1ra edición hsdhfdskfhdskhfksdhfksdhfk ISBN jdhkldhkshdhdksa Foto de Tapa: Horacio Esber (La Habana 2007) Foto de Pág gfgf: Juan Gianelli Dibujos: Mauro Ricci

Impresión Digital: Jorge Burtz (2012) Impresión Papel: kshdksahdksahdkhdkl

1 A la Memoria de Oscar Nicolás “el Turco” Adre. A la Memoria de Héctor Lastra.

No creo en los Pueblos, creo en las Generaciones. José Saramago

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En “La Chernia, el Chucho y la Cholga” la Negra Claudia Durigón me apuró, Vos no podés callar esa historia; casi una obligación que la contés..., y no es por vos flaco, es por la historia que te lo digo. Flaco, me dijo. (Así, entre seductora, ácida y esquiva). Terminé el “Wok de la pesca del día con verduritas al vapor” y antes del siguiente trago de tinto le dije, Sí. Rosario es una ciudad caliente, caliente y hermosa.

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Supe Artemisa es un pueblito de Cuba al que nunca fui. Sé que en él habita una mujer afortunada. Es raro que siendo como soy, todavía no haya viajado hasta La Habana para traerla y recorrer el Malecón de su mano. Ella es Amparo López Enríquez, la miliciana de la que quiero decirles y a la que quisiera contarle lo que pasó después que se encontrara con él. Nunca conversé, pero de ella me hablaron. De ella y del Cuervo. El Cuervo, la única seña que Luis me dio, No hace falta que conozcas su nombre, todos en el errepé saben quién era..., y lo saben también los Montos y los de la Secretaria de Derechos Humanos de la Presidencia…, y si no preguntale a. Me largó crudito con eso, y sólo cuando terminé de escribir la recuperada historia entre el Cuervo y Amparo, me di cuenta que no hacía falta que me dijeran cómo se llamaba él.

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1 San Nicolás

1969. El Cuervo volvía desde Cuba como si fuera un turista más a bordo de Air France. Recordaba las palabras del padre Mugica: ¿Para qué nos sirve una universidad autónoma en un país donde los niños de Tartagal se mueren de hambre? Después reconstruyó en la memoria los días de “La noche de los bastones largos”. No era una alusión caprichosa, ni siquiera mostraba persistencia militante. No, porque él mismo referiría más tarde que hacia 1966, año en el que el onganiato iniciaba su periplo necio y abstruso, había elegido, aunque su vida debiera volverse clandestina, iniciarse a la lucha insurgente en su San Nicolás natal para no ser un espectador más de la historia. *

Recién comienza la nueva década (Será recordada invariablemente como “Los setenta”). Las veredas húmedas de San Nicolás de los Arroyos dejan escapar la inmoderada pretensión de sus calles. Hasta Buenos Aires parece al alcance de la mano. Hay un ambiente urgente. Despegar. Diferenciarse. Armar algo más que un puerto de provincias. La gente de San Nicolás puede encontrarse en la mirada; saben que no irán a

8 extrañarse. Porque los extraños son los otros. Los de Rosario, por ejemplo. Las cosas empiezan a rebasar la clásica pachorra moral. Pueblerina y eclesiástica. Tanto que mucho más adelante vendrán para contradecir la consagración mariana que el mismo Onganía pretenderá hacer, hincado frente a la Basílica de Luján. Es como si en las aguas del Paraná, o en los últimos camalotes, hubiera llegado una especie de hechizo que entrelaza a los nicoleños. Hay quienes piensan que este clima que comienza a insinuarse, casi con perdularia insistencia, anticipa los días por venir. Y que, además, como una suerte de maquinación furtiva se extiende en todo el territorio nacional. Sin embargo acá, en la ciudad, porfían que eso, únicamente aquí pasa.

Jeremías está empleado en una funeraria, hace de Lechuza, ofreciéndoles a los deudos la casa mortuoria para el merecido velatorio del recién muerto. Cobra, así, por tanto. A façón. El trabajo de la huesuda es el primero en usufructuarlo. Rápido vendrán los otros. Los que desde hace siglos, apostados detrás del púlpito, intermediando con la fe, continúan sacando esta especie de devengo canónigo ad eternum. El Cuervo frecuenta por segunda o tercera vez a Jeremías en el Hospital Zonal; trae la íntima esperanza de reclutarlo pero se encontrará con una sorpresa: Jeremías, tiene una obsesión. Dicen que por estas horas pone todo el esfuerzo en tratar de salvar la cooperadora de la escuela a la que asiste un sobrino suyo. Gracias a ella, los alumnos viajan hacia Santa Fe o Buenos Aires -con la excusa de estudiar el túnel subfluvial o visitar el Cabildo-; otras, ayuda a subvencionar los manuales y libros de los hijos de obreros desocupados o mal pagos. Pero también organiza las kermes. Y Jeremías, en esas fiestas de feriantes improvisados, casi siempre liga: alguna maestra, alguna madre aventurera.

9 Lo cierto es que la cooperadora escolar, dicen, será pronto intervenida por la directora; Jeremías intuye que, impulsada por los padres más conservadores y por el cura de la escuela, seguramente los viajes y la kermés terminarán sin que nadie pueda quejarse. Con un pie apoyado en el último escalón el Cuervo trata de convencerlo. El Lechuza interrumpe: -No sé. Retiene las palabras por un momento; baja la voz, Últimamente, vengo del hospital y en lo único que pienso es en cómo hacer para que la vieja amargada de la directora no pueda. El Cuervo ofrece un cigarrillo: -¿Entendés? -insiste Jeremías-, si la interviene es mejor que los pibes se olviden. Detenidos en el poyo de la casa no dejan que la charla se alargue. Por eso Jeremías se asegura: -¿Te importa si lo dejamos para otro momento?..., es decir la conferencia sobre Lenin me interesa, pero, vos entendés ¿no? Mueve la cabeza para decir, sí. Y aplasta el pucho con la punta del zapato; de buen humor, el Cuervo estrecha la mano huesuda de Jeremías al despedirse. * La cooperadora fue intervenida nomás, a pesar de la oposición de Jeremías, de los argumentos y de las dos asambleas a las que asistió. La llevaba bien hasta que alguien dijo, sostuvo y mantuvo, que en esas reuniones sólo padres, madres, abuelos y abuelas, tenían cabida. No así los tíos y tías. Ellos tenían vedada toda participación: Ni voz ni tampoco voto. Sin embargo se cuenta que Jeremías consigue reclutar más de una madre solícita, atraída no solamente por los fines de la empresa encarada. Apenas decidida la intrusión oficial en la cooperadora -al mismo tiempo que el interventor asume sus funciones- en la casa de María

10 Teresa se reúnen ocho padres y unas quince madres. Más Jeremías, por supuesto. No hace falta que haya otras, enseguida se ponen de acuerdo. * El Cuervo organiza la orga. Está a cargo de una parte de San Nicolás. Se preparan para la reunión del Quinto Congreso en Las Lechiguanas, una de las islas del Paraná. Pero para llegar a ésa han de celebrar muchas previas. Espera que no sea el siguiente fin de semana. Ése, justo ése, tiene una cita. Pero de las otras. Es una flaca que ha llegado con su familia desde Córdoba y que le ha dado buen calce. Además está linda: Linda mina Adriana, y por si fuera poco parece romper con el mandato paterno..., de casamiento, nada. * Jeremías, María Teresa y tres más avanzan decididos. Queda claro que no sirve insistir con las autoridades. Ni las escolares ni tampoco las del Ministerio. Menos todavía con los curas, Ésos..., ni en pintura [diría hoy, Joaquín Sabina]. El sol se esconde, San Nicolás parece desnudarse. Perder ese halo mojigato que la envuelve durante el día. Es como si su pecho se abriese a ciertas verdades. María Teresa camina dos o tres pasos atrás del grupo. A veces Jeremías espía hacia ella; la bolsa que lleva pesa, sin embargo no se resigna a mostrar flaquezas. Con ellos viene uno al que la luz de los faroles le rebota en la frente aceitosa. Insiste con ayudar y reclama: -Jeremías, no seás cabezón, dejá que te doy una mano. -Vos asegurate -responde torciendo la boca-, que la pala no se vuelva a golpear contra las baldosas, que no se abolle porque el patrón me raja. Otra de las que llega, viene no sólo a causa de que le pasa algo con el Lechuza, sino también porque eso que hacen es una manera de

11 salir del hogar marital. Dejar por un rato de ser ama de casa para convertirse en una especie de Madame Bovary tercermundista. Doblan en la esquina. Se cruzan con un patrullero. La frente laqueada brilla un poco más y sin embargo los policías del Jeep IKA no los registran. O hacen como que no. Faltan cinco cuadras. Acaso cuatro. * Después de la consagración de Alfredo Alcón unos años antes (invierno de 1966), “Israfel” de Aberlardo Castillo empieza, hacia fines de esa década, a exhibirse en los teatros under de las ciudades del interior.

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2007 Lili, Walter (I)

Liliana es una de las personas que mejor recuerda la vida del Cuervo. Podría decirse que es casi su biógrafa personal, aunque ella, si alguien se lo mencionase, no aceptaría semejante nominación. Walter es periodista al que un colega de la revista Lucha Armada le pasó el dato. Quizá sea por eso, enseguida consiguió la entrevista. El primer encuentro fue en la casa de Lili.

Lili o Liliana me pidió que saliéramos al balcón terraza. No se sentía bien ahí dentro. A pesar de la cadencia de Maná que nos inspiraba para hablar. Ella apagaba apenas la voz: -Me acuerdo de aquellos días y me convenzo más de mi ateísmo. Se acomodó en un sillón de paño color borravino; -esperó que me sentara-: -Mejor dicho de mi militancia atea; aquellos días no pudieron terminar como terminaron si no fuera, si hubiera alguien allá…, más allá.

14 Cerró los ojos; parecía actuar. Yo me acordé de Unamuno -creo que era él- y de su idea acerca de que la fe no tiene que ver con creer que Dios existe, sino con querer que exista. -Mirá, Walter, -retomó de golpe Lili-, Hubo cada cosa, cada ruptura..., es así, rompíamos con lo dado, lo que venía puesto no servía, lo que sea, y no tenía que ver con la cuestión política salvo que vos creas que la política es una especie de baba que lo envuelve todo y entonces sí. Hablaba a borbotones, sus argumentos eran una clase de hilván hecho sobre la cáscara del tiempo. Me llevaba con ella, enancado en su relato, en sus reflexiones y también en su rencor. Rencor a Dios de Dios, de los que nombran a Dios en sus plegarias.

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Marlon Brando antes de matar.

Tendría a lo sumo veinte años. Construida con Evita viva, hacia la medianera del Peronismo clásico. Clase de opulencia disimulada y grandiosa. Fue una de las primeras en San Nicolás. No duró mucho con sus dueños. Tuvieron que venderla. Los padres de Adriana recién se mudaron después de arreglarla. Y Adriana está esperándolo ahí, debajo de la puerta. Marco de roble macizo, antepecho lujoso del zaguán ambiguo de luz y negrura. Está molesta porque no solamente le ha cancelado la cita del sábado sino que al mismo tiempo pretende negarle explicaciones. O las que da resultan infantiles. No es que a ella le interese pero al menos debe aparentar que sí, que le interesa. Es lo que le han aconsejado: una tía y su prima mayor. Pero es eso, justamente eso lo que la pone de mal humor; no quiere armar su vida fingiendo. Cambia justo antes de que él llegue. Antes de que asome: fantasma salido de una tragadera urbana. Trae el pucho colgado de la boca, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza ladeada. Marlon Brando antes de matar. El Cuervo termina de cruzar la calle; la saluda tocándole el pelo. Apenas la nombra, Adriana. Ella lo bienviene, pega su boca a la comisura. Sí, no es el Cuervo. Es Brando.

17 La agarra por la cintura, entre brusco y tierno. Beso profundo, adelantado a su época. Pero ni él ni tampoco ella lo saben. Solamente se dejan. * En el camino a la casa de la directora, Jeremías repasó muchas veces lo que están por hacer. Aunque parezca, no es una disputa menor. Es una respuesta concreta a una manera concreta de proceder. La vocación de estos años. Un modo de pararse frente a los acontecimientos. María Teresa también cree lo mismo. Tiene treinta, treinta y dos a lo sumo. Y a pesar de representar a cierta clase nicoleña, a cierta prosapia tradicional, ella intuye que los tiempos que se viven no son igual a ningún otro. Por eso va. Por eso más que por el aspa revoltosa que inquieta su estómago porque Jeremías -apenas un jovencito, lechuza de hospital-, la mira como si en cualquier momento fuese a emboscarla. No es que olvide a sus hijitos. Tampoco a su marido. Menos a sus suegros y a sus padres. Pero ellos seguramente encarnan la misma sociedad que tan bien simboliza la directora, el interventor recién designado y las autoridades de la Nación. Ahora se adelanta, alcanza a Jeremías. Es la primera vez que se calza los vaqueros para andar por las calles, así, casi con desparpajo: -Llegamos, Jeremías. Él, reconcentrado en la bolsa, no responde. Del de la frente aceitosa poco y nada. Se ha retrasado. De propósito. Pretende ser la retaguardia innecesaria. Entre medio, lo de siempre. Ni fu ni fa. Los espectadores rasos, testigos tan necesarios para después contar como prescindibles para, en ese ahora, hacer. *

18 Son en tinta china. Adriana y el Cuervo. O sus cuerpos. Delineados en las sombras. Augurio o garabato de formas tan sabidas como desde siempre negadas. Bendito zaguán penumbroso. Último bastión, antesala de la venidera capitulación de los censores -militares, curas, padres y maestras-. Túnel de luz. Maldito zaguán bocina. Eco asimétrico, fielmente espasmódico. Eco del deseo realizado, imposible de callar. Excusa exacta, esperada para salir de golpe. Encontrarlos. Imprecar invocando a un dios criticón que no es el Dios verdadero, halagador y voyeurista. Él, que justamente creó la media luz para poder imaginar y después idear lo que el tacto descifrará, al memorizar. Y el Cuervo que, en la segunda cuadra, se frena. Ríe, desabrochado todavía. Pleno de vida. En el cuenco de sus manos grandes la tibieza de Adriana que se queda, ahí, acurrucada y mimosa. Tiene ganas de gritar: Acá está ella, es ésta. Sí, pero también es aquella, la que ahora se niega al refunfuño moralista de la madre y al quite de saludo (promesa de meses de silencio y ostracismo) del padre. La del Cuervo es una verdad tan grande como la casa del zaguán de las dos caras. Adriana estará un tiempo más en esta ciudad que muda la piel. Su vocación por la música, el teatro y la dramatización la sacará del territorio de la heredad familiar. Pater familiae en desuso. Adriana lo intuye, porque las faldas cortas pueden menos que las pasiones largas. Adormecida, todavía caliente, envuelta en una sábana húmeda de placer reconstruye pizca a pizca cada partícula de esta noche.

19 Adriana dormida. Fagocitada por el sueño o la pesadilla que trae una pintada que la obsesiona: Liberación o dependencia. Irse, que se quede el pater y los que quieran con él. Ella se va. Su liberación: irse. * Poco tiempo atrás ha muerto Ho Chi Minh Secretario General del Partido Comunista Vietnamita y en la calle un panfleto arrugado deja escapar la consigna: El Tío Ho Vencerá.

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2007 Lili, Walter (II)

Fue como te digo, repetía Liliana. Yo escuchaba atento, reparaba en sus manos movedizas, en la inquietud de sus piernas nunca del todo quietas: -Mirá, nosotros nos confiábamos todo..., él había vuelto de Cuba reiterando la hipócrita ruta que, los unos y los otros, sabían que se hacía pero que todos disimulaban no enterarse. Era un punto a punto, un cambiar los pasaportes, un llegar y estar un par de días en París, Roma o Londres haciéndose el boludo y después llegar con el sello estampado que acreditara que vos, por los países comunistas no pasaste. Hace silencio parece que va a rezongar porque no encuentra remate para lo obvio; la ayudo como si no hubiese entendido: -A ver, explicame bien como se hacía eso. -Qué. -Eso, los viajes punto a punto. Liliana desgranó explicaciones, íntimamente agradecida porque le daba espacio para que recordara otras: -El Cuervo terminó…, mejor dicho, le terminaron la instrucción en La Habana y voló a Praga, desde ahí, por tierra atravesó hacia algún rincón de Austria, Leoben creo, y más tarde voló a París, recién

22 entonces usó su verdadero pasaporte; tres o cuatro días después llegó en Air France a Ezeiza..., mirá yo fui a esperarlo y puedo decirte que no era el mismo que el que se fue allá por mil novecientos sesenta y nueve. Por fin. Había conseguido lo que me propuse, Lili entraba en la parte de la historia que más me interesaba: -Por qué decís que no era el mismo que se fue. Se puso de pie para cortar un pétalo de la rosa banksiana que adornaba una de las puntas del jardín de altura, se quedó ahí, entretenida, sin volver a su lugar: -Regresó distinto, algún bichito le había picado en Cuba, yo me daba cuenta pero no quise preguntarle ni tampoco me hubiera dejado. Liliana puso atención en los tallos, acomodándolos: -Qué no pudiste, Lili. -Preguntarle.

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Más adelante, María Teresa será Inés

Por la mañana lo supo. La noticia de la radio, un rumor. El voceo del canillita del diario local. La certeza que trae el compañero de la otra cuadra: -Jeremías está preso. Dijo, antes de agregar, Él y una mujer. El Pelado guarda el mazo en el bolsillo derecho: -Se dice que tres han escapado, Cuervo..., además negaron que fueran con ellos. El Cuervo sale para la comisaría a medio vestir, preocupado; muerde el filtro del cigarrillo apagado. Por lo general prefiere fumar recién después de haber desayunado. Dirán que fue como si lo hubieran esperado, porque el Jeep IKA de la policía apareció -o volvió- al mismo tiempo que empezaban a preparar el sabotaje frente a la casa de la directora. Sí, el “Cuartito” dio vuelta en la esquina y astilló el silencio de la noche con la sirena chillona y roja. San Nicolás se acostumbra imperceptiblemente a estos hechos. Manifestaciones del sentimiento atraviesan la idea de una justicia carente de la circunspección de los jueces y de la Constitución Nacional, pero, por lo general, amparada por la sencillez de la verdad. Las cosas cambian. Sí, aunque las personas maduramente adultas protesten, esa anacrónica condenación no quebranta la voluntad.

25 Descascarada y húmeda, la puerta de la comisaría permanece abierta. María Teresa sale despaciosamente. Abajo, estáticos al pie del cordón de la vereda, la esperan el padre -renombrado médico cirujano- y el marido -aspirante a secretario del Juzgado Federal en la próxima promoción-. Ella los mira mientras se acerca, la cabeza levantisca. No lo alcanzan a notar y corroboran aquella vieja sentencia popular: son ellos los últimos en enterarse. Uno, porque desde tan alto los detalles se escapan; el otro porque, Éso, éso mi hija sí que no. María Teresa lleva los hijos pegados a sus vaqueros; sus pasos, algo más largos y firmes que lo habitual, provocan que los chiquilines deban correr para no soltarla. Ninguno. Ni siquiera ella, lo sabe: divorciada sin divorcio. De todo, de todos. A Jeremías no volverá a verlo. Una nube rojiza se abre en dos. Desde una ventana saluda “Muchacha Ojos de Papel”. Más adelante, María Teresa será Inés. El Cuervo los ve pasar, disimula, como si estuviese concentrado en su cafecito. Aspira una bocanada. Desde otra mesa el Pelado levanta la ceja derecha, murmura en sordina: -Por qué la soltaron a ella y no a Jeremías. Entre sus dedos cabriolea la Reina de trébol. El mazo a un costado. Detrás del calabozo hay un pequeño patio. Mitad embaldosado, mitad tierra apisonada; arrumbado contra la pared el esqueleto de un elástico de cama. Justo ahí, apoyada y abierta una bolsa grande que envuelve dos tachos: en uno, alquitrán; en el otro, bosta fresca (a esa hora ya seca) de los caballos del carro fúnebre. Tres brochas y una pala reluciente. *

26 “...entre el hombre y Dios, elegiría al hombre. El hombre soy yo...” Declarará tiempo más adelante a la Revista Extra, Joan Manuel Serrat.

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2007 Lili, Walter (III)

-¿Sabés?, el Cuervo no la iba con esos mensajes estúpidamente moralizadores, nunca, pero menos todavía después que regresó de Cuba. Liliana buscó una regadera. Entretenida, humedecía el pequeño jardín. Siguió hablando, dándome la espalda; echó una mirada para cerciorarse de que todavía estaba: -Vos te percatás, por aquellos años había una ola muy grande que imponía o mejor dicho mantenía ciertas costumbres. Largué una espesa bocanada antes de: -Sí que lo sé, claro, a lo mejor la influencia de la moral victoriana y de la cristiana también, se mantenía a pesar de los curas tercermundistas. -¿Cómo?, justamente por éso se conservaba, retrucó Lili interrumpiéndome, y arrebató de una: -Ellos empezaron teniendo mucha influencia, son los que armaron todo. Sonreí aprovechaba que seguía dándome la espalda. Ella hizo una pausa premeditadamente silenciosa:

29 -Mirá -persistió enseguida-. No sé, el Cuervo no la iba con esa moral que trataban de imponer, vos sabés ¿no?. Repitió y esperó callada. No me quedó más remedio: -Pero claro, Lili, me contaron las historias que se armaban, por ejemplo, ehh, si un militante se enroscaba con una compañera. Liliana dejó apoyada la regadera y se volvió para mirarme entre divertida y pícara antes de agregar: -Y ni te cuento si la compañera era también compañera de un compañero. No, eso es chiste. Reímos con ganas. -¿Qué querés tomar? -Por ahora nada, gracias, seguí contándome, Lili, cómo se las arreglaba con eso. -¿Con la moralina supuestamente revolucionaria?..., al Cuervo le gustaban las minas más que el mate con ginebra. Dijo mate con ginebra y volvió a reírse: -El Cuervo, lejos de lo que quería aparentar, era un transgresor puro, qué sé yo, timba aunque no mucho, bailar, tomar..., ésas cuestiones; vagar, delirarse y sobre todo dormir y dormir; con lo único que no pudo romper fue con el hábito de vestirse de saco y corbata... Lo que sí, era muy riguroso con el tema de la seguridad, ahí no transaba; la cara de Lili iba ensombreciéndose: -Marxistas y curas tercermundistas coincidían en asuntos como la disciplina, libertades rígidas, construir una moral oficial que uniformara; el amor, la amistad, las lecturas, en fin, flaco..., una sóla, para todos, y no respetarla era una falta grave, mirá que estupidez, si hasta Fidel imponía la idea de que el pelo largo era puro snobismo..., pobre mi amigo, tuvo que pagar por tanta boludez..., castigarlo como lo hicieron. ¡Qué cosa, ¿no?, hasta la mejor de las revoluciones tiene sus agachadas!.

30 Yo sabía; se rumoreaba que el Cuervo durante su estadía en Cuba había cometido alguna falta grave: intuía qué. Y sospechaba que Lili me lo confirmaría. En algún momento soltaría la verdad, pero le di pie para que no sospechara nada: -Pero, oime, Fidel cambió. Ella sonrió con toda la cara: -Sí, Walter, se liberó también de esas, no sé, qué te parece…, Fidel y la revolución cubana dejaron atrás tanta estupidez.

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Hay que sacar a Jeremías del calabozo

No quiere y se escapa. De la casa, de la fábrica. De la policía. El Cuervo lo recibe en la suya. Está mortificado con aquella insistencia. Benito viene decidido a no dejar el teatro, pero más que eso a no cortarse el pelo. -Así no vas a captar a nadie, Cuervo, suelta Benito al verlo, como siempre, trajeado y enseguida larga sin dejar que se defienda: -Nadie te cree. -Vos, dale nomás, hacete el hippie y seguí con la guitarrita todo el día..., no te no van a engayolar por revolucionario si no por pelotudo. Parece el padre. Porque al Cuervo le gusta ponerse por encima, con cierto aire de superioridad. Arrogancia buscada de propósito: estar de vuelta de la vida. Benito lo mide con bronca cuando le da la espalda. Bronca mutua que se acumulará con los años a pesar de que seguirán siendo leales amigos. Sonríe de costado: -Para vos estaría bien que nos convirtiéramos en una especie de Guardias Rojos, ascetas y rezongones; pincha Benito que empieza a sobrarlo; la sonrisa: carcajada. Antes de salir de la sala, el Cuervo murmura: -Enfelmito.

32 Maltratado, Benito sin embargo cierra la boca. Con esa expresión, pronunciada a la cubana, y tan de este tiempo, el Cuervo irónicamente le recuerda lo que los verdaderos revolucionarios piensan de los hippies. De paso, le refriega quién es el único que ha estado en la isla del Che. Ya en el centro del patio, el Cuervo se apoya contra el tronco del Jacarandá. Resbala hasta quedar en , semiacostado. Tranquilo. Al tufo del río lo trae el viento y a él lo lleva en el recuerdo todavía fresco. Olvida a Benito, porque hay momentos, como este, en los que el Cuervo es ganado por una perplejidad extraordinaria. Esa mujer de nombre Amparo. También La Habana y las calles de la espera. Su vida, que parecía ser mucho más que eso, de tanto en tanto, quedaba reducida a ese amor incesante y en suspenso que llega de golpe para atravesar la memoria:

(monotype corsiva 13) La Habana: domingo: allá por el Malecón, caminaba con las manos metidas en el bolsillo. Dos días después que lo descubrieran. Era verdad, apenas llegó, una cubana supo contarle que ocasionalmente, si ella estaba triste, bailaba. Y que son muchos los que lo hacen así, apenados. Aquella tarde, como casi nunca, las olas rompían pidiendo permiso. Cierto. Muchos de los que trajinaban en las calles, se movían rítmicamente; revelaban un estado de ánimo. Otros bateaban pero algunos no se divertían. A veces callados, a veces no. Salvo los norteamericanos, cualquiera puede darse cuenta si los que bailan están tristes o no. Él se preguntaba si, antes de que lo regresaran de prepo, volvería a verla. “No puedo negarlo, constantemente así: melanco, bien argentino, tanguero. Si los cumpas me vieran: ¡volvé al nicho, Cuervo!”

33 Porque rompían suavemente bajó hasta sentarse y por poco tocar el mar sobre los dientes de perro, esos que Amparo le había mostrado tiempo atrás. Piedras comidas por el viento, la sal y el agua, si no se tenía cuidado, lastimaban la piel y rasgaban la ropa. La Habana -a sus espaldas- disuelta en un sol blanco.

El Cuervo cierra los ojos igual lo hiciera aquel domingo. Sin dormirse todavía vuelve a él: olor a sardinas fritas. Lazo que lo mantiene unido a la ciudad desvanecida detrás del Malecón.

(monotype corsiva 13) Sobre los dientes de perro. Él, ateo consumado, ruega verla, aunque sea, una más. “Tanguero, gomoso y maricón”, se dice a sí mismo.

La luz de la siesta dibujada en el patio. Benito sale; no tiene mejor idea que despertarlo con la guitarra aunque inventa la letra. Visitar a la familia de Jeremías -que sigue preso a pesar de las promesas del juez- es la consigna: -A ver, chantalo debajo del cuello..., te ayudo, decime, Benito, porqué no te lo cortas y te dejás de hinchar las pelotas. Transparece el atardecer. * Matilde lee entusiasmada y en voz alta: -“…Una de las tendencias más significativas en México desde 1940 ha sido la creciente influencia de los Estados Unidos en la vida mexicana…”. Larga la primer seca y el humo sube hasta laminarse contra el techo, enseguida Roberto curiosea: -¿Los hijos de Sánchez, eh? -Sí..., ¿leíste alguna otra de Oscar Lewis?

34 -No, me tira más la literatura, estoy enganchado con Adán Buenos Aires. Hacen tiempo hasta que llegue la hora de la clase. El bar, en diagonal a la puerta de entrada y en la esquina de Plaza Mitre; han llegado premeditadamente temprano y montan el juego de la fascinación intelectual. Acomoda el pelo largo, lacio, rojizo: -Che, Roberto, es raro que no se te dé por estos textos, tan actuales. La mano grande, quieta sobre la piedra blanca de la mesa, prefiere esquivar sus ojos; está por responder, aunque duda; el temor a su enojo -el de ella- lo paraliza; Matilde insiste: -Para ir a las conferencias es mejor tener una base, el otro día en una: Dios Geometriza, yo..., -Esperá Matilde. Los otros que están en el bar parecen quedar, de sopetón, ausentes. Imaginariamente se desvanecen en este preciso momento: -Matilde..., dice Roberto y se levanta de la silla; saca del bolsillo un papel. Sonríe, audaz, metro y medio alejado de la mesa, empieza a construir un túnel para que el mundo pase por ellos dos; bastante sobreactuado, ejecuta (lee algunas, otras no) un fragmento del Cuarto Cuadro de Las Tres Caras de Venus: -(Lucio) Y no te lo reprocho. ¡Isabel, por el Gran Ojo del Mamuth, que nos está escuchando, te juro que no te lo reprocho! Y tu ¿qué fuiste para mí? Óyeme: había en mi ser una cuerda profunda que no descubriste, que no has hecho vibrar. Un error mutuo Isabel: un error salvado milagrosamente. Bullosa es tu marido y mi ángel guardián. “Los hijos de Sánchez” queda guardado en la yisca tilcareña. Matilde inclina la cabeza un poco hacia abajo, levanta la mirada: torera que acepta el desafío. De ese lado de la mesa, ya de pie, tira la melena hacia atrás y, premeditadamente, se saltea dos diálogos para recitar de memoria: -(Isabel) ¡De un dios en forma de pescado!, circunvala la

35 mesa hacia donde está ella; Roberto va, los brazos en jarra: -(Lucio) El envase de dios no importa: lo que interesa es el contenido. Matilde detenida, indócil aunque él viene: -(Isabel) No lo discuto pero volvamos a la cuerda. Y Roberto sofrena la avanzada, la tiene a dos pasos -quizá tres-: -(Lucio) ¿Qué cuerda? Es Matilde la que acorta la distancia, insumisa todavía: -(Isabel) La que yo no te hice vibrar. ¿No has pensado que también yo tengo mi cuerda? ¿O sólo tú puedes asumir la forma de un instrumento de música? Pero no están solos. Algunos de los parroquianos aplauden y el gallego detrás del mostrador ofrece otra vuelta: -La casa paga, hombre. * Anciana -¿sólo una apariencia?- demasiado para lo que ellos habían supuesto. La madre de Jeremías gimotea. Pide por su hijo preso: -¿Ustedes qué saben..., saldrá pronto? Benito deja que responda el Cuervo: -No lo sabemos. San Nicolás de lleno en la historia. Y no porque haya un Lechuza de hospital preso. Todo es ellos. Todo. Ellos que cuartean lo dado. Tanto como esos otros que nunca conocerán al Cuervo, los que - se verá en los días que vendrán- planifican porque sí, tomar por asalto la Casa del Acuerdo. La madre vieja ha traído té. Sirve y disculpa al padre de Jeremías, ausente adrede: -Pasa que mi marido ha sido tan correcto, figúrense..., tan respetuoso de la ley, ¡ay, Virgen santa!, quién iría a pensar, El Cuervo no puede ni quiere ocultar cierto pasmo: -Señora. Aunque ya tibio, el té es pausa necesaria.

36 La mujer entrega un mensaje de Jeremías. Ella no se anima a llevárselo a sus destinatarios: -Da vergüenza salir a la calle. Los despide con un beso en la mejilla. En el alféizar exterior de la ventana un mirlo descansa sosteniendo un gajo de hierba en el pico. Benito camina despacioso, las manos metidas en el bolsillo; contento, disfruta de su triunfo no reconocido: -El teatro es vida, Cuervo, fijate vos..., mirá lo que Jeremías manda a pedir. Pero el Cuervo se niega a consentir semejante disparate: -Cómo puede ser que él piense en eso, justo se ha ganado la primera medalla; pensá Benito..., preso de los milicos por no aceptar imposiciones, por rebelde, casi sedicioso. Cruzan de vereda. Antes de doblar, Benito reflexiona intencionado: -El teatro también puede ser todo eso..., a lo mejor todo sea teatro. Una F100 interrumpe el intento de atravesar la otra calle, el Cuervo apoya la mano en el hombro de su compañero obligándolo: -Excusa pequeño burguesa, hermano, nada más. Están cerca de la escuela, por la hora ya deben estar ensayando: -Che, Benito..., ¿y cómo se llama la obra que preparan? -Las tres caras de Venus. -De quién es. -Marechal. -Uuhh. Es un garage angosto y largo que usan como sala (ni muy muy ni tan tan), caben dos, tres y hasta cuatro autos. Los días de función además del escenario y los actores, entran cómodas, entre veinte y veinticinco personas sentadas. El Cuervo escudriña entre la media luz que ilumina el proscenio:

37 -Para vos cuál de las dos es Matilde. -Qué sé yo, Cuervo…, me la juego por aquella, la que tiene el pelo rojizo.

Es el mismo bar de la tarde pero a la noche. Roberto y Matilde escuchan el mensaje-reclamo de Jeremías. ¡Pero claro!..., sabemos lo qué pasó, ¿Jeremías es o se hace?, mirá si va a tener que justificarse por faltar. El patru de la policía ha rondado lentamente por la calle, frente al enorme ventanal del bar. Los mensajeros insisten: -Vamos a otro lado. Matilde intenta resistir pero la mirada fija del Cuervo es suficiente: -En alguna casa es más seguro ¿no? Benito asiente con la cabeza. -La farmacia de mi viejo..., ofrece ella, Estaremos bien, además atrás hay una salita, podemos tomar mate y charlar un rato. La humedad del río flota impalpable. Caminan hacia la farmacia. Critican la pesada obstinación de la iglesia católica en su riña contra los anticonceptivos: -De seguir así se van a quedar sin un perro que les ladre. Faltan dos cuadras; se ven algunos autos. Ninguna bicicleta. Es por la hora. Matilde quiere estudiar medicina: -Ojalá pueda pagarme la estadía en Buenos Aires o dónde sea..., mi viejo les ha pedido trabajo para mí a unos colegas suyos de Córdoba..., quién sabe, en una de esas. La sala es más grande de lo que esperaban. Y aunque ni ella ni tampoco el padre tiene una posición clara, sin embargo, desde dónde están se ve -en lugar del clásico cuadro de algún prócer-, puesta encima del escaparate principal de la farmacia, una bandera norteamericana, y debajo la leyenda: “Yo soy ahora la muerte, quebranto los mundos - J. Robert Oppenheimer: Inventor de la bomba atómica”. Roberto -persiste con usar gomina a pesar de los mocasines Tibus- confirma:

38 -Quién puede estar de acuerdo con esa locura..., yo de política mucho no entiendo pero no puedo quedarme indiferente. El Cuervo hace cuentas. Benito en cambio los trae de nuevo a la conversación de la calle: -Las píldoras han ayudado mucho, dice y espera. Matilde sonríe: -Las consigo gratis, mi viejo no se aviva porque aunque no parezca se venden como si fueran pan caliente; risas, gestos que marcan la exageración. El clima se distiende paulatinamente. Mate tras mate van desgranado las ganas y los significados. El teatro es más que una vocación. Manera de estar juntos, fuera de la vigilancia de padres y de la escuela, aunque no de la policía o los curas (la policía y la iglesia sospechan de todo y de todos). -Actuar también es querer que el mundo sea diferente, afirma Matilde mientras acomoda el pliegue de su falda corta, hace sonar los dedos y sigue: -Usamos el arte para entender lo que nos pasa; por poco brusco Roberto la interrumpe: -Lo usamos para decir lo que queremos. Benito no se queda atrás, enciende un L&M, larga el humo por la nariz: -Usamos el arte porque también nos acerca a la vida. Se nota, a Benito Matilde le gusta y ella, aunque Roberto recele, se insinúa para divertirse. Por esto o no sólo por esto, Benito participa mucho. El Cuervo especula, Ojalá pueda captarlos; se hace oír: -Lo que sea…, es bueno usar el arte para ir más allá de la tonta y burguesa vanidad del snobismo. El tono sentencioso y presumido del Cuervo, hace que los demás adviertan que pretende arbitrar definitivamente en la controversia. Pero Matilde se planta: -Sólo si entendemos lo que pasa allá afuera, señala hacia la calle, Vamos a entendernos nosotros mismos, y el teatro ayuda, ¿o no? Armar otro mundo.

39 Benito está dispuesto a ir por más: -Hay que sacar a Jeremías del calabozo. La bombilla del mate vuelve a sonar como esmirriada: -¿Por qué me miran así..., hay que sacarlo, no? La cara de Roberto empalidece más por el desconcierto que por la certeza: - Jeremías ya tiene abogado, dice. El Cuervo de pie. Matilde lo arrincona, directa: -No entiendo, Benito, qué querés decir con que hay que sacarlo. -Me voy, muchachos, avisa el Cuervo, Es tarde y mañana hay que laburar.

Desde la orilla, la luna se puede ver reflejada en el marrón negro del Paraná. También en las brillosas, mojadas calles nicoleñas. -Mirá, vos hacé cómo te parezca Benito, pero estas cuestiones conmigo no van..., tampoco con la orga. Vacía, la ciudad es un páramo dormido. Los dos con las manos metidas en el bolsillo; Benito habla en voz baja; avanzan en dirección al centro subiendo por León Curuciaga. Monólogo entumecido: -Qué persecuta tenés hermano, todo es complicado con vos. Cara agrisada, el Cuervo no contesta. Y los murciélagos sisean entre árboles y faroles. La casa enroscada en la noche. Apoyado en el marco de la puerta del cuarto, el cigarrillo mordido por el filtro, hace un esfuerzo por aflojar la cuerda: -Oíme Benito, es cierto que armamos algunos focos, que hacemos unos canas o algún banco..., pero todavía no hemos tomado la decisión definitiva, es decir, tomar las armas como único medio cierto de tornar el poder; es probable que éso hagamos en el Quinto congreso. Sabe que lo escucha aunque el otro no conteste; insiste, sermonea veladamente detrás del

40 tono conciliador que emplea: -Es peligroso hacer alarde, hablar o insinuar en lo que andamos, ¿vos entendés, no?, además, acordate que Jeremías no pertenece a la orga, y esos chicos, aunque parezcan ser una oportunidad para el reclute, tampoco. Noche larga. La imprudencia de su amigo hace que mande el desvelo. Obsesivo, permanece recostado. Ojos abiertos. Trata de convencerse de que podrá remediarlo el siguiente fin de semana. Van a ir con Matilde y Roberto a yirar por las islas, tal como acordaron antes de despedirse. Entonces aprovechará para sondear más. Tal vez reclutarlos. Aunque sea uno. Empieza a tranquilizarse. Lentamente, sin entornar los ojos, el Cuervo regresa a La Habana,

(monotype corsiva 13) Humo gris. Persistente, el olor a gasolina penetra en todo rincón del puerto. Fue aquella una de las que él salió al mar. Día tregua. Vaya ocurrencia: aprender el oficio de la pesca en una sola, única jornada. Mar quieto. Algunos dicen que en La Isla eso significa tormenta segura. Y no cualquiera. Tempestad. Sin embargo ellos van igual. Las redes listas. El entusiasmo también. Muy de madrugada. Antes de salir, hacerse de un buen buche de café es obligación. En vaso de cristal, claro. Ahí está Amparo, trayendo una imagen tallada en madera tan liviana como inocultable. Virgen de la Regla que lo protegerá mar adentro.

