marisol también se sintió como un cadáver que sueña en la morgue, buscando calor sobre la fría losa de la sala de necropsias. Se vio acompañada por la Reina del Sur y la Beba del Gallito en una fiesta de almohadas con las niñas de la línea, enclenques y de rostro sifilítico, bailando como edecanes a las puertas del infierno, con micro falda y playerita hooters empapada en súper coca, en un ambiente lleno de ratas, condones y cerveza. Muñecas de plástico con el gesto desesperado ensayando orgasmos con una lujuria premeditada. A donde quiera que mirara todo apestaba a corrupción y abyecta sumisión. Todo era viejo, marchito y agotado en las habitaciones llenas de cuadros y figuras de santos con la imagen de Cristo crucificado presidiendo, invariablemente, la cabecera de la cama. La perfecta ironía de los cuadros hipócritas, dulzones y mentirosos de la Virgen María mirando con ternura infinita a su hijo muerto entre los brazos. El Redentor con una sonrisa agridulce repartiendo su cuerpo y sangre a una parvada de cuervos. Jesús levantando la primera piedra ante la Magdalena postrada ante sus pies, lavándolos con lágrimas y secándolos a besos. El grupo de doncellas libidinosas disputándose la cabeza de Juan el Bautista. San Simón escuchando las plegarias de las mujeres que se arrodillaban arrepentidas, rezando el rosario y dando gracias a Dios por haber nacido, pero en la noche maldiciendo la vida que llevaban y juraban por Lucifer vengarse de quien las castigaba así. Quizá esa era la razón por la que mantenían al amante o al marido, pues cada amanecer era nauseabundo, lleno de pupilas donde habitaba el vacío, el caos y el invierno. Por eso era necesario buscar una migaja de calor bajo las sábanas y un sorbo de afecto en un beso no comprado. Todo la hacía sentir dolorosamente desgarrada, perdida en un mundo terrible y sin sentido, presa en una sucesión caótica de hechos irracionales que parecían ser un ensayo siniestro y grotesco de su vida desperdiciada en el placer sexual. Muerta de cansancio estuvo sentada mucho tiempo en un banquillo alto, cerca de la barra, escuchando el latir de su corazón y un vago temor rondándole el pensamiento al darse cuenta que su vida estaba reducida a sobrevivir en aquel hoyo sucio, soportando las palabras venenosas del ruso y tratando de olvidar los rostros idiotas y acartonados de las mujeres que veían el amanecer como un cadáver abandonado entre las sillas y las botellas vacías. Sintió que de nuevo se condensaba en su interior el maligno sentimiento de desesperanza que la condujo a buscar sexo casual con una desconocida como Elena, la mujer carnada, la putilla de quirófano que la ligó con un par de glúteos impresionantes y un suave ondular de pestañas. Lo reconocía, a pesar de sus cualidades de intelectual, las profundas meditaciones filosóficas, la maestría en psiquiatría y la labor social de la clínica comunitaria, en el fondo era asquerosamente superficial. Era una niña buena, original y excéntrica por ser lesbiana, alegre, que se concedía importancia a sí misma sólo porque se atrevía a desafiar a hurtadillas la moral que defendía a capa y espada cuando le convenía. Continuaba y alentaba el juego de la doble moral, actriz de su teatro de apariencias e hipocresía había caído en la irreversible decadencia de los hipócritas y burgueses que viven cómodos en su feliz ignorancia. Con la espalda recostada en la pared bebió las sobras de vino. No hagas eso –dijo una sombra a unos metros de la barra- Si bebes el último sorbo de la copa querrás ser esclava de quien bebió en ella. Al voltear pudo ver la figura lánguida y etérea de la muchacha pálida que vestía la túnica como una exhalación fantasmal. El esculpido rostro de marfil era bello, de los ojos serenos emanaba una tristeza fría donde se congelaba un sufrimiento extraño. Los ojos de niña triste, bellos y oscuros, le recordaron la primera vez que vio a Laura. La mirada que la cautivó y la tuvo presa por años. Ahora que la encontró, después de quince años de ausencia, lo único que se le ocurrió fue recriminarle cosas pasadas que en realidad le eran ya indiferentes. La voz que la sedujo en el bar de la zona viva hoy era sólo un gemido, una voz que venía desde la sombra más dura y extraña. El amor que un día sintió por ella ahora le resultaba horriblemente cómico y absurdo, estúpido y vano, pues Laura sólo respiraba odio y asco por la vida. Sin duda la familiaridad con lo grotesco la fue convirtiendo en un monstruo extraño e imprevisible, en un ser caótico que oscilaba en una mar de formas, gradaciones y estados donde cohabitaban lo divino y lo demoníaco. Sumida en sus pensamientos no se dio cuenta que Merci la miraba con asco desde sus ojos negros donde cierta somnolencia sombría le apagaba las pupilas. -¿Acaso eres tú la que mató al maldito cirujano? Ante la insolente interrogación hizo un mohín de cólera pero no se alteró y sólo admitió con la cabeza. Observó de reojo a la mujer y notó que un mechón castaño le caía sobre la frente del lado donde un ramito de nardo aromatizaba sus cabellos. -¿Y qué haces aquí? ¿Por qué no rajaste también al batracio de Vladimir? El aire sereno en la cara y la indiferencia de las palabras helaron su corazón al darse cuenta que la mujer hablaba en serio. -No soy una asesina. –Dijo secamente y haciendo caso omiso de la advertencia tomó de un solo trago otra sobra de licor- -Claro que no –dijo con sorna mientras recogía las copas de las mesas- Aquí puedes llamarlo de mil formas. Aquellas que duermen allá no son putas, sino hetáreas, cortesanas o empresarias del sexo. Esto no es un prostíbulo sino un salón social de lujo. Y nosotras no somos guerreras mitológicas más bien esclavas mutiladas. ¡Juglares deformes en la ciudad de la sífilis! -Como quieras. –dijo y volvió a beber. Lo había dicho con verdadero desaliento, sin agitarse por el sangriento sarcasmo que como un vómito lanzaba la mujer. No tenía intención de alterar la mañana mediocre y calmada que se le presentaba como un oasis en medio de aquel desierto de neón con su brillo de circo ordinario e insoportable. Estaba harta de sufrir días de constante agonía, de sentir el maligno dolor infiltrarse en su cuerpo o el temor de la angustia clavársele como agujas en los globos de los ojos. No era que agradeciera su infortunio pero podía soportar la insípida resaca de una noche repugnante sin refugiarse en la amarga impotencia de una mujer frustrada, que quizá había sufrido más que ella, pero que en ese momento le resultaba intolerablemente odiosa. Era probable que dentro de esa máscara de dureza y frialdad ardiera un dolor real, un odio verdadero, una rabia encadenada por esa vida estéril y superficial. Todo era posible en esa ciudad cloaca donde se cometían las mayores idioteces y las más insignificantes grandezas. Desde mutilar estatuas hasta encarcelar en un rascacielos a Holden Caulfield porque tenía ideas más que incestuosas acerca de su hermana. De pronto se dio cuenta que había olvidado a Merci, que enfurecida por su indiferencia, iba a increparle crudamente tal actitud. Sin embargo, al notar la presencia de una sombra acercándose a la barra su voz demasiado fuerte se convirtió en un murmullo al ver al hombre con extraña gravedad. El aire de mendigo, el cráneo puntiagudo, la barba erizada y las manos débiles y viciosas hacían suponer a cualquiera que era un drogadicto en rehabilitación, un bibliotecario desempleado o un filósofo converso. Para el caso era lo mismo pues era un perfecto desconocido. Con el rabillo del ojo pudo ver que el hombre sacaba un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y en forma mecánica lo extendía a las manos de Merci. Era de suponer que jamás lo aceptaría –dijo mordiéndose el labio inferior al darse cuenta que había cometido un error al incluir la palabra jamás en aquella frase. Vaciló un momento tratando de buscar la palabra adecuada pero no la encontró y permaneció callado con los ojos humedecidos perdidos en alguna esperanza