LA MUJER QUE QUERÍA RECUPERAR LA TRANQUILIDAD [Depósito Legal y Asiento Registral: 00/2000/17116]

I Mi nombre es Regina Bosch Sayagués, y puedo asegurarles que con motivo de mi reciente divorcio, y tras pasar veintitrés años de los cuarenta seis que tengo dando clases de matemáticas en un colegio de monjas, aquella en apariencia simple decisión que tomé hace dos meses, cual fue la de dejar el autobús que había cogido durante toda la vida justo al lado de mi casa para ir a trabajar, y que cualquiera podría juzgar sin más como un hecho sin relevancia alguna en sí, en realidad no fue para mí sino una decisión difícil de tomar y mucho más aún tenerla que llevar luego a cabo. De ello vengo a darme cuenta ahora, dado que, a la vez de sentirme interiormente y por completo fuera de mi sitio, insistentemente me noto como aturdida y asustada. Ha sido el primer día de clase después de las vacaciones de verano, y a las siete de la mañana he cogido el Metro y he ido en él de pie, apretujada contra una barra metálica que se me hundía en la frente debido a las sucesivas avalanchas de estudiantes y trabajadores que sucesivamente entraban. Menos mal que conseguí agarrarme a ella como una desesperada y eso impidió que pudiera caerme o terminaran por arrastrarme. Sin duda debí haber salido un poco antes de casa para poder sentarme e ir un poco más tranquila. Porque, no obstante estar pendiente de que quedase libre algún asiento próximo y conseguirlo, me doy cuenta de que ha pasado a resultarme prácticamente imposible. Y es que en el Metro hace falta ser rápido, adelantarse con decisión y ocupar lo que quede. Y no soy ya joven ni estoy entrenada. Jo, parece mentira, pero todo me resulta tan, acaso tan violento y nuevo. Es como si de pronto echara a andar por vez primera y tuviera que hacerlo no ya andando sino corriendo, disparada, en competición. Además, y a esas horas de la mañana, parece como si todo, menos pensar, resultara mucho más difícil. En el autobús nos respetábamos el asiento. Salvo puntuales alteraciones, por viajeros ocasionales, cada mañana nos encontrábamos prácticamente los mismos. Habíamos llegado a conocernos sin darnos cuenta los nombres, los gustos, los gestos y nuestros respectivos lugares de bajada. De este modo, íbamos percibiendo – al menos a mí me ocurría, porque bajaba al final del trayecto - el hueco de soledad que aparecía e iba

1 rodeándonos a medida que cada compañero descendía y durante unos segundos lo veíamos alejarse por la ventanilla. Y no, nunca logré evadirme por completo de esta sensación, la cual semejaba pequeños desgarros que, aunque naturales y lógicos, se me mantuvieron porque, entre más y más días transcurrían, incluso años, más se incrementaba el efecto de esta sensación de proximidad y de casi pertenencia que propicia el hecho coincidir unos con otros durante unos pocos minutos en el autobús a lo largo de tanto tiempo. Y yo, ante esta afirmación diría que sí, que incluso se llega a adquirir un cariño inconsciente, un cariño que llega a comprender y a tolerar, a perdonar incluso el exabrupto puntual, la tos y el humo del cigarro, el pisotón, la agresividad y el cansancio, y cómo no, el sueño. Todo esto me había parecido no sólo algo mío, sino de los que íbamos, como si de forma callada y paulatina este sentimiento nos lo hubiésemos apropiado y repartido a lo largo y ancho del autocar entre todos. En consecuencia, nuestras pequeñas o grandes neuras - las de cada uno - las que íbamos conociendo y humanizando, incorporándolas a aquella pequeña familia extraformal y repentina de manera sucesiva y tácita, rehabilitándolas así cuando nos sonreíamos mutuamente en silencio o nos disculpábamos con prontitud y cortesía (… es verdad que no siempre; cualquiera sabe que suelen surgir fobias instintivas e incluso duraderas, envidias y odios, y que, además, simplemente surgen porque existen días desgraciados, terribles yo diría) y hasta percibir todo ello con afecto cuando hacíamos ver al preocupado infractor de algo que no, que no era nada, que no pasaba nada, que faltaría más y todas esas deferencias que suelen hacerse comprender con tal de aliviarle el corazón a alguien sin más explicaciones, y porque, a lo mejor, en ese momento, esas explicaciones no las hay, o no han existido nunca, sobre todo en las horas finales del día, las que se convierten en piedras y van retumbando con nosotros por las escaleras al entrar en casa, en los ascensores y a lo largo de los pasillos. A veces qué deprisa se piensa y cómo se inscribe en la memoria. Nunca había reflexionado acerca de que se produjera de este modo. Aunque procuraré estar vigilante y muy atenta a todo cuanto de aquí en adelante vaya a pensar y hacer - pues ello devendrá en esencial para mi recuperación total - empiezo a repasar y a darme cuenta de la actividad, de las muchas actividades tanto internas como externas que desarrollamos de manera absolutamente inconsciente. Acaso me esté ayudando a descubrir estas pequeñas percepciones la nueva situación anímica de después del divorcio, incluso esta innovación de coger el Metro lleno de gente, que hoy me impidió hacerme con un asiento porque los jóvenes son más rápidos que yo, y porque el apretujón fue tan grande que apenas pude moverme sin llegar a saber si, efectivamente, alguien me había puesto o no la mano adrede y de forma persistente sobre el muslo. No logré saberlo. Antes bien, estuve aguantando y resistiendo nerviosa por no gritar y sin siquiera poder mover la cabeza ni bajar los brazos, dado que un sinfín de manos se cruzaban para cogerse a la barra por encima y por debajo de las mías y en todas direcciones. Era tanto el agobio que intenté respirar hondo pero tampoco lo conseguí, por lo que llevé la cabeza envarada y levantada la barbilla por encima de un codo afilado que me la subía y subía como si por momentos me pretendiera ahogar.

2 A medida que fueron quedando atrás las estaciones más fuertes, así fue disminuyendo la presión. Ayer, por la noche, cogí un plano de la red y comprobé que por algunas de ellas no había pasado en mi vida. Tendré que aprendérmelas para saber dónde me encuentro en cada momento del trayecto. Me agobia, me dispersa mucho no saberlo. Lo más importante es que debo hacer trasbordo en Cuatro Caminos y luego bajarme en Valdeacederas. Por primera vez en dieciocho o veinte años no me encontraré, antes de entrar en el colegio, con Amalia y Rodolfo. Seguramente, y ya dentro, ellos me lo recuerden. Sin embargo no estoy segura, no lo estoy, de que se den cuenta de que estreno zapatos de medio tacón, porque nunca los he usado, pero, si se dan cuenta, es muy probable, eso sí, que lo hagan con una exclamación de sorpresa, preguntándose extrañados y con los ojos pícaros que adónde voy. Ellos son así. De todas formas, del proyecto de escribir y escribir notas con el fin de compilarlas no les diré nada, no por el momento. Acaso nunca tenga necesidad porque me canse y lo tire. Tal vez más adelante, y si madura, veré de hacerlo. Lo que sí iré haciendo será ir pensando y repensando las cosas despacio y, más adelante, como digo, ya veremos si logro llevar a cabo las transcripciones precisas para ordenarlas en páginas y frases que dignamente puedan ser leídas. Eso haré. De momento, y cueste lo que cueste, debo mantenerme firme y tratar de modificar o romper por completo con todas o la mayoría de las costumbres y maneras que había acuñado. Sé que tengo miedo, y que sólo pensar que tengo que conseguirlo me produce vahídos. Pero necesito, necesito entrar y sacarme de donde estoy cuanto antes, lo sé muy bien, he de salir de mí misma, de esta especie de mazmorra que durante tanto tiempo me he ido creando. Hay cosas que - como dice mi médico - debo abandonar a toda prisa porque ya, ya está bien. Y eso que ahora no tengo impedimentos ni ataduras legales ni profesionales y en teoría puedo ir y venir sin más. Pero hay que ver qué difícil resulta, lo que hace el tiempo y la educación que se trae... En definitiva todo se hará ¿ no ? Sí, cierto, pero la cuestión es que se me presenta como si fuera a cometer una barbaridad o qué sé yo... Si al menos no tuviera cuarenta y seis años... Claro... Pero, bueno, no es poco pero tampoco demasiado, qué jolines. Después de todo ¿ no me eligieron miss en una fiesta de la facultad ? ¿ no es verdad ? Ya. Pero los años no pasan en balde, no, no, qué van a pasar. Con una hija casada y un hijo que, cualquier día, viene y te dice que también que se casa... El disfraz del tiempo es monstruoso y parece una tontería. Si lo que me propongo lo pienso bien me hundo, y a eso sí que no estoy dispuesta, de ninguna manera, antes... Voy a tener que inventarme un buen taco para reventar con ganas cuando haga falta, aunque los que dicen por ahí son tan gordos que... En fin, Andrés ¿ dónde estará ? con su vieja y rica francesa, haciendo seguramente de gigolo cuando a ella se le antoje... ¡ Ay, quién nos vio y quién nos ve...! ¡ Quién lo iba a decir... ! Si uno pudiera prever las cosas por una rendija, por un huequecito siquiera... Después de todo, y venga lo que venga, menos mal que todo ha terminado, que si no... Bien, quiero ver otra vez el plano del recorrido, hoy, con tanto ahogo y tantos nervios, a punto estuve de bajarme en Tetuán.

3 II

Me hubiera gustado, me hubiera apetecido mucho haberme quedado hoy en casa tumbada en el sofá y andar vagabundeando de acá para allá por los canales de televisión, o abstraída, viendo pasar simplemente las nubes a través el trozo de cielo de Madrid que todavía queda entre los edificios de enfrente y la maraña de antenas. A pesar de lo prescrito por la siquiatra, eso es lo que he estado haciendo durante la mayor parte de estos dos meses atrás, pero, después de mucho analizar sobre lo que puedo o no hacer y qué sea lo más conveniente, he llegado a la conclusión de que no, de que la médico tiene razón y no puedo seguir así, por lo que debería tomar, si no una postura contraria, sí al menos un tanto rupturista con mi status anterior. Es vital no retroceder. Desde que Andrés desapareció definitivamente de casa, y sobre todo a partir de la sentencia, he tenido mucho tiempo no sólo para meditar concienzudamente todo, sino también para ir trayendo con sosiego a la memoria cosas y hechos, contemplar situaciones y gestos, rememorar frases que, no hace tanto, bien creía que ya no estaban aquí, aquí dentro y conmigo. Y es pasmoso. Resulta casi alucinante cómo han ido aflorando cuando con el espíritu más tranquilo y con decisión - quizá más por lo primero – he ido mirando y resituándome, pero también resituando a cada uno en cada punto y en cada acontecimiento, a la vez que oyendo y reviviendo los movimientos, la expresiones y palabras que dijimos o no dijimos, algunas tan difíciles o imposibles de olvidar. Hasta los sentimientos que nos daban vida o muerte, por tanto, parecen haber reclamado ahora un significado propio y distinto, pues cada uno de ellos tampoco son ya lo que eran. Se muestran indelebles, eso sí y me pertenecen, pero no cabe duda de que están recubiertos de un barniz y que me hablan por tanto desde mi este yo, no desde aquél al que en su día sirvieron y pertenecieron. Si el fracaso que supone siempre la disolución de un matrimonio, como fue al principio el nuestro, es cierto, también tengo que decir que, cuando ya todo había adquirido el tinte definitivo de ruptura, hubo en mí una ocasión en que, de forma incomprensible, y por primera vez, sentí una extraña sensación que tenía que ver con una ansia liberadora, con una luz desconocida que se me adueñaba y que en sí misma contenía y me ofrecía libertad. Era algo – ahora la vuelvo a recodar, aunque no con tanta nitidez como cuando ocurrió – que me provenía de muy dentro, sin prevención alguna y también sin concisión, era algo que brillaba por sí mismo y que anhelaba desde luego liberación y calma. Recuerdo haberme asustado cuando lo percibí, tal vez fuera al hacerme cargo de mis propias necesidades y mis propias sensaciones después de tanto tiempo. Dónde habría estado, tan ausente, me digo ahora. Pero lo achaqué entonces al cansancio real y a la degradación a que había llegado nuestra relación conyugal, al desamor mismo, a la continua tensión nerviosa y a la angustia y necesidad acaso de huir y alejarse de dichos estados que, cuando están en su apogeo, parecen que jamás fueran a concluir. Pero estoy empezando a sospechar que aquella sensación de ansia de libertad que comento, quizá no hizo sino abrirse y comenzar. Tengo la

4 impresión – y no se trata de un simple egoísmo, de eso estoy segura – de que poco a poco sigue acrecentándose, que reaparece de tarde en tarde con mayor seguridad y fuerza, y, por supuesto, con mayor madurez. De todas formas no lo sé muy bien, pues mismamente me está costando dar la vuelta alrededor del estanque de El Retiro, detenerme y tomar unas notas, o sentarme con este libro que estoy leyendo e intentar centrarme en él, coger la trama y adentrarme en ella, seguirla y comprenderla como es debido. Todo, todo me cuesta mucho y me inquieta sobremanera, me acomodo con dificultad a otros hábitos, a dar rienda suelta a algunas de las ideas y emociones que, aun sin haberlas puesto en práctica nunca, compartí – quiero creer que compartí, o acaso apoyé en silencio con mi marido - sobre todo aquellos primeros años. Y ahora estoy preguntándome por todas esas cosas, que dónde se encuentran y cómo están hoy... Algunas probablemente se me hayan borrado u oscurecido porque, acaso, sólo constituyeran un simple reflejo de aquello en que creía Andrés y predicaba, o porque yo estaba muy enamorada de él entonces y las defendió hasta... Porque, no debo olvidarlo, fue él – aunque fuéramos educados de forma parecida – quien realmente cambió. Sí, fue él quien cambió radicalmente. Al menos sí respecto al Andrés que yo conocí y de quien me enamoré de aquella manera, estúpida iba a decir. Es posible que – y con alguna experiencia lo digo ahora – ninguno de los dos nos conociéramos lo suficiente y menos en profundidad, por lo que todo esto no sea sino la constatación real de lo que, en el fondo, a ambos nos había ocurrido ya. De cualquier modo debo tener cuidado, mucho cuidado con este tema de la objetividad. ¡ Cuántas cosas debo cuidar ! Sé que, aun cuando pueda disponer de quietud y tiempo suficientes para reflexionar sobre cualquier situación o punto, y a pesar de que dé y dé vueltas para intentar comprender lo que sea y encajarlo con lógica, me parece que es fácil irse por otros derroteros, demasiado fácil; porque son objeciones que, sean lo que fueren, pertenecen a la esfera íntima, a la estrictamente personal y se quedan ahí, sin que la mayoría de las veces podamos advertir que hemos creado un poso sofocante de rencor o venganza, y hasta quizá de odio debido al dolor y al daño. En fin, me gustaría que, a poder ser, pueda ver y analizar las cosas con... cómo diría, con un poco de dignidad, y, por otra parte, y aunque yo crea que no, es casi seguro que Andrés no es el único culpable, si es que hay culpables, naturalmente. Así, pues ¿ en realidad, yo, qué parte tengo ? E inmediatamente me replico ¿ yo, parte ? Sería interesante conocer la opinión de mis hijos, Marta y Javier. En su fuero interno ¿ qué pensarán ellos ? Cuánto, cuánto me gustaría saberlo porque no se trata para mí de algo baladí Me he detenido y me doy cuenta de que estoy agotada, de que llevaba dos vueltas completas alrededor del estanque medio sonámbula. Me está costando tanto porque todo se me presenta absolutamente nuevo, no sé, como muy de pronto sola, casi demasiado, y no tenía costumbre de andar así, sin otra preocupación que procurar salir a flote anímicamente, huir y olvidarme a todo trance... No quiero, no quiero llorar, ni que... Me imagino que si el peso de la humillación pasa, esto también tiene que pasar, por qué no. Pero, vaya, cómo duele, jo, vaya, vaya si duele... Creo que hoy tengo media depresión encima y lo noto. Como me acaba de aconsejar la psiquiatra, me aconsejo dejar de llorar y pensar tan continuamente. “Venga, Regina”, me digo entre dientes, imponiéndomelo a mí misma, “tienes que saber mirar, ver lo que te interese

5 ver y, si no, imaginártelo...; venga, esfuérzate y no te dejes vencer; así que, con decisión y aire, vete ahora mismo sin detenerte hasta aquella puerta de enfrente, venga, coño, muévete” ¿ Coño ? Se conoce que este taco viejo me viene a la lengua de forma demasiado ligera y pronto. Al menos me sale, vamos, que lo digo con facilidad. Venga, hazlo así. Vamos a ver, ponte a andar y ve diciendo: la tarde es preciosa, la tarde es preciosa, lo es, y mucho, mucho, mucho, el agua refleja el sol, los gorriones y las golondrinas vuelan por todas partes y yo soy fuerte, fuerte, muy fuerte, y no tengo miedo, no tengo miedo a nada ni a nadie, porque yo soy Regina y además de fuerte soy guapa, guapísima... ¿ Guapa ? Sí, guapa. Y quiero correr, correr mucho, y volar hacia arriba, subir alto... ¡ Vale, vale ! Para, chica, no siendo que te dispares y vayas a salir volando. Pero anda, sigue, que ya llegas, sujétate a la puerta y descansa, átate la playera y respira, que has venido tan deprisa, chica, que vaya, vaya sofoco. .- Hija mía ¿ te llevo los cántaros...? .- Habráse visto el viejo verde ése, que me ha metido los ojos y la boca encima de... ! Jo, qué corte el tío... Si es que no me llega el aliento, jolines, y... Qué jolines ni jolones ¡ regostia ! Sí, sí, a ver, dilo, dilo otra vez: regostia, regostia. Éste, este taco me gusta. Es gracioso y sugerente. Se parece mucho al que dice Maruja. Sí, yo creo que me puede venir muy bien, al menos contra ese tío...

III

Estoy en casa y acabo de venir del banco, de pedir un crédito hipotecario, carísimo por cierto, para pagar los desaguisados de Andrés, que no son pocos. Pero hay más. Ya, el primer día después de vacaciones, me llegó el rumor. El hecho es que la dirección del colegio ha llevado a cabo una remodelación de última hora y, prácticamente, me han dejado sin dar clase. Así, como suena. Es terrible, no me lo acabo de creer, pero en unos días estoy pasando de una situación muy reconocida a otra de dificultad y desecho, de puro despojo. De momento parece que seguiré dando una clase el martes y otra el viernes. Sin embargo, y por ahora, tengo que estar allí, quieta toda la mañana, en la sala de profesores por si falla algún compañero. Es de alucine. Qué vergüenza. Vaya situación después de tanto tiempo como titular y dando clases todos los días... Dios mío, qué mal, qué mal lo estoy pasando hoy... ¿ Y mañana... ? ¡ Buufff... ! Cualquiera sabe... y anda que, la pobre Isolina... ¿ Y a Isolina por qué ? Dicen que apoyaba y pasaba datos a la Asociación de Padres, a los del APA, y que en el Consejo Escolar... No me creo nada. Meras disculpas ¡ Vaya cara que tienen... ! No me extrañaría que... Pero ¿ y yo ? Porque ¿ qué puede tener que ver Andrés en todo esto si al final hemos roto y basta, nos hemos divorciado y, además, Marta y Javier también han estudiado allí... No sé, no lo entiendo, no lo veo claro en absoluto. Me duele la cabeza, uufff, aquí, aquí, justo entre los ojos. Pero, por si fuera poco, después de todo yo estoy reciclada. He hecho dos cursos

6 voluntarios de pedagogía moderna y de... ¡ regostia, regostia, qué voy a hacer... ! Con un exmarido sindicalista y político, mujeriego y encima divorciada... Ya, ya está ¿ para qué más ? Sin duda estoy contaminada, y eso las monjitas lo huelen, seguro que cuando paso cerca les huelo a todo eso. Jo ¿ y cómo voy a aguantar de esta manera... ? ¡ Mira que si tengo que seguir así todo el curso... ! Claro que, a lo mejor, lo que pretenden es que me canse y me vaya. Sí, pero ¿ cómo voy a tirar veintitrés años por la borda y además ahora, con mis años y el paro que hay... ? Voy a meterme en la ducha y que me caiga encima el agua un rato, o el mundo, o lo que sea. A ver si me despejo un poco. A lo mejor luego llamo a Javier, o a Marta, y puedo respirar mejor... Han empezado a pasar los días, y si bien hoy también he llorado, aunque menos, en el colegio ojeo el periódico despacio, muy despacio junto al ventanal. Mientras, Isolina va y viene con llantina reprimida y sin parar un momento. Esta sensación de ineptitud y humillación acaba por volverse inaudita y terrorífica. El Jefe de Estudios, el padre Jeremías, dice que a lo mejor se trata de una medida meramente transitoria, pero no aporta ningún vislumbre de que los hechos vayan a variar y a normalizarse. Tras echar un vistazo rápido a las ofertas de empleo – nunca me había fijado, pero parece mentira lo que hay en los periódicos – he visto ocho o diez anuncios que se refieren a círculos de viajes o a agencias de amistad sana, al menos eso dicen, e incluso de relaciones de gente con necesidad de compañía. Me dice Isolina que tenga cuidado, que por ahí fuera, en otros países, hay mucha cosa de ésa y a veces no son lo que parecen, que lo ha leído en alguna parte. De todas formas, y después de estos días de tensión, un poco de actividad no me vendría mal, no, pero nada mal. A lo mejor me ayudaba, porque pasar, pasar, qué va a pasar... Y si vas con cuidado... Por ver, y si es gente sana como dicen, pues... Lo anotaré en la agenda, no siendo que no lo vuelva a ver. Y por si me da por ir. Igual me quita esta mornia... ¡ Anda que si se enterara la hermana Carmela… ! ¡ Jo, menuda es ! De cualquier modo me está costando mucho vadearme por este entramado de mi vida lleno de aspectos nuevos y difíciles. No sé muy bien qué tratamiento debo dar a cada uno, ya que, si por un lado me llevan a un pasado que de pronto renace con los mil y un recuerdos, tampoco por otro me opongo porque, frente al criterio de mi siquiatra, me he propuesto sacarlos a la superficie a fin de tomar conciencia acerca de lo que ha pasado y procurar encontrar su porqué. En ningún caso quiero dejarme vivir por el futuro absurdamente. Y ya ven, a menudo, de forma irresistible como me está ocurriendo ahora, lo primero que me asalta la memoria es el día en que nos conocimos Andrés y yo. Qué cosa. Aunque no ya recuerdo quién o quiénes fueron, el hecho es que ese día nos habían invitado a Jesusa y a mí a tomar medio cubalibre en la fiesta de antiguos alumnos peritos. Allí surgió lo que siempre denominé el fogonazo, la irrupción de esa luz que a la vez que ilumina, paraliza y deja a una como sonámbula, esa luz que de repente quita por completo la fijación y coherencia que se tenía hasta entonces. ¡ Lo que es el enamoramiento ! Ese síncope de lo irreconocible, pero con un poder de atracción y vértigo tan tremendos. Y, además, éramos aún tan jóvenes y tan... Bueno, en realidad no tanto, pero sí en aquel tiempo, no tanto. Lo cierto es que casi me siento aún

7 volar cuando lo vi a caballo, en aquel alazán dorado, tan bonito, y luego toreando la vaquilla... Vaya garbo... Aquello fue maravilloso, ya lo creo. Tengo que reconocerlo. De lo contrario no sería sincera conmigo misma y, cueste lo que cueste, he de serlo. Y nos lo presentó ¿ cómo se llamaba ? Ah, sí, Cuca, sí, sí, se llamaba Cuca Tévez. Vaya, vaya, qué flechazo, jo, eso sí que... En cambio, Jesusa, a partir de ese día, en que comenzamos a salir, lo pasó muy mal. Lo sentí de verdad. En cualquier caso, Andrés, en aquel tiempo tenía pues lo que tenía: altivez, fuerza, distinción... Tal vez decirlo parezca superficial, una trivialidad, pero me impresionó mucho verlo con aquel dinamismo, con aquella apostura que tenía... Sí, sí que lo tenía, sí. Pero, de cualquier manera, es este momento crucial y, obviamente, todo lo que siguió, lo que sin duda necesito analizar y comprender, necesito llegar a verme siquiera un poco por dentro en ese entonces, porque, indudablemente, de aquí partió lo más importante de todo cuanto he vivido, y yo, esos instantes, con todo lo que veladamente habrían de traerme, los asumí entonces con una ilusión indescriptible. Hasta es posible que, el hecho de que hiciera sol, de que hiciera un día espléndido y con una temperatura agradable y con bullanga por la quinta donde se celebraba la fiesta, contribuyera a ello. En cambio, parece que los momentos que están en los entornos de las cosas centrales, si no ocurrieran, podría semejar que no existiesen. Pero intuyo que tienen mucho que ver con los resultados finales, incluso seguro que a menudo, dándoles tan poca importancia, confundimos un aspecto sustancial con uno de estos pormenores hasta desecharlos para siempre de nuestra atención y de nuestra vida. Si yo ahora llamara a aquello seducción instantánea, fascinación, o atracción irreflexiva, puede que ser que en conjunto acertara. Rememorando bien, y tratando de visualizarlo, aquello fue como un arrebato total; yo creo que empecé a sentir ya, cómo diría, como una especie de sumisión aceptada, exacto, ése puede ser el término. Yo creo que, con sólo haber visto a Andrés, estaba dispuesta ya a seguirlo al fin del mundo, aunque sólo hubiéramos comido pan y cebolla, como suele decirse para justificar enamoramientos semejantes. Más o menos ése sería el tipo de encantamiento, o entontecimiento – que también podría ser – que yo tuve, que tuve y que me duró mucho tiempo. Claro que, aunque ahora se lleve menos, por entonces lo del flechazo se había convertido en una moda excesiva. De tal manera era así que hasta se argumentaba, se adornaba y ensalzaba como si hubiera ocurrido algo extraordinario, algo imposible de ser más verdadero en sí y, en consecuencia, definitivo y eterno. ¡ Qué sé yo ! Lo que puedo decir en este momento es que, cogido el tema con reposo y sosiego, y también con dolor y vejez – por qué no admitirlo – la cosa no resiste otro análisis que decir que lo ocurrido no fue sino un alboroto enorme y desbarajustado del corazón, o una escueta y frívola estampida pasional, es decir, la cara más irreflexiva e impresionable de la personalidad y punto. Junto a la experiencia, el sentido común me dice ahora que no, que el atolondramiento no nos permitió en absoluto ver más allá de la mera cáscara carnal que éramos, y que mucho menos las potencialidades que en adelante y de inmediato iban a ponerse en movimiento, aquellas que en adelante se iban a desatarse en nosotros y a determinar de forma concreta todos y cada uno de los actos, aspectos y circunstancias de nuestras vidas. Es imposible, digo, que, como principio,

8 fuera de otro modo. No tendría ninguna otra lógica, visto ahora con toda la asepsia de que soy capaz. De todos modos, y por si sirviera de aval magnánimo, insistir que por aquellos días estas precipitaciones estaban muy de moda, pues solía leerse en los periódicos y oírse por las radios que tales o cuales artistas se habían ido a casar a Reno a raíz de una noche de juego y copas en Las Vegas, o tras un mutuo e instantáneo conocimiento en un hotel de Acapulco. En realidad, dado que el hallazgo del amor resulta imprevisible, parecía que cualquier excusa que se diera podría servir, ser suficiente. A veces te enterabas de que el matrimonio apenas duraba veinticuatro horas, y de que, en algunos casos, con consecuencias torpes y dramáticas. Sin duda, todo esto debió contribuir a conformar un ambiente propicio, tendente a que Andrés y yo nos enamoramos o tal vez pudiéramos creer que así fuera. La cuestión es que inmediatamente después del flechazo, que por otro lado fue recíproco, a los pocos días los dos nos dimos prisa a vestirlo con ropaje tradicional de que la boda para cuándo y dónde, de con qué traje y qué vestido, además de preguntarnos por dónde estaría la casa y, en consecuencia, que qué coche y cuántos hijos, amén de los nombres y si primero sería el niño o la niña y que... Yo creo además que era un tiempo que – claro está, en plena década de los setenta – aunque los modismos que nos llegaban del exterior lo hacían con más nitidez y parecía percibirse la terminación inminente de la dictadura, al menos la de Franco como tal y sus últimos validos – pues las mismas convocatorias de la Plaza de Oriente lo decían y la juventud había recibido de rebote algunas consignas derivadas del mayo francés y las directas de la Tv. y el cine, del turismo y Los Beatles – aún perduraba aquel contexto tradicional e insoslayable de rodearse de símbolos de importancia social y estabilidad futura, todo lo que hablara de asentar de una vez la vida, si bien de conformidad a lo que se presumía en personas de orden y buena cabeza. Máxime en mi familia, modesta y archicatólica como ha sido a más no poder. Cualquiera se atrevía a rasgar algo con una educación tan estricta y en este colegio, el cual se llevaba casi medio sueldo de mi padre... Y, si no, que lo diga mi hermana Mariasun, que, si no se ha casado, la pobre, a lo mejor ha sido porque mi padre aparecía expiándola por todas partes para luego llenarle la cabeza de pequeños coscorrones. O mi hermano Hermenegildo, a quien mi padre metió de guardagujas en Renfe y tuvo que casarse de penalti con una santa que vivía al lado y ahora le ha dado siete hijos. Ahora es Jefe de Estación de Parabel de Abajo. Vistas desde esta perspectiva las cosas, la conciencia me dice que, como casi todos, los dos, tanto Andrés como yo, sufrimos entonces como un envaramiento, un seguir, un continuar sin más la rutina de un buen empleo, como se decía entonces, después echarse novio o novia y a casarse como era de mandar, y, a poder ser, con la casa puesta para luego que vinieran los hijos y a vivir, a vivir, insisto, de acuerdo a los cánones establecidos: ganar mucho, aparentar cuanto fuera posible y ser la envidia de los conocidos, sobre todo de los vecinos de toda la vida y, cómo no, de la propia familia. Hasta ese momento, yo había tenido más suerte que Mariasun y Herme. De mi hermano no digo nada porque en realidad, más que estudiar, ni siquiera le gustaba leer, por lo que, en cuanto tuvo edad suficiente, mi padre, como he dicho, y por medio del parentesco, rápidamente le buscó acomodo en su empresa. En cambio, respecto de mi hermana, a veces me he hecho cábalas

9 acerca de cuál sería la causa real de que abandonara el colegio inmediatamente antes de terminar bachiller elemental. Evidentemente no, no se llevaba bien con mi padre, el cual, dada su ascendencia catalana, quizá podría haberse mostrado más europeo, más tolerante y abierto, con otro talante. No fue así. De todas formas sé que las monjas, en varias ocaciones, enviaron a casa notas escritas sobre la relación de Mariasun con los chicos, notas de las que, por otra parte, yo fui, ahora lo sé, inocente portadora. Pero no me extrañaría que hubieran rechazado su continuidad alegando falta de capacidad para continuar, cuando tal vez lo más cierto consistiera en que, además de los chicos, fuera que no éramos demasiado bien vistos por las monjas porque éramos pobres simplemente. Y es obvio que, en semejante contexto, para mi padre, lo que ellas dijeran habría de ser ley, y lo que él dijera, habría de serlo a su vez de forma absoluta, determinante y sin discusión para mi madre. Pero no hay, no me queda rencor. Y aunque reconozco que cada época y tiempo concretos dan sus respectivas formas y singularidades – cuestión ésta que también he venido a saber tarde – no me resigno a la simple constatación que justifique sin más mi generación, de ningún modo ni en ningún caso. Lo que estoy procurando – y debo recordármelo a menudo, seguro que debo recordármelo, y no habrá de ser la última vez – es diferente, es otra cosa. Puedo comprender que, si bien las circunstancias que nos rodean tienden a moldear nuestros actos y en definitiva nuestras vidas, mirando hacia atrás, y viendo cuanto ha pasado, digo que resulta indudable que lo que a mí me ha ocurrido ha debido ser generado y puesto en movimiento por causas propias, genuinas, las mías, pero potentes y específicas. Y ésta es ahora mi misión: llegar a encontrarlas y reconocer cómo y por qué he asumido y tomado decisiones tan graves y erróneas. Deseo curarme un poco de lo que sea, intentar vertebrarme a toda costa, y ello tanto como ejercicio vital como por necesidad. Porque no, no puede haber tanta opacidad como algunas veces quieren hacernos creer ciertos deterministas y predicadores de fatalidades sin cuento. Arguyo que las cosas y los procesos que las configuran contienen más luz y claridad en sí mismos de lo que comúnmente pensamos y acabamos siempre por creer. Y eso sí me interesa. Aunque pueda parecer mentira, el hecho real es que nuestra familia fue envidiada en su entorno. No era muy corriente que una muchacha como yo consiguiera media beca y fuera a la Universidad, hiciera Ciencias Exactas y acreditara un expediente académico de primer orden. Las monjas, al fin, yo creo que se sintieron protagonistas y a la vez redentoras con esta consecución y que, por tanto, estaba demostrado que el atavismo de los pobres era o podía ser al fin redimido de allí en adelante, cuando, una vez enteradas, se apresuraron a ofrecerme ipso facto la titularidad para dar clases de matemáticas a los cursos altos. Recuerdo que Madrid entonces no era en absoluto Madrid por mi barrio, generalmente con casas de uno, de dos y tres pisos y algunas con más, pero con calles de tierra repletas de baches y las aceras y las paredes con desconchones. Recuerdo que en pocos días se enteró todo el mundo como si un acontecimiento extraordinario hubiera ocurrido, y que, junto a las felicitaciones de rigor y a la vez sinceras, que las hubo, surgieron muchachas conocidas que a partir de aquel momento me retiraron el saludo, o pasaban cuchicheando con envidia y descaro, o las que en adelante habrían de mirarme de reojo como si fuese culpable de algo.

10 Hubo incluso mujeres, amigas de mi madre de toda la vida, que le volvían la espalda en el mercado, o que al comentarlo le quitaban toda importancia al hecho hasta afirmar que bueno, que no era para tanto, o se explayaban por detrás diciendo que mucha bulla y mucha fanfarria, pero que no dejábamos de ser unos pobretones como todos los demás y que a ver, que qué nos creíamos... Andrés y su familia vivían en una casita de campo que se encontraba a las afueras, más allá del Paseo de La Habana. El señor Manuel, mi suegro, era electricista destinado en Hidroeléctricas del Tajo, habían venido de Padilla del Río – creo que con el advenimiento de la democracia le han cambiado el nombre – cuando Andrés tenía seis o siete años, por enchufe t aprovechando que mi suegro era el encargado del transformador del pueblo. Murió pronto. Nunca lo supe bien, pero, por lo visto, ya desde la guerra se encontraba delicado del pecho y casi todos los veranos le daban accesos de asma y tos al mismo tiempo, aunque tampoco ellos parecían saberlo debidamente por qué le daba así. Por este motivo, y en cuanto podían, en el mes de agosto se marchaban a pasar quince o veinte días en la casa que conservaban en Padilla, para que el hombre – decían – pudiera recargar, coger fuerzas en definitiva y resistir un año más. Era un buen hombre. Y mi suegra, Felisa, también lo es. Creo recordar que él murió precisamente cuando designaron a Suárez Presidente del Gobierno, o a los pocos días. Ambos sucesos, siempre los relaciono por las mismas fechas.

IV

A fuerza de ir abriendo trabajosamente la memoria, y de procurar por tanto ordenar los pensamientos y estructurarlos de manera que al final puedan tal vez ser plasmados sobre un papel decente, creo que voy encontrando en mí un sinfín de aspectos que de ninguna manera sospeché acerca de su existencia, y ello porque mismamente creí que no estaban o porque no aparentaban lo que con posterioridad vinieron a ser. Desde que leí el Principia Mathematica - que tanto me impresionó, amén de otras muchas de las opiniones del autor - creo no haberme vuelto a adentrar en consideraciones abstractas, sobre todo en la línea de Hegel y tocante a la objetivación del pensamiento-forma, que también me motivó enormemente. Me toca tomar conciencia de haber estado sumida en mi propio abando, de que en un abrir y cerrar de ojos pasé de aquel entusiasmo repentino a aquel otro mundo que me sobrevino, el del día a día con sus pequeñas cosas y su cotidianeidad, el de las idas y venidas inconscientes, el de las compras, el de los niños después, el de las clases y el de Andrés, todo lo cual tal vez pueda expresarlo diciendo que dedicada a trabajar y comer, a beber y ser feliz. Digo esto porque, no se trata de no haber atendido y afrontado cada cosa según entendía que debiera serlo en cada oportunidad y tiempo, pues en otro caso estaría tachándome de irresponsable y no es ésa la cuestión, sino porque estoy descubriendo que entré, que me introduje en un

11 adormecimiento monótono con una inercia demoledora. Quizás me produje un sopor profundo en el que es posible que hasta metafóricamente roncara de forma ostentosa. Ésa era yo, y así me reconozco. En consecuencia, y a través de este análisis actual, cómo me cuesta a rememorar determinadas cosas o situaciones, cómo me cuesta saber por qué fueron, en qué consistieron y qué representaron, así como el golpe o ánimo que me han proporcionado al obtener conocimiento de mi participación en ellas. Este retorno autocrítico, aun con toda su novedad contextual, me gustaría que pudiera serlo sobre mí misma, pero me temo que resulte imposible. Me duele no haber aportado absolutamente nada a partir de la oportunidad que tuve yendo a la Universidad y lo que se esperaba de mí. Ninguna aportación positiva a la vida académica, nada para en el campo de la investigación matemática, cero. Por tanto, pienso que me faltó, pues, visión, reflejos, ambición y, sin duda equilibrio. Porque hubo como un rompimiento entre la línea dialéctica que yo sustentaba entonces y lo que de ahí en adelante mi personalidad comenzó a reflejar en el mundo real y de cada día. Hay momentos – y cuando en 1974 nos casamos, fue uno de ellos – en los que se dan esas situaciones tan nuevas, tan proclives a cambios pronunciados en función de tan enraizadas en nosotros, y sobre todo en las mujeres de mi tiempo, que, sin pretender introducir ningún sentimiento general de culpa, sino por su propia dinámica, tienden a instituir un modo de vida que en nada se parecerá a lo que se vivirá después. Esta reflexión me ha traído en jaque durante muchas horas. Por ello me gustaría que fuera una reflexión vertida con consideración y acierto, aun reconociendo, obviamente, que cada persona es y genera un mundo propio bajo coordenadas circunstanciales, tal como señaló Ortega, y que, siendo desconocidas por los demás, harían que nadie más idóneo que el mismo individuo para llevar a acabo su propia evaluación. Quiero que se comprenda que mis apreciaciones no pueden ser, por supuesto, sino estrictamente falibles, aunque, de todas formas, y por el mero hecho de ser mujer, alguna utilidad añadida debieran tener. Siquiera fuese para la crítica.

V

Hasta que no alcancé la época de la pubertad, no tuve asumido aquel concepto de humildad económica que yo llevaba en el alma por la mañana al colegio y con el que volvía cada vez más dentro. Más que de humildad podría decir de penuria. Una, como cualquier niño, sólo sabe observar e imitar, es cierto, y yo veía a mi madre pagar la renta, separar ante nuestros ojos una parte para el colegio – y lo iba diciendo en alto – otra para los uniformes, para los libros, los zapatos, y un poco para las pipas. Sí, porque mi madre ya preveía en ese reparto algunas pesetas para las pipas, las que nos permitirían pasear distraídas los días de fiesta por la calle principal del barrio, ir y venir una y otra vez en pandilla mirando escaparates y riéndonos por nada, escuchando a hurtadillas en alguna parte un disco de los Beatles y mirando de reojo a los muchachos. Matar, matar como fuera

12 la tarde, el tiempo. De todas formas, algunas veces íbamos al cine, a la matinal, y después, durante la comida, exaltados y a empellones, mis hermanos y yo pretendíamos contarles a mis padres de forma simultánea la película. Creo recordar bien a mi madre mirarnos con rostro animoso y expectante, como si nosotros fuéramos los protagonistas, pendiente de la trama y preguntándonos por el desenlace, sin perderse el más mínimo detalle. Por ese entonces, y durante años, no recuerdo haber visto a mis padres ir al cine ni una sola vez. Sí lo harían más tarde: una ocasión en que le subieron el sueldo a mi padre y después de mucho tiempo le pagaron los atrasos. Lo tengo muy gravado porque fueron con nosotros a la sesión de las tres y media debido a que tenían miedo a perderse por el interior del cine y porque así podrían acomodarse sin mayores temores ni contratiempos. Decirlo ahora, hace que un silencio triste me golpee el corazón. Estimo que, de vez en cuando, para captar y comprender en su totalidad las cosas, deberíamos callar, habría que callarse, quedarnos quietos y dejar que corrieran por nosotros las voces interiores hasta que reposaran y hallaran una rato y una luz mejor. Seguro que terminarían por explicarnos no sólo esa necesidad de la quietud prudente, sino la abolición de la violencia, esa que de ordinario no nos deja hacer nuestros estos sucesos que compendian nuestros odios y anhelos, los cuales, a la larga, acaban por configurarnos, darnos forma y decirnos quiénes somos. Por tanto, no guardo términos como resentimiento o rencor. Del recuento ponderado y minucioso que puedo hacer acerca de mis padres, en cuanto que responsables de mis pocos años, en el fondo aparece, más que otra cosa, un poso de gratitud no exento de comprensión. Porque, si lo que acabo de contar es digno de lo primero, en cambio, la actitud exigente para con Mariasun, sobre todo por parte de mi padre, requiere sin discusión de lo segundo. ¿ Y por qué y a pesar de todo ? Pues porque cada cual es no sólo en sí mismo quien es, sino también fruto – hay que volver a incidir necesariamente – de su propia circunstancia, la que le han dado imperativamente, la que tiene o ha tenido como compañera inseparable de vida, mucha o poca. No, no exonera, desde luego, pero sí permite comprender. Y ellos, mis padres, es indudable que se encontraban determinados por su nacimiento, por una vigorosa educación preconstitucional – incluso muchísimo más antigua, diría yo – y también por la escasez de medios y su empeño, el suyo, que no era poco, por sacar adelante, aun de forma tan estricta a su familia. La pregunta, en caso de existir, sería ¿ y cuál es el delito ? Y aunque imposible ya ¿ cuál la alternativa posible ? Es indudable que nacer como yo, en la década de los cincuenta, en tales condiciones y bajo una dictadura semejante, las delineaciones que he formulado pudieran constituir las normales de una familia de condición humilde como la mía y sin inquietudes políticas, es decir, un padre recto, trabajador y honrado a cartacabal y una madre hacendosa, sumisa y devota a toda prueba. Ambos, naturalmente, con todos los prejuicios provenientes de una España desilustrada, densa y opaca, con los sueños liberales hostigados y reprimidos, y donde la rapsodia de sangre del 36 se colmó a través de un túnel cuasi infinito, cual serían cuarenta años de dictadura inarrugable. Por tanto, si nos parásemos a observar con un poco de detenimiento, uno vendría a ver que nada es fruto de la casualidad y que cada tiempo da sus frutos específicos de acuerdo con siembras preestablecidas y ambiciones de cada momento y no con otros, y que, tal vez, habría que adentrarse en el historicismo de Dilthey para sopesar con racionalidad mesurada y animosa y tratar de ver si, evidentemente o no, los hechos, las personas y el corazón de los pueblos van reproduciendo y exteriorizando de forma sucesiva los espacios concatenados de análisis, antítesis y síntesis, para seguir evolucionando

13 desde los principios darvinianos hacia otro tiempo y otras concepciones y exteriorizaciones superiores a la fuerza. En consecuencia, nuevas personas que dieran otra historia y otros comentarios semejantes, pero distintos a éstos que estoy haciendo. De modo que ¿ mis padres ? ¿ debería ser su juez ? ¿ y qué derecho me asistiría ? Más de lo dicho de ninguna manera. Estoy proponiéndome conocer y, si puedo, como he dicho, comprender. Exclusivamente. Sería suficiente. Con la perspectiva que da un poco de experiencia y al sosiego democrático, se mira para atrás y van surgiendo impresiones más claras y objetivas, incluso algunas que entonces no podían percibirse porque no emergían a la conciencia, dado que ésta se encontraba inmersa - la mía - en la necesidad de vivir y crecer. Lo afirmo como fundamento de que, sin duda, la iglesia, la religión en su sentido más tradicional y dogmático posible en España, tuvo mucho que ver con nosotros, conmigo misma, no sólo con el acontecimiento incontrovertido de mi padre y mi madre en cuanto aceptación absoluta del discurso católico sin más, sino de la misma inmersión a que fuimos sometidos los hijos de esta generación dominada, de desheredados y supervivientes en un mundo en que, al lado del poderoso aparato militar, conjuntamente se alzaba, mezclándose, el poder inaudito del hecho religioso con su jerarquía al frente, dominando, interfiriendo y condicionando cada aspecto de la vida y las cosas, ese diezmo de hierro que día a día se pagaba cuando cualquier digresión heterodoxa llevaba implícita, inmediatamente, la sanción o marginación más execrables y a veces de manera infamante. Y digo que tengo que decir estas cosas porque es necesario enunciarlas y mirarnos, reconocernos hondamente desde esta época difícil. Yo estuve en medio de ella y apenas lo sabía. Pero, a pesar de haber sido tan real, parecería no haber existido si al cabo de unos años, alzando la evidencia, en ella no se viera nada, como a menudo ocurre a los jóvenes actuales, a los que les resulta un sinsentido la existencia de semejante tiempo, y ello únicamente porque siempre han conocido un tiempo que, con mejor o peor fortuna, hemos hecho de libertad, pero que aquí está, y él nos salvaguarda y él nos reconduce a otro lugar, que es el suyo. El orden constituido que observa una niñez intelectualmente reprimida, tal cual ocurrió en España durante tantos años, donde comúnmente no se discutía, los niños tienden a creer y por tanto a asumir inconscientemente que cuanto va apareciendo ante sus ojos y en sus vidas es lo único existente, lo que debe haber y ser, y que más allá de este discurrir conocido, ni en ninguna parte, excepto en Jauja, puede albergarse algo no ya mejor, sino meramente diferente. Los niños van impregnándose con suavidad de estas realidades extraordinarias e indecibles de existencia, pues, como decía más arriba, son grandes imitadores y, aquello con que alimentan la niñez, de alguna forma, y quiérase o no, les perdura y les pergeñará el carácter durante toda la vida. De qué manera tan sutil se solapan los pasos, los avances y engarces de las generaciones con sus modos y cambios correspondientes y sucesivos. Pocas veces se han producido – realmente y con toda probabilidad – rupturas de pensamiento y comportamiento de pueblos enteros, ni siquiera en medio y después de los procesos revolucionarios y, sobre todo, cuando cada cual se centra y expresa en su relación diaria y personal sin encontrarse sometido a condicionante exterior de tendencia u ámbito colectivo. Incluso en su materialidad, en su armazón de ladrillo, de cemento y piedra, el colegio representaba lo más bello, importante y aparte, en mi vida de niña y después de muchacha. Yo veía aquel edificio grande con varias plantas, bien terminado y cuidado, como algo que de forma instintiva se enmarcaba por