41 Creer o no poca importancia tiene. Él con la talla Yemayá escala por estribor. A pesar del mar inmóvil, de su mal presagio, la tormenta no llegó y la pesca fue más que buena. La cara cuarteada por el sol. El viento.Y la sal. Regresó a La Isla con la Virgen Negra y ya no se desprendió de ella. Esa noche, Amparo y él cenaron juntos. Pesca del día, arroz congrí y tostones. Después Ron peleón comprado a un vendedor ilegal en las calles ruidosas y eternamente despiertas. No estuvieron solos, cinco milicianos y otra miliciana los acompañaron. Una mulata niña que no quería dormirse, asomada en el balcón enrejado arropaba su muñeca de cerámica.

Añoranza. Creyente pagano {ateo}. Enamorado y triste. La Habana desmantelada. Percibe en sus dedos el tacto rugoso del Malecón. Nostálgico pero furioso antes del sueño quiere despojarla de su ¿eterno? calvario. El de la prepotencia brutal de los brutos del Norte. El de la moral (ésa que aunque esta vez no, muchas otras aflora contradictoria y punzante debajo de su propia piel) incomprensible que imponen los que bajaron de la Sierra. El Cuervo adormilado es sosiego desafiante en la noche pacífica. * San Nicolás fue la primera. El under llegará a la principal sala de la ciudad, pretenciosa réplica del Colón: el Teatro Municipal Nicoleño estrena “Historias para ser contadas” de Dragún.

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2007 Lili, Walter (IV)

Lili sacó una tijera ordinaria; la usaría para podar algunos tallos de un arbusto florido que yo no tenía idea qué clase de planta era: -¿Qué es?, pregunté inquieto; ella tomó una de las hojas, amarillentas: -¿Ésta?, demoré encendiendo un cigarrillo, Sí, respondí. Sonrió apenas, Es una glicina trepadora, hay que podarla seguido. Ágil, aligeraba la plantita dándome la espalda -como la mayor parte del tiempo-: -El Cuervo venía de una familia de varones, retomó. Vacié el cenicero y regresé a mi lugar. Su voz sonaba pausada: -Muchos primos…, si no me equivoco, una sóla prima, así que, imaginate. La interrumpí porque me interesaba más él que la familia: -¿En qué trabajaba? Lili soltó la rama que estaba a punto de desbastar. Suspendida me observó, parecía intrigada. Hice un gesto: apoyé el dorso de mis manos abiertas en la mesa y encogí los hombros. Ablandada volvió al desmoche de la glicina blanca: -Antes de que la orga se hiciera cargo hacía changas en lo de su tío que tenía un comercio con varias sucursales..., representaba a la Siam vendiendo artículos para el hogar, ya sabés, heladeras, cocinas, qué sé yo, calefones, ¿no?

44 Estuve por avanzar; ella lo hizo primero: -¿Conocías que toda su familia tenía origen sirio?..., bueno dicen que por eso el Cuervo era así, apasionado, voluptuoso, terco. Hice trompa con la boca, pensaba que a lo mejor me saldría como si yo fuera un émulo del Mimo Nicolás Chacho Jair. Pareció desilusionada, sin embargo prosiguió: -Buena explicación, fácil de entender..., el Cuervo no se quedaba con el primer juicio, era su costumbre ir a fondo, jugar todo. La miré intrigado, total más estúpido de lo que a esta altura había demostrado no podría ser. Y hasta me convenía quedar medio tonto. Lili, obligadamente indulgente, pareció sentenciar: -Solamente así se entiende que su muerte fuera lo que fue..., mejor dicho que se presentara tal como se presentó y que sin embargo él se declarase un hombre algo feliz..., si no lo fue del todo eso tuvo que ver con la cuestión colectiva. Pienso que mi cara me vendió, no obstante que -lo juro- intentara disimular. No es que no entendiera pero, sorprendido por esa reflexión, no aceptaba que alguien hablara de la muerte de esa manera. Ella abandonó definitivamente la glicina. Fue arrimándose hasta donde yo estaba: -Mirá flaco, con el tonito empleado comenzó amonestándome; aires de maestra ciruela, a los que no respondí a pesar de que no debería darse ese lujo; así y todo se lo daba: -No sé porqué ponés esa cara, Walter, ¿acaso no sabés cómo empieza y termina todo?, embutida en su postura seudo académica siguió, Acá estamos en este borgiano intersticio entre dos muertes..., supondrás que el Cuervo lo tenía claro -al menos más que vos, aparentaba pensar- y que por eso ya sabiendo fue a buscarla a pesar de los agoreros que le aconsejaban darle pelota a los médicos. Imaginé ocurrente calificar: -Yettatores, matasanos y presumidos.

45 Liliana callada. Fue a buscar chirimbolo indefinible que trajo aprisionado entre sus manos. Con esa actitud permitió que haya un respiro. El aire se desespesó -¿existe esa palabra?-. Una brisa fresca zarandeó las hojas de la glicina trepadora y los pétalos de la rosa banksiana. También la sesera oculta tras mi corteza cerebral: -Decime Lili, ¿no es cierto que el Cuervo supo que no tenía tiempo que perder, que su hora era ésa y no otra? Por fin ella lució aliviada: -Claro pues, por eso hizo lo que hizo, coño, afirmó haciéndose la gallega recordándome, sin quererlo -ni siquiera sabiéndolo- a Isabel Albaladejo. Todavía hoy no me explico qué fue lo que entonces me llevó a levantarme. Fui hasta la biblioteca que ocupaba la pared sur. Vi la oportunidad de disfrazarme para conseguir ganar más aún su confianza. Repase con la mirada los anaqueles. El lomo negro, inconfundible, de aquel que leía Laura -novia intelectual que me había dejado mucho tiempo atrás-. Lo saqué poniendo en el gesto cierta frescura, como si estuviera acostumbrado. Volví con el libro abierto entre mis manos: “Hay golpes en la vida... ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma...Yo no sé” Leí y seguí leyendo el poema de Cesar Vallejo, tal como lo hacía Laura si quería convencerme. Liliana se dulcificó. Apaciguada, sus ojos de pronto me parecieron cobrar una tonalidad reposada: azul pálido. Para decirlo con precisión: ligeramente malvas ellos me tentaron. Lili pertenece a esa clase de mujer que erotiza con su inteligencia antes que con su cuerpo que se avejentaba.

(N de A: Nada que ver con nada: te veo, tus ojos negros y anónimos -acaso porque son anónimos- todavía no me conceden la gracia de quedarse fijos, quietos en mí)

46 Pero no estaba en esa casa para hacerme el vivo. Rodé con la mirada hacia el parqué. Quedé atascado en el esquinero roto, comido por la termita de los años. Ella volvió a superarse. Y a superarme. Buscó una piedra esmeril ya demasiado enclenque y repasó la tijera: -El Cuervo me contó que, al llegar a Ezeiza, sintió un olor acre que lo persiguió por algunos días. Me puse de pie y me asomé a la pared que daba a la calle. Asfalto de por medio, en el edificio del frente una mucama uniformada plumereaba los postigos y rincones del ventanal de aluminio. Si se inclinaba despejaba de los muslos el pliegue de la falda azul.

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El Cuervo se asemeja a uno de esos dioses papales, anacrónico y pétreo

Al salir de su casa la primera impresión es que el viernes parece de Pascuas. Calles semivacías. Gente en las iglesias. Perfume dulzón de las velas que se escapa por los vitrales rotos. Pero al meterse en el siguiente barrio, en la feria o el mercado ambulante, una multitud graciosa y comedida coloniza las veredas y el asfalto negro. Fragancia a zapallos rojos, papas y camotes. Hojas verdes y frescas. A tierra negra. El Cuervo lleva el volante del ratrojero sin prestar demasiada atención al mundo en el que circunvala. Concentrado. Espera encontrarse lo antes posible con Matilde, Roberto y otra chica más de nombre Graciela. Juntos van a recorrer el río hasta alguna isla. Serán dos para remar. Le han dicho que Graciela aparte de estudiar le gusta el baile. Por mandato social practica danza clásica aunque ella prefiere el jazz, el blues y también el rock and roll. El sol se agiganta en un cielo sin nubes. Lo esperan en el embarcadero. Matilde se adelanta para recibirlo: -¿Benito?

49 -No pudo venir, tenía que trabajar. Miente el Cuervo. Algo apartado Roberto se entusiasma por la ausencia. Espeso, el río los recibe. Los remos de la canoa grande chapotean borbotones de agua. Cortan al través el canal, adentrándose en el Paraná. Tiempo más adelante después del Quinto congreso, el Cuervo, Matilde y unos cuantos más recorrerán esas aguas a bordo de la lancha de Pirri, la que irá, por lo general, cargada de canutos de todo tipo. Menuda y simpática, Graciela conversa con el Cuervo que rema sin sofocarse. Llevan, como es de rigor, una damajuana de cinco, cigarrillos, aceite, sal y una sartén. Se come lo que se pesca. Se filosofa. Se toca la guitarra, alguna acordeona y, claro, la armónica -Roberto lleva-. En las islas, el amor es francamente libre. Porque en ellas es posible vivir emancipado de la turbia censura del Papa. Liturgias del río. Dicen los que saben que en las costas despobladas del Paraná Dios disfruta de la prestada carnalidad del diablo. -¿Existirá?, se manda el Cuervo. -No lo sé, duda de propósito, Graciela; después pincha: -Ni me importa, y sale como si de verdad no importara: -Cuando mis profesores o mi vieja no me ven, es decir casi siempre, yo siento que escucho a Cóleman, a Bix, y una sombra o el fantasma de alguien se mete adentro de mi pieza, como si viniera a hacerme la pata; me hace bailar a pesar de que no quiera. -¿Quién es Bix? -¡Pero, Cuervo!..., Bix Berderbecke..., ¿nunca lo escuchaste? -No. -Deberías. Los golpes de remo se hacen más leves. Pasa que, acercándose a la orilla, el agua reclama cierta prontitud.

50 La tupida humedad del follaje rastrero y de los arbustos bajos los acepta. Traen una Pacú que sacaron con habilidad. Pescada por hambrienta y tardía. O lerda en el desove, que es lo mismo. El Cuervo la despina hábilmente. Despuntan en los dedos de Matilde las cuerdas de la guitarra. Buen cocinero el Cuervo, sala diligente, toma un trago del tinto sanjuanino y vigila la cocción; en la sartén la carne violácea (para algunos té con leche) cruje bañada por el aceite escaldado y verdoso. -Oigan, no es tan grave y sin embargo igual se lo llevaron; Graciela, parece avellanarse pero continúa con el relato: -Es amigo mío, algunos lo acusan de simplón, no sé, para mí es más que eso. Matilde busca una nota perdida, Roberto la espera, armónica en mano, desea acompañarla con el tono justo, puede que ese día sea su día. Si alguien observara la escena podría pensar que Graciela dice para nadie una monserga pobretona. Pese a todo, los otros tres escuchan. Sentidos abiertos. El mundo que demandan admite infinitas posibilidades aunque pocos estén dispuestos a entenderlo. El Cuervo zarandea con cuidado la carne que todavía no se ha dorado: -Che Graciela, por qué lo guardaron. Contenta con el esmero de cocinero que él pone, ella va descubriéndole: -Por algo que a todos nos pasa, algo que sabemos pero que nos han prohibido, que nos han hecho creer que de nada sirve más que para enfermarnos. Por fin Matilde encuentra el tono. Roberto la sigue, da la nota adecuada pero no se anima a colarse por abajo, llegar delgado pero ingenioso. Graciela revela: -El deseo, cada uno con el suyo, ¿decime Cuervo..., vos estás de acuerdo con éso?

51 La carne a lista, dorada y sabrosa. La Pacú se desmenuza bajo el habilidoso movimiento del Cuervo que separa cuatro porciones: -Yo creo, eh..., el deseo no puede satisfacer a uno..., sólo es si satisface a todos, al colectivo, ¿entendés? Se acerca atraída por el vaho punzante de la regalada vitualla que les dio el Paraná. Roberto y Matilde también. Mojada, la leve brisa apenas empaña los anteojos de Graciela. Se adivinan sus ojos achinados y los suaves pliegues que se apiñan debajo de los párpados. Saborea. Sazonada y fuerte la carne se desarma en su boca: -Hmm, qué rico...; mi amigo volaba, Cuervo..., Matilde lo conoce y sabe; según él, quería descorrer la cortina detrás de la que se esconden los colores de la música; no podía hasta que un día probó. En la sartén queda bastante, pero en la mitad semivacía el aceitito todavía caliente es tentador. El Cuervo sopa miga de pan. Levanta la cabeza. Ceño fruncido. -El Lsd lo hacía despegar..., él solía decirme que solamente así saciaba aquel potente antojo que lo hacía estar contento de vivir, pero ahora… De golpe, la voz del Cuervo resuena ronca, incluso una pizca afelpada: -Ahora qué. Graciela, desafía: -Está sólo, metido en la cárcel, hermano, lo chaparon en un flor de viaje, él no se dio cuenta que lo llevaban; ni abogado tiene..., tampoco quiere. Brazos tiesos, entrecruzados. La mirada fija. El Cuervo se asemeja a uno de esos dioses papales, anacrónico y pétreo. Claro, por algún lugar la moral victoriana se ha escurrido. De las muchas argollas

52 del decoro marxista, no son éstas las que lo indultan. Por eso el Cuervo, libertario social y jugado a vida, cargará con su libertad a medias. Acollarado, muestra la hilacha. Graciela come y habla sin levantar los ojos: -Para mí que la policía no tiene idea, para ellos se trata de una marca, auto extranjero o aceite para lubricar motores..., cualquier bolazo menos lo que. Ahora es Matilde, y también Roberto los que suman sus quejas. Desgarradas, en sus bocas las palabras se afirman. -Mirá Cuervo, el deseo es insaciable, se dejan llevar, ¿no? -Sí, invade Matilde, Hacen eso..., ¿vos Roberto?..., porque a mí no se me ocurriría meterme una aguja en la vena pero no tengo por qué ponerme a juzgar lo que ellos… -¿Ellos quiénes?, arrebata el Cuervo y Matilde tira, casi monolítica: -Los hippies. Descolocado, aquellos tres que pensaba reclutar lo están metiendo en un aprieto. Tiene argumentos de sobra, sin embargo la duda se mete, inoportuna, azorándolo: -Oigan, yo no creo que sea buena idea, creo que esos muchachos la pifian ensartándose con la droga. Matilde dispuesta, entre divertida y golosa suelta una risa intencionada. Buena circunstancia para quedar bien con ella, Roberto se adelanta: -Oime Cuervo, el tiempo de los mandamases ha pasado..., que cada uno haga lo que considere mejor. El espinazo ya limpio, rehogado en el aceite frío, refleja un rayo de sol. -No creo que sea así. El Cuervo pisa, afirmado en el dogma: -Está bien que lo guarden..., esa clase de tipos para lo único que sirven es para alucinarse con una dosis..., y en definitiva le hacen el juego a los burgueses. Graciela escucha. El Cuervo prende un cigarrillo: -Quiebran la posibilidad de la revolución, le hacen daño, no será irreparable pero.

53 Un biguá sale de la isla en dirección al río. Grita y el grito los distrae. Solamente un instante. Graciela sonríe: -Fui a verlo y él me dijo que el día que salga le va a agradecer a la poli por haberle dado de comer. De nuevo la guitarra, apenas un arpegio, y otro pero no más. -Saben qué pasa, rompe el Cuervo, Quieren purgarse..., drogándose todo compromiso se va al carajo, qué les importa lo que pasa con el mundo, con la clase obrera, con los capitalistas..., son de otra especie pero lumpenaje al fin. Graciela busca a la otra, en sus ojos se advierte una evidente desilusión. Se pone de pie y se acerca. Desde atrás acaricia el pelo rojizo de Matilde que insiste, obsesiva, con el repetido acorde. Graciela fija la mirada en la nuca de su amiga: dedos suaves, holgados, rozan el cuello y dejan escapar una tibieza inesperada. Roberto las mira, entre incrédulo y suspicaz. Pero quiere aventar la sospecha de inmediato, ¿Celos de una mujer? El Cuervo se detiene, indaga para sí, Estos pequebus no van a decirme qué es la libertad, ¿de eso se trata, la droga?..., no viejo, la libertad es otra cosa. La Habana cruza imperativa por su cabeza deslizándolo repentinamente hacia ella:

(monotype corsiva 13) Apaciguado y sin ley, desde la ventana de su cuarto el Cuervo ve el camión sisterna -las famosas “pipas”-, distribuyendo agua. En la misma calle, una habanera negra sacude las caderas al son de los timbales salseros.

Con brusquedad se suelta del recuerdo. No es lo mismo. El Cuervo, se obstina, No es lo mismo. Podría pensarse que, de pronto, uno a uno han entrado en su propio mundo individual. Y sí. Son cuatro y cuatro los mundos.

54 Pendido de una nube, el tiempo parece aguardar que ellos vuelvan. Graciela, aunque da la idea de mansedumbre, romperá el silencio. Revela cierta acritud en el tono de voz: -No tiene sentido, ustedes hablan de cambiar las cosas pero no se animan a lo elemental, la guitarra deja de sonar aunque el Cuervo no se da cuenta: -¿Ustedes quiénes?, desafía. Refresca, empieza el viento: -Los que como vos, Cuervo, andan todo el día dale que te dale con la revolución. -Y a qué no nos animamos, según vos. -A eso..., a la diferencia, no aceptan que no piensen igual o en los términos como ustedes conciben la vida. -No me vengas a agitar con eso, Graciela..., mirá, para Spinoza… -Ves..., ahí tenés, enseguida se agarran de unos tipos que dicen no sé qué sandeces para justificar cualquier miedo, cualquier cagazo. Matilde se levanta, parece fastidiada: -Ella tiene razón, Cuervo. Roberto para no ser menos asiente con la cabeza: -Es verdad, además toman todo a la tremenda, ya sé, el mundo está cargado de injusticias pero de ahí a relacionar todo con todo. -Es que todo está relacionado, hermano, porfía el Cuervo, O no es cierto que el sistema..., pongamos la ley y los jueces, están para servirse a sí mismos y no a la verdad. Graciela se adelanta, agarra el sartén y va hasta la orilla. Los demás esperan. Acuclillada empieza a lavarlo; refriega arenilla primero y agua después: -Por eso, Cuervo, levanta la voz para asegurarse que la escuchen, Los que toman Lsd o fuman marihuana se hacen ilegales quedándose al margen de todas las leyes {la de los que mandan o la de ustedes, da lo mismo}, es lo que ellos buscan ¿no?

55 De nuevo desorientado, puesto en el lugar de los moralistas más conservadores. No responde. Graciela continúa, ahora de regreso; fija la vista en Matilde pero hablándole a él: -¿Dónde están los que mandan, Cuervo, los que no nos dejan ser lo que queramos?; a lo mejor también yo sea invisible, a mi modo porque…; suspensa una milésima antes de lo que iba a decir, afianza la mirada en la otra pero cambia el rumbo del discurso, trata que no se note: -De acá o de allá, del color que sea, negros o rojos igual se parecen. Desvía los ojos hacia los de él, ¿Lo que ellos y ustedes ordenan es lo único que vale? La tarde se enfría. -No seas tan reaccionaria; chicanea el Cuervo. Y es Matilde la que ahora larga no dejándolo seguir: -Pero no..., qué reaccionaria ni ocho cuartos, ella tiene razón..., ¿estás ciego, Cuervo?..., no ves que, por ejemplo, por medio de los alucinógenos se vuelven invisibles porque hacen indescifrable lo que piensan; Matilde habla de la droga por no hablar de lo otro. De Graciela. De aquel dolor que esa mujer tiene en un país que comienza a cambiar pero todavía está lejos de entender a personas no convencionales como Graciela. Caminan adentrándose en la isla. Van por un albardón bordeado de juncos largos -altos- que sobresalen del agua. Ya no discuten. Festejan al Cuervo que explica, inspiradamente, que al cielo lo abolió la miseria y la injusticia. Roberto se aproxima a Matilde pero ella va entretenida; hinca sin querer para que Graciela se deschave a sí misma razonando sobre el deseo de los hippies: -Es el cuerpo que te llama; dice y al decir se da cuenta. Humedad por poco helada que raspa la piel. Instintivamente se amontonan. El viento se hace sentir.

56 Resuelven regresar a San Nicolás antes de lo previsto. El río puede ponerse bravo y por más que el fogón nocturno resulte tentador vale más la prudencia. La luna apenas asoma. El Cuervo es el que manda: -Hay que volver. No son altas, ni tampoco potentes. Sin embargo el oleaje zarandea la canoa. Van callados hasta que Matilde decide romper con ese tufillo a miedo que se ha instalado a bordo: -Hagamos un jue-juego..., miren qué linda está la Luna; después que los norteamericanos llegaron algu-no pe-pensó que, desgraciadamente no faltará el imbécil que propon-propondrá llamarla satélite T-22..., pero eso no puede pasar porque la Luna tiene muchos nombres..., a ver si sabés Cuervo, ¿cómo la lla-llamaba Píndaro? El Cuervo, sin largar el remo sonríe, cualquier día me van a agarrar: -El ojo de la noche, le de-decía. -Ahora, vos, Graciela, ¿sabés otro?: -Sí, claro, los griegos la llamaban Se-Se-Selene. Roberto se adelanta: -Juno entre los ro-ro-romanos y también Diana. Matilde cita a los fenicios: -Astarté..., de nuevo te to-toca, Cuervo. -Los árabes la llaman Alicat. Roberto se apura: -Es la ma-madre de todos los incas. -Sí pero cómo le decían, reclama Graciela. Atraviesan el río encrespado ahora sin miedo; evocan a los poetas. De los pueblos sus relatos. Las creencias. La historia.

Dónde y cómo sea que le digan ella sigue alta, fisgona y brillante a pesar del embute de nubes negras. El Cuervo los ha repartido casa por casa y regresa en el Ratrojero rumbo a la suya. Piensa que ni los que se drogan, ni tampoco los homosexuales o las lesbianas, sirven para cambiar el orden injusto

57 del mundo, Pese a lo que digan es así, a mí no me vengás con rarezas. Reniega de su inconsciente que parece conminarlo. Se empecina en rechazar lo que considera contranatura. Nada menos él que quiso citar a Spinoza. Obstinado, los culpa por no haber podido cumplir con su propósito, Puf, maricones, tortilleras y enfelmitos...,si están o no hinchan las pelotas igual, le hacen el juego a los cerdos; con todo, piensa que Matilde es rescatable, que con ella intentará otro día, pasado mañana tal vez. Aceptará la invitación que le hizo al despedirla: ir a ver Edipo Rey, esa película de Pasolini que alguien recomendó. En el Gran Rex, ocasionalmente, pasan ciclos de cine más que interesantes y éste era uno de aquellos. Además, se autoconvence, No es ninguna tonta, releé Paradiso de Lezama Lima, (yo no leí pero dicen que es bueno) le gusta la música -se defiende con la guitarra-, y puso las pelotas si se trató de defender a la amiga por más que la otra sea lo que es. En cambio para el Cuervo, Roberto no resulta buena madera, Toda la tarde haciéndose la del mono con Matilde, dándole la razón para quedar bien, y lo desprecia en voz alta: -¡Pajarón!. Temprano todavía. Por eso decide ir a la wisquería. Al costado de una YPF; disimulada pero no mucho. Quizá encuentre al Pelado, aunque seguro que andará en algún garito, timbeando de lo lindo. No se equivoca. Las chicas confirman que el Pelado pasó tempranito, se tomó un coñac y después se fue a lo del viejo Silverbarg a jugar al póquer. Así tampoco se hace la revolución. Pero el Cuervo no le da tanta importancia, intuye que las ideas y la militancia terminarán por arrancar al Pelado de esa devota inclinación al juego que él no llamaría, de ninguna manera, vicio. El frío del río y de la isla, aunque sean una habitualidad lo mismo calan fuerte. Puro, el “Caballito Blanco” repone el calor. Conversa animadamente con Clara. Ella le cuenta de su hijo, sueña con mandarlo a la escuela normal a pesar del chico: -Es quedado, según

58 afirma con pena pero segura. Lentamente el Cuervo se olvida de lo que considera un día perdido: -Mirá, suspira ella, Podría tener otro trabajo, pero ya ves, acá, en el pueblo todos me conocen y nadie quiere darme uno; desalentada, explica lo que se sabe. Debajo del marco, en la entrada, falta así para que toque con la cabeza el parante horizontal. No es de por ahí. Aspecto de los que están de paso. Clara lo observa y el Cuervo, por sobre su hombro, también. Cliente nuevo, aparenta ser generoso: -Perdoname, otro día la seguimos, éste no me lo pierdo. Clara suelta la banqueta que oscila brevemente. El Cuervo, reconcentrándose, vuelve al “Caballito blanco”. Pena porque es una lumpen. No maldita, es cierto. No, porque con las otras son víctimas de la sociedad burguesa; y más que eso del sistema capitalista que las condena. Benito solía enredarse con ellas. Como si no respetara las reglas. Justamente, ahora debajo del marco de la entrada está Benito. El pelo desparejo. El Cuervo no lo ve, tampoco lo oye llegar. La mano en el hombro: -Ehh..., ah, sos vos. Benito despeja la cara, disfruta de haberlo asustado, no era fácil encontrar al Cuervo así, distraído, sin atender las medidas de seguridad: -Vos de espaldas a la puerta, hermano..., adónde iremos a parar. Semipenumbra que no alcanza para ocultar los cuerpos entretenidos. Las manos hacendosas. Las copas que suben y bajan. -Contame, Cuervo, cómo te fue. -Más o menos. -Por qué. -Demasiado pequebús. -¿Pequeños burgueses los tres? -Sí. -Qué mala pata.

59 -Mirá, creo que Matilde es la única. -¿En serio? -No te hagás los rulos, macho..., hay que seguirla, esa mina es un buena madera. -Bueno, Cuervo, si te parece lo hago. -Sí..., pero. -¿Pero? -Antes voy a salir una más yo, luego sí, te toca..., hay que reclutarla, Benito, no somos muchos y ya se viene el Quinto, así que, tratá de no hacer pelotudeces, no cancherear haciéndote el piola. -Sin atracarla, decís. -Sí, éso mismo. -Ta bien..., qué persecuta, hermano..., lo prometo: cumplir el objetivo. Algunos gritos. Risas. Distraen la atención. De fondo, raro en ése lugar, Piazzola arremete novedoso. Benito enciende otro L&M, exhala haciendo argollas con el humo. Sabe que está por meterse en camisa de once varas, sin embargo va igual: -Che, Cuervo, ¿la viste a Clarita?; el Cuervo apoya el vaso, retarda el movimiento, no levanta la vista: -Sí. Ginebra con hielo; Benito moja el dedo, prueba: -Dónde está. El movimiento es lento, gira la cabeza hasta fijar la mirada en el otro: -Con un cliente..., ¿por qué? El Cuervo permanece así, inquisitivo. Benito lo mira de reojo, desaloja un mechón de la frente: -Puta que lo parió..., tenías ganas. Costumbrista o no, la verdad es que el humo de los cigarrillos afosca el burdel. Sólo al momento en el que alguien entra o sale, alguna brisa enjuaga por una brevedad el salón y la barra. El Cuervo mueve la cabeza hacia los lados. Resopla antes de:

60 -Oíme, macho, ¿no entendés que nos podés mandar tragados a todos?..., ésas no son relaciones recomendables. También Benito mueve la cabeza hacia los costados: -No me agités, Cuervo..., ¿qué, tengo cara de pajero yo? Sonríe torciendo la boca, estira el brazo y agarra el de Benito: -Por qué te cuesta entender..., estas minas tienen que cuidarse ellas y por eso arreglan..., no tienen alternativa. Último trago, el vaso sin ginebra queda suspendido en el aire, Benito no quiere darse por enterado: -Sos un prejuicioso Cuervo; además me tomás por un tarúpido..., a otro con ése cuento. Recién entonces deja caer el vaso vacío sobre la madera humedecida. Busca al barman y levanta la mano, el Cuervo no pierde el hilo de la conversación: -No se trata de moral, hermano, la seguridad sencillamente es una cuestión política. Azules, gordos. Uno: la gorra metida entre el codo y el sobaco. El otro: la gorra que baila en la punta del índice [Se podrá argüir que es demasiado forzado. Justo en ese momento. ¡Qué casualidad! No obstante, es verdad, en ocasiones, estas chiripas pasan]. Atraviesan el salón con la boca ladeada. Miran hacia uno y otro lado. Los que están se apocan. Salvo las chicas que enseguida salen a su encuentro. Se insinúan en voz baja. Los tocan apenas. Y no los miran a los ojos. -Che, Cuervo, cómo se explica que vengamos a este breca, te la pasés hablando con Clara y me hagas discursos a mí. Benito, reprocha el sermón; parece no reparar en lo evidente. Fijo, atento al movimiento de los recién llegados el Cuervo no la deja pasar: -Una cosa es hablar y otra que te saquen información, macho. *

61 Radio Rivadavia critica la -a esa altura- vieja proclama (1967) del poeta hippie norteamericano Allen Ginsberg: Fumen {marihuana}, forniquen, ensanchen sus cuentas, ¡Vivan!

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2007 Lili, Walter (V)

Lili iba y volvía. Traía pequeños racimos de tallos y hojas secas que embolsaba para después tirarlos dentro de un tacho mediano. Febril, terminaba con su actividad botánica sin dejar de responder mis inquietudes: -Fue el Cuervo porque así le decían al padre..., heredó el apodo. Apoyado en la baranda del balcón terraza y aclarada mi duda, porfiaba mirándola. Me dijo que esperase un momento; fue a lavarse. Regresó pidiéndome que, mientras conversábamos, marchásemos a caminar. Ciertamente, estuve de acuerdo. Antes de salir se retocó los labios en el espejo de la sala.

La tarde iba entibiándose.

Dejamos Azcuénaga para remontar Peña. Liliana es profesora de filosofía y pedagogía especializada en deficiencia mental. Iba refiriéndome sobre esas cuestiones y recordó: -Mirá, el Cuervo era un tipo generoso, demasiado, no voy a olvidar, él cargaba a los lisiados subiéndolos o bajándolos a pulso por las escaleras de la casa de dos pisos donde yo trabajaba. La retuve antes de cruzar Agüero. Comenté que esos detalles me interesaban, que no dejara de mencionarlos por más nimios que parecieran. Sabía que, pese a que nos fuéramos de tema -del que había

65 ido a buscar-, lo mismo esos datos me servían. Además, en algún momento volveríamos sobre las razones por las que lo echaron de Cuba. Y mucho más sobre lo que trajo desde allá. Lili, de a ratos, hacía una pausa para recuperar el aliento. No es fácil hablar y caminar, menos en su estado de salud, obviamente debilitado. Ella fue recordando: -El Cuervo era así, súper solidario, si alguien necesitaba ayuda, él se ofrecía..., lo que te digo es verdad; tipo ágil y habilidoso, vos se lo pedías y él venía en la camioneta del negocio del tío, aún en horario de trabajo nefregándole que el capataz rezongara; lo hacía sin vacilar; así como te digo, los dos pisos los subía y bajaba en menos de lo que canta un gallo. Azul metálico, el Ford Escort cruzó como si anduviera dispuesto para atropellar a quien se le pusiera delante. Liliana cerró los ojos: -Uno de los gestos del Cuervo que recuerdo fue lo que hizo para el casamiento del hijo de Mong Roig, pudo que haya sido antes de que él viajara a la Isla; los abrió, volvió a marchar, atravesamos Billingurst. Yo iba a su lado, estudiándola. Parecía meterse en un enorme agujero-gusano del tiempo. Hizo una larga pausa; cruzamos al través y en silencio Plaza Las Heras hasta llegar a Beruti..., no, no puede ser. ¿O sí? Bueno, lo cierto es que encaramos rumbo al Botánico. -En esa época, recomenzó de pronto: -Yo fumaba Clifton, ¿te acordás?, no, qué te vas..., vos sos muy pendejo. La miré visiblemente incómodo, No los probé, retruqué al instante, Pero los conocí..., una tía los fumaba, ésos y también los Saratoga sin filtro. No escuchó, metida de lleno en su loop del espacio, prosiguió con lo del casamiento del hijo de: -En aquellos años, oíme bien, las fiestas eran una tregua entre las facciones; si, es cierto, a veces se armaban enfrentamientos duros y se

66 arruinaban los casorios y al final todo terminaba con las puteadas de la parentela no comprometida. Yo me acordé del que me había descrito José: aquel casorio donde los muchos parientes del Tatu Aguer -sería por el setenta y cinco, creo- se reunieron en ocasión del casamiento de uno de ellos en la provincia de Santa Fe. Bajaron desde Tucumán varios barbudos pasados a la clandestinidad. Y de la Capital Federal llegaron otros (siete u ocho) pero de pelo corto y bigotito, según José, más regulares que no sé qué; uno de ellos venía directamente desde Campo de Mayo. Aquella noche no hubo bronca, pero faltó así para que la hubiera. Porque ya de madrugada, alguno se recibió de cornudo. Y otro (contra la bacha de un baño), de amante por única y última oportunidad. Sin embargo, la verdad es que todos terminaron borrachos, cantaban y bailaban abrazados sin importar quién era quién. Contradicciones por las que todavía se discute. Claro está, de esto, ni una palabra a Liliana, de cualquier manera no me hubiera escuchado. Además no estoy seguro que esos hechos fueran ciertos, bah, yo qué sé. -Mirá, Walter, me dijo ella que venía hablando de algo que me había perdido por recordar lo del Tatu Aguer. Acomodó la cartera en su hombro antes de seguir: -Se casó el hijo de Mong Roig, yo no tenía un peso ni siquiera para comprarme calzones así que, imaginate que menos que menos zapatos, cartera y vestido de noche..., agarré un faldón, trapo viejo, negro, sin hombros y con dos breteles así de finitos, por suerte era verano; podés creer que fue el Cuervo quien me ayudó a pegar las lentejuelas, eso sí, él lo hacía y yo me desvivía explicándole que la novia había sido compañera del secundario en el Nacional del pueblo, que era una buena mina; al Cuervo no le importaba, lo único que me recomendó fue que me cuidara, porque esa clase de personas -radicales colaboracionistas- no era de fiar.

67 Barrio Norte. La gente deambula protegida por la sombra de Plátanos inmensos. Me entretenía pateando pelotitas de color ocre - frutos de aquellos árboles, secos y cargados con pelusa-, que estaban desparramadas en las veredas anchas por las que íbamos. [Permítanme una digresión, mientras escribía esto, sin proponérmelo recordé a mi mendocino San Rafael natal. Tuve ganas de pedir esa máquina del tiempo pero me abstuve, temeroso de que mi personaje me dijera: no. Otra, ¿recuerdan qué número de Coro era aquel, en el que Jack Kerouac decía?: “...Ninguna dirección, ninguna dirección dónde ir/ Burroughs dice que es una nave de espacio- tiempo/Conectada con místicas y misterios...” En fin, yo tampoco, sigamos con Lili y Walter]. Lili explicaba: -La fiesta terminó, te diría que con delicadeza abandoné el salón..., me veía a mí misma (algunos se confundieron) comportándome como una mujer de clase, burguesmente alta..., hoy me veo en aquel ayer preguntándome desolada cómo volvería a casa; te imaginarás que nunca me había preocupado por semejante gansada pero, ¿entendés lo tremendo de aquello?..., porque la verdad es que mi casa muy lejos no quedaba. En aquellos años San Nicolás no dejaba de ser una ciudad relativamente chica; bueno, como te decía, aquella noche tuve la lúcida, terrible confirmación de que blanduras y foferías no eran atribución exclusiva de los opulentos...; ésos que para mí no eran más que mierdas, soretes a los que no se debía perdonar, ésos mismos, de repente se transformaban en un espejo -malamente áspero- en el que me veía reflejada de un modo minucioso y cruel. Liliana frenó la marcha, suspiró largo y me agarró del codo, apretaba fuerte, como si quisiera transferir fuerza que la ayude para: -Atendeme, Walter, a pesar de que toda aquella noche la había pasado mofándome de las poses, de las formas y de los idiotas o hijos de puta que armaban sus vidas baladíes prestando atención al qué dirán, de

68 pronto me hacían caer en cuenta de que si yo no era una de ellos no lo era por un pelo..., y lo peor fue que también supe que éso podía cambiar en un santiamén. En la esquina de Beruti y tal (ahora no me puedo acordar el nombre de la puta calle) hay un bar. Antes de entrar al Botánico, Lili quiso tomar un café. Accedí enseguida. La vi -sorbía de un solo trago el contenido negro del pocillo- claramente sentenciada. No dije una palabra. Ella resucitó el relato: -Por fin me decidí a dejar la fiesta, que se moría (ojalá se hubieran muertos todos; la boluda de la novia primero), partí sin despedirme... Nadie, ninguno recibió mi saludo porque huí, furtiva, premeditamente; en la calle, las cinco húmedas de la madrugada golpearon todas juntas en mi cara y me devolvieron a la realidad..., ¿no te figurás lo qué pasó? Esperaba que le respondiera; se quedó mirándome como una boba. Más bobo yo puse los ojos preguntones. Hermosa, volvió a quitarse el mechón que le caía sobre la frente: -En la cuadra estaba el Rastrojero del Cuervo, bah, del tío; y él esperándome, las pupilas dilatadas, se notaba, había tomado Actemín o Isidón para aguantar toda la noche; psicofármacos a los que se apelaba si era necesario permanecer despiertos. Se detuvo en la narración, me observó intrigada. Por las dudas aclaró como si se hubiera dado cuenta que soy reaccionario: -Sabés que los barbitúricos se tomaban solamente si había que pasar de largo y nunca en algún operativo armado ¿no? La cara que puse reflejó la elocuencia de una respuesta no dada con palabras; lo cierto es que Lili siguió haciéndose la desentendida: -Bueno, el Cuervo esperaba para llevarme hasta casa..., creo que esa noche lo..., como mujer digo, lo amé; él estaba ahí porque no quería perderme, ni a mí ni tampoco a la militante; mirá Walter, por entonces todavía éramos pocos y hacía falta que alguien rompiera el hechizo y

69 cuidara que la fe revolucionaria no se desmigajara en manos de la serena ilusión de la princesa..., la de la fábula capitalista.