rota. -Ni siquiera se inmutó cuando le dije que las regalías cubrían el saldo. – dijo sonriendo con amargura mientras arrebataba la copa de las manos de Marisol y bebía con furia aplastando el vidrio contra los dientes. -Pero, ¿le dijiste que lo van a publicar? Él aceptó el adelanto que te dieron por los derechos de autor. -Quiere el dinero en efectivo, completo, ¿lo entiendes? El corazón dulcemente siniestro de la Amazona se encogió como un puño y una carcajada escandalosa y salvaje salió de su garganta como un proyectil para estrellarse justo en el rostro del singular desconocido. -¿Ves para lo que sirven tus malditos versos? –Dijo lanzando con furia la carta y el azafate lleno de vasos mientras corría hacia el baño. -Hey, a ver si un soneto paga los vasos rotos, corazón. –Gritó el cantinero con una sonrisita pedante gozando de la desgracia del poeta- -¿Te han dicho que eres un desgraciado Henry Scott? -Veinte veces al día y una docena por la noche, pero nadie de la forma tan original como lo preguntas tú Salinger. -Vete al infierno. -Todavía no me dan las vacaciones pero supongo que el infierno es mejor que ésta pústula mal oliente. Yo me largo de aquí en unos días, y tú deberías hacer lo mismo John David, aprovecha ahora que tu musa te abandonó. No tienes ninguna obligación con ella. -La tengo Henry. Hace dos semanas me dijo que tenemos una hija. Supongo que eso me obliga en algo. –Hizo un esfuerzo por sonreír pero de los labios sólo brotó una mueca parecida a una hilacha amarillenta mordida por los dientes agudos.- -No sé si felicitarte o darte el pésame. ¡Sólo tú eres capaz de cometer semejante pendejada! Tener hijos con esa mujer que parece congelador y que te ha dejado en la calle al exigirte que pagues su cuenta. -Pero Henry, pensé que podías ayudarme dándome el apartamento por unos meses, ya sabes para ahorrar lo de la renta. -¡Ni lo sueñes! Yo tengo facturas que pagar, enviar dinero a mi madre y a la tuya cabrón. ¡Pobre tía Edna! La pobre está convencida que tú eres un activista ecológico del Green Peace que anda salvando ballenas encalladas en las islas de Asia. Si supiera que no eres más que un borracho con ínfulas de poeta. ¡Maldito idiota! -¡Cállate! –Dijo frunciendo el ceño- Dame un poco de crédito. Logré publicar el libro. ¡Ya es algo! ¿O no? -Aquí en la realidad que vivimos eso no es nada. ¿You understand? Lo cierto es que en este mundo la única frase que es poesía para mis oídos es IN GOD WE TRUST impresa en billetes verdes de cien dólares. ¿OK? Cuando tus libros repitan esa frase entonces tendrás el apartamento. -Henry, ayúdame, por favor. Al lado de ella sé que tendré una nueva vida. Mírame, estoy sobrio y controlado. Te prometo que dejaré de beber. Mira, si quieres es tuyo el contrato de la editorial, esa es mi garantía. -Deberías avergonzarte al decir eso. Esa mujer te va a condenar al infierno. Sabes muy bien que entre ustedes no puede haber nada, ¿lo entiendes? ¡No debe haber nada! Lo siento primo, el apartamento ya está rentado. Lo único que queda es la azotea del bar, pero el jefe quiere tener allí a la nueva. ¿Me entiendes? Es una boquita muy apetecida para dejarla sola. El hombre de gruesos ojos achinados y aire de perro de presa miró con lascivia a Marisol que chupaba ávidamente un cigarrillo como era habitual en ella cuando se concentraba. Apenas se dio por aludida cuando el grasiento rostro del cantinero se contrajo en una mueca que pretendía ser un gesto de coquetería. Sintió asco al imaginarse que los dos tipos tenían un estrecho vínculo con Merci, sobre todo la piltrafa suplicante que hablaba de iniciar una nueva vida. Nadie en su sano juicio daría un centavo por esa promesa. Sin duda estaba de goma, en una de sus peores gomas donde tenía sueños de reivindicación. Como un náufrago etílico que entre más se hunde, se pudre y se hace mierda, más cree que puede flotar apoyado en la tabla de la sobriedad. -La mayor dulzura siempre va unida a alguna amargura, ¿no es verdad? Eso lo había dicho John David mientras miraba fascinado a la niña- bailarina que ensayaba una danza con deliciosa languidez, los párpados entre abiertos y la boca sensual e incitante. Retorcía y balanceaba la cadera con la cadencia de una ola que hacía retemblar sus pequeños senos mientras sus brazos llamaban suplicantes a alguien que deseaba. Aquella sensual persecución se volvió más intensa pues la niña se revolvió por todos lados lanzando suspiros de voluptuosidad en bruscos e innumerables movimientos que despertaron el interés del poeta. Al verla así se imaginó a sí mismo como un perro torturado y quejumbroso que persigue un hueso que sabe que jamás podrá roer. Marisol bebió en silencio. Sabía que el número de la odalisca era una trampa. Encendió un cigarrillo y mientras expelía el humo murmuró una sentencia. -Ahora pedirá la cabeza del profeta en el azafate que usa para servir. –Dijo mirando a los terribles ojos de Merci que estaba al final de la barra- Herodías ofreciendo a su hija Salomé. -No, ella no es tan perversa. –Replicó John David abatido, con los hombros hundidos y cierto aire de ansiedad y fastidio en la mirada- Soy yo el inútil. Ella ha sufrido tanto por mi culpa que muchas veces ha estado a punto de matarse. Y sin embargo, aún sabiendo todo lo que soy, siempre está a mi lado. La quiero y la necesito y si ella me lo pidiera lo haría. Le daría en un plato la cabeza de ese maldito. -No me extrañaría. Vivimos en la era de la premeditación y del crimen perfecto. -Camus. –Acotó John David y después de unos segundos dijo- Supongo que pensará que soy un hombrecillo patético o un infeliz fracasado. -¿Lo es? -No lo sé. John David escupió con asco las palabras, como si le causara repugnancia su ambivalencia. Sabía que desde que había empezado a odiarse frecuentaba el bar. Desde entonces sentía esa lasitud y abandono. Educado como niño rico acostumbraba frecuentar sitios decadentes como El Amazonas. Malgastó la modesta fortuna de su difunto padre en borracheras, recitales y mecenazgos a poetas mediocres. Pronto conoció la mala fortuna y la soledad. Al principio se dedicó a hacer daño a cuanto desgraciado conociera, caminaba por callejas oscuras, rompía vitrinas y armaba grandes trifulcas. Fue en ese tiempo cuando peleó con el Marañón. Una de tantas madrugadas cuando no tenía con qué pagar la cuenta del bar. El Marañón era diez veces más grande y más fuerte, pero no era más que un pendejo con sangre de horchata que peleaba por costumbre y no por odio. En cambio él tenía todo el odio del mundo apretado entre las tripas y no le fue difícil dejarle un buen recuerdo en la mejilla al gran pretendiente. Cada vez que miraba la cicatriz recordaba el motivo: ella, vendida por un par de botellas. Ella, que desde ese momento se convirtió en una sombra furiosa que lo persiguió día y noche, sintiendo sus ojos como mordidas sobre la piel. Para no perderla rentó un cuartucho frente al bar. La miraba todos los días asomarse por la ventana del cuarto de la azotea, a veces salía bajo la lluvia o entre el frío. La miraba a guiños cuando se encendía el anuncio del bar. Era entonces cuando más le dolía su cobardía. Comprendía que ya no podría tener a nadie más, que ya no podría salvarse, pues con la perdición de ella también se había perdido un pedazo suyo y jamás volvería a estar completo. Intentó por todos los medios huir de ella, escapar hacia cualquier parte, pero siempre escuchaba sus pasos y la sentía como una pesada sombra sobre la espalda. Siempre mirándolo, anhelante, conocedora de su pecado, esperando su condena o salvación. -Ella te quiere, le dijo el Marañón, esa madrugada. No entiendo por qué tú la rechazas. -Pregúntaselo a ella. Pero nunca se atrevió a hacerlo. Él sabía que lo quería, y era verdad que en un tiempo él la quiso con todos los poros de la piel. Pero se aborreció a sí mismo cuando supo la verdad. El azar, el destino, quien sabe qué maldita jugada de la vida los había separado de niños, de la casa familiar y, al verse, no se