14 encima no sólo de mi propia casa y las cosas de mi barrio, aquel edificio constituía la señal de referencia fundamental y con posibilidades de todo tipo, más allá de cada uno de nosotros mismos y, cómo no, de cada escolar con su familia. Ahora he venido a saberlo. El colegio, por tanto, presidía una constelación de vidas y respetos y ello se palpaba, lo mirábamos con fascinación, sí, pero a un tiempo con temor. Algunos, obviamente, más. Como Mariasun, que al final se le hizo insoportable cruzar la puerta de entrada. Y, en el fondo, también a Herme, que aunque callaba y de hecho no solía protestar de forma desairada, sus objeciones y gestos hablaban con claridad de un suplicio diario que no fuese a tener fin probablemente nunca. Diáfanos, asimismo, se me hacen los inconvenientes que Mariasun y Herme encontraban cuando a primera hora de cada día acudíamos a oír misa a la capilla, o a la sabatina, o durante el mes de mayo, en que se celebraban y ofrecían las flores a María una vez concluidas las clases de la tarde. Además de volver atrás en el tiempo y desbrozar la conciencia frente al enfangamiento con que insensible lo han hecho los días, me estoy esforzando por observar, por contemplar con la mayor nitidez posible la mística ambiental de estos años, los cuales constituyen buena parte de lo que he vivido y que tanta importancia entraña para lo que pretendo encontrar, después de todo. Porque, incluso en 1969, en que fueron ajusticiados un par de maquis, o mismamente en el 74, en que lo fue Jarabo, o en el 75, con el Grapo y Eta, confieso que, por lo general, dentro de aquella atonía de barrio apartado de Madrid, en aquel ir y venir doméstico y domesticado, rutinario y callado, sin otra formación y adoctrinamiento que los del colegio y el régimen – éste, que yo oía más que nada por la radio y que no entendía – los niños y adolescentes, como decía, tienden a imaginar que los malos son los malos, y que el dictador, aquel señor tan marcial él, recto y serio que salía en los nodos inaugurando de todo y a quien todo el mundo saludaba efusivo y rendía tributo, aquél, era el queridísimo, el benefactor común, el protector y guía proverbial de todos nosotros. Todo estaba dicho: como en buena parte de películas, eran siempre los indios los que morían. Nadie osaba discutir ni sí ni no. Se callaba. Mejor dicho, en apariencia nadie en mi entorno brindaba el menor comentario al respecto y, en consecuencia, nadie proponía dirección o alternativa alguna para un cambio deseado. Nuestra vida, por tanto, consistía en un discurrir en el que cada palabra, movimiento o cosa aparecían como dentro de un todo absolutamente normal. Sobre todo – y ahora lo recuerdo más lejano aún – desde que la policía de lo Social hacía registros o se llevaba a alguien, y la gente, al percatarse, loca de miedo, se metía en casa y hacía que no existía, o atisbaba con sumo cuidado desde detrás de los visillos, quieta, sin moverlos siquiera. Era uno de los malos, sin otra explicación. Tuve así la ocasión de presenciarlo esto directamente la tarde en que se llevaron esposado al tío de Mariló y arrastrándolo casi - aquel episodio que tanto me impresionó - y en su casa se quedaron detrás de las ventanas llorando y observando la calle y el coche en que se lo llevaban. Mi madre se inclinó hacia delante y puso el índice debajo de la nariz cuando llegué asustada a casa y a mi modo se lo conté. Fue en medio del pasillo. Se dio la vuelta, me miró de forma extraña, se metió en la cocina, y ya no se volvió a hablar más de ello. Al menos en mi presencia. Ahora se convierte en archivo esclarecido. Esta era la realidad que latía y la que yo podía considerar como normal, porque era la que había a los ojos de niños y muchachos de barrios como el mío, un barrio madrileño de la España tirada lejos. Parecerá de perogrullo que haga

15 constar que cuánta verdad se oculta tras el desconocimiento, sea éste por inexperiencia o inmadurez natural. Es pasmoso. Sin embargo, como hecho luminaria y aparte, debo resaltar el inmenso resplandor que supuso la aparición de los Beatles. Sin lugar a duda dieron lugar a un fenómeno internacional que, sólo habiendo sido joven aquellos años y con una tenue sensibilidad musical, uno puede capacitarse para expresar de primera mano el chorro de ilusión y asombro con que irrumpieron y la emulación que provocaron. No, no puedo menos que agradecer y expresar mi cariño a los entrañables amigos de Liverpool, pues que tanto abrieron y enriquecieron mi adolescencia y mi juventud y, después, y también, mi vida. El día que actuaron en España constituyó para mí un día a la vez que de nervios, en agridulce. Que ni remotamente crea nadie que pude asistir, por eso fue agridulce, pero los ecos del concierto, cual si gozaran de una magia maravillosa, siguieron entrando y saliendo por todas las puertas conmigo y la mayoría de nosotras durante muchos, muchos días - y ya, por años - en el colegio. Andando el tiempo, pues a la década de los sesenta habrían de denominarla prodigiosa, y, ciertamente lo fue, pero ello se ha venido a saber bastante, bastante más tarde. Porque, tras El Dúo Dinámico, tan vital y reconocido por el país entonces, luego, bajo la égida anglosajona, comenzarían a surgir grupos musicales por doquier en el ámbito nacional que, en buena medida, contribuyeron de forma efectiva a que la década en cuestión encarnase un ramo exuberante de canciones ya, por siempre, inolvidables. Creo recordar que fue poco antes del sesenta y ocho cuando en mi casa cambiamos de radio y nos trajeron una grande de segunda mano y de color caoba, con los mandos enormes y que tan bien se oía. Apenas me queda algún rastro de las noticias que daban referentes al mayo francés, pero respecto al contenido musical de estos años, puedo asegurar que el impulso de los Beatles, sobre todo, vino a trastocar mi vida de quinceañera irremediablemente y para siempre. Quién iba a decir que aquellos inesperados melenudos constituirían nuestro ánimo primero, la introducción al rompimiento social y político de los esquemas anodinos que he descrito y que sus guitarras eléctricas llenarían nuestras venas, y nuestros usos quedarían impregnados por un ferviente deseo de innovación instantánea con relación a otros países, otros estilos, otros cultos y culturas, y con ello, y por ende, con relación a la libertad. Aquí nos empezamos a construir los jóvenes y aquí me empecé a construir yo. Aquí fue donde verdaderamente nos empezó a cambiar el alma a los modernos jóvenes de España. Examinando el contexto y examinándome, y aunque pueda resultar chocante a primera vista, no creo que fueran los movimientos beatnis y jippys ni los escasos movimientos políticos clandestinos los que provocaron en la sociedad española la irrupción preparatoria para la posterior y serena transición que advendría tras la muerte de Franco. No. La masa fermenta con la levadura que lleva dentro. Y sin despreciar conductas personales de inapreciable valor, e incluso, como digo, de reducidos grupos, siempre me ha parecido que verdaderamente fueron - y mucho más que la televisión y el cine - el turismo y los Beatles, y éstos de forma muy, muy importante, los que con su poderosa y decisiva influencia de masas empezaron de manera imprevista a sentar las bases no violentas de cambio desde dentro y a espaldas del sistema. Los jóvenes estuvimos asistiendo previamente durante años, y también los posteriores, a dos maneras extremas y diferentes de concebir un cambio que se proponía para Europa, pero sobre todo para España, dada la necesidad intrínseca y sociológica que ésta padecía. (... mañana no tengo ninguna clase y sólo pensarlo me produce escalofríos; Javier me ha escrito y me dice que ha estado a punto de estrellarse

16 haciendo pruebas con el avión. Y, luego, la carta del banco... ¡ regostia, leches joías ! No tengo ni idea de cómo estoy escribiendo acerca de todo esto con los nervios de punta; al menos parece que me entretiene y quizá me salve de algo...) Pues bien, decía que siempre me había parecido que la misiva del mayo francés y su pretendida transformación se sustentaba en un concepto duro de pasar a, o de romper con, fundado en elementos o en substratos que, grosso modo, y proviniendo en principio de toda la gama de la izquierda, lo hicieron claudicar frente al que se hizo fuerte y predominó, sin la menor duda: el sector radical de Sartre, en el que éste adquirió una notoria relevancia directa y personal. Pero, si por un lado habría que analizar si este rompimiento propuesto en Francia podría tener o no lugar dentro de los cánones de la Francia y la Europa de aquél preciso instante, por otro – que en realidad es el que a mí me interesa – es que se trataba de una configuración de corte rigurosamente mental, una propuesta que es concebida al estilo y expresión de Marx y Engells, es decir: puesto que somos capaces de imaginar la utopía del hombre nuevo y repentinamente, hagámoslo posible y ahora mismo. Por ello el leninismo con su enmienda, y durante días y días, conseguiría y seguiría poniendo París y Francia patas arriba. Ahora mismo todos sabemos sobradamente que no se trataba de una propuesta de libertad última ¿ O sí lo era y es para algunos aún… ? Pero, a pesar de haber sido una propuesta de naturaleza propia, europea, y por tanto con precedentes no tan remotos a través de la Comuna, estimo sin embargo que la propuesta venía viciada desde dos puntos de vista. El primero sería el de la sequedad intelectual que produce el pensamiento exclusivo, y carente, por tanto, de sentimiento y emotividad per se, de esa aprehensión necesaria con que el ser humano previamente entraña y templa las cosas para llevarlas a cabo. Y no, no existía, evidentemente, esa fe que los promotores esperaban encontrar en el corazón de los parisinos ni del resto de los franceses, y tampoco, de ningún modo, en el de los europeos después de todo. Contando con el valor inapreciable que nos proporciona el desenlace del tiempo, quizá pueda decir que estos acontecimientos vinieron a demostrar con rapidez y vehemencia, con extremada premura - en la misma dirección, pero en sentido contrario - lo que a partir del ochenta y nueve, y en los países del Pacto de Varsovia, no fue sino un reguero de derrumbes y ansias de libertad, si bien a través de opciones netamente distintas, una vez que el muro de Berlín hubo caído. La apuesta musical de los Beatles, pues – radicalmente indirecta y ajena con carácter formal, como ya he señalado, qué paradoja – y coadyuvada asimismo por Elvis Presley y los Rollings Stonnes, justo es decirlo, es, ante todo, eso mismo: música, sistema universal genuino de comunicación relámpago por excelencia, el cual, siendo inherente al alma humana, y penetrando directamente en el mundo de las emociones, es inhalado por el todo corazón en el que despierta un sentimiento nuevo y origina y expande pasiones de este orden no agresivamente. Hay que señalar que en Europa, y, en concreto en Francia, no obstante el gravísimo acontecimiento de la Oas, el sistema se hallaba perfectamente consolidado. Por tanto, con los Beatles se trató de una oferta no sólo voluntaria y bella, sino a la vez compartida y sentida en cuanto que demandada posteriormente por los distintos estamentos de sociedades y pueblos y, sobre todo, el joven. Incluso también por los supuestos socialismos reales, como enseguida habría de comprobarse. En cambio, con el mayo parisino se pone de manifiesto, asimismo, la farsa absoluta – con redundancia y error por desconocimiento – que supone el planteamiento quimérico – salto en el vacío, utopía real – del hombre nuevo ipso

17 facto, es decir, de un día para otro porque sí y por vía de decreto. Intelectualmente tremendo, brutal sin más. ¡ Como si hubiera atajos, digo yo, en la economía y desarrollo de la naturaleza, en la evolución del ser y en el conocimiento de la vida ! ¿ Rouseau ? ¿ Hobbes ? ¿ Roberto Bobbio ahora ? ¡ Ja ! Tal vez una representación de don Quijote y Sancho, pero de forma individual, por separado. Y ¿ qué sería de este libro si no existiera el diálogo que se da entre sus personajes principales, sería algo El Quijote ? Si fuera posible que nos dedicáramos en primer lugar - digo - a conocer y comprender en qué pueda consistir el hombre, y luego, cuando verdaderamente alcanzáramos algún conocimiento y certeza, nos propusiéramos doctrinas y métodos coherentes de crecimiento y progreso… Porque, no siendo que deseando dictar admoniciones obligatorias a los demás, en realidad lo estemos haciendo de nuevo para consagrar bellos durmientes. En este sentido, las reminiscencias últimas, más acusadas, corresponderían a Cuba y a la siempre difícil apertura de Corea del Norte. Por antonomasia, ambos países constituyen las reliquias provenientes de manera directa de los monstruos secos de la egocéntrica y egotista razón, los mismos que los presentados en el 68 en París. En Cuba se expresa mediante revolución o muerte. Estos asertos míos están avalados no hace tanto, y desde dentro, por Walter Veltroni, Secretario General del partido italiano Demócratas de Izquierda (DS), heredero del PCI, el de Enrico Berlingüer, cuando por fin, cogobernando Italia, afirma rotundamente que el comunismo es incompatible con la libertad.

VI

Hace frío en Madrid, y, como solía decir Moravia, ya se sabe – parece como si estas frialdades le penetraran a una dentro y le produjeran por todas partes escalofríos e inseguridades. Claro que, en mi caso, para ello no hace falta mucho. Menos mal que he retomado la lectura y estoy devorando con ansia descomunal el último medio siglo, eso sí, con dos excepciones: Cien años de soledad y El perfume, que los he releído no sólo con ganas, sino con ansia y placer. El teléfono se encuentra en calma (siempre temo que un día suene y sea Andrés con alguna embajada insostenible y desbarajustada) Chispas, mi gato, se acerca despacio con los pelos hirsutos y la cola levantada, ronronea bajo mis piernas y lo miro mientras se pavonea con la cabeza levantada, la cual restriega contra la pata de la silla. Me entra el frío de Madrid, me da tumbos la tristeza y me produce una impregnación súbita de apatía. Estar más de acuerdo con Dostoieski que con Nietzche, tocante a combatir y no celebrar estos espasmos de maldad inhibitoria, me da un poco de consuelo, me ayuda mientras lo pienso. De modo que voy a moverme ahora mismo, a dejar los papeles y a meterme en la ducha, a estrangular la abulia. Antes, sin embargo, quiero dejar algo reseñado. Desde hace unos días he venido observando que, cuando ha hecho bueno y, después de comer, al abrigo de la terraza he salido con la hamaca a tomar el sol, dos terrazas más allá, y sistemáticamente, aparece un chico que se desnuda de medio cuerpo para arriba, se queda quieto y no deja de mirarme descaradamente de frente. Y lo hace como si fuera para él un rito: de forma lenta, parsimoniosa. Diría que incluso casi, casi, hasta elegante. Y aunque yo hago hincapié para moverme en la hamaca porque me pone nerviosa y la remuevo, y busco que la postura me enfoque hacia él de manera distinta, estoy segura de que sabe que lo estoy viendo, intuyo que lo sabe muy bien a través de los pequeños giros que llevo a cabo con disimulo para mirarlo y ver si

18 está allí o sólo por saber qué hace. O, mismamente, al coger el cigarrillo, pues tras aspirar con inquietud y fruición, procuro luego expulsar el humo en esta o aquella dirección como si una necesidad me obligara a mover la cabeza para esquivarlo de los ojos, pero que en realidad no consiste más que en una excusa que me sirve para mirar de nuevo a su terraza y disipar la insistencia por mi parte y, quizá, también, un poco la morbosidad placentera que el contexto me produce. No sé, ya lleva así varios días, o los llevo yo, o los dos a un tiempo. Porque yo, claro está, no quiero perder mi espacio vital. Faltaría más, que no pudiera salir ni siquiera en bata a la terraza a tomar un poquito el sol... La verdad es que no me quita ojo. Nunca había visto tanta ¿ cómo diría ? tanto descanso ¿ no ? Anteayer creo que me llegó a sonreír, y ayer mismo me pareció que también, no estoy segura, me parece que intentó buscarme la cara. Jo, yo, por supuesto, he hecho como si no lo hubiera visto y, naturalmente, mucho menos se me ha ocurrido sonreírle. Pero sí, sí, que entreabrí – sólo para fastidiarlo – un poquitín la basta sobre el muslo, así, dejándola caer más de un lado, como muy natural, como muy descuidada.

VII

No acabo de acostumbrarme a escribir de esta manera, cual es la de tomar notas rápidas y reestructurarlas para ponerlas en limpio para que puedan, tal vez, llegar a ser leídas. A menudo, cuando me encuentro en alguna situación determinada y saco la libreta y recojo observaciones e impresiones directas sobre lo que me ocurre internamente o sobre el entorno, siento por un lad que me impele una fuerza cada vez más firme y dinámica a detallar, a describir lo que me es posible percibir ya sea mentalmente, o de forma más directa y primaria a través de una emoción o un sentimiento. Porque aparecen incluso detalles inverosímiles que jamás sospeché que estuvieran ahí, los cuales de pronto descubro recovecos por primera vez. Me doy cuenta, no obstante, de que la observación me proporciona poder, como si me aprovisionara de una capacidad creciente que acaba por convertir en normal el pasmo, el asombro e incluso la fascinación. Por otro lado, este acto de escribir me vuelca y me abre, actúa como si poco a poco me arrancara cuajarones de alma todavía asustada y contraída por el dolor y los temores que se resisten a desaparecer, pues, con frecuencia, siento como si se me desprendieran trozos enteros de ella, trozos duros e imposibles de disgregar más en ese instante y que, sin embargo, tuviera que entregarlos así, con gran hacinamiento de manchas e inmundicias, y con miedos e inseguridades. Ésta soy yo. Y si bien es cierto que lo que me empujó a albergar la esperanza de un libro – el que tal vez estén leyendo - ha sido, y es, intentar recuperar la tranquilidad mientras repaso, analizo y construyo, no me encuentro convencida en absoluto de que logre alcanzar mi meta porque, después de semejantes desprendimientos íntimos, me está llegando como un aire fresco, una brisa que penetrara carne y huesos y pusiera a tintinear no sólo las partes obvias y duras de mi cuerpo, sino también los laberintos más intrincados en los que opera la vida y, eso, me da miedo. Soy tonta, me digo. Y entonces me quedo ensimismada llevando la observación tan adentro, impulsada por pura rabia, por la impotencia y sus condiciones férreas, o por la misma lascivia oculta, pero siempre insomne y presta para saltar. Otras veces, las más, debido simplemente a la propia irretroactividad del tiempo y a la necesidad imperante de no gastarlo demasiado con reproches, aunque estos pudieran ser contundentes, puesto que quiera sobreseerlos a fuerza de flexibilidad y deseos de olvido.

19 Quiero seguir y ganar, quiero seguir y ganar, seguir y ganar, quiero ganar...

VIII

Me encuentro envuelta en una especie de vaciedad existencial y hace varios días que no escribo nada. Han sido y están siendo días poco buenos, días insípidos, lúgubres a ratos, desfondados. No me acostumbro a este sinquehacer que todo lo vigila y desespera en el colegio. Me aturde, me agobia. Doy una clase y, de repente, salgo del aula y me voy sonámbula, como si fuera cayéndome por un despeñadero que sólo terminara cuando el uso y asunción de lo inexorable acaban por poner capas y capas de musgo sobre la realidad. Este musgo nos la hace soportable, nos permite concebir poco a poco que aquel horror forma parte sustancial de la vida, de nuestros días presentes, los de ahora mismo, los de ahora mismo y no de otros. Pero, sin embargo, enseguida terminas por adentrarte para adquirir la convicción de que de los otros también, y que vayamos o vengamos y que durmamos o no, aquel horror está con nosotros, condicionándonos irremisiblemente y sin escape posible. Ortega invocó la circunstancia, tan lógica por otra parte. Pero yo, aquí, puesta a decir, cual si fuera – y que sí soy – una mujer náufraga, digo que más allá, por ejemplo, de recordar a Virginia Woolf, Simone Weil o algunas otras – ay, hasta hoy qué pocas – he aceptado la tesis circunstancial, pero quiero sin embargo removerla y no aceptar bajo ningún concepto el hecho de lo irresoluble a priori ni de lo irreformable siquiera. Esto ha de ser para mí condición necesaria y primigenia, si no estaré perdida. Tiene que ofrecerme esta condición la posibilidad de alcanzarme y permitirme ver, reconocer en qué consiste ésta y otras condicionantes mías (las peculiares) entrar, mirar por un lado y otro, dar vueltas en mis adentros y asuntos, descubrir cómo y de qué manera obraron y conformaron, de dónde proviene en suma este efecto o cúmulo de ellos – entreverados o no – que en algún momento hubieron de arrancar de presupuestos determinados y concretos que yo misma adopté (aunque seguramente busque luego aquellos pensamientos y deseos que les sirvieron de cauce-madre, ya veré ) Por tanto, intento partir de lo necesario, de la causa, inexcusablemente. De ninguna otra forma podría ser para que mi mundo constituya un mundo fenoménico en todas sus partes, en todos y cada uno de los acontecimientos con que quiero determinar mi ser y mi existir. Marta y mi yerno Enrique, dado que viven en Córdoba – y mira por dónde, también Enrique da clases en el Instituto – no es probable que vengan por Madrid hasta que termine el curso. Casi mejor. Tengo un mal aspecto general. No me gusta que me vean así mis hijos, incluidas estas ojeras, tan oscuras y odiosas... Pero Javier, de todos modos, quién sabe. Como está en Salamanca... Al vecino de la terraza no lo he visto. Bueno, nada, nada no. Un poco. No ha hecho buen tiempo y no he salido, pero desde el lateral de la cortina suelo otear con cuidado y, a la hora de siempre, lo he visito mirar a la puerta, como si esperara. Mentalmente le llamo El Cuore. Será porque tiene que tener un nombre o un alias ¿no ? Al menos, digo yo. No sé. Mira que si en realidad fuera italiano...

20 Qué cosas. Me dan temblores cuando miro o simplemente pienso en otro hombre que no sea Andrés. Aunque sea de paso. Desconozco en qué medida otras mujeres en situaciones similares consiguen liberarse de una atadura anterior, sobre todo si la atadura es la de un marido al que se ha amado y con el que se ha convivido tanto tiempo. En esos momentos siento como si un velo sacrílego me tocara de repente y me envolviera en un haz de tensión y quebrantamiento a la vez constante, cual si una barrera invisible y absurda que me estuviera conteniendo, como si algo se alzara de pronto y me dijera tú ya no, cómo va a ser, y cosas de este corte y pelaje. Cuando ocurre, me quedo luego abatida mientras lo pienso y me froto la mejilla, hago algún gesto de escepticismo o de amargor, y echo a andar por la casa o el pasillo del colegio o la acera de la calle dudando, en cierto modo culpándome. Razono que, hasta que no me haga plenamente consciente de que no tengo por qué rendir tributo ni cuenta a nadie, ni material ni moral, no conseguiré el status de libre de que a menudo me hablaba la psiquiatra, no podré en consecuencia rehacerme y avanzar fuerte y decidida. Escribir me ayudará, aunque luchar no será gratis. De todos modos, y aunque el proceso haya de discurrir con dificultad, no renunciaré a ningún análisis que me proporcione la posibilidad de abrir y poner en evidencia mi capacidad de error y por qué di ciertos pasos y los pervertí. Una especie de ardor moral me agita intermitentemente. Sobre los pelillos de la piel, yendo y viniendo, hay un murmullo.

IX

Andrés llevaba aproximadamente seis meses trabajando fijo en la central que Siderurgias Integrales tiene en Monte Alto cuando nos casamos, y yo, en el colegio, apenas mes y medio. Después de habernos conocido nos parecía el tiempo tan efímero que, en la misma proporción, hicimos que en nuestras vidas todo marchara como si volara. Fue un buen tiempo sin duda. Tanto que, una vez que Andrés resultó elegido enlace sindical por sus compañeros de departamento, a mí me pareció que su imagen crecía más y más dentro de mí. Fue cuando me dio la noticia en el hall y me habló como si lo hiciera un rey justo y poderoso acerca de los oprimidos y la libertad, acerca de la lucha, de la solidaridad y de lo que habría de llevarse a cabo en su fábrica y en todas las fábricas, en talleres, en tiendas y comercios más remotos. Confieso que en ese instante no pensé demasiado en lo que ello quería o no decir en relación con la dictadura, con el sindicato único y el sentido paternal que a través de él proyectaban – y que posteriormente iría conociendo – las esferas de poder. Recuerdo que vi a Andrés, a mi Andrés, a mi marido enamorado, dispuesto y honrando con su discurso limpio a los necesitados del mundo, y que ello me llenó de embrujos especiales y mágicos y de un arrobamiento que tuvo la virtud de mezclar sin duda la atracción que por él sentía con la dignidad de sus palabras, al expresarse de esta manera por primera vez. Fue en mí su consagración total. Todo él era y se fundía en fe y decisión, y, en ese sentido, en el sindical quiero decir, nunca me pidió nada respecto a mi colegio. Yo, de forma instintiva, daba por sentado y lógico que él – si lo deseaba – podía y debía ser representante de los trabajadores. No me plantee entonces ni tampoco después mi propia posibilidad. Su cargo lo acepté, digo, sin más, me ilusioné incluso porque, a medida que lo veía ir y venir, asistir a reuniones legales y clandestinas y repartir panfletos, etcétera, etcétera, más de una vez tuve la oportunidad de acompañarlo, de vigilar y esperarlo en la calle enfrente de las puertas, por lo que ello me

21 integraba de alguna manera, me otorgaba cierto arraigo y hasta cierta complicidad. Además de verlo con ilusión en ese tiempo, reconozco que él lo vivía netamente. De ahí que, en estos primeros pasos, y estando recién casados, optara por acompañarlo en determinadas ocasiones. Una mujer, por muy enamorada que se encuentre – y yo lo estaba – y aunque sea de forma nimia, siempre sopesa sutilmente la posibilidad de que una fascinación mutua y repentina pueda acaecer, pueda darse... Recuerdo vagamente que sí me esforcé en continuar, pero que, en realidad, me cansé enseguida cedí. Es probable que, a pesar de todo, y dado que yo me quedé de inmediato embarazada, no sintiera demasiada emoción por un tema que nunca me había planteado a nivel existencial y mucho menos con alcance finalista. Comprendo que, de hecho, personalmente no me interesaba demasiado. Ahora, en cambio, desde detrás de este escritorio y de esta ventana, las cosas recordadas van y vienen, comienzan a oscilar y a deambularan de un lado a otro de la memoria, como si tornaran a aglutinarse y confundirse por un instante y sin remedio para no ser expiadas. A pesar de todo, de su resistencia, yo sé que acaban por adquirir nitidez, y hasta en la sucesión toman un cierto reposo que antes no tenían. Porque hay aún demasiado daño dentro de mí, demasiada ilusión y alegría jóvenes que se abrazan sin posibilidad de levantarse y rescatar de ninguna manera los días en que emergieron. Una nunca acaba de creer que puedan suceder o hayan sucedido las cosas que sucedieron (sólo la madurez, supongo, las podrá intuit quizás) Nunca, nunca llega a comprenderse de forma definida, por mucho afán y esfuerzo que se arrostren en el empeño, que el desmoronamiento, la caída y la desaparición de los imperios íntimos ha comenzado. Hay en nosotros una suerte de ensoñación compulsiva, de ensimismamiento sinuoso que nos mantiene absortos en la fe con que partimos un día y temerosos de su fugacidad, de la incredulidad de lo acontecido aún o apunto de acontecer, pues ¿ qué son, si no, y de dónde emanan los sentimientos, la misma esperanza, aquello que nos mantiene subidos en un falso pedestal, aquél, el que compartíamos y que ahora sabemos que ya no compartimos ? Qué resistencia a morir - dicho sea con rigor - nos invade. Cuando se vislumbra y concibe que los brillos dejan de ser y que poco a poco la lírica del amor se va sumiendo en épica de disgregación paulatina, ese momento es el momento que intento transmitir. Todo un tiempo que, habiendo sido en su contenido descomunalmente largo, no pretendo desmenuzar de forma innecesaria, ni siquiera darle otro valor que el valor útil con que lo necesito. Tampoco pretendo trasladarlo a esta suave llantina que me está poniendo telas delante en los ojos y no me deja observar la luz naranja y violeta que poco a poco se escapa por el entramado de pararrayos, antenas y chimeneas de los tejados. Madrid, así, y hoy, es una bestia, una muy mala bestia. Siempre que me sube la angustia a la garganta, veo que se abalanza sobre mí como un animal hosco con orejas puntiagudas y peludas que me mirara secamente, sin mover la cabeza ni pestañear. Pero no. La bestia está dentro de mí ¿ dónde si no…?. Reconozco que me pongo como una piltrafa a fuerza de tirarme de los hilos. Sí, será mejor ponerme un café con leche. Aunque, pensándolo bien, por qué no un vasito de ron con un poquito de leche y al mismo tiempo me prendo un cigarrito... Venga, venga, vete a ponértelo ahora mismo, muévete, date un respiro. Ya, de vuelta, les advierto que he añadido unos granitos de café y una puntita de miel. Sabe bien y, a la vez que escribo con los pies sobre la papelera, espiro el humo con cierta placidez y me siento más relajada. Al tiempo que la luz se aleja y disminuye, me acuerdo – y no sé por qué, acaso porque la vea – de

22 cuando llegamos a la luna ¿ Fue en el sesenta y nueve ? ¡ Madre mía, aquello parecía increíble ! ¡ Qué lejos ! ¡ Y qué cría era ! ¡ Jo ! ¡ Aahhh qué euforia se despertó entonces...! Aquello supuso... bueno... ¡ vaya movida ...! Lo creíamos y no lo creíamos. Mira, por allá se le ve asomar de nueuvo. ¡ Qué pequeñita ¿ eh ? Lo cierto es que contemplar una ciudad como Madrid, imaginársela discurrir de manera incansable de aquí para allá, cual si todo estuviera en continuo movimiento y ese todo estuviera sólo presente allí, donde se ven y están las cosas que se mueven, crea una especie de aflicción y pequeñez, de presencia ignorada y remota de uno mismo, esa visión provoca una sensación de lejanía, de apartamiento incalculable. Se me turba el corazón al pensarlo y me hace sentir ridícula bajo un cielo tan alto, tan allá de mí y tan hondo. Son paralelismos, obsesiones repentinas, pero ciertas. Y ello, quizá por una misma y única razón: parece como que uno, resguardado tras el cristal o el tul del visillo estuviera y no estuviera, o como si el mundo ignorara tu existencia y no se contara para nadie ni para nada, y más en ciudades donde el desconocimiento y la prisa forman parte de su ser primordial (podrían irse sin ti, sin olvidarte siquiera ¿ Será verdad, entonces, que vive más inmerso en el olvido ? Y este sentir ¿ será transitorio ?) Seguramente es éste un estado deplorable, fruto quizá de mis neuras y depresiones actuales, de las que intento salir, y de este poquito ron del diablo que me gusta y a la vez me atormenta (cuidado, cuidado Regina, me digo) Pero, cuando consigo captar este sentimiento y su levedad, entonces se trastoca y se convierte en un signo de alegría íntima que me embriaga y me dice que estoy viva. Es una sensación sutil y profunda que no sólo acaba por removerme, sino que hace que desee que me levante y a brazo partido comience a luchar. Mañana debería ir a visitar a mis padres. Desde que con el reúma y el asma mi padre se ha puesto tan mal, apenas se mueven de casa. Además, la edad. Ya es mucha. Prefiero ir yo a verlos. Me sirve de revulsivo y entretenimiento, aunque, claro, tampoco ello acaban por hacerse a mi nueva situación. Si nos descuidamos, y sin querer, cuando nos encontramos no paramos de lamentar el pasado, de rememorarlo a base de exclamaciones tortuosas y desagradables, y es un esfuerzo constante y permanente evitar incidir en ello. Pero es tan difícil... Sé que llegará algún día en que lograré hacer frente a mi pasado con total naturalidad, y tanto privada como públicamente. Porque siempre podré, también hoy, respaldarme en las cosas sinceras y hermosas que hubo. Que las hubo, y mucho. En definitiva ¿ por qué obviarlas, por qué ? No debo esconderme de nada ni ante nadie. Es la teoría ¿ comprenden ? Es la teoría. Y todo, letra a letra, de psiquiatra. Empiezo a comprender que la naturaleza humana es perfectamente moldeable, más acaso de lo que habíamos supuesto, aún más de lo que la médicp me quería dar a entender cuando por todos los medios ha tratado de ayudarme. Yo, que en tantas cosas me encontraba desinformada porque sí, en la higuera, como suele decirse... Aunque, ahora mismo, quizá no tenga sentido afirmar que no hay mal que por bien no venga. Pero, dado que no tengo más remedio que afrontar lo sucedido, intuyo – si bien ya he obtenido indicios de ello – que es muy probable que, a la larga, no todo haya caído en saco roto. Eso espero. Lo que no debo hacer, de ninguna manera – lo escribo, y al insistir me lo recuerdo – es rehuirme a mí misma y dejar de confrontar situaciones reales ¿ Qué podría encontrar fuera de mí, qué causa o causas verdaderas ? ¿ Acaso las mías, las que realmente me interesa hallar ? No, de ningún modo. Fuera no hay nada. Procuraré mantenerme en esta nueva estructura de pensamiento y hacer lo que me he propuesto: a esta curatela propia que, si bien y en líneas generales tiene parecido con dos informes feministas que he visto el otro día, desde luego también

23 le exijo autocrítica, puesto que, a mi entender, no todo ha sido exactamente explicado, dirigido y encauzado por el feminismo ¿ no es cierto ? Pues sí. Debo citar los últimos setenta y algunos ochenta... Ahí están Mari Carmen Bariano y Adelaida García de Asís, que a mí me parece que enfilaron demasiado en línea recta lo tocante a la liberación sexual de la mujer, quienes, además de ello, exigieron a sus maridos que se pusieran de la noche a la mañana a coser, a fregar y planchar sin más. Y ya ves: separaciones superficiales unas y directamente provocadas otras, ligereza, amantes, hijos ocultos, juzgados, golpes, miseria... Mi pregunta, aséptica y seca es: ¿ absolutamente y en todos los casos necesario ? ¿ No faltaría análisis, explicación y un átomo de prudencia ? ¿ debió suceder estrictamente así ? No, no creo en ningún extremismo radical ni tampoco en determinismos fatalistas. O también, y mismamente, cuando se exigía que las niñas dejaran de ser educadas de forma tradicional sin contrapartida alguna y que los niños, en cambio... La consecuencia ha sido en numerosos casos – se ha comprobado claramente a través del colegio – que hubo niñas que no sólo cesaron de aprender y colaborar en las faenas de la casa, sino que, yéndose al extremo opuesto, han ido abandonándolo todo por completo hasta asumir un rol de inhibición, cuando no de rechazo, y estancarse en un status de insolidaridad, amén de sumirse en el de ineptas potenciales en la casa y para consigo mismas. No ha habido demasiadas niñas sujetas a este falso progresismo quizá, pero sí en número suficiente y, por tanto, digno de que mencione el hecho aquí. Seguramente, en menor número se ha prodigado el discurso, brutal entiendo yo, de contra el varón, contra el marido, discursos rancios por demás y canallescos, faltos de lógica, y más fruto de una concepción revanchista per se que de la pugna en pro de la solidaridad y la equiparación de hombres y mujeres iguales y libres. Pienso que, como principio, alcanzar el status de personas autosuficientes constituye un buen camino – muchachos o muchachas – porque, después, mirar alrededor y compartir no es sino una decisión personal y libremente adoptada. Puede ser que sea así. Tal vez. Nadie de nosotros es unitario, nadie es absoluto. En fin, apenas veo ya con el reflejo de tarde que queda. Me encuentro mejor. Hoy al cuore no lo he visto. Sí he visto en cambio, desde dentro, a un tipazo negro mirando por un lado y otro de la terraza. No sé qué hacía en ella. Y, la verdad, el negro no estaba mal tampoco, no señor. Lo vi alto, fuerte, desenvuelto. Me da un poco de recelo, un poco de miedo que puedan descubrir que estoy sola. Nunca se sabe. Además, por otro lado, no tengo ni idea de quiénes son (lo digo porque El Cuore continúa sin quitarme ojo, y no sé quiénes son ni a qué se dedican) Mira que si... Sólo pensarlo me produce temblores.

X

Escribo, escribo y escribo, y mi orden del día lo conforman hoy Bach, temas de monjas y Faulkner. Cualquiera que me viera salir por la puerta del colegio, o corriendo en chandall por El Retiro o la Casa de Campo o, mismamente, tumbada en esta posición, cómoda con que me arrellano en esa vieja hamaca después de comer para procurar tranquilizarme, podría pensar que aquí no ocurre nada extraordinario y que, en todo caso, se trata de una mujer más, de las

24 muchas que con normalidad van y vienen, trabaje o no, una mujer que en apariencia tal vez pueda parecer ser feliz, o al menos corriente, e incluso una mujer sin ningún problema. Y yo digo que una más, aunque solamente alguna de estas opiniones expuestas podría tener validez, pues la capacidad que desplegamos para ocultar la adversidad es enorme. Escucho a Bach porque me hacía falta. La espiritualidad y armonía que desprende y transmite me ayudan, me aúnan, me juntan los huesos y me permiten sentirlos hilvanados, cerca y realmente míos, como si los tuviera aquí, a mano, y no caídos y disgregados por el suelo con mi carne y mi piel. Sobre todo con mi piel. Intento percibirme toda yo siendo entera y creer en mí. Lo necesito tanto... E internamente agradezco y me hace estremecer pensarme y verme como Regina, Regina aún, la que he sido, la de siempre: viva, mujer; motivo por el que me digo que Regina soy yo, yo misma, la que habla, la que escribe, la que fuma el cigarrillo y se toca... Sin duda sé que me estoy afirmando en quien soy y en cómo soy, me doy cuenta de que tengo dentro una estima. Esta sensación de constatar el ser y estar consciente y comprenderlo así me hace mucho bien. Como si por un momento recurriera a un poder grande y dispusiese de él para reconcentrar mis facultades y fuerzas y no dejar de ser quien era, para no diluirme y no desaparecer. Me es difícil describir con exactitud esta percepción en la que, sin duda, mucha más participación y entidad que mis huesos es la de mi espíritu. Lo sé, lo intuyo. Es un estado de ánimo que parece emerger después de reunir y pegar mis fragmentos a los del entorno y nos hiciéramos un todo, incluido el color del día, que si bien amaneció con nubarrones oscuros y una chispa débil de luz, poco a poco ha ido derrotando hacia un gris plomizo, de ésos a los que la gente teme porque acaban por aplanarla y a lo largo del día agrandar el peso de la soledad. Me gusta escuchar música descalza. Durante muchos años, y cuando he podido, de manera mecánica me los he quitado, ya que, al hacerlo, la música me proporciona una embriaguez pausada, como si me fuera penetrando por los pies un fluido que me acariciara las plantas y me ascendiera hasta conseguir arrellanarme confortablemente, como aflojada y ligera, sin trabas físicas ni de tipo alguno. Y ya ven, ha tenido que ser sin embargo hoy, después de tanto tiempo, y en estas circunstancias, cuando haya tenido que fijarme en este detalle y expresarlo al fin. De cualquier modo, y prestándole ya toda atención, me doy cuenta de que cuando rozo los pies contra la moqueta, sueltos y libres, es como si los sonidos acudieran con más vivacidad e iluminados, como si se interpusieran bajo mis pies y fraguaran una película de seda sumamente agradable, casi, casi, de tono embriagador. Tal vez se trate de un estado de consciencia especial sobre el que me gustaría escribir algún día un poema – oh Dios de los posibles, dádmelo, siquiera – un poemita como los que hacía de niña, el cual intentaría plasmar en pocas, en muy pocas palabras y en muy pocas líneas, porque, estas cosas, de pronunciada esencia, quizá no sea la prosa el mejor vehículo para exponerlas y transmitirlas con tan honda precisión y fidelidad íntima. ¡ Me he quedado adormecida tan a gusto con las piernas en alto ! He soñado incluso. Aún me veo a la orilla de un río de aguas que pasan tranquilas pero repleto de peces muertos, vagabundos y en suspensión, mostrando la mayoría la parte blanca de sus vientres. A pesar de que no había violencia física y de que todo estaba en calma, el sueño me ha repelido. Me ha producido cierto desasosiego, un sesgo de inquietud. ¿ Podría tratarse de una premonición de acabamiento, de soledad...? ¿ No dicen que el agua y los sentimientos se relacionan… ? He sentido un temblor. Después de todo no, no me extrañaría que

25 este escalofrío tan helado anunciara algo peor. Cualquiera sabe. Claro que, tal y como me encuentro en el ámbito del colegio, nada es imposible, absolutamente nada ¡ Mira que las cosas me han cambiado en él ! Antes, al menos, no es que me adoraran – porque las monjas no adoran a nadie – pero, vamos, había consideración, cierto respeto y daba todas las clases... Y, sobre todo, sentía latir el futuro... Qué barbaridad, Dios mío, qué barbaridad ¿ qué soy ahora…? Me encuentro débil. Con la menor contrariedad me resiento. No en balde me hallo sometida al peligro que representa intentar eludir este aislamiento y soledad desconocidos. Por si acaso, quiero tomar las riendas escribiéndolo oteando su aparición, o sabiendo que están aquí, crudamente esperándome. Y no sólo porque estoy procurando examinar en el pasado y con él doblegar el futuro, sino porque, con el disfraz de la aparente comodidad del momento, existe un innato intento de evasión, de huir de este tipo de situaciones de dolor y dejarme vagar sin rumbo. Sé muy bien que, en cuanto mujer, mi cuerpo se encuentra insatisfecho, que para manifestar su necesidad se expresa de mil formas y me induce y me lleva a determinadas posturas: me tira en el sofá, hacer que me abandone en él, que me tumbe con aires de perversión sobre la cama... Y sé que, cuando he salido y salgo a tomar el sol a la terraza, a la chita callando, me lleva y me arrastra, es él el que hace que esté ahí fuera más de la cuenta, fumando de forma meticulosa y estudiada, o corrigiendo como con descuido el albornoz, inopinadamente caído o excesivamente abierto. Y también sé que ahora, este análisis de lo que estoy diciendo es emocionalmente coherente con las apreciaciones que ya, otros días atrás, he venido recogiendo tanto acerca del chico que me mira desde la terraza de al lado como de su amigo, el negro. De ninguna manera son casualidades. Aún más, si he de sincerarme: sé que existe en mí una cierta vehemencia, noto cierta voluptuosidad cuando de forma incontinente mis muslos se aprietan uno contra el otro con excitación, y que los pezones sobre todo, por qué no decirlo, se me levantan y recubren de una sensibilidad gozosa a la vez que exuberante. ¿ O no me ocurre así… ? Yo creo que las mujeres sentimos con escrupulosa exactitud estas cosas, y que, aunque naturalmente las callemos y mantengamos a cubierto, ancestralmente solemos ocultárnoslas a nosotras mismas – cuestión imposible – a nuestra propia conciencia. Lo escribo y lo digo hoy no con arrebato ni descaro, pero sí con presunción lógica de un anhelo más, y, desde luego, posible para mí... (veladamente sé que me estoy preguntando si, de hecho, este anhelo, podría concretarse o no) Como una colegiala me he quedado deleitándome, pensándolo mucho rato. Y después, tras removerme de acá para allá como si buscara una posición cómoda que me permitiera meditar acerca del tema sin frivolidad pero con nitidez – porque no hallaba forma adecuada – algo me advirtió que tuviera cuidado, que reflexionara, porque la presión ambiental y exceso de nervios buscan siempre desahogo, el cual, a menudo, suele desembocar en un simple acomodo de entrega sexual casi siempre y por demás ocasional y precipitada. Supe esto cuando me levanté hace apenas unos instantes para ir al servicio, al abrirme la bata y mirarme en el espejo. Esta confesión, puedo asegurárselo, no es fácil hacerla y asumirla. Razonar con el corazón supone detectar esta impresión íntima con claridad y estar pendiente, de aquí en delante, cómo y en qué dirección me va a bullir y a condicionar el sexo. No hace tanto, esto ni siquiera se me hubiera ocurrido haberlo pensado, muchísimo menos constatarlo y decirlo como mujer, aunque fuese en una simple nota de cuaderno.