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Matilde tendrá que ir sóla al cine

Profunda. Noche apenas menos que interminable. Benito se ha quedado esperando. Solo. Desde atrás de una cortina, mezcla de mimbre y tela, ella aparece. Clara: ojos cansados, cara lavada. El gigantón la besa para despedirse. Buen cliente al que no volverá a ver. Se tambalea. Entre la banqueta y el aire, el culo de Benito oscila indeciso. La ve venir, un poco desmañada, la boca leve. Mueve el brazo, firme pero sin brusquedad, para quitar a uno que quiere acercársele. Sin embargo sonríe porque el más gordo de los de gorra la saluda desde la otra punta de la barra. Tiene razón el Cuervo: es peligroso. Además no ayuda a la revolución. El pelo mojado se pega en sus hombros huesudos: -Cómo estás, Benito..., llegaste tarde, el Cuervo estuvo por acá. Él la observa, y a pesar de que ella no lo transmite la ve algo malograda, parece rendida: -Sí, se fue hace rato..., me quedé porque tenía ganas de tomar una ginebra y además... Clara pone la boca pegada a su oreja: -Reite, hacé como si yo te estuviera proponiendo hacerlo..., hoy no, por favor, estoy molida. Reflejo inmediato, él se ríe, por el rabillo mira y no encuentra quién vigila. Porque todos espían. Los de las gorras también.

72 Sus cuerpos se despegan calmosamente; él dice no con la cabeza y ella tira de la mano, queriendo llevarlo. Se queda firme en la banqueta. Clara, los ojos iluminados. Detenida. Benito llama al barman: -Una ginebra para mí y para ella... No lo deja terminar, el mozo se retira sabiendo qué traer: -Un trago solamente, enseguida cerramos, concluye definitivo. Amanece. En la ruta hace ya rato que pasan camiones cargados de granos, vacas, leche y también, madera. Abrigados. Caminan por la banquina. La escucha atento: -Fijate, Benito, el nene es lento, no le da la cabeza..., menos mal que tiene a los abuelos porque lo que es yo..., fijate, qué otra vida puedo darle. Horizonte azulino. Hace frío. La humedad cala. Ahora abrazados, alejándose de la ruta, se meten en un pasaje de tierra, largo y angosto. El Paraná distante, a sus espaldas. Callados. Soñolientos. Benito la acompaña hasta la casa ya sin ganas de. El ruido del motor los saca de la ensoñación. Clara se acurruca: -No te des vuelta, es el Gordini del botón que estaba en el quilombo. Benito se levanta la solapa: -Cómo sabés. Ella exhala fuerte y el vapor se condensa de gris a blanco: -Me lo sé de memoria. Le acaricia el pelo sin mirarla: -¿No bolaceas? Clara quiere insultar, pero conviene seguir aparentando no sea cuestión que el policía se dé cuenta: -No seas..., por favor, al llegar metete en casa, prefiero poner la cometa yo. Se acercan a la casa, está a veinte metros, al final del pasaje: -¿Qué cometa? Clara no saca los ojos de la puerta:

73 -La que tendría que poner mi patrón o qué creías. Por fin, entran. El Gordini verde pasa lentamente y ellos lo ven por las rendijas de la persiana. -Quedate a dormir si querés. -No, esperemos…; después me voy. -Hoy es sábado, al nene los abuelos lo traen después del mediodía. -No es por eso. -¿Entonces? -No me gusta la cana. -Pará un cacho, a mí tampoco, qué te pensás. -Ustedes tienen merengue con ellos. -No seás mersa. -Qué tiene que ver. -Todo..., tenés que ser muy mersún para pensar que porque les sonrío y me hago la simpática puedo mandarte tragado, a vos y a tus amigos; o vos pensás que no sé en lo que ustedes andan. -¿Ah, sí?, no me digás. -Pero…, vos qué te creés, gilún; nunca diría nada, alguien tiene que cambiar las cosas, o vos creés que quiero a mi nene con la misma vida de mierda que llevo yo. Sobre un aparador, tres portarretratos. La foto del hijo. La de Clara con sus padres. En el tercero, justo debajo de un crucifijo de madera, la de Evita Perón. Un plato con cera de vela consumida. Clara trae una enorme taza con café recién hecho.

Los sábados en San Nicolás son sosegados, igual que los domingos. Rayos de sol ligeramente perpendiculares se reflejan en algunos charcos de calles y terrazas.

74 Un canillita pedalea parsimonioso, vocea “El Norte”. La casa del Cuervo silenciosa. Y él va despertándose. Todavía en medio de la nebulosa adormilada se confunden la figura de Benito, el bar y la canoa con la que había navegado por el Paraná. Lo primero que ordena sus pensamientos es la imagen de Matilde. Ella le contó que en el garage en el que actúa, suelen poner una sábana traída desde el Odeón de París en la que se repite la consigna de mayo de 1968,: “...No hay más teatro que la guerrilla...”. No le importa al Cuervo que ella no esté muy de acuerdo con eso. Habrá tiempo para hacerle cambiar de opinión. Lo significativo es que a esa chica la injusticia no le resulta indiferente. Ella acepta que por el mundo ruedan los problemas y que algo hay que hacer. Buen comienzo. Además, Matilde es prácticamente una mujer parejera. Mucho de ella la acerca a esa cualidad. Atributo propio de los cubanos. Especialmente de los habaneros. El Cuervo se asoma por la ventana. El mediodía chispea en el patio. La blancura de afuera, también la imagen rememorada de Matilde, le recuerdan a La Habana y Amparo.

(monotype corsiva 13) Ropa colgada de los balcones. Atraviesa la calle una gastada Harley con sidecar. Algunos bailan y otros rien desde el poyo de las casas. Un chiquillo jala un carro hecho con un cajón de guayabas. Tiene tres ruedas con rayos. Las sacaron de un triciclo vencido. Lo conduce una niña, el vestido arremangado. El Cuervo espera, por momentos otea hacia afuera. Amparo vendrá a visitarlo. Sol habanero impiadoso. Desde el tercer piso la ve. Campanea la cadera de la miliciana cubana. Mujer morena y mora. No se dan cuenta, porque no saben mirarte.

75 Amparo y el mundo estaban liados por un mismo destino. Por esto ella viene a comentarle quiénes son aquellos. Los parejeros. Mujeres y hombres que tratan a todos por igual. No les afectan honores, sangre, títulos o sabiondez. Pobreza o riqueza. Modales. Tosquedad o pulcritud. Academia o ignorancia. Para ellos no hay diferencia. Simplemente: Personas tan iguales las unas como las otras. Sierra Maestra. Bahía de los Cochinos. El Che y Camilo. Fidel. La revolución. Mucho de todo fue posible gracias a esta particularidad. No importa quién eres. Quién te trae. A qué vienes. Da lo mismo. ¿Sabes bailar? ¿Y pescar? ¿Tocas el piano? ¿Escribes? ¿Cocinas? ¿Abogas por ti? ¿Por otro? Da lo mismo. Los parejeros hicieron lo que hicieron y hacen lo que hacen. Por eso La Isla -tan medianera de ese otro mundo. Ese, el del Leviatán acechante- sobrevive y sobrevirá. Sol en derrota. Esta noche habrá apagón. Desde el balcón del tercer piso el Cuervo la ve irse. Amparo. Sus caderas de soldada cascabelean. Si van a la izquierda, el negro negro de su pelo va a la derecha. Y viceversa. Por fin la ve perderse hundida en la vanidosa penumbra crepuscular. El Cuervo termina de comer un nispero. El volumen alto lo trae de nuevo. La radionovela ausenta a las mujeres de las calles. Cierra la ventana. Invisible al mundo. Esa noche habrá apagón.

El marco de chapa no es buen apoyo, los codos duelen. El Cuervo sale del embeleso y del recuerdo. En su cara, nostalgia. Los

76 brazos hormiguean. Cuánto estuvo así, instalado de nuevo en la calle habanense que lo albergó. Cuánto en los brazos ahora inasibles, añorables de Amparo. Pausa. Su cabeza ralentizada, se tira hacia atrás. Cielo preñado de azul. Perpendicular oblicua, el sol dibuja otras sombras. San Nicolás quieto. La siesta sabatina parece más perezosa que lo habitual. El Cuervo tarda en volver del todo. Hace un esfuerzo: Matilde. Esa noche irán juntos al cine. Antes él va a convocar a una reunión urgente. Se viene el Quinto. Vendrán desde todas partes: Tucumanos, porteños, cordobeses, misioneros, rosarinos, tilcareños, dos pampeanos y un mendocino. Los mendocinos tan así, empedados pero chotos. Sin embargo eso no es lo peor. Lo peor es que también vendrán varios desde Zárate. Se viene el Quinto. Es mejor estar bien preparados. Hace falta conseguir pertrechos. Matilde es importante. Pero más el Quinto Congreso. Necesitan armamentos, municiones, dinero, uniformes. Además están demasiado quietos. Por otra parte Benito se está desbocando; empujado por su snobismo pelilargo y sus hormonas sedientas es impredecible. El Pelado, hasta las verijas con el naipe y los dados. Los otros compañeros vaya a saber en qué andarán. Está claro. Urgente debe convocar a una reunión. El Cuervo es un tipo extremadamente racional pero no por eso abjura de la pulsión emotiva; y más para ordenar la tropa. Sí, esta noche hay que hacer algo. Algo que acomode la conducta. Que reestablezca la mística, la que según el Cuervo corre riego. Porque no es razonable pasar vergüenza en el Quinto. Menos que

77 menos con los de Zárate. Esos que te tiran con el mameluco haciéndose los proles. Matilde deberá esperar. Este fin de semana será el turno de algún cana que ande suelto por ahí. O, se podría liberar a Jeremías, hecho que, aunque él no perteneciera a la orga, daría que hablar. Todo a pesar de que reprendiera a Benito por tener esa idea. En realidad no fue por eso y sí por el lugar en el que lo dijo. A pesar de todo, de la publicidad y de la audacia que la operación implica, es demasiado complejo para hacerlo así, de arrebato. Sí, esa acción es, por mucho, más peliaguda que la otra. Lo mejor será hacerse un policía. Después, se verá. Matilde tendrá que ir sóla al cine. Por ahí va con el pajarón de Roberto. Ése, con tal de andar cerca no le importa ser rueda de auxilio. Está decidido. Para esa noche el Cuervo convoca a una reunión reducida. Estarán, Benito, dos o tres más y él. Al Pelado lo deja sin participación de propósito. Cuando se entere rabiará de lo lindo, pero le servirá para darse cuenta que si no larga la baraja, duerme afuera. Pero antes de, tiene que completar otra acción menor. La compra de un libro para enviárselo, el lunes a primera hora, al delegado sindical de la UOM que trabaja en la fábrica de electrodomésticos proveedora de su tío. Sale de su casa, sabe que tiene que apurarse. Las librerías estarán cerradas. Pero no duda de que don Karim le abrirá. Hombre raro aquel, religiosamente musulmán y sin embargo tan abierto. Con toda seguridad él tendrá la obra de Rodolfo Walsh: “Quién mató a Rosendo”. Ya con la novela, parte en el ratrojero hasta Ramallo. Necesita asegurarse. Nada de teléfonos. Calcula que para ir, averiguar y volver no puede tardar más de hora, hora y media. Está anoticiado de que allá, frente al tanque de agua municipal, hay un policía de guardia toda la noche. Se lo informó un cumpa que

78 milita en aquel pueblo y que hace inteligencia ahí. Se trata de tener operaciones en ciernes para el momento oportuno y si desde otras localidades la orga decide realizarlas. Y es el Cuervo el que llega para pedir una. Se reúnen los dos y acuerdan qué hacer y cómo. * Roberto viene con el cuento traído desde Rosario. Matilde apenas lo escucha. Ensimismada, lamenta que esa noche no verá al Cuervo. Lo siente, a pesar de que él le ha prometido que durante la semana van a juntarse. Presiente que, en realidad, se gustan o por lo menos han empezado a. Orgullosa, ni siquiera para sí misma admite que sólo sea ella la que esté interesada en el Cuervo. Roberto le pide que se muevan ya. Hay que salir de inmediato si quieren llegar a tiempo. Esa noche, en Rosario, un grupo de estudiantes reproducirán como se pueda, la acción de Julio Le Parc en París. Ellos tratarán de imitarlo en la Chicago argentina. Se apostarán alrededor de la cancha de Rosario Central con la idea de, al día siguiente, repartir objetos de arte entre las hinchadas que lleguen a presenciar el clásico de la ciudad que disputarán el local y Newell’s Olds Boy`s. Matilde azorada: -Estás loco, Roberto, ni ebria ni dormida te acompaño..., además, ya que el Cuervo me dejó plantada, prefiero, o dormir o ir a la presentación de la novela Boquitas Pintadas en el Municipal..., sabías que viene Manuel Puig, ¿no? Roberto queda como turulato. Percibe que la está perdiendo. Matilde insiste: -¿Qué te parece mi idea? Él sale pronto del pasmo. Digno, empieza a retirarse: -Mirá, elijo salir ya mismo para Rosario..., la cultura no solo viene escrita o actuada; me gusta reproducir acá lo que hacen por Europa, especialmente si viene de Francia. Matilde, la cultura cambiará al mundo; no te lo digo más, ¿venís o te quedás?

79 Duda, una milésima: -Roberto, no sé qué decirte, mejor veámonos el Martes en el teatro, yo prefiero quedarme; además, ésa idea de distribuir estatuitas a los hinchas, no sé, me parece medio..., que sé yo, no alcanza. Quieto un momento. Mirándola. Saca un cigarrillo. Enciende; con el pucho colgado de la boca azuza: -Oíme, Mati, nos vemos el Martes, pero dejame decirte que no es nada estúpido lo que estamos por hacer; la idea de que todos pueden disfrutar del arte, significa que no es un asunto de élites ni propiedad de potentados, ¿entendés?; retrocede de espaldas a la puerta. Con una sostiene el cigarrillo, con la otra acciona el picaporte. Ella opta por mantenerse así: mueca mordaz. Evita las palabras. Roberto saca medio cuerpo afuera, pisa la vereda: -Por otro lado, si algo hay que hacer, como dice tu amigo el Cuervo, esto es mejor que nada..., chau. El pestillo de la cerradura trabó sin ruido. Matilde permanece en el sillón. La mueca desaparece detrás de una sonrisa. Sí, querido, ése que nombraste hace lo que hay que hacer y no boberías sin sentido..., regalar estatuitas, puf. Cierra los ojos piensa que, tal vez ella también pueda ir un más allá de lo que la lleva el teatro, Lo del Odeón parisino tampoco es una bobería. * Esquina de Alem y Colón, paredes blancas, altas, coronadas con una baranda elegante. Terraza impecable. Ahí, otros planifican lo que intentarán concretar tiempo más adelante: -La Casa del Acuerdo es un símbolo. Afirma convencida y con el tonito entrerriano que todavía no ha perdido, agrega: -Pero lo es más el sable que nos vamos al llevar algún día, en meses o años, no lo sé..., por todo lo que implica para esta sociedad pituca que no entiende nada, que no le importa. Alguien que está mirándola fijo, se atreve y pregunta:

80 -Che, Mercedes, además de que nosotros somos tan pitucos como a los que queremos denunciar, ¿no pensás que, si nos sale bien, lo van a aprovechar los que están metidos en política? Porque no lo mira, duda; ella insiste: -Carlos..., qué nos importa, somos otra cosa, un grupo de fifís, claro, pero con ideas propias, que quiere la verdad, no nos interesa el poder, ni cuánto tardemos en concretar el robo, no queremos..., este..., no queremos eso, el poder, pero sí que se den cuenta que las cosas no pueden seguir como van, ¿no? *

Oscurece. El Cuervo regresa a la casa. Están todos: Benito, Liliana, Raúl y Mabel. Como de costumbre, el Cuervo se carga de solemnidad. No permite que nadie se escape del libreto. La seguridad ante todo. La explicación que da sobre el por qué de la acción es escasa. Lo que sí, se explaya abundante poniendo toda la información disponible en conocimiento de sus compañeros. Todos supieron que en Ramallo, reafirmarían aquel principio táctico conceptual que servía de base a cualquier operación: ir de lo chico a lo grande y aprender a combatir combatiendo. En el pueblo vecino nadie o muy pocos los conocen. La operación será a cara descubierta (a lo sumo llevarán pañuelos para cubrirse) y lo más tarde posible (la cerrazón nocturna, su mejor aliada). El dato ha sido corroborado por el cumpa ramalense. El policía, se queda hasta la madrugada. Aunque hay unas cuantas casas la zona está desierta. Deben conseguir un auto esa misma noche. Preferentemente que no se descubra hasta el otro día. Mabel pasa el dato: -A dos cuadras de mi casa hay un garage en el que guardan los coches tres vecinos...., uno de ellos va y vuelve desde y hasta Baradero; sale alrededor de las ocho de la mañana. Regresa por la tarde, a eso de

81 las siete, guarda el Peugeot 403, no lo saca hasta que viaja de nuevo... Salvo los sábados que lo guarda al mediodía y lo deja hasta el lunes que se termina el franco. Benito toma nota: -Qué hace, qué trabajo. Mabel, parsimoniosa revuelve el café, quiere aparentar calma: -Es inspector en una distribuidora de frutas y verduras. -Cómo abrimos el portón; irrumpe Benito. -Puerta, corrediza, la cierra un candado, Mabel no levanta la taza, suspira. Es el Cuervo ahora: -Qué tipo de cerradura. -Simple, con ganzúa se hace rápido, la voz baja pero segura de Mabel intenta que termine ahí. No. Antes, Liliana quiere sacarse una duda: -¿Tiene techo corredizo? Mabel, muestra su contrariedad pero niega con la cabeza. {Dos horas más tarde, Benito y Raúl, irán a buscar el Peugeot} La mesa poblada de puchos y vasos. El Cuervo repasa, señalándose: -Yo soy 1, después lo hace con los que nombra: Benito es 2, Liliana 3, Raúl 4 y Mabel 5. Benito manejará. Dos 45; una yo. La otra, Liliana. Le sacamos todo. Arma y uniforme. Liliana, te encargás del fierro. Yo de la pilcha. Una vez que esté hecho, Raúl cubrirá la retirada, haremos postas, cuando salís le das tu pipa, Lili, y te quedás con la del cana. Vos, Raúl, por las dudas llevá la cachiporra. Mabel hará el control; flaca, revisá las marcas de tiza en la salida sur de Ramallo, y te vas a dormir a lo del cumpa que te va a esperar por las novedades. De regreso, nos vamos a repartir a la entrada de San Nicolás. Recién volveremos a juntarnos el Martes. Haremos la reunión evaluativa. Benito, te llevás el 403 y lo tirás en Bogado, si podés encanutalo de manera que tarden en descubrirlo. Tomate el micro que va a Buenos

82 Aires y que pasa a eso de las cinco. Mabel, si la noche se complica, o no encontrás la marca de tiza, avisás enseguida al cumpa de contacto, él sabe qué hacer.

Apenas pasada la medianoche el portón se cierra. Lo llevan. Empujan una cuadra. Raúl volantea, la ventanilla baja, medio brazo adentro. Benito, pispea hacia atrás. Arrancan en la siguiente esquina. Y sí, tiene techo corredizo. Varios camiones. Algunos ómnibus. Cuatro o cinco autos. La ruta 9 está despejada. Concentrados. Todos escuchan al Cuervo que, “in voce”, repite la operación: 1 tal cosa, 2 tal otra, 3 tal más y así. Un Impala plateado los “sorpasa” como si estuvieran parados. “Bienvenidos a Ramallo”. La luz de luna no ayuda. Los faros del 403 apagados. El motor, muerto. Crepita el pedregullo debajo de las ruedas, hasta que, por fin, se detiene. Bajan. Tres. Caminan tranquilos. El Cuervo, cuatro pasos adelante. Antigua. La calle del tanque es una de las primeras del pueblo. Ventanas cerradas. Silencio. Casas dormidas. La lechuza voltea la cabeza. Abajo, una rata blanca deja lo hondo del desagüe. A pesar de que vienen de frente el vigilante no los ve. Apoyado contra el tronco de un eucalipto, aburrido y soñoliento, mira el piso. Tampoco los escucha.

Veinte cuadras más allá, hacia el sur. Mabel camina, mide el tiempo. Nadie en la calle, salvo, dos cuadras adelante, la luz interior de un auto que permanece encendida.

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El Cuervo se adelanta. Fierro a media altura, entre la cintura y el pecho. El de gorra alza la vista -{lo tiene prácticamente encima}-. Abre los codos, las manos, los dedos. Los levanta. Liliana, como un rayo, pasa por un costado; se acomoda esquinada, en diagonal al tronco del eucaliptus. Brazo recto, estirado. La 45 cancheramente ladeada dibuja un vals tenue. El policía gira la cabeza. Ojos grandes. El hueco negro de la 45 no es suficiente. Imposible tapar los ojos patinados de Liliana. ¡Una mujer! Cuerpo menudo y sin fuerza. Manos delgadas, uñas cortas pero esmaltadas. Pelo largo, lacio. Tetas. ¡Lo aprieta una mujer!

Mabel ruega que no sean lo que calcula que son. La cuadra que ahora atraviesa es un croquis pretencioso. Por poco perfecta. Techos planos. Ninguno a dos aguas. Paredes de revoque. La mayoría pintadas de blanco. Una color verde suave; no desentona. Solamente dos, revoque descascarado, sin pintura. No conviene doblar en la esquina para no levantar sospechas. El Cuervo le había enseñado eso. Baja de la vereda. Cruza. Asfalto cuidado. Sube al cordón de la del frente. Y sí. Son nomás. Mabel está por traspasarlos pero se abre la puerta del Torino. Un policía uniformado desciende y la apura: -Deténgase. Ella frena. El

84 corazón palpita a mil. En su cabeza se superponen las ideas no aclarándose ninguna. La voz amojosada del policía aturde: -Adónde va, de dónde viene.

La rata olfatea. Mueve una patita. Luego otra. No más de cuatro pasos. Hurguetea, busca en el aire el apetitoso perfume de un sótano almacén que está al frente. Justo cruzando la calle. Y la amedrenta ese otro olor: gelatina pringosa de la parca que intuye cerca.

Se revira. El cana -retén nochero apostado en el tanque de agua ramallense- se retoba. Porque de ninguna manera puede apretarlo una mina. No lo va a permitir. Quiere repeler el ataque y procura apartar la cuarenta y cinco de Lili. Manotazo tan repentino como torpe. El Cuervo reacciona. También Raúl que aflora de golpe, con la cachiporra empuñada. Liliana les gana a los dos. Rápida, esquiva el manotazo. Adelanta la pierna derecha. Con la izquierda mete un rodillazo en el medio de las pelotas. ¡Flowps! Antes de que caiga, baja furiosa la culata como si fuera una porra de piedra. ¡Troc! Se la da entre la nunca y la segunda cervical. El “poli imaginaria” se desploma, definitivamente derrotado.

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Mabel responde tranquila. Clava sus ojos pícaros en los del macho que la prepotea. Quién hubiera dicho, ella, tan temerosa para todo y con semejante sangre fría. Enfrenta a los testaferros de la parca: -Me disgusté con mi novio..., vivo en Rosario, pero no pienso irme de Ramallo hasta que lo castigue; dígame, ¿usted se animaría? Estúpido. El macho macho se vuelve imbécil [más] si una mujer se le ofrece. O cuando él cree que se le ofrece. Cierra la puerta del Torino. Antes de responder se agacha dificultosamente a causa de su lumbalgia y mira -mediado por el vidrio opaco de la ventanilla- a su compañero. Claramente le indica sin ninguna otra seña que la intensidad de su mirada, que no debe descender del auto. Se incorpora. La observa. Ella también lo. Él está por dar un paso pero se intimida. Mabel sonríe, ignora de propósito las sobonas babas de la muerte que tiene delante de sí. Agresivo se manda: -Si me animo a qué, chiquita. Ella ladea la cabeza y baja los párpados. Luce sumisa, como entregada: -Si se anima a ayudarme, comisario. Sabe que no es, ni siquiera sargento, pero aprovecha la noche y lo asciende. Noche ramallense caliente y pre-revolucionaria.

Cruza. La rata se anima y se larga rumbo al sótano.

Ustedes deben saber que la manera de actuar de Liliana es peligrosa. Al golpear con la culata la pistola puede dispararse. Y un

86 ruido de esa magnitud hubiera despertado a la mitad del pueblo. Quién sabe lo que hubiese pasado. Pero no. El pobre policía se hubo despeñado atarantado por el retumbo que lo apabulló. Nunca se sabrá si entiende lo que, mientras le quita el uniforme, el Cuervo recita: -No es con vos la cosa. Lo aseguran atándolo en el tronco grueso del eucaliptus. Sale Liliana. Raúl espera. Ella, al pasar, le arroja la 45 (la suya) que hace una hipérbole plateada antes de que él la pesque. Después se retira el Cuervo. Rebasa y llega hasta la siguiente esquina. De inmediato Raúl va. Liliana va. El Cuervo va. Raúl se mete por la puerta trasera izquierda, Liliana por la trasera de la derecha, el Cuervo por la delantera de la derecha. Y entonces sí, el 403 arranca sin problemas. Benito sonríe. Lili se acomoda el pelo. El Cuervo prende un faso y convida a Raúl.

Una cuadra atrás. El Torino de la provincia se queda lejos. También el poli súbitamente ascendido a comisario con un número telefónico de fantasía. Mabel, no bastante retrasada apura el paso. Tres cuadras las que faltan. La piel de gallina. El galope-corazón la deja sin voz. Por suerte no hay nadie a quien hablar. Ella hubiera querido verlos llegar. Detenerse. Ver a Benito. La mano firme, el trazo largo. La raya de tiza. Y ella escondida, pispiar todo sin que la vean. Llega tarde.

87 Porque el poste de luz está marcado. Porque en un abuso de confianza y de triunfo, la pared del baldío esquinero está rayada de blanco. Todo a lo largo. Y al doblar también. Marca tiza que garantiza que la operación salió airosa. Mabel, número 5, se emociona. Se alegra de que el Cuervo haya confiado en ella a pesar de la humedad/meada que la avergüenza.

Pitonisa de la fatalidad la gota roja se disuelve en el aire. Nunca voló. Hasta ahora. La rata, prendida en las garras de la lechuza, aprecia el cielo ramalense desde lo alto del eucalipto.

Ese lunes, alguien, en Baradero, falta a su trabajo. * Un operativo evidente y perfectamente coordinado puso frenético al Partido militar: las paredes de muchos pueblos y ciudades de todo el país amanecieron teñidas de color azul, negro, incluso iluminadas de rojo. Brocha o carbón: Luche y Vuelve.

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2007 Lili, Walter (VI)

Nos sentamos en un banco del Botánico. Sobre la callejuela que te saca en Plaza Italia, al frente del Zoológico. -El Cuervo no manipulaba, aseguró Lili a cuento de nada, Al menos no como se hace ahora, eso que han puesto de moda con la palabrita cooptación..., viste que la gordita (si quitan el “ta” es mi tocaya) repite sin parar ¿no?..., pobre, se pensará que nadie se da cuenta lo conservadora, egocéntrica qué es, ja ja ja..., ¿y ella habla de hegemonía? Sacó la servilleta que había traído del bar, empezó a jugar con los dedos: -A propósito, dijo y me miró. Noté que se había dado cuenta que yo estaba distraído con los gatos que nos ignoraban olímpicamente. La miré, poniéndome listo y expectante. Luego de recuperar toda mi atención, Liliana empezó a monologar, imparable: -Toda la política hoy es manipulación; es convencer a cualquier precio, hacer cambiar las ideas..., no importa que se inviertan si eso supone conseguir guita; peor que éso, porque los políticos y la gente han renunciado, han renegado de las ideas y lo que cambian son las penosas posturas que hoy proclaman y de las que mañana se apartan si los

90 intereses personales y la plata así lo exigen; vos bien sabés de qué hablo, flaco, vos los escuchás todos los días justificándose a sí mismos, llamándose pragmáticos..., ¡hijos de puta!, qué vamos a hacerle, son la espantosa cara de esta mierdosa sociedad, la que los engendra, por miles, millones, la que los vota; si ahora hasta se acepta y difunde como muy bueno, moderno, independiente, qué sé yo, votar a unos hoy y a los opuestos mañana. Mirá, tenía razón el facho de Perón, los llamaba bosta de paloma, ¡ja!, qué pasaría si el viejo se levantase de la tumba y viera a esta puta sociedad toda convertida en independiente: sin olor, sin color. Se tomó un respiro. Arrugaba la servilleta y no se decidía a tirarla. Creo que en realidad intentaba desahogarse. Me resultaba llamativo, Lili no era de putear demasiado, apenas lo necesario. Sin embargo debo reconocer que el palabrerío en el que se había metido, más que aburrirme, me ponía de mal humor. Antes que nada, porque en aquel momento me parecía que se alejaba demasiado y por lo tanto sería difícil retomar el tema principal. Además, por meterse con la política, se plantaba, digámoslo con lenguaje actual y periodístico: insufriblemente setentista. Una brisa empezó a levantarse. En otro banco, justo al frente del que estábamos, una mujer - tendría, no sé, ¿unos veinticinco?- lagrimeaba sin taparse la cara. Lili no reparaba en ella, retomó sin levantar la cabeza, fija en el piso de tierra: -Atendeme, Walter, en aquellos años la idea del poder se asociaba con el cambio, los reformistas con la reforma, los revolucionarios con la revolución..., no, no te tengo por tonto, pasa que me interesa recalcar; lo único que importaba era el cambio sostenido por alguna ideología, sí, el mundo debía ser otro, sea cual fuere la vía empleada, las armas o el tiempo; había una ética del poder, se relacionaba antes con los paradigmas ideológicos que con el poder en sí. Por qué te pensás si no, que nos quedamos noqueados, grogys y

91 turulatos con, no sé, ¿querés?: los desatinos imperiales de los rusos; ¿querés?: el muro; ¿querés?: la glasnot; ¿querés?: yo qué sé, con todas aquellas pendencias que destapaban al mundo soviético…, esas de las que se agarraron los mierdas para decirnos que vivimos equivocados. Destrozadas quedaron nuestras más sublimes y nobles..., eh, eh, digamos que vinieron para convertirlas en fantasías sin que pudiésemos reaccionar y..., Lili levantó la cabeza, me miró poniendo fijeza en el gesto, enseguida lo desarrugó. Se puso de pie y fue a tirar en un tacho de basura el despojo de la servilleta totalmente machacada. Dos travestis, vestidas de día, cruzaron por el sendero. Por la hora, todavía no iban en busca de Godoy Cruz. Una de ellas, se notaba, tenía los pechos inflados. En una de esas, se había inyectado aceite de alta densidad. La chica del banco ya no sollozaba. Seguía triste, claro. Lili también las vio pasar: -Miralos, me dan cosa..., pobres pibes. Esta vez fui yo el que la puse en aprietos, aproveché para marcar las diferencias que separaban claramente el XXI de los setentas: -Lili, empecé, Ellas quieren que..., no es que yo esté de acuerdo…, pero vos, mejor deciles ellas, eso piden, porque al revés del Papa no creen en la división biológica de los sexos. Se quedó observándome, no diría estupefacta, sí sobrepasada. Ladeó la cabeza, tal vez meditaba: -Mirá, flaco, es posible que ya esté vieja para, es decir, claro que lo entiendo, pero qué querés, me cuesta acostumbrarme, para nosotros estos son argumentos entendibles pero que de alguna manera entorpecen, ¿entendés? Tres o cuatro hojas volaron rastreras. Un gatito las perseguía y daba tumba carneras. -No, Lili, no entiendo, además quiénes son ustedes. Insegura, fijó la vista en el piso:

92 -Por qué me preguntás quiénes somos. Volví a mirar al banco de la chica, ya no estaba: -Vos dijiste, “para nosotros” y todo ese bla bla que agregaste. Con la punta del zapato Lili empezó a escarbar en la tierra: -Ah..., entiendo que no lo entiendas, je, vos pertenecés al mundo de los individuos, yo, por lo contrario, soy un vetusto espécimen vinculado al anacrónico universo comunitario..., pero, decime, ¿te interesan estas querellas? Es rápida Lili. Habrá sido mi cara, algún bostezo que no pude evitar. No sé. Lo cierto es que ella abandonó el hilo del argumento. Volvió a mirar a las travestis que se esfumaban al cruzar rumbo al zoológico: -Ahora que lo pienso, Walter, me parece que más te va a interesar cómo se asumían ciertas cuestiones por aquellos años. Se quedó esperando. Con el gesto le di a entender que siguiera. Sacó un cigarrillo: -Me acuerdo de Clarita, dijo. Yo hice pantalla con mis manos para que ella pudiese encenderlo: -Clarita, repitió al exhumar -como si doliera- el recuerdo; largó la primer mordedura de humo, Clara había sido prostituta, sabés..., además era una hermosa mujer, por dentro y también por fuera, bah eso creo; el Cuervo la conoció en el cabaret del Pueblo, San Nicolás; es una buena historia, porque muestra de alguna manera cómo se encaraban ciertos asuntos; el tío del Cuervo les prestó plata para que en el espacio de lo que había sido el antiguo burdel pusieran un bar, hizo una pausa, exploraba en la memoria: -Sí, también servían minutas; prácticamente ninguna de las que trabajaron en el cabaret se quedó, salvo Clara. Le pedí que retuviera la historia por un momento, necesitaba estirar las piernas y además echarme un meo.

93 Volví, estaba esperándome ansiosa, dispuesta a meterse de nuevo en la vida del Cuervo: -Oíme, empezó de sopetón y antes de que terminase de sentarme, siguió, La historia de Clara tiene razones que...; el Cuervo y Benito trabajaron durante un tiempo el bar restaurante, aunque no era una buena manera de juntar plata sí lo era, en cambio, cómo te diría, de lavar la guita de los operativos, la que se recaudaba para la orga; bueno, la cosa es que Clara desde el inicio se hizo cargo de la atención de las mesas, la condición que le pusieron los chicos fue que no ejerciera nunca más su antiguo trabajo..., bueno, salvo respecto de su habilidad como punga, en más de una ocasión le pidieron que fuera a hacerse de libretas (cívicas y de enrolamiento, también deneíes) en el centro de San Nicolás; otras la mandaron hasta Buenos Aires con la misma finalidad. De repente Lili se detuvo; de nuevo indagaba silenciosamente en el pasado. La dejé que pensara. En el interín volví a mirar, busqué a la chica del banco, anhelaba que se hubiera quedado cerca. No. Al menos en los alrededores no se la veía. ¡Puta madre!, pensé pero no dije nada. Lili apoyó la mano en mi hombro: -Sabés, me da ternura recordar; Clarita se adaptó rápidamente..., vencía sin demasiado esfuerzo la tentación de algunos cumpas; pero no solamente porque ella los persuadiera de que ya no trabajaba, sino también porque el Cuervo se había convertido en una especie de cancerbero implacable..., pero también custodio de la moral del grupo porque ésa era la prueba de que se podía reivindicar la recuperación de una víctima social y no había que echarla a perder por el estúpido impulso de la testosterona; con el tiempo todos -aún Benito-, fueron convenciéndose de que ella había superado el lumpenaje del que venía. Abruptamente detuvo el relato. Me observó. Hizo con los dedos la clásica seña de comillas y repitió: -“Lumpenaje”.

94 Hábilmente. Volvía a captarme, como si fuera ella la que tuviera interés en que conociera la historia y no al revés. -Vos pensá, flaco, era hacia el final de los sesenta principio de los setenta y esa chica metida entre guerrilleros marxistas..., a medida que fue ganándose la confianza participaba en algunas acciones. Clara hasta empezó a traer más seguido a su hijo, los chicos lo habían adoptado; siempre había alguno para jugar con él. Se puso ciertamente seria: -Pocas veces vi una mujer que fuera tan, como decirlo, ¿dichosa?..., sé que puede parecerte mucho, pero Clarita se transformó, fue otra; con el tiempo progresó dentro de la estructura de la organización; su militancia, su compromiso, lo jugada que era, la hizo escalar posiciones..., y responsabilidades. Creo que Lili estaba haciendo un enorme esfuerzo por no dejarse vencer por el desasosiego que le provocaba ese recuerdo. Aquella otra mujer. Aunque también pensé que exageraba porque después de todo esa tal Clara, qué sé yo. En fin, no me demoré en dilucidarlo porque ella seguía, incontenible: -Fui su amiga y lamenté mucho, mucho, que ya ningún compañero se le animara; pobre Clara, después de la cantidad de mierdas inútiles que abusaron de su cuerpo...; supe de alguno que se había enamorado, pero por los prejuicios, o los miedos, o no sé..., jamás se lo dijo. Una paloma voló desde una rama metiendo alboroto. No le presté demasiada atención. Lili tampoco: -Clara -dogmatizó- se había convertido en una especie de símbolo, en la patentizada muestra de que a través de la concientización podía cambiarse el mundo (o eso pretendíamos) y ella debería ser una clase de santa..., mirá, si los cristianos tuvieron su Magdalena nosotros, el Ejército Revolucionario del Pueblo, tuvo a Clarita. Quise interrumpirla: -Qué fue de.

95 -Walter -abrevió- si cualquiera de nosotros la recuerda en voz alta..., bueno, seguro que empezamos un viaje al corazón de los Perros del que no querríamos salir, nunca. Bajó la cabeza. Ya no habló. La dejé que se contuviera. Era evidente. Había una carga tan fuerte en esa historia que, aunque quisiera, no podría ir más allá. Pero, no obstante, mi curiosidad no era mero chisme. Por eso arriesgué: -Decime, qué fue de ella. Minimalista. Exageradamente despojada. Lili pronunció aquellas palabras ominosas: -Se la llevaron, flaco, no se supo nada más.