reconocieron. La piel los unió en una vorágine de sexo y amor, pero fue la sangre que los separó definitivamente. Ella nunca comprendió el por qué del abandono, el por qué del dolor de no poder amar a otro hombre. Él lo comprendió demasiado tarde, cuando vagaba en el limbo intentando arrancarse los ojos con la pluma fuente, renegando de la Esfinge y de la maldita encrucijada de amar a su media hermana. Marisol volvió a recostarse sobre la pared mientras arrancaba del cenicero una colilla y la encendía con dificultad. En la penumbra esforzó la vista y no pudo encontrar a Merci, pero si al Marañón que la miraba con aire de carcelero. No fue preciso esperar demasiado, pues como un grano de mostaza la montaña de músculos se movió con la fe que le daba la fuerza bruta que poseía y la tomó del brazo. -¿What are you doing here, bitch? -¡Suelta idiota! -¿What? ¿Tú te crees que esto es un club? Todas tienen que subir a las siete en punto, reportarse con la jefa y luego ir a dormir. ¿Entiendes? ¡Vamos cebona! Marisol se incorporó con las mandíbulas muy apretadas pensando que sería una estupidez oponerse. Empezó a caminar lentamente pero, antes de subir el primer peldaño, se detuvo para decirle a John David. -A propósito, espero que sean muy felices. Al entrar al cuartucho de la azotea dedujo que no era la única inquilina. La bailarina exótica y Merci dormían en un catre, y en el otro sólo una frazada miserable se enroscaba entre el mugroso colchón. Las endebles paredes cubiertas de papel tapiz barato, en donde colgaban hilachas amarillentas que temblaban con las corrientes de aire que se filtraban por el techo de lámina. El cielo falso de duroport lucía decorado con enormes cráteres ocasionados por el agua, y la única ventana, gris de polvo y escarchada por telas de araña, era el marco para un cristo crucificado que hacía malabares para no caer sobre la llama de la veladora o en la jarrilla llena de café viejo. Sobre la mesa se descomponían dos rodajas de pan sándwich y un huevo pasado por agua hervía de moscas y supuraba una excrescencia pardusca. Una pequeña hornilla eléctrica calentaba el ambiente oreando con su calor gelatinoso las medias mojadas que languidecían sobre el biombo fluorescente que perforaba la oscuridad como una metralla de neón verde. De pronto Merci se incorporó semidormida buscó algo bajo la cama y luego corrió tras el biombo. El ruido de agua corrida le dio una clara idea de lo que hacía. Al rato salió buscándola con la mirada y le dijo secamente Ni se te ocurra salir, hay un guardia en la puerta. No hubo respuesta así que se encogió de hombros y se arrebujó en el lecho caliente, voluptuosa y perezosa como una gata friolenta. Antes de volver a dormir le dijo con aire distraído. Puedes calentar el café, es de ayer, pero todavía sabe bien. Y como iba haciéndose costumbre en ella ignoró por completo la advertencia de la Amazona. Al abrir la puerta vio al hombre que salía detrás del depósito lleno de agua. Cenizo y rígido, como el flotante espectro de un ahogado, pero con la mirada torva y desconfiada apuntando su mini ametralladora de fabricación israelí. Estaba negra la cosa, color de hormiga y más peliaguda que una tarántula. Ni la Gatubela con sus nueve vidas se libra de ésta. ¡Shit! ¡SHIT! Todo esto es una piece of shit. Pero algo tengo que hacer, ni modo que quedarme de esclava sexual en esta mugre de prostíbulo. Tomando aire, como para correr la maratón de Boston, salió al estilo caminata veloz apretando las nalgas al estilo Donald Duck. A punto de bajar las escaleras escuchó a sus espaldas una fría carcajada que le erizó los vellos de los brazos. -¿Tienes sed corazón? –Preguntó el simio con pose de Goodfather abultando más los carrillos mofletudos que empedraban su rostro monolítico- Yo te puedo dar agua si quieres. -¡Carajo! ¿Hasta para cagar tengo que pedir permiso? -¡Vaya con la cagona! Apúrate, te doy cinco minutos. Al bajar las escaleras se dio cuenta que el Poeta todavía estaba encalabrinado en la barra, un poco más ebrio y totalmente amargado, dando prolijas explicaciones a El Violeta que lo escuchaba con el aspecto taciturno de un caballo que duerme. Quieto y chato, chupando un cigarrillo, pensando como alisarse el pelo y luchando con una lima metálica para desencajarse los padrastros que se le encajaban en las uñas. -¡Es un mal nacido! –Gritó desesperado con un brillo inusual en los ojos que ahora resplandecían como estrellas furiosas- Me quiere como su amante de cabecera ¿lo sabías? Por eso no aceptó el dinero para liberar a Merci. Pero se equivoca conmigo, primero lo mato antes que dejarme humillar de esa manera. -Querido, ya no hables debilidades. Bien sabes que no tienes los EGSS para darle su merecido al Vladimir. Todas las veces es la misma cantaleta. Acéptalo corazón a ti en el fondo te gusta jugar al arranca cebollas. -¡¡GO THE HELL, BITCH!! -Mejor te persignas la boca, yo sólo te doy consejos sanos. Olvídate de la Merci y aprovéchate de él. Con ese dinero publicas tus libros y quien quita te vuelvas famoso y millonario. -Ahora eres tú quien habla debilidades. Sabes bien que el dinero y el poder siempre le pertenecen a los mediocres. A los hombres como yo no les pertenece más que la muerte. El Violeta se persignó al ver la siniestra mirada de John David al pronunciar las palabras con la entonación de un profeta ateo. Sin entender lo que había dicho encogió los hombros y buscó la puerta del tocador de damas para acomodarse la falda de tubo que amenazaba con subirse más allá de los muslos. Al entrar un diminuto espejo le dio la bienvenida. Se alisó las cejas con el dedo meñique y luego comenzó la imitación de Celia Cruz que ensayaba a diario para debutar en el nuevo show de Drag Queen que le había dicho su dulcito de Marañón que iban a estrenar en el Amazonas. , Quimbara, quimba, quimbambá...Ay no hay que llorar que y las penas se van cantando. Oh, Oh. Todo aquel que piense que la vida es así...tiene que saber que no es verdad, que las penas se van cantando, todo pasa. Vaya con el poeta cebollón, ya quisiera yo encontrarme con un marido así, que me de todo. Me da risa su angustia de macho ultrajado. Piensa en su heterosexualidad violada en su pena violenta y en la afrenta. ¡Hay que lindo ya me salió en rima! Si ya decía yo que ni Carpentier me llega a los talones... -¡Ya quieres callarte! –Salió gritando Marisol de uno de los baños- -¡Ay, santa Virgen del Cobre! ¡Chica, pero tú estás loca, casi me da el sincope! -No grites. No quiero que sepan que ando por acá abajo. Tengo que salir de aquí Violeta. Tienes que darme esa lima de uñas. No le dio tiempo de responder, se la arrebató de las manos y salió a toda prisa. En el pasillo se topó con John David que, agitado como un cóctel, vomitó sobre ella todo el alcohol que lo llenaba. En el confuso incidente ella aprovechó para esconder la lima en el bolsillo de la chaqueta del poeta y luego le susurró algo al oído. John David hundió la mano en el bolsillo y sintió el vigente borde frío en la punta de los dedos y, como si el metal fuese un pedazo de extraña voluntad, se incorporó y empezó a caminar seguro de su destino y circunstancia. Marisol no llegó a articular palabra pues el guardia la sacó a empellones junto a El Violeta que se sumó al embrollo y vociferaba como verdulera. -¡Coño, chico, tú sí que eres un puerco! Deja a la gente trabajadora en paz. ¡Saca a este borracho que ya me desgració la falda! Al notar que llevaba las de perder El Violeta se puso verde botella y resbaló convulso, epiléptico, cianótico, contorsionándose y echando espumarajos cual Linda Blair en El Exorcista. Los gemidos y estertores aumentaron de volumen e intensidad, lo cual confundió al guardia que, lavándose las manos como Pilatos, corrió a la oficina del jefe. Al ver que se alejaba, El Violeta se incorporó por obra y gracia de Harry Potter y se lanzó furioso contra Marisol. -¡Pero tú te crees que yo me chupo el dedo chica! ¡Devuélveme esa lima que yo no quiero problemas! Estaba