26 Sin embargo creo que me estoy armando y que, a pesar de haber sido una panolis durante tantos años, ello no significa que haya sido una imberbe sexual, aunque sólo fuera como mero reflejo de Andrés, que él sí que fue escuela, de él sí que podría tomar orientaciones. Sí, creo que empiezo a estar preparada para afrontar alguna situación de este tipo que pudiera presentárseme. Pero ya, y siguiendo mi orden del día para desarrollar, me atrevo a decir que, cuando Faulkner afirma que el hombre al final es el compendio de todas sus desgracias, no me queda más remedio que encontrarme frontalmente en desacuerdo con él. Confieso que semejante conclusión me resulta un poco banal, cuando menos incompleta o desafortunada. Pero a pesar de que puede parecer estúpido que yo intente revisar a Faulkner, aquí y ahora, rumiando en mis pocas ideas y en lo intrincado de estas notas, lo hago aunque sea un conejillo comiéndose una hojita de berza y mirando ciego a todas partes. No tiene importancia alguna esta digresión mía y descompensada debido a la ausencia del autor, naturalmente, digresión por otro lado puntual y nimia, no más. Por tanto, y aun respetando aquella visión que con carácter personal pudiera haber obtenido – él y su circunstancia – tampoco me parece menos cierto que el ser humano, de forma integral, se exprese no sólo en un compendio axiomático de desgracia, sino también con pulsiones, con finales de alegría. Porque elevar a la categoría absoluta de paradigma del hombre la desgracia sin reparación alguna, equivaldría a convertir al hombre y mujer en mero sistema reduccionista y cerrado en el que no podría tener lugar, ni emerger siquiera, la chispa existencial del bien. La vida no es, no es – respondo con afán – una propagación y exhibición uniforme de tristeza, sino de experiencia, de su acumulación. Es verdad que la desgracia en sí misma, con sus innumerables secuelas de disfunción y dolor, produce quizá un caudal mayor de desengaño o decepción prácticos, pero también es indudable que aporta comprensión y conocimiento ¿ No es verdad acaso que existe, que hay un momento de belleza inexpresable tras el embate del dolor, cuando la desgracia ha consumado su crueldad, y que, como decía anteriormente, sin saber de dónde ni cómo, es capaz de conmover e iluminar aquello que dábamos por arruinado o perdido ? ¡ Que hablen quienes lo conozcan, que hablen ! ¿ Es que sabemos, hemos medido hasta qué punto este momento, esta alegría neta y súbita, esta lucecita da lugar y sentido, e incluso rumbo, a nuestra vida, o meramente la ampara ? ¿ es que lo sabemos ? Afortunadamente, lejos van quedando los días de contraposiciones absolutas y rimbombantes en las que la buena fe se confundía en no pocas ocasiones con la más fina y destilada soberbia, cuando no de dogmatismo visceral y hasta sanguinario. No es el caso de Faulkner, claro. Pero, mismamente, me parece intuir que ni siquiera las matemáticas son mínimamente ciertas si introdujésemos varias dimensiones simultáneas y, con éste nuevo molde, intentáramos operar, imaginarnos y movernos dentro de nuestro mundo. Reivindico con mesura, desde luego, la función de la emoción feliz, reivindico un dedil de esperanza, me atrevo a reivindicar esa mota de serenidad placentera que en los momentos cruciales aparece y salva al ser de todas sus desgracias, atavismos y problemas. Eso es lo que reivindico frente a Faulkner, ese vislumbre de riqueza diferente, pero a la vez cierto del ser. Quizá – insisto y reconozco – no sea la persona más apta para un desencuentro formal, pero soy Regina como tú eres Martín o Isabel o Jon, y como el señor Faulkner fue William. Y, eso, aquí lo hago constar, lo reivindico y defiendo. Todos somos un valor exclusivo y único del total valor, por lo que nada empaña que, y en cuanto a estructura, radicalmente difiramos el señor Faulkner y yo.

27 Hace varios días que no me acerco a mi cuaderno. No he tenido la osadía suficiente para cogerlo, sentarme, y ponerme sobre él a garabatear, porque eso es lo que hago en realidad, garabatear. Soy muy ignorante en materia de narrar, de recoger y exponer con fidelidad acontecimientos, pero tácitamente he intuido siempre que las palabras, estos garabatos en sí mismos, como aproximadamente afirma la Cábala, deberían disponer de una entidad propia y determinada, con su propio vestido, estruendo y poder. Nunca me he detenido a racapacitar sobre este instrumento de uso tan sustancial en nuestra civilización, tan preciso por otro lado, ni tampoco por qué el evangelio de San Juan haya de comenzar diciendo en el principio era el Verbo... es decir, el sonido, con deseo expreso de subrayar sonido. Por tanto, recordando pues la existencia de delineaciones cabalísticas y pitagóricas, y aún caldeas, pero no exigiéndolas expresamente, digo que, retomando a vuela pluma el tema y desde un punto de vista puramente físico y matemático, y aun artístico y filosófico, es evidente que la configuración de una palabra, la que fuere, debiera ostentar toda una gama de aportes individuales que allí dentro, reunidos en ella y en común, construyéndola en definitiva, deberían dar como resultado un determinado efecto en función de condiciones determinadas ¿ Es que no tendría sentido, en consecuencia, y respondería, a una cuota-parte de corresponsabilidad, la suya, la de dicha palabra, en la interacción y articulación del mundo ? Así, y de este modo ¿ tendría el mismo sentido pronunciar vida que muerte y bien que mal ? ¿ Y no expresa la arquitectura misma de las letras, no sugiere probablemente dicha conformación matices asimismo diferentes porque obedezcan tal vez a estructuras - incluso tónicas - no homogéneas y, por ello, contribuyan con tareas diversas (medios) pero ciertas en el ámbito del valor total (fines) ? A primera vista, y en puridad, ello parece resultar de lógica asfixiante. Y, acaso, de semejante manera, y sin que ello permitiera caer en la mera y simplista numerología de calle, pudiera atribuírseles especificaciones a los números, más allá del mero valor cuantitativo con que los conocemos e interpretamos. Es posible – digo y tanteo – que Pitágoras no fuese un simple colega respecto a esta disertación y momento mío que, como cualquiera puede intuir, no es más que una minucia sumergida en el incuantificable incuantificable y abstracto proceso de eternidad. Mejor del discurrir, como lo denominaría Leibniz, del discurrir.

XI

Creo recordar que sería hacia finales de 1977 cuando se dictó el primer decreto posfranquista que propiciaba la libertad sindical. Lo digo porque Marta se encontraba con paperas y Andrés entró en casa como un potro desbocado trayendo un papel como primicia bajo el brazo. Y lo recuerdo también porque yo estaba con la niña en el cuarto de la cama turca y él prestó más atención a la noticia que traía que a la enfermedad de la niña y me sentó muy mal. Ahora creo que, con todo, aquello constituyó un aviso, un chispazo con el que la realidad empezaba a trazar ya sus líneas divisorias, los hechos empezaban a hacernos objeciones, a deslindar campos e intereses próximos. La planicie en la que después de tanto tiempo se contemplan algunas cosas, aparece con nitidez

28 deslumbrante. Pero insisto, sólo algunas cosas. Acongoja a veces acercarse a ellas porque no van a ofrecer más que lo que fueron, y, al observarlas, se contrae la frente y una reposa uno, dos, tres pensamientos, hasta que, al final, aparece un río de nostalgia o de ansiedad por lo que fue o pudo haber sido. Es el momento en el que empieza a recogerse la madurez de manera pausada y se va colocando por la alacena del alma y queda allí, hasta otra revisión del dolor o, por el contrario, por la más inesperada chispa de alegría. Sin duda son las fuentes vivas o muertas que, en adelante, nos van a ahogar o permitir respirar y, a la vez, sobrevivir. Así está aconteciendo en mí. Por aquellos días fue cuando conocí a Adela Gil y a Rufino Moro. Del sindicato ella y él del sindicato y la fábrica. Y más tarde – primero obviamente por referencia y después de forma personal – a Raquel Corona. Para ellos y mi marido no había entonces fiestas ni reposo, puedo asegurarlo. Era como si, efectivamente, todo estuviese por hacer y fueran principales valedores de un esfuerzo monumental y difícil que debía prestarse a la comunidad, al mundo. No me daba tiempo a mirar y escuchar todo lo que hacían y aparecía, se me iban pautas y personas, un verdadero reguero de reuniones y elecciones para esto y lo otro..., eran Adela, Raquel y Rufino, y éste y aquél, y aquél y aquélla otra también... Está todo en el aire, todo, recuerdo que me dijo Andrés de sopetón un día, después de haberme pasado cerca de dos horas en el servicio, esperándolo. Era cuando sus palabras sonaban convincentes y llenaban aún esa orla de veracidad argumental e íntima, cuando el desasosiego y valentía merecían la pena porque todo urgía y había de ser llevado a cabo de manera eficiente e inminente. Durante el primer semestre del setenta y ocho apenas lo vi. Se pasaba la semana discutiendo, viajando por los centros de la periferia viajando, en la fábrica y en el sindicato, coordinando estas acciones con el partido... Enseguida llegó nuestro hijo Javier, pero Marta y yo habíamos asumido ya desde distintos planos, nuestro status en el huecograbado de la familia. A menudo llegaba y nos rodeaba una soledad sorda, un poco inicua tal vez, pero, a pesar de todo, consciente y cooperante con él y, por qué no decirlo, la idea de la nueva España parecía justificar esta soledad y darle sentido y, por ello, ponerla a salvo de cualquier crítica familiar por nimia que pudiera resultar. Creo que Andrés, inmerso como se encontraba en la vorágine de estar, de ser y hacerse oír, no se formuló jamás el menor juicio familiar ni llegó a plantearse de que, en su seno, pudiera surgir posibilidad alguna de disquisición. Todo estaba implícito, pero exclusivamente en él, no en mí ni en nosotros. Y es verdad que, aunque esto era así, desde el setenta y ocho al ochenta y uno hubieron de reconvertirse y sustituirse después en su totalidad - lo sé - los convenios colectivos que habían sido suscritos por los Jurados Únicos franquistas por otros donde, por primera vez, se incluían cláusulas referentes a derechos sindicales de naturaleza europea y sobre todo de la OIT. o instituir acuerdos mínimos en sectores en los cuales no existía regulación laboral alguna. Después de tanto tiempo, recuerdo el momento en que Andrés me contó cómo lloraba un hombre que trabajaba en una gasolinera no sé cuántas horas al día, al cual se le hinchaban las piernas de estar de pie y apenas cobraba dos perrinas... Real y efectivamente, lo reconozco, el trabajo sindical de estos años consistió en una tarea descomunal y en una clamorosa urgencia nacional y occidental. En junio del 76 Adolfo Suárez había sido designado Presidente del Gobierno. Venía del Movimiento ¿ Y quién era ? nos preguntábamos ¿ un converso ? ¿ un amigo del pueblo... ? ¿ quién era, después de todo, este hombre que surgía del Movimiento ? Su nombramiento nos cogió en Galicia, en Sangenjo,

29 y constituyó una bomba. Con la autoridad que proporciona la arenilla en la perspectiva del tiempo, uno descubre que aquel interés, pendiente de la nueva figura y su gobierno, no se encontraba exento de razón. Cualquiera que sopesara con rigor y objetividad el tiempo transcurrido de dictadura y los aires que barrían Europa y Estados Unidos, tal vez pudiera llegarse a la conclusión de que el ciclo franquista como tal habría terminado. Pero, quien reparase en la URSS, es probable que temiese un nuevo desbarajuste o algo similar, o, por el contrario, un imprevisto ajuste de cuentas. En definitiva, en principio una propuesta de asentamientos democráticos con puntos suspensivos. Era cuando Pedro, uno de los bedeles del colegio, me decía y preguntaba... pero, a ver, doña Regina ¿ no quiere decir democracia dar gracias a Dios ? ¿ eh ? ¿ no quiere decir eso… ? ¡ pues ya está ! Y se encogía de hombros, se daba por contestado sin esperar a nada y se marchaba tan tranquilo con la correspondencia en la mano y hablando para sí acerca de sus asombros e íntimos convencimientos. El día 1 de mayo de 1979 no se me olvidará, pues, de pronto, cuando ya no había tiempo para nada, le dije de manera repentina a Andrés que me apetecía ir con él a la manifestación sindical. Mi madre había dormido en casa esa noche y no pudo alegar oposición alguna. Y ese fue el día que conocí a Raquel Corona. Era una abogada joven, ejercía en la asesoría jurídica del sindicato del metal y era alta, delgada y morena, con pelo cortito y un fular amplio, feminista y reivindicativa a ultranza. Se sabía de antemano que tanto ella como Andrés irían en las listas de diputados en las elecciones generales de aquel próximo e inminente junio. No supe cómo realmente sucedió, pero el hecho es que cuando llegamos y nos encontramos con el grupo que nos esperaba – esperaban a Andrés, por supuesto - éste desapareció como por encanto y de pronto me vi rodeada por una Adela Gil amabilísima, un Rufino Moro dicharachero y atento como siempre y otros incondicionales más que se admiraban y me daban loas y parabienes al verme. El hecho es que la abogada y Andrés – tal y como luego pudo verse a través de TV – iban juntitos en cabeza, entre un sinfín de banderolas y sujetando una inmensa cinta que ocupaba la totalidad de la calzada. Estábamos en plena transición. Había y se notaba euforia y latía a la vez la fuerza y el temor. Disponíamos de una apertura vigilada y vigilante, con una Constitución recientísima y una policía y ejército que nadie ignoraba quiénes eran ni de donde venían también. Movían las pistolas y los sables y Madrid y España se estremecían. No en vano el atentado de la calle Atocha se cobró la vida de seis personas, seis sindicalistas, y las metralletas alcanzarían su máxima expresión con la toma del Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981 El Tejerazo. España, pues, se debatía entre los tentáculos de una historia ancestral y terrible y la ambición de la mayoría, que deseaba construir algo nuevo aun con instrumentos todavía rudimentarios, ruedas cuadradas para dar vueltas y vueltas con que adquirir, a fuerza de rodaje, redondez democrática. Posiblemente, como espectadora cercanísima a estos momentos intensos, y al fin políticamente venturosos, en mi casa entró a tientas, no obstante, la inquietud y el eco de un progresismo que se tornaba barroco. Y digo esto porque, si bien mi actitud consistía más que nada en escuchar y ver en cierto modo los toros desde la barrera, sé muy bien que tácitamente compartía con mi marido el impulso promotor de la España que, sin demasiados rumbos fijos, como digo, presentíamos, y aunque Raquel Corona cruzó por mi matrimonio de manera brutal e impasible, cual elefante por cacharrería, desdeñosa y desconociéndome, no debo esconder la realidad ambiciosa de los proyectos de que hablo, de la fe, del mismo

30 sufrimiento que procedía de las cárceles, de la censura, de las comisarías de lo social, del Top, en definitiva de los espantos que todavía acamparon como vestigios muertos por los toldos de determinadas bibliotecas, archivos y registros. Andrés y Raquel obtuvieron el acta de diputados aquel año. Y, con rapidez, en mi vida todo se alteró y se complicó más: el trabajo a realizar, los contactos, los amigos políticos y sindicales junto a nuevos proyectos. Y el amor y el desamor, con su aplicación práctica, también. Arreciaban entonces voces acerca del derecho al amor libre, derecho sobre el propio cuerpo y a disponer de él. Se acercaba – como decía - la flor de los ochenta barrocamente, sin ninguna definición preestablecida, en torno a un racimo infinito de ilusión, por lo que nos agolpábamos para ver y comprender qué podíamos conseguir de un tótum revolútum ingente, pero capaz de descalabrar a más de cuatro que tomaron medidas excesivas bajo la eclosión exultante y alborozada. Y, a través de Andrés, en mi casa también se sedimentó esa vehemencia que precisa del subterfugio y la mentira para con el otro, hizo presa también ese envilecimiento que va nutriéndose a sí mismo y termina derrotando al ser que lo sustenta, como si la vida y el mundo no fueran otra cosa que un temblor constante y no importara alterarlos ni detenerlos. No cabe duda de que reflexionar sobre las cosas que sucedieron durante este primer tiempo y en mi entorno me resulta tosco y doloroso. Y digo primer tiempo porque se alargaría mucho, demasiado, y los acontecimientos, inesperados como una lluvia de piedras y besos que penetrara por todas partes y lo rompiera todo, dejan absorta a una y estancada en la duda, pero enseguida en la certeza, y por último, y a la vez, en el fragor del pasmo. Tan nueva era yo y en tantas cosas. En la práctica y seguramente, algunas de las muchachas de servicio que pasaron por mi casa durante aquellos años guardaran información de primera mano. Y hasta es probable que mis hijos también. Aunque, después de pasada la amargura de no sé cuántos tragos, me decía que qué más daba ya, y bajaba la cabeza y me sumía en silencios de los que tanto me costaba salir porque, inconscientemente, me había extraviado por senderos inextricables de razón y corazón de los que tampoco sabía salir indemne de ellos. Pero es por aquello último, por la razón, por lo que ahora me pregunto: si existió causa motora - si así puede denominarse a lo sucedido - que originara semejante desencadenamiento en nuestras vidas, la de Andrés y la mía. Y aunque entonces pensé y reflexioné sobre ello con insistencia y después me he quedado ensimismada preguntándomelo muchas veces, nunca, nunca me ha aflorado sin embargo una respuesta clave y convincente, redonda, definitiva, sino que más bien aparecía una serie lógica de circunstancias clásicas y mundanas encadenando las horas y la vida que, hacía referencia a la coincidencia de trabajos y a la cercanía física, a la disposición de tiempos, al aburrimiento tal vez junto a la propia abundancia de recursos y al mismo acicate de la impunidad. Y si tampoco he desechado la alquimia del amor en sí, entre Andrés y sus mujeres - por qué iba a desecharla - no cabe duda de que cualquiera de las causas enumeradas, y también otras, hubieran sido capaces de conducir una relación personal hacia derroteros susceptibles de despertar verdaderas y profundas conmociones vivas a los supuestos amantes. De cualquier manera y, en este momento, sería demasiado superficial abandonarme sin más al resultado habido y sustentarme en estas cosas aparentes, sin intentar auscultar, aun siquiera con levedad, qué es lo que estaba ocurriendo íntimamente en mí al producirse semejante quiebra. Porque, si bien, ya, entonces, la psiquiatra intentó que sus palabras y consejos me sirvieran para la recuperación práctica, de hecho tan importante, me he preocupado de leer referente al tema y

31 repasar acerca del propósito mismo del matrimonio en cuanto materia tangible y mística de luxaciones y rompimientos. Y no niego que, a medida que iba intuyendo nuestro alejamiento y la cercanía sentimental entre Andrés y Raquel, más que un sentido de liberación explosiva o de revancha, nacía y crecía en mí un sistema de alerta callado y sutil, que sólo llegaba a desencadenárseme mediante leves arrebatos mordaces frente a Andrés, y que Andrés, una y otra vez, desactivaba y eludía haciendo hincapié en mis desconfianzas sin sentido y haciendo más tarde hincapié en mis paranoias y manías persecutorias. Pasé mucho tiempo confiando en lograr recuperar mi matrimonio. Tenía la corazonada de la paciencia y había tomado la asunción del dolor como requisito necesario que soportar mientras y esperaba el retorno. Ocurría esto cuando Andrés, con el pretexto de que de repente y de noche, se despertaba y se ponía a toser a causa del tabaco, se marchaba a dormir a la cama turca del cuarto de los trastos. Era el tiempo en el que los fines de semana, con sus hijos alrededor, yo miraba con melancolía a otras parejas y aspiraba a vernos dando un paseo tranquilo con nuestros hijos, pausados y con un poco de amor y sosiego por cualquier parte. Sé que esperé día y noche y por la mañana y por la tarde, y que se me erizaba el vello porque iba percibiendo en cambio, y con claridad, que eso nunca llegaría porque nuestra vida no tenía marcha atrás y se deterioraba más y más y de forma incontenible. Ahora sé que esto tiene lugar tras variar de forma paulatina y el paisaje interior comienza a desconocerse de manera definitiva, cuando se espesa y pueden presentirse con mucha antelación mentiras y engaños, la postergación silenciosa, los gestos imprecisos y huecos, cuando se detecta netamente vidriosa la mirada hacia el tonto, la salmodia roma del pensamiento y a nuestro lado crecen desmesuradamente la estulticia y la soledad ¿ Qué era yo entonces ? ¿puedo recordarlo ahora ? Quizá sí: una mujer desorientada, aturdida, apeada y menguada, mirando a ninguna parte y a todas porque las luces conocidas, una a una, iban apagándoseme mientras oía correr otras formas y tiempos, otras personas, revolotear otras ideas con sus respectivos gritos y valores, tan nuevos siempre. Recuerdo que, incluso en un momento, me pareció ser víctima de una trampa irreverente, pero que, levantándome entre sollozos, me pregunté ¿ víctima de qué... ? Y sé que me hacía esta pregunta porque ya, sin duda, un matrimonio roto constituía algo muy común socialmente, casi vulgar diría, sólo que, en esta ocasión, no era el de nadie sino el mío, y ello me hacía temblar y considerar como un puñal el tiempo, a la vez que, y por primera vez, perdido. Fue una sensación desagradable en extremo, mucho. Me ha costado salir de éste sentimiento, el cual, en el fondo, tal vez no consista más que en una inmensa frustración respecto de los propósitos que concebimos los días de cerezas, cuando no hace más que despertar el verano y uno no percibe – quizás porque le resulte simplemente imposible, tal es la ilusión cegadora del enamoramiento – las nieblas que vendrán y los granizos profundos que tal vez rompan todo y acaben por arrasarlo. Lo digo así por no ser demasiado prosaica, y porque necesito darme un poquito de cerveza y canto emocional, algo que me suba a la cabeza y me eleve el tono vital a través – como decía Blas de Otero – de lo que ahora me queda únicamente: la palabra. Y no mucha. Recordad, si no: la mentalidad de mis padres respecto del matrimonio y sin amigos íntimos que nunca tuve y a quien, por tanto, no pude recurrir en un instante determinado, además de ser una de las profesoras preclaras - si se me permite - en un colegio de estricta observancia religiosa. Podría decirme que Marta y Javier se educaron, sobre todo Javier, en un ambiente de relación

32 matrimonial extraña, pues, por mucho que pretendamos aparentar y callar, los niños son unos enormes imitadores que captan con nitidez más allá de lo sospechable, incluidos detalles inapreciables que siempre se nos pasan por alto en el decurso de nuestras vidas y que ellos sutilmente recogen. Ahora, a posteriori, me encuentro pendiente de sus reacciones, de estas posibles influencias depositadas en su interior, dado que en verdad me obsesiona y preocupa ¿ Qué habrán instilado mis hijos ? me pregunto. Y la duda es terrible. Cualquiera, hombre o mujer, que se haya tocado el corazón, libre de todo prejuicio o rencor anterior, en tales circunstancias le habrá parecido sentirse como si se caminara incompleto, roto y desasido, por muy autosuficiente que se sea y sean muchos los medios económicos de que se disponga y las amistades con que nutra la vida. Es verdad que hay casos límite, extremos, que no admiten discusión y yo me pliego aquí, pero de forma cierta y trepidante adivino este vacío de que hablo una forma triste y desangelada, una forma que, de hecho, se adentra y nos te hasta hacernos caer en la relajación total y el abandono. Llegué incluso a pensar que por qué no podría consistir en un chip deforme de mi carácter, pero no, porque he insistido demasiado en este aspecto y no dejé de añorar en definitiva lo que éramos y, también, lo que habíamos anhelado ser. Se trata de un sentimiento difícil de explicar y, por tanto, de cuantificar su intensidad, pero que me lleva a formularme esta pregunta: ¿ por encima de todo dogma y clasificación interesada, podría ser el matrimonio una aproximación libre de un espíritu con otro espíritu, con una resultante a través de la cual ambos proyectan llevar a la práctica un plan específico de vida ? Pregunta tonta y estúpida, banal y de perogrullo, podría contestárseme. Pero para mí lo sería sólo aparentemente, sólo eso, pues, con seguridad, algo late más allá de simplezas y superficialidades vulgares. Por ello, y a renglón seguido me digo ¿ habrá algún orden previo e inconsciente, a la vez que mental y anímico, que exija ese cumplimiento de lo pactado a los cónyuges, roto después por uno de ellos o por los dos a un tiempo ? Sé que hay compañeros y compañeras que inclusive, al cabo del tiempo, y en condiciones radicalmente diferentes, confiesan tocar este sentimiento desde algún ángulo de sus vidas respecto del que fue su compañero de este viaje emprendido Por tanto ¿ qué puede ser o implicar, pues, y en sí, el llamado contrato matrimonial ? ¿ Una presunta e intrínseca armonía espiritual ? ¿ Lo sabe la Jerarquía ? ¿ y los hombres y mujeres comunes, qué sabemos si no es escuchar al corazón ? Para mí se trata de una análisis importante, no trivial ni momentáneo, y me gustaría penetrarlo y extraer si lo hubiese el gen corporativo de semejante sentimiento, el cual oxida a veces tanto a fuerza de marchar y marchar entre resistencia y dolor que conduce a incorporar esta pregunta necesaria: por qué se da y en qué consiste el error tocante al matrimonio. No se trataría de responsabilidad orgánica por incumplimiento. De existir, sería atribuible y asumida por el cónyuge infractor, o por ambos, pues a título estrictamente personal. El efecto, una vez roto el matrimonio, y a partir de cada aportación comprometida, constituiría la imposibilidad de llevar a cabo aquel plan diseñado de consuno para toda una existencia, el cual, y ahora, al quebrarse, produce esa especie de llamada silenciosa, reivindicación sui géneris y cuasi cósmica respecto al cauce perdido. Es la voz espiritual oyéndose a sí misma en el vacío, un clamor sordo ante el hueco existencial, ya completamente desfigurado. Y de ello se duelen los cónyuges y, aunque no con impotencia, también me duelo yo, que en absoluto he aludido nunca a lo atado en la tierra o en el cielo. Hablo del proyecto asumido y sustentado, del interior y el civil, del de la razón y la pasión, del de Andrés y el mío, hablo de la desagregación que conlleva el

33 rompimiento, de ese arrancarse y de repente instalar el sello de la privación repentina. Y, sin embargo, no, tampoco es la muerte. Es otra cosa, pero de ningún modo un acontecimiento baladí. Generalmente acongoja, salvo que - y es mi caso - no venga precedido de un largo entramado de oprobios y abominables vejaciones, de incidencias acaso de peor condición y nombre, de donde, a todo trance, antes y después se pretende huir.

Cualquiera que observe ligeramente, podrá darse cuenta de que no soy una escritora profesional, que no me ajusto, que no me adapto a ningún esquema o plan preconcebido de guión o tiempo. Por el contrario, procuro salir con la pluma al aire sin premeditaciones ni apresuramientos para, al pasar por el cedazo del análisis, recoger huella a huella y cada algarabía de emoción. Me gustaría que estas notas tuvieran un tono claro y directo. Ello podría permitirme la excusa de mis mil debilidades, de mis mil tantas carencias. Ayer fue el entierro de la hermana Germe, vicedirectora y mi maestra a partir de los doce años. Delgada, y frotándose las manos constantemente, se le henchían las venillas de las sienes y la nariz, tenía un encorvamiento apenas perceptible y usaba lentes blancos, no era muy mayor. En el recodo de la entrada a los servicios sé que, al pasar, algún profesor ha quitado algún papelín pegado a la pared en el que se le tildaba de dictadora. Seguramente sea desproporcionado porque, dentro de su ámbito, era una monja que se reía enseñando mucho los dientes y que, lanzada, era capaz hasta de atreverse con algún chiste semiverde. Aunque lloviznaba y hacia viento, lo cierto es que no se notaba demasiada inquietud ni pesar en el piso alto ni entre los alumnos. Tras los oficios – hecho muy inusual - la incineraron en un tanatorio municipal y trajeron las cenizas para el colegio. Mañana les darán traslado a la sede central para que la velen y hagan compañía las hermanas en la capilla durante dos o tres semanas y le encomienden el alma. Pero yo no mejoro en el colegio. Ni Isolina. Están hablando de proceder a una regulación de empleo ¡ Vaya regostia... ! Isolina vive con su madre y debe tener dos años más que yo; si la dejan en la calle y en estos tiempos ¿ adónde va a enseñar filosofía Isolina ? ¿ en casa de la ministra... ? No me extrañaría que terminaran por echarnos, o que nos proporcionalicen el sueldo en función de las clases impartidas. Claro que, siempre podrían contratar enseguida a muchachas a tiempo parcial, a horas sueltas por dos céntimos y con absoluta disponibilidad. Y luego todas y todos al cielo... Qué cosas. Y no me extrañaría, sería coherente con la mentalidad de este Gobierno y sus calvinistas conversos, defensores de dogmas y extremos totales y apostólicos por inconsistentes que sean. De todos modos, no es éste un mal instante para refundar este suceso laboral con los sucesos de la transición, con los posteriores de la etapa socialista y con éstos actuales, los de la emergencia. Seguramente todo ello me ha cogido demasiado de lleno por las razones más heterogéneas y, por ello, después de todo, mi criterio no sea lo objetivo que debiera ser; pero miren, en cualquier orden, yo creo que las cosas nunca ocurren impunemente y por nada, y que llega un tiempo en que culminan, en que se sostienen como en un vértice mirándose a sí mismas y que empiezan a declinar tanto como los mismos imperios humanos y el ciclo de las cucarachas, amén. Y no, no tengo una opinión política demasiado condescendiente con cuanto ha sucedido o del modo en que ha tenido lugar, o del quantum, o de todo ello conjuntamente, o de lo que está sucediendo y, más que nada, por ser el que más conozco, en el ámbito sindical para ser precisa. Es un inconformismo

34 positivo, pues, posiblemente, es que no demos más de sí para afrontar procesos de corte superior. El hecho es que viví y sentí muy de cerca los primeros años de Andrés para que ahora, abriendo cuanto puedo la memoria y el sentimiento, no ser capaz de obtener un esquema siquiera hilvanado hasta el día de hoy, en que, posiblemente, puedan dar por concluido mi contrato de trabajo. Acaso quien mejor pudiese hablar del propio entierro fuese el enterrado. Apuesto que se encontraría en óptimas condiciones ¿-? para disertar acerca de lo que es el óbito y la muerte. Similarmente los despedidos y parados eternos de sí mismos, los reconvertidos y pertenecientes a pequeñas empresas y talleres, las amas de casa forzosas, y de igual modo la mejor juventud Europea, ésta, ésta que mira al cielo y llora... ¿ Qué quieren que suscriba, qué ? ¿ mis problemas y desesperación de este momento ? Digo que cada cosa a su tiempo. Aún resisto y estoy viva, procuro estar consciente y estoy escribiendo para ustedes y de momento marcho hacia adelante ¿ Qué más puedo pedir, qué más ? Es evidente que yo partía de la educación nacionalcatólica, justamente la de los Reyes Católicos, la de Felipe II y después de Franco y, por tanto, rezo y sumisión, sin rechistar resignación y pobreza como estado natural. Lo sé muy bien. Y sé muy bien que conseguí afrontarla porque era muy buena en matemáticas e intuí a contramarea que podría hacerme con un número en idéntico fichero que los hombres. He venido a preguntarme después cómo habrá jugado su parte esa conciencia cercada por el régimen, por el barrio, la familia y las monjas. Sin ser una trabucaire ¿ adónde podíamos ir que más valiéramos, gentes como yo ? Es un dicho coloquial y tranquilizante, seguramente producto del miedo y la inseguridad. Porque poder, poder ¿ quién no puede algo ? Y de esta forma, y como ya he manifestado en alguna parte, lo importante consistía en casarme, y cuanto antes. Una se hacía vieja en pocos años, en muy pocos y había que lograrlo. Y después a comer, a vivir, a ser felices... Qué mal tuvieron que pasarlo las lesbianas y los maricones, como se les llamaba a éstos; seguro que peor aún que los masones y los marxistas, seguro que, en todo caso, peor que los curas. Pero no, no quiero perderme en esta mañana que tengo a flor de piel. Quiero centrarme únicamente en unos cuantos trozos que, cual cementos transparentes, me han quedado claros y duros por dentro y me verán morir. Muy al principio de los ochenta, la práctica totalidad de los convenios colectivos de las grandes empresas de España se habían renovado o rehecho por completo, y otros se habían constituido por primera vez, quedando pendientes las viejas reglamentaciones. El preludio real, justo es señalarlo, lo constituyeron los Pactos de la Moncloa, los cuales sentaron las bases de una paz social a tiempo y una negociación de salarios en un entorno del doce por ciento, cuando la inflación, si mal no recuerdo, alcanzaba el veintiséis y pico. En el año ochenta y dos acceden al gobierno los socialistas. Mucha, mucha ilusión, mucho por hacer y mucha desconfianza de los ricos, los militares y la Iglesia. Parecía que con sólo mirar al cielo pudiera uno ver correr los capitales marchando mundo adelante hacia paraísos fiscales y, sobre todo, a Suiza. Y nosotros, los españoles de a pie, los de la nada, contando y echando nuestras cuentas con las manos, casi las mismas que las del Gran Capitán. Los sindicatos de clase firman con patronal y Gobierno – y también sin él – acuerdos interconfederales y nacionales buscando empleo. Ya, en el ochenta y uno, con cerca de dos millones de parados, podía temerse un estallido social, pero la economía sumergida en pleno desarrollo por un lado, y el INEM, y más tarde (84) el Per por otro, hicieron sin duda su labor de contención, siendo capaces de sujetar la inestabilidad producida tanto por la intentona del 23-F como por otros

35 movimientos que, según hemos venido a conocer después, tuvieron lugar y a los ciudadanos nos pasaron inadvertidos. Las primeras dentelladas asestadas a la plantilla de la empresa de Andrés ocurrieron en el ochenta y cuatro y ochenta y cinco: dos regulaciones masivas y consecutivas. Parecía que la crisis abierta a raíz de la subida del precio del petróleo una década antes no tuviera fin. Doy fe de que fueron años calamitosos, de dureza indescriptible y todavía no se había producido la adhesión a Europa. Recuerdo muy bien que todos los días se inundaban los periódicos con suspensiones de pagos y quiebras con un número creciente de obreros regulados o sin más despedidos. Fue cuando se llenaron de repente las plazas y los parques de España de trabajadores en pleno vigor sin saber en absoluto qué hacer ni adónde ir. Y todo esto con una industria obsoleta por completo, empresarios sin mentalidad precisa ni preparación técnica ni comercial alguna, con miedo a salir de los confines del barrio, de la portalada de su ciudad y, ni mucho menos, de nuestras rancias lindes hispanas. ¿ Y cómo desafiar y corregir ? ¿ y con qué ? si entonces todavía, Hacienda no éramos todos y sólo a partir del enorme trabajo del ministro Borrell tomamos conciencia y se empezó a recaudar porque Hacienda éramos todos. En estos años ochenta es cuando se percibe con claridad que la derecha española nunca llevó a cabo nada con ánimo de modernizar España, tan necesario y urgente desde el siglo pasado. En esos tiempos, aún, cuántas veces lo comentamos Andrés y yo, y también con Rufino Moro, alrededor de una camilla con faldas que teníamos en el rincón de la sala. De estos tiempos surge la marcha de Sagunto hasta Madrid, y más tarde la de Hierro, la del Altos Hornos de Vizcaya... Sin embargo, este momento de mi escritura y reflexión, deseo que vaya para aquellos otros, los anónimos, los trabajadores que perdieron sus trabajos con talleres y empresas diminutos y no lograron una regulación digna ni indemnización ni reconocimiento alguno. Para éstos es, sobre todo. A tantos miles y miles de compañeros anónimos los saludos hoy, desde este libro que no sé si se llegará o no a imprimir algún día, pero deseo recordarlos con respeto y para que conste así en esta pequeña y particular “historia”. Alguna compañía tendrán. Ocurría esto cuando todavía no había aparecido el nuevo concepto de responsabilidad de los estados ni de Europa. Ahora se consiguen fondos para efectuar reestructuraciones de empresas significadas, los obreros han adquirido otra fuerza y no se quedan silbando, como decíamos cuando formábamos el vulgo y éramos súbditos desamparados y anodinos de la paciencia y la resignación. No puedo dejar de manifestar que todos los pactos habidos entre sindicatos y empresarios – avalados o no por el Gobierno – y en principio conducentes y comprometidos por excelencia con la creación de empleo, no han sido en definitiva sino un fraude manifiesto, pues en la práctica no llegaron a generar ni un solo puesto de trabajo neto. Basándose en el miedo y la necesidad, sí sirvieron, en cambio, como medio ideal para doblegar subidas salariales y erradicar derechos generales, sociales y sindicales adquiridos. De hecho se produjo una desregulación laboral brutal. Y aunque en Estados Unidos e Inglaterra, Ronald Regan y Margaret Tatcher irrumpían y desarrollaban la doctrinal neoliberal, la cual conllevaba el pensamiento único y esto pesaba sobre Europa, y Europa presionaba sobre España para hacer frente a la competitividad del sureste asiático, el resultado es que nunca el empresariado español ganó tanto dinero como hasta entonces, nunca había conseguido recapitalizar de manera semejante sus empresas y a la vez generar menos empleo. Son los años del ochenta y cuatro al ochenta y nueve acerca de los que estoy hablando. Felipe

36 González se acordará muy bien, pues estaba incorporando definitivamente España al mundo próspero y aún no sé cómo lo hizo. Un sabio precoz. La historia, sin duda alguna, lo recordará con detenimiento y cierto suspense. Además, y por otra parte, España se encontraba no sólo con aquella maldita obsolescencia industrial, sino con la disminución descomunal del número de empresas debido a la precipitación de los efectos de la crisis. De tal modo que, esta carencia de tejido ocupacional, se unió a la escasa preparación alternativa de la masa de trabajadores en paro (fruto pospuesto por la tradicional falta de ilustración de España y su apartamiento secular) Por ello, mientras prácticamente todo el Occidente avanzado había llevado a cabo su reconversión productiva y conseguido que sus ciudadanos estuvieran al día respecto de las nuevas tecnologías que surgían en el mundo, es cuando en España aparece un ejército ingente de desempleados llenos de estupor y con escasa o ninguna preparación para optar a un trabajo alternativo o mismamente autoemplearse. Como ya hice constar, sería uno de los motivos por loso que empezarían a llenarse por las mañanas los pórticos de las iglesias y los parques españoles. En escaso tiempo nos habíamos convertido en una España desempleada, con un empresariado insolidario con su país, llenándose de dinero a costa de confianza gubernativa y ciudadana y solicitando permanentemente salarios más bajos, rebajas fiscales, despido libre y disminución de las indemnizaciones y cargas sociales. A cambio, empleos temporales, parciales y abusivos. contratos basura les llaman, no sin razón, y despectivamente. Se trata de contratos que no permiten proyecto alguno de vida, si no es el de ir contabilizando hora a hora la desesperación que entraña la miseria sucesiva del tiempo ¡ Éste es mi Occidente, el de ahora mismo, el que dura ! Pero ¿ y los sindicatos ? estrictamente. ¿ Y mi marido, Secretario General a la sazón del Metal y al mismo tiempo diputado ? Europa, con su competitividad, nos agobiaba y urgía, los teóricos del capital, provenientes de Estados Unidos y Reino Unido no se tomaban descanso emitiendo informes, dando conferencias escalofriantes y exigiendo desregulaciones, flexibilidad de plantillas, polivalencias, disponibilidad total, paz sindical y salarios residuales... Del ochenta y cuatro en adelante los sindicalistas se encontraron con esta realidad pavorosa, ellos, precisa y paradójicamente, frente a una masa de trabajadores sometidos al vértigo del desempleo más cerril y de larga duración. A finales de dicho año, y a raíz de un decreto que articulaba por primera vez una serie de contratos temporales, recuerdo que, en la cocina, lo recuerdo muy bien, mientras hacíamos una paella, Andrés y yo constatábamos la necesidad de buscar empleos frente al afán de los empresarios por deshacerse de las plantillas sometidas a convenio y sustituirlas por jóvenes con salarios ridículos, libres de antigüedad y con escasez de derechos y voz: pura explotación. A partir de ese momento mi marido empezó a moverse en plataformas diferentes: sindicales y políticas. Tal estaban las cosas que, alentado el empresariado por la necesidad imperiosa de competir a ultranza, no sólo no cejó en exigir y exigir la práctica abolición de mejoras conseguidas a principios de la misma década, sino que vislumbró y se convenció por añadidura de que tenía en sus manos la posibilidad de jugar con un elemento adicional: el control y mantenimiento del poder corporativo y personal del sindicalismo, y ello, tanto en la empresa como en el terreno institucional, una presión que podría empezar a ejercer sin ningún inconveniente sobre los comités de las empresas. Andrés había pasado, así, de aquellos primeros días en que los desplazamientos y estancias resultaban gravosos para los representantes, a esta otra nueva situación de hecho:

37 la de absoluta liberación de los representantes más incisivos y en régimen permanente de dietas y transportes durante todo el año. Evidentemente, al principio, y en nuestra casa, notamos este cúmulo de percepciones; sin embargo pronto decaerían y acabarían por desaparecer por completo. Más aún, yo diría que iniciaron la apertura de un boquete patrimonial y afectivo de proporciones gigantescas en la vida de Andrés y en nuestras vidas. A través de este artilugio, en apariencia conseguidor y ampliador para la dedicación sindical y, por tanto, presuntamente beneficioso para los trabajadores, se instauraba así una modalidad que, pergeñada perfectamente por el capital, no vendría a ser sino un resorte de instrumentalización soterrado y perverso de dominio, pues, combinado ello con el temor ante la probable reducción de plantillas y junto a la enorme permanencia en el tiempo de los representantes en sus cargos – permanencia en la que el propio capital hábilmente ha insistido y propiciado, y lo cual los alejaba, por otra parte, de la actualización de sus antiguos trabajos profesionales, dificultando por tanto su retorno – necesariamente hizo y desató dentro de la contratación colectiva una nueva actividad en la que, de forma pausada, pero intransigente, el capital utilizaba como amenaza explícita o velada de desaparición de empresas o puestos concretos de trabajo. El objetivo consistía en lograr, en cuanto que finalidad del plan, que los comités y delegados de personal abandonaran reivindicaciones puntuales y diarias que, de forma individual y ordinaria, iban surgiendo a los trabajadores en sus respectivos centros de trabajo. Pudiera pensarse, sin embargo, que estos asertos conforman una visión desmedida o irreal, lo cual en nada pretendo; además, la relación entre Andrés y yo, a lo largo de este tiempo, empeoró a pasos agigantados. Digo, simplemente, que la resultante final se ha traducido en una ayuda a la desregulación excesiva y rápida del mundo del trabajo a cambio de nada y en un país, por sus características, impropio para semejante vértigo. Sí, acaso de algo: del miedo, de la inseguridad y la superexplotación, consecuencia propiciada, y eso, también, por la misma debilidad sindical y la relajación desmedida de las inspecciones del ramo. Era el tiempo – y lo sigue siendo, lo estoy viviendo de forma directa en el colegio – en que el único problema para los sindicatos a tener en cuenta – y siempre con valor relativo – consistía y consiste aún en ser despedido. Cualesquiera otros problemas han decaído terriblemente o, cosa simple: se han obviado terminando por desaparecer. Ojalá, ojalá logren reiniciar un camino atento y nuevo. Esta fue la declinación de Andrés y que yo aprendí, la declinación de mi marido en su aspecto sindical, la cual arrastró el aspecto humano y político a la vez. Los bandazos comenzaron cuando acuerdos desprovistos de bondad intrínseca para los trabajadores, en su justificación se proponían como un cualificado pedigrí generador de ilusión para un tiempo que, en cuanto a modernidad y riesgo sugería estar al día, mostrar una capacidad inusitada para el consenso y de visión de la jugada, como me aseguró alguna vez mi marido con cierto desdén e inusual locuacidad … Yo creo que era cuando la doctrina neoliberal pura y descontrolada arremetía globalizándolo todo con su salvajismo clásico y lo expandía, y mi marido, y los demás, no lograban conciliar el desbarajuste que luego sobrevendría en Malasia y Japón – incluso si me apuran en México y Brasil - con sus ideas primigenias de revolución y posteriormente con las de presión, para caer en cascada en una serie interminable de pactos y pactos a ultranza sin asidero alguno a que aferrarse porque carecían de fuerza. Poco más deseo reseñar de un tema que, sintiéndolo en mis propias carnes hoy, lo viví no

38 obstante como he dicho, tan cercano y a veces de forma tan intensa. Ahora sé que tenía en la memoria un acopio desmesurado de cuestiones y datos pendientes sin recomponer, y que esta percepción, compartida y personal de los hechos, bien merece traerla a colación y abrirla un poco y que se oree siquiera, mientras encuentro y decido qué he sido en tanto y de qué pasado vengo. La observación final y de fondo – permítaseme - consistiría en afirmar la gran disparidad en el desarrollo de las partes enfrentadas: el capital y los sindicatos, tal cual se definieron tras el franquismo. Es indudable que durante la transición, no exentos de todo tipo de temores y animados por el poder político, los empresarios hubieron de ceder y los trabajadores recorrieron en poco tiempo un gran trayecto en la construcción y reconocimiento de derechos. Pero, así como el capital concibió su despegue nada más caer el muro de Berlín y aceleró con todo su poder la instauración del Teacherismo, subrayándolo en cuanto mercado libre y más mercado, es decir, neoliberalismo en estado salvaje, y lo impregnó todo, los sindicatos, en cambio – y es una apreciación muy personal y por ende discutible, claro está – se han quedado sin ropa y con los brazos en alto sobre un peñón antiguo, desnudo y frío, sólo al amparo lejano de la OIT que, por cierto, tampoco parece haber podido resolver grandes cuestiones requeridas por un tiempo social nuevo, ya presente, y que nada tiene que ver con el de hace un lustro siquiera. De todas formas, desearía que, mirando atentamente a Europa, viéramos señales inequívocas de esperanza, inquietud racional siquiera por afrontar el desempleo cual lacra civilizada de estos tiempos, aparentemente desreguladores de todo, los cuales comienzan su andadura desgastándose y clamando ferozmente frente al nuevo siglo y nuevo milenio. ¿ ... qué empleo será aquél que no permita un proyecto mínimo de vida – no ya mejor o peor en grado – sino ninguno ? Es obvio por tanto que, tocante a este tema, si por un lado la calidad en el empleo se convierte en requisito imprescindible, también debemos exigirnos nuevos y renovadores conceptos respecto a la relación trabajador-empresa y empresa- sociedad, así como la del propio trabajador consigo mismo en cuanto que sujeto útil, y cooperante, llevando su responsabilidad personal y civil definitivamente a hombros. Debe latir y estar presente un impulso que plasme una arrebatada novedad, un impulso que invite a salir de la tradicional y anodina postración y llame a tomar en nuestras manos una cuota-parte de la responsabilidad del país y del mundo, por pequeña que sea. Me gustan las ideas que tienden a rescatan al ser humano y le muestran en qué consiste ser humano, las que le dicen que sirve, las que le sugieren que puede arrancarse de sí mismo la hediondez del desvalimiento y ponerse junto a poderes solidarios para rehacer su vida sin resignarse, de que es capaz de intentar un proyecto con que vivir. Necesitamos ideas políticas de servicio, de desinterés y construcción civil; ideas que acaben con esta especie de enquistamiento ancestral de usura y rapiña en el poder y a través de él; necesitamos dar paso a otro frente limpio, y claro, y poderoso a la vez. Se trata, naturalmente, de un problema de madurez y sensibilidad democráticas, por lo que nacer a las coordenadas que propongo después de Franco, parecerá una labor informe pero no imposible ¿ Tan difícil puede resultarnos comprender que los seres humanos venimos a este mundo en condiciones absolutamente diferentes y, en consecuencia, a menudo muchos necesitados de ayuda y protección para proseguir o reencauzar la vida ? ¿ ... y no es verdad que el mayor empeño del poder político debe consistir en procurar el bienestar económico de los ciudadanos y que ellos decidan en libertad qué hacer con sus vidas ?