96 97

Para el Cuervo la noción de sí se volvió tangible en esa mujer

Martes. Llueve. En la casa del Cuervo están los cinco. Evalúan el operativo, la voz de Raúl es la primera en escucharse: -Liliana, está claro que lo íbamos a dominar, no estuvo bien lo que hiciste. Ella sabe que tiene razón, aunque se resiste a dársela rápidamente y olfatea por qué: -Es más, interviene el Cuervo, Lo teníamos dominado, o vos creés que podía soltarse. Lili levanta la cabeza pero Raúl insiste: -Qué hubiera sucedido si se escapaba un tiro. Ella entonces termina de admitir su error: -Es cierto, espero que no vuelva a pasar. Guarda para sí una intuición que atornilla la duda: el policía reaccionó porque era mujer; a sus cumpas, aún con la verdad, también les debe doler que sea ella (por ser ella y no él), la que les ganara de mano al reducirlo y dejarlo fuera de combate. Benito observa, tranquilo, expectante. Esta mañana, también fría, sirve de mucho. Después de un operativo debía seguirse la imprescindible rutina del análisis. Mabel relata la manera con que, hábilmente, eludió a los policías que la retuvieron. Cuenta con detalles, porque así lo exigen, de lo que

98 costó sobreponerse al desboque de su corazón sofocado. Por supuesto nada dice del bochorno (aunque nadie la viera) que no pudo evitar después de alejarse de los polis, al orinarse encima (apenitas es cierto..., pero igual) dos cuadras adelante. A pesar de la observación de Benito respecto de que los policías podrían haber preguntado por la dirección del supuesto novio de Mabel, lo mismo los otros aprueban lo actuado, particularmente porque ella supo desenvolverse valientemente frente al imprevisto. Ella está orgullosa de sí misma pero más de la felicitación que recibe del Cuervo y de la efusiva Lili. La retirada es, del mismo modo, parte del elogio: el sistema de postas funcionó como debía. Pese a que el cana estaba atado y desvanecido ninguno de los tres que intervinieron se relajó; cubrió y fue cubierto adecuadamente hasta marcharse definitivamente del lugar. Benito recibe la conformidad de todos ya que consiguió salir del lugar -a pesar de que el operativo no hubiese sido planificado con antelación- por caminos vecinales, de tierra y apartados de las rutas principales. En definitiva, la conducta de todos ha sido examinada: preparación, vacilaciones, descuidos, valentía, temores. El operativo resulta bien calificado, por su resultado y por el comportamiento general de los que intervinieron. -Esto revela, afirma el Cuervo, Lo importante que es, para el combatiente, estar preparado, conocer el terreno..., porque nunca se sabe cuándo nos van a llamar. Amaina. Da la impresión de que enseguida saldrá el sol. -El Quinto Congreso debe ser una respuesta adecuada a lo que marcaron en mayo los proletarios de Córdoba, preconiza el Cuervo. Enciende otro cigarrillo. Vuelve al foco:

99 -No quedarse atrás..., ahora la orga debe retomar el camino de la vanguardia y ése, quizá, deba ser la insurrección del pueblo con las armas en la mano.

Anochece. Es cierto que amagó con terminar, pero en ocasiones pasa que, uno piensa que puede salir sin paragüas y queda empapado. “...toda experiencia concreta de libertad que pueda realizar por mí mismo es prueba de mí libertad; toda aprehensión concreta de conciencia (de) mí conciencia; la noción misma de conciencia no hace sino remitir a mís conciencias posibles...” Jean-Paul Sartre, “El ser y la nada”. Está sólo. El Cuervo deja el libro sobre la mesa. Lo cierra sin señalar la página. Es que, de nuevo, lo cautiva de improviso la imagen-recuerdo de su viaje a Cuba.

(monotype corsiva 13) Lo primero que el Cuervo vio {en la piel mora daban la impresión de una fatalidad redundante y perogrullescamente inevitable}, aquellos ojos negros que lo acecharon entre divertidos y exigentes. Amparo, más que ayudar ordenaba cómo construir ese refugio para enfrentar huracanes o tifones; que también servía para ocultarse de la canalla imperialista hasta emboscarla y, entonces, darle su merecida derrota. Varaentierra le llaman. No llega a ser un pozo, tampoco una casa. [El Cuervo no supo que, en las serranías de traslasierra cordobesa, los que los españoles llamaron Comechingones construían viviendas muy parecidas]. Ahí, alojados en una de aquellas se conocieron. En ese territorio libertario los combatientes, valientes subversivos latinoamericanos pasaron la noche asilados en la varaentierra bajo la supervisión implacable de la tenaz capitana morena.

100 Para el Cuervo la noción de sí se volvió tangible en esa mujer. En el brillo negro de su inteligencia. Y la idea de libertad, esa noche, tuvo su nombre. El de ella. A doscientos, doscientos cincuenta metros crecía un alto, frondoso jardín de ceibas sagradas. La única mañana de tregua que tuvieron, a la sombra prodigada por ellas, Amparo y el Cuervo, narraron el mundo.

Matilde lo invitó. La parroquia del barrio más periférico de San Nicolás lo había organizado. Se trataba de un festival destinado a concientizar a la comunidad barrial de que conseguir que el ómnibus llegase hasta allí, era una lucha de todos. Pero, claro, disimulaban hacer algo diferente, no hay que olvidarse que los milicos de pueblo no permitían que las cosas se hicieran así, a cara descubierta. Consentían que se perpetrara un montaje para no darse por enterados y justificar, llegado el caso, la no intervención frente a los superiores de La Plata. El municipio había propuesto asfaltar la avenida por donde el micro circularía. Con ello daría satisfacción a la empresa y a los vecinos. Pero el barrio no quería el asfalto especialmente porque pensaban que después iban a pretender que quitaran gallineros, campitos y huertas. Y el empresario, dueño de la línea de ómnibus, decía que las calles de tierra afectaban los amortiguadores además de aflojar la carrocería y los elásticos. Como no hubo acuerdo, había que luchar para obligarlos. Al intendente blandengue. Al empresario avaro. Por eso se había organizado aquella jornada. Día de lucha ataviado de kermés. La imagen del Cristo Obrero preside la fiesta. El Cuervo llega. La busca pero no la encuentra.

101 Gentío. Todo el barrio está ahí. Matilde lo ha visto pero deja que él de vueltas. Le gusta observarlo. Estampa árabe. Lo imagina fuerte, protector. Pero fundamentalmente como el puente que la llevará a un lugar diferente al que la han predestinado: escuela, familia y sociedad. Esquiva dos, tres, cinco chicos, lo agarra del codo: -Hola, Cuervo. A treinta metros de la parroquia, en el playón del Centro Vecinal 25 de Mayo se han desplegado todo tipo de puestos y quioscos. Venden refrescos, facturas, tortas o empanadas. Hay uno que, medio descolgado, canjea revistas, 2 x 1: Patoruzito, Intervalo, El Tony. Se exhiben diferentes objetos, entre ellos se destaca, grabadas a carboncillo, una serie de copias hechas por un pintor local de la obra del artista cubano Marcelo Pogolotti. Dos láminas grandes sobresalen sobre las demás. Representan la lucha de los obreros y la tacañería del capital. La música es propalada desde un tocadiscos Ranser al que le han adosado dos grandes megáfonos. Una obra de títeres, cada treinta, cuarenta minutos repite la función que dura diez. Ha sido creada por un grupo de catequistas, interpreta la historia de dos pastores y su perro que enfrentan en su establo a un viejo de nariz prominente, torva; vestido de negro, se propone confiscarles las ovejas a cambio de los intereses adeudados. El Cuervo se detiene justo frente a ese puesto. La mayoría de los asistentes son niños. Uno de los pastores-títere, cuenta que, en ocasiones, es imposible pagar. Pero que eso no es malo si la causa tiene buena explicación, por ejemplo una larga sequía; los acreedores deberían tener paciencia y no cobrar excesivas recompensas por la demora. Enseguida, el perro-marioneta echa al pelele de camisón negro y los chicos gritan de alegría; alguno tira bolitas de migapán contra el monigote-usurero que hace apresurado mutis.

102 Matilde no lo acompaña ya. El Cuervo espera que ella se prepare para actuar en la obra de teatro que cerrará la kermés. Mientras tanto recorre el lugar; observa que, aquí y allá se discute en grupos. El punto que los convoca se debate a viva voz. Los hay quienes cuestionan la decisión de no admitir las excusas del dueño de la empresa y que, hasta aceptarían el asfalto. Por supuesto son minoría. Pero se hacen oír. Los demás no se quedan atrás, contestan, a veces a gritos. Aunque son más las mujeres, los hombres participan. El cura que ha organizado todo, camina despacioso, atento, escuchando. Enfrentados, dudan en saludarse. Alguien se interpone entre ellos dos: -Venga padrecito, venga que ya empezó el recitado de poesía. El Cuervo los sigue, prudente, a unos diez metros. Es el mismo teatrillo, levantado especialmente para la ocasión, en el que más tarde actuará Matilde. La marquesina contiene una leyenda inspirada por un conjunto de militantes por la actuación que más adelante se llamará Grupo Octubre: “Si el teatro tiene una estrategia es que se convierta en asamblea”. Dicen que entre ellos destacan a un tal Norman Briski. La gente se arremolina, de pie, delante del escenario. Están silenciosos, concentrados. Aún los que un momento antes discutían acaloradamente se acercan. Detrás de bastidores se asoma de tanto en cuándo la cabeza del apuntador. Plantado en el escenario, cerca del foro derecho, el poeta barrial. Alto, extremadamente flaco y desgarbado; la voz gruesa:

Yo sé bien que cuando el mundo Cede, lívido, al descanso, Sobre el silencio profundo Murmura el arroyo manso.

103 El Cuervo los identifica de inmediato, “Versos sencillos” de José Martí... Qué lo reparió, estos se la traen..., no son ningunos giles ni la chingan, bajan línea a lo pavote, lástima que el cura sea peronista, como la mayoría de este barrio, bah.

Atrás. Muy por encima de la arboleda, una pareja de caranchos hace rodajas en el cielo; buscan alimento. El sol resbala en su pendiente.

Los que serán “Octubre”, artistas callejeros que acompañan a Matilde en el escenario (mejor dicho es ella la que los secunda): Larga hilera de sillas de diferentes tamaños, material y colores puestas sobre el tablado. En uno de los extremos, un sillón alto y sentado en él, gorra azul, uniforme gris y un volante en las manos, el que actúa de chofer de aquel ómnibus fiticio. En los asientos una vieja se abanica, otro fuma Imparciales, dos son colegiales, siete obreros, tres vendedores ambulantes. Matilde lleva falda de embarazada y el pelo arrodelado con una redecilla grisácea. El “micro” está orientado en dirección a la ciudad. Sin quejas pero con quejas: simulan saltar al ritmo de los pozos imaginarios. Algunos actúan el guión discutiendo litigios que hacen al barrio. Otros, en cambio, se refieren a temas generales, del momento. Una de las actrices, bien flaca y de apariencia descuidada se ríe frente a la cara sombría de otra, más circunspecta: -Che, dice la flaca, Te parecés a Gelblund criticando La Hora de los Hornos. Por detrás uno que “corre” en el mismo lugar hace el papel de dueño del colectivo. Grita, solloza, insulta. Más atrás, una percha de pie, saco y corbata, representa al intendente. La obra termina, todos aplauden. Comienzan a prepararse, en un rato llega el sermón del párroco.

104 Apenas el acoplado de un camión. Desde ahí el cura hablará para todos. En diagonal, sobre un pequeño muro se alcanza a leer: ¡Viva Cristo Rojo! El Cuervo la recibe con una sonrisa: -Estuviste muy canchera. Matilde sonríe también: -¿Servirá? La gente se arremolina sin prisa y van quedando en silencio. Incluso el Cuervo, tiene aspecto de hombre dócil, acostumbrado a las misas. Delante sobresalen dos, calzan boinas blancas que los cubren del sol. -Compañeros, hermanos, vecinos, empieza el padre párroco que no tiene más de treinta, Hoy el barrio ha venido hasta este lugar trayendo una voluntad..., que también será (es) la voluntad del Señor. Es Dios el que nos enseña que las buenas noticias no provienen de arriba, constantemente vendrán desde abajo, de los pobres, los necesitados, desde las orillas hacia el centro. Solo debemos recordar que nuestro señor Jesús Cristo vino de la más oscura y pobre Palestina. Lo que en el Cuervo era una apariencia va transformándose. -Allá como acá, se tiene claro por qué se lucha pero más qué defendemos. La voz del curita se impone por sobre los árboles: -No corresponde quedarnos quietos ni tampoco dejar que el que tiene que hacer se quede quieto para tratar de conformar al que manda con el poder de su dinero. Carraspea, sabe que el intendente ha enviado a alguno para que pispeé; por eso mismo, se manda del todo: -Porque ya nos dice Él, en el Apocalipsis, orientándonos a repudiar la indiferencia, “...conozco tus obras: No eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!, por eso, porque eres tibio te vomitaré de mi boca...”. Tentado de aplaudir, el Cuervo reprime el gesto, Qué hijo de puta..., tendría que reclutarlo pero este es recontra peroncho.

105 Relampaguea más o menos paralelo al horizonte que se enrojece. Por la punta del playón se acercan cinco policías, al frente va el comisario. Desde el acoplado los ve venir: -Felices, dice Mateo en las Bienaventuranzas. Levanta la voz ya definitivamente embalado: -Felices los que tienen sed de justicia, porque serán saciados. Ahora acomoda el cuerpo inclinándolo un poco: -Felices los que son perseguidos por practicar la justicia; se endereza, mira desafiante a los que llegan: -Porque a ellos pertenece el Reino de los Cielos. Los policías se quedan a metros del acoplado. La gente todavía no ha reparado y el cura se aproxima al final de su sermón: -Hermanos, compañeros, vecinos, nuestra lucha es justa, nuestro barrio y nosotros merecemos ser satisfechos, dejénme concluir con un suceso que nos regala la rica historia cubana. Ahora sí, el Cuervo pone los brazos en jarra abriendo grandes los ojos. -Hacia 1919, dice desde arriba, fijo en el comisario, En Cuba se prohibió el toque del tambor por considerárselo inmoral..., imagínense, queridos hermanos, lo absurdo de semejante medida del soberano; soberano en los papeles, porque el otro, el verdadero, nunca dejó de luchar hasta conseguir que esa torpe ley se derogase..., hoy aquí, en este barrio nicoleño, la dificultad es similar y saben qué es lo mejor, Jesús, en su inmensa misericordia está con nosotros, amén. Amén. Repitieron todos; hasta el Cuervo.

Noche cerrada, ha empezado a nublarse y hace frío. Maipú esquina De La Nación. Para el Cuervo, trago San Martín acompañado con maní sin pelar, es el clásico del Bar del Teatro Municipal. No se sabe cómo o con qué está preparado -se supone que tiene vermouth; algunos le agregan soda-. [Les aseguro: vale la pena probarlo]. Lo

106 inventó el fundador del bar hacia 1920 aproximadamente y nunca dio a conocer la fórmula. Matilde prefiere ginebra. -Qué me decís del curita, Matilde. -Mató, Cuervo, dicen que pertenece a la teología de la liberación. -Puede ser..., sin embargo yo sé que es peronista. -Y..., sí, claro. -Claro por qué, hermana. -La gente es peronista, Cuervo. Por la calle pasa un carro tirado por el alazán de don Anselmo. Lleva bolsas de naranjas. También leña. -Vos sabés, Cuervo, los chicos con los que actué comentaron que la auténtica cultura debería ir desde el interior de las provincias hacia la ciudad puerto, no al revés..., y, además, que debía intercambiarse todo producto cultural sólo con los países del Tercer Mundo; a mí me parece bien. -Bueno, Matilde, pero yo creo que hay que ir más allá, jugarse a fondo. -Puede ser, pero también dijeron que para eso lo mejor sería armar un frente policlasista..., que lo de la kermés era una prueba de que tal cosa es posible. -Ves, no estoy de acuerdo, de esa manera rompen la revolución porque sólo la lucha de clases garantiza que el más fuerte no se aproveche del más débil. -No sé, me parece complicado. -Matilde, el pueblo se suma si algunos otros señalan el camino..., hoy pasó eso en la kermés pero no hay que pensar en frentes inútiles que alargan los tiempos y sí en cambio saber si ellos entendieron el mensaje. -Es verdad, estoy impresionada cómo lo captaron. -Pero sí, flaca…, con todo, vos te das cuenta que no es suficiente, ¿no? -Qué.

107 -Claro, todo lo que se hizo apenas sirve para que arranquen, para que abran los ojos. -¿Entonces, Cuervo? -Entonces..., hay que hacer la revolución, mujer. -Creo que…, ¿pero cómo? -Hay que formar parte de los que quieran que el mundo cambie y trabajar para conseguirlo, Matilde..., no hay otra manera, bah, yo no imagino ni me convence otra. -La verdad, quizás tengás razón Cuervo..., ¿a vos te parece que yo podría? Tocadiscos Winco. De vinilo, simple. La Balsa de Lito Nebia desborda todo el salón. En otra mesa, perpendicular al mostrador, cuatro discuten. Dos son jóvenes. Dos no. El rock o la política: -Mirá, hablar de amor, de paz, con todos los que se cagan de hambre. -Vos no entendés, viejo, primero que el cambio tiene que darse en uno y después en la sociedad. -¡Pero no!..., qué va, así no conseguimos ni mierda. -No entendés, negro, el arte, el rock, la música progresiva, es la vanguardia. -Qué vanguardia ni ocho cuartos, de qué hablás, acá hay que empezar a los golpes para que los gorilas entiendan. -No, la violencia no sirve, no ayuda. -Claro, mejor olvidemos a los muertos de José León Suarez y yastá, ¿no? -No digo eso, ¿pero vos escuchaste la letra? -Lo único que sé es que los musiquitos están para hacerle el favor al sistema. -Se nota..., te quedaste papando moscas desde Los Plateros para acá y ni por nada aceptás otra cosa.

108 En la cartelera del teatro anuncian para el siguiente fin de semana la presentación de Los Sainetes de Vacarezza y El Pan de la Locura de Gorostiza. Matilde y el Cuervo salen callados. Cruzan Maipú, él ayuda agarrándola del codo: -Che, Matilde, vos estás segura que les ofrecieron éso, vos decís que algunos proponen llamarlos ¿Grupo Octubre?. -Sí, parece que así se llamarán…, bueno, a ellos le ofrecieron hacer ese tipo de nogocios claro, ellos se reían y alguna hasta puteó porque de ninguna manera aceptarán. -Por supuesto, dónde se ha visto que una pintora, un actor o cualquier otro por el estilo haga publicidades..., la dignidad del arte no se negocia. * Imponiéndose a las discográficas una banda arma su propio sello: Mandioca. Graban el primer simple con dos temas estrenados en La Cueva (Pueyrredón 1723, Buenos Aires). Lado A: Qué pena me das. Lado B: Para ser un hombre más. ¿Quiénes?: Manal.

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2007 Lili, Walter (VII)

Volvíamos callados. Salimos del Botánico y tomamos Las Heras; avenida ruidosa. Escandalosamente apurada. Sin embargo Lili no se dejaba contagiar y caminaba lento. Lo último que había contado la tenía metida en pensamientos que preferí, por el momento, no indagar. Oscurecía. Mi colega periodista, Fernando Confesore, encargado del pronóstico de TN, había anunciado lluvia para esa noche. A pesar de esto, no quise apresurar el paso. Suponía que, debería esperar hasta otro día para que siguiera contándome. Eran dos. Linyeras que se hacían compañía. Uno de ellos estiró la mano encostrada de suciedad y llagaduras. Liliana no se percató. ¿Yo?, por supuesto, no les di. Ella. Fue ella la que volvió solita; empezó con voz amortiguada: -Perros nos llamaban, quién habrá sido el que nos puso ese apodo..., pienso que sería un apócope entre ERP y errepé, lo que sí, puedo decirte que era una clase de mote simpático. Un Peugeot 205 GTI, rojo, pasó rápido. El que lo manejaba estaba apurado por llegar, servirse un Glenfiddich y empezar a escribir.

111 Lili lo siguió con la mirada, después retomó: -Pienso que la gente común no nos entendió..., no a nosotros, tampoco a los Montos ni a las Far o las Fap ni a ninguna de nuestras organizaciones. Me mordía la lengua porque sabía que no debía decir mu. No convenía. Pasó su mano por la nuca acomodándose el pelo: -La gente tampoco quiso entender por qué; sabés que pasa, fue mejor para ellos..., así. Volvió a callarse, parecía desentenderse. Por supuesto, de ninguna manera lo permití: -Así cómo, Lili. Movió la cabeza hacia los costados, parecía importunada: -Sin que nada cambie..., con el mundo tal cuál es. Estuve ahí de mandarme... Un gato bajó deslizándose por el tronco grueso de un Tilo. Me asustó. Menos mal, hubiera dicho una boludez y, posiblemente, ella no hubiera revelado lo que pensaba: - Oíme flaco, acomodó la voz para establecer una especie de sentencia popular, Oíme bien..., la mayoría de los jóvenes de aquellos años, ricos, pobres, cultos o ignorantes, no caíamos en la tentación de la comparsa, por lo contrario, casi todos queríamos ser protagonistas directos de lo que pasaba, protagonistas de nuestras vidas, fuera la que fuese y en el ámbito que sea. ¡Callate!, me dijo sin que yo dijera nada, estaba tan embalada que su paso había cobrado un ritmo por poco alocado y, aunque no me costaba seguirla, juro que comenzaba a agitarme: -Callate y oíme Walter, repitió, Necesito explicarte; entiendo a los peronistas, a Perón, el viejo se las traía pero a la distancia lo entiendo y..., mirá, mejor que no divague, te decía que casi todos los que en aquellos años teníamos entre diecisiete y treinta años, más o menos, nos habíamos cargado al mundo en los hombros, viste, igual que el Patrón Bermúdez, ja ja ja, mirá el ejemplo que busqué, pero sirve - cuántas Copas Libertadores de América e Intercontinentales ganó..., cuántos súper clásicos contra las gallinas de Nuñez- se ponía el equipo

112 al lomo y metía, yo soy de Boca, te habrás dado cuenta, pero lo mejor fue que el Patrón lo enfrentó al tilingo de Macri, sabías, ¿no? La detuve de sopetón porque me pareció, qué sé yo, una comparación burda y además creía que este caso el nudo no pasaba por ahí: -Dale Lili, no te vayás por las ramas..., andá a los bifes, nena. Toque. Ella levantó un toque la voz: -¡Pará flaco!..., tenés razón, claro, pero no te pasés de la raya. Me frenó así, de una nomás, dejándome mudito y apichonado (además, aforísticamente hablando, la necesidad tiene cara de hereje). La siguiente cuadra, callados. La imagen de los linyeras volvió a mi memoria. Pensé o dudé si uno de los dos era una mujer. Y me dio aprensión. Mierda de darles, que se hagan cargo los que calientan sillas en el Estado. Pensaba en esas banalidades para recuperarme del mal momento que Lili me hizo pasar. No insistí porque tenía la certeza de que no hubiera servido para nada. Esperé hasta que ella siguió: -Mirá, ¿vos leíste la novela prohibida de Nicolás Casullo, “Para Hacer el Amor en los Parques”..., o “La voluntad” de Anguita–Caparrós?, si no las leíste no importa, en cualquier caso lo cierto es que en aquellos años, para algunos, las armas fueron el camino..., ellas tuvieron, si se quiere, un sentido romántico, ése que atrajo a muchos; pero eso porque no había otra manera, además… Lili tosió. Tardó un momento en reponerse. Aprovechamos para cruzar corriendo Coronel Díaz; tomamos Pacheco de Melo. Volvió el monólogo aunque para mí, a decir verdad, se alejaba de descubrir por qué putas habían echado al Cuervo de Cuba. -Flaco, me dijo tomándome del hombro con ternura, Los jóvenes de por entonces ya estábamos -quizá no lo pareciera pero sí- agobiados por el único fin que proponía la vida en un país acomodado a los inefables designios de la renta, era eso lo que no queríamos, consumir porque sí nomás..., qué joda; pensar que hoy acusan de anacrónico a

113 cualquiera que ose plantear el tema. Pensá, cuántos murieron, cuántos están desaparecidos o quebrados; si no averiguá..., ¿te gusta Marechal?, fijate lo que dice en “Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza” bueno, nuestra generación tuvo muy en cuenta esto, la condición humana, cómo y cuánto era posible cambiar el mundo injusto que trataban de imponernos por otro distinto…, a lo mejor cargado de cierta fealdad visible en lo superficial pero ciertamente más justo y fronterizo con la belleza en serio. En aquel preciso instante pensé que Lili estaba estancada. Aferrada en el discurso a la prehistórica idea de que el consumo es el mal. No obstante algo me hacía ruido. Tal vez mi propia descalificación de los argumentos que ella terminaba de expresar pero más no saber. Ambigüedad en la que siempre caía. Cómo combinar una imagen aspectada de heroísmo sin perder la comodidad del cuerpo cuidado y sin riesgo. Porque de eso se trata en nuestra era. Hacer los cambios pero sin comprometer más de lo necesario. Ser prácticos a la hora de intervenir en las cuestiones de todos. Las de la sociedad. Liliana insistía: -Pero los adultos de entonces no querían eso, preferían el mundo de la desigualdad aunque no lo admitieran, porque para ellos la fraternidad era apenas una mueca, un rebusque que tenía la caridad para dejar de llamarse beneficencia, una excusa para encontrarse en los tes canasta, vos leíste Mafalda, ese cuadro imperdible de Susanita proponiendo jugar a juntarse para comer masitas y reunir dinero para comprar “las porquerías que comen los pobres”, bueno...; llegó la hora que nos soltaron la mano, hijos de puta…, ¡hijos de puta!..., no se cansaron de repetir: algo habrán hecho. Caían las primeras gotas. Estábamos cerca de su casa. Cortamos por la plaza y pasamos frente al Blockbuster. Alcancé a ver que una mujer se llevaba “El Restaurante”, la peli francesa con Daniel Autille.

114 Detenidos a la entrada del edificio de la calle Azcuénaga. Estuvimos un momento mirándonos. Lili se sentó en el segundo de los tres escalones. Lo hice en el tercero. Buscaba la pregunta, necesitaba que ella volviera a Cuba, al Cuervo. Sin embargo parecía empecinada en no hacerlo porque entró de nuevo en la conversación: -Qué me decís de Benito, comentó, Es un buen ejemplo de lo que te venía contando, qué tipo..., brutalmente franco, a veces tanta le valía la amonestación de la orga, sin embargo se podía decir muchas cosas de él, menos que era un pituco cuidadoso de las formas; esa sinceridad pudo ponerlo en peligro...; salvo la frontalidad excesiva, Benito era un buen exponente de lo que éramos...; ahora que lo pienso, mirá, Walter, mucho de nuestro empecinamiento -como generación, digo- respecto de conservar ciertos cuidados no tenía que ver solamente con lo que al principio dijimos sobre la moral cristiana y la marxista, no, porque también tenía que ver con no reproducir los gestos propios de las personas egoístas, de la sociedad pequeño burguesa, por ejemplo: la infidelidad, los amantes y todo eso, para nosotros tenía que ver con las prácticas de ellos y no con las que queríamos, ¿entendés? Las luces de un BMW encandilaron el porche. Ella hizo visera con la mano y también una pausa en el monólogo. Yo rumiaba que era demasiado pretenciosa. Pensar que lo que ellos creían, incluso alguna de sus locuras, abarcaban a toda su generación era, por lo menos, un abuso de inmodestia. A pesar de los polarizados, distinguí a través de la luneta que en el BM iba una rubia, seguro que estaba re-buena. -Y te digo esto, retomó Lili, Porque tiene que ver con el final del Cuervo en Cuba. Abandonó el relato a propósito, entró en una suerte de silencio grito. Parecía disfrutar tomándome por sorpresa en medio de mis elucubraciones, dejándome más azorado todavía. Y lo hacía observándome indisimuladamente, giraba la cabeza hacia arriba, para fijar su mirada en mi cara.

115 La otra asomó por la izquierda. Pelo lacio, colorado y liviano. Nos miró curiosa. Sus ojos se atajaron un momento con los míos. Después entró al edificio sin saludarnos. -Ya sabés, recomenzó Liliana, El Cuervo era mujeriego, sin embargo, se preocupaba por no romper las reglas aunque..., ya te he dicho que no la iba con ciertos mensajes moralistas, bueno, el punto es que en Cuba se enamoró de una miliciana, Amparo, se llamaba; para él fue como un éxtasis encontrarse justo con una mujer que no tenía un carajo que ver con la sociedad burguesa que nos asediaba. Por la esquina se deslizó un cartonero; empujaba el carro lleno. Los brazos saturados. La ropa, hilacha. Y ese olor que no me llegaba pero que, aunque no quisiera, imaginaba. Lili lo vio, retuvo las palabras un momento, inmediatamente encadenó: -Mina ducha en eso de la revolución, más que solidaria, subversiva...; así la llamó el Cuervo la única ocasión que me habló de ella, “Lili”, me dijo, “Amparo es rebeldía, creo que sería capaz de enfrentarlo al mismo Castro si considera que se aleja un poquitito de la revolución”..., bueno, flaco, es que ella, Amparo, daba entrenamiento a los guerrilleros llegados desde todas partes; yo te la describo como él lo hacía, poéticamente enamorado: piel cobriza, sarracenos los ojos, atrevida, valiente..., sí, el Cuervo se enganchó con patas y todo. Lo que ella venía contando me resultaba cursi pero sobretodo, bastante contradictorio. Sin embargo producía en mí cierta fascinación por saber qué había pasado. Conocer si aquella historia de amor entre dos guerrilleros, terminaría bien o no. Por eso no la interrumpí para que aclarase la discordancia. -Pero la Cuba revolucionaria tenía su costado pacato, dijo agudizando el tono de su voz, Porque Amparo también se enamoró y..., mirá, el Cuervo supo contarme que si oía el ruido del motor de las “Pipas” que distribuían el agua en las calles de La Habana, él se

116 asomaba para verlas pasar, no sabía bien por qué lo hacía; la cosa es que esos camiones que distribuían agua a la población le transmitían una idea consolidada por esa especie de ritual que simbolizaba el costo de vivir en un país jactancioso de llamarse a sí mismo libertario...; pueblo isleño que desafiaba al imperio; también así, él se convencía: su amor por Amparo era tan simbólico, tan revolucionario como la mismísima historia cubana y por eso, ese amor rompía las reglas, la propia y la de los guerrilleros. No llovía copiosamente, a pesar de todo alguna gota alcanzaba a salpicarnos. Más a ella, sentada un escalón debajo mío. La inteligencia cubana no dudó, flaco, en cuantito supieron que noviaban -los pillaron una mañana, tibios, enlazados, y dormidos-, a él lo regresaron, vuelta de prepo a la Argentina..., no los dejaron alegar, ni siquiera proponer una salida; a ella le quitaron el rango y la recluyeron para siempre en su Artemisa natal. El encargado de uno de los edificios de Azcuénaga pasó haciendo como que no nos veía. Desde que ella empezó a contarme pensé que la cosa venía por ahí. No obstante, al comprobar la verdad no me embarazó la desazón sino la bronca. Y el desconcierto por esos sentimientos porque…, a mí qué mierda me importaba el Cuervo. Sin embargo, de a ratos su vida parecía tener una cuantía por poco parabólica que me hacía abandonar la racionalidad de mi búsqueda queriendo meterme en él. Quise saber cómo terminó todo: -Decime, Lili, ¿volvió a verla?, Interpelé urgente y mandón. La lluvia fresca es insuficiente. El cielo quemado por el smog, a pesar de la negrura nocturna, se mantenía ceniciento y sucio. Lili, se incorporó dificultosamente. Frotó las últimas vértebras, a la altura de la cadera. Al mirarme puso en los ojos un lunar. Me levanté, tenía adormecidas mis nalgas. La ayudé tomándola del brazo.

117 Sacó las llaves. Antes de amagar para abrir y despedirse, volvió a mí: -Walter, denunció revelando cierta amargura, Lo que me preguntás, tanteaba con la llave en la cerradura, Fue el sueño del Cuervo..., volver a encontrarse con ella, sueño personal..., mirá, la revolución y besar de nuevo a esa mujer fueron sus dos grandes ilusiones, decime, ¿vos te imaginás cómo terminó todo? No respondí. Estaba fastidiado. Con un rictus bien marcado pretendía hacérselo saber. Abrió la puerta. Se despidió con un beso. Me quedé ahí. Quería que entrase en el ascensor, verla ocultarse en la caja de puerta tijera. -¡Tía! El grito me sobresaltó. Pelo escarolado hasta más allá de los hombros. Culo avispado, perfecto. Ni siquiera reparó en mí. Para ella yo sólo era un nadie al que no valía la pena prestar atención. Lili sacó la cabeza de la caja, sonrió al verla. No creo que haya advertido que yo todavía estaba. Se abrazaron afectuosamente. Chusmearon entre ellas, pero no pude escuchar porque la puerta de entrada ¡slambeó! al cerrar. Me alejé. Caminé bajo una llovizna fina. Helada. Derrotado aunque no demasiado. Alguna vez le diría -a Liliana- que alguien me había revelado que el último día en La Isla, el Cuervo se llevó en el recuerdo la imagen de un Pontiac sostenido por cuatro tacos de madera. Y que en una de ésas, aquella fue la misma imagen que lo recibió.

118 Unos de ellos fue el que me abrumó descubriéndome lo que significaba la vigilia en armas. Velarlas por la noche. Fue el mismo que supo hablarme de esos a los que no conocí, ni quiero. Estoy seguro que tampoco Liliana supo de ese tal Turco Flores, de Marcos, del Picho o del Lobo Barrionuevo. No de la Pachi. Ni del Oso. Todos combatientes, según dicen. Creyeron en otra historia. [La misma] Y quisieron hacerla. Yo, en cambio, no puedo, mejor dicho me cuesta creer en esas ideas. Aún más, me decepcionan. Bueno, algunas me entusiasman pero sólo como un buen juego de la imaginación. Soy hombre-periodista de este siglo globalizado. Capaz de profundas reflexiones pero más atento a las urgencias de lo cotidiano.

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Dicen que lo encierran en UP 9 de La Plata

A la orilla del arroyo Yaguarón siete chicos y chicas muestran los juguetes que dos noches atrás, les ha dejado Papá Noel. Año y medio desde el cordobazo. Menos desde Aramburu. Han pasado a la clandestinidad. Lejos quedaron los días en los que él reclutara a Matilde. Ella, ya ostenta el grado de teniente. Ha regresado a San Nicolás por la noche. Acaso esta sea la última que vuelve al pueblo antes de. Casa operativa, el Cuervo recién se despierta. El calor lo incomoda. De alguna manera esto le trae una ligera reminiscencia de sus meses en Cuba. No puede meterse en el recuerdo. Benito llega corriendo. A los gritos: -¡Cuervo, oí, se afanaron un sable de la Casa del Acuerdo! El Cuervo se incorpora, trata de entender. Lo que dice su amigo no parece tener la gravedad que su urgencia demuestra. Benito arremete: -No se sabe quiénes porque no dejaron marcas, solamente una especie de proclama, chota, pero proclama al fin. Con el diario El Norte sostenido entre los dedos el Cuervo reclama por mate amargo. También pide bollo caliente:

121 -¿Te acordaste? Benito lo observa, pendiente de la voz carraspeante; divertido por la pretensión de quien ya no es su jefe. En la cocina se encuentran con otros que también pasaron la noche ahí. Sobre la mesada hay dos botellones de cerámica: cerveza nicoleña Pablo Clérici. La flor de ceibo reina, dibujada geométricamente, en el piso embaldosado. Desayuno largo. Todos se preguntan quiénes serán los que atacaron la Casa del Acuerdo. Y por qué; para qué lo hicieron.

San Nicolás. Martes. Lluvia por la mañana. Nubes por la tarde. Lluvia por la noche. Por fin se decidieron. Pasan frente al edificio de la Sociedad Italiana. El padre de Mercedes suele frecuentar el lugar, justo a esa hora, entre las ocho y las nueve de la noche. A ella no le importa. Atraviesa la vereda con el paso largo, seguro. Ni siquiera una mirada. Algunas gotas salpican al chocar contra las rejas altas. Cerca de la puerta dos gringos nicoleños discuten: il Duce, sí; il Duce, no. Empieza a caer copiosamente. Doblan en la avenida De la Nación. Oscurecido por la hora y la calle sin luz, el frente de la Casa del Acuerdo luce sombreado. Son cuatro. Uno queda en la puerta. Avista por si vienen. Los otros tres, después de, sin ruido, forzar la puerta, se mandan. Mercedes primero. El sable está dentro de un cofre de vidrio, amurado contra la pared de la tercera habitación. Roban solamente éso. Espada del general Primitivo González - guerrero del Paraguay y expedicionario del desierto-, que fuera donada por doña Dolores López Arias de González en 1902. Sable mataindio.

122 Lo llevan para que no pueda nunca más conmemorarse la ignominia de las matanzas. Las de la barbarie católico española. Los fifís no dejan huellas. Hasta los de “inteligencia” quedan desconcertados. Más allá de la Isla Ballesteros. Lo entierran debajo de un Curupí tupido, pidiendo por todas las muertes inexplicables y festejadas en la historia oficial. Mercedes y sólo una de los que originalmente plantearon el golpe año y pico atrás lo hicieron. Los otros dos se sumaron apenas tres semanas atrás.

El Cuervo pasa frente a Plaza Mitre, maneja el 2CV de Manuel, recién incorporado al partido, el auto está limpio. En la glorieta sin techo se apresta la banda militar del batallón 101. La gente empieza a amontonarse y sin embargo no se ve en ellos el entusiasmo de otros tiempos. Cree percibirlo en las caras serias, en los gestos un poco despectivos de los que, como si fuera más rutina que deseo, se detienen para escuchar una, dos marchas militares a lo sumo. El sol de las once pica fuerte. Estaciona frente al edificio de la Municipalidad. Estirado dentro del Citroen ve pasar gente que ni se fija en él. Repasa lo que sucede por todas partes. Plaga de langostas: los reclamos populares se reproducen a lo largo del país. Y nadie parece controlar del todo los acontecimientos. Ni siquiera el peronismo. Entorna los ojos, se ve a sí mismo. Sabe que el hacer transformará las cosas. Por lo pronto -clandestino o no- se las ha modificado a él. Cambio radical. Arranca. El ronroneo asonante del “Citro” no evita que él mida lo que pasó con Raúl. Entró en crisis y se alejó de la lucha. Miedo. Motivos

123 personales. O una vida desencontrada. Entendimiento confundido. La resignación del mundo individual en favor del hacer colectivo no significa la muerte del yo. Estaciona. Ahora en la costa. El Yaguarón arremolinado despide un olor espeso. La nariz se dilata. El frescor del agua marrón promete aliviar el calor que mansamente va agobiándolo.

Rojas. Miércoles. A la siesta y por los techos. Tres casas más allá, la del prestamista y abogado del pueblo. Bajaron al patio, bordearon la piscina rectangular hasta quedar justo delante de la puerta de vidrio. Blanco y negro. Enmarcadas: foto de la primera comunión; del casamiento en la Catedral de Salta y del retiro espiritual en el Convento de. No son demasiado grandes, es cierto, pero lo suficiente para que se note: está en la gracia de Dios a pesar de casarse con una judía, -al menos ella se convirtió, comentan los parientes-. Heredó el oficio y los clientes de su suegro. Prueban. Cerrada con llave y pasador. Uno de los que va, sabe. Abre un hueco perfecto. Pasa la mano y retira el pasador. Con una ganzúa completa el trabajo. Sábado. Son muchos los que en los alrededores de Rojas reciben el pagaré roto. Papel picado que los libera de la deuda con el usurero del pueblo. También en las chacras. Dicen que fueron tres deudores avivados que lo hicieron para despitar. Comentan que fue una célula guerrillera. Cuentan que fueron estudiantes de la secundaria, tratan de demostrar que, ellos también, están listos.