en pleno cacheo entre las piernas de Marisol cuando de los cuartos sonó una voz de ultratumba. -¿Qué putas quieres aquí, Violeta? –Salió gritando la Pretoriana, como la llamaban a la jefa de meseras, acomodándose la tanga y espulgándose el ojo con el dedo anular para quitarse una legaña- ¡No ves que estamos durmiendo, cabrona! -¡Si paseando estoy aquí, chula! Agradezcan que una se preocupe y viene a hacerles su limpia. ¿No ves que hoy es viernes? Y ya sabes que el viernes ni te encierres ni te empiernes. – Dijo mientras se dirigía a la barra y sacaba del bolso una solución de siete montes, agua florida, siete machos, tres cabezas de ajo y veintiún limones partidos en cruz. -¡Ya venís con esas tus cochinadas! Sólo para hacerle el pisto a esa vieja cebona sos buena. -Además de lavar los cuartos y chilquear a tus pupilas, te voy a dar una lavada en esa bocota pestilente y perversa. –Sentenció el Violeta tronando los dedos de una mano y con la otra halando a Marisol- Y tú, boquita borracha, ayúdame a preparar el agua santa. Al subir de nuevo a la azotea se sintió vieja y cansada, invadida por una tristeza amarga y punzante, tan lúgubre y helada como esa mañana de invierno en Nueva York. Lentamente caminó tras la masa de músculos rozando el depósito gris que con su helado contacto la hizo inventariar algunos acontecimientos; el cuartucho desvencijado, Merci orinando en la bacinilla, la mañana fría llena de carteles de cigarrillos, cervezas Light y condones de alta sensibilidad, el guardia exiliado del planeta de los simios...Ese era el vacío en su cerebro, ¿dónde estaba el guardia? ¡Qué le importaba a ella ese sicario neoyorquino, antítesis de Woody Allen, o la suerte del poeta-asesino, que ella intentó convertir en todo un Jack Torrance, poseído por sus deseos siniestros! Aquel niño viejo no era capaz ni de matar a una mosca. Si quería salir de ese infierno tenía que hacerlo por sí misma y rifarse el pellejo en la lotería de la muerte. Absorta en sus meditaciones no se dio cuenta que el Violeta bloqueaba la entrada y chocó con la muralla negra. No pudo preguntarle qué pasaba, pues los ojos desencajados de asombro, la cara inflamada de Merci y el cuerpo iluminado tétricamente por la veladora que, inexplicablemente, rodaba por el piso con la llama encendida, le explicaban todo. Todo parecía tan natural que no la sorprendió el rictus de dolor en la cara del cadáver. ¿Acaso un dolor en una cara grotesca y ridícula no emociona más profundamente que en otra cualquiera? Era probable. Pero en ese momento y en esa circunstancia no sentía nada. Pudo ver que al filo de los labios un hilo de sangre se torcía por la barbilla hasta descender a la garganta adornada con un oxidado tenedor. Posó la mirada sobre Merci que le dijo entre dientes: Quiso violar a Marión. Fue todo lo que dijo mientras guardaba un alerta frígido protegiendo el cuerpo convulso y tiritante de la niña puta que chillaba acurrucada en una esquina de la cama. Ante la serena impasibilidad de los demás fue ella quien empezó a envolver el cadáver con las sábanas hasta dejarlo como un taco mexicano. Se dio cuenta que la ametralladora brillaba por su ausencia pues ésta temblaba entre las regordetas manos del Violeta. -¡Sólo falta que te orine un perro chica! ¡Dios mío de los cielos, de esta no nos salva ni la Súper Mana! ¿Tú estás chiflada? ¿Cómo que violar a una puta? ¡¡Si para eso la trajiste aquí y no para rezar el credo con las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento!! -¡Un momento! ¿De qué puta hablas tú? La niña que ves allí está completita, ¿me entiendes? ¡Y si éste mal nacido o cualquier otro hijo de puta quieren hacerle daño será después que me haya matado! -¡¡Estás loca, chica!! ¡Qué te importa a ti lo que le hagan a esa, ni que fuera tu hija! Si la quieres para ti llévatela al convento o mándala a tu pueblo, pero aquí no se puede guardar ni la vergüenza, chica. ¿No ves que te van a desollar como a una puerca si se enteran que le diste agua a éste? -¡Me vale madre! Al fin y al cabo se la tengo sentenciada a Vladimir. En ese espacio de ardiente iniquidad, donde los vicios desdentados pacían como lobos disfrazados de ovejas, aquella mujer creía en la pureza de una bailarina exótica. ¡Que cursi! Es DE-PRI-MEN-TE pensar que en la vida no hay sencillez ni inocencia, pues todo lo creado es ya culpable, sucio, complejo y no se puede nadar contra corriente, hacia la inocencia. En la escena del macabro asesinato Marisol diserta sobre el mecanismo de descarga, consciente de la demanda que le pueda interponer algún sicoanalista vienés si lee tal monólogo interior. No sólo el amor y el odio, sino también las enfermedades, la vida y la muerte pueden ser descargados de un hombre a otro. Es un hecho conocido que los hombres coléricos necesitan romper algún objeto frágil. Los embarga el odio y quieren matar, pues todo odio es mortal. De la misma manera obró la débil mujer, descargó su odio sobre un súfrelo todo porque no podía hacerlo contra el hombre que odia en realidad. Pero basta, el lapsus producido como consecuencia del brutal estupor ante lo irracional la desubica por un instante. A otra cosa mariposa. Una fuerza indomable empezó a desperezarse en su pecho cuando le dio un golpe entre las piernas al Violeta y le arrebató el arma de las manos. Un segundo después estaba oculta bajo las gradas, agazapada en las sombras sentía sobre las sienes las pulsaciones del miedo. Estaba allí a diez pasos de la libertad o a diez segundos de seguir el ciclo de muerte que le tocaba finalizar. En la penumbra la hora sonó siniestra y lenta como en el reloj de un colegio. Una hora consumada en pasillos desiertos. ¿Por qué había tanto silencio? Vacilante y estremecida iba a huir pero de pronto un escalofrío la paralizó cuando el filo de luz que acuchillaba la puerta se desangró al abrirse ésta completamente. Sujetó la pistola con fuerza, con angustia y desesperación, con toda su miseria asumida, con todo el rencor concentrado en la yema de los dedos dispuesta a matar para salir de ese agujero infernal. La figura viscosa y lamentable de Laura se sostuvo vacilante en el umbral de la puerta, la mortecina luz le sembraba destellos rojos en las manos, formando una cabellera de sangre líquida en la punta de los dedos. El cabello rojizo despeinado adornado con una ráfaga de sangre coagulada en la sien derecha, la cara blanca e inexpresiva y los ojos cafés, hondos y abismales como dos pozos vacíos. Al verla caer como un títere al que le han cortado las cuerdas se acercó lentamente y lo que encontró al otro lado de la puerta fue un cuadro atroz y repugnante. El cuerpo semidesnudo de Vladimir con la lima de metal enterrada en el cuello, roto como una estatua viciosa. En una esquina, como una sombra, pudo ver a John David con el rostro descompuesto reflejado en el espejo roto, dividido en hilillos de azogue como una telaraña de vidrios rotos que aún estaban adheridos al marco. La sombra de Laura de deslizó lentamente hasta quedar desmadejada en el piso, la mirada extraviada y el rostro inexpresivo. Un hilo de sangre se descosió de la ceja y rodó hasta la herida abierta en la comisura del labio superior. Los dedos de Vladimir presionándole el tobillo parecían grilletes que la sujetaban al piso. Con un mohín, mezcla de desprecio y cansancio, se liberó de las huesudas manos. Al incorporarse se enfrentó con el reflejo de su rostro: el aspecto desgarbado, la ropa hecha jirones, el cabello colgando en asimétricos mechones y profundos vacíos cortados salvajemente. Pensó que antes no necesitaba mirarse todos los días al espejo para peinarse el cabello hacia atrás y sujetarlo en una cola, sin maquillaje ni lápiz labial. Así complacía a Vladimir, pues le decía que sólo las putas se maquillaban como payasos de circo. Ese recuerdo la hizo lanzar una violenta carcajada que la obligó a descubrir que le faltaban dos dientes. El negro vacío entre sus labios la obligó a callar, a concentrarse en la imagen de la