39 Después del 11 de septiembre da la sensación que el mundo es otra cosa, o que no es lo que creíamos que era. Las cifras estadísticas acerca del hambre, del analfabetismo, de muertes violentas, de inmigrantes desesperados, de prostitución y niños militares son enormes. Sin embargo, hay una alarmante acumulación de dinero en pocas manos, y, aunque es verdad que desigualdad no ha de implicar necesariamente pobreza actual, la distribución de los bienes está hablando a gritos de nosotros mismos, entraña desequilibrios y resulta atentatoria y deleznable. Y sin embargo, aunque pueda poner los pelos de punta, planeando sobre las sociedades hay a cambio un silencio morboso, como si un terror a dejar de existir nos estuviera invadiendo no sólo la mente, también el corazón. Menos mal que nada es eterno y todo esto acabará. Andando, el nuevo siglo tiene que ser diferente. Por fuerza necesitamos que así sea. Y aunque aseguran que el futuro refleja sus sombras sobre el presente y ello asusta, estoy segura de que, despiertos, lo estaremos esperando.

XII

Madrid es ahora mismo una tromba furiosa de agua que golpea casas y calles; como si todas las negruras se hubieran dado cita encima de los parques otoñales y mil dioses, iracundos y coléricos, anduvieran tirando a cual más desde el cielo huracanes y granizos, oscuridades y tolvaneras hasta convertirlos en intransitables y fantasmagóricos bajo un continuo acoso de rayos y truenos. Ya es el segundo día. Y hay momentos en que, a pesar de que, al caer la tarde se nota claramente la merma de luz, el ambiente es tan cerrado que, de repente, mas bien parece que anocheciera, y, ese fragor desmedido que viene de afuera, se mezclara con la rápida desaparición del perfil y el color de los objetos interiores y dejara en suspenso el rostro conocido y amable que nos da calor. Es cuando, como si nos rodeándonos y flotando en el aire, se hacen ostensibles la quietud y la soledad, y quedamente, con su halo, envuelven no sólo la mirada, sino también los pasos lentos que damos de acá para allá hasta ponernos cerco con un sesgo de congoja y temor. Es un buen día para llorar, o para dirigir el entusiasmo por cualquier derrotero que difiera de ayer, para andar pausadamente en bata por casa oyendo el golpeteo del agua contra la terraza y los cristales, para leer en profundo silencio, detenerse y mirar la lluvia de vez en cuando, para volver a ver con detenimiento dos o tres álbumes rebosantes de fotos de hace tiempo, incluso para ponerse a echar algún hilván al amparo de una pequeña lámpara recordando a mi madre, que cosía a la luz temblorosa de un par de candiles o velas cuando la luz se iba. No pasan, lo saben muy bien ustedes, de ser meras evocaciones que, sin embargo, a mí siempre me han suscitado y me suscitan estos días lánguidos, este ver a los árboles cimbrearse despavoridos y semejar las antenas en los tejados equilibristas de palo, bajo la desconsideración impávida de los meteoros del mundo. Por tanto, haré algo semejante a lo que he dicho: me pondré a planchar, y a ordenar el armario de Marta y, a lo mejor, el de Andrés, que desde que desapareció casi no lo he tocado. Realmente, entre unas cosas y otras ha habido por la casa un cierto abandono que aún persiste. A veces, cuando descubro ropas o zapatos que le pertenecieron, deseo cogerlos y sin más tirarlos; pero, entonces,

40 instintivamente retrocedo, me miro las manos y sin saber por qué me creo mala conciencia, como si, tirándolos, estuviera tratando de huir de mí misma y no es exactamente la verdad, no lo es; o me asalta el concepto fantasma del padre y sus hijos y, entonces, un sentimiento de disipación me inunda y me desarbola. Un día los tiraré, debo hacerlo. A toda costa debo intentar controlarme y recuperar la tranquilidad de una vez, hacerla, dármela a mí misma, y, para eso, habré de deshacerme de estos rastros inútiles que, después de todo, no hacen sino agarrarme y tirar de mí, retenerme en un pasado oscuro del que pretendo alejarme de forma natural y sin sobresaltos. Tirar los zapatos, tirar los zapatos... Sí, lo haré. Espero que el hecho de tirarlos me ayude. Nada más.

Esta mañana, con plena consciencia, y para probarme, hice el viaje al colegio en el autobús que decidí abandonar. Y, aunque la verdad es que no ha pasado mucho, el hecho de levantar el pie para subirme en él, me produjo un cosquilleo, una nueva emoción porque no sabía qué me esperaría en el interior. Ya anteriormente, al llegar a la parada, una mujer de mi edad y Amadeo, éste, ya mayor, al reconocerme hicieron un gesto delicado y movieron los labios dándome los buenos días. Les noté cierta sorpresa y curiosidad, y he de decir que también una pizquita de alegría. Yo me alegré también al verlos y sonreí afable y satisfecha. Luego me detuve y bajé la cabeza, asumiendo ese silencio cuasi espectral y taciturno, pero limpio, que suelen tener las mañanas en las primeras horas. Iba ensimismada. Me senté en la parte de atrás y, poco a poco, fui consiguiendo retomar un pulso que había olvidado. Cada calle, cada parada y esquina iban devolviéndome sensaciones suaves, evocándome rostros que de repente me asaltaban la memoria o bien aparecían allí, de pie y en la calle como siempre. El viaje me devolvía no obstante a un tiempo miserable y cruel, insano por demás, aquél en el que más de una vez se me arrasaron los ojos y procuré ocultarlos con las puntas de los pañuelos y los clynnes, con la cabeza baja. Por tanto, me produjo un choque emocional después de todo un tanto agridulce, y quizás con el pudor de la nostalgia, si bien algo desabrida y dulzona ya. Decir que, quienes me descubrieron al entrar y al acomodarme, inclinaron la cabeza levemente para saludarme o simplemente sonrieron. Faltaban algunos y, entonces, fue cuando mejor logré identificar sus nombres, sus manías y turbaciones, cuando sentí de lleno el inapreciable detalle de la amistad que tuvimos. Uno se marcha unos meses y parece que se muere ¿ Dónde estará ? o ¿ qué será de ella, o de él ? acaso se pregunte alguien de entre quienes deambulan a tu alrededor sin haberte dicho nunca nada. Es grato de todos modos, produce alegría este pensamiento para quienes cruzamos etapas de la vida sometidos al desdoro de la oscuridad. Da aliento, da aliento y vida saber o sospechar tan sólo que has sido contado y echado de menos una vez, haber sido motivo de una pregunta para cualquiera. Pone de manifiesto, asimismo, que también, en la macrociudad, aunque escondida y lejos, existe un poco de esta esencia hermosa. Esto salva a Madrid y a otras ciudades, con ella, de su mala bestia. El Metro resulta más impersonal. Es como si fuera un diábolo que marchara insensible y directo a sus cosas sin contar a nadie ni con nadie: llega, arrastra y se va. Por dentro es un poco de pifia y fiesta metálica. De golpe y en una sola estación, es capaz de variar absolutamente de aspecto y condición, de abarrotarse o desangelarse, de oler a pudrimiento o a esencia de lilas recién cortadas. Sea una cosa u otra, el conductor o los pilotos fijos no ven ni esperan por nadie. Es la sincronización del tiempo y el número, el Metro sintetiza lo más

41 impersonal de la matemática. Pero, a pesar de ello, también llega a crearse sin embargo un elenco variopinto de desplazados simultáneos, algunos de los cuales asentimos con la mirada al sentarnos los unos cerca de los otros. Sin duda, ponerme a prueba, reinterpretar las situaciones y el ánimo, me parece correcto, aunque duro. Y es que necesito, necesito del enfrentamiento con las hilachas del pasado, ir asentando los materiales, mis vértebras por llamarlos de alguna manera. Necesito sacar a la luz mis corrientes internas, mis oscuros y peores ríos de ser y mujer.

No ocurre así en el colegio. El padre Jeremías, Jefe de Estudios, me tira los tejos con descaro. Qué barbaridad. Le ha dado por salir corriendo de sus clases de religión y, en lugar de dedicarse a revisar los servicios que son de su incumbencia, lo que hace es buscarme como un loco en la sala de profesores o donde me encuentre y proponerme cuestiones disparatadas, tanto en el interior del colegio como fuera. Le he cogido miedo y aprensión. Ha perdido el pudor natural – si es que alguna vez realmente lo tuvo – y su propio vértigo lo está arrollando. En realidad, si no fuera por la situación tan débil y extrema en que me encuentro… Estoy segura de que el granuja me ve sola e indefensa, y claro… Isolina me anima a que le prepare una encerrona y lo ponga contra las cuerdas, o en evidencia ante alguien para que me deje en paz, pero, aunque no es mi estilo, estoy segura de que se lo merece por garrapatas y lascivo, y también porque se da cuenta de que puede influir para que mi situación laboral varíe y pueda reencontrar la normalidad que tuvo. Mejor no les cuento ni refiero dicho alguno, pero el hecho es que, con descuido o sin él, el otro día, y al pasar junto a una mesa, el muy… me rozó lo que quiso el culo, el muy cerdón. Se habrá dicho ¡ esta pobre, divorciada de la vida y necesitada sin remedio… qué mejor que el celo de su Jefe de Estudios y el secreto y lealtad del capellán… ! ¡ El muy canalla, el muy…! Después de todo, este ataque obsesivo me ha llevado a preguntarme íntimamente si el hombre y cura Jeremías, no habrá descubierto con audacia algún ribete nuevo en mí, algo de lo que durante estas semanas he venido ocultando celosamente. Una de las vertientes delicadas que consideró mi psiquiatra en su día fue, precisamente, el comportamiento sexual que podría tener en el futuro. Y, aunque parece ser que a la mayoría de las afectadas por depresiones este aspecto les decae o se les inhibe de forma natural durante un tiempo, me alertó, no obstante, para que me observara una vez hubiese superado los primeros tramos del tratamiento y pudiera reaccionar con sobriedad. De este modo, reconozco que, en una de las ocasiones en las que me retiraba de la terraza, después de tomar el sol y ver al cuore en la suya, me quedé espiándolo con excesivo interés desde un lateral de la cortina. En ese momento me di cuenta de que, a medida que lo miraba, la libido me iba provocando un ligero sofoco de entusiasmo, y de que luego, al irme, y mientras me dirigía a la ducha, ese sofoco me inclinaba a hilvanar un pensamiento agradable que me lanzaba a hacia un estado intenso de deseo, por no decir exuberante y fantástico. Intenté echarle la culpa al sol, al calorcito de la bata, a ese sopor en que uno se sume con facilidad después de comer… Pero no, pues recuerdo muy bien que me sobresalté, y porque, ya, dentro de la ducha, con el agua plácida y tibia cayéndome encima y resbalándome, recogía sin duda el impulso del bienestar, es cierto, pero también mantenía el deseo nítido, debo confesar que con vehemencia, con ansiedad y hasta con exacerbación, e incluso, y acaso, con disponibilidad. Aquello, efectivamente, puso en evidencia que, en mi caso, la depresión no me había inhibido en absoluto la sexualidad, ni me la había

42 dañado, antes bien, me la había dotado de una intensidad nada acorde a mi degradado estado mental y afectivo. Fue entonces cuando, procurando seguir aquellas primeras indicaciones médicas, decidí observarme mejor y hacerme un chequeo riguroso a mí misma, consistente en provocarme situaciones de análisis y dándoles continuidad, para enseguida, inmediatamente, tomar decisiones. Y es aquí donde encaja mi preocupación en cuanto a si Jeremías ha llegado o no a notarme algún matiz o desliz inconsciente en este sentido. Y ya ven, si en cuanto mujer no me importa demasiado, sí me interesa en cambio, y mucho, a efectos de mi propio conocimiento. La primera impresión apunta a que mi sexualidad es más sensible y expeditiva que lo que imaginaba. Aunque también pueda ser debido a este largo período in albis y todo esté tendiendo a incentivar el apetito, a desorbitármelo para que yo, al fin, restablezca sus funciones y le proporcione un cauce adecuado, aunque todavía no sepa con ocasión de qué ni de qué manera. Adentrarme en mí sin inhibiciones me produce pautas contradictorias. Si atiendo estrictamente a razones de ética y estética, a vanidad personal o a egocentrismo, podría decir que no me gusta y habría dicho una verdad concluyente. Pero a continuación me reprocho diciéndome que, en realidad, lo que tengo es miedo, miedo porque jamás ni nunca en mi vida me vi a mí misma, y que no me vi porque me ignoré y, por tanto, sin poder reflexionar que detrás de mi ser aparente, el de carne y hueso, habitaba la Regina mujer con las mismas posibilidades que cualquier otra. Confieso que al escribirlo me da resque, que tiemblo y siento escalofríos, y que para continuar debo medirlo y sopesarlo con distancia y frialdad, tragar saliva incluso y, con determinación afirmarme en quien soy y como soy. Mejor hago un alto y llamo por teléfono a mi hija. Me tomaré un yogourt y, luego, si es que, volveré a escribir. Sí, será mejor, un alto me hará bien…

XIII

Ya estoy aquí. Y no me he comido un yogourt ni he llamado a Marta ni a nadie. Lo que ha ocurrido, sencillamente, es que, nada más levantarme, he sucumbido a la tentación y me he metido en el baño y, ni corta ni perezosa, me he puesto a mirarme y a mirarme a fondo frente al espejo los pechos, las nalgas, la espalda…, en fin. Luego me he estado dando unas cremas, un poquito de rímel y tal. Me cuesta, me cuesta reconocerlo, pero no ha sido nada más que una excusa para animarme a verme desnuda, con detenimiento. Y tan ha sido así que, mientras me miraba, procazmente me he dicho que algo aprendería y que lo pondría en mis notas. Y hasta he insistido en averiguar ángulos o en descubrir formas inopinadas que, aún, estimo dignas de ser respetadas por la audacia y gracia de algún hombre. ... debo reconocer que, cuando me cogí los pechos y pasé a mirarme con deleite a los ojos, levanté la barbilla y, remirándome, me dije que las mujeres parecíamos panteras que continuamente estábamos al acecho de los hombres para devorarlos, y que dicho esto me entró una especie de estupor. Parecía no encontrarme de acuerdo y no querer asumir lo que terminaba de hacer y decir. Me

43 sonaba tan demoledor, a tan nuevo… ¿ Devorarlos, pero qué digo… ? Me pregunté un par de veces antes de volverme a contemplar fijamente y resbalar con lentitud las manos por los muslos, cercanas el sexo, y sentir la embriaguez que me producía la excitación. Entonces me atreví y me repliqué que en realidad era una hembra y que la naturaleza se expresaba en mí con todo su deseo y capacidad fecundadora, y que era a través de la seducción – y lo pensé mediante una visión casi tangible – que el macho quedaba enmarañado en los efluvios que la mujer expande sugiriendo el coito y el gozo en sí. Y al reafirmarme acerca de que en ningún caso el instinto maternal devenía por la insistencia de la Iglesia, me acordé del padre Jeremías. Jo, si me llega a ver así… pensé, y me refocilé con sarcasmo ante el espejo, gustándome, pues sin duda abusé al resarcirme de la más estricta intimidad. Hasta me reí en alto. Digo más. Diría que me contemplé con narcisismo y algarabía y que me moví inicuamente, con un toque de impudor y lascivia. Sé que atravesé un instante diferente, estoy segura, y que en él sentí el alectrizamiento del cuerpo, ese descoque libidinoso que, con poder de evocación sensual, emana del calor del deseo y la oportunidad. Animada por este estado, y al calorcito de la calefacción, me llevé ambas manos al sexo, lentamente me puse en cuclillas, y estuve un rato bajo la influencia que supone pasar de un orgasmo de necesidad a dos, a… Influencia que me tendió sobre la alfombrilla y allí me dejó, intentando recobrar con los ojos cerrados el ritmo del aliento y los latidos del corazón, y un renovado ánimo que me diera justificación y fuerza para levantarme y retornar a aquí. No puedo evitar la comezón de conciencia. Me dan como ramalazos y me asalta el recuerdo de Emma Bovary, de Lucrecia, de Messalina ¡ Seré estúpida… ! Ojalá hubiera tenido más coraje y conciencia durante los años de oprobio ¿ O no... ? Qué paradoja. Porque, aunque he procurado decir ojalá, convencida y con decisión, no ignoro que ha sido así para incidir en mí misma, para impresionarme con mis propias palabras y cubrirme con su poder. Porque este asunto de ruptura o no ruptura y el tiempo último de celos soportado, todavía constituyen para mí un enorme arcón al que una y otra vez he puesto reparos al ir a tocarlo, pues no sólo implica abrirlo, sino indagar en él, identificar uno a uno los trozos revueltos que acumula y, cómo no, también los trozos invisibles, arquetipos de preguntas que específicamente jamás llegué a formularme ni a mí misma ni a nadie, o que, si lo hice, procedí a introducirlos allí de forma apresurada y en silencio para que olvidadas me abandonasen y ya no fueran mías. Seguro que en dicho arcón existen respuestas como blasfemias congeladas, yugos de hielo esperando el día la liberación. Intuyo que contiene mi exégesis, la de cuando uno no sabe muy bien quién es y, perdido, intenta ignorarse, o huir, pero que, en definitiva, tanto la esperanza como el dolor, aunados en un potro indisoluble de tortura, nos muelen a palos, nos tiran por el suelo y luego nos ponen a mano una silla bajita para que podamos levantarnos, aguantar de pie, y ver que, aún, podemos continuar. De ningún modo quiero dramatizar demasiado ni me interesa, aunque podría hacerlo, quizá mucho más. No se trata únicamente de mi caso, que, tal vez, y por otro lado, sea y haya sido por demás vulgar, puesto que los hay brutales, increíbles, extremos. Hay seres humanos, sobre todo mujeres, que habrán tenido la impresión de haber perdido la noción del tiempo y el para qué de él, mujeres que hayan perdido la dignidad y su facultad de razonar, de oponerse a algo, de suplicar incluso, que es la negación última del vencido, y, las que no aguantan, o han muerto o morirán. Entonces, yo, ahora que tengo la oportunidad ¿ por qué he de callar ? ¿ por qué no resistir y denunciar estas condiciones en las que tan a menudo si se muere si se pretende vivir ? Soy Regina Bosch y estoy sola con unos

44 cuantos problemas, pero viva, y quiero seguir estándolo y vivir cuanto sea posible. Dios mío ¿ estaré segura de todo esto…? A menudo se me va la mano y los nervios y no domino el arte de contar las cosas graves con rigor y encanto. Siento que me chisporrotean las sílabas y saco a relucir palabras candentes con las que no contaba, y aunque de vez en cuando estirar y arrastrar el alma y la bilis convenga o sea necesario, he descubierto que siempre aparece una luz que te dice quién eres y también quién quieres ser. Por eso, por eso rebatía a Faulkner, exclusivamente por eso. Cuando se parte de un amor claro y profundo, y miras adelante y lo proyectas a través de una convivencia compartida con hijos, ilusión y trabajo, realmente, al sobrevenir situaciones inesperadas y difíciles, la primera sensación que una tiene tiende a decirle que lo que está ocurriendo no le está ocurriendo a ella. Más que una sensación es un sobresalto, un extraño desasosiego que se va convirtiendo en nido de alfileres que pulula por todas partes y todo lo punza, lo incendia, y nada parece que fuera a sobrevivir tal cual era. La transformación de Andrés fue pasmosa, pero no repentina. Ni en los peores momentos, ni siquiera cuando me veía llorar en silencio y frotarme los ojos una y otra vez, fue capaz de admitir sus sucesivas y evidentes relaciones amorosas. A su alrededor fue construyendo una imposibilidad, una especie de anillo invulnerable que, si bien y a ultranza servía para protegerle pensamientos, actos y palabras, no pudo protegerlo del inexorablemente desmoronamiento físico y a la vez moral. Podría no haber padecido este fenómeno, estoy convencida de ello, pero el hecho es que ocurrió. Yo intuía que ya, durante la legislatura como diputado, había comenzado a tomar hierba y luego coca. A veces cualquiera, Javier o Marta, o yo misma, entrábamos en el servicio y encontrábamos el tufillo adherido a las paredes. Incluso lo retenía la ropa y no acababa de írsele por mucho que la aireara. Era cuando todavía en silencio una aspiraba a que el sufrimiento acabase, a que desapareciera sin más y por sí mismo y retornase otro día sin las trizas del pasado. Es probable que el mismo Andrés llegara íntimamente a esperar y a creer, igualmente, que pasara aquello y acabara diluyéndose sin solución de continuidad, que tuviera fin. Recuerdo el día que le descubrí la Visa amparando un gasto de hasta un millón de pesetas, oculta, eso sí, entre los infinitos entresijos de una cartera de mano que no dejaba ni a sol ni a sombra. Con la tarjeta en la mano, y en aquel instante, a punto estuve de imponerme indagar de allí en adelante, aprovechar recovecos, momentos y oportunidades y descubrir lo que su cerco de acero me impedía. Pero no. Deseché con un prejuicio absurdo la defensa de mis intereses y me negué a esa labor subrepticia de asalto a la intimidad de mi marido. Y ciertamente, cuando lo determiné, lo acepté y me repugnó. Creo que me dije que lo que hubiera de ser, sería, sin más, y volví a colocarla en su sitio, junto a un sinfín de motivos, los cuales, casi con seguridad, me hubieran provocado intriga o estupor examinarlos. Sí lloré, en cambio, y al colocar la tarjeta en su sitio, me tembló la mano y por cobarde me desesperé. Las cosas son así. Parecen despertar, aparecer porque nosotros despertamos y adquieren unas proporciones desmesuradas, pues, en ese momento, aún no sabemos que muchas veces, en realidad no llegarán a ser nada. Pero el miedo, casi siempre es brutal. También ahora sé que durante la mayor parte de nuestras vidas, el miedo, ante cualquier minucia, nos surge y persigue como si fuera un poso ancestral, y que en muy pocas ocasiones nos hacemos conscientes de que lo sentimos para plantarle cara y hacerlo huir, o para cerciorarnos,

45 simplemente, de que no existe razón u ocasión real para que no acaezca ninguna desgracia ni naufragio temido. Sin embargo, puedo asegurarles que las dos veces que Andrés me golpeó no me entró pánico. En una de ellas fue mediante dos o tres bofetadas muy rápidas. La otra, consistió en un revés que me hizo brotar de la nariz la sangre y me produjo un moretón en el pómulo izquierdo que me duró mucho tiempo. Desde el punto de vista psicológico había pasado mucho y ya no le temía. Sólo tenía interiorizada una resistencia numantina para que nuestros hijos, en plena edad difícil, no tuvieran que soportar nuestra ruptura en una etapa crucial para sus estudios y sus vidas. Estoy convencida de que mi postura bebía mucho de los hontanares de mi madre; creo que, de alguna manera, en mi postura, yo asumía aquella sumisión, porque me volví increíblemente paciente ante una situación por demás violenta y desabrida. O, tal vez, porque me diera cuenta de que Andrés estaba cayendo, y yo, al menos, y mínimamente, debía estar allí. En situaciones semejantes, lo que se trasluce no es sino un cúmulo de circunstancias confundidas en una sola calamidad, la que se está padeciendo en conjunto, quizá por ello nunca me pidió perdón, nunca. Mi hija Marta venía, me abrazaba y lloraba conmigo en el extremo del sofá de cretona, en el de las rosas. Nos abrazábamos y nos quedábamos muy quietas, suspirando y sin decirnos nada durante mucho rato. Nos dejábamos el pañuelo una a la otra y nos sonábamos porque, en el fondo, las dos comprendíamos la situación y la soportábamos. Javier, ni hijo, daba un portazo y, aunque fuera en invierno, salía y se iba a la calle. Volvía con los ojos enrojecidos, rígido y tenso, mirando y escuchando con sigilo al entrar. Me acuerdo bien de un día que, en un alboroto conmigo y con Marta, Andrés pretendió recurrir a él porque decía que Javier era un hombre y podía entenderlo. Fue un momento muy agrio, ya que, por primera vez, Javier levantó los brazos, se quitó a su padre ásperamente de encima, lanzó un juramento tremendo y lo amenazó con contundencia. Miró a su padre con desprecio y asco, horriblemente. Nunca, jamás debiera un hijo mirar a su padre de esa forma. Pero, cuando realmente se produjo en él un cambio ostensible, fue cuando perdió su acta de diputado, más bien cuando no logró ser incluido en la candidatura siguiente. Raquel Corona sin embargo continuó, pero sé que fue ella quien rompió las relaciones y que allí comenzó un verdadero calvario y un galimatías para Andrés, pues a partir de ese momento empezó a no cuadrarle nada y a quedar descolocado por completo. Daba la sensación de que hubiera perdido el norte y que todo se le hubiera puesto a dar vueltas sin encontrar eje de referencia ni compás alguno. En aquel momento no sólo hubo de prescindir de su Visa Oro, sino interrumpir de golpe con un mundo de relación para él importante: gente guapa y a la última que parecía eterna en sus modos y cargos, hubo de empezar a readaptarse forzosamente a quien era después de todo, a una situación real, pero a la que se me antoja que jamás pensó volver, no sólo por lo que suponía de status económico y rango notoriamente inferiores, sino, y sobre todo, por el desprestigio personal que implicaba. Reconozco que hubo de serle duro, aunque, por otra parte, enseguida aparecieran Virtu y Manoli Valle, las dos del acervo sindical o próximo. No así Sonsoles, que procedía del feminismo de los primeros años, y ambos se pusieron a reivindicar de nuevo flores para su mutua soledad en aras de su amistad pasada. Con todo, creo que el varapalo político constituyó para él una especie de desfenestración anímica, como si de repente se le hubieran abierto los ojos y los oídos internos y le hubieran dicho que su labor había sido inexistente e inapreciable, tal vez incluso nefasta. Intuyo que debió ocasionársele un vacío

46 importante porque, a veces, venía a casa a cualquier hora y se quedaba ensimismado al lado de la ventana, o mirando fijamente y demasiado tiempo al mismo punto de cualquier periódico. Aunque no decía nada al respecto, eso se sabe y se nota. Y en la empresa, esos golpes se acusan. No dejan de constituir una obviedad de que ya no se sirve para algo, por lo que tanto su presencia como su capacidad de influir de otro tiempo desaparecieron de forma radical. Empezó entonces a crearse deudas y, sin importarle, a dejar que salieran sin grandes escrúpulos a la luz. Los acreedores lo llamaban por teléfono a casa, probablemente conscientes de la presión que ejercían. Y ciertamente lo pasaba mal, hablaba bajo, balbucía y se aturdía al contestar. Menos mal que por ese tiempo ya habíamos concertado los gastos, las procedencias de los ingresos y prácticamente lo que, en definitiva, habría de venir después también. Pero, abundando – como decía – en este cúmulo de circunstancias, Andrés entró en un tiempo definitivo porque se halló desconectado con su contenido, puesto que había roto por completo en relación con su antigua capacidad profesional. Este hecho debió ser su herida mortal. Al cabo de mes y medio de retornar a la empresa, de mala manera y echando pestes volvió al sindicato a fuerza de invocar viejos favores, de recurrir a amistades y a tirar de más de una levita. Quiérase o no, es algo que, en sí, debe desorientar, creo yo; debe ser como si de pronto lo vaciaran a uno, o uno mismo se sintiera vacuo y empezara a verse y pensarse inservible, como inútil, y comenzara a dudar de que supiera hacer realmente algo y tal vez día a día y por el resto de su vida. No quiero ignorar que debe representar una enorme frustración este desajuste por falta de reciclaje, pero traumático si lo que se intenta es capear el temporal desde la nada entre competidores y enemigos que te reciben con la navaja sindical, política y profesional levantada o puesta sobre la mesa. De forma simultánea tuvo lugar su deterioro físico y, pues en poco tiempo, dejó de ser quien era. Su estatura le ayudaba a ocultarlo, pero no cabía ninguna duda de que los últimos cuatro años de diputado le habían llevado con demasiada rapidez aquella apostura que le era natural junto a los reflejos y limpieza de movimientos que siempre desplegó. En consecuencia, se le formaron y sobrecargaron sobremanera las bolsas de los ojos, había engordado y perdido pelo, y andaba ligeramente encorvado mirando para abajo. Y no sólo eso. Porque, más que, y a pesar de todo, procuré que tuviera siempre impecable la ropa, se hizo portador de cierta dejadez y gafedad, incorporó una especie de abandonismo que había ido incorporando paulatinamente hasta llevarlo como algo inherente y asumido, como si le fuera congénito, y nada más lejos. Hubo, sin embargo, un momento en el que debió sentirse tan mal que, un día, sin saber cómo lo hacía, noté que me pedía ayuda. Él bebía sin contención y esnifaba, y su médico lo sabía. Y no sé de qué flaqueza o esperanza engañosa pude extraer la decisión para aceptar, pepro el hecho es que, como en un relámpago, concebí la ilusión momentánea, y quizá también romántica, de que podría y debía salvarme y salvar a un tiempo mi marido. (¿ es posible que fuera la resultante en pro de evadirme del dolor y nada más ? ¿ lo fue ?) Al escrutarme me digo que tal vez no proviniera sino de la singular paciencia inoculada en mi conciencia desde hacía demasiado tiempo. Pero allí estaba yo, asumiendo mi decisión y compartiendo por enésima vez, junto a sus afines feministas y sindicales, espectáculos, mesa y mantel, cafés, muchos cafés circunstanciales y fines de semana. Fue el tiempo en que salió a la luz Manoli Valle. Manoli Valle tenía una relación fácil pero indirecta con mi marido. Era la encargada del control de una aseguradora y de los viajes que el sindicato programaba y ofertaba de

47 forma concertada. Antes de que yo me enterara de que al mismo viaje de Andrés - con estancia de una semana en Alemania y Bélgica en representación del sindicato - hubiese ido también ella, él me convenció para, a la vez que con Rufino Moro y su mujer, salir con Manoli y su marido, éste, como él, aficionado a la numismática. A posteriori, tengo el convencimiento absoluto de que suelen jugarnos malas pasadas tanto la excesiva buena fe por un lado, como el mero anhelo de pretender no ser aguafiestas a fuerza de ver brujas y enredos por cualquier parte sin sentido. Yo sabía, porque lo había vivido, que el tipo y las maneras de trato y relación en aquel ambiente eran muy directos y abiertos, un ambiente donde la confianza consistía en algo que debía presuponerse desde luego y ser admitido per se. Sin duda, un modo avanzado que venía a romper tabúes y complejos ñoños, que actualizaba y ponía al día las movidas sociales últimas, progresismo incluido. De cualquier forma, yo conocía bastante bien a Rufino y a Sofía y no me importaba, pero tampoco parecía oportuno negarme a conocer a nueva gente. Ángel, el numismático, además de ser un hombre normal, era buena persona. Pertenecía a un pequeño banco donde era Jefe de Sección, y, de vez en cuando, se ponía el chandall y se iba a hacer footing a la Casa de Campo. Tenían tres chicos más jóvenes que los nuestros. Manoli Valle era guapilla, eso sí, pero con dos tetas fundamentales y un tipo fino que, por añadidura, venía a resaltárselas. Me había dado cuenta, naturalmente, en reuniones convencionales y distendidas anteriores, pero la observación en cuanto mujer había sido positiva. Donde todo comenzó a variar fue después de haber pasado con ellos las horas lúdicas de dos o tres fines de semana. Durante un tiempo, Ángel y yo habíamos superado la barrera de las cortesías y, entre los seis, parecía fluir al fin un río de amistad que, por otro lado, conllevaba, como suele ocurrir, el germen de lo nuevo pero, también, de lo especulativo. Íbamos al cine o al teatro, salíamos de paseo o jugábamos a las cartas en casa y Andrés parecía tender a beber menos, a fumar menos… No conseguí saber si esnifaba menos o no. Pues bien, un día empecé a darme cuenta de que Manoli Valle - en función de la confianza, decía ella, sin duda excusándose – había empezado a adoptar posturas típicas de seducción pero siempre delatoras, tales como subirse las faldas sobre los muslos, a dejar que se le vieran con relativa facilidad las bragas o desabrocharse los botones superiores de la blusa por donde Andrés, mucho más que Rufino, entraba a muerte con todos sus instintos y bagajes. Ángel, como siempre, aparentaba jovialidad y sonreía, incluso cuando a mí me parecía que Andrés le comía con los ojos los pechos a su mujer. Algunas veces, con acritud y rabia, lo acusé para mis adentros de ser un idiota y un estúpido rematado. Ahora, después de tanto tiempo, vuelvo a preguntarme por el ser íntimo de aquella buena persona en momentos en los que procuraba mostrarse amable y cordial, en todo caso resistente, o a la altura de las circunstancias. El entontecimiento a que fui sometida por la falsa esperanza me duró casi cinco meses. Un día salté, le dije el porqué a Andrés y corté radicalmente, motivo por el que entramos de nuevo, y de inmediato, en una fase más viciada y oscura si cabe que la anterior. Se lo tomó como un enorme insulto personal a la vez que, también, como desprecio hacia unos inocentes y magníficos amigos. Para él, yo volvía a ser una visionaria, además de histérica, paranoica y loca de atar. Sin embargo, al cabo de unos meses, llorando y desamparado, me llamó Ángel por teléfono pidiéndome que nos viéramos porque había visto abrazados a Andrés y a su mujer dentro del coche. Quiero hacer un alto y un silencio ahora para, donde sea, escuchar con atención y recordar a aquel hombre que, probablemente, por no

48 incordiar siquiera, apenas nos mostró su fabulosa colección de monedas europeas de todas las épocas. Quien quiera someter lo que he escrito a juicio racional y sereno, naturalmente puede hacerlo, porque quizá le sirva de algo. Le animo a introducirse, a que se inmiscuya siquiera y, por aproximación, en una u otra de las situaciones torpes con que uno va encontrándose a cada instante a través de la vida, situaciones que a menudo rayan en la hilaridad afrentosa, en la necedad humana y a veces en el hastío. Quiero creer que se produce sin duda, en mí al menos así fue, una constante no sólo de patente desamor con toda su evidencia, sino también de humillación, esa humillación necia y tosca que poco a poco, después de haberse convertido en muro resistente a ultranza, y como todo, acaba por ceder y entra en la consciencia como un poso de daño irreversible con su cuota-parte de fatalidad. Cuando he conseguido hacer aflorar las ideas y circunstancias al nivel que pretendo, me he dado cuenta de que, en el fondo, este daño consiste en que, aquello que era ya no es, se ha transformado y es esta transformación, este ser último que produce dolor. Incluso es posible que esta avería en realidad no represente una degradación de la capacidad de amar ni de mirar las cosas, no, pero sí que haya alterado definitivamente mis enfoques: amar de otra manera o con otros requisitos, llegar a la satisfacción amorosa mediante otra concepción tan distinta a todo cuanto fue. Posiblemente la identificación del objeto amatorio se haya transformado también por necesidad, puesto que yo creo que, en el orden natural de las cosas, nada ocurre impunemente, nada ocurre porque sí, sino para y en función de algo. Veremos qué. Pero, que ello sea así o no, lo que no puedo ni debo eludir es hablar del sufrimiento. Porque ¿ qué es lo que pone de manifiesto y de qué modo éste desgraciado convivir ? Alguna vez, de forma muy ligera, yo había oído historias de quienes odiaban volver a su casa a diario, de quienes temían la llegada de los fines de semana y, peor aún, de las mismas vacaciones por tener que enfrentarse a duraderas situaciones de convivencia de manera forzosa. Siempre dije qué horror, o qué barbaridad, y dejé pasar el comentario sin más porque, obviamente, nadie, a excepción de los santos, va haciendo suyos los problemas con que se encuentra en los demás para adentrarlos en su vida y sufrirlos. Pero, créanme, la posibilidad de que cualquier desastre pueda tocar o afectarnos de la noche a la mañana, no debe despreciarse en absoluto, yo diría que nunca. Por tanto, el sufrimiento, cuando llega y se hace insistente, acaba convirtiéndose en una parte del ser mismo, se hace y convierte en connatural, y tanto es así, que no se espera que cese o desaparezca. Únicamente se piensa en cómo soportarlo mejor, en cómo hacerlo llevadero un día más y que las esquirlas que produce sean un poco menos abyectas, más livianas. Es cuando se nos adormece la conciencia y parece que se alimentara de ritos desasosegante en la oscuridad y allí aguantara ciegamente, perviviera y perviviera a toda costa. En cambio, y como he señalado más arriba, hay un momento en que la conciencia despierta, se ilumina y se hace consciente de cuanto ocurre, del cómo, del porqué y en qué medida. Es a partir de entonces cuando cada dolor y su proyección son sometidos al filtro no ya sólo del entendimiento, sino a la vez del corazón. Y si el corazón aguanta y perdona, acaso la compasión haga que los hechos comiencen a aparecer con una fisonomía diferente. Si no es así, la relación se romperá y todo se derrumbará, se vendrá abajo de inmediato. Por tanto, sepan ustedes que durante mucho tiempo consideré a mi casa mi enemiga. Mi casa, donde estaban mis hijos, Javier y Marta, y me reunía con

49 ellos cada día para llorar y, como he dicho, para sufrir. Todavía recuerdo los enormes escalofríos que me sacudían al hacerme cargo de aquel tiempo que tenía que compartir, escalofríos de los que pretendía huir y parecía liberarme al salir por la puerta para ir por la mañana al colegio y, sobre todo, y de manera cuasi gozosa, al comienzo de los lunes. Tal era la liberación. Yo les pregunto ¿ reconocen, identifican ustedes estas cosas, estados como éste ? ¿ reconoce alguien la opresión que se siente en medio del pecho, lo que tira para atrás de los hombros, desesperadamente de los brazos y de las manos, te ciega y te pregunta adónde vas ? No me quedan arrestos hoy para continuar escribiendo. Se acercan días que presiento como témpanos, de ésos que únicamente ofrecen seriedad e inquietud como temas únicos e indivisibles. Así, pues, aquí mismo me planto y me levanto, y si puedo, ya proseguiré en otro momento.

XIV

Sin excluir cierta morbosidad, tenía ganas de saber en qué consistía un Club o Agencia de relaciones personales, desde hace tiempo, creo que desde poco después de quedarme en paro funcional. Después de ojear posibles empleos alternativos, para entretenerme, me dediqué a rastrear por el periódico cosas inverosímiles y, entre ellas, anuncios que anteriormente siempre me habían pasado por completo desapercibidos. De esta manera descubrí el reclamo de estos lugares sui géneris, los cuales, entre unos y otros, prometían en general una amplísima gama de satisfacciones cívicas e íntimas. Depende. El otro día, después de que pasar por nuestro claustro el padre Jeremías – entre nosotras el Jere – me decidí y, a fuerza de insistirle mucho a Isolina, como en un acto de irresistible de venganza o inquina hacia él, digo, la convencí para que fuéramos al Club Amistad, el cual ofrecía combatir la soledad a través de actividades culturales y relaciones personales sanas y excelentes. Lo cierto es que, y a la postre, el impulso nos llegó a motivar a ambas de tal manera que llegó a convertírsenos en una especie de curiosidad impaciente bajo la excusa del aburrimiento y, por qué no, la novedad. Y durante dos días, como jovenzuelas, estuvimos incitándonos, formulando y reformulándonos preguntas acerca de posibles imprevistos una vez allí, riéndonos de las respuestas que se nos ocurrían y que la imaginación nos disparataba, fortificando, en suma, el deseo de vernos dentro de un Club semejante y de características desconocidas por completo para las dos. Madrid es extenso, pero la dirección que nos facilitaron por medio del teléfono anunciado, señalaba una calle bastante a mano, más bien céntrica. Por precaución, decidimos arreglarnos muy tapaditas y con pulcritud hasta ver con claridad dónde nos encontrábamos y qué debíamos o no debíamos hacer. Tras bajar del taxi, nos encontramos de frente con un edificio antiguo, con un ascensor de principios de siglo y un portero con cabina. Y puesto que se encontraba en el piso principal, preferimos subir andando, pero cada vez que asentábamos el pie en los escalones, éstos crujían como si se abrieran y estriaran, por lo que llegamos a sentir la impresión de que podían ceder por raídos y mohosos y caernos por el hueco.

50 Eran las siete de la tarde y la luz escasa que se proyectaba procedía de unas bombillas pequeñas y bamboleantes que pendían de un cable que ascendía ceñido a una raya azul celeste y muy gastada, marcada en la pared. A medio camino, cogidas del brazo, nos detuvimos para anchar los pulomones, aunque sin decirnos nada, a punto estuvimos de darnos la vuelta y salir corriendo de la casa. Pero oímos voces de gente que se acercaba, gente que ya, en ese momento, entraba en el portal y que probablemente estaría subiendo, por lo que, instintivamente, y como obligadas, nos dimos con el codo un golpe de valor y continuamos para arriba. Eran dos mujeres y tres hombres. Las mujeres subían parloteando, contentas y decididas, parecían conocer el medio, por lo que nos adelantaron tranquilamente antes de llegar al rellano del descansillo, donde, con unas letras grandes y negras, colgaba un rótulo encima de la puerta que decía Club Amistad. Ni siquiera nos miraron al entrar. En cambio, los hombres seguían detrás nuestro. Lo hacían con una lentitud pasmosa, y si a nosotras parecía faltarnos el aliento, era obvio suponer que ellos podrían estar a punto de morirse. Abrimos despacio, con miedo, y la puerta desplegó un lamento final, como si tratara de un aviso, y no llegó a cerrarse porque los hombres ya se encontraban arriba y, amparándola, lo evitaron. Nos encontramos en un hall espacioso, con un mostrador a la derecha, tipo hostal o pequeño hotel, y dos ordenadores con un hombre y una mujer detrás de edad mediana. Desorientadas miramos alrededor. La mujer nos saludó enseguida con un hola cálido y expresivo, y nos invitó a acercarnos. Mientras lo hacíamos, los hombres que nos habían seguido pasaron por detrás como si con ellos no fuera el tiempo, pero nos remiraron, eso sí, de perfil y sin disimulo, con clara intención de examinarnos y crearse una opinión porque cuchicheaban. Insistiendo e insistiendo, uno de ellos se perdió mirándonos por el recodo del hall. La mujer del mostrador, no carente de cierta elegancia, nos refirió con eficiencia y de forma concisa las características del Club. No había cuota de inscripción y durante dos días podía asistirse absolutamente gratis. En caso de que interesara, habría una cuota mensual con pago adelantado. Le dijimos que bien, que probaríamos, para lo cual, y como único requisito, le dimos la dirección y el nombre. Ya, por último, con una leve sonrisa, la mujer nos entregó un folleto explicativo y nos conminó a que pasáramos y conociéramos las dependencias del establecimiento. El Club se componía de dos plantas enormes y unidas, con un salón hermoso y varias salas dedicadas a cuestiones diversas de acuerdo con el día, la actividad y las horas. En general se encontraba bien amueblado y mantenía una temperatura aceptable. El primer golpe de vista devolvía gentes de clase media con edades comprendidas entre los treinta y cinco y los sesenta. En ese momento, puesto que era viernes y las siete de la tarde, daban una proyección de un documental sobre Australia, al tiempo que tenía lugar una sesión abierta, una reunión a la que acudían quienes desearan comunicar a los demás sus nombres, circunstancias y características, así como otros pormenores y deseos por el hecho de haberse asociado y encontrarse allí por primera vez. Los demás se diseminaban jugando a las cartas, al trivial o al monopoly. En general juegos de mesa junto a otras actividades de entretenimiento y relación. La cafetería fue adonde primero nos dirigimos y se hallaba en la cabecera del salón, por lo que, casi a tientas, nos fuimos acercando a barra con la vista baja y forcejeando para obtener cierta orientación, tener conciencia de qué nos rodeaba y dónde podríamos detenernos. Y qué cosas pasan, porque al intentar tirarle del abrigo a Isolina para indicarle que nos sentáramos en un par de taburetes que había libres en un extremo del mostrador, tropecé abruptamente, di un zapatazo sonoro

51 contra las tablas, marché dos pasos encorvada hacia delante y a punto estuve de caer. Fue terrible. Todos los presentes nos miraron de repente, y los tres hombres, que nos habían seguido por la escalera y se hallaban relativamente cerca, acudieron solícitos a darme la mano con la excusa del traspié. En realidad no fue sino un símil de contacto y se quedaron en un lateral de la barra, tomando, como luego vimos, una copa de vino con galletitas y cacahuetes pelados. No acertábamos a dejar los bolsos en ninguna parte, ni sobre el mostrador ni sobre los taburetes, hasta que, irguiéndose de lado, Isolina consiguió sentarse en uno de ellos y poner el suyo sobre el regazo con poco equilibrio y a toda prisa. Yo la imité con cautela, pues, además de ser más alta, procuré que el taburete no girara y diera vueltas a lo loco y me pudiera caer de nuevo. Estoy segura de que tuvimos la impresión de ser dos pueblerinas despistadas mientras pretendíamos que alguien nos atendiera desde el otro lado de la barra a pesar de que no se veía a nadie. Se oían, eso sí, algunos ruidos por dentro pero no nos atrevíamos a llamar. Así es que nos quedamos quietas y con cara de esperar. Los tres hombres no nos quitaban ojo. El rubor me arreboló las mejillas y me aturdí. El hombre que se había quedado el último al pasar por el hall me sonreía discretamente de cara, con la copa en alto. No sabía qué hacer. Creo que lo miré con indecisión y nerviosa, con un vahído que procuré descargar en el hombro de Isolina diciéndole algo que sería cualquier cosa, porque no me acuerdo de nada sino que necesitaba saber qué podríamos hacer para salir del impasse. Pero en ese momento Isolina empezó como a reírse por reirse y eso fue la salvación: los nervios se nos calmaron repentinamente y las dos podíamos respirar. Creo que, sin remedio, tuvimos que acordarnos a un tiempo de las chirigotas que nos habíamos gastado los días anteriores. Con ello nos dimos cierta tranquilidad, un poco de estilo y hasta adquirimos alguna lucidez. Al cabo de dos o tres minutos apareció por fin el camarero. Era un muchacho joven, con camisa blanca, remangado, con mandil blanco caído por delante y a medio poner, y aunque las dos levantamos la mano al mismo tiempo no nos vio, se entretuvo recogiendo las tazas de unas mujeres que se hallaban sentadas bastante lejos. Pasó a continuación por donde estaban los tres hombres y, éstos, mientras le decían algo, con un movimiento de cabeza nos señalaron ostensiblemente. .- ¿ Nuevas, eh ? - nos dijo al acercarse sonriendo el muchacho con naturalidad - ¿ Qué va a ser ? .- Yo, un café – respondí instantáneamente sin demasiada seguridad. .- Y yo otro – se precipitó Isolina, como si quisiera simplificar. .- Y bien calentitos ¿ no … ? nos preguntó él con parsimonia, mientras se alejaba hacia la cafetera. Y al fin, justo en el momento en que ponía las tazas sobre el mostrador, dos de los hombres se nos acercaron.