124 Lo que venga y lo que sea. En el centro de Rojas nadie puede dejar de reírse.

A pesar de los remolinos nadó igual. Tirado a la sombra de un sauce añoso el Cuervo recupera el aliento. La que tiene es ésta, no pudiendo vivir a medias. No como Raúl que quiso otra; no mira a su alrededor más que para buscar su propio su reflejo. Sin militancia, es vivir la mitad de una vida. Una gota tardía resbala por su palma: -Hay un abismo en mis manos, cierra los dedos, Soy la memoria de lo que quiero..., de la que quiero. Azul fulgurante. Cielo abierto. Pero brumoso por el calor. Alas desplegadas. Parece tieso en el aire. Los ojos clavados en el rojizo amarronado del Paraná. Martín pescador tiene hambre. Pena de amor que se infiltra, subversiva, en el cuerpo del guerrillero: -Amparo, negrita, será en la lucha dónde te encuentre.

Zárate. Lunes. Más que el calor es la lluvia. Más que la lluvia, el viento. Decidieron la expropiación del proyector de cine y de varias cintas pornográficas. Usa uniforme. Celestito. Camina por las veredas desparejas pero impecables con la cabeza baja. A lo mejor si no mira pase inadvertida. Como si no existiera. Ellos tampoco. Laura -17 años- trabaja en la casa del mejor cirujano de la ciudad.

125 Él alcanzó a manosearla sólo en una oportunidad. Sintió su aliento detrás de la oreja. En el cuello, la punta húmeda de su lengua. Y la mano sopapa aferrada al culo. Pero, además, tratando de meter, como sea, su dedo de alfeñique. Laura está podrida de aquel discurso: escuelas, colegio médico, teve, diarios. Campo de Mayo. Moralidades de ocasión. Y que otros las cumplan. Aburrida de que la persiga a escondidas aunque ella diga, No. Harta de que no pague su salario. Suele espiarlo los martes y domingos por la tarde; la señora va al té con las amigas y él se encierra en el consultorio vacío de pacientes. La luz apagada y el prrrrr del aparato rompe el silencio. Sin embargo igual escucha su jadeo rebanado. Puerco y sinuoso. Después, solo en el baño. Ojeroso. Encima la obliga: lavar las toallas inmundas antes de que regrese la esposa. Laura no está dispuesta a seguir así. Aunque pierda el trabajo. Los busca. Espera en la puerta de la calle San Martín. Abren y pasa. Ojalá la ayuden. No entiende mucho. Pero su madre le ha dicho que no son peronistas como su padre pero quieren un mundo justo, alegre y liberado de los mandones. Les cuenta. Y ellos planifican la operación. Depende lo que, todo hacer es revolucionario. Viernes. La noticia se conoció enseguida. Adolfo se encargó de entregar las cinta a la prensa.

126 El médico más afamado de la región tuvo que marcharse. Algunos dicen que partió a Buenos Aires. Otros, más arriesgados, aseguran que recaló en Boston.

Paraje accesible y no obstante despoblado. Los ojos negros de Amparo duelen. Sentimiento que no lo suelta. El Cuervo pone las manos en la nuca. El pasto empieza a picar: -Es la existencia de vos lo que duele, pronuncia cada letra hablándole en el lomo del viento. En soledad, no teme mostrar su costado débil: -Porque estás allá, en La Isla, quién sabe cuándo..., la revolución también es la piel que se rebela, cierra los ojos haciéndose ajeno a la mierda del mundo; levanta de nuevo la voz: -Negrita, todo yo me amotino en contra de mí..., porque sé que no podré encontrarte quiero ponerme un caño de gelamón, volarme en mil. Llegan en grupos. No todos son de San Nicolás. Se abren arracimándose de a cuatro: Tres forasteros, un nicoleño. Doce en total. El Cuervo percibe un olor extraño, alarmante: orines rancios. No le da importancia porque lo pierde el recuerdo de su niñez. Fachada alta. Puerta de madera. Verde. Don Pedro acodado al mostrador. A él le gustaba meter la mano en las bolsas de porotos. Pesar puñados, montones de arroces. Sentir el perfume penetrante del almacén Mariezcurrena mezclado con el del pan caliente que llegaba desde la mitad de la cuadra. Don Pedro lo dejaba hacer. Acaso supiera, en su sencillez de almacenero pueblerino, que el hacer construye el mundo. Abre los ojos. El Cuervo quiere llevar la mano a la cintura. Doce uniformados lo rodean.

127 Radio Liberación abre la audición de la noche, fomenta el debate sobre la absurda y ya para entonces antigua muerte de Alfredo Cepeda. Al cierre comenta la detención del Cuervo. Dicen que lo encierran en UP 9 de La Plata.

Para el Cuervo, Amparo fue es y será, el destierro de la segunda tierra, la cárcel, el exilio, la muerte.

Lunes, Capilla del Monte: Los estudiantes ocupan pacíficamente la escuela. Amaicha del Valle: Legatarios de los Quilmes retoman la marcha hacia la ciudad, respetándose libres, van a repudiar la matanza provocada por el ex gobernador Alonso Mercado y Villacorta. Martes, San Rafael de Mendoza: Viñateros y trabajadores de la uva piden la ley que les permita convertirse en cooperativa. Concarán: El pueblo sale a la calle para repudiar la decisión del interventor comunal de prohibir Fuenteovejuna. Miércoles, San Miguel de Tucumán: La Fotia toma la Plaza Independencia, prometen no dejarla hasta que se reabran los Ingenios cerrados durante el Onganiato. Córdoba: La Facultad de Arquitectura se reabre después de catorce días con huelga de hambre de los aspirantes a ingresar. Jueves, Tilcara: Morena Luzón recién llega y participa de la primera reunión de los comuneros. Jachal: Productores y braseros tiran el membrillo al costado de la ruta pidiendo la liberación de tres detenidos en la última manifestación conjunta. Viernes, Posadas: Los tareferos se solidarizan con siete estudiantes gramnscianos refugiados en una iglesia con acuerdo del cura. Capital Federal: La CGT llama al paro después de que la policía golpeara y detuviese a cientos de jóvenes que asistían a un festival de

128 música progresiva organizado para recaudar fondos para la reconstrucción de la heróica Nación libre de Vietnam. Sábado, Santa Rosa, La Pampa: En la ciudad, tres salas de cine quedan desbordadas al reponer en cartelera una misma película: La Hora de los Hornos. Viedma: La enfermeras y médicos del Hospital zonal exigen la restitución al cargo del director sanitarista que ha declarado a la radio de la ciudad estar a favor del aborto. Domingo, Boca gana, de nuevo, el superclásico. 3 a 0. Una multitud de gallinas regresan penando a sus casas.

Más de un año metido ahí. Entre barrotes grises. Y humedades rancias. Agujero injusto. Maniatabrazos. Desde la cárcel, el Cuervo los oye ilusionado. Pasan por la calle, son muchos y gritan: Ya van a ver/ya van a ver/ cuando venguemos a los muertos de Trelew. * El teniente William Calley, asesino de 22 vietnamistas, después de ser condenado a cadena perpetua por un tribunal es indultado por el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Richard Nixon.

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2) Buenos Aires

1973. Alguien canta. En una esquina otra alguien se queda quieta, busca desde dónde. Florece en Otoño.

El Oso reparte candados. Los ha comprado en una ferretería, usados y al por mayor. A cada uno de los cumpas que encuentra, lo lleva aparte. Después de hacerle prometer que nunca dirá nada. Le da uno de aquellos cerrojos de mano diciéndole que era el que atrancaba su celda. La de Rawson. Cárcel que fue la última en abrirse el 25 de Mayo. Dicen que el director era un tal Galtieri. Parece que, borracho de odio, se negaba a firmar la orden que había dado el Tío Cámpora.

A la primera que ve es a Matilde. Lo está esperando desde la mañana, bien de madrugada. Envuelta en un poncho salteño. El pelo recogido a la nuca y la sonrisa grande. El Cuervo canta como todos los que recuperan la libertad. Después de tanta lucha. Las calles tranquilas, alegres. Jolgorio.

131 Argentina es una fiesta. Y luce más joven todavía. Guitarras y zapatillas. Vaqueros y minifaldas. Consignas. Compromiso. Vida. El mundo puede hacerse de nuevo. El país también y por eso nadie se queda ajeno.

De culo. Del otro lado de la cordillera la taba de la historia se da vuelta. Allende hermano/el pueblo te saluda/ con las armas en la mano. Lo han matado. Larga, sangrienta, la tiranía pinochetiana se instala en el Cono sur. En Buenos Aires [a la que muchos años después Ronald Washington Mamaní bautizará como la ciudad mujer] bajo un cielo encapotado el Cuervo vuelve sereno al departamento de la calle Gurruchaga. No tarda en dormirse. Es ese día el que regresa con su aliento de esperanza. Narcotizado de voces, sueña. Sucesión de calles, desordenadas al principio hasta que queda fijo en una, mira desde arriba, hace equilibrio en un cable de luz. Callao, desde el río hasta Avenida de Mayo y más allá todavía. Sobrevuela las caras tapadas por las pancartas. Ha muerto. Salvador Allende, lo han matado. Las caras ocultas por cientos de letras siglas: ...FarFapJpErpUesJcrFjcJupFuaPbFalMontoner osEln... El Cuervo oye el canto que trae la noticia de que Allende ya no está: Allende/Allende no murió/lo mataron los yanquis/la puta que los parió. Son todos, las manos, juntas, asidas junto a las voces. Fundidas en un solo cuerpo vital (acaso aquella haya sido la única).

132 Ilusión de lo que no será. Sueño roto, el Cuervo despierta. Los ojos grandes. La noche se dilata y miedos. Su cabeza, empedrada por las dudas; un espectro premonitorio viene para anunciarle qué. * La del 24 de Marzo de 1976 es una mañana rara. En los rincones de las grandes ciudades muchos son los que sonríen. Los que se acomplicionan -aunque no exista parece ser la palabra adecuada para definir este momento- en silencio. Los que tamborilean con los dedos para acompañar la musiquita militar. A Videla le dicen la Pantera, por su delgadez. Otros, en sordina, el Santón. Es cierto, da esa idea: parquedad beata. Austeridad virginal que se elogia. Esa que lo llevará a decir al ensortijar el aire con la mano derecha: -Los desaparecidos no existen, no están, son una entelequia.

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2007 Lili, Walter (VIII)

Buenos Aires tiene estas cosas: caminar un Domingo temprano por la mañana, con el sol nuevo y el frescor que llega desde el río. Cosas que bien predisponen. Lástima que esté tan sucia. Basura por todas partes, desparramada. Tipos tapados con cartones y diarios durmen en los poyos de comercios cerrados. Y esa sensación de precariedad en medio de tanta opulencia con edificios afrancesados. Frecuentemente pienso que sería mejor, por aquello de parecer, cuidar más la estética de la ciudad. Sí, atender a los necesitados, claro, pero no permitir que se adueñen de las calles, de las plazas, de las veredas, loco. Sencillamente porque son de todos. Y no me vengan con que. Culparnos de la pobreza a los que formamos parte de la sociedad es una manera muy perversa de eludir las responsabilidades de quienes tienen el poder de poner orden - para eso los elegimos-. Llevarlos a su lugar y, por supuesto, ayudarlos a que salgan de la miseria. O por lo menos a sus hijos o nietos, porque hay que admitir, aunque suene feo, que ya están perdidos. Habíamos quedado encontrarnos a las 9 en uno de los cafés, frente a la Plaza República del Paraguay.

135 Avenida Las Heras quedó atrás. Dejé de pensar en esos temas. Además, como siempre me ha pasado (y pasa), hay sentimientos y meditaciones que me producen choques. Tal si llenara de sombras las convicciones que pronuncio a viva voz. O lo que cuadra pensar. No sé, es como saber qué conviene; hacerlo igual a pesar de esa voz casi inaudible que dice: No. Morocha, alta y delgada, me miró con cara de dormida. Después, por Peña, cruzó a la otra vereda con paso apurado. Buen culo. Llegué, Lili ya me esperaba. Concentrada, leía Radar, el suplemento cultural de Página 12. Doblado por la mitad, sobre la silla, Babelia, otro suplemento pero de “El País”, España. No se dio cuenta -eso creí- que yo me quedaba ahí, apenas a cinco pasos, observándola. Pensaba con qué iría a sorprenderme. Sabía que la historia del Cuervo no tenía un final esperable. Menos si la relacionaba con la vida que hasta el exilio había llevado. Sin embargo, igual necesitaba que ella me dijera. Contara todo sobre la expatriación. Y más que eso, sobre la muerte del Cuervo. Es que, ¿realmente era tan absurda como algunos pretendían? O es, en cambio, que él le había doblado la mano, ganándole la pulseada al final de sus días. Porque es bien cierto que no lo había agarrado de improviso, ni siquiera anticipadamente. Dicen que el Cuervo pudo decir que el peor de los pecados borgianos no le incumbía. Él fue casi feliz. Pese a los muchos dimes y diretes (qué antiguo), para mí no era suficiente; necesitaba la verdad. Porque, aunque había algunas cosas que me interesaban más que otras, yo investigaba todo lo que había pasado, la historia completa también podría usarla y venderla de nuevo más adelante. Por eso, quería encontrar las huellas que marcaron el sino de la época. Sabía que en el Cuervo, hallaría a los demás. O por lo menos los códigos. Tuve, todo este tiempo, una corazonada que me decía que estaba en lo correcto. Que de alguna manera el Cuervo podría

136 representar eso. Más todavía, al momento de concertar el encuentro, Lili me adelantó por teléfono: -Mirá Walter, no fuimos personas individuales las que nos exiliamos..., fuimos todos, una generación completa la que se fue del país..., los que se quedaron escondidos también fueron extrañados en su propia tierra y a los que desaparecieron, qué decir, ¿no? Somos un puente roto, deshecho para que una y varias generaciones quedaran huérfanas de referencia; porque no me vas a explicar que los viejos nos reemplazaron. Las palabras de Liliana me habían acompañado hasta entrar al bar. Y en ese ahora que la miraba ella giró lentamente la cabeza; no pareció sorprendida: -Qué hacés..., vení, sentate. Dobló Radar y lo dejó encima del otro. Empezaba una charla que me llevaría, impensadamente para mí, a lugares desconocidos. Espacios donde las personas esconden las razones de lo hecho.

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3) Madrid

Madrid es una capital ruidosa. Cargada de gente. Cerca permanecen los días de la salida del país. Ahora (lo será siempre) volver a ese momento es una recurrencia inevitable. Intervalo de la fatalidad. Pudiera o no pudiera uno salir. Porque quedan más que un puñado de recuerdos. Es la derrota misma. Tragedia desmedida que se irá a dilatar interminable. Salir. Segundo en el que los pasos duelen. El aire te muerde. Los olores te muerden. Las voces te muerden:

Llovizna. El micro recorre los últimos kilómetros rodeado de barro colorado. Brasil, allá adelante. El Cuervo abre la ventanilla. Su sensibilidad lo empuja. Lo aplasta contra el asiento barato, forrado con hule. La humedad de la tierra se espesa aromática no dejándolo retener más que gritos supuestos pero cargados de certidumbre. Aquella, ondeante verde y azul, es la bandera de la salvación. El control final, le han dicho, no es bravo. Estaciona en la banquina. Treinta y cuatro pasajeros, en hilera apretujada al costado del ómnibus. Gendarmes argentinos. Pelo al rape y bigotito semi hitleriano.

139 Montaje. Escenografía. Postal icónica. Lugar común latinoamericano donde reverbera la muerte. -Oiga, qué es esto del “Hombre unidimensional”, celoso, el cabo de la Gendarmería, levanta la ceja derecha y entrecierra los ojos. Pobre el Cuervo, solían pasarle a pesar de ser tan obsesivo con las cuestiones de seguridad, Para qué mierda se me ocurrió. Momentos particulares en los que uno no sabe de dónde saca tanta lucidez. El Cuervo pone cara de sorprendido: -Señor, larga con la voz despejada, Marcuse es un laico católico como pocos, por eso lo leo…, fíjese, desde el título nomás, se refiere a Dios, el hombre unidimensionalmente es el reflejo del señor, ¿entiende? Boquiabierto. Al principio el gendarme no reacciona; enseguida -antes de que el capitán lo descubra en su vaticana ignorancia-, mostrándose despreocupado: -Está bien amigo, siga, pero quiere que le diga una cosa, me las arreglo con el Padre Nuestro. Cruzan. Alivio esperado. No obstante, igual su alma se desgaja. Falta mucho para Río de Janeiro. No se arrepiente de haberlo traído. Finalmente fue el salvoconducto. Rompe la soledad de la ausencia: Herbert Marcuse cita a François Perroux, “…Se cree morir por la Clase, se muere por las gentes del Partido. Se cree morir por la Patria, se muere por los Industriales. Se cree morir por la Libertad de las personas, se muere por la Libertad de de los dividendos. Se cree morir por el Proletariado, se muere por su Burocracia. Se cree morir por orden de un Estado, se muere por el Dinero que lo sostiene. Se cree morir por una Nación, se muere por los bandidos que la amordazan. Se cree…, pero, ¿por qué

140 creer en una oscuridad tal? ¿Creer? ¿Morir?... ¿cuándo se trata de aprender a vivir?...” Confundido empieza a dormirse. La cara afable de una muchacha es lo último que ve. Lo sabe en ese preciso instante, quedará grabada en su memoria.

El claxon de un Seat 128, nuevito, lo pone de nuevo aquí, en las pobladas, céntricas calles madrilenses. Sin ninguna bohemia, lucen apuradas como las de cualquier gran capital en 1977. Ropas. Maneras de andar. De no mirar. Cantinela de eses remarcadas como si fueran zetas. Caras extrañas. Y el sol de Primavera que para él es Otoño. Aunque hay que reconocerlo, de esta ciudad le atrae la obstinación por poblar de bares las cuadras sin que nadie se queje por la competencia. Sale de uno después de terminar la cerveza, Me gusta que le digan caña…, ¿no? La marquesina de un teatro anuncia con letras de molde: “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca. {La libertad hecha sangre en Argentina, se enseñorea ahora en la luminosa España post franquista} El Cuervo olfatea que debe acostumbrarse. La tiranía del santón Videla, del taimado Massera y del adrede, cándido Agosti, va para largo. Aunque no quiera admitirlo, igual intuye que así será. Si bien cuesta, cree haber resuelto la incógnita de la bandera española. La que luce en los mástiles es la del Estado-Nación que impuso Franco. Simbólicamente se contrapone a la República. ¿República?..., de qué clase, ¿no dicen que la Constitución es monárquica democrática? Da la vuelta en la esquina, encara hacia la boca del Metro. Avenida de por medio, el paredón es una especie de galería de afiches al

141 aire libre. Algunos ya viejos como este que porfía -entre amarillento y roto-, pidiendo lo que obtuvo: Adolfo Suárez Presidente. Este otro, nuevecito, la muestra con el pelo cortado al carré, increiblemente desnuda mira al cielo mientras invita a escuchar: 18ª Raccolta (sax) de Fausto Papetti. El tercero, presenta a una tal Nacha Guevara que pregona el musical: No llores por mí Argentina. -¡Cuervo, cabrón, ¿es que no oyes?, te estoy llamando chaval! Reconoce la voz. Ella. Única amiga española (sevillana para más datos). Da la vuelta despacio, inesperadamente meticuloso: -Susana. Otro bar, cerveza para no variar. El Cuervo habla de Buñuel y ella se embelesa. Sucede que los españoles durante las décadas del oscurantismo franquista no lo habían conocido. (Al menos masivamente) Es decir, sabían de él, pero en la Argentina de Juan Perón se estaba al tanto, casi al dedillo. Pondera con detalles “El discreto encanto de la burguesía”, pero también, “El fantasma de la libertad”. La manera de limpiar el final de las palabras con un cadencia por poco inaudible. Esa manera de hablar a ella le resultaba, (no sé), ¿poética? Podría quedarse horas absorta; escuchar, adivinar. Susana estacionada en los ojos sudacas, también berberiscos: - Pues, venga, Cuervo, tu tono no es poca cosa. Y además…, este ha sido guerrillero de los buenos.

Hondura húmeda. Pozo revestido con cemento. Hierros romos. Tirantes, embotados de años y luces mortecinas. Gallegos brutos, hay que explicarles todo, El Cuervo releé, una más, la advertencia repartida a cincuentaitantos pasos dentro de la galería del Metro madrileño: Prohibido fumar. O llevar el cigarrillo encendido.

142 -No creas, hombre, asegura Susana adivinando la sentencia que abisma al Cuervo en una argamasa propia de ignorantes, Tan golfos no somos; pasa que no faltó el vivillo que adujera, en litigio contra la República recién regresada (que un millón o más ampararon con su sangre) que él, si bien llevaba el pitillo humeante, no fumaba. Desnudado en el prejuicio, en seguida se da cuenta. Las españolas tienen ese ángel provocador que las vuelve irresistibles. (En una de esas en Buenos Aires lo hubiera intentado. En la línea B del Subte). ¿Pero en el Metro de Madrid? No. Ahí, no. Susana, beneficiada por el amontonamiento, se recuesta hablándole al oído. Él no puede retener la forma. Rodea con las manos la cintura. Avispa. Aquella imagen tan difundida en su país es ahora tacto en sus dedos impacientes. Dibujo impecable. Susana se desarma. No es la piel, o los ojos moros. Ni siquiera es la firmeza de los brazos o los labios que la abraszan (dándole así en un acto el sentido de las dos palabras) debajo de la añosa tierra ibérica. Tampoco los muslos. No. Es la historia de aquel hombre la que la envuelve en una clase de apretón tierno, interminable, tan separatista como justo.

El Carabanchel. Barrio de laburantes en los arrabales de Madrid. En hilera, varios monobloks construidos durante los primeros años de la post guerra. Susana avisa: -Estoy en esos días, complicados y engomados, Cuervo, amor, hoy todo se suelda y transforma. La manera de decirle que está ovulando lo pone al borde de la carcajada; es ese sentido del humor, tan a la española, algo que el Cuervo aprecia particularmente. Compra preservativos en la farmacia de la esquina.

143 Vive en el quinto, por escalera. Mientras sube putea, bien argentino. La amalgama de epopeya y rusticidad sudamericana permite - insólitamente- que ella lo adore: -Cabrón, que no había ascensores…, eran costosísimos en aquellos años, ¿entiendes, coño? Cuarto piso. Contra la pared del descanso sombreado. La arrincona ahí. El Cuervo consigue apaciguarla en su afán de superioridad europea. La aventura es doblegarla. Sin embargo ella reniega de la tradición. La pasividad no es su fuerte. Avanza también. Subversiva. El mandato de los machos no manda en ella. Lo invade. La mano firme haciendo trofeo de la dureza latinoamericana. Dedos mariposa, aletean sobre el pubis -arropado todavía- de la sevillana. Jadeo. Crispación de los sentidos. ¿Quién es quién? Veinte son los dedos que pretenden arrancar la falsa piel. Por la claraboya del monoblock obrero se cuela, fisgón, el sol. Tarde madrileña, caliente, apretujada. Las bragas blancas a mitad de camino, entre las rodillas y el pubis. Alguien baja desde el séptimo. No pasa de los doce. Alerta. Sin ruido, apenas si pisa. Desciende escalón por escalón, para que las maderas no rechinen bajo su peso de pluma. Por fin, desde el quinto los ve. Debajo de la falda, la mano del Cuervo, atónita por la salpicadura que la entibia. Entre las piernas del pantalón abultado, suspendida de propósito, predice la fantasía. Despegan las lenguas ansiosas.

144 -¿Te llevo? -Llévame. -¿Por qué no acá aunque el día arrecie?, -No faltará que alguien baje…, además, el escrúpulo me pone inmoderadamente floja, amor, no llego así. Probablemente sean trece. Sube apurada hasta el sexto. Espera que entren en el 19. Recién después va a por los mandados. Palieres anodinos. Despoblados ahora. Acaso tristes. 5to. piso. Apartamento 18: -Escuchaste eso mujer…, ¿escuchaste bien, Micaela? Pues…, hombre, que sí … ¡Cochinos! Susana y el Cuervo levantan su amorosa proclama, entre paredes frágiles del Carabanchel.

Tarde noche templada y primaveral. Caminan tranquilos. Sosegados ya. El Cuervo insiste con salir del barrio. La excusa es ir de tapas, especialmente a la Tasca Valencia. A la inversa del Metro, el servicio de ómnibus es terrible. Frenan de golpe, arrancan de golpe, la gente se golpea y maldice, Gallegos tenían que ser. -Cambia la cara quieres, sé que no te gusta el autobús, pero es más barato. Se apean cerquita de Plaza Cibeles. Acodados en la barra, él prefiere caña, ella carajito. -Óyeme, Cuervo que no conozco a tus amigos. No hace mucho que salen. La conoció en un festival solidario con Latinoamérica. Es cierto. No ha querido presentarla. Ni siquiera a Pedro y Mónica, que viven en un monoblock vecino. No son orga propia. Con las Fap tuvo buena relación pero ni así.

145 -Mejor…, algún día, quién te dice. -Venga, cabrón, no te apañes, vosotros me importáis un bledo…, ni lo que hacéis. -Bueno, bueno, Susana, te estás encabronando. -Pues sí, claro, o qué te pensabas. Desde afuera por el ventanal se los puede ver, regañándose. Alguien sonríe: -Miralo al Cuervo, se la tenía guardada.

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2007 Lili, Walter (IX)

En la Plaza República del Paraguay a menudo se lo ve. Mendiga en silencio. Estira la mano, le dan y no agradece. Lili espiaba sus gestos, atenta. Igual yo. Aunque, a decir verdad, más que intrigarme él, me hacia cosquillas la última confesión que ella había hecho: con el Cuervo no pudieron, no lo agarraron. De pronto, abandona al linyera y vuelve hacia mí: -Me hace acordar a…, no es por los que andaban así, ensimismados, nada los sacaba del mundo propio en el que estaban metidos. Supuse que se estaba refiriendo a los exiliados. -Flaco, continuó después de largar el pocillo de café vacío, La premisa era volver, ¿entendés?, nada de lo que hacíamos tenía un sentido diferente, por lo menos al principio, era como estar con la maleta abierta, a medio hacer por si la coyuntura se presentaba, era como si nunca, escuchame bien, nunca terminásemos de cerrarla; el Cuervo era un fiel exponente de lo que digo, él acuñó la idea de que estuviéramos donde estuviésemos fuese como vivir en un hotel, sin arraigo posible. -Perá Lili, con una seña estorbé su monólogo: -¿Pedimos agua?

148 -Dale, harta de café. -¿Querés almorzar? -No todavía. Aunque quiso no la dejé retomar: -Vos por qué crees…, a ver, Lili, el Cuervo cambió de manera de pensar, nunca regresó para quedarse…, de hecho Caracas fue su destino. Algo irónica, torció la boca, parecía vacilar pero no porque no supiera qué responderme, daba la impresión de estar midiéndose, sopesando la palabra: -Esa idea la tienen muchos y no solamente sobre el Cuervo; salimos de la militancia total, de los fierros, los tiros, los amigos muertos, el país en manos del tirano y a dónde llegamos…, ahí, donde nos esperaba el envoltorio de una existencia burguesa…, todo eso querés decir ¿no? -Sí, por supuesto, cortante, confirmé sus palabras. Cerré la boca. ¿O no es cierto que muchos quedaron atrapados dócilmente en la comodidad de una vidorria cargada de pasado supuestamente glorioso?, porque en Europa, pero también, por ejemplo en México, donde ella estuvo, los exiliados argentinos pertenecían a un linaje…, héroes reverenciados a los que había que mimar. Pensaba todo esto y Lili permanecía mirándome, esperaba que agregara lo que sea; yo no estaba dispuesto así que, solamente le di pie para seguir con la historia particular: -¿Y el Cuervo, qué onda, cómo pintó su rollo en este sentido, Lili? Soltó la carcajada: -¿Te pusiste moderno de golpe, Walter? Paró de reírse, sin sobrarme, empezó: -El Cuervo formaba parte del Buró del Partido en el exilio, nunca dejó de militar políticamente; realizó acciones que ni te imaginás…, pero es verdad que, de algún modo fue aflojando, especialmente en cierta dogmática, a como él se

149 tomaba la vida…, si no hubiera sido así jamás hubiera hecho lo que hizo al final de sus días y que es por lo que vos venís, me escuchás, te tragás un montón de mierdas que tenés para decirme con tal de que te cuente qué. Lo juro, estuve así de mandarla al carajo. Qué se creía la muy hijita de puta, que porque supiera el secreto de la muerte del Cuervo, tenía el derecho de bardearme. Fue mi espíritu de periodista husmeador él que me calmó. Repasé mi objetivo. Datos. Pensé en los que me habían contactado semanas atrás y que me pagaban para que les pasara la informeta. Decían que la embajada quería quedar bien con La Habana y lo que yo podía darles, nadie. O pocos. Por todo, evité declararme ofendido, al contrario: -No, no es eso, disculpame, Lili, le dije suavizando la voz, Pasa que me gustaría, digamos más…, es muy rico lo que tenés para decir, poner blanco sobre negro, además, entendeme, el Cuervo era el jefe de inteligencia del errepé y eso lo pone en un lugar que…, bueno, ¿no? -Sí, se prendió ella, Claro, pero todavía no entiendo de dónde sacás esas ínfulas de juez, de señalador, o peor, como si espiaras para alguien y quisieras disimular…, no sé, por momentos me resultás chocante, flaco. Pocas oportunidades he agradecido la presencia de una camarera. Además estaba buena. -Dale, dijo ella y sonrió, Almorcemos. Elegimos. Por un rato charlamos de cualquier cosa, le conté que mi hermana estaba embarazada. Así, dejamos que el entredicho no afectara nuestra relación. Regresamos al tema, diría que imperceptiblemente. Liliana pareció entender de qué se trataba (aunque, por fortuna, su fina intuición daba la idea de estar adormilada). Seguramente para ella mis dudas tenían la previsibilidad de lo común. Formaban parte de esa generalidad tan típica que supuestamente otorga derechos para opinar y hasta para

150 multar las conductas ajenas con el sólo fundamento del parecer. Habrá sido por que quiso poner las cosas en su punto. Por lo menos en un lugar desde el cual comprender su relato y del que no deberíamos apartarnos: -Walter, el exilio es un quiebre tiránico entre cultura y territorio. Sostuvo por un momento la mirada. Después volvió a su bocado de carne magra.

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Ofrendan a los hijos para que vivan los padres

Caliente. Recién llegada, la primavera madrileña atosiga de calor. Camina contra la pared en busca de sombra. El traje lo agobia. Después de mucho tiempo el Cuervo ha regresado al atuendo que, a pesar de todo, aprecia. Luis, Manuel y Claudia lo esperan. El festival ahora es en solidaridad con Argentina. Europa empieza a enterarse del exterminio indiscriminado en la mano del mandón. La tiranía ensañada; sangrienta. Pese a eso hay quienes todavía afirman: Pues, hombre, que la Perona cayó, pero no por unos cuantos pistoleros de nada…, lo veréis, vuestros militares son democráticos. El Cuervo no se acostumbra a la ignorancia, al ninguneo que sobre la historia inmediata de Argentina, pretenden hacer los españoles apenas informados. Motivo más que justificado para participar en los festivales aunque en ellos persistan todavía tensiones no resueltas. Cerveza. Habían acordado encontrarse previamente en ese bar. El Cuervo, apenas sentarse y confirma: -Los servicios andan por acá, es mejor tomárselas enseguida.

153 Las voces gritos de otros parroquianos los obliga a levantar la propia: -Están los pelotudos que la van de vivos. Claudia sube las cejas buscando aprobación. No hace falta porque es verdad: los hay que, sin haber empuñado jamás un arma en Argentina, aquí, en Europa inventan que sí; andan por las calles ataviados con chaquetas y barba, boina y mirada de circunstancia. Manuel estira su mano, la toca: -Tenés razón, pero sabés qué, aunque no son peligrosos, rompen las que te dije queriendo hacer la pata ancha con alguna admiradora gallega. Luego de pagar y antes de salir, Luis propone que esa misma noche vuelvan a encontrarse en el departamento de Claudia. Es necesario ajustar detalles para seguir sacando compañeros del país. Dejan la Tasca sin apuro. Ella se detiene, divertida en la apariencia de sus compañeros. Formales. Bien vestidos. Cualquiera diría que forman parte del cuerpo de profesores de la facultad de farmacia y bioquímica: -Les queda pintado, muchachos, ja ja, en una de esas me enamoro y todo.

Primero discursean los españoles. Algunos recuerdan los recientes años de la coacción franquista; otros prefieren repudiar el silencio cómplice de los gobernantes europeos, también del Vaticano. Por los argentinos uno que, como se dijo, quiere que lo vean: arenga sobre la revolución inconclusa; sobre el regreso y que la pueblada llegará porque los estudiantes y trabajadores no son dóciles ni sumisos. Levanta el puño, agitando su chaqueta verde. Empieza la música. Algunos periodistas toman fotos y hacen la crónica. Otros, aunque no trabajen para ningún periódico, también.

154 Es de una pariente que hace mucho vive en España. Se lo alquila por pocas pesetas. Claudia vive en ese monoambiente con baño propio, a cien metros de la Gran Vía. Llegan de a uno. Noche larga. Revisan todo. Pasaportes. Listas. Fechas. Sitios de salida. De entrada. Encuentros. Lugares. Países. Retaguardias. Vanguardias. El entrenamiento en Cuba. Corea. Brasil. México. Caen como moscas. Los informes dan cuenta del desastre. Los compañeros hablan. Por lo menos se supone. De otro modo no se comprende cómo. De qué manera los encuentran. Los arrebatan de la clandestina invisibilidad en la que están: casas; canutos; nombres. -Oigan, la voz de Luis se impone por sobre las demás, Ustedes saben, recién llego de Cuba, muchachos…, qué sé yo, quizá no hayamos entendido. Claudia pone los codos en la mesa, apoya la cabeza en sus manos: -Por qué decís eso. La cara tornasolada de gris, Luis espera un segundo antes de largar. Pausa lastimosa; quiere abarcar el error en toda su dimensión pero sin exorcizar todavía el dolor que causan las penosas consecuencias; suspira, decidido a no detenerse en autoconmiseraciones: -El general Ochoa me dijo con esa tranquilidad tan cubana, sonriéndose con toda su bocaza, oye, chico, los soviéticos aseveran que el que tiene lengua…, habla. ¿Pero, cómo? Los revolucionarios no. Ésa es la épica en la que crecimos, nos hicimos adultos creyendo que éramos el titán colectivo pero más que nada semidioses individuales a los que nadie podría vencer. La que nos hizo fuertes. Ser lo que somos: una generación de héroes que mueren por el pueblo y la patria. Que no claudica ni ante el

155 horror de la cárcel. O la no vida. ¡Che, acuérdense del Reportaje al Pie del Patíbulo! -Llegué a España -sigue Luis- y en los primeros tiempos, me fui avispando, aunque me negaba a aceptarlo…, ¿no? Todo el imaginario de los luchadores de estos años ha sido construido pensando en la Guerra Civil Española, en Vietnam o Cuba: si la ideología es fuerte los revolucionarios no se quiebran. -Hasta que me encontré con un Maquí, acá nomás, a unas pocas horas de Madrid, Luis enciende un cigarrillo, suelta el humo; sin mirarlos sigue: -Él me aseguró que si los agarraban lo único que se les pedía era que resistieran unas horas, para que se supiera que lo habían detenido y que los demás estuvieran en situación de hacer…, porque hay un límite que no se puede traspasar; si no le creía -me prometió el Maquí-, le preguntara a los españoles respecto de lo que instruían a la resistencia republicana. No, los compañeros no hablan ni siquiera bajo tortura. Aquietándose. Es que esa revelación que ha hecho es también una manera de correr la cortina del silencio vergonzante. Aún así, hundiéndose, Luis sobreabunda en detalles: -Ochoa se puso muy serio antes de decirme -en una de esas, dogmatizara, es cierto, pero igual-, la resistencia tiene un umbral, señaló…; luego se despidió dejándome en la mera habitación sólo y pelotudizado con esa verdad tan evidente pero que yo no había visto hasta entonces. Deja de contar. Ya no quiere. Cómo expresarles lo que sintió en aquel momento, y que todavía se mantiene, penetrante como el zumbido de un moscardón, incluso después, ya de regreso en España. -Pero qué hijos de puta…, durante mil años nos vendieron la pureza de la heroicidad y ahora nos vienen con el cuento chino. -¿Qué?, ¿qué decís hermano?

156 Manuel espera una aclaración de eso, que Luis ha murmurado. Nunca recibirá una respuesta. Es verdad, tiene razón Luis, cómo mierda imaginarnos, además, que el Estado, su terrorismo y ferocidad sin código iría a llegar tan a fondo. A ese infierno de impiedad deshumanizada. Mucho menos a esa complicidad del Pue…, no, eso no.

Madrid de madrugada tiene bastante de aquella nostalgia argentina y porteña. Añoranza de clandestinidades y luchas, de militancias y juegos de la vida. Pobre Cuervo, si no alcanzara con el dolor de la lejanía, agregarle además esto. Comprobarse parte de una generación (Valerosa. Fiel a las convicciones. Vanamente heroica) a la que presume definitivamente sitiada. Luis tiene razón. ¿Es que hay en la historia una traición semejante? No son sólo los mandamases de moda, consabidos dueños del mundo, los que tal como habitualmente hacen, mentaron la estafa. Peor. Es una masa enorme de autobendecidos, acomodaticios y timoratos mercaderes de la paz la que está entregándolos -como diría un mexicano- ahorita mismo. Allá, en las escuelas de Buenos Aires, en las universidades de Córdoba, en las iglesias de La Rioja, en los altiplanos de Jujuy, en la fábricas de Rosario, en los viñedos de Mendoza o en. Ofrendan a los hijos para que vivan los padres. Por eso caen como moscas. Porque la sociedad los delata, oblaciona con ellos y cimienta en ese consumado, atroz filicidio, su propia tranquilidad.

157 El Cuervo, camina salpicado por el relente temprano, las manos metidas en los bolsillos, el entrecejo fruncido. Algo trae el recuerdo de su familia. A mitad de cuadra queda paralizado. Miedo. ¿Habrá en el mundo otra cosa que le cause tamaña desesperación? {sis-dias minúsculo que apenas si lo mantiene vivo}. Sólo pensar en lo que pudiera pasarles por su culpa. Ese daño no puede aceptarlo más allá de lo que digan los manuales. Extorsión despreciable. Despacio, apoyado contra una pared va deslizándose hasta quedar en el piso, sentado y abrazado a sus rodillas. Ovillo. Exiliado sin techo. Homeless singular…, ¿cómo carajo se dirá abandonado por el pueblo en inglés? Se acompañan en la soledad: la calle española y él.