otra que surgía de su interior. De pronto, la idea de huir cobró fuerza, todavía estaba a tiempo de salvarse, de olvidarlo todo si aceptaba que el cuerpo que yacía inerte en el piso era el de su enemigo y no el de su amante. Un frío asesino le subió por la piel mortecina. Un frío terrible que le destrozaba los huesos y le hacía palpitar endemoniadamente las sienes. A cada recuerdo que azotaba su cerebro volvía a escuchar las palabras escondidas detrás de la mueca rota del espejo. Inmóvil y ajena a las órdenes urgentes del simio que le gritaba que colocara las manos sobre la cabeza, indiferente al llanto que borró su risa demencial cuando presionó la tijera sobre el abdomen y el dolor le engusanó los dedos de calambres empujándola a acabar con aquella incertidumbre. Esa madrugada la obligó a encerrarse en el baño, después de hartarse de golpear y patear su cuerpo. Por primera vez reconoció que era sólo un objeto más en esa relación, algo que respira, camina y puede aplastarse con el zapato sin ningún remordimiento. Al descubrirlo junto a aquel hombre vicioso, sintió el golpe del odio que la obligó a empuñar el objeto que brillaba en la mano del poeta. La repulsión, el asco y finalmente el alivio al ver como se borraba la despreciable mueca de superioridad en el rostro de su amante fue todo lo que sintió al verlo caer de bruces en la alfombra, arrastrarse como un reptil por la habitación, vomitando insultos, desgarrando la tela de la cortina al incorporarse y crispar las manos como un endemoniado espantando los fantasmas que miraba revolotear a su alrededor como una bandada de pájaros enloquecidos. No le importó que buscara desesperado la pistola que descansaba en el escritorio y disparara el salivazo de plomo que, para su maldita suerte, impactó el cráneo de poeta. No podía escuchar nada más que el eco de un gemido doloroso buscando escapar del campo de batalla, minado de objetos rotos, sangre, ropa desgarrada y el monótono zumbido del ventilador que acolchaba el silencio en una intimidad quejumbrosa. Los ojos sembrados de penumbras recorrieron con perezosa angustia la habitación y se detuvieron en la sombra verde que enmarcaba la puerta. No pudo entender lo que decía y tampoco entendió el miedo que reptaba húmedo y frío por su espalda. Algo más allá de su entendimiento y dolor la obligó finalmente a hundir el metal sobre su abdomen. Permaneció con la mirada vacía, inerme, estrellada en el suelo, agujereada por el espanto y con el delirio arrinconado en la boca. En ese momento todo pareció precipitarse blandamente al vacío, deslizarse silencioso hacia la sombra. Las manos que sujetaban la tijera, se abrieron por fin como las alas de un pájaro herido. Rodeada de cadáveres, Marisol esperó que el Marañón finalizara la matanza, lo vio apuntarle, cerró los ojos y contuvo la respiración. Un paquete se estrelló en su pecho y luego silencio. Abrió los ojos y no había nadie. Miró el pasaporte y un fajo de billetes a sus pies, los tomó presurosa, se encogió de hombros y salió en silencio. Afuera la calle estaba húmeda y fría, como un cadáver podrido y viscoso del que todos huían presurosamente.

EN LA LÍNEA

Esa mañana el cielo era de un color enconadamente azul, las calles dilatadas por el calor y sucias de polvo y basura, llenas de espectros motorizados, vendedores de miseria y matronas diligentes. En la estrecha calle dos rieles de acero oxidado y durmientes de madera apolillada dividían la hilera de cuartuchos fabricados de adobe y machimbre. Yo sólo quiero ponerte a ti en cuatro, en cuatro...en cuatro balcones... cantaba una voz indefinible desde el fondo del cuartucho, lleno de un aliento pesado y del ácido olor a podredumbre, una mujer medio desnuda empuñaba el fuete ostentando el antifaz de encaje negro. La tanga transparentaba el vello tupido que se enredó entre las ingles cuando la mujer se encuclilló para pasar frotando el fuete por la entrepierna. A escasos centímetros una mano subía y bajaba con ávido movimiento para de pronto detenerse en un espasmo violento. Como en la mejor tienda de Victoria’ s Secret la mujer satisfizo la fantasía fetichista del muchacho y luego se ocupó en detallar la cuenta. -Quitarme la falda y usar disfraz, 10 quetzales; pose especial, 10 quetzales; tiempo extra y baile, 10 quetzales; tarifa básica, 20 quetzales. Así que por todo son 50 quetzales corazón. El muchacho se incorporó y se dirigió con paso cansado a la mesa para tomar el rollo de papel, con la mirada buscó la cubeta con agua y luego tomó una palanganada. Se enjuagó con parsimonia y mientras lo hacía miraba a la mujer que se enfundaba en un vestido rojo de licra. -¿Hace cuánto estás aquí? No te había visto. -Si quieres saber eso también te va a costar. -No. Pero quería saber tu nombre. -Esto no es el registro civil. ¡Apúrate que tengo clientela! -¡Uy, ni que fueras una de los Ángeles de Charlie! Además el servicio está muy caro. -¡Andá a la mierda vos patojo cara de culo! ¡Por todo lo que te hice más te debería cobrar! Sólo porque fuiste el primero para echar la bendición. ¡Dame el pisto y te vas a joder a otra parte! -Si joder quisiera pero con una mujer de verdad, ¡no con usted vieja choca! Dijo lanzándole el billete en la cara- -Ahora que está la mierda fuera, chís mirarla, ¿verdad? La puerta entornada se abrió por completo ante la salida intempestiva del muchacho. Como un hálito de ultratumba entró la hedentina de la creolina, la ruda y el perejil que alfombraba la banqueta. Una vieja flaca y tuerta se acercó diligente al ver que la mujer salía a pararse en el quicio de la puerta. -¿Va a querer que le lave las sábanas? -Hoy no doña Mina. El negocio anda mal. Sólo me ocupé una vez, pero con eso me basta para darle a mi patoja para que pague la refacción del colegio. -Dichosa usted que tiene quien la quiera. -¿Y usted? Yo vi que su hija vino a dejarle unas cositas. -Esa no es mi hija. Yo sólo tuve un hijo. Se graduó de médico. -Y siendo su hijo un profesional, ¿qué hace usted zampada en esta mugre? -Comiendo mierda, como todas las de aquí, que creen que el dinero y la juventud les va a durar para siempre. –Profetizó lagrimeando como perro con moquillo- La vieja le ofreció como despedida una risa desdentada y mugrienta mientras con el dedo índice apretaba una fosa nasal y expulsaba con fuerza los mocos. Se limpió los dedos en la falda y luego continuó el recorrido por los cuartos ofreciendo preservativos y papel toilette, mientras tarareaba una canción. La mujer no pudo evitar sentir un escalofrío al verse reflejada en aquel espejo de la vida. Sin embargo, se estiró el vestido, alisó con las manos los pliegues que arrugaban la tela y buscó la mejor pose de su repertorio, que dejaba al descubierto las frondosas nalgas, para atraer a los clientes que pululaban alrededor como palomillas sobre un foco. La vecina salió a desperezarse un poco y practicar el espíritu comunicativo al iniciar el chisme. -En cojera de perro y en lágrimas de mujer no hay que creer. –Sentenció filosófica- Esas son puras lágrimas de cocodrilo. ¡Vieja hipócrita! -Cómo se nota que no es santa de tu devoción la vieja Belarmina. -Esa vieja es una dos caras. Anda llorando lo desgraciada que es al vivir aquí, pero Dios sabe por qué tiene a los sapos bajo las piedras. Como si no supiera lo que hizo. -¿Y qué fue lo que hizo pues? -¡Casi nada! Vendió a la nuera a un par de narcos que la usaron como mula. El hijo andaba en esos trances y luego muy arrepentido se declaró maricón y ferviente adorador del miembro perpetuo. Anda por allí en un bar de la zona viva, como acompañante de lujo de viejos más maricones que él, creo que le dicen la gripe, ya sabes, porque todos la han tenido al menos una vez al año. -¿Y la nuera? ¿Qué le pasó? -¡Sepa Judas! Seguro le dieron agua esos malditos o la tienen puteando en algún bar. Bueno, ¡a platicar al parque chula! Hay que darle o no comemos. Oye, y a todo esto, ¿cómo te llamas? -Todos me conocen como Chiqui, pero para las cuatas me llamo Clara.