.- Si permiten ustedes una invitación…, ya que es la primera vez… - dijo el que me había saludado. Se habían puesto uno a cada lado y no supimos qué responder. .- ¡ Si no tienen inconveniente… ! - concluyó el mismo con una sonrisa y tono amable. Con gestos ambiguos aceptamos. Y hacerlo fue una sensación desconocida, pues en un instante recordé a Andrés y a mis padres, a mis hijos y a las monjas. Una especie de efluvio mental me recorrió y me dio un pinchazo en el estómago que no se calmó hasta pasado un buen rato. Es posible que demonios atávicos y posos de conciencia emergieran a la vez ante la proximidad de un

52 hombre extraño con claros rasgos de galanteo y yo frente a él, con absoluta libertad de movimientos pues me parecía que yo no era yo, no Regina, no la profesora de matemáticas de las muchachas mayores ni la amiga de Isolina. ¿ quién era, quién era realmente… ? Tal era mi estado, tal mi grado real de confusión. Me duró unos minutos, los suficientes para defenderme a fuerza de monosílabos, de miradas inconcretas y dispersas y dando sorbitos al café. Naturalmente, poco a poco recuperé el sosiego y, con ello, la facultad de responder con normalidad. Cito este momento porque estoy segura de que me ayudará a desentrañar estos arraigos y cómo hacerles frente en el futuro. Como en un aparte digo que este cambio, la novedad de mi vida, no ha sido baladí, pero llegar a mí misma no es menos importante; estoy convencida de que me capacitará para cambiar y dinamizar en el futuro cada hecho y paso que dé. La tranquilidad que busco aún no sé si la podré construir de acuerdo a la medida que busco o simplemente la debo intentar recuperar, si es que alguna vez la tuve. Antes habré de saber quién he sido, quién soy en este instante, y quién o qué quiero ser bajo mis propias condiciones. No sé si ganaré esta partida, y, aunque lo dude todo, de lo que estoy segura es de que lograré un final. Fernando Lúquez era el que había quedado rezagado en el hall y el del brindis y el saludo. Comandante y con destino en Madrid, había estado en Sidi Ifni, y ahora buscaba su contraria para retirarse y vivir la vida como un señor y con una señora en su casa. Tenía pelo rubio tostado y un bigote arreglado, estatura considerable, bien vestido y apuesto. Y lo sabía. Leo de Lucas era el otro: moreno, un poco rechoncho y con cara feliz y simpática, un pícnico típico, separado hacía dos años y con dos hijas. Tras tomarnos el café se ofrecieron igualmente y nos dejamos llevar mientras nos mostraban y daban santo y seña de cada estancia del club. Alternábamos las explicaciones recreativas con las indagaciones personales, nos sonreíamos por nada con una cortesía espontánea y permanente, además, nosotras no sabíamos en absoluto cuál era o debía ser la actitud correcta en un club de tales amistades. Creo que, al mirarnos, comprendimos la dificultad de caminar en tumulto, por lo que nos separamos en parejas y Fernando se quedó a mi lado. Yo no quería mirarlo a los ojos porque los tenía bonitos y porque no fuera a creer que me sentía atraída. Pensando en esto, recuerdo que me puse a toser para distraerme la atención y centrarme en lo que debía hacer y contestarle a cada cosa que me iba sugiriendo. Donde más intimamos fue en el salón de exposición de manualidades y cartas de amor, se encontraban muy enterados y nos reímos mucho. Esto constituyó el detonante propicio para bajar al piso de abajo, donde se encontraba el salón de baile. Por la escalera me temblaban las piernas. Me encanta el baile y hacía años y años que no daba un paso. A medida que bajábamos me parecía ir entrando en un lugar mágico y no obstante de pecado. Otra vez aquel sentimiento, tan real, que me hacía tintinear el cuerpo y sentía la inexactitud que ofrece la libertad cuando no ha sido ejercida de manera lógica y todo se presenta con el rigor de una incógnita profunda y, por tanto, sumamente incierta. Sobre un escenario – tipo americano – adosado a una pared, una orquestina, ataviada con el traje regional-castellano desarrollaba los compases de un pasodoble torero, airoso y conocido. Era considerable la animación, y la música invitaba como por ensalmo a deslizar los pies sobre la tarima. A la derecha se abría un bar pequeñito y, alrededor de la pista, había mesas y pertrechos al uso. Inesperadamente, al pasar entre el bar y la pista, mi acompañante hizo medio giro

53 con las manos en alto y me invitó a bailar. Aceptar debió parecerme un cumplido porque, de pronto, nos vimos marchando y dando vueltas al compás del pasodoble como si fuéramos dos almas gemelas, nacidas para el baile. Ni siquiera me di cuenta de si Isolina y Leo nos habían seguido o no, sólo al cabo de unos instantes los vimos en la pista. Al principio pretendí que mis pasos no fueran demasiado ligeros ni yo demasiado dócil dejándome llevar, podría parecer una casquivana de ocasión y entrega fácil. Sólo duró instante. Enseguida concluyó la pieza, nos reunimos de nuevo todos, y conseguimos una mesa junto a un precioso rosal de plástico. El comandante, al sentarnos, muy atento se desvivió procurando sujetar los respaldos de las sillas. Yo le veía los ojos de perfil, brillándole con deseo. En ese momento comencé a darme cuenta de que me estaba haciendo con mi cuota de poder, recordé de golpe entonces que una vez había sido elegida miss y eso hizo que me sintiera un poco feliz y fuerte. Y efectivamente me sentí mejor y me conduje más grácil y dicharachera. Isolina sonreía como nunca, aunque, a decir verdad, podían advertírsele espacios de desconcierto que la falta de costumbre no permite rellenar de pronto y con facilidad. Era evidente que flotábamos en un vacío improvisado y desconocido. Leo levantó la mano y solicitó la atención de un camarero, y Fernando, acercando con confianza la cabeza, nos preguntó lo que queríamos tomar, pero insistió en que tomáramos chupitos de lo que fuera, que los tenían de todas las frutas y hasta de aguardiente especial, de las Rías Bajas. Una vez hubimos asentido que fueran de manzana y guindas, él mismo se acercó a pedirlos al mostrador y volvió con ellos. Los chupitos nos entonaron aún más. Yo fui entrando en una satisfacción olvidadiza, como si el tono dado por el licor, la proximidad del movimiento y la música me fueran desposeyendo de toda adversidad, de los recuerdos ingratos y de cualquier realidad fuera del club. Me alternaban los momentos de consciencia con las pérdidas de control, pues notaba que se me disparaba el humor y la elasticidad, y que hablaba sin esfuerzo. Y con seguridad debieron encendérseme los ojos, dado que vi cómo le brillaban a Isolina y los míos se me movían con facilidad pasmosa. El comandante debió advertirlo también, pues se levantó sin dudarlo, se inclinó sobre mí, y extendió el brazo para sacarme a bailar. Entre valses, boleros y pasodobles no logro recordar cuántas piezas bailamos antes de Siboney. Habíamos repasado y recorrido la pista infinitas veces ensimismados por los impulsos musicales y las consiguientes inflexiones, por los arranques y amagos, por los compases exactos que solicitaba incesantemente la orquestina. Creo que, sin darme cuenta, a través de los pies me penetró la ensoñación que siempre me causó la danza, lo cual me deparó un estado peligrosísimo de laxitud e indefensión bajo el efecto levitante que el chupito de guindas me producía. Así, cuando el vocalista empezó a cantar Siboney lenta, muy lentamente, alargando y elevando la entonación como si realmente estuviera evocando y llamando a aquel amor, no sé por qué me sentí identificada momentáneamente, y como si encontrada y puesta en brazos del comandante fuera llevada por él a la fuente de este sentimiento que el cantante expresaba con exagerada intimidad y ternura. Ése fue el momento en el que sin duda me puse en peligro, porque, aunque me cueste recordar con nitidez suficiente, sí tengo conciencia de que llegamos a bailar pletóricos de entrega y lentitud, y de que en el arrullo en el que me había adentrado, en él que era llevada y sostenida, empecé a notar cómo el placer se adueñaba de mí y crecía en contacto con el cuerpo en tensión del comandante y la suavidad con que se esmeraba por mecerme. Sé que acaso no debiera reconocerlo de este modo, pero ¿ qué adelantaría con ello ? ¿ es

54 que debo ignorar que inconscientemente yo me apretaba y ceñía a su cintura y que me pegaba a su cara buscando el gozo del momento? Sí, si ... En eso consistió precisamente el peligro aludido. Me había situado en un terreno por demás comprometido y resbaladizo, terreno en el que mi acompañante, en aquel instante, es muy probable que estuviera en la creencia de que había conseguido rendirme a sus encantos en poco más de media hora o tal vez algo peor, de que fuera una ligera y vulgar buscona que hubiera ido al Club a darme el lote con el primero que se me acercara y que, en suerte, le había tocado a él. En cualquier caso, creo que al fin me sobrevino un instante de lucidez y comprensión del riesgo. Fue cuando, sin justificación alguna a mi pareja, me desligué repentinamente, busqué a Isolina y, a toda prisa, subimos escaleras arriba, recogimos los abrigos del ambigú y nos encontramos andando a toda prisa por la acera para detener un taxi, el cual habría de llevarnos directamente a su casa de Isolina. Ahora, en el silencio que expele la intimidad, se me seca la boca y me entra desasosiego viéndome, me invade un regusto vergonzante que atisba en la memoria y busca mi cara adosada a la del comandante, eludiendo apenas aquel roce de labios con el que pretendió construir un ataque en toda regla a fin de obtener mi entrega definitiva. Incluso me molesta preguntarme qué habrá dicho este hombre. A pesar de todo, y mientras pienso en ello- pues de momento no logro evitarlo - dejo que el recuerdo deambule de un lado a otro, por lo que, y sin demasiado asombro, reconozco que persiste en mí una brizna de aquel placer, y que aún, cuando menos lo espero, emerge como una rebelión carnal que marchara riéndose de manera desleal y gozosa cuerpo adentro. Luego, es cierto que hay, que en cualquiera existe un Míster Hyde oculto, esperando agazapado para ser alimentado e imponer después, y por sorpresa, su momento de fuerza y poder. Les digo, les aseguro, que es un umbral indescifrable. Cualquiera que me haya conocido con anterioridad y pudiera observarme ahora ¿ qué podría ver en mí ? ¿ cómo mediría cabalmente esta transformación de medios y valores en que estoy inmersa y que sólo yo conozco ? Estoy convencida de que Isolina y, quizás, también Rodolfo, establecen mis tiempos bajo una excusa común y aceptada. Al fin y al cabo, tal vez digan que después del divorcio no me he lanzado ni a la vida ni al tren. Debo pertenecer, por tanto, a una serie indeterminada de personas que, habiendo roto sus lazos maritales, reajustan sus vidas y modos cartesianos de la forma que pueden, es decir, a lo que es dable y natural en alguien como yo. Algo que, desde luego, también esperarían que así fuera. La noche de que estaba hablando, Isolina llegó a casa aturdida. Sé que le fue difícil explicar la situación general, pero sobre todo la mía. No sabía qué decirme, enseguida hacía mención a su propio estado chispeante y confuso para describir las cosas y no afirmar nada en concreto, o emborronaba las imágenes para darles cierta ligereza frívola y olvidarlas. Esta insistencia por despojar de hierro ese rato es lo que me hace sospechar que, en sus registros hondos, le ha quedado un poso, una impresión mía no demasiado favorable. Porque yo, a ella, recuerdo haberla visto charlar sentada con Leo y bailar sin más detalle que el compromiso del momento, pero yo sí, yo me fui muy cerca de los cerros de Úbeda. Y aunque Isolina es buena amiga y prudente, me molesta haberle entregado innecesariamente una parte íntima de mi ser, aunque se trate del Míster Hyde de mi carácter. Ella ni lo sabía ni lo conocía. Pues bien, tampoco tendría por qué saberlo ahora.

55 Ayer, martes, he dado tres clases. Dentro de lo posible ha sido un día espléndido. Dar tres clases consecutivas a pesar de haber sido por sustitución me parece inaudito. Es como rehabilitarme por un rato y obtener de repente el sentido que, durante tantos años, el colegio ha significado para mí. Por si fuera poco, no ha hecho acto de presencia el bellaco del cura y, por la tarde, me ha llamando mi hijo Javier dándome buenas noticias profesionales, además de decirme que estaría aquí con permiso de Navidad durante cinco días y que, luego, se iría con unos amigos a Dinamarca. Me preguntó si tenía noticias de su padre. A pesar de que no siempre me pregunta – me supongo que lo evita – noté que al otro lado del hilo se quedó en suspenso y que no sabía qué decirme. En cambio yo le mentí cuando me preguntó que cómo iban mis cosas en el colegio y le dije que muy bien, y que ni él ni su hermana debían preocuparse por mí. De modo que, después de colgar, y con la mano en los labios, me quedé meditando no en el porqué de esta ocultación, sino que lo hiciera con esa conciencia que a menudo suele atosigarnos una miaja diciéndonos anda, que si supiera… Posiblemente se trate, más que de engañar con malas artes, de no impacientar y guardar al mismo tiempo esa poca intimidad de algo amenazado porque tal vez se recupere y vuelva la normalidad. Hay en estos detalles, de todos modos, un cierto retraimiento, un substrato de vergüenza personal; como si el afectado, en este caso yo, tuviera miedo a quedar al descubierto, a que pueda correr un riesgo su patrimonio o personalidad, miedo a que uno u otro puedan quedar dañados, mermados, o ser simplemente conocidos. Es probable que no sea más que un mero prejuicio de autodefensa – de supervivencia incluso, pensarán algunos – pero que, todavía hoy, estimo que buena parte de la credibilidad y normal relación de la sociedad gira en torno a este proceder de ocultamiento personal, del intramundo. Esta idea de ocultar me ha llevado de lleno a Andrés. Confieso que el hecho de que mi hijo me preguntara por su padre, hoy me ha pillado desprevenida. No sé. Acaso sea que me haya sentido tocada por lo ocurrido en el Club con el comandante y el subconsciente me haya jugado una mala pasada, pues, por algún resquicio, otra vez sentí que me asomaba el tic de la culpabilidad y cómo me turbaba y se me arrebolaban a un tiempo las mejillas. A veces creo que jamás corregiré el vacío de haber pertenecido a Andrés, que la libertad natural en absoluto es fácil de alcanzar, y mucho menos llevarla a la práctica con soltura y sin asfixia por gente como yo ¿ Es que acaso puedo desconocer el grado de posesión y sumisión a que estuve sometida ? Aún no. Para bien o para mal – estimo que para bien – esto será algo que nunca declararé ante mis hijos. Es algo que tengo que resolver y sacármelo sin manchar, en silencio, ya sea consciente o inconscientemente, pero hasta el fin. Así haya de morir en el empeño. No hace tanto Andrés me fiscalizaba cuanto hacía: si miraba, si conducía y cómo, si hablaba por teléfono y con quién, si tardaba… Yo sé que me encontraba ceñida a un corsé de acero que acabó creándome agujas por dentro y que llegó un momento que terminó por convertírseme no ya en tortura, sino en algo insoportable y aniquilador, puesto que a todo le sacaba punta fina, finísima, y provocaba contradicción. Fue cuando bebía aunque esnifaba menos, exactamente después de romper con Manoli Valle. Disponía entonces de todo el tiempo imaginable y hacía de la casa un lugar apropiado para la frustración, la exigencia y la irascibilidad conmigo. Tuvo lugar, en definitiva, cuando el potencial de importancia personal y status detentados, y más haber sido amado por varias mujeres, se trocó para él en una estampa que, a primera vista, podría haberse calificado como de un poco de

56 neurosis y celos. Sólo después de tantos días de sucesos desagradables y tortuosos, uno, si se empeña, es posible que, mediante un análisis metódico y práctico, logre obtener un poco de verdad. En esas circunstancias, no podría negar de forma rotunda que Andrés no intuyera en mí la novia que tuvo, la esposa, la madre de sus hijos y la mujer aún. Me parece difícil que pudiera eliminar de la conciencia estas yuxtaposiciones porque,, lo normal, es que el tiempo y la costumbre creen adicciones, dependencias que se resisten a desaparecer. Pero a fuerza de comparar trozos diferentes de vida diaria, y por lo que habría de venir después, en modo alguno la conclusión coincidía con el fondo típico de los celos, sino que cuadraba más bien con la soberbia misma enfrentada a una nueva situación. Todas las fuerzas que con anterioridad gastaba en política, en el ámbito sindical o con otras mujeres, con usura y brabuconería las empleaba ahora efectuando sobre mí un control existencial, su nostalgia de poder se levantaba e intervenía cada uno de mis pasos, cada acción y cada tiempo. Me había convertido por excelencia en su campo de influencia inmediata, pues pienso que, y estratégicamente, con Marta y Javier había optado por expresar una prédica monocorde, seca y quejumbrosa acerca del desvarío filial y la insumisión al padre, sermón del que, ellos, por otra parte, huían y pasaban con plena consciencia aunque tuvieran dificultad. Pero, vamos a ver ¿ alguien ha soportado un profundo acceso de celos por parte de su pareja ? Si así es, seguro que podrá reconocer ese vivir permanente con los nervios saltando y hechos trizas, ese ahogo, ese estar en vilo y respirar con desasosiego y comprobar que todo cuanto se diga o haga resulta inútil, puesto que los tentáculos de los celos tocan las cosas y las envilecen ? ¿ reconocen esta situación ? díganme, por favor ¿ la reconocen ? ¿ y una semejante, aun alejada ? Y si los celos son celos puros, sin base ni estigma alguno por provocación anterior, y por tanto de forma incesante cercenan la buena fe y la verdad misma ¿ puede alguien, sin el estricto pudrimiento directo de mente y corazón, imaginarla siquiera, saber qué son la fe y la libertad ? Porque, es que, además, existe un plus apabullante, netamente peyorativo hacia la mujer en semejantes casos, pues, aunque recientemente hayan desaparecido de los códigos penales delitos que de forma palmaria la discriminaban, la educación recibida y su referente práctico no desaparecen de pronto y sin más de la vida. De esta forma, que un hombre flirtee con otras mujeres o engañe a su mujer, todavía continúa siendo considerado, con solapada indiferencia, o como una cuestión pasable, se tiende a condescender, incluso conlleva cierto chip para cierta gente y en ciertos ambientes. Recibe por tanto una bondadosa aquiescencia, un dejar pasar considerable y de manga ancha, como si el hecho fuera natural en sí mismo y se imbricara en un consenso tácito de progresismo moral. Pero ¿ y una mujer ? Lo que quiero es dirigir una mirada certera y clara sobre el agravamiento que suponía en mi reflexión interior que mi marido me considerara flirteadora o engañadora no siéndolo ¿ Y eso por qué ? ¿ qué compensación buscaba ? ¿ adónde me quería llevar... ? Recuerdo que ello incidía en mí y me tornaba frágil físicamente, me retrotraía a la vez a tiempos y conceptos propios del noviazgo y que generaba en mí una subcultura de culpa añadida, entreverada entre las propias acusaciones o sospechas y el sufrimiento que provocaban y el que a la vez éste inducía. El sistema de autodefensa llega a hacerse tan sensible, y tal grado de hartazgo llega a soportar, que sobrevienen momentos en que parece que cualquier salida a la existencia fuera válida con tal de eludir ese martilleo salvaje y diabólico en que se ha convertido el vivir.

57 ¿ Pueden comprender mejor ahora, cuando más arriba afirmaba que salir de casa para ir a trabajar constituía una liberación y que acercarse la hora de volver se convertía en un verdugo con hacha ? ¿ puede comprenderse que estar en el colegio, y lavarse, y peinarse, y sonreír, y enseñar, acabaran por convertírseme en actos y motivaciones intranscendentes, hasta carecer de todo valor y sentido, cuando pensaba que habría de volver ? No podré olvidar cuando me refugiaba en el servicio para que mis hijos ni me vieran ni intervinieran y metía la cabeza dentro de la bañera llena de agua y con ella dentro aguantaba cuanto podía. Podrá parecer mentira, pero me producía desahogo, como si con la cabeza sumergida estuviera ausente, o huyera de mi casa y de mí misma y consiguiera un poco de descanso y paz. Era cuando enseguida los pálpitos lejanos de la vida me llevaban a reencontrarme con Mariasun y Herme corriendo por el pasillo y la cocina alrededor de mi madre, y cuando mi mente no deseaba salir de aquel tiempo ni regresar jamás; cuando asimismo aparecía en escena después mi padre y yo me echaba a llorar porque él no sabía lo que me estaba ocurriendo y no quería decírselo ni lograba hacérselo saber porque me avergonzaba y sólo deseaba convertirme en un ser intangible, vacuo, desconocido. Salía del servicio con el miedo de ser potencialmente una Lucrecia vulgar, pero no estaba segura. Tampoco lo estaba de los rumbos que había tomado mi vida ni de las razones de mi suerte, y estas dudas me atormentaban más. ¿ Recuperar la tranquilidad, digo ahora ? ¿ vuelta a qué, o adónde ? ¿ a aquella niñez imposible ya ? ¿ a aquellos días prematrimoniales o matrimoniales primeros a los que, si en verdad fueron de nata y rosas alguna vez, hoy, en cambio, con este bagaje y crisis de conciencia, en absoluto deseo volver ? Entonces ¿ ir hacia qué, tener qué, y cómo y con qué ? A fuerza de desechar imposibles, resulta obvio que no sólo se han producido y se producen hechos graves, sino que además – y este es el hallazgo que me apropio y resalto – le han proporcionado a mi ser íntimo sesgos inimaginables, tantos y tan fuertes que, a veces, siento turbación al traer al presente situaciones y personalidades de no hace mucho, a este momento de deshoje, a esa limpia de farfolla opaca y abismal que suele ocultarnos mientras pasan las mejores realidades del tiempo y de la vida. Y es verdad que se producen grietas y fisuras, inseguridades y miedos cuando acontecen cambios, circunstancias transitorias en las que todo parece que se desvencija y amenaza con caérsenos encima y llevarnos por delante, es verdad. Aunque no es toda la verdad. Yo afirmo que entre el ser y las cosas – lo estoy descubriendo firmemente - existe siempre un remanente escondido de seguridad incrustada en la vida y tácita, una posibilidad latente e inescrutable que acaba por aflorar y ponerse a nuestro alcance hasta que logramos dar con la salida, y, precisamente, porque hemos decidido buscarla, luchar, y apropiárnosla para sobrevivir. Es una especie de milagro latente que siempre espera. Podré parecerles una sermonera, seguro, pero estoy en condiciones de aportar siquiera una cuadrícula, la mía, un ridículo grano matemático de mi particular cosecha en el tema, tema nada baladí, cual es el de superar semejante dificultad como una más. Afirmarán los categóricos sublimes que me dejo llevar de metafísicas y cuentos, dirán que pasar por el mundo es duro y que existe la extenuación extrema y el suicidio y que esa es la puta vida común - perdón - y no la mía que, después de todo – tal vez insistan – dado que, mal que bien, conservo la integridad física, mi trabajo y mi casa. Y podrían añadir que además me quejo. Pero yo contestaría que, francamente, no es nada más que la relatividad de las cosas, expresiones y percepciones individuales nunca homogéneas ni por tanto

58 comprensibles del todo por los demás y que nunca guardan simetrías equiparables con nadie ni con nada. Posiblemente la vida me haya dejado asideros imprescindibles porque son mis circunstancias, de otra manera, y acaso de forma estrepitosa, ya hubiera naufragado. Con certeza, yo, con menos, es probable que no hubiera podido subsistir. No lo sabré nunca. Así, pues, no es sino el papel, el mero intríngulis de la experiencia que incumbe a cada cual, tan multiaspectada y por tanto multiforme para cada necesidad de hombre o mujer, pero, a la larga, tan rica e iluminada para aprender. Sin más. Y si esto es un recodo provocado, mientras exponía un trazo de los celos de mi marido, de inmediato revertiré las ideas y acotaré con ellas el campo del dolor del que nacen, el propio, este sacramento terrenal que poco a poco va permitiéndome descerrajar piedras que todavía por todas partes me pesan y aíslan. Qué paradoja ¿ no es cierto ? Ahora sé que en alguna medida, aunque ésta sea ínfima, mi ignorancia decrece, y no es poco. ¡ Oh sueño, recuperar, o, mejor, construirme la tranquilidad ! De eso exactamente se trata ¿ de qué ha de ser si no ? Asumiré esta pretensión, este empeño – como digo - hasta el fin. Sé que me son precisas estas incorporaciones básicas para mi nuevo tiempo y la nueva personalidad que deseo. Si creyera que existe perversión en este razonamiento, un poso de estupidez tan sólo, en lo sucesivo me plantearía no un estado soportable y cómodo, sino de intranquilidad permanente, el cual, por otra parte, por de pronto tampoco excluiré. No siento maldición ajena sobre mi pasado, ni creo que se dé concomitancia alguna entre él y el día de hoy. Y si estoy convencida de que penetraré en creencias y convicciones erróneas, también digo que no importa demasiado, ya estoy pensando que cuándo y con ocasión de qué podré descubrirlas y hacerles frente.

XV

Ni me eché para atrás ni temblé cuando mi madre me anunció que pretendía reunir a toda la familia para comer el día de Navidad. De modo que, después de ofrecerle la casa para lo que fuera y, obviamente, para dormir a quienes lo necesitasen, mis padres se pusieron manos a la obra. La mayor dificultad estribaba en ubicar a los siete de mi hermano Herme, así que, ya se encargó mi madre de llamar por teléfono con tiempo a Marujita, mi cuñada, y todo arreglado, porque, por unos días, se podría dormir un tanto de cualquier manera. Pero, no satisfecha, puesto que según dijo le daba dolor de corazón, y porque se encontraba sola y anteriormente al divorcio solíamos reunirnos, mi madre decidió invitar a Felisa, mi suegra. Total, que añadido el compañero que ha venido con Javier, nos hemos juntado catorce dispuestos a comernos a la mesa el mundo. Claro que, hubo que instalar a los muchachos en la cocina, ya que, de lo contrario, hubiera resultado imposible moverse en una casa de tan exiguas dimensiones. Pero allí estuvimos por fin ayer, juntitos, juntitos, con cierta desazón por el invitado de mi hijo, aunque lo justificamos por la masiva reunión familiar después de tanto tiempo. Este compañero de Javier, Tito, es hijo único y huérfano. Por lo visto, hace cosa de tres años fallecieron sus padres en un accidente en la ruta de La Plata. De acuerdo con las explicaciones que Javier me había dado de él, se hubiera

59 pensado en un muchacho frío, arriesgado y sólido, en definitiva útil para coger un avión y exponerse con entrega y sin temor a riesgos de alta consideración. En cambio, observándolo de cerca y con atención, me he dado cuenta de que es un muchacho que sonríe desde el fondo, como anteponiendo un telón que le pendiera de los ojos y lo recubriera con cierta impiedad, incluso para consigo mismo. Mira con la vista baja y lo hace con movimientos rápidos, y cuando alguna de las mujeres se puso a servir agua en los vasos, él cogió el suyo y lo ofreció con celeridad y entusiasmo, en alto. No pude evitar mirarlos a él y a Javier de reojo, en esa necesidad de cercanía y afecto que, siendo tan jóvenes, todavía alienta en ellos porque la reclaman. Sin embargo, mientras Javier hacía un derroche de sus afectos, Tito parecía aún ansiarlos, pero sin poder demandarlos. Entonces, la frialdad y decisión descritos por Javier tomaban cuerpo porque, en el fondo, y tras el muro que ofrece, parecía subsistir una tristeza y desolación íntimas que probablemente, y en la práctica, haga que adopte un impulso despectivo ante la vida, impulso que, en determinado momento, bien podría aliarse a un riesgo y valor medidos. Y acaso, acaso también al desprecio. Mi hermano Herme está más grueso. Ha perdido los ángulos y ha entrado en la redondez del cuerpo. Sospecho que también en la del tiempo. Si vieran a Marujita lo comprenderían: menuda, rápida, vivaracha, pendiente de todos y de todo, sonriendo siempre con naturalidad y abundancia, con vida. Y aunque los hijos no la dejan vivir, ella, sin ellos, tampoco vive. Y sin embargo, a mí me parece que es Herme, es mi hermano quien la dinamiza y transmite fuerza. Forman una familia antiquísima. Opino que como les gustan las familias a mi padre y a mi madre. A mi yerno, Enrique, no lo conozco bien. Parecía no hallarse cómodo en nuestro ambiente. Sus padres son funcionarios de Justicia los dos, y su hermana pretende acceder a la carrera diplomática. Desde el principio, al verlos, sin saber por qué su relación con Marta me pareció que chirriaba, y durante horas me preocupó. A lo largo de la comida se sucedieron entre ellos dos o tres conatos de confrontación desproporcionados a raíz de cuestiones en apariencia nimias. Por la tarde, cuando decidimos salir a la calle para tomar café y estirar las piernas, en realidad fue cuando, tras insistir, aproveché la oportunidad para sondearlo. La información es que Marta acaba de pasarse dos meses conviviendo con el decorador que les había diseñado en la casa los interiores. Y Enrique – en realidad pienso que por estricto amor – ha aceptado la vuelta a la convivencia sin más comentarios, como si nada hubiera ocurrido. Lo cierto es que al saberlo me quedé sin habla, pasmada, atónita. Naturalmente sería porque de ninguna manera me lo esperaba. Tampoco se lo he dicho a nadie, pero es muy evidente – al menos en este momento – que, a pesar de todo empeño, ese poso mutuo de rencor o desconfianza está ahí, lo tienen presente con todo su espesor. Pienso que, entre ellos, y en adelante, ya nada será igual. ¿ Por qué ? Sencillamente: lo he sabido por experiencia. Pero, puestas así las cosas, acaso lo peor consista en que se encuentra embarazada y no saben a ciencia cierta de quién pueda ser, si de su marido o del decorador. Tengo la impresión de que no desean saberlo. Aunque me temo que Marta sí lo sabe, es difícil que a las mujeres estas cosas con sus tiempos y estados se nos vayan. Y ahora que lo sé, y siendo su madre, ni siquiera me atrevo a sugerirle el tema por si necesita hablar de ello. Creo que en otro tiempo, y ante un hecho como éste me lo hubiera dicho. Ahora soy yo quien se pregunta acerca del porqué del silencio de mi hija. Intento suponer que la detiene cierta conciencia de culpa, una culpa que, por otra parte, ella misma tema que conlleve ligereza

60 desmedida, un mal paso, qué sé yo. El hecho es que es mi hija, que quizá me necesite y no le puedo hablar. Y es que tampoco sé si haré bien o mal esperando una solución aceptable que provenga de ella. Pienso que es posible que recuerde las aventuras de su padre, el dolor que me causó y nos causó a todos y que eso la detenga. En fin, me gustaría tanto poder ayudarla, ayudarles a los dos después de todo… Tocante a mi hermana Mariasun, está en esa edad y momento en que empieza a preguntarse si después de tantos años de relación difícil y parcial con un hombre comprometido, en realidad ha merecido la pena o no. La veo como perdida y confusa, como en el aire, creo que no sabe. Y la edad no perdona, emite ciertas notas que hablan de la soledad que la golpea, de cierto desengaño, tal vez se trate sólo de puro cansancio, pero lo dudo. No acabo de ver claro si, en tales condiciones, haber tenido un hijo hubiera mitigado este trance y el vacío existencial en que me ha parecido verla. Quizá esperó que se llegara a producir la separación o el divorcio de José Ramón, cosa que, en todo caso, no ha llegado. Pero Mariasun es capaz de haber rehuido los hijos pensando únicamente en el simple egoísmo de su compañía. En eso la conozco, es exacta a mi padre, y, en cierto modo, en eso, puntualmente en eso, es mejor que los demás. Por mis padres, más viejos también, el tiempo está pasando rápido, es ya como si volara. Preguntan por todo y por todo expresan recelo, temor. Cada tres palabras, dos son recomendaciones de no subas, no vayas, no tardes que se hace de noche, llama nada más llegar… Detrás de las arrugas me cuesta retrotraerme y descubrirlos como eran hace cuarenta años. Un mundo. Sin embargo, y qué cosas, sí lograba verlos jóvenes cuando, para evadirme, introducía la cabeza en el agua de la bañera. De tarde en tarde aún veo a mi madre cerrando la fiambrera con la comida de mi padre y luego a él, con el serillo que usaba en la mano al despedirse, entre la puerta. Y aunque al recordarlo lo relativizo, noto como si una caricia fría me resbalara por la frente y el corazón. Entonces suele parecerme estar cogida por alfileres a la vida y que en cualquier momento puedo desprenderme y desaparecer sin dejar rastro. Ayer volví a sentirlo después del alboroto que a última hora se formó con mi suegra, dado que resulta obvio que Felisa nunca ha asumido como ciertos determinados comportamientos de Andrés. En su interior desecha por completo que su hijo fuera como era o llegara a lo que fue, y, en consecuencia, la causa inmediata de que ayer no hubiera estado sentado a la mesa con nosotros. Aunque no lo diga, yo sé que piensa que la causa directa de ello soy yo. Y es natural que ella lo quiera y lo defienda, pero es muy diferente la realidad que subyace y la que realmente aflora por completo en estos casos. El problema surge cuando lo defiende para, por antítesis, negarme a mí, incluso difamándome a veces y poniendo en entredicho evidencias no sólo conocidas, sino comprobadas por veredicto judicial. Y, entonces, de ahí no paso, y en ese mismo instante surgen la discrepancia solapada y la amargura, por ello terminó mal la comida de Navidad en resumidas cuentas. Hubo acidez y lo siento de verdad, lo siento. Ocurrió al final, y a la cena Felisa ya no asistió. De alguna manera, y en algún grado, a todos nos afectó. En el fondo, creo que mi suegra, y sobre todo durante la comida, estuvo preguntándose dónde, dónde estaría su Andrés, dónde. Son malos días para hacerse preguntas acerca de personas ausentes, preguntas que, en ocasiones, no suelen tener respuesta fácil. No hace mucho, cuando tenían lugar rupturas familiares como la nuestra, las familias respectivas se daban por reñidas en pleno y se retiraban el saludo de por vida. Y de allí en adelante, había un cuidado especial de no dirigir al enemigo ni mirada ni palabra,

61 ni otorgarle el más leve comentario, a él no debía hacerse alusión alguna en el futuro. En nuestro caso, al menos, lo hemos intentado superar. Algo es. Antes de ir a casa de mis padres, tuve la precaución de llamar a algunos de los poquísimos amigos que me quedan. Y aunque en general suelo enviar una felicitación, es indudable que el olvido consciente existe y se practica. Aun siendo contradictorio, por lo que de entrañable representan estas fiestas, qué cosa, es obvio que también es un tiempo para marcar los desprecios o las indiferencias, no ya por la dejadez en sí o el mero dejar pasar, sino mediante el silencio absoluto, pues con demasiada sequedad lo he ido notando a partir de mis avatares personales. Y menos, menos mal que las tarjetas no se ponen a hablar y a hablar. Supongo que, en numerosos casos, ello, para todos, constituye un alivio. Escribo estas notas durante este rato en que me han dejado sola y Madrid se encuentra excepcionalmente blanco. Ha nevado, y se han marchado todos hasta la Casa de Campo a pisar nieve y a tirársela. Pasado maña se marcharán a Dinamarca Javier y Tito. Marta y mi yerno intentarán pasar la mitad de las vacaciones con los padres de él, y hasta que se marchen para Parabel, sólo dormirán aquí dos de mis sobrinos. Aspiro hondo porque lo necesito. No sé si obtendré el valor con que amasar el sosiego. No quiero que nada me quede oculto, desecho la indolencia y la pasividad. Es la única manera de poder avanzar y programarme una vida de certezas y seguridad controlada (nota urgente: estábamos Marta y yo en la terraza, encogidas de frío y mirando cómo al pasar salpicaban los coches la nieve, y, de pronto, aparecieron El Cuore y su amigo negro; se pusieron a bisbisearnos y a silbar por lo bajo; Marta me preguntó que quiénes eran, que si los conocía, y yo le dije que no, que no tenía ni idea de quiénes eran, y mirándolos de reojo nos hemos ido sin más) Me retiré y me hice la tonta oliendo y tocando el ramo de rosas que hay sobre la mesa del salón. ¿ Saben... ? Las rosas siempre han sido mi debilidad.

XVI

Hace unos días me han instalado un ordenador, y ayer mismo he terminado un cursillo rápido de Windows en el daban nociones de Internet. Lo cierto es que ya hacía algún tiempo que lo tenía en mente, pero siempre hubo trabas o pelillos que me lo impidieron. Ahora espero acomodar mejor el tiempo, dado que seguramente ya conozco el parque de El Retiro tan bien, sino mejor, que los jardineros municipales. De aquí en adelante pasearé y haré menos footing, si bien, y a cambio, podré navegar y chatear por un lado y otro del mundo. Tengo la impresión de que no sólo es conveniente que me ponga en contacto con las tecnologías, sino que estoy segura de que también me ayudarán a calmarme los ánimos. De cualquier manera, espero descubrir campos y opciones nuevos e interesantes. Incluso es posible que en el colegio pueda adquirir relevancia este conocimiento y me ayude. Aunque lo cierto es que, en cuanto a matemáticas se refiere, las seguimos enseñando como siempre, y los ordenadores, los pocos que existen, se utilizan casi en exclusiva para llevar a cabo la gestión administrativa

62 del centro por el personal de la oficina. Está claro que España no es Silicom Valley, clarísimo. Nada excepcional ocurre allí por otra parte, me refiero al apartheid laboral o mobbing que padezco en el colegio. La situación ha ido convirtiéndose en un desfile infame y anodino de días sobre días, se ha ido transformando en una conformidad forzosa porque la realidad alternativa y razonable no existe o se ha convertido en utopía pura, es decir, en un algo estúpido y azaroso a la vez. De ahí que, tanto yo como Isolina nos hayamos mirado el otro día de la siguiente manera: Al cruzarnos, con confianza y detenimiento, me detuve un instante para mirarla sin reparos dentro de los ojos, como he hecho a veces, y consolar su angustia. En realidad, lo que pretendí fue transmitirle algo breve, algo que hiciera llevadera nuestra situación común, algo referente al desespero y a la abulia que sentimos, al derroche del tiempo y a la vida inútil, sobre todo a esto último. Pero, mientras en silencio intentaba transmitírselo de forma serena y sin parpadear siquiera, ella, mirándome a su vez y llena de desolación, debió interpretar súbitamente este instante cual si fuera solicitud o demanda mía y, en agradecimiento, se acercó y a punto estuvo de besarme en los labios. Al final optó por abrazarse con fuerza y llorar contra mí hasta hacerme daño con la barbilla, tras hundírmela en el hombro. Ello, no obstante haber sido así, confieso con crudeza que cuando sentí su cuerpo contra el mío, frotándose desasosegado y convulsionando mis pechos, me produjo un impulso extraño, sentí un sofoco de calor netamente sexual y a punto estuvo de conducirme adonde de ningún modo deseaba. Este suceso, luego, reflexionándolo, me evocó con desolación y piedad aquella otra escena similar que tenía lugar en El color púrpura¿ se acuerdan ? Hay situaciones en la vida, tan inextricables, que toman sitio repentinamente en el alma y ésta huye de ellas buscando aliento por otro lado como sea. Lo he sabido de primera mano y por eso reconozco lo difícil que resulta hacer frente a tales deterioros – ahí están la melancolía, o la tristeza - y a fuerza de voluntad y esfuerzo ganar la batalla y salir con bien. Aún parece estarme mirando y resbalarme con pesadumbre el sesgo de culpabilidad que después me consumía ¿ Habría sido una esposa boba, ridícula e inútil tal vez, una esposa que no había sabido excitar en su marido entusiasmo suficiente a lo largo del matrimonio ? Todavía recuerdo cómo esta noción me latió y golpeó de forma contundente por las sienes. ... y sólo atravesando cada circunstancia, digo ahora, es que podemos conocer, siquiera por aproximación, en qué pueda consistir cada tribulación, propia y de los demás en sí. De modo que ¿ juzgar ? ¿ y cómo y con qué derecho ? Algo sin duda debiera haber aprendido ya respecto a la distancia abismal que suele existir entre lo que el ojo ve, lo que la gente imagina y la causa y versión real de las cosas. El grado de impiedad y ligereza con que tratamos cualquier error ajeno, cualquier debilidad, cualquier contratiempo, es en verdad generalmente enorme, desproporcionado. Entonces – digo ahora – ¿ Isolina… ? Ella, mi amiga, mi compañera y dañada como yo, sometida a las coordenadas reaccionarias de las monjas y su clan, y ambas, ella y yo, constreñidas por el mobbing ejercido y la soledad que origina éste nuevo estándar de agravio y perversión en el trabajo. Pero aquí estamos las dos: aguantando como el que más, codo con codo.