Dicen que cantó: que llevaron a uno de los hijos. 5 años. La venda ajustada y la voz de canario: ¿Papá? Dejaron que mire, lo toque, lo sienta. La mejilla primero. Que lo bese apenas. ¿Papá, sos vos? Cómo haría él [y cómo vos, él, ella, yo y nosotros], viéndolo así, despojado de toda fragilidad. Cómo, para no mandarlos tragados a todos los cumpas con tal de. Dicen que empezó por las direcciones.

Las manos aprietan las rodillas. El traje se mancha con la humedad temprana y sucia. -Tiene razón Luis, la ideología de lo épico ha sido la peor de las trampas. El Cuervo saca la cabeza de entre las rodillas y reflexiona para nadie, Pero esa heroicidad, al menos, nos dio una ética.

158 Las discusiones habituales de los días de la revolución vuelven en el recuerdo: -Es la guerra del pueblo -y no la que pretenden sea los terroristas del estado- por lo tanto no es igual a ninguna otra guerra, repite como si estuviera borracho o loco, Igual, no es posible concebir una nueva sociedad sobre una montaña de cadáveres. Calle de por medio, en una casa de dos plantas y techo plano, se puede adivinar entre las rendijas de una persiana que alguien enciende la luz: vegija pronta o temprano a laburar. A él no le importa, prosigue, repasa en voz alta (que sea el viento el que lleve y cruce sus palabras por encima del Atlántico): -Además, el sistema jurídico, el derecho burgués se impuso y se impone por la violencia y, así…, necesitado de aire, se toma un segundo, cierra los ojos antes de, Esta es la rebelión que hicimos, evitamos, hasta donde pudimos los heridos inocentes…, francamente; bien saben que a pesar de todo arriesgamos más nuestra propia seguridad con tal de evitar mierda para otros que nada tuvieran que ver. Varios ¡baracataplum! Retumban, volviendo, en su cerebro. El Cuervo puede frecuentar, con aprehensión, los muertos y heridos que cayeron sin que merecieran haber estado ahí. El amanecer hace silencio, levanta los ojos. Chocan con esos otros que lo miran detrás de la cortina blanca que adorna a una persiana a medio alzar. Se incorpora despacio, sin despegar la espalda de la pared. Quieto al principio, espera un momento, despereza el cuerpo. Después se retira, el mentón a medio camino entre el pecho y el aire. La noche es día. Lejos de apaciguarse su cabeza está lanzada inevitablemente en un detalle preciso de voces y hechos. La discusión fue con Benito, el Turco y algunos más. !

159 Una tarde, en medio de la canícula tucumana. La decisión estaba tomada: Ejecutar al comisario más represor de aquellos días. Se había hecho toda la inteligencia necesaria. Días y días siguiéndolo. Cruzando información. Ajustar hasta el último detalle. El gordo canalla caminaba en paz, como si no tuviera nada que ver con lo que pasaba por entonces. Con las torturas, la muerte y la contrarevolución. Subió a su R 12 nuevo y arrancó recién después de que ella entrara al auto parapetándose en la penumbra de la tarde. Ella no estaba en los cálculos. El Comando, formado por cinco compañeros, se movilizaba en dos vehículos. Más otros dos con ocho compañeros que darían apoyo desde las inmediaciones. La decisión se confirmó en el coche 1. Aquel probable daño colateral no había estado en los análisis previos. Sin embargo la operación se haría igual.

Con el dorso de la mano, seca la frente del sudor incipiente. Los ojos arena. Él sigue caminando. Hasta el Carabanchel falta mucho aún. El Cuervo las ve salir de sus casas. Todavía semidormidas. Llevan los bolsos vacíos, van rumbo al mercado. De algún modo se parecen entre ellas: rodete, vestidos de colores apagados, regordetas, hablan a los gritos y empiezan a sonreír.

El R12 era un colador. Estrellado de trompa contra el grueso tronco de un tala inmenso. La cabeza del comisario dislocada, parecía apenas sostenerse entre el hombro y la ventanilla baja. La otra puerta delantera abierta. A tres, cuatro metros, la amante del gordo canalla - ahora fiambre para todo el viaje- estaba arrodillada, con manchas de

160 sangre en su vestido y la cara demudada. Daba la impresión que se quedaría ahí, estupefacta por la eternidad. Las primeras sirenas se oyeron mientras el coche 4 salía por el sur y ya no quedaba ninguno de los combatientes cerca.

A las nueve y media de la mañana todas parecen haber completado las compras. Madrid es una especie de gran hormiguero: las mujeres regresan con las bolsas llenas. Algunas entran en los bares para apurar un carajito que las entone desde temprano nomás. El Cuervo las mira como quien oye llover. Va metido en el recuerdo.

Esa misma noche se armó la polémica. Alguno aprobó la decisión tomada. Hasta el Turco, directamente involucrado, insistió que si no hubiese salido bien, es decir, si la mujer no hubiera escapado a la balacera, aún así, el operativo justificaba por sí sólo aquel daño no querido. Igual no pudo evitar que ese desacuerdo se discutiera largamente. Ninguno quería que, frente a la mirada del pueblo, aquellos operativos tuvieran la estampa sanguinaria que los milicos se empecinaban en hacerles aparecer. Tampoco si lo que se buscaba era concebir una nueva sociedad, las matanzas inútiles podían ayudar a ese objetivo. Por eso era vital eliminar todo lo posible la existencia de heridos neutrales. El mejor ejemplo, el que había que seguir era Vietnam donde se cuidaba mucho de no tocar objetivos inocentes y no precisamente Argelia donde, dicen, todo francés resultaba el enemigo a aniquilar.

Aquí, ahora, bajo la inclemencia del sol madrileño post franquista, el Cuervo cruza la enésima callejuela emborrachado por una especie de neblina opiácea. El sudor frío recorre su cuerpo mezclándose con la saturación de la caminata. Tiene sed pero prefiere seguir. Llegar

161 cuanto antes. Meterse y dormir. En una de esas puede olvidarse por un rato. En una de esas su cabeza se toma un autopiadoso descanso. *

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2007 Lili, Walter (X)

-La mierda de los pichichos es una calamidad, Lili. Alguno de los que pasan, joven o viejo, insulta por lo bajo y mira la suela de sus zapatos. La plaza República del Paraguay, especie de paraíso-cagadero perruno, hizo que ella arrugara la nariz: -Un día de estos me voy a dar el gusto y voy a traer dos o tres gatos. La miré entre desconcertado y divertido. Esta mujer me asombraba. Tenía una pasmosa ductilidad para hacerle olvidar a uno que rato antes tuvo ganas de putearla. -Te decía, reanudó ella, Ese quiebre cultural nos llevó a entender que en el exilio la adaptación a la vida burguesa europea, por caso -pero también a la mexicana que es más clasista todavía-, no fue nunca un fin en sí mismo…, fue, de casualidad, una circunstancia, ¿entendés? Sonrió, pero yo, la creí de nuevo burlona. Qué extraño. Pasaba de un sentimiento a otro en cuestión de milésimas. Pienso que suponía que ella estaba ninguneándome. ¿Sería la culpa que me ponía así? Se lo dije de una: -Perá, Liliana, ¿por qué tengo la sensación de que me barateás? Abrió los ojos grandes y su nariz pareció más filosa aún: -¿Qué?..., qué estás diciendo, ¿baraqué?

164 Bajé la vista. Suspiré fastidiado. En aquel instante creí firmemente que no podría llegar hasta el final. Ella me sobraba y no podía evitar enojarme. Se levantó: -Perdoname, voy al baño. Aquellos minutos que demoró en volver para mí fueron una especie de bálsamo. Porque de golpe, como si me hubiera iluminado el rayo de algún dios exótico, pude ver con nitidez qué era lo que me pasaba. Les tenía envidia. Yo que hablaba en términos de respeto hacia esa generación -para quedar bien pero también porque es verdad que la heroicidad despierta ciertos entusiasmos emocionales-, a pesar de no compartir lo que pensaban y lo que hicieron; aún así, todo el tiempo estuve convencido que lo mío pasaba por una suerte de especulación no demasiado razonada antes que por cualquier otro sentimiento. En realidad tenía rencor de no haber formado parte de aquella épica por más cruenta que haya sido; era como si estuviese montado en una especie de potro que me llevara -al pensar en los 70`s- a las historietas que leía en mi niñez. Porque si comparaba con la mía, aquellas vidas parecieron tener un sentido…, también sus muertes, las desapariciones, su epopeya, ellos quedaron ya en la historia. Llenaron tapas de revistas, documentales, películas. Qué de mi generación. Los que en 1976 teníamos 15, 18, 20 años. Somos la más pura y primeriza cría del proceso militar. Dilectos hijos de la tiranía, como le llama Liliana. Somos, sin saberlo; y sabiéndolo, sin admitirlo: el huevo de la serpiente que dentro de un tiempo vamos a gobernar. Gobierno, empresas, sindicatos, universidades, clubes de fútbol, iglesias, ong’s, medios de comunicación. Pensarlo nomás y me da escalofríos porque en ese espejo veo mi cara. Y porque además siento que no me importa. Mucho menos si me acomodo. Y es este cinismo el que no me permite grises. Lili regresó. No terminaba de sentarse y me escuchó decir: -Sabés, lo peor no ha llegado. -¿Qué?

165 -Sí, Lili, la próxima década gobernaremos nosotros, los hijuelos que Videla formó. Tomé un trago antes de, Mirá, le dije sin dejar espacio para que me interrogue, Lo que llaman menemismo fue un anticipo, préstamo a cuenta, una ingeniosa manera que ha tenido la historia de adelantarse a sí misma, porque cuando lleguemos nosotros, cuando nos toque el turno, ahí sí que van a ver lo que es el pragmatismo en serio, ahí van a conocer hasta dónde llegó la prédica de los Tórtolo, los Grondona, las Legrand, los Áleman…, los Borges o los Favaloro. Fue como si me hubiera dado un ataque de verborragia ética. Prestada además. Sin embargo mi instinto volvió a iluminarme, era el momento de parar: -Oíme…, no me hagás caso, ¿qué decías de la vida burguesa? Ella se conmovió. La pregunta que le hacía no tenía que ver con la perorata que había concluido yo mismo sin darle pie a que indagara en ello. Posiblemente por eso, porque sintió, creo, respeto-pena por mí y por lo que nos esperaba, volvió al asunto como si yo no hubiese dicho palabra: -Todos, del bando que sea y en el país que fuere, esperábamos la coyuntura adecuada, como te dije, para regresar, con la punta del dedo agarró una miguita de pan y se la llevó a la boca, Pero nos acomodábamos a esa necesaria manera de subsistir, lo que sí, prevenidos de las tentaciones tratábamos de no aceptar flaquezas. La imité; disimuladamente pasé un dedo por el borde de mi plato: -¿Cuáles? Ella lo siguió con la mirada hasta que se metió en mi boca, después: -No sé, Flaco, por ejemplo, durante el destierro no estaba bien visto que un compañero o compañera se enganchara afectivamente con alguien que no fuera argentino o argentina, no estaba bien interesarse por otra política como no fuera lo que pasaba en el país…, fijate, en cualquier lugar en el que estuviéramos era casi religioso, con tres o cuatro días de retraso, conseguir Clarín -quién lo diría-, discutir lo

166 que pasaba en Argentina era lo único, nada de interesarse por otra contienda. Sacó los ojos de la mesa, se perdió afuera, en el verde de la plaza: -Acostumbrarse a las comidas, a las tradiciones del país que nos recibía, todo eso era considerado, que sé yo, ¿desargentinizarse?..., en fin, todas las actividades que hiciésemos tenían que estar relacionadas, de algún modo con aquella idea que te mencioné, Walter: el regreso. Llamé a la camarera. Pedí otro café. Ella, un Cachamai. -Al Cuervo, Liliana no quería dejar de recordarlo, más por ella que por mí, Lo crucé en el exilio tres o cuatro veces, una de esas después que junto a Luís lograron sacar con pasaportes falsos a varios compañeros y compañeras por la frontera de Brasil, no sabés cuántos salvaron…, venía encabronado, me contó que se había carajeado con un español que lo ayudaba porque le mandó un rollo que era común entre los gallegos: creer que ellos, los españoles, habían estado peor porque lo padecieron a Franco…, me acuerdo que el Cuervo lo imitó al español para contarme, el muy hijito de puta me dijo -me decía el Cuervo que le decía el gallego- oye coño, no hay mal que dure 100 años ni pueblo que lo resista, vosotros estáis mal, es verda’ pero nosotros soportamos al generalísimo cuarenta años… Liliana dejó de hablar. No creí oportuno interrumpir su silencio. Es más, me di cuenta que estaba por meterse en otro bardo. Me entretuve a propósito, revolvía con la cucharita el café. Afuera el mendigo cosechaba. Cagaban los pichos. Y no faltaba el distraído que pisaba los soretes recién hechos. -Walter, no te imaginás cómo idealizábamos al pueblo, eso era una especie de corcho, soga fantasmal a la que nos aferrábamos porque de ella dependía nuestra propia vida; así fue, bien entrado el 78’, hasta el Mundial…, hasta que la tablita de Martínez de Hoz empezó a traerlos

167 por todas partes; el deme dos hacia que ellos se llevaran fetiches de porcelana, electrodomésticos, marcas y nos dejaran los calcos pegados en las lágrimas no soltadas. -Perá, la interrumpí, ¿Calcos? Cerró los ojos: -Los argentinos somos derechos y humanos.

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El pueblo imaginado era el pueblo rebelde

Para el Cuervo, Susana es parte de su pasado. El mundial de fútbol ha terminado y Argentina es campeón por primera vez en su historia deportiva. Salieron del Canódromo entre risas y gritos. La tonada latinoamericana mezclada con la española. Las ropas. Los modos. Algunos desean mutar el che por el vosotros. Apoyado en un árbol los observa al caminar. Es evidente, se están acostumbrando. Alguien ha traído desde argentina varios libros, rescatados vaya a saber cómo. Lo guarda en el bolsillo de la chaqueta que cuelga en su mano. El verano aprieta. Ve a los que ha ido a buscar: -¡Muchachos…, eh! Los tres que salen lo abrazan: -Vamos Cuervo, vente a beber unas cañas con nosotros. En realidad él quiere conversar con Manuel, se ha enterado, dejará España enseguida. Dicen que vuelve a México. Caminan dos o tres cuadras. Justo en la esquina, envuelve la ochava un toldo amarillo y rojo que preanuncia la fonda moderna donde

170 se puede tomar y comer. Fumar y pasar el rato, despreocupándose del mundo. Sopla húmedo. Quizá llueva. Bar, restaurante repleto de gente y olores. Se habla, como de costumbre, a los gritos. A los reclamos de por qué no se busca un trabajo mejor que ese de vender bijou por la calle o cualquier otra cosa en los tendederos de feria; un trabajo efectivo que lo lleve a alguna parte, incluso a conseguir la residencia definitiva para que deje de salir después de tres meses hacia a Andorra, quedarse cinco días para volver a entrar; a todo eso el Cuervo contesta con Quién mató a Rosendo: “…Y es cierto, nunca tuvo nada ni llegó a nada en el sentido que los burgueses dan a ese concepto. Porque un autentico revolucionario no llega a nada hasta que destroza al régimen corrompido y parasitario que nos explota e instaura una nueva sociedad…”. Después muestra la tapa: -Saben, me cansé de regalar este libro, despluma la pálida de los que no quieren entender. Los españoles, apesadumbrados por la arrogancia del argentino abandonan antes. Manuel y él siguen. Caña, de la negra, aceitunas, pan y jamón. -Oime, Cuervo, se está bien, mejor en México, las noticias llegan rápido, más que acá. -Cantame la posta, ¿cuánto hay de verdad en eso de la contraofensiva? -Qué sé yo, parece que se coparon con la idea, primero los que están allá…, sabés de los energasos que metieron los Montos durante el mundial ¿no? -Sí, claro, al principio creía que eran bolazos de Luis o de la prensa amiga, pero después me convencí. -De todos modos, se ganó el campeonato y nada de eso quedó.

171 -Bueno, pero al menos se hizo, además…, no estoy demasiado de acuerdo que sigamos quietos. -Achicá el pánico, Cuervo. -¿Te pusiste rockero de golpe? -Antes vos, papá, ¿viste la cara que pusieron los gallegos?…, si les tiraste con el rollo de la pálida? Cielo encapotado. Tormenta segura. -¿Y la insurrección, Manuel? -No creo en voluntades…, vos lo notaste por la televisión, ¿viste cómo gritaban y cantaban? -Sí, tenés razón; me enteré por una compañera que llegó hace unas semanas que a las Madres de los compañeros las putean en la Plaza de Mayo, les reprochan diciendo que hacen mierda la imagen del país…, yo qué sé, es el deseo…, pero, las cosas son como son porque si no serían de otra manera, ¿no? El camarero trae carne, arroz azafranado y longanizas calientes. -Si serán brutos, calá, la carne recontra seca, desabrida. -Los mexicanos peor, Cuervo, es un embole, la nerca de allá es mala y no te imaginás la baranda a fritanga y picante que hay por todas partes, mirá, el DF se distingue por el olor a maíz cocido de todas las formas posibles…, más fuerte y penetrante que la polución y todo eso. -Sí, está bien, pero acá lo único fácil es pinchar los teléfonos porque ni hablar de conseguir yerba para tomarse unos amargos o unos alfajores como la gente…, además, esa pasión hija de puta que tienen por las corridas, Manuel, yo me pongo del lado del toro. -Bueno, en México también hay, pero…, che, boludo ¿te olvidás que estuve un año viviendo acá? -Sí, pero a vos no te hartaron con eso de que ellos conocieron la carne gracias a Perón. -Quién te dijo, Cuervo. -Ja, no te olvidás de tu origen peroncho, ¿no?

172 -Por supuesto que no, hermano…, además fue cierto, estos gallegos de mierda se hubieran cagado de hambre si no fuera por el Viejo. -Es verdad…, el otro día me hicieron ver una cinta donde Evita le decía a Franco que si quería juntar gente la llamara que ella podría venir…, te imaginás, Manuel, lo que tuvo que ser para ese carnicero chupacirio que una mina viniera a refregarle en la jeta su carisma con la masa; por esa ayuda los españoles tienden a confundir al peronismo con los franquistas y nada que ver. -¿Te estás volviendo peronista, Cuervo? -Anda a la mierda. Caen las primeras, gruesas. Frías. -Por lo menos la cerveza está muy buena. -Oime, Manuel, ya me convencí, no hay posibilidad de otro 17, de un Cordobazo, de una resistencia al estilo de la que hicieron los tuyos. -Dejá de chicanearme, Cuervo…, ya no tengo esperanza, nunca pensé que les resultaría tan fácil meterse a la gente en el bolsillo; el otro día, antes de que yo viajara, llegó al DF un compañero de las FAP recién salido de Argentina, nos contó que allá están chochos con la mercadería que compran en los viajes, que a nadie le importa una mierda de los cumpas chupados o de las listas negras que hacen los milicos; que a los familiares los recontraputean, tal como dijiste vos. -Sí, también acá llegan esas noticias, parece que, salvo las Madres, algunos sindicatos, estudiantes u organismos que tienen alguna banca internacional, nadie habla. -Es el miedo, Cuervo. -Puede ser, pero, por qué…, no sé…, no digo que salgan a hacer quilombo; pero por lo menos que no los aplaudan. -Claro, viste lo que hicieron durante el Mundial; ni hablar cuando salimos campeones.

173 -Querés que te confiese, yo festejé, me puse contento que le hayamos hecho la boleta a los holandeses. -Yo también, Cuervo, yo también. Truena en Domingo. Y también llueve a cántaros en la calurosa Madrid destapada. -Pero entonces, ¿vos qué pensás, podemos esperar a que se caigan? -No sé, Manuel, porque…, ¿vale la pena? -Qué cosa. -Que nos hayamos jugado…, que nos juguemos así, ¿volver? -Cierto, Cuervo, para qué mierda el esfuerzo. -¿Para qué se conformen comprando Hitachis y equipos de música, Toyotas y cursos de inglés?..., no, mirá, Manuel, ahora en lo único que pienso es en cómo ayudar a Luis a sacar la mayor cantidad de compañeros del país. -Eso está bien. -En una de esas, más adelante, la historia nos dé las condiciones objetivas, las que necesitamos para que volvamos a poner la sangre, la nuestra, hermano, la nuestra, porque la de ellos sigue protegida entre las sábanas de seda que visten sus catreras. -Tas poético, Cuervo…, puta madre, tas fúnebrente poético, carajo. Ha refrescado, aunque no mucho. Un dálmata abandonado sacude el agua de su cuerpo. Enseguida se mete al debajo del toldo amarillo y rojo. Los dos amigos dejan fijos sus ojos en él. Manuel se tienta pero el Cuervo le gana de mano. Se acerca y le acaricia el lomo. Acuclillado lo agarra de la quijada: -Me lo llevo Manuel, estos bichos son buenos para la caza.

El pueblo imaginado era el pueblo rebelde. El real es el compinche de las tropelías militares. El que acompaña a Massera a la

174 Catedral de Buenos Aires. A Agosti a la iglesia de Recoleta, los sábados por la tarde. El que los domingos, comulga con Videla en la capilla Stella Maris. Barajas. Falta menos de hora y media para que Manuel tome su vuelo rumbo al Distrito Federal de México, previa escala en Miami. El Cuervo lo acompaña: -No sé, pienso en Caracas. Desde ahí estás a un paso, Cuervo. -Puede ser por eso o puede que sea por otra cosa, Manuel. Los aeropuertos son un mundo sin forma ni querer. Siempre lo fueron. [desde antes de los “No lugares” de Augé]. El Cuervo fuma Ducados. Reconcentrado, que no vuelva a verlo es una posibilidad. Manuel le ha dicho que analiza el regreso: caiga o no caiga Videla. ¿Y sí los Montos tienen razón, aunque Luis se oponga? Luis. Viajó en Diciembre a Corea del Norte; más de dos meses que no sabe de él. Probablemente sea cierto, él es un buen yuxtapositor de teoría y praxis. Sin embargo no puede ser que todo haya sido en vano. Tanta fe. Europa tiene esto. El mundo, por acá. Voltereta de la fortuna. Cambia de golpe al verla andar. Ella corre. Llega en el límite del horario. Ya se sabe, aquí, la tardanza es pecado imperdonable. Los aviones no esperan. No es. Pero trae como un mazazo la imagen de Amparo. Pudo haber, podrá haber otras. Ella es la mujer que el Cuervo. Dobla en la esquina y se dispersa entre humanos, valijas y carros.

175 (monotype corsiva 13) Fijo, aprendido por el olor penetrante de las aguas servidas apenas disimuladas por el pescado frito que cocinaban en alguna casa baja. Avanzaba con dificultad queriendo llegar, ese Miércoles de franco, a la casa de Amparo. La vio subiendo las compras con una soga. Ella en el balcón, su madre en la vereda. Cuervo, fue como si despegaras de tu propio cuerpo y te vieras como en una película, a la siesta, en el Gran Rex. Atontado, espiándola con cien ojos sin que ella supiera todavía.

El filtro del Ducados no se sostiene entre sus dedos. El Cuervo busca el bus. No puede olvidarla. Ni podrá.

El invierno ha pasado. Su madre había sido brigadista. El recuerdo preferido es verla mascando tabaco del fuerte a escondidas de su esposo. Sólo eso concedía. Se llamaba María Teresa. Murió de vieja nomás. Consuelo tenía la misma dureza en su cara pero más que nada en su espíritu. Los dos están asomados al marco de la ventana que da a la calle central del complejo de monoblocks. Nítida, la voz estridente de las vecinas los entretiene: -¿Cómo estás, Manuela? -Cómo quieres, mujer, anoche he tenido que servir a mi marido. Desgreñado, el pelo de Consuelo acompaña su gesto de fastidio: -Entonces, qué, Cuervo, lo has decidido. Él la mira intrigado, no sabe si contestar o mandarla a la mierda. Qué es esa manía de requerir respuestas ni siquiera él sabe si las tiene: -Oime, las maletas están ahí…, ya sabés; me han dicho que desde Venezuela puedo ayudar mejor, hay compañeros que…

176 Consuelo suspira: -Un momento Cuervo, deja ya de protestar, cabrón, ¿quieres otro trago?... Pues yo sí. Bombachas. Consuelo acentúa ese andar de las españolas, seguras, avasallantes. La mira: ella estira el brazo para alcanzar la botella. Sobre la cama, abierto en la mitad, el diario que edita un argentino -ex militante de las FAR- con recortes de noticias. Copias de La Nación pero más de Clarín. También las que publican sobre Argentina algunos diarios europeos. Aparece con cierta regularidad y se ha transformado en un semanario imprescindible que se consigue por unas pocas pesetas en Plaza Cibeles.

El mediodía los encuentra muy cerca del Rastro. Pocos lugares hay tan identificados con el genio de la ciudad a la que pertenecen. -¿Has prestado atención, Cuervo?, fíjate, dime si no es como la puta ciudad, una Madris en miniatura. -Madrid, Consuelo, Madrid. -Ahueca, cabrón, termina con tus estúpidas enmiendas. Pasa el brazo encima de su hombro menudo y suave. Descansa el peso que carga en la otra mano. Dos repisas de madera que piensa vender justamente en esa inmensa feria. {El Cuervo es bueno para negociar}. Pero una recurrencia inapelable lo envuelve. Obsesionado. Son esos hombres y esas mujeres. Compatriotas que no vendrán jamás por esta feria. Los que arrastran las eses, gritan y piden deme dos, únicamente recorrerán el Corte Inglés, la Gran Vía y el Museo del Prado. Los que después seguirán su periplo frescamente mundano: París, Roma, Florencia, Venecia, Viena, Londres. ¿Lisboa? No, Lisboa, no. Los que más tarde

177 regresarán para confirmar: Como nuestras mujeres, nuestros paisajes y nuestra carne, ninguna. -Tendrías que verlas, comprar, comprar. Y también a ellos, sus mierdosos maridos que ponen la cara de circunstancia al pagar, aunque estén íntimamente satisfechos. -Qué coño dices, Cuervo. -Ustedes resistieron cuarenta años, así, él no tuvo paz…, en cambio, en mi país, el Santón Videla (y Massera, Agosti, también Menéndez o Bussi) anda suelto por ahí, yendo de misa en misa y de aplauso en aplauso. -Oye, quítate, ¿quieres decirme de qué disparate se trata? -Pero, ¿no te das cuenta, Consuelo?..., él no tuvo descanso porque ustedes no lo dejaron, desobedecieron hasta el último, repugnante día de la dictadura que preñó a España. -Franco, pues. Claro. Desde logo que fue así. -Bueno, y por favor, es luego no logo. -Vete a cagar, quieres. A veces angostos. Otras, anchos. Los callejones se asemejan a los de algún pretérito laberinto eternamente poblado de mercaderes- clientes y de tenderos ávidos por pichulear: -Con Trescientas pesetas os lo lleváis, tío. -No más de Doscientos cincuenta. -Trescientas y ya. -Doscientos cincuenta. -He dicho Trescientas. -Tengo sólo Doscientos cincuenta. -Que no. -Oye, que te pones como asno. Detenidos, al borde de la tienda abierta, ellos siguen metidos en el presente que inquieta o entristece al Cuervo:

178 -Eso sí, Consuelo, burguesitas orgullosas del gobierno que tienen. -Pues mira, aquí igual, no se hubiera quedado si no fuera por. -Ya lo sé, pero atendeme, las brigadas republicanas tuvieron su lugar, bah, lo tienen…, en cambio nosotros. -Ustedes qué, chaval, deja ya de quejarte. -Cómo qué, ¿quejas?..., no me quejo sólo que no entiendo. Amoscado, el valenciano se va de la tienda pasando entre el Cuervo y Consuelo, tuvo que pagar trescientas. Ni una menos. De todos modos vale la pena, su Mariana estará contenta y eso merece un buen vermut en la tienda de Elías Abdul. -A qué esperas, hombre, sigue pues. -Sencillamente no entiendo dónde quedó la fe revolucionaria de toda esta gente. -¿Revolucionaria dices?..., ¿la tuvieron? -Creo que sí, Consuelo, sí…, pero ahora viéndolos tan desesperados por tener, comprar, quedarse quietos, callados, no sé. -¿No lo sabes, Cuervo? -No. -Pero, ¿no estás al corriente?, todo el mundo piensa en enriquecerse. -Claro, para vos la ilusión revolucionaria. -No es más que eso y perdona que te haya interrumpido.

Este Manolo recuerda mucho al padre de Manolito (el de Mafalda). Son las cejas y la cara ancha, pero es también esa terquedad por el dinero, porfía sin mirar al Cuervo: -Os doy ciento ochenta por las dos repisas, ni una peseta más…, ¿habéis oído?, chavales, tomad la pasta y largaros que no tengo todo el día.

179 Ella invita. Café a la turca y tabaco en pipa de agua. Consuelo y el Cuervo (ya sin las repisas) acomodados en un rincón, muy cerca de un valenciano que apura el último trago de vermut. -Oye, larga Consuelo, Que me has dejado pensando, tío…, si bien distinto, acá no es muy diferente que digamos. Sonríe el Cuervo, a lo mejor esté tratando de resolver la distinción entre distinto y diferente. Despreocupada por eso, casi introvertida, habla como si lo hiciera para sí: -Porque acá, de algún modo es igual, con esto que llamáis el gran destape, con el que desde logo estoy de acuerdo, sin embargo la gente, es decir nosotros, parecemos sólo preocupados por nosotros mismos. Enésimo Ducado, el Cuervo no espera exhalar para poder detener aquel embrollo: -Epa, Consuelo estás, o sea, qué lío, salí del embrollo que no se entiende qué carajo querés decir. Quince, veinte, cien. Las moscas circunvalan en el cielo de lona gris. Afuera, cae el sol. Igual, el bochorno se alargará hasta bien entrada la noche y pone a la gente más apurada que de costumbre. -Lo siento, para mí está claro, tío, el destape es una bendición pero también resulta chocante que se lo tome como una especie de canto a la individualidad. Estas palabras son justo las que esperaba: -Te estás poniendo, mojigata, Consuelo. ¡Touché!. A pesar de todo la españolita no es fácil de arriar: -Oye, oye, que las bragas blancas de Victoria Abril haciendo de colegiala me pusieran cachonda no quiere decir que no me dé cuenta hacia dónde marcha el mundo. Cincuenta centímetros por cincuenta centímetros, la mesa que los separa no impide que él roce con sus rodillas las de ella que, adelantando las piernas, toca sus muslos: -Mujer, admití que las sotanas pueden con vos. Con disgusto por lo que oye, retrae las suyas aunque las dejaría donde están:

180 -Qué dices, hijo de una fulana, ¿no escuchas lo que digo? No deja dejar pasar el furcio: -Ves, te lo dije, muñeca querés parecer superada pero largás una pálida detrás de otra, para vos las fulanas son responsables y no víctimas de este mundo injusto, ¿no? Fucsia, el pañuelito de seda que se ajusta en su cuello, tibiamente empieza a mojarse: -Que me oigas te digo, cabrón, en tu puñetera vida habrás visto una fulana de verdad, es decir, con los cojones que vosotros no tenéis…, además, me tratas de muñeca…, tan macho como el que más. Macho. Aquella expresión cargada de desprecio no es para el Cuervo una novedad. Sin embargo, resulta incómodo que ella lo ponga en ese lugar. Sobre la pared hacia la que da la espalda de Consuelo, un afiche que no tiene más de quince, diecisiete meses: dos lenguas rojas se acarician. Tapa de la revista "#$%&'()$. -En el nombre de España, Cuervo, paz; alarga sus piernas y aprieta con sus muslos los del Cuervo. Enseguida, la voz grave: -Oye, ese graffiti puebla nuestras paredes, ¿lo has visto? Estirada sobre la mesa, alcanza la boca del Cuervo con su dedo índice, no lo deja que diga a pesar del intento que él hace. En el medio del ruido descomedido de la feria, su voz es igual al perfume que se aguarda: -Bésame, Cuervo. Por el pequeño parlante resuena Je T’aime, Moi non plus de Jane Birkin, o como ellos la llaman, “Jane B”.

En el día de la primavera el Cuervo parte hacia Alemania. Confirma así el sentido de su existencia. Ese que en el exilio se le hace difícil de sostener. Porque los desterrados parecían entrar paulatinamente en un tedio del que no podían salir. La burguesía europea impone el aburrimiento del ser

181 revestido de consumo. La conciencia sartriana parece empezar a ceder terreno frente al avasallamiento de las “verdades” de la economía capitalista. Camacho. El hombre del movimiento obrero español es el que los ayuda aunque no sin insistir en lo arriesgado de la acción que preparan. Ya camino a Barajas, apela a un último intento: -Pues hombre, os diré que es una locura lo que estáis por hacer…, pensad, coño, la poli los tiene vistos, además…, los alemanes, esos tíos no se andan con gilipolladas. Para el Cuervo, aquel afán disuasivo no deja de ser una formalidad, una manera de curarse en salud: -Oime, agradezco tu ayuda, sin vos este viaje no sería posible pero, no te preocupés…, por otra parte pensá, para muchos el asalto al cuartel de la Moncada fue el disparate más grande de la historia, sin embargo, ahí lo tenés a Fidel…, acaso sea verdad que sin una dosis de barbaridad no hay revolución posible. De pronto, el Cuervo parece entrar, melodiosamente, en una redonda de guitarra; recorriendo el contorno de lo que su imaginación ha forjado atraviesa la vegetación húmeda, los cañaverales, las caras morenas, delgadas, sonrientes. La Moncada y Artemisa. Son 14 los mártires que ese pequeño pueblo -que él no conoce todavía- ha ofrendado a la causa popular. Empezando por Ciro. Ahí se queda aunque su cuerpo camine y Camacho siga con su alegato. En toda España resplandece el sol. Se percibe, ésta será una estación calurosa, más que lo usual. Hace falta el dinero para continuar sacando los cumpas de las manos del tirano. Hay muchos escondidos más allá de las fronteras. Brasil, para la mayoría. Pero no aguantarán mucho tiempo. En Lisboa, Luis, Rudo y Rina entre otros, han secuestrado a un turista norteamericano.

182 [Dicen que a un venezolano también pero que es un pobre gato sin un céntimo partido por la mitad. Una pena que el Cuervo haya perdido el deseo, hasta el fin de sus días, de hacer grandes relatos. Esos que correspondiesen para mantener el mito, la fe revolucionaria. Una historia oral performativa. Mucho de la incursión por Alemania occidental se ha perdido por su empecinado silencio. Incluso alguno de los detalles del secuestro en Portugal sólo podrán conocerse si se leé “El secreto de Lisboa” de Luis Mattini (Peña Lillo-Ediciones Continente: 2009). Hay otras versiones de este hecho que no he podido confirmar del todo, por eso me incliné, como una suerte de arqueólogo de la historia, por reconstruir este episodio con los retazos que me parecieron más verosímiles]. El rescate por el yanquee se cobrará en Fráncfort. Allí, el Cuervo tiene un amigo que lo ayudará; igualmente es, quizá, el mejor hombre que la organización tiene en el exilio para esta tarea.

Notable el cambio de temperatura. Salió de Madrid apenas con una campera liviana y acá, en esta ciudad ordenada hasta la exasperación, todavía se enseñorea el invierno. Llovizna frío. Con escarcha, empañados por dentro, los vidrios del escarabajo azul son un velo grisáceo y sucio, que confunde. Vigilan desde afuera el hall del andén, lugar de la primera posta. Ahí el empleado de la empresa del yanquee raptado en Portugal debe pasar a buscar una esquela, guardada en un buzón de correos, que lo enviará a la siguiente posta. El Cuervo otea por policías. Sabe: rubios o morochos, hablando guaraní o español, lunfardo, inglés o alemán, todos huelen igual. Por ahora no se los ve. Inconfundiblemente norteamericano: Medio bobo al caminar, rubión, pelo al rape en la nuca, con mechón sobre la frente y la piel

183 anémica. El empleado se baja de un taxi. Va directo, se diría por demás nervioso. Con la mano, el otro, el compañero del Cuervo, frota la ventanilla para observar mejor. Y el Cuervo sigue, busca, repara en el andar de los que pasan, en las caras, en los ojos. Nada. Guardias, no hay. El empleado debe esperar el tren. Ir hasta la siguiente estación. Buscar un sobre en el cuarto baño contando desde la puerta 2. Volver. Tomar otro taxi. El otro, el compañero del Cuervo, se baja. Cruza la calle con trancos largos. Tomará el mismo tren. Asegurará así, que el empleado entre y salga del baño solo. Si todo va bien seguirá dos estaciones más hasta el lugar de la entrega. Si no, regresará. Y el Cuervo, al verlo, sabrá que todo fracasó.

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2007 Lili, Walter (XI)

Los argentinos somos derechos y humanos. Puta madre, esa frase signó a mi generación. Creímos en ella. O queríamos creer. Probablemente porque todavía éramos chicos y veíamos a nuestros padres aplaudir toda acción de la Junta Militar. La propaganda. La de la revista Para Ti o la Gente, por ejemplo. Sí, estaba metido en una especie de túnel diacrónico en el que los tiempos se mezclaran yendo y viniendo sin ton ni son. Esperaba que ella siguiera dándole al discurso. Sin embargo en mi cabeza retumbaban las palabras que yo no decía. ¿No tenían miedo a la muerte, a la cárcel? Porque, me parece, nuestros padres y nosotros mismos teníamos terror a todo eso. Pánico a la muerte pero también a que cambiaran las reglas de juego y que perdiéramos nuestras posesiones. Las que daban sentido a nuestras vidas. Sí, ¿cuántas minas levanté con mis adidas? No lo sé, lo que sí, por ahí sin ellas yo no era nada -como ahora sin mi Motorola-. Tampoco mis padres, ni los padres de Eduardo o los del Negro Mancuso. -Oíme, está bien, le dije, para inmediatamente apretar, Pero es verdad que ustedes ponían al país patas para arriba…, Lili, tantas bombas, quilombo, muertes; ¿no tenían miedo…, qué era la cárcel para

186 ustedes? Cerré el puño, lo puse sobre la mesa, la miré: -Una mierda, afirmé con bronca, Les interesaba un pomo caer en cana…, o morirse, Lili, y no me digas que no. Me paró en seco: -Perá, pendejo, esperá…, la cárcel para nosotros era orgullo, caer tenía un sentido revolucionario, no éramos delincuentes que robábamos para solazarnos en el goce de nuestros cuerpos o llenar nuestras manos de mierdas materiales…, ¿tendés, pendejo?, ¿quién carajo te creés que sos para interpelarnos? Yo arrugué pero ella no se dió por aludida y siguió; los ojos rabia, su nariz aguileña apuntándome: -Qué mierda te pensás, pelotudo, si la derrota para nosotros, mucho más en el exilio, fue palabra prohibida…, nos equivocamos, sí, le erramos en el sentido de la oportunidad, más porque Perón arrasó gracias a la voluntad popular, pero sabés qué, a pesar de eso fuimos cualquier cosa menos mantequitas, nos lanzamos a la política sin haber pasado por la vida misma; gracias a eso el viejo volvió y este país recobró la forma. Paró para respirar. Pero la pausa fue más larga de lo esperado. Juntó las manos sin quitarme la vista. Recuerdo que agaché la cabeza. Estaba pasmado por la perorata que de tal no tenía nada pero que a mí me había aturdido. Con todo estaba seguro de que no debía perder de vista mi objetivo final, ese que me iba a dar unos pesos extras. Por eso la dejé que descargara sin abrir la boca: -Oíme, flaco, retomó, ¡Oíme bien, carajo!…, puse algunas de gelamón, otras de trotil, algunas gatillé, pero mi cuerpo estuvo ahí, dispuesto a todo, no sé si fue un error, una manera de, estúpidamente, despreciar la vida ajena, también la mía…, entendés lo que digo, boludito, era mi alma la que ponía en juego sin que ningún héroe o dólar o dios viniera para rescatarme.