EN ESTA PERRA VIDA

Todo el mundo traiciona alguna vez en la vida. Un ideal, un sentimiento, un pensamiento reverdecen o mueren con una traición. Como en la vida misma, siempre hay un nacimiento o una muerte cuando se descubre una traición. Lo más sano cuando un hombre te traiciona es que lo olvides o lo mates. Fui afortunada porque lo único que tuve que hacer fue tratar de afinar la puntería para que la bala diera en el blanco. Todo lo demás fue puro montaje teatral. El ruso como un buen histrión debutante armó el numerito de gangster ofendido para impresionar a la víctima y que no sospechara que ya tenía el tamal bien envuelto. Total, había ganado el doble en dinero y droga al hacerse el estúpido y dejar descuidada una escopeta al alcance de la única persona que mataría para escapar de ese hoyo inmundo. No hizo falta esconderse y armar todo un complot para asesinarlo. Eran pocos los clientes del bar pero armaron un alboroto descomunal cuando escucharon el primer disparo. En ese torbellino de luces y sombras fue fácil parapetarse tras el mostrador y apenas rozar el gatillo de la pistola automática para que la ráfaga de plomo derritiera el odiado rostro y acabara de una vez por todas con este círculo de violencia. Como bien dice la gente, en río revuelto ganancia de pescadores, después de la balacera el ruso tomó como garantía a Marisol, los dólares y la droga. Yo salí de allí como corcho de botella, total, ya había saldado la deuda, lo demás era lo de menos. Elena buscó la salida más cercana y huyó del calor infernal que como un vapor atómico flotaba en el aire del bar. El instinto de supervivencia le indicaba que lo más sabio era huir del lugar y luego pensar en las consecuencias. Era verdad que ella tenía un alto porcentaje de culpa en la suerte que corría Marisol, pues su trabajo había consistido en ser la carnada más apetitosa para que mordieran el anzuelo toda clase de peces. Ella no fue la excepción y no tuvo que esforzarse demasiado al perseguirla y seducirla con sus artes de hechicera. Más allá de la apariencia de mujer dura y escéptica que Marisol gritaba a los cuatro vientos, la sedujo su manera de besar tan urgente, su hermosa boca de loba, el dulce temblor en su voz al preguntarle cómo se llamaba y, sobre todo, el tierno desamparo de su rostro al verla huir sin explicaciones. La ternura que despertó en ella la desconcertó y tuvo miedo de sentir algo parecido al amor. Se había acostumbrado tanto al trato violento con la calle y con los delincuentes que nada ni nadie era capaz de vulnerar el caparazón de indiferencia y dureza con el que se cubría. Jamás se interesó en las víctimas que cazaba y nunca supo sus nombres pues para ella eran sólo seres sin rostro, títeres de una farsa que odiaba con todo el corazón. Sin embargo, con ella todo fue distinto desde el principio, a pesar de ser una enemiga natural simplemente por ser la mujer del hombre que odiaba casi desde siempre, lo poco que la conoció le mostró que no era más que una mujer con una necesidad de ternura y amor casi imposible de satisfacer. La conmovió hasta las entrañas su dulce mirada de niña corrompida, por eso se había contenido de golpearla como lo hacía usualmente con las presas que cazaba. Era probable que tal continencia obedeciera a un extraño deseo, más poderoso que el de la simple posesión física, que se le reveló de un modo absurdo al verla tan vulnerable, acostada en la camilla, recién operada y llamando a gritos a un fantasma llamado Clara. Obviamente no era amor lo que sentía, pero si una simpatía difícil de explicar que, en una situación como la que se encontraba, era inútil y estúpida si quería salvar el pellejo. Bajo el peso de los crímenes cometidos se sentía desconcertada por los insospechados escrúpulos que la asaltaron a mansalva, sentía una como voluntad ajena que la contagió de una dignidad y un turbio sentimiento de culpabilidad que fue creciendo poco a poco a medida que se alejaba del bar. Ella nunca fue lo que se dice una buena mujer, entonces, ¿por qué demonios surgía en su interior ese heroísmo mojigato que la obligaba a volver a la boca del lobo? ¿A cuenta de qué y para qué intercedió por ella cuando el ruso quiso matarla? ¿Por qué ingenuo interés quería ayudar a una extraña? Un profundo estremecimiento la sacudió por completo al darse cuenta que la tan pretendida indiferencia que sentía hacia ella en el fondo era interés por satisfacer una morbosa necesidad de sufrimiento. Volvió al bar y buscó la mesa más apartada y el lugar más oscuro para poder controlar a las personas que entraban y salían del lugar. El ministro fue generoso al no matarme cuando se enteró de lo que hice para retener el amor de Hans. Fui la única sobreviviente pues cada uno de los implicados en la traición lo suicidaron de maneras extrañas y extravagantes. El primero de la lista fue un revolucionario de poca monta dedicado al tráfico de drogas y de mujeres. El siguiente fue su compinche, un luchador amateur, que dio la última batalla contra el simio, por supuesto perdió. El dúo dinámico se encargaría de llevar el envase y el producto a manos de Hans después que yo terminara de anestesiarla. Sin embargo, nadie siguió el plan, todos tenían un plan B que les aseguraba deshacerse de sus enemigos y conseguir ganancias sin arriesgar demasiado el físico. El tercero fue Gabriel, su muerte fue titular de primera plana. Hubo todo un despliegue de notas y artículos para justificar los suicidios y descifrar las líneas de investigación que darían con el paradero de la desaparecida esposa del occiso. El escándalo duró todo lo que tenía que durar, una o dos semanas cuando mucho, pues el ministro se encargó de silenciar a dos o tres periodistas que aseguraban que el travesti de la foto era un chivo expiatorio de un intrincado lío entre narcotraficantes. Afirmaban además que el escándalo del supuesto asesinato del médico Gabriel Garrido, era sólo una cortina de humo para ayudarlo a escapar y librarlo del juicio que enfrentaría si se comprobaba su excelente estado de salud mental. Hubo atentados en contra de dos directores de diarios independientes que insistieron en investigar la vida y milagros del ministro al que señalaban como cabeza de una organización de trata de mujeres que desaparecían en la frontera. Se le acusaba además de haber asesinado a su socio, para quedar como único y absoluto rey del narcotráfico en el país. El ministro se tomó demasiado en serio ese adjetivo e inició una guerra intestina para cortar nexos con narcos indeseables que intentaban destronarlo en el territorio americano. Uno de los más importantes era Vladimir Kostka al que no fue fácil liquidar. Los traficantes como el ruso se creen indestructibles e intocables, y si los matan igual se convierten en héroes de los narco corridos de moda, anti héroes en el libro de una amante resentida, o en el galán de algún film de Tarantino o Rodríguez de esos que comercializa Hollywood. Creen que la muerte les llega sólo a los débiles o a los que nacieron para ser víctimas, pero jamás a ellos. El ruso nunca imaginó que desde el momento que aceptó el trato con el Ministro tenía la muerte asegurada. Yo que el ruso hubiera redoblado la seguridad y no confiarle todas las armas a un killer sentimental como el Marañón, que dobló las manos como un corderito cuando el Violeta le hizo una caída de pestañas. Yo que el ruso hubiera desconfiado cuando el Marañón insistió en quedarse escondido tras las cortinas, mientras fornicaba con mi amante, con el pretexto de protegerme de eventuales atentados. Y seguramente no hubiera permitido que dejara la puerta sin llave y por supuesto jamás subestimaría el poder de los celos de una ex amante. En