XVII

63 Los inviernos crudos parecen no acabar nunca. Tras el insomnio, podrían sintetizarse en innumerables amaneceres grises, sucediéndose. Madrid, sin lluvia, aplasta bajo el monóxido de chimeneas y coches, y el asfalto parece que fuera recogiendo partículas desprendidas por personas como yo, viajeras por todas y ninguna parte, gente a la fuerza urbana, resistente, donante forzosa no sólo de huesos y piel, sino de pequeñitas tiras de ser que vamos dejando adheridas a las paredes, al detritus de vida a toda costa por donde pasamos. Trato de asaltar el tiempo exterior y el interior, ser consciente de cada actividad que llevo a cabo para imponerme un ritmo y no dejarme vivir sin más por otras circunstancias que las que yo misma sea capaz de elaborar e instalar en mí y en mi camino. ... he decidido asistir y asisto a conferencias, a charlas, a coloquios y orientaciones didácticas en los que el mundo y yo nos interpenetremos mutuamente a través de diseños que ofrezcan los agentes más diversos, tales como sexólogos, médicos, biólogos, filósofos y demás personal de mal vivir. Hoy el disertante era psiquiatra, y su tema se centraba en la búsqueda y encuentro con la propia personalidad y su reconocimiento. Interesante. Y digo interesante porque, al encontrarme con algo, siempre tiendo a buscar de inmediato una aplicación definitiva y útil. Con todo, ha habido un punto álgido que me ha hecho – y me está haciendo – reflexionar con efusión: ¿ quién es mi enemigo ? ¿ tenemos todos enemigos dentro de nosotros mismos ? ¿ y fuera ? ¿ y por qué ? Estas preguntas me desafían, pues a la vez que me interesan se me presentan como fascinantes. Hallar mi doble identidad y enfrentarme a mi yo perverso, a aquél presunto Mister Hyde me sugiere no ya sólo una preocupación intelectual, sino también una certeza intuitiva. Porque ¿ quién es la Regina pérfida con que aparezco a veces, pero que en definitiva soy, y que soy en mí y desde mí ? ¿ quién es, me digo ? Mejor aún ¿ por qué soy mi propia perversión y por qué me configuro así a través de determinados aspectos y no de otros ? ¿ dónde los tengo, dónde los escondo ? La conferencia – en sentido general – creo que nos ha hecho salir a los asistentes con esa conciencia introspectiva del yo ausente de Hegel que de pronto vuelve y busca reconocerse, o se interroga a sí mismo o al menos lo pretende. Habría ocurrido como si, de repente, una se hiciera consciente de que existe y en ese tornarse hacia sí radicara el éxito de la propia conferencia y el de su expositor, pues habrían conseguido el interés subjetivo respecto de la pregunta individualizada que realiza el yo acerca de sí mismo, un reto dirigido por tanto a la conciencia para que encuentre tanto su división virtuosa como aquella repleta de roñas y calamidad. En cierto modo, ello me lleva a la relectura de los frontispicios de los templos helenos con lo de hombre, conócete a ti mismo, es decir, induciendo a aquél a que engendre dentro de sí mismo. Inmediatamente conecto con el mismo Goethe cuando afirma que el hombre sólo se convierte en libre cuando, en otras palabras, es capaz de librarse de sus propias cadenas. Porque, aparte de las delineaciones expuestas por el conferenciante, yo, que precisamente busco con ansia reencontrarme y que pretendo instaurarme a toda costa en un estado de tranquilidad que he imaginado, el cual baso en conocer quién soy y las causas o razones de mi desdicha ¿ por dónde entraré en mí ? ¿ qué habré de distinguir y qué habré de dominar y liberar? Y después ¿ cómo y en qué sentido habré de dirigir

64 mis actos, mis pretensiones para que me den paz, fuerza y control, un remanso de armonía ? Y si no fuera así ¿ adónde iré ? Me he levantado, he inspirado el olor de las rosas y he vuelto a esta mesita de escritura. Digo que, mientras escuchaba con atención y meditaba en la conferencia estas cosas de acuerdo con los ejemplos expuestos, llegaron a mi memoria muchas cosas, y algunos ratos en los que, abstraída, persiguiendo ideas, recuerdo haber llegado a perder por completo la noción del entorno y el tiempo. A veces se trataba de ideas nimias, otras en las que de lo que se trataba era de descodificar restos de algo, pequeños y escuetos mensajes inescrutables, pero con ropaje atractivo, brillante, yo diría. Como si dos y dos hubieran dejado de sumar cuatro y se hubiese acoplado en mí un mecanismo de asentimiento acerca de que en realidad así era. Y yo sé - y todo el mundo sabe con rigor - que estas observaciones tienen lugar en el mundo exterior cuando son alteradas las referencias y entran en función nuevas coordenadas y, por tanto, fluye otra verdad y el objeto observado varía, se relativiza la visión del observador y, en consecuencia, también su percepción resulta afectada. Me doy cuenta de que este conocimiento que ya lo promulgaban los hierofantes en los templos antiguos y que Goethe vino a definir, se me hace extremadamente difícil de aprisionar después de tanto tiempo, aunque, observándome, parecería que descubriera ciertas hebras de masculinidad viajando por mi interior. Y, además, como si estas hebras, efectivamente, tendieran a representárseme deterioradas y pervertidas. De acuerdo con el conferenciante, algo de mí encuentro en la malignidad anunciada y ello me asusta. Es como si ambas moralidades condujeran a un enfrentamiento íntimo y éste escapara por completo a toda reflexión y conocimiento lógico. Sin embargo, en cuanto que un instrumento más, no puedo menos de convocar y traer aquí a la otra ciencia, a la que denominan hermética, y hacer valer, siquiera por coincidencia, el hecho de que señale la alternancia, hombre-mujer, en el renacimiento sucesivo o discurrir de la vida. Porque, estos ribetes masculinos y malévolos – ya advertidos por escritores del entorno – y que yo creo haber advertido en mí misma, ciertamente no se encuentran fuera, no vienen del exterior ni debo creer que pueden provenir de ninguna alucinación, sino que, y en principio, los pongo y sitúo en el contexto de mi exclusivo sentimiento ¿ Dónde y de dónde surgen si no ? Esta es la cuestión práctica y que, aún, al día de hoy, esta Regina mía no logra resolver. ... y podría tirar todo, darle carpetazo a este hallazgo del que doy fe de su existencia. Pero, aunque sea inexplicable desde el punto de vista científico, hacerlo no me ayudaría, no resolvería el problema, dado que la pregunta inmediata la dirijo al mismo corazón de este descubrimiento: ¿por qué su fuerza consiste precisamente en una tendencia manifiesta hacia una sexualidad desmedida y desordenada ? A veces temo recoger esta labor investigadora interior porque, aunque pretendo decirme que tal vez puedan ser elucubraciones, en el fondo sé que lo digo para distendirme y acallarme a mí misma y que no acabo de admitir mi propia confección de mujer-ser humano con su complejidad y bixesualidad implícita, ésta que a los primeros intentos queda reflejada. Entonces me echo a temblar porque de inmediato me interpelo: ¿ seré yo ese ser abyecto ? ¿ alguna vez me habrá visto así Isolina ? Y cuando estoy en condiciones de aceptarlo, entonces no llego realmente a temerlo, sino a temerme, puesto que surge en mí un cosquilleo que me hace remover los hombros y percibir un escalofrío que se aproxima a lo escatológico y, ello, con sello increíblemente real. Así, pues, ipso facto me acuso y me echo en cara las veleidades sexuales a solas vividas en el cuarto de baño, cito la inclinación irreflexiva y el gusto que

65 me provoca exhibirme y seducir a mis vecinos de la terraza de al lado cuando tomo el sol… ¿ No será este hecho una representación clarísima de lo que he visto… ? a salvo, claro está, de las alusiones que el conferenciante formuló respecto a lapsus histéricos en períodos de vigilia. Pero ¿ acaso estoy yo histérica… ? No, no lo estoy. Al contrario, nunca me he encontrado más en mis cabales ni con el razocinio más distendido y libre. No existen monstruos. A pesar de todo estoy muy despierta, absolutamente despierta. Al menos, eso creo. Esta labor de buscar dentro, a fin de diseñar y controlar el futuro en evitación de errores y desastres, es como ir marcando con piedrecillas el fondo del mar. No es tarea fácil. Teniendo en cuenta el pasado, y dadas las circunstancias actuales, la tranquilidad constituye un lujo para mí, un lujo. Sin embargo necesito sentir que la vida está en mí y que formo parte de ella. Así, por ejemplo: ¿ cómo oír a mis hijos dándome buenas noticias o la voz sin temor de mis padres ? ¿ cómo mitigar la angustia en el colegio…? ¿ cómo volver a …? Para dentro de dos viernes tengo programado asistir a una charla que versará sobre el bien y la libertad, y para el veinte... No, en este instante no recuerdo la del veinte.

XVIII

Últimamente pasan los días y no escribo. Y es chocante porque, si ya no lo hago a menudo, me parece estar infringiendo un código exigente, cuando, al fin y al cabo, fue algo que me impuse como excusa para reflexionar y ayudarme a salir del laberinto de las neurosis. Mientras no dispongamos de los estudios completos de Jeffrey D. Schall, psicólogo de la Universidad de Vanderbilt (EE UU), y nos digan cuáles son las neuronas capaces de detectar cada uno de nuestros errores, confieso que le he cogido cariño a este trabajo, a este ensayo de enfrentar hechos e ideas. Es como si, al hacerlo, yo entera revirtiera sobre el papel y fuera configurándome, creándome poco a poco a fuerza de trazos que fuera cogiendo de aquí y allá hasta conseguir una imagen propia, y que luego, al leerlo, estuviera como contemplándome a mí misma alrededor y pudiera observarme con detenimiento y tomar nota de cada carencia y de cada imperfección. Y digo esto porque, al llevar a cabo estos escrutinios, créase o no, sé que actúo como si fuera otra Regina, como un yo que se espantara al descubrirse lacras, tribulaciones o minucias del alma o el espíritu y que jamás sospechó que pudieran encontrarse ahí. De mis grandes deficiencias - mejor, desplomes - no diré nada. Con frecuencia son demasiado ostensibles y de nada serviría negarlas. Admitan conmigo que, de algunas, como de la debilidad y la ceguera, sólo yo tengo noticia. Aunque he intentado asumirlas y despertar a esta verdad real, está suponiendo para mí además de una sorpresa, un esfuerzo de lucidez. Y lo es, no porque yo lo afirme, sino porque durante el tiempo de cerezas, aquél, el de la feliz inconsciencia, cuando las cosas acaecen y nos absorben en sus remolinos – y éstos, agradables o no – no suele vislumbrarse nada, la reflexión no existe, no emerge, no aparece por ninguna parte, por lo que a menudo es al final, concluidos los procesos, cuando nuestra capacidad entrevé las realidades y desde ellas se proclama la lucidez o no en nuestras vidas. Y uno, entonces, corre, cambia, se transfigura y ya nada es igual. Puede que incluso tienda a desaparecer todo y haya de aferrarme a algún antiguo poso para continuar siendo y erradicar el miedo. Es éste un punto, el del poso y el

66 miedo que, después de mi fracaso matrimonial me ha interesado mucho. No podría, sin haberlo constatado con absoluta seguridad, haber proseguido el escrutinio interior que estoy llevando a cabo. Sé que desaparecí, y, de ello, doy fe. Pero no sólo en cuanto esposa con sus delineaciones, pues sé que había desaparecido como ser humano y Regina-mujer. Lo supe tras haberme caído como por un terraplén y salir de la somnolencia tras el golpe. Y aun siendo verdad que una, en este caso, se levanta con lentitud y molida, también lo hace con esa luz de muerte y vida en que tan espléndidamente suelen entrar y sublimar los poetas. Se sabe que se escapa del dragón, sí, pero el despertar lo es con todos los dragones por delante. Eso sí, sin miedo, o con otro miedo; en todo caso con disposición a afrontar cualquier demanda del destino por dura y apremiante que ahora pueda ser.

XIX

Madrid es un murmullo incesante. Como si, a través de él, un tono pitagórico se pusiera de manifiesto para incitarnos y hacernos vivir de acuerdo a él ¿ Seré tan urbana ? me digo después de haber andado mucho, pues me puse el chandall y eché a andar y andar, porque, según mi médica, necesito moverme, y aunque la tarde era fresca, hacía un sol estupendo y llegaba de la sierra una brisa ligera que dejaba limpias las calles de humos y monóxidos. Pero si Madrid es a menudo una mala bestia, también es muy hermoso. Si fuera poetisa, y aun reconociendo los diferentes acabados y preciosismos de Barcelona y San Sebastián, diría que Madrid se me adentra y estalla en el pecho, y que, al mirarlo - incluido el tópico mismo - lo contemplo y asumo como con un sabor a libertad, a cielo común, a ancho y alto. Nunca me había dedicado a efectuar una observación sosegada, pero ahora y siempre diré que es hermoso, y como si fuera una turista primeriza por mi propia ciudad, me he ido deteniendo por donde pasaba no sólo para verlo sino para tocar sus piedras y reconocerlo, para aquilatar vías y parques, edificios y proporciones, situar museos y lugares concretos con su singular vitalidad e influencia. En este sentido, recorrer con detenimiento Bailén, zona de los Áustrias, Paseo del Prado, Atocha y Retiro, en verdad constituye una dulce y exquisita delicia. Sin duda una ceguera más había en mi vida: este placer mío ante la contemplación y su desmesura. Sin remedio debo conmemorar a Stendhal. Con las manos cruzadas a la espalda, respirando hondo por la nariz y casi hambrienta, como yo estaba, el espectáculo puede llegar a alcanzar cotas anímicas inenarrables. Mientras caminaba, en un momento dado me pregunté ¿ por qué huir de nada ? ¿ huiría del colegio, huiría de Madrid ? Porque siempre he pensado que huir irracionalmente, sobre todo por miedo, lo que se dice huir y sin haber resuelto cualquier problema planteado – el que fuere – no sólo implica un hecho cobarde en sí, sino que me digo que, a la postre, y en cualquier otro momento posterior, ése mismo problema se nos ha de volver a presentar, nos mirará de frente y no tendremos otra misión más urgente que resolverlo. Sería, este dejar pendiente, o abandono de la responsabilidad, lo que constituiría la sinrazón de la huida: el arrumbe definitivo y sin lucha de cuanto constituyó un problema, ya fuera un vestido, un coche, un colegio… ¿ un colegio… ? Qué ironía. Aunque, y

67 pensándolo bien, quizá esté llegando la hora de conclusión de una etapa y en realidad sienta pavor de que pueda ser así. De todos modos, variar no debería consistir en tantas y tantas ocasiones en arrojar de uno mismo las cosas, sino en ampliarlas, en darles la vuelta, hacerlas más flexibles y plurales, dotarlas en suma de nuevas posibilidades. Es indudable que la nostalgia pura, asirse con denuedo al objeto conocido o uso a ultranza de manera inalterable y excluyendo todos los demás usos u objetos, induce a una limitación de experiencia, de luz, de riesgo y, por ello de conocimiento. Se hace necesario, por tanto, inminente salir y romper uno consigo mismo ¿ Quién quiere convertirse en sal ? Pero ¿ quién es tan valiente y con tan clara conciencia para hacerlo a la vez que con prudencia y mesura ? Y me respondo que todos podremos lograrlo a fuerza de lógica y sentido común, que ¿ cómo si no ? Y entonces, aun con toda la duda, me conformo por no caer en la irracionalidad. Y como si al andar por Madrid fuera haciéndolo por el mundo, y dentro de la laxitud de esta tarde de asueto total, una especie de hilo invisible fue tirando de mí hasta acercarme a casa de mis padres ¡ Pero hija… ! dijo mi madre levantando los brazos al verme ¿ No pasa nada, no… ? Y enseguida calmó su semblante de más de ochenta años, arrugado ya, envejecido y mermado. A los pocos minutos se presentó mi padre. Había ido a buscar una barra al despacho de pan y entraba en casa con dificultad. A excepción del desayuno no toman café, pero le dije a mi madre que deseaba tomarme uno, por lo que, con ellos al lado, me puse a prepararlo. Lo tomamos los tres sentados muy cerca, charlando cariñosamente en la salita de estar, y los vi muy mayores. A los dos. Más que los ojos me lo dijo el corazón. Mi padre tiene tos y arritmias fuertes, y también un poco de asma. Anda muy despacio y se detiene de pronto en los trayectos como para mirar, pero yo sé – porque lo he observado últimamente – que le cuesta vivir y lo va pagando paso a paso. Pero, jaciendo un breve repaso de la familia, comentamos algunos pormenores, pequeñas incidencias de mis sobrinos y Javier. De Marta, aparte del hecho del embarazo, poco más hicimos notar. Mi madre achaca su cambio de carácter al estado de gestación, a la exaltación propia del incomodo natural. Pero a mí, vislumbrar con rigor el ámbito interior de mi hija, es como si me azuzaran cínifes volando en la oscuridad y una sorda reflexión me indujera a ver a Marta abandonada, rota, tirada, y a Enrique mirándola con un rictus seco de indiferencia, con un semblante no de despecho, sino triste, producto de la pérdida y la angustia. ¿ Será una premonición ? me digo horrorizada. Y aturdida de que así pueda ser, intento retirar enseguida este pensamiento por temor a viciar sus vidas, como si fuera un peligro real, como si de una infección posible se tratase. No niego que me asusto, aunque, acto seguido, me llamo supersticiosa y estúpida ¡ Por qué seré así ¡ Entonces, por si acaso, y sin poderlo remediar, me acuerdo de Andrés, e injusta, y subrepticiamente, busco una relación morbosa y de continuidad entre los errores de los padres y los errores de los hijos, y si existe nexo, y, de haberlo, en qué pueda consistir.

XX

68 Ultimamente no paro. Parece que hubiese entrado en un remolino de inacabable actividad lectora y estudiosa ¿ Luego, avanzo ? Digo más. Como si me hubiera entrado un afán desmedido por perseguir y perseguir el conocimiento. Soy una esponja a la que nada calma. Entre más leo más deseo hacerlo; y he tomado un sesgo insaciable y cuasi torpe al que me enfrento sin ningún resultado. Pero no consiste únicamente en leer y leer novelas y artículos e informes de todo tipo y condición, no. Me he comprado varios libros de la matemática nueva, astromonía y física, y me quedo ensimismada en ellos; he adquirido asimismo un par de CDS con resoluciones de operaciones algebraicas complejísimas con los que me paso horas y horas absorta ante la pantalla del ordenador. En este instante, y por diversas baldas y repisas, tengo el Quijote, Ana Karenina, además de Introducción a la Filosofía de la Historia, de Hegel, y la última novela de Günter Grass. Siempre me han encantado unos cuantos alemanes que parecen sospecharlo todo y para todo tener explicación, a los voy cogiendo y dejando según el humor, las ganas y las horas. Me pregunto si no será éste un arrebato por escapar del ocio del colegio y de la monotonía anterior. Me observo y me critico discretamente. Lo hago por si pudiera tratarse de una exacerbación de la mente intentando excluir toda emoción, es decir, ser ella y sólo ella con la sequedad de su propia exactitud. Al mismo tiempo que una expectativa morbosa, siento cierta desazón en este proceso, ya que todo lo examino, lo observo y lo analizo concienzudamente con el ánimo de descubrir cualquier derroche, cualquier imperfección. Mismamente acerca de los personajes de las novelas, de inmediato tiendo a ensalzados o a corregir sus porqués respectivos. De ahí me nace la desazón, pues parece que me deleitara en un egotismo estúpido, o también al contrastar las informaciones diarias con esta vara de medir implacable, que me impone una razón exigentes y desbocada. Tal vez, a lo largo del libro de Grass, en relación con el de Hegel, paisanos ellos por otra parte, esté comprendiendo que, en realidad, la vida no sea más que la representación formulada por infinitos personajes e infinitas situaciones concatenadas. Sólo que, dicha representación, que estimo ilimitada, proseguirá y proseguirá allende todo, pues tiendo a estimar que la tríada de análisis, antítesis y síntesis es perdurable de acuerdo con una reproducción cíclica y cuasi similar, es decir, dando poso a la concreción minuciosa mientras la vida lentamente se verifica y va constituyendo historia. Tan entiendo así este proceso de ambición por saber, que me intereso por casi todo y prácticamente nada parece serme indiferente y en todo quisiera entrar y apropiármelo a la vez. A pesar de que me produce irritación, reconozco que, a veces, al darme cuenta de este poder, siento placer, y también que me excita y promueve un interés sin límites por construirme una opinión, por diseñar un esquema que, en definitiva, llegue a satisfacerme únicamente esta pasión mental que me acosa. Pienso entonces, por ejemplo, en Anna Karenina o en Enma Bovary y me quedo pensando en qué seré yo, si sería capaz de emborracharme o no de instinto y de deseo y de morirme también de amor o de puro descoque humano. Con este pensamiento tiemblo, pero acabo por sobreponerme y me toco los pechos levemente en recuerdo de El Cuore, pero también y después de Andrés, y a continuación del comandante, y hasta el padre Jeremías me sale al encuentro y se cruza en mi camino. En este instante me toca el cuerpo el fuego y me golpea un escalofrío; es una sensación extraña y honda, como si hubiera estado guardada en un abismo inaccesible y ahora procediera a salirme al encuentro (yo sé que escruto con desdén y bajo aquel poder mis temblores) A estas alturas, creo que ya nada, ni

69 siquiera el conocimiento debiera influirme decisivamente ni escapárseme al control en el desarrollo de mi vida. Tan fuerte me estoy haciendo, que ni siquiera el tiempo de espera en el colegio que me corroe ya, no ahuyento ya el ruido y el silencio, y las horas las desmenuzo y deslío como si fueran livianos azucarillos. Por ser así, ni siquiera cuando apago las luces la oscuridad en mi entorno parece habitar la casa. Mis actos están configurados con precisión, son ya manifestaciones, andamios, máquinas exactas bajo el estricto dominio de mi voluntad. Es probable sin embargo que esta ansiedad intelectual me esté llevando a lo que llamo la corrupción del tiempo. Puede tratarse de una objeción a medida que ansío hallar para conocer la cima de mis posibilidades, pues me produce angustia en cambio que se terminen el día, la noche y las horas, pues cada interrupción supone una oportunidad perdida para avanzar más y más ¿ Me estaré transformando en monstruo ? De ahí que considere que pasear por El Retiro, ir a bailar o estar de cháchara con Isolina, por ejemplo, no constituyan sino aquella corrupción y que convierte el tiempo en escombro, en oro destruido. Esta radicalidad tiene mucha fuerza y me arrastra, me lleva. Para buscar posibles asideros – tal y como reclamaba al principio – suelo recurrir a recordar imágenes de cuando les cantaba nanas a mis hijos, incluso al ratito que con tanto cariño hace poco pasé tomando café con mis padres. Pero me cuesta demasiado aportar una brizna de amor, una sutil pizca de ternura; siempre acaba apareciendo con imperio un seco razonamiento: el de la utilidad práctica de las cosas en todo su esplendor. Confieso que estoy escribiendo mecánicamente, como si lo estuviera haciendo en una grabadora y en medio de una marea inmensa, removida por un viento huracanado, detenido por alguna racha de silencio. Escríbelo, escríbelo – me digo – ponlo siquiera, es posible que tengas que volverlo a leer y recapacitar después para saber quién eres y cómo eras, tal vez en ello encuentres alguna clave de tus desastres. Y si de algo tiene que vivir el corazón, he empezado a formularme preguntas que empiezan a serme urgentes y trascendentes. En general, los domingos y días de precepto sigo yendo a misa. Pero cuando estoy en medio del gentío persignándome, y arrodillándome y levantándome y cantando, arrastrada por la inercia y la barahúnda del momento, noto que me asaltan chispazos que me queman todo intento de razonamiento, y que no me ofrecen ninguna otra salida digna y suficiente ¿ Qué es lo que hago yo allí, que no soy capaz de contestarme con un gramo de racionalidad ni darme respuesta lúcida si no es a través de fe, de fe y sólo fe ? Perdido el hilo de los oficios, encorajinada, como una exhalación, me inquiero en medio de la mayor oscuridad ¿ y qué es la fe ? (no me la dan los números ni sus proporciones, tampoco la especulación aproximativa ¿ qué es lo que puede dármela ?) Al final, para socorrerme, arguyo que si fuimos concebidos por Dios con la razón, acaso fuera así para que pudiéramos disentir, y que, por muy insignificante que yo sea dentro del entramado del mundo, al menos una y otra vez podré disentir conmigo y con él. ... y entonces, entre absurdos y pasmos dialécticos, me entra claustrofobia y empiezo a sudar; es cuando debiera levantarme, pero entonces, y por contra, decido quedarme quieta, sentada, y no muevo una pestaña, como a la contra. Este fue el motivo por el que el otro día me rindiera, acabara por levantarme y saliera a la calle sin saber muy bien qué estaba haciendo dentro de la iglesia.

70 Lo pasé mal. Me sentí desorientada y con ansiedad compulsiva. Todo huía y no encontraba nada. Procuré soltar un taco para desatascarme, para aligerarme de algún modo y respirar. Y, como siempre termino sometiéndome a las reglas de juego que me he establecido, pasé un ratito indagando en saber si aquello habría tenido causa en algún pasado error. Tal vez obtenga algún vislumbre. O nada, me respondí con furia. Al final, acaso todo se resuelva en unas cuantas notas sin fuste ni valor, en un laberinto informe del que resulte un embrollo indescifrable y vacuo. Si el ser humano es capaz de llegar al autoconocimiento, al autocontrol y a la autodirección, no puede existir mejor ejercicio para ello que esta labor, pero, ante el riesgo obsesivo, me gustaría pedirle a Isolina, e incluso a Rodolfo o a Amalia que me alertaran si me observan comportamientos inestables. Qué horror…, pues, cómo hacerlo…Puede ser que comenzaran a considerarme una cretina, o a introducirme en esa esfera especial de los que deben ser tratados con distancia y tacto. En una palabra, las neurosis y la locura definida suelen requerir a la vez tanto de normas de gentileza como también de un halo de piedad.

XXI

Antes de proseguir quisiera señalar que, tanto Isolina como yo, llevamos varios días con el miedo que nos corta la respiración. No nos deja comer ni dormir, y hasta nos cuesta entrar en el colegio y caminar por los pasillos. Me desconozco, existen cuestiones que se me escapan y que aún no domino, pues el tema del colegio tiende a convertirlo todo en un continuo suspiro, en un acometimiento tanto psicológico como físico. Digo esto porque, el otro día, alguien nos filtró la intención de última hora de la dirección: nos rescindirán próximamente el contrato de trabajo mediante una indemnización ridícula, lo cual, aparte de estaría a punto de llevarse cabo, nos ha asustado muchísimo. Y es que, a pesar de que temes cosas semejantes e intuyes que pueden suceder en cualquier momento, sin embargo, cuando las sientes tan cerca, es cuando adquieren todo su verismo y ese sentido total que escapa a cualquier control. Hemos llorado las dos, pero lo de Isolina es de total desesperación. Y ante este estado de cosas, yo, aturdida quizá por la rabia y en busca de una defensa a ultranza, le he propuesto tomar la iniciativa y llevar a cabo un plan ofensivo, un plan que aunque maquiavélico, ella ha aceptado y enseguida ha contribuido también a diseñar: someter al padre Jeremías a una encerrona, puesto que es Jefe de Estudios y en breve lo nombrarán director, pues ya he citado cómo innumerables veces he visto cómo me miraba el escote y los pechos sesgadamente, he sentido con qué lujuria exhalaba el aliento al pasar y me restregaba los ojos con ansia. Y aunque tengo la convicción – las dos la tenemos – de que en sí se trata de un chantaje de medio pelo, tampoco es menos cierto que también se trata de un instrumento a utilizar in extremis para defender, en estricto estado de necesidad, algo que no tiene otros fundamentos que la intolerancia y el sectarismo más atroz. Con cualquier disculpa, hemos pensado que yo quede con él en la biblioteca de profesores el domingo por la mañana, ya que en el centro no habrá

71 nadie prácticamente, y que vaya con vestido ceñido y escote respetable. Debo situarme en un lugar apropiado y dejar que se me acerque lo que sea necesario, incluso que levante las manos para, desde detrás de la puertita secreta, la que siempre permanece cerrada porque comunica con un pasillo oscuro, maloliente y cercano a la calle, salga Isolina con su cámara superautomática en ristre e intente recoger múltiples tomas a una velocidad incalculable y huya Pero, antes de que reaccione el cura y suba los escalones para llegar al descansillo, desde donde deberá actuar Isolina, ésta habrá debido cerrar la puerta, echado el cerrojo y salido a la calle como una centella llevándose los negativos. Yo, mientras tanto, y en el desconcierto intuido, deberé decir algo, deberé gritar de manera alborotada y con mucha intensidad, cuando, en realidad, lo que deberé estar pretendiendo, y cuanto antes, es salir del mismo modo que ella, ganar la calle como sea, y perder de vista a este capellán del diablo. Ese es el plan. Además del riesgo que entraña, cualquiera puede imaginarse el siguiente y último paso: obligarlo a variar los planteamientos previstos con las fotos en la mano y en alto. Así de claro, así de duro, de zafio y apremiante es. Isolina podría continuar dando con normalidad las clases que daba, o adscribirse para impartir nociones de democracia o historia de las religiones si llega el caso. Yo intentaría rescatar lo que tenía, lo cual, y a mayores, ha sido asumido durante este tiempo por dos compañeros amables y entrañables, los siempre dispuestos, los intachables de toda la vida. No sabemos si funcionará porque, llevarlo a la práctica, tiene mucho de parecido a si fuéramos a hacerle un boquete tremendo no ya al cura, sino al mundo. Tal vez, durante estos días nos entre un poco de calma, una pizca de serenidad. Tenemos un sobresalto continuo encima porque el envite no nos gusta nada ni nos honra. Pero la fuerza por la vida – decimos decididas para justificarnos y darnos valor – se plantea así, a ultranza, como si fuera una película, con rudeza y sin compasión. Ahora bien, es cierto que la debilidad del capellán es más que proverbial en función de nuestros fines. Por eso se le elige. Y ahí queremos golpear con rabia, ahí. No hay otra solución. No lo quiero ni pensar si sale mal. Pero vamos a llevarlo adelante esta misma semana, es nuestra oportunidad, a tumba abierta. Para ello, estoy pensando en proporcionarle a Jeremías el título de algún libro raro que falte en los catálogos, o invocar la escasez de otros, algo semejante. Pero lo que estoy componiendo a toda prisa y mentalmente son las palabras y gestos exactos con que, como mujer, deberé seducir sin el menor fallo a este cura lascivo. Es preciso que le imprima a todo ello un sesgo de urgencias, de duda y a la vez de verosimilitud. ¡ Ah, qué asco, qué barbaridad, estoy aterrada ! El tiempo arrasa, pasa, corre y lo desmenuza los días como nada. No sé si hace de molino de Dios, pero reduce los asuntos y las cosas a residuos minúsculos, cuando no a fosfatina y puro olvido. Hace bastantes meses que me divorcié, que se marchó Andrés y empecé a coger el Metro para ir al colegio, y desde entonces han sucedido muchas cosas, pero me resultaría difícil enumerarlas todas porque, además, es preciso atender en este momento a lo próximo e inminente: esta batalla o guerra concebida frontalmente contra Jeremías para poner a salvo el futuro. Me gustaría en el alma no tener que llevarlo a cabo, me encantaría. Una y otra vez pienso que se trata de un recurso astuto, inmoral y, por añadidura, con demasiado riesgo. Si saliera mal, podría degenerar en un escándalo mayúsculo en todos los sentidos. Lo más probable es que nos echaran a los tres y saliéramos en los asuntos innobles de los periódicos. Pero tampoco me extrañaría que creyeran al cura y nos echaran únicamente a nosotras, por provocadoras y zorras.

72 Quién sabe, en resumidas cuentas quizás todo dependa de la serenidad y buen sentido de él, de que se calme y sepa calcular con precisión el alcance de la trama una vez descubierto el engaño. No creo que después se proponga caer en la sospecha y morir con sus filisteos ¡ Si mi padre y mi madre lo supieran, Dios Santo… ! Pero los tiempos han cambiado, y mucho ¡ Regostia, regostia, sí que han cambiado… ! Y una tiene que defenderse con algo frente a estos alacranes encubiertos. Pero no, de todos modos no acabo de oírmelo decir con buen tono, no acaba de convencerme y proporcionarme buena conciencia, no señor, no consigo legitimarme lo suficiente. Debo ser una pazguata de tres al cuarto, así que insistiré y ensayaré y ensayaré la escena cumbre, la situación crítica que esperamos que se produzca, hasta que logre dar el pego una vez adquiera cierta desenvoltura y un mínimo de fiabilidad. Por lo menos hasta que aparezca Isolina y consiga disparar la cámara… Estoy nerviosa, lo reconozco, y por mucho que me mueva y vaya de un lado para otro, esta tensión tiene el aspecto de que fuera a aplastarme en cualquier momento. ... hasta he intentado simular a Bárbara Stanwicks y a Marlene Diétrich y adoptar su dominio, ellas, tan vehementes e impasibles, pero nada. Se conoce que yo no soy de la pasta de sus personajes: fríos, contundentes, decididos. Qué le voy a hacer… A pesar de todo, sólo soy Regina.

XXII

Hoy tengo tiempo. Me he parado para prepararme un café y fumarme un cigarrillo con un poquito de calma. Necesito despreocuparme, dejar que la mente me vague suelta por cualquier parte, es conveniente descargar situaciones difíciles y angustiosas. Me quito los calcetines, pongo los pies encima del cojín de la silla e inhalo el humo con fruición. Luego pienso, medito que no quiero, que no debo pensar pero pienso, vuelvo con rabia los ojos sobre el ventanal e intento quedarme fuera, en el aire, semejando un ser invisible capaz de adivinar todo acerca de los mortales. Pero enseguida descubro al padre Jeremías, lo configuro, lo delimito, lo veo acercarse con ojos enrojecidos y exaltados al imaginar llegada su hora – en realidad así lo he visto siempre – pero lo evito de repente, tuerzo la vista hacia los tejados de Madrid y mezclo escenas del Metro y del colegio, luego descubro y me fijo en las ojeras descomunales de mi hija Marta y me asusto más, para a continuación y deprisa, aparecer Andrés y, a su espalda, con los puños cerrados, llegar Javier corriendo… En este instante soy una loca total, incapaz por completo de darme orden y respirar con satisfacción. Para hacerlo tengo que pararme, abandonar el bolígrafo y ponerme a andar y a toser. Han pasado diez minutos y me duelen las muñecas. Estoy sintiendo cómo me afloran las lágrimas mientras las nubes juegan entre sí por ahí afuera a juegos imposibles. Deseo quedarme en ellas, mejor aún, con las que se alejan, con las que han pasado y recogido esta visión y este sentir y son fuertes para llevarlos y despeñarlos por algún terraplén del cielo, por el vertedero de los oprobios íntimos y desconocidos del mundo. Tengo sed ¿ Y de qué tengo sed ? acierto a escribir. Me quedo mirando el reloj de pared, parasitando las manecillas, los golpes del

73 minutero, la irreversibilidad en general y la atrocidad de esperar a que acaezca un desastre irreparable. Me pesan las lágrimas, me gotean por la cara y puedo contarlas. Puedo conversar con ellas y aceptar con dolor mi propia complejidad, la de ese conocimiento que me exige exactitud, incluso en esta truculencia cuasi criminal con que intentaremos desarbolar al cura y crearnos una espada de Damocles frente a él. Con dos manotazos me seco el rostro y respiro con profundidad y hipo. Al fin, acude ese abandono corporal que proporciona tener la consciencia a flor de piel, cuando creemos sentirnos cercanos a las cosas y aceptamos con placidez compartir con ellas no sólo la presencia inerme, también un destino insano bajo un halo de unidad general y tragedia.

Algo semejante me ocurre ya con los nuevos compañeros del Metro. Es verdad que me costó mucho romper con el ambiente del autobús, con aquel sitio al lado de la ventanilla que nadie osaba arrebatarme nunca cada mañana. Me viene ahora con frescura aquella amabilidad, la fisonomía de la atención callada, el sesgo de la compañía compartida y aquel retorno de la gratitud. Tal vez alguien - me digo - haya podido pensar o creer que haya podido enfermar, o que haya muerto, qué sé yo… Varios días lloré pegada a las mamparas del Metro pensando en estas cosas, deprisa y por dentro, para que no me vieran. Fue más duro de lo previsto en semejantes circunstancias, pero he llegado a comprender, la utilidad no tanto de modificar viejas estructuras como de emprender otras, poner los cimientos y dar forma y alma propias a estas formas renovadas, intangibles para los demás y acaso tontas. Pero no lo son. De ningún modo. A mí me parece que los moldes en que nos movemos adquieren una importancia capital, como si proyectáramos imaginación y voluntad a un tiempo en torno nuestro y fuéramos creando y construyendo nuevos caminos, gestos, incluso palabras, y los cuales, indudablemente, acabaran por interpretar al ser hasta en sus más mínimos detalles. Uno adquiere entonces también la condición de nuevo, no en cuanto a la mismidad, por supuesto, sino a la consciencia acerca de la precariedad de todas las cosas, de tal suerte, que los recuerdos salieran de uno y espejearan como señales que fueran desapareciendo después y poco a poco con un guiño quebradizo, signo inequívoco de su futilidad, de estos tránsitos apacibles por la memoria mientras se alejan. Estas recuperaciones en la constitución íntima del yo, sin embargo, y contra toda desesperanza, quiérase o no, permiten vivir. Tal vez me esté ocurriendo algo parecido con mi hija. Quiero llamarla más, coger el teléfono e interesarme a menudo por su embarazo y contribuir de alguna forma a la mejor marcha de su matrimonio. Sí, sin duda podría darle ánimos, pero empiezo a darme cuenta de que llamarla me cuesta, de que me pongo a dar vueltas alrededor del teléfono y que me angustio, que se me pone mal sabor de boca. Suelo gritarme y apretar las mandíbulas para decidirme, pero la verdad, la única verdad es que coopero a la postergación de la llamada alegando cualquier excusa. Ahora mismo – cuando estoy describiéndolo – sé y me digo que no tengo corazón de buena madre y me insulto y me llamo ingrata, y desnaturalizada. Y me duele, cómo no. Me estorba este malsentir estúpido que me está impidiendo la ayuda que deseo prestar a mi hija. Y, a continuación, me llamo sectaria, arrogante. Busco de acá para allá las cosas más diversas y las miro como si fueran seres comprensivosde mi angustia, como si posando la vista en ellas, o dejándola mismamente en el aire, me exonerara de culpa, de la responsabilidad de llamar y preocuparme por ella. Y sé, y declaro, que, en el fondo, el hecho de que el padre del hijo que espera pueda ser Enrique o no, esa exclusiva duda, constituye el resquemor embalsado que me tiene atormentada y me detiene. Porque dentro, muy

74 dentro, como si se tratara de esquivarme a mí misma, sé que oigo decirme: pero ¿ cómo ha podido… ? Y en este instante me quedo en ese punto central del dolor, pues enseguida huyo de él y pienso en otra cosa porque me asusto ante la realidad de mi hija, me descubro divagando de forma inconsciente entre labios, y yendo y viniendo pero siempre huyendo, dictaminando por la casa con el único ajuar de mi educación que, en determinados sentidos - ahora la percibo más que nunca – si no brutal, ha sido poco humana. Esta confesión escrita, por favor, créanme, me hace bien, me ayuda a intentar reconocerme al menos y a procurar echar ese paso definitivo que conduzca a la comprensión, a prestar esa ayuda que seguro Marta necesita. Debo contener sin duda una especie de egoísmo visceral, un sinsentido, pues cómo no admitir intelectualmente la pluralidad y libertad de los seres, su destino particular, su diferencia vital, la necesidad del esfuerzo para superar nuestras dificultades y a través de la experiencia contemplar y construir el futuro. ¿ No estoy, no estoy yo misma buscando mis propias causas, incluida ésta que me ata las manos y el alma para llamar a mi hija ? Se me agita el corazón, amigos, se me irrita, creedme, por amor de Dios, que se me desboca. Sé que no tardaré en llamarla, sí, sé que la llamaré. Lo haré, seguro, seguro.

Para el final de hoy, he querido dejar el asunto de Jeremías. Y no sé si alegrarme. Y ya, el domingo, entre las diez y media de la mañana, nos encontraremos en el sector técnico de la biblioteca, él, para hacerse cargo de mis propuestas de adquisición de algunos libros de matemáticas, yo... El acuerdo tuvo lugar ayer y en pleno pasillo, era la manera de contextualizar un formato exterior de naturalidad. Con un bolígrafo en la mano, salí de repente de la sala de profesores y, según pasaba, lo llamé. Debido a los nervios, estoy segura de que ningún gesto ni palabra por mí previstos debieron ser exactos, en cambio, sí la idea y el modo general, porque recuerdo que me marqué una sonrisa espléndida, alevosa y fácil que, junto a un hilo de voz meloso y vacuo, estimo que compusieron un engendro absurdo y tontorrón, pero capaz de ser asumido sin reparos por este cura galdosiano, tan proclive al licor y a la lujuria. Lo cierto es que, al oírme, se detuvo en seco y, sorprendido, se volvió; pero también me pareció advertir que, a través de mi ingenua propuesta, reconocía enseguida la oportunidad soñada, una propuesta que yo le enviaba envuelta en medias palabras y con un movimiento distendido y certero de cejas. Ambas cosas me ayudaron a transmitirle en veinticinco segundos absolutamente cuanto deseaba, sin abundar en mayores explicaciones. Bastaba. Al asegurarme él de inmediato que sí, que por supuesto estaría allí sin falta y que además encantado de ayudarme a comprobar de qué fondos matemáticos disponía últimamente la biblioteca, instintivamente removió el brazo y la cartera que llevaba, mostró con fruición sus acerados dientes y le relampaguearon los ojos con la chispa triunfante que yo esperaba ver. Viéndonos cara a cara tan solícitos, podría haber parecido que por primera vez estábamos en sintonía y de acuerdo en algo, más aún cuando todavía quiso ratificar su disposición y al irse se permitió levantar la mano y sonriendo me dijo okey juntando pulgar e índice, redonda expresión del júbilo ante la supuesta malicia compartida. Mientras yo retornaba con aparente normalidad a la sala, de reojo, lo vi alejarse radiante. Iba pletórico y, yo, nerviosa, sonreí. Durante unos minutos interminables esperé en la sala a que volviese del servicio Isolina. Rotos y destrozados los nervios, parecía no volver. No sé cuántas veces recorrí el trecho que hay de la puerta a la ventana y de la venta a la puerta

75 retorciendo las manos y mordiéndome los labios, mirando el reloj como una histérica, oyéndome el aliento y repiquetear los pensamientos, con el terror causándome verdaderos estragos por el estómago y las sienes.

XXIII

... mansamente llovizna sobre Madrid. De los tejados cuelgan y se desprenden trozos de niebla, otros deambulan por ellos como fantasmas perdidos o desconcertados. Al tocar los cristales con la frente, la humedad y el frío me han hecho estremecer, mientras un pensamiento de congoja me hablaba de la edad. Y aunque pretendí darme ánimos, enseguida me desmentí porque un tumulto de soledad andaba por la casa y me golpeó la frase hasta hacerme volver a estremecer. Y entonces, pasmada, con ensimismamiento infantil, me quedé contemplando cómo se estrellaban las gotas de agua sobre los rebordes de la puerta y emergían en cúmulos en el suelo de la terraza. De esta abstracción salí al hacer aparición la preocupación por lo que ocurra pasado mañana, por lo que, revolviéndome contra nada, me froté las manos y los brazos en busca de comprensión y ayuda. Y vi a Isolina. La imaginé con la doble angustia de lo que pueda sucedernos y el descubrimiento del Alzheimer en su madre. Ya le han dado el diagnóstico definitivo y está desesperada, hundida. Ayer mismo estuve allí y, evidentemente, a doña Julia se le ve vacilar, olvidar y temblar a menudo. Me dijo que el otro día se había detenido en silencio y que durante unos instantes interminables su madre la miró sin posibilidad de reconocerla. Dice que con los ojos fijos y dilatados le preguntó varias veces ¿ quién eres, hija… ? mientras se pasaba los dedos por la frente en claro intento por recordarla. Sí, creo que ya sé quién eres – dice que le dijo al cabo - ¿ no eres tú Isolina, la mía… ? Y que enseguida, aunque parece ser que se recuperó de este ataque momentáneo, la impronta de la amnesia profunda fue brutal y se asustó mucho, que se abrazó a su madre y se puso a llorar sin poderse contener. ... estoy diciéndome que no, que no hay derecho, y a la par que niego con la cabeza, en un torbellino mental aparecen mi padre y mi madre, mis hijos, aparece Andrés, incluso su madre detrás, mi suegra… Noto que me tientan las lágrimas y me reafirmo asegurando que no conozco el mundo, ni la vida, ni el ser, que no conozco nada porque creyendo que sé algo o de algo, en realidad descubro que no, que escasamente sé nada y que este sentimiento de ignorancia e impotencia, pobreza sola, tiende a instalárseme como un nihilismo súbito, el cual, por otro lado, aborrezco. Éste es uno de los motivos por los que deseo asistir hoy a una conferencia que trata del bien y la libertad. A primera vista parecen dos términos simples y sin trascendencia en el contexto de una Europa como la nuestra, de países democráticos, pero no sé por qué sospecho que ambos términos albergan algo más. A veces, pensando en estas cosas, me he susurrado ¿ y cuánto bien ? ¿ en qué ocasión u ocasiones y salvo qué ? ¿ de cuánta libertad disponemos y de quién o de quiénes depende ? ¿ cómo, cómo se construye la libertad, cómo se concreta, cómo se hace ser ? Probablemente no tuviera fin esta enumeración que

76 me sale a borbotón caliente, cuando me empeño en amontonar cielo con tierra y empiezo a darles a ambos vueltas para preguntarme dentro de este magma por Regina Bosch y, con la respiración contenida, sólo obtengo un silencio sepulcral y espeso. Por éste, y otros motivos semejantes, he empezado a acudir a tales charlas y conferencias, a oír voces discordantes, como dije, con la cotidianeidad a través de mensajes diferentes, a traerme éstos a casa y luego sopesarlos y contrastarlos frente a una realidad que yo únicamente conozco a través de los números, la física y esa dialéctica de la razón que en sí misma se presenta y atenaza como un dios dogmático y único. Yo sé que, frente a esta situación, existe en mí una íntima rebelión que no sé si obedece a mi imperiosa necesidad de conocimiento o bien es fruto de esta maraña de acontecimientos personales y, por tanto, se trataría de una rebelión rara y transitoria. El hecho es que, junto al afán que me mueve a saber, por otra parte, este rebelarme me enfrenta a los prejuicios y tabúes de la vida, a los axiomas científicos y a los dogmas religiosos con el manido por qué, y me exijo lugares y explicaciones donde resituar las cosas. Sé muy bien que mi cerebro bascula, que disecciona y converge en líneas tridimensionales y que en función de ello se orienta y descubre a los demás y a mí misma, pero inmediatamente lo acuso de su exiguo potencial y lo convoco a otras categorías lógicas, más hondas y probablemente ciertas. Es obvio que necesito desbrozarme de atavismos y cachivaches y traerme paz, poder reposar sobre una exégesis mensurada y humana del mundo. No en vano, cada vez que recuerdo o leo frases ampulosas, fruto de éxitos puntuales, siento vértigos y me dan escalofríos (me acusaré, si es preciso, de las afirmaciones pretenciosas que efectué no hace mucho, cuando, en determinado momento, estuve convencida de que el mundo, al menos el inmediato, daba vueltas en torno a mí, bajo la eléctrica batuta de mi voluntad; era incierto aún, vanagloria instantánea, acaso estupidez intransigente) Pero nadie, ni mis anteriores palabras, me desviará de esta trayectoria que objeta la incipiencia de un conocimiento ilimitado (con su poder también) y con tendencia infinita ¿ Es que no es así ? me respondo, desbordada la fe en un ansia de progreso. Cuán evanescentes han sido los éxitos, y cómo cae la codicia personal, la fascinación y el reconocimiento efímero del mundo, y cómo, cómo llega el olvido. Me detengo. Debería llamar en un instante a Mariasun, a mi hermana, y saber cómo está. Lleva cuatro días de baja. Se le va la cabeza y le dan vómitos. Además, Paco no para de insistir en que se divorcia de Luzminda y que se casa con ella. Pero Mariasun le dice que no debe hacerlo, que puesto que ella tiene trabajo, su mujer podría perder algún día parte de su pensión por motivos de concurrencia. Me gusta su punto de vista. Cuánto me agrada que al menos, de tarde en tarde – y más tratándose de mi hermana – alguien muestre un atisbo de humanidad y desinterés. A ver si la llamo antes de marcharme a la conferencia. Y es que, lo de telefonear, mira que se me da mal… Para terminar hoy, y dado el tema anterior, a mí, lo que me gustaría, aun mínimamente, sería tratar el tema del éxito, ese algo que prácticamente todos perseguimos con ansiedad y de forma homogénea, pero que tan difícil resulta de alcanzar. De esto, de esto me gustaría tratar. Aunque, bien pensado, lo haré cuando oiga lo tocante al bien y la libertad. Tal vez pueda enriquecer este debate y me dé alguna satisfacción íntima. Porque ¿ qué hay en el éxito… ? Mañana, o

77 pasado mañana, quizá sean días muy intensos. Sí, de acuerdo. Debo estar atenta y preparada para todo. Pero ahora mismo, sin ninguna dilación, me levanto ya. Voy a llamar a Mariasun.