187 Tomó la servilleta con las dos manos. Hizo un bollo de tela. Yo pensé que me la iba a revolear por la cabeza. Aún así, no dejaba de mirarla, fijo, desafiante. Alentaba saber que se estaba despachando a gusto, que en mí encontraba el puerto en el que descargar todas las broncas guardadas. Todas. Las que calló durante años. Las que de repente podía liberar en un solo acto consiguiendo que se desanudaran los nervios atiborrados en su espalda. Y sobretodo información. Su pelo amarronado, eléctrico, ya no permanecía en su lugar. Despeinada, ni siquiera atinaba para acomodarlo con la mano, quiso o dio la impresión de querer balbucear otros argumentos. A pesar de todo levantó la mano pidiendo la cuenta: -Hey, pago yo, le dije. Me clavó los ojos: -Qué mierda decís, pelotudo…, pago yo y ojalá se arruine tu vocación de macho. En la Plaza República de Paraguay ya no quedaban perros. Había, eso sí, una multitud de palomas picoteando el miguerío repartido por los mozos de los bares y restaurantes fronterizos. ¿Sentirían que hacían una buena acción al sacudir los manteles en el pasto de la plaza? Por Peña, nos vieron salir; dos tipos arrancaron en un Dacia bordó.

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El Cuervo hace lo que nunca en estos casos: Vacila

Doscientos mil en billetes de a cien, usados. Repartidos en dos o tres paquetes, envueltos con papel de regalo. El Cuervo, fuma apeado del escarabajo. Con el codo en el techo. Llovizna menos. Lo ve con el mismo bolso con que llegó. Supone que ahí estarán los paquetes con la guita. Abre la puerta del Volkswagen azul, espera que el otro, su compañero, no se asome en la arcada de la estación. No. El taxista escucha al empleado que, en mal alemán, indica adónde ir. Antes de que el taxi arranque el Cuervo sale. Bordea Mainzer Landstrasse, rápido, dejando muy atrás al turco que maneja y al norteamericano que trae el dinero del rescate. Dobla en Ulmenstrasse; cien, doscientos metros, aminora la marcha y estaciona del lado derecho. Desde ahí puede verlo. Tercer banco contando desde la punta norte de Elsa Bränderström Platz. El otro, el compañero del Cuervo, ha llegado. Sentado, las manos enguantadas, diario apretado en el sobaco. Fuma despacioso, dando la impresión de conservar una envidiable apacibilidad pueblerina.

190 ¿Quién podría sospechar? El escarabajo en ralentí, prerr, prerr. Blanco, el humito despedido desde el estilizado caño de escape se desuela en la brisa tenue. Acodado otra vez sobre el techo de lona, el Cuervo espera por la llegada del empleado. ¿El frío? Al carajo con el frío. Será la hora. O el último estertor del invierno. Lo cierto es que poca gente pasa. Tampoco autos. La soledad en Alemania no es igual a ninguna otra. Es que la ausencia ahí, es grito sobrecogedor. El Cuervo levanta el capot trasero del escarabajo. Revisa cuál es el supuesto desperfecto. Por fin, el taxi. Se nota, el empleado duda. Con las dos manos sostiene el bolso. Parece repasar mentalmente: Unodostres. Mira al cielo buscando la posición del sol. Uno…, dos…, tres. Y sí, es ése nomás. Paga por el viaje. Temeroso pone el bolso entre la grasa de la cintura y el brazo fofo (Where is the Seventh Cavalry?). Se aproxima hacia el banco. Llega. Espera que el otro, el compañero del Cuervo, repare en él. Ni eso. Se sienta y deja el bolso entre las piernas. Lentamente va empujándolo debajo del banco de piedra blanca. Una paloma muerta permanece con las patitas aferradas en la rama de un abeto gris. Desde el sur, vienen tres chicas enfundadas con pilotos. Beige, negro, verde. Los paragüas cerrados. Pasan. El otro, el compañero del Cuervo, se levanta; antes de irse mira el diario, lo apoya sobre la piedra.

191 Una de las chicas, la de capucha verde, vuelve, fija los ojos en el empleado: -The toys, please. Rápido, porque entiende de qué se trata, con los pies vuelve a arrastrar el bolso. Sin embargo hace una pausa, ¿resiste? No. Abre y entrega los dos paquetes envueltos para regalo. Sin quitarse la capucha ella sonríe: -Have a nice day, sir. [Tal lo anticipé, el Cuervo nunca dijo qué pasó. Nadie pudo aclarar cómo salieron de aquel lugar, quién sacó el dinero, quiénes eran aquellas chicas, ¿alemanas o latinas? ¿hablaban con acento? Tampoco supe qué hizo el empleado norteamericano una vez que entregó la pasta. Solamente pude rearmar los pasos del Cuervo algunos días después de que cobraran el rescate. Sé que salió de Fráncfort en avión rumbo a Ginebra. Desde ahí, por tren, a París primero, luego a Barcelona. Que más tarde llegó a Madrid donde lo esperaba Luis. Que gracias a la operación Lisboa-Fráncfort-Madrid-San Pablo muchos militantes salvaron la vida. Pero también supe que el regreso a España no fue fácil].

Clásico, el traqueteo del tren sosiega Sin embargo él se mantiene en una vigilia tensa. El Cuervo piensa que lo siguen. Demasiadas coincidencias desde que dejó el aeropuerto suizo. Y ese rubiales que ha pasado tres veces delante del camarote, pispiando solapadamente. Cree tenerlo de haberlo visto mientras cenaba con el otro, su compañero en Fráncfort, tres días antes de la cobranza. Le parece que también lo vio alguna mañana soleada, -típico- leía el diario frente al hotel en el que se hospedaba. Por eso decide quedarse en París. Allí algunos cumpas podrán ayudarlo en el caso de que, efectivamente, estén siguiéndolo. Lo cierto es que por ahora, ese tren embutido en la noche se transforma en la confirmación de la sospecha. Una caja de latón de la que no se puede salir fácilmente.

192 Repite que si no lo han agarrado todavía es porque quieren llegar a la punta del ovillo. Claro que al Yoni lo tendrán encanutado, allá en Lisboa, hasta que todo esté asegurado. Esto es lo único que lo tranquiliza. Pero, ¿si se les da por un canje? Bueno, en tal caso, primero tienen que tenerlo. Si pasó la frontera, allá, en el triste sur. Si carga en el lomo esa imagen de duro, sabe lo que tiene que hacer. Lo que sí, entregarse, nunca. A lo mejor lo encare, eso sería propio del Turco, tan decidido como pasional. Sin pasión no hay revolución posible, solía arengar él si reclamaban por sus arrebatos. La luna es apenas un espectro que se asoma detrás de cuatro nubes. Dónde estará el poli ahora. Sólo, no lo cree. Estos, acá y en todas partes, andan, por lo menos, en yunta de a dos. También las hay de cuatro. Va a estirar las piernas. Hace como que está incómodo, que el tra-trán monótono no lo deja dormir. El comedor es un buen lugar para empezar. También él, bicha detrás de los cortinados que se balancean cadenciosamente; sombras que duermen. Aunque a decir verdad, dos realizan la fantasía de todos (o casi). Allá, la luz suave, algo azulada. Y el redondel de vidrio que fija imágenes que también se mueven. Qué paradoja, si lo sigue hará su trabajo. El de él. El del rubiales. Abre. No lo ve. Avanza y pasa la mano por la madera lustrada de la mesa de servicio. En principio, nadie. El camarero debe estar adentro, en la cocina. Pero. ¿es ése? Sí. No tiene dudas. Suspende el siguiente paso. Posa apenas el pie y se recuesta levemente sobre el grueso perfil acilindrado de la barra, (en su Argentina le dirían estaño). La misma ropa. Lacio, corto, rubio. Está de espaldas. Apoyado en la mesa, mira la oscuridad externa. Podría hacer la del Turco. Ir, sentarse de prepo, mirarlo a los ojos y hacerle una seña con el mentón.

193 Por qué será, perennemente llueve en Europa. ¿Fallo de los dioses por tantas tropelías cometidas. Manera de tenerlos metidos en sus casas, pudriéndose de aburrimiento. O es la forma de que sus pieles se vuelvan más blanquitas de lo que son? El Cuervo permanece dibujado. Su cuerpo, como el vagón, oscila levemente. Supongamos que va y se sienta. Así nomás, tal pensó un momento antes, de prepo. Supongamos que el rubiales no se amilana ni mucho menos. Y encima le muestra una credencial de polizei. Que saca las esposas. Que lo esperan como a un gil. Y aparecen dos más. Uno por delante. Que alguno muestra la culata discretamente asomada detrás de la punta del saco apenas plegado hacia afuera. O de la gabardina. El Cuervo calcula. Si, en cambio, el rubiales, tan rudo él, se queda con la boca abierta al verlo venir (al Cuervo, a quién si no). Acaso esté tangueándole -aunque ni se figure qué putas es el tango- a la noche a través de la ventanilla. Enfrascado en su mujer y en su hijito -si es que los tiene-. Y de repente el perseguido se le sienta así, a lo macho. Y lo empavura (¿cómo se dirá empavurar en argot alemán o europeo?) con el sólo mentón. Qué, si el rubiales abre las manos de pura sorpresa nomás. Y se entrega, batiéndole cuántos son, qué saben y quién los manda. El Cuervo hace lo que nunca en estos casos: Vacila. El tren parece inclinarse; puede ser que las vías estén trazadas sobre el peralte de una curva pronunciada. -Hey, mister, do you speak english or italian…, may be, french?, el camarero ahí, mirándolo, un poco fastidiado. Raro. Los europeos no tocan. Sin embargo éste lo hace. Sutilmente, es cierto, pero lo hace. Apoya dos dedos en el brazo del Cuervo: -Mister, insiste. Moros, los ojos del guerrillero argentino recobran el espacio completo: -Yes, I speak…, but, not good. Vestido convencionalmente de blanco, interroga a ese extranjero al que ya considera estrafalario: -Well, please, how do

194 you like?, y el Cuervo duda: -Ah, i don’t know…, coffe?, pero arremete decidido, And scocht with ice, the best; cant you select for me, please?, retirándose dos pasos busca un vaso debajo de la barra; poniendose intencionadamente amable va por más: -Fine mister, if you want to another…, pero el Cuervo define: -No no no, only this, tank. Último Bilderdienft Dresden. Aspira el sabor fuerte pero no exhala enseguida. Y el rubiales que no saca la vista del afuera. Pasa la palma por el vidrio empañado. Parece no haber reparado en el Cuervo en ningún momento. Lo suelta por la nariz y la boca. Tabaco, café, whisky. Vaivén callado. Al otro lado de la barra la puerta se sacude primero hacia el vagón restaurante. Sale uno que es más bien alto. Sin corbata pero de traje. El chaleco desprendido. Aspecto de adonis sin cerebro. La mirada vacía. Y las manos en garra. Efectívamente, va a sentarse junto al rubiales que lentamente sale del ensimismamiento. El Cuervo se achica. No por miedo. Precaución. La opacidad de las luces del vagón comedor lo ayudan. Su cara, sombra. Hablan. Y aunque el zarandeo monótono fuera mudo él no los escucharía. Parecen conspirar. Preparar el asalto. El recién llegado es el que detalla. Eso presume el Cuervo ya que no para de hablar, de responder las preguntas que el rubiales hace. Lo aplasta en el cenicero. La penumbra lo cubre y advierte que aquellos no han reparado en él. La vida se presenta así. Con la insolencia de los que la tienen clara. No sabe cómo ni porqué. Paga sin siquiera mirarlo. Fijo, el Cuervo espera por el próximo movimiento. A duo. Ellos pasan los ojos antes de levantarse. Él deja el taburete sin esperar el vuelto (la suculenta propina hará que el camarero cambie de opinión respecto del extranjero estrafalario) Vaivenes sincrónicos.

195 En alguna circunstancia se había preguntado cómo era posible que una mosca -por ejemplo- vuele en sentido contrario a la dirección que lleva, en este caso, el tren (podría ser un ómnibus, un avión o un auto). El Cuervo es como la mosca de su pensamiento. Anda rápido en sentido contrario al que lleva la formación. Supone que, aquellos gorilas vienen a por él. Sus pasos, carrera. Desea llegar antes. Pertrecharse en el camarote. Echar de ahí al húngaro que, seguramente, duerme la mona. Después, en el caso de que la velocidad no sea demasiada, largarse por la ventanilla a pesar de las posibles magulladuras. A campo traviesa tiene alguna posibilidad. Encerrado en el camarote o en el tren, no. Pasa de vagón a vagón, en ese espacio intermedio, frontera de fuelle casi romántica, el ruido del metal contra los rieles lo empapa todo. Blanco. La mente en blanco y el instinto lo lleva en una aceleración decreciente y agitada sin pensar que esos “dos pájaros” han quedado insuficientemente atrás. Mano en la cintura a la altura de la espalda. Locura. La pipa amartillada (dónde la consiguió vaya uno a saber, lo que sí ha de haber sido con el contacto de Ginebra, antes, imposible) Cinco, siete, es la novena. La mano adelantada queriendo aferrar el picaporte y la puerta que se abre. Sale el húngaro rascándose la cara. Ni siquiera se fija en él, la vejiga hinchada, solamente piensa en el baño. La espalda contra el revestimiento de fórmica, el Cuervo lo deja pasar. Enseguida se mete en el camarote, directo hacia la ventana. Abre. Mientras saca la pierna apunta contra la puerta. El tren marcha lento.

196 Si el picaporte se mueve, tira. Y agacha la cabeza para sacar el cuerpo completo. Pero un estruendo lo sacude y detiene su movimiento en fuga. Otro después, aunque éste lo moviliza hacia adentro. Entre el cinto y la piel, con el seguro puesto parece inofensiva. Sale. El húngaro regresa, tan dormido como al principio. ¿Será sonámbulo? Gritos, corridas. Y el rubiales (cornudo autoconfirmado) fijo en el cuerpo de la mujer. Una más. Gatilla y el estruendo opaca el poc de la bala que al entrar pretende moralizarla con un nuevo ojal carmesí. Todo ha sucedido en aquel camarote de sombras hasta ese ahora jadeantes y felices. Luego de un tiempo prudencial, el Cuervo se acerca cauteloso. Oh la la la, Madonna mía, My God, Ave María. Desfiladero de bocas abiertas, manos que la tapan y cejas levantadas.

Cinco horas para la Gare de Lyon; en la formación 315 sólo se habla de eso. No pudo pegar un ojo. El Cuervo sabe: recién ahora, después de tanto tiempo, está completamente metido en Europa…, y es grave. Se reprocha todo, incluso las dudas. Es que la rutina que lleva en España, lo tiene así, fuera de entrenamiento: Mirá si lo encaraba al rubiales. Cómo no se dio cuenta. ¿No era evidente que no era con él la cosa? En otro tiempo no le hubiera dado importancia, o al menos hubiera advertido que se trataba de otro rollo. Estación a la francesa. Ruidos suaves. Gestos ampulosos pero necesarios. Y nadie que mire a los ojos. Lo esperan. París se apresta a entrar definitivamente en la primavera. Ciudad gris pero vestida de fiesta.

197 Y el Sena es un barro de injusticia escarlata, cargado de historia. Permanecerá por unos días, en la casa de amigos de los errepé (de los tupamaros y de Montoneros, del Mir chileno también). Habitantes circunspectos del 17. Luis enterado: la operación “Marlene” ha sido completamente exitosa. Viaja desde Lisboa manejando un Seat blanco. Dietrich. En fin. El nombre votado tuvo significantes obvios. Alemana, también norteamericana. Rara mezcla erótica que llevó a que la elijan a pesar de cierta, congénita incapacidad para eso. Para Rudo la operación debió bautizarse Charlotte. Por la Rampling y su “Portero de noche”. Sólo él. El punto es que ahora uno, el Cuervo, baja desde la tierra gala con los regalos metidos en un bolso de doble fondo. Y el otro, Luis, sube desde la antigua Lituania cargado de esperanza. Un poco de certeza. Y mucho de ansiedad.

Quién sabe por qué, pasando Barcelona, el Cuervo se duerme pensando en sus primeros días en La Habana. Yuca frita. Arroz congrí. Tostones. Carne de cerdo -primero horneada, después frita- . Y el muslo de gallina bien cocido. A lo turista, tomar mojito y luego darle al buche de café. Enseguida rumbear alrededor del Malecón…, porque ¿es explicable La Habana sin el Malecón? “En la vida real” dicen los cubanos, si quieren reafirmar sus propias ideas. Y aunque eso no lo aprendió de inmediato, ahora parece que lo supiera desde siempre. En la vida real no es fácil nada, porque, por ejemplo, aunque el sadismo del bloqueo gringo sea cierto, la pobreza deja en la boca una ilusión amarga; y esconde el daño. La

198 tristeza que provoca. Mucho más allá del folck que la rebeldía cubana puede representar para los no isleños. En fin, la verdad es que los que llegan miran…, están unos días o tres meses pero al final, sí o sí, regresan a sus ciudades asegurados en la calma burguesa que les permitió viajar. Amparo López Enríquez, aquella soldada artemiseña, hacía verdadero honor a los caídos del cuartel Moncada. Pero él -duerme sin soñar- no lo sabe todavía. Llegará el día que pisará tierra colorada, la de Artemisa. Aquella que también puso hijos que saltaron en las olas a bordo del Granma heroico. Aquella que le dio al poeta la inspiración para que diga, “Hay sangre de Artemisa brillando en la bandera”

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4) Caracas 2007 Lili, Walter (XII)

Santé. Azcuénaga esquina Peña. No olvidan, la inteligencia cubana no olvida, me habían dicho. Se les había escapado y ahora querían saber qué fue a hacer el Cuervo allá hacia el 2002, antes de morir, a La Isla. ¿Es que era Victoria la que soltaba información del gobierno de La Habana? ¿En todo caso, cuánta? Pero también me aseguraron que deseaban conocer a quién respondía el Cuervo dentro del gobierno chavista. Saberlo sin hacer demasiado ruido. Que no se notase. Y yo estaba ahí. Esperaba por Lili. Es cierto, siendo apenas periodista de investigación no podían ilusionarse demasiado de mi trabajo, porque para espía no doy. Además, como alguien ha dicho -con justicia y algo de maldad-: un buen periodista es el que habla de todos y de todo y sabe poco, nada. Claro, las novedades que les pasaba al final de las charlas, las procesaban ellos. A mí, ni mu. Me exprimían durante horas y después repreguntaban, todo. Indefectiblemente conseguían algún dato que en la primera se me había pasado. De verdad me sentía un perejil, vulgar buchón de republiqueta, pero al escrúpulo lo perdía si sumaba lo que me pagaban. La verdad es que la guita me hacía falta.

201 La vi cruzar la calle con paso lento; guardaba las llaves en la cartera. Parecía pesada, claro, maquillaje, cremas y pañuelitos no solo abultaban. Después se acomodó el pelo y levantó la cabeza. Sonrió al verme detrás del ventanal. Once de la mañana de aquel miércoles luminoso; ella presagió luego de saludarme: -Vas a ver, viene tormenta…, van a caer sapos con pico. Estiré el cuello mirando al cielo a través del vidrio. -No Walter, largó, riéndose de mí, Llega desde el sur. De frente, yo los veía. De espaldas, ella no. La trompa del Dacia detenido contra el cordón, apenas asomaba el capot por la ventana del bar. -Bueno, flaco, dónde quedamos. -Eh…, ah, sí, el Cuervo se las tomó de Madrid. -Fue a Caracas; ahí se radicó definitivamente. -¿No volvió por acá? -No, Walter, supo regresar para ver a su familia, a sus amigos. -¿Nunca se quedó varios meses? -Después de 1984, estuvo como tres seguidos…, ya no vino más que de paso, quince, veinte días quizá. -¿Por? -Qué querés, sabés la impresión que le causaba escuchar al Coti y a la Coordinadora de la juventud radical hablando de revolución…, esos modositos, ¡haceme el favor! Caracas resultó ser un largo cuartel de invierno del que el Cuervo nunca salió. Apenas si realizaría alguna que otra operación política o escaramuza a los tiros pero nunca orgánicamente armada ni cosa por el estilo. El relato de Lili confirmaría la presunción. -Mirá, dijo ella hablando bajito, Los primeros tiempos se dedicó a eso que venía haciendo, sacar cumpas del país; más adelante empezó a relacionarse con algunos grupos del socialismo caraqueño y a tomar contacto con militares nacionalistas…, te imaginarás, ¿no?

202 La miré preocupado de que notara que la sobraba. Como suponía, hablaba de los que años después seguirían, incondicionales, el camino del presidente venezolano. Ella aligeraba la voz: -Chávez era muy pendejo en ese entonces, tendría dieciocho o diecinueve, qué se yo, y afirmó como si hubiera adivinado lo que pensaba, Pero la influencia de los nacionalistas mayores que él, le llegaba por los cuatro costados; dicen que Chávez es un admirador de los actos heroicos, y que lo que más admira es el descarrilamiento del tren blindado de Batista a manos del Che. {Recién mucho tiempo después Walter entendería esas razones que entonces no: la narración de Liliana mostraba por qué, progresivamente, la vanguardia revolucionaria en el exilio fue desarticulándose en cientos, miles de fracciones. Nuevas familias. Hijos. Historias renovadas. El olor del dinero. Las cúpulas trataban de mantenerse activas pero la vida que habían elegido parecía perderlos en una nebulosa fetichizada}. Y el Cuervo daba la impresión de haberse sometido a esa buena sombra anodina. Ella tomó el restito de café, me miró encabronada: -Puta que los parió, ya ni nos dejan fumar, y siguió sin quitarse la cara de conejo enojado: -Pero sabés, la existencia depara cosas inesperadas, porque él no se iba a entregar así nomás…, de hecho, en Caracas fue metiéndose en grupos culturales y empezó a promocionar cuestiones relacionadas con el arte, especialmente teatro, ja, si Benito lo hubiese visto ni te cuento; él mismo, el Cuervo, me dijo que pensaba en eso: si Benito hubiera estado vivo se hubiese hecho una panzada viéndolo colaborar en la dirección de muchísimas obras de teatro. Pedí otra agua; para ella, más café. -Lili, no entiendo, por qué largó la militancia tan así, si muchos de sus antiguos cumpas volvían al país, la dictadura se cayó después de Malvinas y.

203 -Flaco, para el Cuervo la democracia formal que se venía no significaba nada…, fijate si no, más pobres…, más que en nuestra época; injusticias, menos ricos pero con muchísima más guita; violencia imparable…, qué, necesitás que te demuestre lo obvio…, además no largó la militancia, la elaboró de otro modo y en otro país. La atajé resoplando: -No me convencés, Lili, hay gato encerrado, hermana. Sombra. Su cara se agrisó. Pero no había en ella molestia. Esta no. Había tropezado con el lado débil de su héroe. * Dicen que en un restaurante caraqueño, un poco oriental mezclado con el aroma tentador de la pasta italiana, el Cuervo está cenando solo. Llueve. Ni siquiera se ve el contorno del Cerro Ávila. El puño de su saco acaba salpicado con salsa rossa. Tentado de putear mira alrededor, se abstiene de hacerlo a pesar de que todos están concentrados en lo suyo. Pocas horas antes se lo habían dicho. Fue el tono, impersonal y frío de los médicos. La blancura de las paredes. O, esa última rutina suya: mirar la vida desde la primera fila de un teatro lleno. Cierto es que la noticia que recibió, realmente ominosa, no parecía haber dado en el blanco. Sí que dio. * Lili se tocó el lunar debajo de la barbilla: -Tardamos, es cierto, pero tímidamente fuimos convenciéndonos, bajó la mano y repasó el borde de la mesa con la punta de tres dedos, Mirá, dijo, estiraba la vacilación que le provocaba contar la verdad, La derrota era asimilable en cualquier terreno menos en ése, y la del Cuervo se asimilaba más que ninguna. Levantó los ojos, resignada; antes de que siga arremetí: -¿La vida que llevó él, decís?, asintió sin moverse ni tampoco hablar. Apenas si fijó los suyos, bien abiertos, quedándose ahí -perpleja

204 y aletargada por la confesión-, quietos, escarbando dentro de los míos. Por fin, los retiré. Después de todo no era tan terrible, cualquiera que pierde tiene que, o empezar de nuevo o hacer otra cosa. -Oíme, Walter, sé lo que pensás…, en ocasiones el azar es medio mierdoso, y en nuestro caso pareció ensañarse, sacó un cigarrillo de la cartera, Incluso después del dolor, qué querés que hiciéramos, qué podíamos hacer, ¿qué, él…, tan lejos y solo? Lili repitió eso una, dos veces, y en la letanía fue perdiendo compostura. Esa que yo, a mi pesar, le admiraba. Como no lo había hecho antes en ninguno de sus relatos, ella balbuceaba. Armaba un discurso descargo que, debo decirlo aunque suene feo, me divertía. Sí. Viéndola desmoronándose pedacito a pedacito, yo gozaba. Al fin, no era más que una mujer que lamentaba la pérdida de un hombre. Desvié la mirada hacia fuera; el Dacia seguía estacionado, ya ni se preocupaban por disimular. Entonces supe, era el momento de ir por más, la tenía a disposición y pensé que si era capaz de envolverla, sacaría toda la información esa misma mañana. -¿Se dedicó al teatro, el pibe? Apenas terminé de preguntar me arrepentí, supuse que ella se rearmaría, ofendida por el tono burlón que terminaba de emplear. Pero no. Confirmaría la impresión de estar desencuadernada del todo: -Sí, al teatro, pero eso no es tan fundamental …, él contactó a importantes grupos que en el 98 ayudaron a que Chávez llegara al poder. Yo la veía así, tan preocupada por justificar a su amigo, con la guardia tan baja que fui con el cuchillo a fondo: -Dale, hermana, me vas a decir ahora que tu amigo tuvo que ver con aquel triunfo, cómo es …, ¿Bolivariano? -Te digo que sí…, dejame, voy al baño y vas a ver que sí.

205 El viento movía las hojas de los árboles y empezó a oscurecer. Tenía razón, la tormenta se anunciaba haciendo sombra en el asfalto de la calle Azcuénaga. -¿Sabés quién es el Negro Baduel?, me preguntó mientras se sentaba; dije no con la cabeza y ella prosiguió, Uno de los hombres más importantes de la Revolución Venezolana, especialmente durante y después del caquero intento de golpe del 11 de abril de 2002, el Cuervo anduvo por ahí, cerca del Miraflores, armando barricadas para resistir la embestida y parece que. Lili hablaba, yo retenía el nombre que me había dado, Baduel; supe que era (¿seguirá siendo?) un general paracaidista que defendió a Chávez. Que además garantizó la lealtad de los milicos de allá. Que no los dejó darse vuelta. Cada referencia que ella hizo de ese tipo la retuve; estuve tentado de decirle que parase, ir al baño y anotar. Pero confié en mi memoria (así me fue) porque sabía: lo que perdiera los cubanos lo reconstruirían. * Dicen que vuelve caminando. Aunque la espalda duele (los pulmones o una contractura, aseguró semanas atrás -antes de los estudios- el médico) pese a todo lo hace igual. Porque las calles de Caracas se prestan. En la noche, carecen del bullicio de Buenos Aires o del DF pero igual se acomodan al caminante. Lo arropan sin perturbarlo y entran con él, cielo o infierno, en la espiral centrípeta del viaje ad intra. Abismándose, el Cuervo entrecierra los ojos y el escenario callejero se asemeja perezosamente a una clase de fantasmagoría tangible. Sombras que no lo son pasan a su lado como si lo fueran. La brisa fresca que baja de los cerros mueve las hojas hasta entonces quietas.

206 Encorvado una pizca, la nausea que siente se encarama en todo él transformándose en un nuevo estandarte. Y se convence: ya no lo abandonará. Al doblar en la siguiente esquina, después de varias cuadras, se detiene y levanta la cabeza; apagado, el cigarrillo cuelga de su boca. Abre grandes los ojos, estupidizándose en un fanal blanco que ilumina paredes y veredas. Dicen que dice ¡Mierda! al comprenderse montado en el último tablado del último acto. Actor de qué. Cuál es; cuál de todos los escenarios posibles. Acaso sea mutante de una existencia emperrada en desfetichizar lo indesfetichizable. El saco pende del brazo flexionado; la corbata azul, mecida por la brisa se alza como insubordinada. Y él que se apoya contra el muro gris de una casa dormida. Transmigrante recién llegado a la desmesura. Absorbido y triste. Quita la vista de la farola; encandilado todavía no reconoce su mano izquierda a la que intuye reclamante. Cómo, si el mundo va. Imposible oponérsele. Cuánto ha costado. Cuántos los que se fueron. Y a quién le importa. Dicen que el Cuervo empieza, hablándole {a su mano izquierda}, a la que apenas ve: no me reconocés, menos así, entregado, roto y desnudo en la peor de las miserias. Qué tú dices, preguntaría Amparo. * Liliana revolvió el café: -¿Me seguís?, sin dejarme contestar continuó con el relato, refiriéndose a la Caracas de los días del golpe, El Cuervo no se quedó impávido, haciéndose el pelotudo, se la jugó, Walter, y, creo, volvió a ser el que nunca dejó de ser. Al chocar insistentemente con el plato el pocillo hacía un ruido tenue, Lili no

207 podía ocultarlo, nerviosa prosiguió sin interrupciones; y yo la dejé hablar: -Oíme, dijo sin mirarme, Parece que el Cuervo, a pesar de los años no perdió la norma aprendida en la clandestinidad, cuentan que anduvo parapetado entre paredes y árboles gruesos, que llevaba un viejo colt amartillado y listo… que tiró, no una sino muchas, ¿entendés?..., y creo que no más de dos habrán sido al aire, el no sacaba porque sí; date cuenta, me aseguraron que cruzaba las calles de a tres zancadas, parecía un fantasma con cuarenta años menos, y que lo seguían siete o nueve milicos, qué sé yo; eran leales a Chávez pero más a Baduel que los había mandado a las ordenes del Cuervo, ¿te imaginás?, él, mandón de los militares, qué me decís. Sonrió y el rictus dibujado desde hacía rato en su cara se disipó; ella hablaba y yo relojeaba a una de las camareras del Santé, Marcela -escuché que la llamaron-, tenía una boca así, tentadora, aunque no me miraba sé que también sus ojos. Liliana levantó la voz no porque supiera en qué andaba yo sino porque se entusiasmaba en su propio relato: -Llegaron cerca del Miraflores, rompieron el vallado que las columnas leales al golpista Carmona habían desplegado en anillos regulares; fueron las avanzadas chavistas las que entraron por el Norte y por el Sur, el Cuervo llegó por el Oeste…, ¿ves? de poniente a naciente, ja ja, levantó los ojos y me miró, ¿pretendía que también riera?; no, porque no entendía el chiste; ella no se dio por aludida y con la mirada marcadamente efusiva empezó a definir: -El Cuervo demostraba que hay prácticas que uno nunca abandona, es como sí, imaginate que ahora esos tipos que están en el auto bordó atrás mío y delante tuyo…, ¿los ves?, bueno, seguro que son canas y esperan, suponete que salieran de golpe y nos encarasen, te aseguro, Walter, yo sabría cómo rajar…, o porqué creés que estoy de frente a la puerta y apoyada al costado del ventanal, o pensás que no los vi antes de entrar al bar o desde el balcón de mi casa; por eso no necesito ficharlos de nuevo para saber que siguen ahí, y no me importa si esperan a un chorro, un narco o a mí, ¿sabés?,

208 un cana siempre es un cana, esto me lo enseñó el Cuervo y por más que a vos te parezca, no sé…, ¿demodé?..., bueno, como sea, el quid es que todavía no he perdido los reflejos, a mi edad la cartera me pesa por otras pero no por eso. Demudado. ¿Cómo putas supo? ¿Sospecharía que yo y los del Dacia? Qué quiso decir con que la cartera le pesa por otras cosas... No, qué mierda va a llevar. Pensé todo eso, pero seguí, aunque atónito, correctamente sentadito en el sillón del bar, ella tenía en la cara una expresión avefenixca: -El Cuervo parecía resignado, pronunció de golpe con toda la voz, Para algunos como el Pelado, él se había rendido, pero demostró que no; después que Chávez recuperó el poder…, bueno ellos dicen que nunca lo perdieron, que siguió siendo Presidente…, quisieron llevarlo al gobierno pero el Cuervo no aceptó, me dijeron que argumentó que no se llevaba con las burocracias estatales por más revolucionarias que fueran. * Dicen que piensa en otra vida. Qué hubiese sido si la suya hubiera sido otra. Mira en la negrura de la noche caraqueña tratando de repasar lo que no fue. Y da la impresión de quedarse estático en esta agonía imposible. Es la de un buen burgués la que tiene ahora, entonces qué es lo que pretende imaginar, preguntan. El Cuervo se mete por un callejón atajo, corta la manzana en dos. La avenida queda atrás. Duele la espalda y escupe entre verdoso y negro. Sale a la transversal angosta y oscura; regresa recurrente, tal vez si se le hubiera dado por el peronismo, quién sabe. Porque para ser peronista no había que tener radicalizado el pensamiento. O sí, pero al menos con un pragmatismo que lo atenuaría de cualquier modo. Otra vida debería haber sido otra y no una parecida. Por ejemplo, ingeniero civil.

209 O como esos tipos que van con dios agarrado de las bolas, piensa el Cuervo: Médico. No como el Che. Sí como Favaloro. Con el delantal desprendido, inatacablemente blanco y la voz grave, pontificando verdades para que todos se arrodillen. El nombre intocable, como el de todo magnánimo. O juez. Perteneciente a esa sagrada familia impoluta, de verba encendida y mujeres recatadas. De impune independencia. De mano halagüeña pero eso sí, la mirada inquisidora. Otra vida es otra vida. Académico. Sociólogo por ejemplo, pero con orientación de económicas. La UBA para más datos. Explicando por qué Marx tiene razón y es el mundo el que está equivocado; como Marx ya no está en el mundo pero el académico sí, es mejor que este se adapte al mundo antes de que el mundo entienda a Marx. La sociedad lo comprenderá más adelante, pero hasta ese momento… Dicen que el Cuervo suelta una carcajada que estalla en la callejuela de asfalto poceado. Pescador. Anzuelos, botes, cañas y redes en algún pueblo de mar, sin que falte el faro. De un lado la taberna. Del otro la capilla, solo que ligeramente esquinada. Usanza de techos bajos, de casas que se parecen. Muchas pintadas de blanco, algunas apasteladas o té con leche. Otras no. ¿Las terrazas?, ocultas detrás de las alabardas. Y qué de esta burguesa, dicen que piensa. Ésta, la que lleva. Cronógrafo de su propia existencia, la que ahora lo punza implacable, el Cuervo se revuelve en sí, íntimo y. Duele al caminar. Se agita, los pulmones silban. Es la cabeza, piensa.

210 ¿Qué hora es? Mira el reloj: cuatro y cuarto de la mañana. A esta hora, hace memoria, Buenos Aires -la ciudad mujer, según Ronald Washington el Uñas Mamaní- habla. Pero está en Caracas. El recodo de la calle le trae recuerdos recientes. Meses atrás tuvo que optar, Cocteau, Bretch o Arlt. Así, dicen, de pronto llega, el parlamento de Saverio el cruel: ¿Y cuál es el objeto de su farsa, doctor? La columna fría, la pintura descascada -ustedes dirán que no podía faltar para completar el tango, pero les aseguro ¡así es!, dicen- y el haz mortecino. El Cuervo apoya la espalda como un descuajeringado malevo de Parque Patricios. Duele, como la puta madre duele. Y para colmo, respira silbando. * Marcela sonrió y yo me embelesé a pesar de la estupefacción que todavía estaba en mí por el descubrimiento que hizo Liliana. No obstante pude hacerme de un espacio para intentar que ella, la camarera, se avivara: -¿Más café?, preguntó. Lili asintió con la cabeza. Dio la vuelta - Marcela- sin darse por aludida; la seguí con la mirada. En aquel ahora empezó a llover. Gotas grandes. Se notó enseguida nomás. La temperatura bajaba. La gente, en la vereda, corría. El ventanal fue empañándose apáticamente. La humedad, sí, pero también el humo del café. En todo ese tiempo permanecimos callados. Supongo que ella estaría metida en el corazón del Cuervo. Yo no. Pensaba en otra cosa hasta que vi que el Dacia bordó se alejaba. -Tienen miedo de la lluvia, comentó Lili al verlos pasar. Sonrió antes de agregar: -Menos mal…, no aguantaba ya las ganas de ir a casa.

211 Cerré la puerta del bar mirando hacia adentro, esperanzado de que Marcela me estuviese mirando. Ella de espaldas, indiferente; apenas el perfil de sus ojos presidiendo la sonrisa. Saltamos un charquito que empezaba a formarse y nos metimos en el palier. El ascensor llegaba, Lili alisaba su blusa. Su departamento tiene un olor especial. Mezcla de whisky, remedios, bibliotecas y almuerzos. Y un sí de glicinas silvestres recién cortadas: -Las traje el domingo desde Rauch, aseguró como si hubiera notado mi nariz dilatada. [Sí, a lo mejor es mucho -diría Héctor Lastra-]. No pude con el genio, aunque la prudencia aconsejaba lo contrario igual avancé: -Cómo supiste de esos tipos. Ella me observó; recompuesta ya de su derrota temprana volvía con todo, arremetiendo sin empacho: -Oíme flaco, ¿te pensás que las que pasé fueron al pedo?..., no querido, y el Cuervo tampoco. Como si hiciera falta. Encima me refregaba la leyenda. El Cuervo no había sido más que un hombre pero ella lo creía un semidiós. Cruzó las piernas y el vestido se arremangó hacia la mitad de sus muslos. O no se preocupó o no se dio cuenta. -Sé, puso la voz firme para exclamar como si estuviera divertida con su hallazgo, Que vos no creés, clavó la mirada en el techo un instante; la bajó para continuar, categórica, Me importa un carajo…, porque no vale la pena que entiendas o que todos entiendan, ¿sabés?, un trueno retumbó en la cristalería de los aparadores; no dio la impresión de darle importancia a pesar del temblor de las copas, Demasiado metidos estamos en la mierda de las cosas y completamente afuera del mundo, pero vos igual lo preferís así, ¿no? Mi cara se acaloro. Sentí que una impiadosa clase de veneno era el que la sometía.