su soberbia de criminal no hizo nada cuando el Marañón le puso el cañón de la pistola en la sien y lo obligó a guardar silencio. Pensó que era una broma, que se trataba de una nueva parafilia del poeta o de un vouyerismo salvaje del Marañón, ¡qué se yo! El caso es que al ver que todo iba en serio quiso dárselas de héroe y se puso a patalear como caballo y a hacer aspavientos como gallina clueca. Como estaba ocupado en hacerse el idiota nunca supo de donde le vino la muerte, sólo al ver el fantasma de Laura que sonreía al verlo como pavo trinchado del pescuezo, se dio cuenta de lo que sucedía. Lo demás fue una orgía de sangre que me da náusea al sólo recordarla. El ministro nunca fue muy diplomático para negociar el poder con otros jefes de los carteles de oriente, por eso murió en el mejor estilo Western al ser emboscado por un grupo rival. Lo dejaron hecho picadillo, casi para recogerlo con una espátula. Gozó de fama y fortuna como un respetado empresario, pero también fue odiado por la mayoría de mafiosos y traficantes. Pretendía que todos actuaran de acuerdo con su moral y valores, y eso, en este mundo es casi imposible pues cada quien, según sus actos, elige los valores y principios que lo orienten en esta perra vida. Al hacer el recuento de todos los desmadres que ocasionó un simple flujo hormonal confirmo que uno de mis propósitos fue seguir con vida para poder vengarme a tiempo. El traje de víctima me estaba quedando muy estrecho y por eso decidí hacer lo que hice. Sé que mi vida no está llena más que de torpezas cometidas en momentos decisivos, pero esto no lo voy a estropear por mucho que me lo proponga. La muerte infame de Hans no fue nada más que la coronación de una vida infame. Merecía morir así, sin embargo Gabriel no merece ese beneficio, ese momento de salvación que significa el morir dignamente. Al morir alcanzaría una paz que está muy lejos de merecer, se liberaría de la condena que le significaría vivir la vida encerrada, sufriendo en las mismas circunstancias a las que él redujo a cientos de mujeres. Negarle la muerte será mi venganza, me aseguraré de que su vida sea el mismo infierno que yo viví al lado de Hans, que desee morir a cada segundo, que presienta su final, que tenga la certeza de que la muerte está ahí, a la vuelta de la esquina, pero que jamás terminará de llegarle, mientras yo esté viva.. Había pedido una botella de vodka de la más barata y se dispuso a beber, en ese momento el vaso fosforescente se oscureció cuando una mano morena se lo llevó a la boca de labios pulposos. Levantó la vista y distinguió entre las sombras los olanes, encajes y fustanes del traje de rumbera que vestía el Violeta. -¿Ahora eres el número principal de este antro? –Preguntó apartando el vaso manchado de labial rojo que había colocado sobre la mesa- -Claro, yo nací para ser estrella. –Aseveró mientras se acomodaba la corona de diamantes falsos que se deslizaba sobre la peluca rubia- ¿Qué haces aquí? -Ya sabes por qué estoy aquí, no te hagas la tonta. -Oye, yo no quiero escándalos en este lugar, apenas si estamos comenzando y no quiero echarle sal al negocio. Ya te dije que no está por aquí. Elena suspiró cansada, tomó la mano del Violeta y la haló con fuerza hasta que lo obligó a sentarse frente a ella. No lo había golpeado, pero fruncía la boca en un puchero de dolor y fastidio. -¿Quién es? –Preguntó ejerciendo fuerza sobre la muñeca- -La pelirroja siniestra que está en el VIP. -¿Cómo lo sabes? -Una tiene sus fuentes de información –dijo soltándose con un mohín de desprecio- -Déjate de misterios Violeta o te juro que vas a necesitar un médico especializado en cirugía plástica. -Ya te dije que una noche después que salimos huyendo del Amazonas, ¿no te lo conté?, la que pagó los platos rotos fue Merci. Se la llevó la policía con todo e hija. Allí hubo gente que no tenía por qué morirse, pero fue su pura mala suerte estar en el lugar y en el momento equivocados, o como diría el poeta, que en la gloria de Dios esté, era el trágico destino que tenían que cumplir. No había terminado de santiguarse cuando una tenaza le apresó el pulgar derecho ejerciendo una fuerza creciente que amenazaba con cercenarle el dedo. -Al grano Violeta, ¿qué está haciendo en una pocilga como esta? -¡No seas bruta, chica! ¿Mira cómo me dejaste el dedo? ¡Si parece sacacorchos! ¡Yo no sé qué hace aquí, pero de que es el desgraciado de Gabriel Garrido, es él! ¡Te lo juro por mi madrecita santa! Además, tú más que nadie conoce lo puerco que es, seguro que busca marido. -¡Violeta! ¿Quieres concentrarte? No quiero que nadie se de cuenta de mi presencia. ¿Qué más sabes? -¿Qué más quieres que te diga? El simio nos siguió la pista por un tiempo y se hizo amigo del Marañón, en una de sus muchas borracheras se puso de boca floja y soltó toda la sopa. De su propia boca supe que Gabriel se sometió a la operación que financió el Ministro. Se hizo un extreme make over; rostro nuevo, liposucción, implante de mamas, depilación láser, todo. ¡Quedó como modelo! Como estaba seguro que nadie lo reconocería andaba en juergas y bacanales con niños y hasta con viejos, derrochando el dinero del Ministro a manos llenas, pero según me enteré se le acabó la minita de oro cuando el Ministro entregó el equipo. Estaba en la lipidia y como no sabe hacer otra cosa más que prostituirse pues aquí la tienes. -¿Y qué pasó con el simio? -Nada, ¿qué iba a pasar? Se largó al otro lado del río sin decirle a nadie. Dicen que trabaja de cambista, supongo que ahora que le cambió la suerte al morir el Ministro no vuelve más por acá. En ese momento empezó a sonar una salsa y del fondo del pasillo salió una mulata, meneándose a toda prisa como poseída por el ritmo ardiente de la música. Elena metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de cuero y sonrió al ver el miedo reflejado en las pupilas del Violeta. Al ver esa sonrisa refulgir como la hoja de un cuchillo, el Violeta la imaginó como la villana de una película gringa, donde la malvada siempre era latina, morena y de pelo azabache, muy a lo Katy Jurado. -Aquí tienes –dijo mientras colocaba un fajo de billetes sobre la mesa- -Yo no te pedí nada. -Pero yo te lo estoy dando. Haz tu trabajo. Se levantó y esperó a que el Violeta hiciera lo mismo, luego se escondió en la mezquina luz que iluminaba el pasillo que daba a la puerta trasera y desde allí observó las facciones que eran esculpidas por el humo azul que expelían los labios de la presa más bella que había dejado escapar. La segunda línea de coca se esfumó al ser aspirada ávidamente por una nariz achatada. Como un brócoli hervido se distendían las aletas de las fosas nasales buscando absorber hasta el último residuo que se prendía en la piel. Luego del número de la bailarina de salsa, una rockola vieja y desgastada, omnipresente con su rumor electrónico, empezó a licuar el sonido de un rap que desgarraba una rima sangrienta de Eminem y se deslizaba por el aire con la suavidad de una navaja cortando el ritmo en versos irreverentes. El Marañón afiló con un Gillette la otra línea y se la pasó a Marisol que la rechazó con un mohín de fastidio. Fumaba parsimoniosa observando con detenimiento a la recién llegada que parecía ser la novedad del bar. El vaso fosforescente brillaba como luciérnaga en la oscuridad y se elevaba intermitentemente hacia la boca de voluptuosos labios rosa. Las bellas y largas piernas ajustadas en unas medias negras, vestido platinado con atrevido escote que apenas contenía los dos grandes cilindros en V, cabello lacio hasta los hombros, furiosamente rojo, fulgurante como una llama en la semipenumbra del bar and discoteque. El Violeta se acercó y dijo algo al oído de Marisol