XXIV

Confundida es el término correcto, la conclusión con que me acerco a esbozar estas pobres notas con sus torpes palabras y sus ateridas frases. Pero ¿ debería rendirme ? Descubro que es tan supina, tan descomunal y reactiva mi nada en tantos y tantos órdenes fundamentales de la vida, que casi me avergüenza reconocerme en semejante postración aunque externamente esta posición nadie me la vea. Será absurdo, pero me cuesta respirar, aceptarme tan insignificante porque en algún momento creí que sabía algo de algo y, tras haber asistido a la conferencia de ayer tarde, la confusión no sólo se ha abierto en mí de forma cruel y salvaje, sino que se ha multiplicado, me ha llenado de estupor y mis preguntas han iniciaido una catarata sin dique ni contención posible. Torrentes de ideas y propuestas antagónicas parecen traerme, derramárseme por dentro y agitarme, como si me empaparan y quemaran a un tiempo y sólo, ante tanto alboroto, se me ocurriera decir que necesito reposarlas, dotarlas de un poco de serenidad en mi interior para, una vez sentidas en quietud, irlas moldeando de acuerdo a esa meta de controlar mis impulsos y recuperar de forma definitiva la tranquilidad. Aunque, es tan grande la dicotomía existente en mí desde ayer, que ganas me dan de callar o inhibirme para siempre, de continuar la existencia de forma rectilínea y tildar como una enormidad todo lo procedente del exterior, capaz de tocarla y alterarla. Como pueden observar, todo es tentación, tendencia a la calamidad. Pero me planto y digo no. Y escribo esto in situ, para que de este dictamen no nazca arrepentimiento. El bien y la libertad: Leibniz, Kant, Goethe y Hegel. Elocuencia, armonía diría yo, sosiego. Aparecía una luz dimanante de luces múltiples que se hilvanaban y desenvolvían en una nueva luz. Del bien y la libertad. No existían términos matemáticos y lo eran, pues por doquier aparecían conducciones deslumbrantes que en boca del conferenciante, y originando otras nuevas, producían evocaciones de ensueños y aperturas increíbles. La analogía – decía el hombre de la palabra mágica – usen la analogía, escruten las cosas y, en ellas, úsenla. Motivo por el que llevo horas induciendo y deduciendo, como si Aristóteles y Platón anduvieran en trasiego continuo a cada paso, en cada plasmación, y en cada recodo del pensamiento. No era un hombre joven ni siquiera guapo: sus facciones sin más correctas, con apariencia de mediana edad. Su atractivo irresistible consistía, sin embargo, en una especie de halo o autoridad exultante y hermosa que lo trascendía con naturalidad en medio de un dominio de sí mismo y serenidad inconmovibles. Había en él sabiduría y latía en la sala, se respiraba. Parecía un hombre al que lo presidiera un bálsamo acendrado de sobriedad amable a un tiempo que elocuente, y emanaba a una leve sonrisa que acercaba y daba calidez, un regocijo rayano casi

78 en el gozo. Acaso, acaso me exceda. Era alemán, hablaba el castellano con un ligero arrastre de erres, sus ojos emitían fuerza y, al igual que Goethe, recuerdo que se llamaba Wolgang. Del bien y la libertad nos habló, y acerca de qué son uno y otra, que cuándo y cómo se presentan, la obligación moral de darlos y la posibilidad de descubrir su raíz y grado cuando entre ellos convergiesen intereses en juego, chocando aparentemente entre sí para intentar excluirse. En este cuaderno que llevo siempre conmigo en el bolso, tengo anotado: Es lícito todo aquello que no causa daño a nada ni perjudica a tercero. Relacionar este aserto con Kant y el sentido racional y lógico del mundo no ofrece dificultad, tampoco, pongo por caso, con Jesucristo ni con innumerables hombres y mujeres que han intentado alguna observación paradigmática que pudiera servir de y guía a esta Humanidad desnortada. Pero no sólo se centró en este deslinde en apariencia fácil, sino que, con ejemplos y símiles, con suma sencillez fue capaz de desmenuzar la naturaleza del bien y la fuerza que es capaz de conservar y desatar para provocar sinergias de igual signo. Su convicción no tenia límites; en determinados momentos, aún sin moverse, parecía que saliese, se instalase en medio de los asistentes y nos apresase e imbuyera de una sacralidad por demás tan natural y a la vez deseada. Es probable que no acierte a significar con exactitud cuanto pretendo transmitir. Todavía me encuentro sujeta a un cierto pasmo, pues de ningún modo había esperado encontrarme en una conferencia como ésta y con protagonista semejante ¿ Y de la libertad… ? Aquí Leibniz fue el rey en relación con la concepción absoluta de la razón de Hegel. Claro que, al final, con la máxima goethiana de que el hombre sólo se convierte en un ser libre cuando ha sido capaz de ejercer su propio autodominio, concluyó la primera parte, llena para mí, por obvias razones, de remembranzas no sólo políticas sino también religiosas. La verdad os hará libres pronunció después. Y se calló. Y yo creo que dejó transcurrir unos instantes para que el silencio nos cogiera, nos penetrara y nos arrasara, y que a sí, de esta forma, fue cómo nos invitó a que nos adentráramos en el imaginario propio de la libertad interior. Y, tras glosar autores y aludir a sus tesis correspondientes, la suya, la por él expuesta, conducía a que la obtención de libertad no devendría sino del trabajo persistente por erradicar oscuridad y grosería humana a lo largo y ancho de la vida y por medio de un gran instrumento: la permanente construcción del bien. Y dijo que sólo después, al alcanzar un estado interior de concordia con el mundo y su ley, es cuando se logran las condiciones idóneas para albergar más libertad, y que la consciencia de este hecho nos conduciría indefectiblemente hacia una libertad más amplia con carácter infinito. Y rescató textualmente lo siguiente: antes que Abraham fuera, yo soy. Y lo anoté también. Y explicó esta declaración crística conectándola a través del inicio del evangelio de San Juan, en relación con la preexistencia - en cuanto que Trinidad del Logos-Verbo - quien habría usado la imaginación para concebir el mundo bajo la égida de la voluntad para conformarlo, constituyendo por tanto sendas fuerzas el método lógico de su concreción puesto que, evidentemente, hizo notar, nihilo ex nihilo, nada procede de la nada. Del bien y la libertad. Norte único éste con indecible poder de atracción porque no precisa de credos ni dogma alguno, sino únicamente del fluir del intelecto y la conciencia en cada acontecimiento de la vida. Con cierto grado de seguridad en éste pensamiento, puedo asegurarles que por sí solo me hace sentir más libre, por cuanto me ayuda y despoja de esa hojarasca interior y dramática con que mi educación reglada y no reglada me había encorsetado ante mí y ante los

79 demás. Pues ¿ qué tiene que ver – me digo - la moralidad intrínseca del bien con ninguna religión determinada ? No obstante, seguramente sea cierto que cada religión – o, al menos, toda gran religión – aporte moldes y paráMetros morales, diseñe y muestre a sus seguidores señales de referencia con que resolver sus encrucijadas propias y existenciales, aunque quizá, y como todo, de forma transitoria. Aceptando esto como criterio a examen ¿ no ofrece acaso el bien todos los posibles aportes morales y una extensión ilimitada respecto a situaciones que resolver ? ¿ Y no es verdad que la moral y el bien no son relativos en dirección y línea sino en grado, pues que de aquí mismo emana la libertad y se acentúa ? Amo el fervor cognitivo, es como si lo respirara y tocara no con las manos, sino con las más profundas fuerzas que me crean y dan vitalidad. Es un canto, un soplo directo al corazón. Es cierto que también me hace sufrir, pero espero que ello me ayude a descubrir a Regina Bosch y, en definitiva, a saber quién es. ... una mujer capta, se adueña de las ideas y hurga en ellas; las mujeres somos el emblema de la imaginación. Porque solemos cogerla y abrirnos el alma y ponernos a buscar con tesón y urgencia como un mago con vela, insistimos en hallar y descifrar el mayor de los misterios. Pero al indagar, e insistir, nosotras vamos palpando y reconociendo lo que hay oculto, por lo que casi siempre encontramos impalpables nudos que doblegan nuestro ser en un mundo de hombres que de facto nos mira disminuidas al descubrir abismos insospechados para los hombres, abismos que pasan desapercibidos, o se ocultan o disfrazan por ellos y nosotras mismas porque aún no disponemos de una seria discusión, científica y abierta, como norma social de crecimiento, armonización e igualdad. Lo que no se discute, y no se comprende y asume, jamás mejorará el presente ni forjará el futuro. Aclaro que escribo esto porque estoy pensando ahora mismo en la inminencia de mañana y en la trampa macabra que le hemos tendido a Jeremías. Hemos repasado los pasos a seguir con rigor y atención y, al enumerarlos, parece como si una y otra los hubiésemos visto por anticipado infinidad de veces y puesto en práctica con el máximo rigor. Isolina, al fin, está más convencida de nuestras capacidades y se le ha ido yendo el temblor de los primeros días, cuando concebimos cometer una trastada a este mequetrefe y luego nos dijimos que por qué no dábamos mayor amplitud al proyecto y aprovechábamos para intentar imprimir otro rumbo a las cosas que nos asfixian. Así fue cómo surgió lo de la foto, de la necesidad de disponer de una evidencia crucial que nos ayudara en último extremo, en el peor de los supuestos. El vídeo, a decir verdad lo citamos, pero nos pareció desmesurado por aparatoso y también por menos manejable en un momento que va a requerirnos demasiada rapidez.

El ambiente interior de la casa está pesado, el de Madrid está pesado y, yo, estoy pesadísima. Como si un inconveniente sutil quisiera, además de detenerme, levantarme la pluma para que no escriba. Estoy en tensión y me doy cuenta de ello. Es verdad que me cuesta escribir una enormidad, pero me someto a la voluntad y sigo depositando algo en el papel a pesar de hacerlo con lentitud. A través de los ventanales miro a lo lejos. Anochece. Oigo el murmullo de los coches al arrancar en los semáforos. Tal y como me había propuesto, desearía concluir este final de hoy tanteando algún enfoque sobre la entidad del éxito. Pero me ha sacudido un escalofrío y me detiene. No logro discernir ni sistematizar nada. En resumen, y al igual que Vivien Leight, convencida me digo que mañana pensaré. Hoy, ya no estoy para nada.

80 XXV

... ya, ahora mismo acaba de pasar lo más gordo, pero todavía no ha terminado del todo. Tengo un sofoco exagerado y acaso no sea para menos. Desde hace un rato no sé nada de Isolina ni sé qué habrá hecho Jeremías. Tiemblo y tengo miedo, estoy pendiente del teléfono pero a la vez no quiero ni tocarlo. Prefiero que suene, que suene y esperar a ver si Isolina ha llegado a casa o no. Después del gran encuentro de la biblioteca habíamos planeado encontrarnos en la calle, en un lateral del colegio, pero no ha sido así. Seguro que el terror nos ha paralizado la valentía y la memoria y hemos huido de la emboscada cada una por su cuenta y a todo correr. Y aquí me tienen, tomando deprisa y en plena convulsión estas notas, loca, excitadísima. No me salen ni las letras. No sabía dónde ponerme ni qué hacer ya. Así es que me he sentado a escribir, a tratar de apaciguar este momento que no me deja estar quieta ni en paz, pues los pies se me mueven, me pica por todas partes y cada dos por tres tengo que detenerme. Con este estrés no es fácil redactar nada de nada, y mucho menos hacerlo con precisión. ... a las nueve y media en punto las dos estábamos ya en la biblioteca, yo en el interior, cerca de la puerta, la cual había dejado entornada, y detrás, y en su sitio, Isolina, con la cámara preparada para afrontar el momento que supusimos más difícil; y aunque nos hablábamos con voz queda y con estricta precaución, enseguida nos deteníamos, puesto el ojo avizor y el oído tenso, a la caza del más leve sonido que pudiera provenir del exterior. Yo, quitada la chaqueta y con este vestido de tirante, escotado y ceñido, que todavía no he acertado a quitarme debido a los nervios, empecé a sentir un frío descomunal, un frío que me hacía temblar como una vara verde; y a pesar de que crucé los brazos y me los restregué y apreté contra el cuerpo, el hecho es que, recordar a cada instante que podía llegar Jeremías por sorpresa, me aliviaba, me hacía entrar en un estado de ira pero también de fortaleza para hacer frente a aquel encuentro que minuto a minuto yo sabía que se iba acercando; una vez más me ponía a caminar, me frotaba las manos y contenía la respiración cuanto podía; Isolina, que permanecía como un clavo detrás de la puerta, me susurraba dándome ánimos por lo bajo; los libros que debía mostrarle al cura, a fuerza de verlos con sus respectivos títulos y lugares, ya me los conocía de memoria, pero, para no equivocarme, recuerdo que insistí no obstante y que pasé dos o tres veces más frente a ellos y los volví a mirar con urgencia, de refilón. Jeremías no parecía dar señales de vida. Nos cuchicheábamos diciéndonos con los labios contenidos y estirados que a lo mejor se hubiera temido la encerrona y habría decidido no acudir. Y las dos volvíamos resignadas al silencio, a la espera angustiosa y a soportar el frío. Y fue de repente cuando oímos pasos. Nos quedamos paralizadas, escuchando. Quienquiera que fuera lo hacía con cuidado y se había detenido de improviso. Isolina ajustó con precaución y sigilo la puerta y se dispuso a esperar mis dos toses convenidas para lanzarse a disparar con frenesí la cámara, aunque más que nunca corté el aliento y quise desaparecer. Pero a pesar de los terribles mazazos que me daba el corazón, conseguí valor y me coloqué en uno de los lugares propicios de la biblioteca, justo donde Jeremías y

81 yo deberíamos proceder a repasar las existencias de los libros, cerca del descansillo, el cual, con sus tres escalones, nos separaría de Isolina. A la par que retornaron a oírse los pasos, la puerta de la biblioteca chirrió a intervalos mientras continuaba abriéndose con lentitud – cayó el silencio. .- ¡ Hola… ¡ ¿ Hay alguien… ? .- ¿ Regina… ? – oí preguntar a Jeremías desde la entrada con estudiada timidez. Ni siquiera me atrevía a moverme. Me parecía que dar un paso semejaba algo imposible, temerario, absolutamente inapropiado. Sabía que me estaba defendiendo, pero en semejante caso ¿ qué hacer, qué hacer… ? No tenía respuesta. Esperé y, como en un acto de a vida o muerte, contuve cuanto fui capaz la respiración y me atreví a contestar con voz un tanto quejumbrosa: .- Sí, estoy aquí, en la sección de … Volvió un silencio largo y denso. Y asimismo volvió a chirriar la puerta para acto seguido, oírse cómo encajaba el tranquillo en el hueco de la cerradura. Parecía que se me descosía el corazón. Creo que me protegí con las manos los pechos y el alma porque un sofoco me produjo ansiedad y vértigo. .- ¿ Regina… ? - llamó de nuevo mientras se acercaba a lo lejos, hasta la esquina de los estantes. No me atrevía a moverme de allí, aunque logré responderle a duras penas saludándole e invitándole: .- ¡ Hola, buenos días ¡ Pase, pase, estaba aquí… - Todavía lo dije así, con acobardamiento, con distancia. Y enseguida, como si fuera un asesino cercando a su víctima, con toda sonoridad empecé a oírle los pasos arrastrados, torpes y lentos sobre la tarima. Entonces tosí, me atraganté y quise escapar, pero no pude. Me encontraba atrapada, absolutamente fija, inmóvil, bloqueada y con ganas no sé si de morirme o de pedir auxilio a voz en grito, pero no sabía cómo hacerlo, ni podía. .- ¡ Hombre, Regi… ! – dijo de pronto al descubrirme mientras miró simultáneamente alrededor, momento mismo en que yo, disimulando, me encontraba con los brazos levantados hacia el estante con un tomo en las manos. Cuando lo vi se había detenido en seco. En una mano llevaba la cartera negra y con la otra procedió a desabrocharse el alzacuellos. ¡ Hola… ! – exclamé yo nerviosa sin acertar a mirarlo, con cierto deje imbécil y pestañeando sin cesar, empeñada en imitar no el encuentro pactado, sino agarrándome más bien a una casualidad, a algo que acaecía sin más. Él me miraba como un gato en la oscuridad: tenía los párpados bajos, con la respiración contenida y entrecortada. En ese instante me di cuenta de que las aberturas laterales de mi vestido le estaban causaban estragos. Créase o no, esto me ayudó, pues en último extremo supe que el plan previsto empezaba a funcionar, por lo que, rápidamente, lo vi perder la rigidez y esbozar una sonrisa sardónica. Ello me permitió respirar. Me puse la mano abierta sobre el pecho y, mientras se iba acercando, empecé a decirle con deliberada lentitud: .- Sí, acabo de llegar… Estaba remirando un poco por si… Con los ojos repletos de lascivia y vanidad, y a dos pasos de mí, volvió a detenerse, movió con prepotencia levemente la cabeza sin dejar de mirarme con obsesión los pechos, la ladeó y, plenamente convencido de mi predisposición, dijo lleno de sí mismo: .- ¡ Qué putón eres, Regina… ¡ – y me lo espetó sonriente y a los ojos, convencido de que yo lo admitiría. Dejó caer al suelo la cartera, se le encendió el brillo de los ojos y contrajo los labios mediante depravado. .- Con esa figura que tienes, siempre estuve seguro de lo que eras, siempre – continuó diciéndome mientras se acercaba.

82 No estoy segura, pero creo que con el libro en las manos di varios pasos atrás. Fue éste un momento agónico y brutal por demás, sin concesiones. No recuerdo bien, pero creo que no acerté a replicar al insulto ni atendí debidamente al hilo conductor del plan por más que intento acordarme. El hecho es que, aunque retrocediera, sé que nunca le perdí la cara porque miré la puerta de Isolina y, de repente, agobiada, sé que dudé de si Isolina estaría allí o no. Entonces, controlando el primero de los escalones con el tacón del zapato, procuré mostrarle a Jeremías el libro que llevaba en las manos, lo detendría, le explicaría cualquier cosa, que los libros de que disponíamos no eran suficientes o que… Pero no me dio tiempo. Para él, la única explicación posible para coincidir los dos allí esa mañana de domingo, y él no celebrando misa, consistía en el acuerdo previo para llegar y ponernos a follar sin ninguna dilación ni miramiento intermedio, motivo por el que me persiguió ciego soltándome sin más: .- Pero qué buena estás, putona, qué buenísima, ven, ven aquí… -. Y mientras yo me deslizaba asida a lo largo de los estantes y él me perseguía, se abrió la bragueta y me mostró un miembro erecto, baboso y descomunal. Sin aliento logré acercarme al descansillo y me detuve, pero él, alcanzándome, y de un manotazo, me bajó los tirantes del vestido, me dejó al descubierto los pechos y se abalanzó sobre ellos como si estuviera dispuesto a comérmelos y a terminar allí mismo con ellos. El libro se me cayó dando vueltas, grité espantada, y de forma aparatosa luché con los brazos bajo el zarpazo emprendido hasta olvidar por completo la señal convenida de las toses con Isolina. De nuevo, como en un flasch, tuve la impresión de que ésta se había ido, de que no iba a aparecer jamás y Jeremías terminaría comiéndome a chupetones, pues los lametazos dados se transformaron en un desquicie de locura nunca imaginado en ningún ser humano y mucho menos en el propio cura de mi colegio. Pero pensé mal, porque Isolina, evidentemente, estaba allí y salió con extrema puntualidad. Y no sólo salió y disparó la cámara una y otra vez, sino que aún tuvo agallas para decirle: .- ¡ Eh, mira aquí… ! – y para, también, en ese preciso instante, en el que Jeremías al verse descubierto se volvió para mirarla, quedando yo con los pechos desnudos, ella, bajo el quicio de la puerta, disparó la cámara como una profesional auténtica y desaparecer A partir de ese momento todo se me ha obnubilado y ni el corazón ni las sienes me dejan de latir, ya que, cuando vi que Jeremías se dirigía como un loco hacia la puerta con intención de alcanzar a Isolina, yo, sin dudarlo, eché a correr como una posesa pasillo adelante hasta dar con la calle, incluso continué corriendo por ella sin poder pensar ni respirar porque el aliento y el miedo me ahogaban y el pecho me dolía, me daban vuelta las cosas y apenas tenía noción de dónde me encontraba. No sé si miré para atrás, aunque tengo conciencia de que en ese instante no me importaba si Jeremías me perseguía o no. Ni siquiera recuerdo cuándo me subí los tirantes del vestido ni dónde me dejé la chaqueta olvidada. La verdad es que ahora necesitaría llorar un poco, calmar esta angustia que me tiene los nervios rotos y el alma en vilo. Cada vez que recuerdo que me llamó putón y le veo la boca y los ojos encima…, casi quiero morirme. Quizás ha sido así por culpa mía y por estúpida, pero, después de todo, una voz dentro me dice que siga adelante, que siga así sea arrastrándome y medio muerta. Duele mucho ¡ regostia ! ¡ maldita sea ! y no tengo, no tengo al lado a nadie a quien decírselo. Si esta lucha requiere un drama como éste, a lo mejor debiéramos desistir, pedir perdón y abandonarla de una santa vez. Cualquiera sabe dónde estará Isolina, cómo le habrá ido a la mujer o qué estará pasando. Sólo Dios lo sabe. Espero que no se encuentre mal del todo. Con lo sentida que es… Quién

83 sabe si no estará mucho peor y yo aquí, dando vueltas, con los nervios deshechos y los labios destrozados de tanto mordérmelos. Haber, si puedo, me fumaré un cigarrillo…

XXVI

En la medida en que he ido reconociendo, creando y expulsando de mis adentros demonios mentales y emocionales, he comenzado a creer que la lectura de estas anotaciones - la cual imaginé en un principio como algo distendido y curativo - podría muy bien, digo, acabar por transformarse en una lectura en la que entrara el lector con todo derecho a compartir o disentir abiertamente de las opiniones vertidas, derecho a abrir las notas sin ningún ambage y constituirse en parte beligerante y viva, en lector motivado, vibrante, libre, cual el que invade a condición de ser invadido y, juntos, poder conjugar sin falsas aureolas ni ropajes la luz y oscuridad de las palabras ¿ Puedo ejemplificar con las fuerzas que vivifican un beso, y que, sin embargo, luego, cada cual las reconocemos tan diferentes porque cada uno ha hecho suyos el poder y la fragilidad que encierran ? Sobre los riscos del Guadarrama, dando vueltas, descubro las rapaces, y alto y desmesurado, el cielo casi hace daño, pues, cual tromba marina, parece que bajara hasta la sierra para ceñirse a ella con ese tul ligero que, al son del mediodía, vuelve fosforescente un sol sencillo pero espléndido. La quietud es inexacta e inmensa, y al abrigo de estos roquedales y veredas, salpicados de matorrales y arbustos, sentada junto a un hilo de agua, acomodo la espalda y saco este cuaderno que poco a poco va tomando pelusilla por las pastas y múltiples dobleces por los bordes de las hojas. Aquí estoy, mientras Isolina y su madre, doña Julia, cogidas del brazo se han aventurado sendero arriba, y la soledad baja tocando sus clásicos timbales desde las colinas para sentarse a mi lado sutilmente, aquí y ahora, cuando, después de todo, el plan desesperado que pusimos en marcha nos ha abierto un portillo a la vez que estrecho y repugnante a la esperanza y que nosotras intentamos cruzar a toda costa a fin de encontrar un asidero que nos libre de la desesperación ¿ Librar ? (la iniquidad, la nuestra, no queda esclarecida por ello, no queda subsanada) Y esta pregunta o mejor, este aserto, se repite de manera intransigente, pues se aleja y vuelve con una percusión llena de ruido infame y de duda ¿ Libres de qué… ? insiste e insiste y cada vez más hiriente. Procuro contestarle que libres y a salvo del tiempo y la ingratitud, que a toda costa a salvo del ahogamiento sin lucha. Le respondo que estamos resistiendo, que sólo y únicamente resistiendo. Pensándolo me atropello, juro mentalmente, me recojo y aprieto más las piernas para hallarme más cerca, para sentirme a mí misma y darme una razón poderosa que nunca acaba satisfacerme por completo. El final consiste en una respiración honda pero insatisfecha, una mezcla de escarnio íntimo y desolación. Levanto el bolígrafo y observo las minucias que me rodean y encuentro piedrecillas, briznas nuevas de hierba, algunos insectos que aparecen zumbando de pronto, se detienen en el aire, zumban de nuevo como si me observaran, y escapan para desaparecer en la profundidad del espacio. Me remuevo, cruzo las piernas, y permito que la brisa fresca me entre, me llene y me posea. Por un momento, en este lapsus de efusión planetaria, percibo como si glóbulo a glóbulo y gota a gota se me fuera desgranando la sangre, como si pudiera acceder a cada cavidad del cuerpo y, abierto, pudiera dialogar con cada

84 parte y entendernos por medio de un lenguaje críptico e inefable. Prácticamente llego a sentirme bien, confortada, por lo que con escaso éxito intento prolongar la suave atonía que me embarga, esa especie de ondulación con que se balancea el espíritu en los abandonos y las permisiones sin límites. Abro los ojos por fin y escribo. Y los abro también para, además, tratar de confesarme el ronroneo íntimo que en el sexo me produce la laxitud, para reconocer sin excusas la excitación que me origina y cómo lo desafora el vuelo de la imaginación. Me doy cuenta de que instintivamente, con los ojos cerrados, me lo he oprimido repetidas veces y he aspirado hondo, con ansiedad, llamando, acercando el placer. Más aún, puedo decir que lo he hecho con fruición, deleitándome con vehemencia, con ardor. Me doy un poco de miedo oyéndome hablar de mí, noto desasosiego al saber lo que pienso y que deseo lo que deseo. Sé que el calor acumulado sobre las rugosidades del vaquero expuesto al sol, y sobre las combas del pecho, ayuda a producir este regusto desmedido, aunque no sé si será real del todo o no. En todo caso estoy encendida y me cuesta un gran esfuerzo razonarlo y describirlo. No sé. Voy a cerrar de nuevo los ojos y a dejar el bolígrafo. Quiero sondearme en la intimidad sin tapujos y ver qué me ocurre por los sótanos de la pasión. Me invade definitivamente el placer, me acomodo, y me dejo llevarl. . Me veía de nuevo en la biblioteca, con el abrigo puesto y con las manos apretándolo al cuello, más bien contra la garganta, debido al frío, y castañeándome los dientes. .- ¡ Reginita, hija mía… ! - se dirigía a mí solícita mi abuela Alba -. Mira, mira este hombre, deja, no hace frío – y señaló con la mano en el aire el abrigo, con ademán de quitármelo de encima de los hombros. .- ¡ Nooo… ! – grité yo asustada y retrocediendo. .- Regina, hija, mira… - insistió ella volviendo a señalar a Jeremías, quien ahora se había transformado en El Cuore vestido de sacerdote y se me acercaba dispuesto a todo. .- ¡ Isolina, Isolina…! – pedí ayuda aterrada dirigiéndome a una puerta, pero tuve conciencia de que Isolina no se encontraba tras ella, pues la puerta se abrió y quedó transformada en la terraza de El Cuore a la vez acompañado por mi abuela, y ambos de acuerdo, felices y sonrientes. .- ¡ Abuela… ! – exclamé para reprenderla. Pero enseguida me arrepentí, sonreí también y de golpe me despojé del abrigo, dejándolo caer el suelo. Entonces me di cuenta de que estaba desnuda. Mi abuela Alba y El Cuore empezaron a caminar y venían decididos a mi encuentro. ¡ Hola, hola… ! - oí decir a alguien de repente. Sobresaltada, abrí los ojos y me removí. Eran Isolina y su madre. Habían vuelto.

XXVII

Ya está hecho. Sí, sí, sí. La segunda parte del plan se ha consumado o, de cualquier modo, se encuentra en marcha. Por minutos, e incluso segundos, parece que me aumentara el temblor del cuerpo y me creciera y disminuyera de manera alocada. Como si las palabras dichas, los gestos y las horas transcurridas se hubieran aliado para formar en mí un raro emplasto de bribonería a la vez que de

85 esperanza. Siento un extraño silbido en todo este entramado porque tanto Isolina como yo nos encontramos en el mismo fiel de la balanza y no sabemos qué ocurrirrá con nosotras. Puesto que no gozamos de la audacia de Ulises, para hoy, lunes, habíamos acordado encontrarnos previamente fuera del colegio y planificar un comportamiento que nos durase todo el día. Por lo que, otra vez y deprisa, estuvimos revisando las cuatro diapositivas que el domingo, tras alcanzar la calle, Isolina como un gran favor consiguió que le hicieran en una tienda de su barrio, uno de ésas que venden de todo y que nunca cierran. Al verlas, volví a sentirme mal y extraña, con un peso en el corazón. Las imágenes me recogen con el vestido bajado casi hasta la cintura, los pechos al aire y los ojos como si fueran a salírseme de las órbitas horrorizados. Aparezco con la cabeza echada para atrás, intentando zafarme del cura, cuyo perfil se vislumbra en una perfecta expresión de sátiro. Esta toma es la más compleja y perfecta. Otras dos, aunque varían ligeramente las posturas y los ángulos, porque fueron tomadas casi simultáneamente, se enmarcan dentro ya del momento de total acoso. Pero, después de verlas con detenimiento, no llega a distinguirse muy bien si se trata de un ataque del cura en toda regla o de un acometimiento acordado por parte de ambos. Únicamente una foto, la última, muestra directamente el rostro descompuesto y libidinoso de Jeremías. A mí en ella se me ve al fondo, desvaída y semioculta por el ansia y la locura del primer plano citado. Debió ser el momento justo en que Jeremías descubrió la presencia de Isolina y se sobresaltó. Las miramos y remiramos una y otra vez, las volvimos a mirar por si acaso y lo hicimos con un tacto que a las dos se nos antojó frívolo, sucio y pecaminoso. Aun habiéndolo concebido y planeado, aun admitiéndolo, el núcleo, sin embargo, el grueso del asunto, en el fondo se nos representaba como piedra de escarnio y escándalo, motivo por el que una especie de aflicción compartida empezó a invadirnos hasta hacer que las soltáramos con prontitud y repugnancia. Era evidente que Isolina se encontraba tan impresionada o más que yo y que deseaba que las fotos quedaran de una vez en mi poder y para siempre. Pero me opuse con rotundidad. Apretando la frente y las mandíbulas tuve que recordarle que las dos estábamos en el mismo barco y que teníamos que compartir el peso del asunto hasta el final. En realidad, latía en mí la necesidad de que Isolina apareciera para Jeremías como testigo fundamental de cargo, tercera persona capaz de confirmar verbal y documentalmente si fuese preciso una posible acusación y ante quien fuere, frente al cura hipócrita y obsceno. Pisamos la escalinata del colegio con los nervios desquiciados. Nos asaltaban premoniciones, oíamos voces que irrumpían desde cualquier parte y surgían miradas asesinas de puertas y paredes, y unas y otras acosándonos de manera inimaginable. Con los pasillos semejando corredores de la muerte cruzamos despacio. El movimiento y el bullicio de los alumnos, entrando en las clases, ayudaba a diluir el temor que producía un inminente encontronazo por sorpresa con el cura. Nos creció el temblor al empujar la puerta de la sala de profesores. Sin embargo, si bien nos saludaron algunos al salir y otros al recoger sus papeles y carteras para dirigirse a las aulas sin mayores preocupaciones, en ella no encontramos rastro de Jeremías. Con el instinto fijo en él respirábamos con aflicción. Me di cuenta de que a Isolina le costaba desprenderse de la cartera, dejarla sobre la mesa y separar la mano de ella, apretada como la tenía, justamente, contra el lateral en el que se encontraban las fotos. .- ¡ Anda…! – recuerdo que le dije de forma en apariencia distendida para tranquilizarla y darle ánimos, pero me miró en silencio como si estuviera

86 alucinada y detenida en un punto fijo. Yo le devolví una mirada semejante, pero con el laberinto de no saber qué hacer ni tampoco a qué atenerme. Sólo quedaba esperar y estarse quietas, muy quietas, y además mudas. Se nos hacía patente que cualquier imprudencia o desatino que cometiéramos podría poner en evidencia nuestra horrenda posesión, nuestra carga envenenada, y que revelaría sin ambages la catadura moral no sólo de Jeremías, sino también la nuestra y sobre todo la mía. Nos quedamos solas, con una soledad indescriptible en la que nos costaba respirar. Mirábamos impresionadas por nada a cualquier parte, tosíamos sin querer y nos removíamos sin hallar ninguna postura adecuada y duradera para el cuerpo ni las piernas. No sabíamos qué hacer, pues todo dependería de la suerte, del albur, de un cómo y cuándo que quizá habrían de venirnos impuestos de golpe, tras la aparición y reacción brutal de Jeremías. Pero ¿ y si Jeremías permanecía impasible y ajeno a lo sucedido ? ¿ y si además de forma taimada provocaba medidas para acabar con nosotras y llevarnos a la destrucción total ? Era agobiante, eso resultaría mortal de necesidad. No obstante haberlo previsto de manera lejana en su día, ahora, este pensamiento y su posibilidad empezaban a provocarnos también estragos. Había pasado más de una hora y por allí no aparecía nadie, por lo que un presentimiento de que tal vez los profesores lo supieran y por ello Jeremías no pasaba por la sala, se nos ahondó en el ánimo Todo, todo por momentos tendía a incrementarse y complicarse. Más digo, nos asfixiaba. A toda costa necesitábamos desahogarnos, soltar algo de lastre como fuera, algo de aquella angustia, calmar el tumulto que nos producían el temor y la espera. Pero no sabíamos cómo. El tiempo se había convertido en maldición, en opresión radical y se hacía patente mediante un halo insostenible. Recuerdo haber abierto con vehemencia una ventana, pero también que luego abrimos otra y otra y, enseguida la puerta hasta atrás, y que se había formado corriente pero que a pesar de todo hacía calor, calor, mucho calor allí dentro. Fue en este ínterin cuando de pronto apareció entre la puerta Mariano, el bedel, para preguntarnos como de propio intento – así nos lo pareció – que si no habíamos visto por allí a don Jeremías. Creo que las dos intentamos mover a un tiempo los hombros, pero el bedel parecía escrutarnos una a una los ojos. Balbuceó algo y dejó la impresión de que se había alejado con un deje malévolo en el gesto ¿ Jeremías, se habría puesto enfermo ? – debimos preguntarnos -. Y si no ¿ qué estaría haciendo, dónde estaría metido el tío ? ¿ Nos estaría esperando en alguna parte para pillarnos desprevenidas y atacarnos ? Igual, igual pensaba matarnos. En ese momento cualquier cosa nos parecía posible. Es posible que las dos sintiéramos esta sensación y dijéramos internamente ¡ cuidado ! para procurar continuar en guardia. Pero no, no nos atrevimos a preguntar por él a nadie, y no sabíamos siquiera si se encontraba o no en el interior del colegio. Al término de la mañana, a fuerza de frotarlas nos dolían las manos y los ojos nos pesaban como losas. Jamás sospeché que un día pudiera tener tal magnitud, tales hondonadas, momentos de semejante terror y que la impaciencia pudiera corroer el alma tanto y tan deprisa. ... cuando al mediodía sonó la campanilla que anunciaba la conclusión de las clases, de golpe nos sobrevino un poco de liberación. Podríamos por fin abandonar la sala, salir lentamente, y ya, en la calle, correr, echar a correr y huir rápidamente, alejarnos y alejarnos para en algún sitio, en alguna parte, recapacitar sin prisas ni opresión y respirar, sobre todo para respirar hondo. Pero Isolina se me acercó con los ojos húmedos y rojos, y me dijo: .- ¿ Y ahora qué… ?

87 Y no supe qué decirle. Enfrentada a la pregunta no pude sugerirle nada, absolutamente nada. No tenía ninguna respuesta a mano ni a propósito, ninguna útil ni cercana, no tenía nada en mí. Allí estaba la argucia, el embrollo de la desaparición física o el mero dejar pasar el tiempo de Jeremías, y las dos nos encontramos con la réplica de tener que tomar otra decisión más y de reencauzar de nuevo el plan, pues después de tanta exposición e incertidumbre durante toda la mañana, llegaba la tarde y no habíamos sido capaces de descifrar la porción más insignificante pero certera de lo planeado. Desesperada, me insulté para mis adentros, me llamé estúpida e inútil, pero agobiada por el pesar, dije que no había derecho ¿ Y qué hacer…? Y pensativa me sumí en la amargura con todo tipo de desconfianzas. Se me alteró el estómago, me subió la bilis a la cabeza y me provocó mareos. Estuve a punto de caerme. Con unas ojeras profundas, completamente moradas y circulares, Isolina forcejeó y se trastabilló con dos sillas. No sé, me nacieron impulsos de consolarla, de trasladarle alguna palabra de calor y que a la vez nos reconfortara a ambas. Al final me faltaron argumentos y fuerzas. Derrotadas, y cada una por su lado, recogimos lentamente nuestras cosas y salimos de la sala cuando los demás profesores, de vuelta de sus clases, empezaban a llegar. Acobardadas, salimos en el más estricto silencio, procurando pasar desapercibidas por entre el griterío de los alumnos que alborotaban como siempre por haber concluido el día. Alcanzamos la calle atrapadas por el gorgoteo de la conciencia, y ya, en ella, sumidas en un mutismo absoluto y una al lado de la otra, atrapadas las frentes por rictus que hacían daño, anduvimos y anduvimos completamente ensimismadas anduvimos y anduvimos un enorme trecho, absortas en el suelo. Lo curioso fue que, sin ninguna razón aparente, tomamos una dirección absolutamente desconocida. Bajas las cabezas y con los labios apretados anduvimos por andar, aunque estoy segura de que las dos sabíamos que si alguna lograba madurar alguna reflexión útil, nos detendríamos y nos podríamos a discutirla sin ninguna advertencia ni preámbulo. Pero la intranquilidad era tan grande, que la opresión se nos convirtió por dentro en reproche feroz, y al hacerse presente, era evidente que hacía que nos picaran los brazos, el cuello y las palmas de las manos, y que con ese rencor, en sus diatribas íntimas, cada una pugnaba por caer sobre la otra para culparla y fulminarla sin saber con qué ni en función de qué. Tras estos conatos, apenas controlados, sé que tuve ganas infinitas de detenerme, de pararme de forma instantánea y no dar un paso más. Y no sólo de eso, sino que sentí impulsos desenfrenados de maldecir a Isolina en su misma cara, de abofetearla y acordarme de su pobre madre, pero me contuve como nunca para no soltar un taco vergonzante, un juramento gordo, y renunciar a volver a aquel puñetero colegio del diablo al que, con ira, y en un relámpago, tildé de cueva de buitres y de arpías, de carroñeros e hijos de puta (sin duda – ahora, que parezco asomar a un momento de lucidez – sé que estuve a punto de morir. Seguramente fue una de esas veces en que, pretendiendo zanjar lapsus de vida onerosa y desacreditada, intentamos saltar y ponernos lejos de ella, lejos, muy, muy lejos, lejísimos, y hacernos inalcanzables, o escondernos y quedar perfectamente ocultos e inaccesibles así a nuestras garras como también a las ajenas, a aquellas que todo lo deterioran y degradan al acercarse a algo y tocarlo. Y entonces, de manera precipitada, y sin saber adónde, arrancamos de nosotros mismos y ya, sin límite, huimos desesperados sin saber por dónde ni tampoco contra quién) Hace calor también aquí. Voy de un lado a otro de la casa acariciando apenas los muebles con las yemas de los dedos, pienso, me siento y vuelvo y

88 escribir, me levanto, cojo un cigarrillo y, de pie, en un sinsentido, aspiro deprisa, con fruición, con avidez. Luego, cara arriba, expulso el humo con ampulosidad y nervio, con ansia de confrontación, mirando sus evoluciones subir y alejarse hasta que golpea el techo. Sacudo los brazos y me acerco al cristal de la terraza. En las terrazas vecinas no hay nadie. Vuelve a llover y, una vez más, observo chocar las gotas contra los muros y las losetas de la terraza. Del fondo de Madrid sale un vapor lento que va hacia arriba, y tras desdibujar los tejados, continúa ascendiendo hasta difuminarse como hizo el humo. Todo, todo desaparece, pienso y me digo pestañeando despacio, buscando para apropiarme de un pequeño cariño, de una exigua razón, de una cercanía ajena. Llevo la mano al corazón y, al dejarla, me acuerdo de mi hija y luego de Javier y de Andrés… Pero paso con precipitación un trapo por la memoria y consigo que aparezcan no obstante y a pesar delo que ocurre con caras sonrientes, sin duda con los gestos más hermosos con que los llegué a ver jamás. Sigo hablándome con el roce de los párpados, haciendo lugar para el momento dulce, sereno y cálido que necesito. En realidad quiero quedarme en él un instante, sólo un poco para no entregarme a una lágrima y deambular por el salón y las habitaciones con las manos sobre la cabeza como si fuera un acordeón desvencijado y sin freno. Con los ojos mojados me he sentado, he cogido el cuaderno con muecas en los labios y he estirado las piernas observándome los dedos desnudos, descubriendo su sencillez de movimientos y el silencio, su enorme silencio ¡ No, ya no soy la misma…! He reflexionado mentalmente fatigada. Y en el vertiginoso alumbramiento de recuerdos, sin orden ni concierto todo reaparece, se mezcla e inflama, grita mil veces y vuelve a responder contra sí mismo ¡ No, no… ¡ digo airada, y me corto en seco este río de excitación. Necesito a toda costa un poco de sosiego, entrar en la paz. Entonces, he levantado la cabeza y he dejado de pensar y escribir, de pensar, de pensar, sobre todo de pensar... ¡ Ah, si pudiera seguir así, sin acordarme ni de Jeremías ni de nada - me he dicho - sin malos tragos ni malos sueños, si pudiera descansar un poco, si pudiera…, cuánta, qué satisfacción sería… ¡ Termino suspirando, dándole para arriba a la nariz, apretándome las sienes y con la cara baja, oculta entre las rodillas. Así me quedo un rato. Pero hace calor, de nuevo hace calor, qué calor Dios mío, qué calor… Me he levantado a rebajar la calefacción y he dicho en alto que ya, que ya está bien… ¿ A qué me habré referido, Dios mío, a qué ? En este momento no logro saberlo, imposible, de ningún modo. Quizá lo he dicho porque necesito oírmelo decir, o por necesidad de darme una brizna de razón, o simplemente saber que estoy en algo cierto y agarrarme a ello con firmeza, como a un clavo ardiendo. En tanto, me entran deseos irresistibles de andar, de ir de un lado a otro de la casa y gritar sin parar, de apartarme de encima zumbidos de avispas, de cerrar los puños y de golpear fuerte, terriblemente fuerte y sin descanso contra la pared. Estoy notando que la comisura de los labios me tira, y que escribo y siento dificultad para saber qué hago. Me detengo, reflexiono y lucho para mantener la consciencia, pero, en realidad parece como si escribiera, como si estuviera escribiendo sin saber por qué. No sé, casi no sé dónde estoy. Noto que poco a poco se me aproxima un vahído. Sigo, pero voy a caer, lo sé, y no sé si…

XXVIII

89 Tumbado sobre la hierba podrás soñar, pero, sólo soñando, las hojas de hierba no se multiplicarán. No recuerdo a la autora o autor, ni siquiera sé si lo tiene. Para el caso, es igual. Lo importante era bajar al suelo, a la tierra, cogerla y desgranarla entre los dedos. Parecerá baladí, pero necesitaba hacerlo, acercarme a ella y apreciar la soledad que habita en cada partícula desmigada y en cada hierba que toco, necesitaba coger esta soledad y ponerla delante de los ojos. De todo punto me resultaba urgente vaciarme y reflexionar, simplificarme y evadirme en ella. Y en eso estoy, pegada a esta pradera cercana a Madrid, adonde he llegado a fuerza de tomar Metros y autobuses, guiada más que nada por el instinto de orientación. Pero provoca temor ver tan poca gente. De cualquier modo, interiorizándolo, gratifica esta manera de posarse el silencio sobre las praderas, poner el oído sobre ellas y percibir un temblor suave y melodioso que casi estremece. Y así, quieta, muy quieta y con calma, me he puesto a repasar, a escrutar con meticulosidad lo acaecido estos días últimos, que no ha sido poco y de lo que no he escrito nada, por lo que, sin más, he ido al instante en el que me sentí muy mal, aquél en que apretando los dientes conseguí seguir escribiendo hasta que el vértigo me tiró de la silla y estuve tirada en el suelo cerca de tres horas. He repasado mentalmente las posteriores consultas médicas, los análisis efectuados y, además, cuanto ha pasado con Jeremías. Ay, ay Jeremías, motivo desgraciado y principalísimo de mi estado y de algunos desastres más de mi vida. Ciega, ciega e histérica. Ése es el resultado del diagnóstico emitido. Cuando a duras penas recuperé la consciencia y logré levantarme, la cabeza no me daba vueltas pero veía mal. Puedo recordar que me removí con dificultad, que terminé por sentarme sobre la moqueta y que, dado que acababa de despertarme, opté por ponerme de rodillas y esperar a que se me pasara. Tengo intacto que miré a todas partes, y que, en un primer momento, sólo vislumbré resplandores lejanos, luces inciertas que se movían y pestañeaban a lo lejos de forma sutil. Eso sí, me dolían las sienes y lentamente empecé a recordar. Todavía me veo sujetándome con todas mis fuerzas a la pata de la silla, y mientras trato de auparme para ponerme de pie, tengo presente cómo busco disculpas para este incidente y me digo que sería debido a todo sucedido y a la tensión, al mareo continuo de pensar y pensar, y que incluso admito algún golpe inadvertido dado contra el suelo al caer. Sé que por fin me senté en la silla pero que la vista no se me recuperaba, que me restregué nerviosa los ojos con los dedos, que después lo hice con las palmas de las manos, y que, por último, furiosa y mucho más alarmada, me los froté con los dorsos, con fuerza, con desconocida insistencia. Fue entonces cuando empecé a pensar que aquello tal vez fuese otra cosa y no un simple mareo. Ante la duda, y al darme cuenta de que vivía sola, recuerdo que me sacudió un estremecimiento de pavor. Podría haberme muerto y ahora estar allí tendida, en el mismo sitio y sin que nadie me echara en falta ni nadie preguntara siquiera por mí ausencia y por lo menos hasta el lunes. Reconozco que se trató de un relámpago de fatalidad y terror, pero también de tristeza, un sentimiento indescriptible que nunca había tenido, por lo que retornaron de nuevo a mi mente los miembros de mi familia, primero uno a uno y muy deprisa y después de forma simultánea y alborotada. Apareció también El Cuore, al cual imaginé con ansiedad inusitada por mí y que yo, al descubrirlo, me detuve, pues a continuación, sonriendo, yo me acercaba a él decidida y con ansias desmedidas de él. Al rechazar mi propia inclinación, y en plena vigilia, hubo un instante de soledad sobrecogedora, no ésta cálida y limpia junto a la hierba, no. Sé que estuvo en torno a mí la soledad de los muertos, ésa que a veces descubrimos sin saber