212 -Mirá Walter, no disimulés más, dejame que entienda…, por ahí vos no tengás la culpa…, y no me gustaría equivocarme. Arreció. A raudales. Fue como si en aquellas negruras del cielo entrara toda el agua del mundo. Solamente duró media hora. Lili me había dado el pie para que yo no insistiera. Fue por mi silencio inicial que ella se apuró a monologar, imparable y, claro, eludiendo el tema. Aseguró, calzándose en un tonito soberbio, que su generación ya estaba al costado del camino y que era el país el que se lo perdía: -Tipos como el Cuervo, flaco, quedan pocos…, aunque a decir verdad hay una mujer de mi generación que me da esperanzas, Cristina, claro, pero eso no importa ahora. Encendió el cigarrillo que traía en la mano desde que salimos del bar. Premeditadamente disfrutó de la primera seca. Se recostó así, en la pausa, distanciándose de mi pregunta. El humo subía y ella arremetió, definitiva: -La…, cómo decirlo…, ¿atmósfera?, sí, eso es, la atmósfera en la que se moldeó el Cuervo lo impregnó…, aquellas baladas gloriosas que abrigaron su alma, con errores y todo, le dieron el vigor necesario para querer cambiar todo. Pero vos la tenés clara, esa madera ya no se encuentra. Soltó otra bocanada y me señaló con el mentón, esperando por mi asentimiento para seguir. La punta de mi zapato hurgaba por enésima vez en el parqué. Recordé, preparando la pose, tiempo atrás le había dicho que generacionalmente los admiraba tanto a ellos como repudiaba a la mía propia. Pero lo que no le dije es que eso no impedía que mi naturaleza hecha a imagen y semejanza del perfil dorado de un Rolex, me llevara a comportarme como lo hacía. Y como lo seguiría haciendo.

213 Me percataba, Lili tenía razón. Era mejor no averiguar de qué modo o por qué se había avivado de los cubanos. Qué sentido tenía hacerlo; lo que yo necesitaba era información y ella parecía dispuesta a seguir dándomela. Me proponía un pacto no dicho. Entonces era evidente o por lo menos posible pensar que ella, desde el principio, imaginara todo pero que, pese a eso, estuviese dispuesta a cumplir su papel. Igual que en aquellos años lo estaban si, con eso, las circunstancias del mundo pudiesen ser diferentes. Héroes o imbéciles, hasta la vida pusieron en la mesa, pensé. Quizás Liliana asumiera que así reivindicaría al Cuervo en su sorprendente decisión final, allá, mientras andaba de rondón con la muerte; esa que había insinuado pero que todavía no me revelaba. Aquel acto postrero de su titán no debía quedar en el anonimato aún a costa de hacerse la desentendida. También, en esa increíble y vertiginosa sucesión de ideas, pensé que -por otra parte- los cubanos, con aquel gesto de marcharse al caer las primeras gotas, dieron la idea de decir, Oye chico, ya está bien, con lo que tenemos es suficiente, falta que nos cuentes y nada más. Así, ni siquiera pensé que no me enteraría lo que hizo o dijo Victoria cuando recibió al Cuervo en La Habana hacia el 2002. Restarle importancia a eso fue mi error. No debí empecinarme entonces. Ella quería seguir y La Habana - como creía por entonces- me pagaba por la historia completa y no por una parte. Qué fue lo que pasó. Qué putas me llevó a porfiar a pesar de todas esas razones que me demandaban sensatez. Qué mierda fue lo que me trajo hasta acá, a este penúltimo y miserable rincón de la ciudad desde donde estoy contando todo, cagado de miedo. Liliana es mujer, sí, ¿y qué? Porque a pesar de todo, por fin saliendo de esa jaez

214 [ustedes, lectores, comprenderán que yo, el autor, haciéndole decir al personaje, merezco darme algún lujo lingüístico] de ampolla en la que se había ralentizado el tiempo terminé de toquetear el parqué con mi zapato, levanté la cabeza, fruncí el entrecejo con la intención de que, al observarme, ella se asustara: -No contestaste mi pregunta, Lili. Largué impostando la voz, quería que sonara como la de Edmundo Rivero al cantar “Amablemente”. Me puse de pie. Fui hasta la biblioteca. -Para quién trabajás, oí que me preguntó. Seguí de espaldas, pensaba que no valía la pena: -Para mí, Lili…, ¿no te diste cuenta?, pero dejá de preguntarme y respondeme, por favor, cómo supiste que ellos estaban ahí…, para mí es importante que lo digás. Puse la mano en dos o tres libros pero no saqué ninguno. Permanecí quieto, miraba el lomo de aquellos que intuía con sus hojas amarillentas (de golpe me acordé de la biblioteca del padre de Elisa Zanón, el abuelo de Agustín Sella), pero sin quedarme fijo en alguno en especial. Fue su voz -sonó desconsolada- la que me dejó estático: -Walter, andate…, como sea o para quién sea que trabajés, andate. * Bar El Picoteo. Los codos en la mesa y la taza humeante. Alerta, el Cuervo, aguarda. Rato antes dio vueltas en círculos. Caracas envuelta por los pasos de este moribundo que ahora espera. La Plaza Altamira y la Brion Oleari lo vieron pasar. No como ahora, tan expectante en la madrugada.

215 Permanece sentado en una mesa alejada. Y contra el ventanal que amanece. Sólo el mozo, lo observa. No importa que en voz alta, hable con nadie. Espectros o brujas lo mismo da. Que pida más whisky borra todo escrúpulo. Y más a esta hora en la que quedan dos o tres clientes. Enroscándose hacia adentro y a la izquierda dibuja una rodaja perfecta que lo mete en el inframundo interior. Nítida, entre los pliegues de la memoria, su propia voz retumbando en el Teatro del Este para sugerir al director que no debía sonar tan agudo el tono de (Claudia) interpretando a Luisa en Saverio el Cruel: Mire si Susana, después de curarse, se enamora de usted. Y es su imagen rejuvenecida la que se aparece, de pronto, ordenando a la tropa de militares y civiles que avancen si quieren al Comandante Don Hugo Rafael Chávez Frías repuesto en su lugar. Si es que lo quieren para continuar con esa clase de neo revolución en el siglo XXI. Son sus piernas las que delatan, al apoyar las palmas, una tensión de guerrillero erpiano (tan lejos y tan cerca) todavía en ciernes. Aquel mundo condicionó la existencia hacia un sentido que daba sentido a la existencia a pesar de las redundancias. Manera de ser. De estar. De construirlo. ¿Morir? Bueno, sí, pero…, ¿porqué de esta manera? Ordinaria. Pequeña. Menos que burguesa. Sin otra defensa que la de los químicos provistos por los médicos. Sin ni siquiera la magia reivindicada por Claude Lévi-Strauss.

216 Quiero un tribunal con dios (¿Dios?) a la cabeza, dicen que dijo el Cuervo empalándose en una atabacada borrachera casi final. Y es de nuevo él -cincuenta convencionalmente borracho de alcohol y tabaco y cincuenta convencionalmente cuerdo- pero ésta, entre las butacas del Teresa Carreño (tres días antes del estreno de Las visiones de Simone Machard, de Bertold Brecht) escuchando a El Capitaine: ¿Qué sentido tiene una audiencia cuando la sentencia se ha dictado ya? Su cabeza va descolgándose, un poco acompasada, otro poco no. Por fin, queda metida entre sus brazos sobre la mesa; la frente apenas si percibe aquella dureza de madera vieja. El Cuervo llora sin odio. Dicen que los enfermos terminales, sabiéndose muertos, antes y primero se llenan de bronca. Y que la expresan como sea. Todo, hasta que, por fin, se apean desapasionándose del aborrecimiento para enfrascarse en esa, la última frontera. “Mañana, un general con viruela boba habrá de acuartelar a mil conscriptos/ porque una mosca le ensució un tintero de la guerra del Paraguay/ y su esposa tendrá un hijo con un coronel” El Cuervo sonríe, levanta la cabeza completamente seducida de ron, agradeciendo a la memoria el regreso de Roberto Santoro. Dicen que sale del bar sin saber qué pero sabiendo: tiene la respuesta. * Apenas un día después de que ella me echara de su casa empezó la locura. Pero. ¿Cómo podía yo, como que me llamo Walter, adivinar que aquellos eran gusanos venidos de la gusanera miaminesca para los que no era suficiente saber del Cuervo y de Baduel? Debí suponerlo porque si les pedía vernos en la embajada ellos encontraban una excusa para que fuera en un bar o en mi casa. Cómo podía imaginarme que lo que más importaba era saber de Victoria, la funcionaria cubana que

217 hospedó al Cuervo en La Habana y de la que pensaban podrían obtener información clasificada. Por teléfono me apuraron: -No cumpliste la misión, oye, dijeron con aquel delatante tono (que yo negaba) entre latino, y mafioso. Ellos insistieron con que yo debía insistir. No entendieron razones. Tampoco aceptaron que ya no era posible. Por eso escapé. (Estaba claro, debía irme.). Les dije que lo intentaría porque pensaba que así ganaría unas horas. * Los que averiguaron cómo se decidió, aseguran que fue una tarde (veintitantos días después de la noticia), asomado al balcón de la segunda planta de su casa caraqueña pintada té con leche. Cansado, con las manos abiertas, como entregado. Fue entonces que la vio - ¿creyó verla?- caminaba parsimoniosa sobre la pendiente empedrada que bajaba hasta la avenida. Andaba a contraluz y el talle fino y la tela del vestido color del agua manchada con verde y la bruma-polvo crepuscular hicieron que el Cuervo conjeturara ver en aquella al fantasma de Amparito que doblaba por la esquina lejana. No se sabe bien si bajó por las escaleras o si saltó directamente desde el balcón -previa detención en el repecho grueso de la puerta de entrada-, a la calle. Lo que sí, dicen, ya abajo corrió como un loco, olvidándose que los pulmones no le respondían y que las piernas estaban poniéndosele flacas. También de los años. Dobló la esquina por la que ella había doblado. Boqueando, se quedó tieso. La bruma-polvo del seco atardecer caraqueño se la había tragado. Parece que golpeó en todas las puertas. Pero nadie alcanzó a entender por la “ella” que preguntaba.

218 Aseguran, los que conocieron cómo se decidió. Que regresó al rato, después de recuperar el aliento. Se mandó un vaso de whisky, encendió otro cigarrillo y enseguida empezó a programar el viaje. Nada le impidió hacerlo. Ni siquiera la última recomendación médica, hecha con la cara circunspecta de solemne gravedad. Supe La Habana. Otra mujer esperó al Cuervo, y lo acompañó durante el periplo secreto; él recién confesaría de qué se trataba una noche excedido de ron {una noche que los vecinos bailaban en la calle, salsa, son y rumba}. Victoria pormenorizaría, luego, lo que pasó.

219 220

5) Supe La Habana

[Pobre Walter ¿no?- jamás se enteraría cómo terminó la historia del Cuervo. A Luis y a Lili se la contó Victoria, a mí -como ya dije-, Luis].

2002, La Habana, ruidosa. Repleta de olores. Voluptuosa y nunca quieta. Son los autos. Es el mar. La música. Los golpes. Las risas. Las manos que se tocan. Las miradas que se cruzan. Y ese andar cadencioso. El color de la piel. Ciudad llena de enigmas espontáneos. Bellos, baratos (el Cuervo adora descubrirlos. Por eso anda como en acecho. Contento por encontrar alguno y descifrarlo). Porque ninguna de sus calles parece ser una sóla. En ellas se mezclan y confunden la alegría y la tristeza, las esperanzas y el pesimismo. En esa angostura de pasos, carros y aguas servidas viven todos los misterios imaginables. Pasa una Harley con sidecar. Igual que en los 70`s, pero ya vieja y deteriorada. El Cuervo la sigue con la mirada hasta que dobla en la punta final de la calle larga. A finales de los 60`s, comer arroz todos los días era propio de la revolución. Propio de esa revolucionaria escasez. Lógica, esperable.

221 ¿Pero ahora? Es que ahora la escasez da pena. Acaso sea que La Isla es verdaderamente La Isla ya hastiada de serlo. O de la displicencia de un mundo que está en otra, In god we trust, murmura el Cuervo. Neptuno esquina Hospital: y sí, otra recurrencia, quizá sea el mismo Pontiac negro, montado en cuatro tacos de madera (ahora envueltos en plástico) que el Cuervo viera antes de que lo echaran de La Isla muchas décadas atrás. Igual que entonces, todavía se vende ron peleón en algunas esquinas. Se mete sin que nadie pregunte en un edificio de dos plantas; al fondo, la escalera. Ropa colgada sobresaliendo de las ventanas. Voces. Salsa. Y el olor agrio de alguna fritanga. Sentado en el tercer escalón, recuesta el hombro izquierdo contra la baranda de hierro labrado. Tose. Le cuesta respirar. Por eso el descanso que se toma antes de ir a comer. Sabe que busca el peso de su propia historia a pesar de haber ingresado al país con el pasaporte verdadero. Su cabeza es una nube de sensaciones en ése, su séptimo día en Cuba. De paso reniega del Floridita, penoso reducto de extranjeros. En realidad, masculla contra el barman que atiende allí. Tan caracúlico él. Que a Hemingway le gustara el Daikiri no quiere decir que en ese bar lo preparen bien. Además, ¡Cuántos gringos, hermano! Aunque quiera disimular no puede. Su enojo tiene otro destinatario. Días de andar por las calles, haciendo el turista. Bordear el Malecón. Meterse en el Memorial Granma. En la galería Kahlo, Castillejo esquina Allende. Tomar cerveza en Mercaderes entre Obra Pío y Obispo. En la Bodeguita del Medio. Y en Los Dos Hermanos

222 (Two Brothers). Protestar porque le dicen que La Madriguera está cerrada. Caminar a pesar de los pulmones. Querer retener el roto de las paredes traducido en dignidad. Putear contra el bloqueo. Apretar los puños. Y soñar con el pueblito en el que ella, supuestamente, todavía vive. Y ellos que piden. Que acosan. Que parecen jejenes ávidos, insaciables. Que lo hacen sentir como una inmensa alcancía quebrada y andante. Hucha en la que todos se creen con derecho de meter mano y sacar lo que haya. Desencanto. Caja moribunda que se desmadeja de tristeza al comprender que cada uno de los que a él se acercan quieren quitarle algo, centavos -no importa cuánto-. Y la ciudad brumosa que lo abraza envolviéndolo en la luz fulgurante de la mercancía fetichizada (la que tienen, la que no y la que imaginan, podrían tener). Triste, el Cuervo suelta el cuerpo de la baranda. Otra vez su mano izquierda. Pero esta, no la mira. Reivindica el reclamo. Especula que ellos no son su revolución. Porque la suya es la del Che. La de Cienfuegos y la de Fidel. Y no lo que el bloqueo puede. Esa desesperación por una moneda de quebradiza voluntad. Alguien baja. Pasa cantando entre dientes. Es una mujer de caderas generosas. Ni siquiera lo ha mirado. El bamboleo lo entretiene hasta que desaparece al fondo y contra la vereda. Habana es la muchedumbre en la calle. El Cuervo especula: la mayoría de las casas están vacías. Pero dos entran; mientras suben los escucha: -Compadre. -Qué tú sabés. -¿Por las ocho vías?

223 -Qué ya te he dicho, es más largo. -Que iré por las ocho vías. -No cojas lucha y oye. La cabeza entre las manos mece el pelo. En la vida real dicen los cubanos. -En la vida real tengo que encontrarla, piensa en voz alta el Cuervo. Se levanta. Acomoda el cuerpo antes de bajar los tres escalones. Entonces. Tal si fuera una especie de fisgón por poco casto, pispea por una ventana abierta. Cuelga de una de las paredes mal pintadas. Es la imagen del Tocororo. Ave símbolo de Cuba. La bandera lleva los colores de sus plumas. Dicen que si se la encierra golpea con su cuerpo en los barrotes de la jaula hasta morir. Amparo: libertad del Cuervo. Sale del edificio como si fuera un vecino más. Camina lento, las manos metidas en los bolsillos. La cabeza, ligeramente inclinada hacia abajo. El olor pestilente de las aguas sucias ya no le produce nada. Victoria le sugirió que fuera a comer al Bucanero. Va, con los pulmones como si fueran cortejo. Bernaza cerca de Brasil. Come la grillada Bucanero (arroz, trozos de langosta enchilada, camarones y verduras) hecha por Ihosbani y acompañada con varios mojitos. Para los ojos cansados del Cuervo, la luz de bares, paladares y departamentos es escasa. Le cuesta leer. Por eso vuelve a la redundancia de su enojo; mira a los parroquianos que, evidentemente son habanenses: -No tienen derecho; ustedes son el símbolo, el espacio no contaminado, el testimonio…, a pesar de que sufran, bloqueo de mierda, tienen un lugar para el mundo, para Latinoamérica, para los pobres, desarrapados de todas partes, un lugar que no deben abandonar. ¡Ese es su sino, carajo!..., ése, el rol de ustedes los cubanos, el que nos deben…,

224 eh, el que le deben a la humanidad…, la verdad de que es posible, de que, a pesar de todo, vale la pena. Los del Bucanero, aunque no alarmados, igual encomiendan a Ihosbani que le avise. Está hablando solo. No es alto, morrudo sí. De apariencia tímida, el cocinero- camarero se acerca. Apoya las manos en el respaldar de una silla, está a punto de decirle, pero calla. El Cuervo lo mira, su cara de enojo no desaparece. Inahala una bocanada más. Tose antes de largar: -¿Oime, no se dan cuenta? Ihosbani, parece que no pero sí. Está ducho en tratar a clientes difíciles. Corre la otra silla. Con los codos apoyados en la mesa se dispone a escuchar. Enseguida, los demás dejan de prestar atención. El Cuervo arremete: -Oime, ermano [no, no es un error, pienso que así, quitando la h enfatizo la e, para que se perciba exactamente la reciedumbre borracha con la que atacó el Cuervo], el cubano respira hondo y ahora posa su mentón en las palmas blancas de sus manos mulatas. Escucha atento la arenga que viene desde aquella voz aguardentosa, Oime bien, repite el Cuervo; sacude la ceniza del cigarrillo en el cenicero, lo cuelga de su boca y va, Estuve en el Museo de la revolución…, y a pesar de los años que cargo en el lomo, ¿sabés?..., recién ahí, cuando vi a los niños de una escuela contándole con la voz en fiesta a que esas pinturas enmarcadas eran Camilo y el Che, recién entonces comprendí que lo que para el resto del mundo es leyenda para ustedes es historia, ¿tendés, ermano? La cabeza del Cuervo se bambolea suavemente hacia delante y a los costados. Aspira, vuelve a mirarlo y sigue: -En mi país…, no, esperá…, te decía que no se trata de la pobreza, porque ésta, la pobreza que ustedes tienen es mucho, muchísimo más digna que la de, por ejemplo, Chile…, tendés, hermano.

225 Agarra el vaso (va por el séptimo) y toma el último resto de mojito. Escupe indisimuladamente un bollo de hierba buena, vuelve los ojos hacia Ihosbani: -Es así, porque se trata del hambre, ese que ustedes no tienen y nosotros todo el resto de nosotros, sí…, el hambre inventado de Cuba para tapar el hambre real del resto, ¿no?, ¿tendés, cumpa?…, la ilusión de un mundo de fantasía que allá afuera, allende la mar, jua jua jua, allende la mar no existe, papá, o existe para los otros pero no para los pobres…, tendés, ermano..., yo los toy viendo…, a ustedes…, que quieren creer en esa ilusión, ésa que pretende alejarlos de la epopeya de lo que en la vida real hacen…, viste, una mierdita de días que estoy en La Habana y ya hablo como ustedes…, quédense así, parados, bien de pie frente a los que oprimen al mundo. La lengua pastosa del Cuervo se traba. Ihosbani suspira y piensa ¿por qué no será el mundo el que también riña contra los que lo esclavizan? El argentino tiene más para decir antes de: -Puta, tan tentados por la mano del ilusionista astuto y charlatán que capaz que la caguen…, oíme ermano, cuchame bien, que no se les ocurra estropear la cosa más importante que han hecho. El Cuervo, detenido de propósito, como si a pesar de la borrachera todavía le quedará un resto de reflejos que le permitieran incitar al otro a que mueva sus piezas. Efectivamente, olvidando lo que pensaba un segundo antes, Ihosbani se manda, porque vislumbra que llega el final: -Qué tú dices…, cuál cosa no tenemos que estropear. Quedan sólo dos en una mesa. Ella, blanca, él, moreno; se besan y la comida se enfría. El Cuervo sonríe: -¡Nunca dejen de ser el grano en el culo de los gringos, ermano! /Ay, candela, candela, candela me quemo ahí/, la cadencia del Buena Vista Social Club lo despide.

226 También Ihosbani. Recostado contra el marco de la puerta del Bucanero levanta el brazo al verlo doblar en la esquina tomando la calle Brasil. Es la neblina de borracho la que lo lleva, vaya uno a saber por dónde.

Anochece. Lo espera. De la punta de la escalera cuelga una sábana blanca. El Cuervo se sienta en el último escalón. -Que estás borracho, chico, pues no te demores y ven a dormir…, se queja Victoria asomada a la ventana del segundo: -Menos mal que no te cogió la fiana. El Cuervo sube respirando con dificultad: -Mirá si la policía cubana se va a fijar en mí.

Porque le quedan apenas diez días en Cuba. Porque a escondidas de Victoria se hizo una escapada hasta el pueblito de Amparo. Pero en las dos o tres horas que allí estuvo, nada pudo saber. Sólo agradece haberla conocido a ella, esa otra. La que lo guió por el Mausoleo de los Mártires y de la que no recuerda el nombre. Pero sí la historia con que relató la esperanza de la madre de Ciro, el de la columna Ciro. Supe del frío (esa brutal excepción caribeña) que yo no imaginé. Pero el Cuervo sí que conoce. Arropado, anduvo todo el día por las calles aunque le atravesara los huesos. El Malecón frío. El “norte” que le dicen. Monzón del invierno. La humedad que llega desde el mar lo perfora todo. Con las calles vacías y la gente que espera. El Cuervo las recorre junto a Victoria, él también, espera. Quiere que se le ocurra una manera de buscarla. Victoria habla pero el Cuervo sólo piensa en ella. Amparito López Enríquez oriunda de una ciudad llamada Artemisa. Pero vaya a saber si después del tiempo transcurrido todavía anda por

227 allí. Al menos no supieron decírselo. O no quisieron. Son tan raros estos artemisanos. Y los cubanos. El Cuervo desea que ella estuviese en La Habana. Y encontrarla de casualidad, al cruzar una plaza de los márgenes. Cae la tarde. Victoria, lo toma del brazo y se apoya contra su hombro. El frío no se va. El viento tampoco. Revuelto, corderitos helados aparecen y desaparecen del mar gris. Y el cielo va descubriéndose de nubes. A la noche calará. Victoria se lo dice y encara en dirección de su casa. Supe las luces leves, hachones mortecinos alumbrando las callecitas habanenses. Ella vive en Jesús María y Compostela cerca nomás de la casa natal de José Martí, Habana Vieja. Las paredes descascaradas, los escalones de revoque alisado. Y una gran biblioteca. Sobre la mesa, La Jiribilla de Papel. Esta noche él confiesa y ella, Victoria, primero se desespera y después se apiada. Quieto, enciende el cigarrillo número veintipico y empieza. A lo mejor sea aquella tendencia a la melancolía tan típica de los argentinos. O es el miedo de no encontrarla. Miedo que mete tanto frío como el corretón del Malecón helado. ¿O será el ron puro que barniza en el alma una ilusión? Lo que sea. Victoria revela: -Tus ojos, Cuervo, me lastiman. Un lienzo opaco ensucia las pupilas moras, audaces, sensuales; y él lo sabe. No es el recuerdo ni la imposibilidad. Y sí, en cambio, ése, el maldito que quiere llevárselo antes de encontrarla. Ella podría atestiguar, cuántas se lo pidieran, que la voz del Cuervo no suena blanda pero sí, triste. Le dice que la busca desesperadamente. Que ha querido a muchas. De muchas maneras, con toda la alegría. Con las manos y también debajo de la piel.

228 Pero es Amparo la única que le permite comprender, mamado y todo, la palabra de Ernesto Cardenal: “...Me contaron que estabas enamorada de otro / y entonces me fui a mi cuarto / y escribí este artículo contra el gobierno / por el que estoy preso...”. Llueve sobre Santiago empantana la habitación. El Cuervo baja los ojos. Astor Piazzolla es mucho para su esperanza en evaporación, piensa él. Se sirve más. La botella que él trajo, por la mitad. Y solo él ha tomado. Bah, ella, apenas un trago. Victoria, que después de escuchar, clausura definitivamente su lánguida, propia esperanza, erige una máscara tipo veneciana para ocultarse. Entonces -como si fuera otra…, o un personaje de teatro que actúa una parte de su propia “tristeza guión” en el escenario de cualquier under citadino: -¿Dónde vive Amparo? -Qué importa, mujer, ya no está allá. -Qué tu sabes, chico. -Fui. -¿Y, pues? -Nada, no la encontré…, nadie supo decirme. -Oye, claro, habrán pensado que eras un mandón de los gringos. -¿Cómo? -Pues, sí…, o qué tú piensas, recién llegado (y se te nota), apenas hablas y ya. -Oime, Victoria, lo más lindo que encontré allá, en Artemisa… -¡Hasta Artemisa, chico! -Sí, y qué…, te decía que lo mejor que encontré fue a la guía del Mausoleo que me contó la historia de la madre de Ciro. -No lo puedo creer. -Oime, ¿por qué no me dejás? -Bueno, bueno, chico, no cojas lucha, ven, dime.

229 -Victoria, esa mujer me contó que la madre de Ciro creyó que su hijo estaba vivo, no comprendía que hubiera muerto en el asalto al Moncada, y que era por eso que el Che había bautizado su columna con el nombre del héroe…, ella, al revés, pensaba que era una manera de designar la columna, con el nombre del jefe; absurdo que la esperanza de madre no comprendía como tal, ¿no?..., simple, quería a su hijo vivo, es conmovedor; pero más lo es la entrega del hijo en pos de la revolución. -Oye, que atravesaste kilómetros para contarme lo que ya sé. De nuevo la mirada al piso. El Cuervo estrecha los dedos de una mano contra los de la otra. La luz escasa destella cortamente en la botella por la mitad, dorada. Victoria es silencio. Ensimismada parece reflexionar. La voz de su conciencia, abre un espacio: el Cuervo, mito viviente de la revolución que no fue…, tienes que ayudar, dejar que lo haga, quizá sea su embestida final. Un brillo pupilar anticipa la intención de lo que viene. Por fin levanta la cabeza. Él se pone de pie. Sabiéndose borracho se tira en el sofá, quiere dormir. Esperar hasta el otro día. Que las ideas pesen menos y el alcohol también. Victoria, en cambio, se queda sentada. Otra copa de ron. Resiste el Malecón bajo la furia del agua. Al revés, estalla el agua del mar, frenada por la furia de la piedra. Igual, la noche no sabe de piedad entre los que no están acostumbrados al filo agudo de aquella brisa gélida.

Domingo. Mediodía. A la mesa los dos. Han comido y están satisfechos.

230 Pero al Cuervo se lo nota en caída. Es el cáncer que se lo lleva nomás. Aunque él pretenda ignorarlo. Anestesia del dolor, corren en las paredes del vaso las piernas doradas del ron. Victoria se ha quedado callada. Ya no le cuenta de los planes para el momento en el que Fidel no esté, ni tampoco de lo que se dice en el gobierno. Cómo sigue la revolución. Ni de lo bien que le va con su larga historia en el Ministerio. No, de la alegría que siente al ver y acompañar a las nuevas camadas de jóvenes milicianos de la liberación: Juventud Rebelde. Y no lo hace porque se da cuenta. La intuición de las mujeres es igual en todas partes. También esa incomparable inteligencia, tan dispuesta si hay que ayudar. Silencio. En la casa, en el edificio y en la calle. Entonces él sabe. Concluye la confesión que empezara en la noche del Sábado, ahora con un ruego. Llora, pide por ella, por Amparo. Y ésa misma tarde la buscan por teléfono. Supe Artemisa. Cuba mantiene todavía el encantamiento de la oreja escuchando del otro lado del auricular. Hacia algunos destinos todavía no hay máquinas intermediarias. Las operadoras son operadoras de carne y hueso. Sólo así se puede creer que, al final, la encontraran. No estaría bien que ésto lo oculte por un prurito, tonto honor a la brevedad. Porque para que se entienda es necesario conocer que hablar por teléfono en Cuba, hacia 2002, embargo imperial mediante, requería -para algunas regiones- de la paciencia (no andar apuraditos diría un amaichino de los valles Calchaquíes) y de la providencia. Justamente todo esto es lo que permite que la encuentren. Victoria explica a la operadora de la central telefónica en La Habana, la que a su vez explica a su colega de Artemisa. Explicar no, mejor estaría dicho, contar. Narraron la historia de un hombre que

231 “busca”, no a una mujer, sí a ésa mujer. Cómo no iban a prenderse con el folletín, tragicomedia o romance, puesto así tan sencillamente en la mano. La solidaridad: Mujeres que buscan. Corre la voz. Siesta dominguera rara, insomne, con una habanense preguntando por esa tal Amparo López Enríquez. Había más de una en el pueblo. Llevarían la noticia con una sonrisa. Quieren encontrarla. Aquel que vino desde lejos, enfermo de muerte, ahora borracho de ron y de locura, en La Habana espera. Las cubanas llevan la rumba, el son y la salsa en la sangre. Mujeres mujeres, de ésas con las que uno desearía tropezar un día. {creer en Dios sólo porque las puso ahí} Y que lo dejen a uno, vivir para siempre en ellas. Victoria les dijo “llora borracho pero no de borracho”. Milicianas cubanas de rápido entendimiento. Se revelaría muchos días después, que en la primera casa a la que llamaron atendió una nena que no tendría más de ocho, nueve años. Que su abuelo levantaba la voz (luego se supo que era la de él) pedía para que corte, porque seguramente sería, número equivocado. Ahí, en esa casa había una Amparo, pero no era la que buscaban. La chiquilina conoció la verdad y fue ella la que dio la pista siguiente. Tarde larga. El Cuervo semejado en un sillón; el vaso de ron a la mitad. Dormitándose de a ratos sin soltar el vaso de ron. Victoria y las operadoras buscan, a pesar de la hora, de las líneas telefónicas viejas. Ejército de milicianas colgadas del teléfono; después, algo después dieron al fin con ella. Supe el encuentro. Fue en la casa de Victoria. Entre el mediodía y la media tarde justo en la hora que Fidel pronunciaba su discurso en la Plaza de la Revolución.

232 ¿Cuántos somos los que nos ilusionamos con algo así? Después de los años, volver al viejo amor. Volver en él, a los veintitantos. Los dos mirándose. Diría luego, Victoria, que estuvieron por varios segundos así, callados, rejuveneciéndose en la mirada. Acaso desfilaran entre ellos los cuarenta, cincuenta días más acertados de sus vidas. Años de la revolución por venir. De la mística, el amor y las promesas. Amparito, mulata grande pero todavía de talle angosto, seguía quieta, detenida debajo del marco de la puerta. Y el Cuervo que va, le pasa la mano -sin querer porque ella se adelanta-, ciñéndola. Primero fue uno tímido, un toque apenas, aliento y mejillas. Victoria dijo, que el beso vino después y le hizo, a ella también, cerrar los ojos. Supe el secreto a medias. Pero no la verdad. Amparo, la mulata grande no llegó sóla. Con ella vino otra Amparito llamada Alexandra. Joven y tan linda, los ojos moros y el pelo escarolado en las puntas. ¿A qué la llevó? Para que se conocieran. Supe que no se separaron. El Cuervo permaneció en La Habana. Amparo también. Alexandra no. Victoria apacigua el relato precipitadamente: -Lo que hicieron y se dijeron es cosa de ellos. Lo que sí, La Habana los vio pasar riéndose sin disimulo. Supe la muerte. Completa. Cumplió un designio (el Cuervo lo cumplió). Encontró el amor que a él lo tenía olvidado y, a pesar de la muerte, arregló su existencia con una metáfora: la ruptura de lo dado.

233 Sí. No se entregó como tampoco lo habría hecho con la policía. Supe la despedida. Caracas la nueva. La de la República Bolivariana. Desde un balcón iluminado se soltaba la risa, estentórea, inconfundible. Y bajaba hasta mestizarse con el empedrado de la callecita semioscura. Dicen los que fueron a la fiesta (un asado hecho a la manera argentina) que al Cuervo se le notaba, él sabía, aquella sería la última. Recién llegado desde La Habana invitó a sus amigos, contó el reencuentro con Amparo, festejó toda la noche y deshizo los lugares comunes de la despedida final, con la alegría de haber cumplido. Dicen, exultantes, que venció a la puta enfermedad no en el territorio de la salud sino que la derrotó en el de la vida. Y que por eso no hizo una epopeya para el mundo, pero que consiguió inventar una épica para sí. Cuentan que el Cuervo murió al amanecer dos días después, en su cama. Que el cáncer no pudo quitarle esa, la última risa. Que en su mesa de luz sólo quedaba un vaso vacío y un pasaporte venezolano con su foto pero con el nombre cambiado.

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Post Prólogo Leí en alguna parte que los norteamericanos aún hoy no pueden dejar de pensar en Vietnam y que Hollywood es la expresión más acabada de esto, la prueba de que esa sociedad no ha asumido todavía que allá, en aquella selva sembrada de muerte quedó también el pasmado desliz de sus ciudadanos; los que apoyaron esa guerra que desnudó su irrefenable vocación por la altivez. Acaso sea algo así lo que pasaba en Argentina. Aunque a la inversa. No se hablaba aquí, en esta tierra, de la complicidad. De los silencios. Y menos de aquel miedo blando edificado para ser comedidos con la mano del mandón y que el pasado a lo mejor pudiera ser de verdad, pisado. Esa conducta recurrente que pretendió vestir la memoria con el ropón interesado del olvido. Pasado pisado. Y sin embargo antes había sido la sociedad que quiso cambiar la historia. La que consintió la Patria en armas. Pero también fue la que después, inauditamente filicida, entregó, a cambio de nada, a sus muchachas y muchachos a la saña del tirano.

236 No sé porqué será, no es mi intención averiguarlo ahora, pero cuando Luis me contó lo que me contó supe que era bueno volver a narrar alguno de los muchos relatos que poblaron aquellos años. {Mal que les pese a los que me intiman -justo ahora que, por fin, desde 2003 se ha instado una nueva ruptura, esta vez con el olvido-: Basta, Horacio, dicen, no vuelvas con este tema. No sé, para mí es como pedir que el Pueblo Judío no hable más del Holocausto. O que el Pueblo Palestino deje de pronunciar la palabra Nakbah. O peor: que los Pueblos Originarios de América Latina ya no repudien la civilizada matanza católico española}. Gracias a eso pude recorrer los sentimientos de quienes para algunos, fueron héroes y mártires de una sociedad que les respondió con temerosa mezquindad. Vale insistir: aquel tiempo despertó en mí una extraña fascinación. Será porque las mujeres y los hombres que pretendieron poblar de ideales al país -al que más tarde conseguimos amodorrar desplumándole las utopías- son los que construyeron un mundo imaginario tan poderosamente vivo, tan omnipresente, que ni siquiera con la desaparición fue posible abolir el verdadero significado de estar vivos. Lo supe -o lo intuí- hacia 1983 porque vi a uno, literalmente desquiciado de tanta picana recibida, deambular perdido por las calles de Córdoba, balbuceaba proclamas y rebeliones. Pero también, alguna vez lo vi al pretender convencer a una piba por lo menos quince años menor que él. Así, tan andrajoso como esperanzado. Reía y pasaba la mano para acomodar el mechón blanco justo antes del abordaje; relojeaba en la vidriera el mero aspecto de varón al ataque. Y me decía que seguía ahí, puesto de propósito en una nada demencial inexplicable pero aún vivo. Vivo y loco por vivir. También lo comprendí durante el relato largo de esta historia si me desprendía por momentos de ella. Me alejaba, concentrándome en lo

237 que en definitiva después prevalecería para la crónica: el entorno de aquellos días. Los acontecimientos que desbordaron la pura militancia política. Los que le dieron sentido a esas mujeres y a esos hombres siempre alertas, dispuestos enteramente para la plena existencia. Pero más que nada, quise narrar las maneras, el ardor de esas vidas.

Por eso: la del Cuervo y la de Amparo es una historia de amor. Casi cursi. Que empieza en La Habana. Y que termina en la Caracas de hoy, la de la República Bolivariana.

Luis me contó y recontó mil veces cada detalle de los episodios que rememoré pero que para mí solamente fueron la excusa que buscaba. Porque aunque no me gano la vida escribiendo -soy, quizá, muchas otras cosas pero no escritor-, sin embargo la historia del Cuervo, la del reencuentro, y la de su muerte encaballada en el brutal espinazo del cáncer me llevó a escribir lo que quería, empezando allá, cerca de fines de 1969; el Cuervo regresaba de Cuba. Venía de recibir adiestramiento para la revolución.

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Agradecimientos: La Voluntad – Anguita Caparrós – ED Norma. De Octubre a Brazo Largo – Norman Briski – Ediciones Madres de Plaza de Mayo. Política y/o violencia – Pilar Calveiro – Ed. Norma La creencia y la pasión - María Matilde Ollier – Ed. Ariel Nuevo Diccionario Lunfardo – José Gobello – Corregidor Inventario Secreto de La Habana – Abilio Estévez – Tusquets Los Palacios Distantes – Abilio Estévez - Tusquets Los Perros – Luis Mattini – Peña Lillo – Ediciones Continente www.esElx.com Perón, Sinfonía del Sentimiento - Documental de Leonardo Favio.

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Breve Buenos Aires

Walter sale del cuarto que alquila en algún rincón del barrio de Flores. Repentinamente su cara se ilumina cuando la ve pasar: -¡Marcela! Ella devuelve la voz con la mirada. Algo barbudo y quizá desprolijo: -Te acordás, en el Santé… Ella, asiente moviendo la cabeza: -Sí, por supuesto. Es su boca, apenas delineada. Son sus ojos. La manera de andar que tiene. Walter camina a su lado y Marcela sonríe ocultando con la mano derecha la alianza dorada de su anular izquierdo.

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Usuario 23/5/11 21:38 Eliminado:

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