que sólo murmuró un lo sé entre dientes. Buscó con la mirada el pasillo pero sólo la luz que parpadeaba nerviosamente fue lo único que logró distinguir. El Marañón se acercó lentamente a la mesa de la extraña de pelo largo que coqueteaba con un viejo. Con pose de John Wayne en plena conquista deslizó una copa llena de tequila y murmuró desganadamente; Trabaja, obedece y paga. En la tiniebla gris sonó casi macabra la risa de la mujer que, para controlarse, sacó la cigarrera y buscó nerviosamente un cigarrillo. Accionó el encendedor imitación oro y la llama fugitiva iluminó por unos segundos los ojos ámbar, opacos como hogueras mortecinas, que estaban humedecidos por las lágrimas. Al buscar el kleenex entre la bolsa y luego elevar la mirada estaba frente a ella Marisol, más rubia y menos inocente, sonriendo con la ironía y omnisciencia de un titiritero cruel. -Gabriel –dijo- Eres toda una mujer, como dice la canción, y me has hecho tan infeliz. ¿Acaso no merecía de ti otra cosa más que una puñalada por la espalda? ¡Carajo! Suena tan cursi y trillada esa pregunta entre una pareja de ex, que es patético formularla y responderla. ¿No lo crees? Por lo menos alguien salió ganando en este juego. Te ves como la puta mejor pagada del bar. -No es necesaria la violencia, además ya no hacen falta apodos inmorales – dijo bebiendo el tequila- podemos hablar como personas civilizadas. Tú no sabes cuánto he deseado expiar esta culpa. Colocarme en la silla eléctrica y que me frían o... -O morirte por una sobredosis de orgasmos, recluirte en la orden de las clitorianas descalzas y ayunar en los bares, rezarle una Ave María al pene, comulgar en posición horizontal y eyacular ponzoña sobre el recuerdo de tu pobre mujer asesinadita. -¡No! –Gritó histérico- No era mi intención hacerte tanto daño. Hans me dijo que todo sería un juego de niños, que no correrías peligro. Yo no sabía, te juro por mi madre... -¡Eres tan patético! –Rió burlonamente- Si al menos hubiese sido por que amabas a otro... -¡Lo amaba! ¿Entiendes? ¡Amaba a Hans con todas mis fuerzas! Por él habría sido capaz de matar. ¡A ti y a cualquiera que se interpusiera en el camino! –dijo sollozante- -Tan melodramático como siempre. Que bien finges tu dolor barato. Debí suponer que eras tú la mujerzuela que lo acompañó esa noche. Felicitaciones Casta Putona llena usted el perfil profesional que busca el gerente en funciones del bar “Termodonte”. -¿Qué quieres decir? –preguntó asustado- -Tiene usted poco cerebro, querida, pero si aún queda algo del eminente doctor Gabriel Garrido, médico siquiatra lo diré en pocas palabras: ¡tu trasero me pertenece! ¿Lo entiendes? Vamos, sé razonable, me debes una fortuna. Trabajas en mi bar, obedeces mis órdenes y pagas tus deudas. Ya te acostumbrarás a la rutina; baila la maldita música, bebe lo que te brindan los clientes y aspira cuánto quieras. Al fin y al cabo tú pagas querida. No dijo más, guiñó el ojo y el Marañón tomó por los hombros a Gabriel y lo alzó como una pluma. Un pasillo angosto entre cuatro paredes con pequeñas ventanas enrejadas albergaba a una docena de mujeres en corsé y tanga. Gabriel tiritaba en el ambiente gris de madrugada aspirando el humo agrio y denso del bar. Aplastado por el calor y la música atosigante, por el vértigo de las sombras y las luces multicolores que desgarraban los cuerpos de los hombres y mujeres que bailaban en la pista. Atormentado por la risa y la embriaguez de cientos de personas de ojos rojos e inflamados en el éxtasis del deseo y la lujuria. Los zanates madrugadores picoteaban el último racimo de sombras que se desgajaba de la habitación. La luz lenta y desvelada se deslizaba sobre la silla hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa. Siguió fumando sin alterarse al ver entrar a El Violeta que acomodaba los rizos dorados de la peluca rubia, lo invitó a sentarse y en tono de confesión murmuró: -Sabes, de cierta manera muy extraña tengo en mi interior una clase de ira que no puedo definir hacia quien va dirigida. Maté por venganza, sin embargo no creo en la violencia, en esa justicia catártica de una víctima sobre su agresor. La mejor venganza es provocar en la mente de tu enemigo el miedo y la incertidumbre sobre su destino. Si controlas esas válvulas puedes desencadenar a voluntad el acto irracional que la lleve al caos absoluto. Es entonces cuando tomas el control y ejerces el poder manipulando voluntades sin caer en la violencia. La vida de tu enemigo está en tus manos porque él mismo te la confía, porque sabe que sólo tú no tienes miedo. ¿Lo entiendes? -Ni jota. –Dijo el Violeta abriendo sus dos grandes ojos negros de muñeca- Búscate otro amor chica, goza lo que tienes y deja de pensar tanto, que la vida se vive, no se piensa. Mírame a mi chica, yo sigo pa’lante, escribo poesía aunque esté bien jodida: Aunque pueda llorar no quiero y a veces lloro por joder. -Supongo que es una de tus últimas creaciones. -Que va, es un plagio muy original, ¿No te parece? -Me parece que ya es hora de cerrar. Procura cerciorarte que el Marañón encierre a la nueva, no quiero sorpresas. –Dijo dándole una llave que extrajo del escritorio- -Como diría Blades, tú sabes, el Rubén, La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. A propósito de sorpresas, se me olvidó decirte que fue Elena... -Lo sé, y como diría Bogart, tú sabes, el Humprey, de todos los lugares sucios de este mundo ella llega al mío. -¿Por qué no la buscas? Si vas a vengarte de esa infeliz, hazlo ya. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Mira, si quieres yo te la busco. -No dramatices, Violeta. Yo no deseo vengarme, no de Elena. -¡Ay, no me digas que te enamoraste de esa! ¿Enamorada? No, el amor era una cosa engañosa, porque el deseo de amar nos vuelve vulnerables y nos ata al dolor y a la derrota. Sabía que en el mundo no había nada más aburrido e inhumano que el amor, pero también sabía, que ese mismo amor era bello y necesario para poder sobrevivir a esa clase de vida que llevaba, que era como una perra desagradecida y proscrita. Ella no amaba a Elena, pero al recordar su cara transformada respondiendo a sus caricias, su voz sensual y sus errantes ojos sintió un extraño estremecimiento. Porque al recordarla anhelaba sentir asco, pero no sentía asco más que por si misma, porque lo que en realidad sentía era el deseo intenso de besarla y lamerle la piel. Los sentimientos encontrados le desbordaban la razón, y la furia la sumergía en un vértigo nauseabundo que la alejaba de si misma. Estaba decidida a mantener la cabeza fría y también el corazón, así que no contestó la pregunta del Violeta que abrió la boca para decir otra tontería, o para decirle que no se afligiera sobre ese sentimiento que la atormentaba, porque las mujeres siempre se enamoraban de quien menos les convenía, pero se quedó callado al comprender que se refería a algo más complicado, a algo más inasible que se reflejaba en su mirada quieta y dura. Marisol sonrió tristemente y cerró con fuerza la gaveta del escritorio, dio una última mirada a la oficina, firmó varias facturas que el cantinero agitó frente a sus ojos, como si fuera un admirador en busca de un autógrafo, y luego salió de prisa buscando respirar un poco de aire fresco. Detuvo el paso y buscó a alguien con la mirada, la calle desierta le devolvió un golpe húmedo de niebla y penumbras. Suspiró y continúo caminando. La roca seguía rodando y ella bajaba con pasos pesados y seguros hacia el tormento infinito. Sin embargo, en ese momento se sentía superior a su destino, con más fuerzas para levantar la roca que había vuelto de nuevo a su vida. Todo estaba bien. Al fin y al cabo estaba acostumbrada a los trabajos forzados.