90 cómo, y que, al tocarla, y tocarnos, nos sacude con violencia y saña, y que penetra, y hiela. Ceguera histérica, deficiente control emocional, aprensión, temor compulsivo y desenfrenado ante la tensión excesiva delo imprevisto… Y aunque una y otra vez me he dicho ¿ yo… ? desdeñando así la posibilidad, el informe médico final parece no ofrecer duda. De modo que me quedo pensativa y me pregunto ¿ cómo es posible… ? Y asumirlo es una labor ingrata, anómala, pero, en estas circunstancias, una más. Podría volverme a ocurrir o no, dicen que depende; que una vez que el mecanismo se ha puesto en marcha, el desmayo sería probable en cada ocasión en que hubiera de enfrentarme a un problema serio y con delirio emocional, consistente… No me lo puedo creer ¡ ya, para toda la vida con esta carga… ! ¡ cómo, cómo es posible si antes me he enfrentado a cosas tremendas… ! Me dijeron que no importaba, que todo se descomponía alguna vez y luego, si se podía, ellos lo reparaban. Me han recomendado mucho ejercicio y recetado unas cápsulas de ayuda y prevención, por ahora y para casos extremos. La verdad es que ha sido un corte enorme y me he hundido un poco ¿ Y si me quedara ciega para siempre… ? me digo ¿ y si ciega y con vértigo me cayera rodando por un terraplén abajo, o me pillara por la calle un coche… ? Pero lo que más me duele es que pueda llegar a saltar la chispa, como así ha sido esta vez, por falta de control. Eso, interiormente, más que dolerme me ataca, me ofende sobremanera porque ante mí misma me pone en evidencia. Será sin duda una soberbia estúpida, pero es lo que estoy sintiendo y soy: una inepta completa. Hace poco había llegado al convencimiento de ser capaz no sólo de distinguir las emociones sino de controlarlas y analizarlas, creía que las veía venir y presumí de ello. No sólo eso, también estuve segura de poder disponer de ellas con precisión y autoridad. Empezaba a convencerme de que conseguiría tomar las riendas y rehacer con equilibrio y seguridad mi vida, conquistar la tranquillidad… Y ahora resulta que no, que nada de eso y que nada más lejos de la realidad. Ya ven. Que nadie me diga ... Menos mal que después de tanto pesar no todos son desgracias y algún problema se resuelve. Jeremías ha claudicado, como lo oyen. Isolina y yo ya estamos desde ayer rehabilitadas por completo y dando las clases de las que habíamos sido despojadas hace justo siete meses. Incluso estamos mejor, pues aprovechando la ocasión, y sabiendo que vivo muy lejos y que antes me quejaba porque tenía que levantarme muy pronto para dar clase a primera hora, Isolina exigió que me la cambiaran y lo logró. Así que, por lo que a mí respecta, si no fuera por lo del desmayo y la histeria, parecería que la vida se hubiera estado riendo de mí a carcajada limpia, y que ahora, arrepentida, se hubiera transformado y empezara a ofrecerme un gozo inenarrable. Cómo y cuánto de inenarrable, no lo sé. Sólo puedo asegurarles que se trata de una dicha casi incomprensible, cuando lo cierto es que simplemente ha consistido en retomar el colegio como siempre. Se extraña, lo extraño muchísimo. Atrás queda el miedo, el horror que durante tanto tiempo, y sobre todo durante los últimos días, ha sido capaz de anularme el alma y destrozármela. Estoy convencida de que es infinitamente más fácil comunicárselo a cualquiera que llegar a una exacta comprensión de lo que digo. No obstante, lo describiré. Sucedió cuando nos encontrábamos las dos en la sala de todos los días. A media mañana llegó el bedel, se dirigió a Isolina y le dijo sin circunloquios que don Jeremías la esperaba en su despacho. Yo me quedé comiéndome las uñas y con entresudores cuando Isolina salió. Dice que cuando llegó al despacho, muerta de miedo llamó con los nudillos y que, cuando se abrió

91 la puerta, apareció el cura con una sonrisa inusual, dándole una bienvenida a la francesa , y que aunque todo el despacho por lo visto se encontraba a su entera disposición, le ofreció con deferencia y ampulosidad de gestos sentarse en uno de los sillones de cuero, por lo que, fuera de la mesa, y uno frente al otro, empezó a desgranarle al fin el motivo de la llamada. Por lo visto, había empezado a dorarle la píldora aludiendo a su buen nombre y a su intachable profesionalidad, a los años y años que llevaba enseñando filosofía y obteniendo inmejorables frutos; según creo afirmó que haberle reducido el tiempo de dar clases en el colegio había constituido una flagrante injusticia, injusticia que incluso su pobre madre habría lamentado mucho; terminando por decirle que él, en ese momento, se encontraba en condiciones de proponerle una rehabilitación como era debido para que recuperase no sólo su status anterior, sino mejorado si ello fuese preciso. Y a modo de colofón - señala Isolina - con rimbombancia estrambótica y estúpida le había preguntado que qué le parecía, que qué opinaba de la impensable propuesta que le acababa de formular. Isolina dice que no había abierto la boca, más aún, asegura que mientras le hablaba ni siquiera acertaba a poner las manos en ningún sitio ni dejarlas quietas porque, a medida que hablaba, y por primera vez en la vida, iba cobrando un ardor, un coraje desconocido y una fuerza que le hacían subir la sangre a la cabeza hasta sólo desear matarlo de repente y allí mismo. ¡ Qué gran cabronazo… ! asegura que pensó mientras escuchaba mirando al suelo y mordiéndose los labios, y que por toda respuesta ella le había preguntado a su vez: ¿ y Regina… ? y que el cura le había contestado diciéndole que aquel distingo excepcional era en exclusiva para ella, a título estrictamente personal, muy, muy personal debido a los méritos que concurrían en el caso y siempre, naturalmente, por supuesto, que le fueran entregadas tanto las fotos como los negativos que una y otra tuviéramos en nuestro poder, respecto del desgraciado accidente de la Biblioteca, así creo que lo calificó: “desgraciado accidente”. Nada más oírlo, Isolina, tuteándolo, creo que le espetó en la cara con sequedad espera, espera aquí un momento… y que, levantándose como el aire, había salido del despacho volteando la puerta con violencia y sin mirar atrás. Ahora constato sin ninguna duda que esto estaba ocurriendo entonces, cuando apareció de vuelta en la sala con la cara contraída y yo me deprimí al verla hasta extremos insospechados porque temí lo peor y me agarré las manos mientras la miraba estupefacta y suplicante, momento increíble porque ni se detuvo ni me dirigió la vista siquiera, sobre todo cuando, cogiendo la cartera, la abrió sin miramiento, forcejeó a tirones y sacó el sobre de las fotos, cuando tras cogerlas con furia y mirarlas varias a la vez, tomó una, e irreconocible, con ella en la mano me exigió tajante: tú, espérate aquí, y atónita la vi salir de nuevo, sin añadir palabra ni efectuar el más leve intento por mirar atrás. Parece ser que cuando volvió al despacho del cura y le mostró una foto en alto y a una cuarta de sus narices, el cura se sobresaltó, enrojeció y se puso fuera de sí porque no podía dar crédito a lo que veía. Isolina insiste ahora, riéndose, en que le vio abrir los ojos como arcos de puente y que no acertaba a cogerla hasta que ella le exigió con autoridad: cógela de una vez, coño… ! Y que, con el dedo levantado, había continuado indicándole: y no sólo queremos recuperarlas dos y punto por punto las clases que dábamos, sino que, además, vas a cambiarle a Regina la clase de primera hora y se la vas a poner a la última ¿ está claro… ? Y te diré más – dice que le advirtió con saña – a la menor te vamos a meter en el juzgado, hijo de puta, te vamos a denunciar por acoso sexual con abuso de autoridad, premeditación, alevosía y un montón de cosas; así que tú verás, tú

92 verás lo que haces, mamón, pijón de mierda. Y que asimismo, y desde la misma puerta, se había vuelto y le había advertido por último: ah, puedes quedarte con las fotos y con los negativos, te los damos, tenemos por lo menos ocho mil mucho más guarros que esos. Y que había bajado el dedo y se había marchado con el aliento ancho y tranquilidad absoluta. ... sin ninguna duda fue cuando llegó derrengada a la sala, cuando con la cara descompuesta le fallaron las fuerzas y se dejó caer en el sillón como si fuera un trapo, cuando ésta querida amiga, con el rostro vuelto y hundido en el fondo del sillón, empezó a llorar y a dar golpes y golpes con el puño contra la cretona durante mucho rato y de forma desconsolada, como si yo no estuviera presente, y en escaso tiempo, tuviera que morir..

XXIX

Hoy, al entrar, la casa me ha parecido espléndida, el colegio ha sido espléndido, y también la calle, y lo eran igualmente el ambiente, y hasta el ruido, he visto las caras de la gente sonrientes, maravillosas, sonaba mejor el mundo y he tardado en llegar tres horas y media más de lo debido hasta tomar el ascensor. Reconozco que se trata de algo extraordinario. Solamente decirlo y ponerlo sobre el papel me produce un bienestar excesivo, casi, casi, irreal. Tal es el desahogo, el estrépito de la presión arterial y nerviosa al irse después de tanto tiempo. Acaso tenga algo que ver también la última decisión que acabo de tomar: cual es vivir deprisa lo que quede, juntar unas pocas horas y vivirlas dichosa, sin mirar atrás. Si alguien lee esto alguna vez, quienquiera que fuere, hombre o mujer, mujer y hombre, que sepa que dejo expresamente aquí un adarme de amor para compartirlo y que esta dicha mía también le llegue, para que pueda sentir, si lo desea, esta profunda emoción que permite vibrar de esta manera después de haber estado muerta durante tanto tiempo, y que, por tanto, es de una insensatez supina resguardarse tras los muros de la seguridad y la tranquilidad. Y de ninguna manera se me ocurre poner esto aquí por o para enmendar nada, al contrario. Hay veces en que, para disfrutar este tipo escaso de vitalidad, es preciso coger el momento con sentido apropiatorio, asirlo con sentido egoísta y apretarlo a la piel y adentrarnos más allá, mucho más allá y oponerlo al golpeteo de la sangre, en apariencia tan en la oscuridad y despreocupada. A mí me hacía tanta falta un momento como éste, tan intenso de anormalidad que, realmente, me ha pillado por sorpresa. Pero, a pesar de todo, digo y estoy segura de que estos pequeños, pero costosos triunfos, imprimen carácter, borran, trituran por sí mismos, hacen desaparecer el plomo diario de la angustia y, a fuerza de ser ciertos, nos dicen que nosotros también lo somos, por lo que, al ser así y darnos cuenta, un derroche desconocido de humor y bondad, de puro gozo borbotea, nos coge cada grupúsculo del cuerpo y nos lo pone a danzar convirtiéndolo en vida. Y, mientras, los dogmas como los del cura quemándose en el infierno, sin miedo a convertirse en brasa ni ceniza. Tal vez parezca estúpido exaltar, como he hecho, el ritmo del colegio – caverna de buitres, decía hace poco, y... - o magnificar el calor sensitivo de la calle y el brillo interior de la casa, acaso parezca así. Pero a mí, sentir y saber que luchando he triunfado, que he conseguido triunfar por fin en algo y a pesar de todos los pesares, sepan ustedes que representa una totalidad, un golpe de infinito. Y si este insigne triunfo ha sido logrado frente a la estulticia y necedad, aun con utilización de armas depravadas para y frente a

93 depravados, ello, sin ningún género de duda, sí, supone un sorbo de cálida venganza, pero ¿ no abre un oasis de dicha y cuyo precio no pretenderé calcular jamás ? Es, debe ser, por tanto, una hora de olvido, de alejar lo más posible el filo de navaja por donde he transitado desde hace tanto tiempo: el filo primero y éste último filo. Es verdad, y sé, que sólo con voluntarismo no conseguiré reconstruir con eficiencia cuanto ha sucedido en mi vida, porque, aunque he recuperado mis clases y en teoría pasado el bache de la ceguera histérica, sé que a partir de ahora ya nada será igual. Las experiencias – algunas muy extremas – estoy convencida de que habrán barrido en buena parte la gazmoñería que me hubiera quedado dentro. Es otra buena sensación. Es como si el aire entrase en mí y me dejase oxigenada, como si me elevara a un extraño conocimiento y me iniciara en una exigua pero consistente y definitiva sabiduría. Yo quería recuperar en principio la tranquilidad perdida, aquella que ya no sé si realmente poseí alguna vez o sólo añoré al mudar el mundo y girar mi vida completamente desquiciada. Pero hoy no es el día de ninguna mutación ni pérdida. Hoy me gustaría poder abrir el corazón, cuanto más mejor, y que penetrara en él no sólo el valor, sino la seguridad de que esta sensación tendrá continuidad y mañana mostrará esta realidad. Tanto es así que siento una emoción lujuriosa y desbordante, una emoción que, para mis adentros, me atrevo a calificar incluso de arriesgada. Sé que me es tan nueva y que me corre con tanto ímpetu cuerpo adelante y me lo esculpe tanto, que es como si rompiera con el pasado y no reconociera nada: ni dolor, ni esfuerzo ni esperanza y sólo ansiara vivir, vivir… Lo raro es que no estoy aturdida. Y lo digo convencida porque me siento alegre y ágil, como si todo pudiera ponerse a bailar conmigo de repente y pudiéramos seguir indefinidamente así, sin rubor ni remordimiento. Y es que lo vivo y siento tan claro que, mientras lo escribo, me aconsejo un poco de cordura, de prudencia, me digo que debería reposar un poquito esta exultante anarquía vital que me desborda. Pero no me oigo a la razón, de ninguna manera. Antes bien, la emoción pasa al ataque porque enseguida me acuerdo intensamente del comandante y de El Cuore y por mis puertas, de par en par, me entran dentro y, yo, ni las cierro ni deseo tampoco que salgan, por lo que desafiante y sensual, y libre como soy, los miro, los cojo sucesivamente del cuello, imagino que los atraigo apasionadamente, y los voy besando con ansiedad y pasión en una entrega espectacular y esperada, absorbente, arrebatadamente franca y desinhibida.

XXX

... hoy me miro por dentro, intento reconocerme, y no sé quién soy ¿ Regina… ? ¿ Soy Regina… ? ¿ O una zorra oculta en estas cuatro ideas acerca de la casa y el colegio … ? ¿ Quién, quién soy, quién… ? ¿ Dios mío, en este momento no lo sé, no sé quién soy, no sé… ! Pero ¿ no dijo el espíritu a las iglesias – me pregunto - que deseaba que se fuera caliente o frío porque, si no se era ni una cosa ni otra, nos expulsaría de su boca… ? ¿ es que no dijo esto, es que no lo dijo… ? pues ¿ qué dijo, qué quiso decir entonces… ?

94 ... de cualquier modo, deseo aprovechar al máximo cada gota de lo ocurrido, analizarlo con ponderación y cuidado, y apropiarme y dominar alguna causa a través de un mejor y lúdico aprendizaje. Y ahora, que todo semeja deslizarse río abajo como una balsa, la ocasión resulta propicia para detenerme un segundo, entrar en Internet, y, sin riesgos ni trabas, lanzar en cualquier chat este grito nuevo de mi nueva y loca fascinación.

XXXI

... sin duda hay dentro de mí una bestia de pelo suave y aterciopelado. Noto que lenta e inexorablemente se me apodera de regiones íntimas, de un lado a otro se me desliza con placidez y fuerza, me envuelve poco a poco en un lugar exultante con arrullos procaces con levísimos tintineos. Me asusta y me detengo. Y hasta debo posponer escribir porque, efectivamente, este supuesto animal me está sobando las ingles y lamiéndome los hombros, va consiguiendo que me abra y me relaje en medio de un éxtasis galopante. Y lo hace de tal modo, que estoy exhalando un aliento con tanto calor e intensidad que, al retirar de encima del papel la mano y acercármela a la cara, parece que me ardiera la palma de la mano y sobre todo las yemas de los dedos Al hacerlo, me sonrío con gesto astuto y sesgo taimado. Y es así porque este pensamiento me divierte y me agita más aún, me seduce, me engríe y dota de una venalidad desconocida. Voy a coger un cigarrillo, a encenderlo con parsimonia y a controlar esto si puedo. Y bien, lo hago y aspiro con voluptuosidad, pero, de todas formas, y según lo pienso, el humo penetra en mí como si me hiciera crecer y me agigantara, dado que siento cómo me entra en los pulmones y cómo luego, al igual que si quisiera quedarse dentro, al salir me resbala por las comisuras de los labios y se restriega con sensualidad, acariciándome y recreándose cual un macho duro y entendido que me poseyera y se marchara disfrutando de mí tanto como yo de él. Sumida en estos devaneos se ha hecho tarde. Veo extenderse la oscuridad de la noche, la veo centellear y romper las superficies sobre los metales y los barnices. La laxitud se alarga y hace que me quede en suspenso, con un ligero movimiento pendular del cigarrillo en una mano y la pluma en la otra sonriendo, atrapada bajo un parpadeo lento y desganado, diría que casi, casi sonámbula. Sin embargo, rápidamente, como una sublevación y a impulsos de ira y cordura, la mente llega a obnubilarme y clama por que me detenga, por defenderme quizá del inmenso resplandor que acabo de descubrir en mí. Pero lucho frente a ella y no podrá. Yo lo que quiero es entrar y caer de lleno en él, seguir y planear ingrávida un momento más sin rumbo y ciega, locamente huir del dolor. Lo deseo, lo deseo intensamente y así lo he de cumplir. Nada de búsquedas de causas, nada de… Ninguno, ningún otro control que dejarme fluir, abandonarme y permanecer en el placer, en el encanto de este lago de felicidad, tibio, de extrema placidez.

XXXII

95 Aunque ya es Director, ni para Isolina ni para mí Jeremías es siquiera Jeremías. Y de tal modo no lo es, que hasta se ha permitido asegurar a posteriori que siempre habíamos sido las mejores profesoras del colegio. Qué ironía, qué tremenda ironía ¿ O no… ? Lo cierto es que hace como si no nos viera, aprieta los dientes y el paso y vuelve la cabeza cuando se cruza con nosotras por los pasillos. No niego que al principio temblé. Pero, al fin, resulta increíble el grado de relativización que llegan a adquirir las cosas. Por estos días yo diría que, de alguna manera, y por lo que me atañe, no sólo me ha blindado, pues incluso, y sabiendo yo que él sabe lo que sabe, al pasar me permito sonreírle con semblante socarrón y malicioso. Y nada más que con la intención de continuar venciéndolo y fustigándolo, exclusivamente. Y creo que lo hago instintivamente por inercia, en alguna medida debe ser para compensar la frustración y el terrible mobbing a que nos tuvo sometidas. Pero todavía no he desdeñado esa deriva del imperio, ese sabor un tanto obsceno que en el fondo proporciona vencer, y luego renovar el sabor aguijoneando al vencido. De todos modos, me gustaría que dicha compensación fuera justa y cesase alguna vez, aunque yo la instrumentalice para saberme fuerte y, en definitiva, actuar con seguridad en el colegio, hecho que, por otro lado, tanto influye en mi vida privada. Todo ha cambiado, y las pegas y reparos que apenas hace unos días parecían cifrarlo y condicionarlo todo, hoy no existen, han desaparecido y sólo parecen rememorar fantasmas que yo me hubiera creado a fuerza de interiorizar que era diminuta, ridícula e insignificante ¡ Fuera, fuera el miedo, fuera todo tipo de asechanzas, fuera represiones…! Son como pestes, pandemias personales que van de un lado a otro del corazón y la vida impregnando todo cuanto tocan. Si las dejamos, pueden llegar a convertirnos en ceniza, en polvo, en pura nada. Eso es lo que nos ha ocurrido a Isolina y a mí, que sin motivo pusimos las manos por encima de la cabeza para que no nos aplastara el mundo, y el mundo, en tanto, miraba a otra parte porque nosotras no éramos nada más que moco, hojitas sueltas, hierbecillas sometidas a la furia del vendaval, poca cosa y mucha desesperación juntas a través de horas y días, las cuales terminaron por convertirse en verdaderos agujeros negros de nuestras vidas. Y así éramos, sencillamente, porque así nos hicimos. ... mientras de acá para allá he ido yendo y viniendo con la tierra, las macetas y los esquejes de los geranios que acabo de plantar, me he dado cuenta de que, a pesar de lo que pueda creerse, y aun siendo mujer en un país en esencia machista como España, no, no es tan fácil llegar a morir y desaparecer. Y me permito afirmar también que, las meras sensaciones que ayer mismo descubría en mí, no eran más que parte exigua de una transformación vitalista y lúdica en la que me ratifico y deseo incrementar, ver cómo me tienta y sienta para, posteriormente, vivirla con plenitud y saber adónde vas con ella y dónde se detendrá. De ninguna manera quiero ocultar que continúan surgiendo voces interiores que me gritan y me avisan. Pero hago como que no las oigo, o simplemente las ahogo porque sé que son voces antiguas, son voces del dolor, las que ahora, vanidosas y repletas de remembranzas de honor añejo, lanzan proclamas de honorabilidad tratando de impedir que me asome a la vida, de obligarme a que, poseyendo como poseo por una vez la embriaguez seductora de los sentidos – y siendo libre – tire por la ventana esta oportunidad de ser mujer y

96 librarme para siempre de ciertos complejos y demonios ancestrales sin sentido (Regina, me digo ¿ y si estuvieras en otro error… ?) ¿ Errores… ? Ya, ya los he tenido, y muchos. Pero ya he sentido aquella plenitud y dominio que deseaba obtener y, ahora, aquellas voces se presentan de otra manera, me ofrecen otra sensación, otro aspecto, sin lugar a duda son las mismas bajo distinta condición ¿ No soy una nueva Regina y me siento pletórica y capaz de todo…? Porque la transformación ha surgido así: sin llevar a cabo profundísimas meditaciones ni acotar pasos ni actos, nada. Ha aparecido tras haber ganado a Jeremías, ha llegado de dentro y me ha dicho: aquí esto. Y me ha sentado bien. Eso ha sido todo. Por lo demás, el cambio se me hace irresistible y consustancial, es decir, se consolidad ¿ Aquello del espíritu y su exigencia, lo de caliente o frío…? Fuera como fuere aquí estoy y para allá voy, presumiblemente loca, sí, pero de alegría, sin dioses dogmáticos, sin credos eternos (una que es una estulta, y que, más maltrecha que otra cosa, acaba de recobrar a traición y a sangre fría sus clases, su puesto de trabajo, un futuro) ¿… que soy cobarde… ? ¿ vencer y asumir nuevas realidades, aunque sean ignominiosas, es cobardía… ? Estoy a punto de dejar los 46 y es un milagro que, después de cuanto a ha sucedido, mi silueta se mantenga erguida, mi cutis terso y mis carnes aparezcan como las recuerdo siempre. Ni siquiera incido en ello. Sí, admito que es una vanidad absurda, pero sólo intento decir que, tras el modo más genuino de mirarme, reconozco que aún pasa el tren por este apeadero y que desde hace unos días para acá me adoro al sonreírme, y que, al hacerlo, se me agita el pecho, y el pecho, sin querer, parece saberlo y me da bamboleos esclareciendo su emoción. Me doy cuenta de que el tren sólo quiere correr y correr por las vías a toda velocidad, y desbocarse por el entramado profundo de mis curvas - todavía, créanme – nítidas y vivas.

XXXIII

Ando como ensimismada y a ratos mesiento dicharachera, locuaz incluso. Luego, recojo silencios del silencio y vuelvo a la intimidad, a traerme y llevarme mensajes de cuanto he sido o soy ahora, a hacerme consciente de esta desproporción de alegría y carácter que me ha hecho renacer y me tiene trastornada. Me doy cuenta de que, a veces, Rodolfo y Amalia se me quedan mirando y de que dejan las miradas suspendidas en un punto que, con certeza, sé que en él inquieren o sopesan algo que no logran conciliar sobre mí. Lo digo porque retiran los ojos con cierta dificultad y aspereza, como si lo hicieran al resbalón, costándoles. Ellos tiran y yo resisto. Y de momento todo queda en eso. Sería bastante lógico que achacaran el cambio al hecho de haber retornado al status anterior en el colegio y lo que supone para mí, podría ser. Pero yo me reconozco una mujer atractiva aún, y libre, y sola, y ellos son muy inteligentes y modernos y se encuentran altamente capacitados para intuir que los perros pueden estar ladrándome como bestias por dentro, como auténticas y verdaderas fieras. Nunca, nunca había tenido la oportunidad u oportunidades de comparar cambios súbitos de ánimo y conciencia como ahora. Asumo que ha llegado un borbotón de vida y sin más me ha estallado. En consecuencia, me he visto a trozos y he tenido que salir, abandonar cada sombra y reclamar mi identidad. Por primera vez me he visto aparecer y desaparecer, brillar y hasta casi morir. Por tanto, y a salvo, no iré en busca del tiempo perdido, sino que reivindico a ultranza no sólo este desvío, tránsito o lo que sea o pueda ser, sino también el valor que me permite

97 aspirar a vivir sin trabas ni miedos, mientras doy clases y hablo de números, en un colegio de monjas en el que el director y capellán, si yo quisiese, aún puede ser mi confesor y a la vez mi amante. Mañana termina el curso y parece que lo hará sin originar ningún desastre personal de última hora. Isolina, aun habiendo vuelto a su aire natural, entre débil y enfermizo, yo sé que tampoco volverá a ser quien era. La suelo ver apretar las mandíbulas y mirar al bies con intensidad, y no con odio, pero sí con una severidad que antes no poseía. No, no era así. Se le veía venir o sufrir claramente en sus emociones, Isolina era nítida. Y hoy no. Sin embargo, y después de todo, creo que se ha afirmado, que, de alguna forma, también ella ha renacido a algo o de algo. Hemos compartido experiencias duras, íntimas y comunes, y esa condición nos une y comunica forzosamente más. Estoy segura de que cada una sentimos el calor y la estima de la otra. Es mi amiga y le debo mucho. Puedo asegurar – y deseo decirlo aquí, y expresamente – que mi gratitud para con ella trasciende con mucho las palabras. Porque fue, en definitiva, y cuando se necesitaba que así fuera, más fuerte que yo, y ello hizo que pudieran darse estos acontecimientos que satisfacen mi vida: el gozo por vivir que siento y la confianza de continuar en mi puesto profesional, dando poso al porvenir. Pero, de todas formas, es indudable que cuando hablamos, y después de cuanto ha pasado, noto siempre como si me quedara respecto de ella corta, como si no la alcanzara y a lo largo de nuestra charla me preguntara a mí misma que quién es Isolina, que quién es, para terminar por verla agigantada, y yo, al dudarlo, me hiciera un daño espurio y acabara convirtiendo la duda en objeto vital de naturaleza trascendente. Porque yo, en algún sentido, sí me he reducido, me siento más pequeña. Bien, cambiando de tema digo que, si después de haber llegado a aquí, hubiera aprendido un poquito a narrar, a concretar ideas a través de las correspondientes y sublimes palabras, si hubiera aprendido a provocar con cada línea conmociones profundas, fáciles y ligeras, ah, si hubiese aprendido a cincelar todo eso, enarbolaría los prodigios del verbo y los haría saltar por las páginas del libro hasta hacerlos fluir como si de un torrente de voces y misterios se tratara, procuraría un torrente cuya última finalidad residiera en adivinar por qué parajes habría de pasar, o simplemente con qué habría de estrellarse hasta remansar y morir. Cual agua ágil, clara y breve haría la escritura. Y si además detentara el don de las sibilas, cómo no, la haría también audaz y desafiante para imaginativos e intransigentes magníficos, y, por añadidura, digo que la engarzaría con aros de emoción vívida y la dotaría del estilete brillante de la imperfección perfecta, cual estigma implícito, eterno y oculto en el ser de la belleza y la armonía. Estoy recordando a Leibniz, a Stevenson, a Rimbaud, y junto a ellos sueño, y dentro de esta orla me siento la diminuta, la insignificante Regina Bosch dedicándose a recoger en un cuaderno cualquiera notas vulgares por demás, y que, de vez en cuando – sobre todo en momentos de suma gravedad – se vuelca en poemas que no concluye nunca porque nunca encuentra las claves para un final condensado y correcto. ... mujer y matemática, borrón sin cuenta nueva, contradicción, suspiro agitado de la sangre, hervor, pasión total, égida para siempre frente o contra la tranquilidad, así me invoco. No importa, no importa ahora mismo. Porque me azota un viento, hay una eclosión de ganas de ir y marchar a alguna parte, de no pararme a recoger más las plumas sueltas y soldarlas, es una fuerza que me impulsa a desplegar las velas, a buscar mares vivos y entrar en el reino de la intranquilidad radical y permanente.

98 Y no hay retroceso, pues no existen fundamentos para quedarse aquí y doblegar mi pequeño genio y la rabia para callar ¿ Ser mujer para morir tan sólo ? Ahora mismo, y no antes ni después, me atrevo a afirmar que si Jeremías me atrajese, ipso facto trataría de seducirlo. Y es que, en la práctica, siempre encontramos instantes dedicados a forjar elucubraciones bochornosas que además acontecen con realismo indudable. Porque más allá, mucho más allá de la moralidad estricta, residen sin embargo lacras, deseos y sentimientos desventurados, y también los aherrojados, los desoídos llantos del corazón, los socavones de atávicas e hirvientes pasiones. Son aspavientos de nuestra realidad. Nada más. Y nadie, nadie suele describir en voz alta este inoficioso ser nuestro, ni este enfrentarse a los propios fangos para verlos tal cual, arrojarlos al campus de la vida y transformarlos en parte asumida y definitivamente nuestra. A menudo qué dolor y sufrimiento entrañan, y qué neurosis despliegan. La conciencia individual siempre tiende a destrozar cualquier cosa con tal de conseguir sus propósitos por humildes o turbios que sean. Es terrible y hoy lo sé. Pero también contiene gotas preciosas de genialidad. Y también lo sostengo y afirmo porque, el otro día, cuando internamente y de forma tan poderosa se me pronunciaron las fuerzas oscuras y eclipsándome los hábitos pasados, creedme - créanme - se produjo dentro de mí un volcán, una erupción emancipadora tuvo lugar, y de Regina surgió no ya aquella ambición con la que pretendía dominar y enderezar su vida, no, pues en esta ocasión supe que emergía de mí misma y que hacía aparición algo nuevo y sin duda extraordinario. No sabía en qué consistía ni tampoco si podría dominarlo o no. Por consiguiente, me estoy permitiendo terminar de nacer, de germinar por completo y tomar posesión del calor y la paz decrépita de mi antiguo ser. En estas circunstancias salto como un resorte del asiento, miro por la terraza y me pongo a trotar por la casa. No paro, y apenas resisto los ratos caídos, las quietudes absortas de antaño. Fíjense que escribir se me antoja divino y a la vez paradójico por hablar con los dioses que en nosotros viven. Me digo: y si somos dioses ¿ quién, qué dios seré yo… ? Pero acto seguido me toco y me provoco escalofríos. Porque, si así es, o así fuera ¿ es propio de un dios estar dispuesto a su propia insurrección, a sentirse pasar el pensamiento y la sangre y a transformar su mundo y el mundo que lo rodea para hacerse ? Quiérase o no, resulta apasionante. El pálpito que produce este proyecto y su instante de inseguridad se asemeja a un peligroso caballo del que nunca se tuvieran asidas del todo las riendas ni nadie conociera el alcance de su galope. Con una mueca despectiva trato de huir de la monotonía y la nostalgia, por lo que, adrede, y atreviéndome con sarcasmo, busco una visión del comandante abrazándome en la pista como si fuera un colegial al que le urgiera todo, pero sin acabar de abandonar el aire bravucón y romántico cuando hay que dominar el mundo bajo una situación de insospechadas y compartidas locuras. ¡ Qué barbaridad… ! me digo en alto mientras me descalzo. Y con desenfado, dejo el bolígrafo de golpe para desperezarme y acercarme desinhibida a la jamba de la ventana con ganas de tantear con decisión la vida. ¡ ... ahí afuera, está El Cuore ! Está con el negro. No pierden de ojo esta terraza. ¡ Dios santo… ! ¿ qué hago… ? ¿ salgo…, o no… ? Me doy cuenta de la ansiedad que me atrapa, de que estoy tan excitada que me saltan las venas. Pero deseo y quiero salir y hacerme ver…; no sé, no sé si haré bien… ; y enseguida me he dicho: para, caray, y estáte quieta, sé un poco prudente Regina, que ésos, si pueden, te comen en un santiamén y no dejan ni rabiza de ti; pero es que, además, no tienes ni idea de quiénes son, no sabes a qué demonios se dedican, adónde vas, igual comen mujeres...

99 Bobadas, tonterías, me respondo veleidosa. Porque me noto que me andan rodando sin parar ideaciones que me atacan enloquecidas. Anda y quédate aquí dentro, me aconsejo. Pero si tú eras una chica de la pera ¿ o es que no te acuerdas… ? Y, para más inri ¿ no es verdad que hace escasos días pretendías nada menos que conseguir la tranquilidad… ? ¿ o tampoco es cierto… ? Y entonces, a estas sugerencias, que me suenan a sorna pura, a sorna inmunda, les digo que no, que ahora lo que necesito es ir, marchar hacia delante y dejarme de ñoñerías, de estar en babia y cosas por el estilo. Por consiguiente, y mientras escribo, miro y miro con insistencia hacia la puerta de acceso y a la cortina, las cuales me están separando del futuro y a la vez del misterio. Poco a poco noto que una pequeña exudación me va agobiando y no, no puedo más. Voy a salir, quiero estar ahí fuera. Quiero y voy a hacerlo de una vez, ahora mismo.

Si hubiera de atenerme a paráMetros de moralidad vigente, de mero recato, es posible que no estuviera describiendo cuanto ocurrió y está ocurriendo después de haber salido a la terraza. Y también, y sin ninguna duda, por pertenecer al ámbito estrictamente personal, no daría cuenta a nadie de ello. Lo ocultaría sin remedio bajo siete llaves y con siete guías tras haberlo encerrado en el arcón más profundo y mejor guardado de mi vida. En cambio aquí estoy, a cuerpo limpio, porque hoy en mí, y ante ustedes, las cosas no admiten ya otra forma ¿ O es que esta disección, este continuo mío no es ya suyo, y porque además deseo que les sea entregado ? ¿ Y qué digo…? ¿ acaso no soy otra… ? Y es que ya no existen trámites previos de censura para contar esta realidad, galopante y excesiva, la cual, por otro lado, me encanta que sin freno me arrebate y me haga sentir lentamente engullida en los umbrales de una liviana y sutil depravación. ... por tanto, quería decirles que, con aparente sosiego e indolencia, y hoy quizá más que nunca, saqué la hamaca, coloqué al lado un taburete-mesita que tengo y, en él, el tabaco, el cenicero, y un vaso con dos dedos de un licor embriagante y exótico. Ni qué decir tiene que me había vestido de acuerdo con la proyección del momento, es decir, una vez prendido el pelo atrás con peineta y dejados unos mechones de punta para arriba, con el albornoz rojo había cogido la lima, el pintauñas con un espejito, y puesto el lápiz de labios a mano. Obvio es decirlo, pero, una vez sentada, no sólo comencé a moverme con sigilo y meticulosidad haciendo rechinar la hamaca, sino que emprendí movimientos suaves y suntuosos para la imaginación, delicados, pero también y al mismo tiempo, movimientos que implicaban dosis de facetas femeninas de desinhibición turbadora. Y ya no me temblaba el pulso ni pestañeaba con frenesí, pues previamente lo medía todo, aunque eso sí, iba ordenándolo todo con el único fin de provocar en El Cuore y su amigo un seísmo, un volcán sexual e irremediable y, de tanta intensidad, que acabara en ambos en un irreprimible estruendo erótico en plena terraza y a pleno día. ... colocada al bies en relación a ellos, me recliné hacia atrás, dejando que por sí solo el albornoz me cayera por los lados. Me puse gafas oscuras y levanté entreabiertos los labios con ardiente deseo mientras hacía aparecer mi bikini rojo, el de franjas amarillas. Suspiré pasional y moví apenas la cabeza, recoloqué las gafas con el dedo índice sobre la nariz y volví a suspirar. Luego, como desmayados, dejé caer los brazos a ambos lados del cuerpo y entorné los ojos para controlarlos con precisión y en cada instante. Veía cómo con vehemencia se hablaban uno al otro y claramente podía deducir que no sabían qué hacer para

100 llamar mi atención expresamente. Por tanto, optaron con descaro por mirarme directamente y estirar el cuello, y a medida que les iba mostrando un poco más de mí por aquí y por allá y por todas partes, veía que aumentar sus ganas de saltar sobre mí y tras un lance certero de imaginación, rebañarme. Plenamente consciente de su agobiante deseo y de la imposibilidad de alcanzarme, me permití ir ahondar en la concepción y diseño exacto de cada provocación. El grado de alteración que me pareció vislumbrar entonces me divertía enormemente, resultaba genial ¡ Qué loca, me dije ! Y aposté a que no podrían ni imaginarse con qué nueva pose los iba a sorprender, ni las que adoptaría en los instantes siguientes, como tampoco sus dramáticas consecuencias. Cuando por fin apuré el licor, el cual había bebido de forma deliberada a pequeñísimos sorbos y haciendo resbalar ligeramente la copa por los labios, con indolencia me situé frente a ellos, me desabroché, me quité la parte superior del monobikini y quedé con los pechos al aire. Gocé enormemente viendo cómo se les rompían los nervios, los vi agarrarse con fuerza a la baranda y cómo El Cuore le dijo algo a su amigo y se quedaron de repente muy quietos, observando petrificados, no sabía si destrozados por la impotencia o en lo último y dispuestos a todo. Por fin se soltaron y empezaron a llamarme guapa, luego nena, después tía buena y buenísima, a decir obscenidades y que los dejara comerme y no sé cuántas cosas más, puro desbarajuste y erotismo puro. Yo estaba feliz y a mis anchas, mirándolos suavemente, con las gafas quitadas, a través de los párpados entornados. Todo se desarrollaba de manera trepidante. Los tenía en la red. Hacerme consciente de este hecho me proporcionaba poder, a la vez que una especie de bullicio y vértigo me hacía gozar. Mirándome de refilón me vi los pechos muy blancos, y el sol, al caer de plano, hacía brillar sobre ellos la aureola violácea y púrpura de los pezones. Algo con lo que yo no contaba trastocó los últimos minutos, pues yo, a mi vez, y dentro del interminable rosario de demostraciones, sin pretenderlo empecé a excitarme y a excitarme de forma apremiante y obsesiva, y, al darme cuenta, me toqué el sexo. A partir de ese momento, y cada vez que miraba al cuore, era como si fuera a gritarle y decirle que qué hacía allí y que con toda urgencia viniera a mi terraza. Mi estado se había tornado en subyugación total, en deseo apremiante, dominada por ánimo absoluto de entrega y abandono. Llegó a ser tal, que pensé y deseé con ardor infinito que cualquiera de los dos, blanco o negro, cualquiera, me tomara y se saciara en mi como yo en él de forma bestial, demoledoramente. No sé cómo conseguí estabilizar el arrebato. Es posible que fuera a fuerza de no moverme en la hamaca, de dejar la mente en blanco, creí que tal vez, cerrando los ojos, podría conseguir salvarme y alejar ese terrible desafuero que estaba dispuesta a cometer o a consentir. Convencida al cabo de mi dominio y autocontrol, una de las veces, cuando volví a abrir los ojos y miré a la terraza vecina, El Cuore ya no estaba. Sólo estaba el negro y no le di mayor importancia. Pensé en la apoteosis y en la virtualidad de mi éxito y continué en el empeño de calmarme, dejando que la brisa me aliviara y me cayera el sol sobre la piel. Y, entonces, fue cuando el timbre de la puerta sonó. Y aunque apenas lo oí desde tan lejos, me di prisa a enfundarme el albornoz y fui a abrir. Y aunque la llamada había sido inesperada, tiré de la puerta sin pensar. Y, oh Dios, allí estaba El Cuore, desmedido, tremendo, con los pantalones a medio bajar y con el miembro erecto e imponente. Decidido, y sin darme tiempo a nada, avanzó, cerró de un empujón la puerta y yo me quedé allí, completamente estática y estupefacta, desarbolada, sin posibilidad de reacción alguna.

101 ¿ Pude acaso y a ultranza reavivar la consciencia… ? ¿ pude huir, pude gritar… ? ¿ qué pude hacer, y cómo, y de qué manera… ? ¿ pero, y quería hacerlo… ? La cuestión es que inmediatamente me atrajo hacia sí, me abrió el albornoz, me lo quitó y sin miramiento lo tiró al suelo; a continuación, y sin saber cómo aún, me desprendió la parte inferior del bikini para acto seguido, sin mediar palabra y sin pedir disculpa de ninguna clase, me derribó sobre la moqueta y empezó a besarme y morderme con desesperación por todas partes. Yo, si bien es verdad que me dejé llevar tácitamente al principio, luego, si embargo, empecé a reaccionar también y a seguirle dando vueltas violentas y desasosegadas por el suelo, y él, incansable, a rozarme y acariciarme con el miembro los mulos, el vientre, de abajo a arriba y de arriba abajo, y a ribetearme los pechos. Creí morir. Yo no podía saber cómo debía desarrollarse aquello y, sin duda en el delirio, me abandoné por completo. Pero es que, además, tampoco había hecho nunca el amor sobre una moqueta ni de aquella manera, ya que todo me daba vueltas y un deseo ansioso y desmedido me enturbiaba los ayes de placer y también, y por entero, sé que me privaba de toda posibilidad de todo discernimiento. Cuando al fin y definitivamente me penetró y apretó y apretó sin descanso como si el mundo fuera a fundirse en mis entrañas, fue cuando entré en éxtasis total, cuando perdí todo atisbo de control, y cuando, inconscientemente, sólo deseaba y deseaba que nunca terminaran los orgasmos infinitos, pues únicamente yo era y yacía sobre el mar del ser, sobre la felicidad única y perfecta. Sí recuerdo que después, y poco a poco, empezaron a decrecer y a abandonarme los jadeos, a relajárseme los muslos y los brazos, momento en el que entorné los ojos y sentí un inmenso agradecimiento hacía aquél desconocido al que mecánicamente acariciaba. Me toqué la frente y sudaba, sudaba copiosamente. No sé cuánto tiempo estaría tumbada en el suelo. Lo más probable es que no mucho, lo más probable es que el frío me hiciera mella y me ayudara a tomar conciencia de lo acaecido, de dónde me encontraba y de la nueva situación que se acababa de crear. Eso sí, como en un relámpago pensé en la probabilidad del embarazo. Pero me respaldó la memoria al señalarme que aún faltaban dos días para el período fecundo. Entonces, con alivio, respiré. ... e ineludiblemente, a partir de ese instante y día nada ha sido igual. Un torbellino me ha arrollado el alma llevándomela y trayéndomela, y subiéndomela y bajándomela, haciendo que mi existencia gire exclusivamente sobre el eje de las seis y cuarto de la tarde, momento en que suena el timbre de la puerta y yo, con el albornoz tan sólo abro, y al igual que sucediera la primera vez, los dos rodamos por el suelo durante veinte minutos inimaginables a fuerza de besos hambrientos, impudicias y ansias desmedidas. Y del mismo modo que el primer día, después del acto, él se levanta despacio, se abrocha en estricto silencio y, sin mirarme siquiera, abre la puerta, sale, y se va sin más. Y desde aquí mismo es desde donde comienzo a contar el paso y los ruidos del tiempo, desde donde empiezo a esperarlo y a desearlo de nuevo, a contar con desasosiego y rabia las horas porque a veces parecen no querer venir ni querer pasar, como si no quisieran darse cuenta de que estoy angustiada esperándolas y esperándolo, y esta desazón sé que se revuelve contra mí misma y me está transformando en insufrible y venal. Y nadie sabe nada. Cómo podría saberlo alguien directamente ¿ y a quién decirlo… ? Ayer mismo, cuando menos lo esperaba, llamó Marta por teléfono. Supongo, y es del todo normal, que dado su estado y demás circunstancias se encuentre alterada. El hecho es que hubo un momento en que me recriminó dándome voces con hostilidad, con acritud manifiesta. Me llamó mala madre y me aseguró que no la quería y que nunca la

102 había querido. Me quedé aturdida y, con rabia, y colgué. Le colgué y, además, y adrede, dejé descolgado el teléfono. En cambio fue extraño, porque no lloré. Ni siquiera sufrí como pudiera haberse esperado de haber sido en otro tiempo. Creo darme cuenta de lo que me está ocurriendo, de este impulso sexual y frenético que acaba por vencer y desvanecer todo lo que se encuentra alrededor. Y lo digo así porque nada me importa sino que este hombre, al que sigo llamando El Cuore, mi desconocido silencioso y sin nombre, llegue a mí y me posea, sólo eso: que una y otra vez cree en mí un ensueño, una viva y deslumbrante fascinación. Han transcurrido diez días e Isolina, Rodolfo y Amaya me miran de manera extraña. Lo noto, pues de vez en cuando salto, me precipito en las respuestas y digo cosas inexactas, cometo imprecisiones que luego procuro disfrazar con salidas estúpidas o puerilidades dignas de chiste. No tienen contenido ni coherencia debida, sólo yo sé que son evasivas, lastres y nada más. Cuando esto sucede, con cualquier excusa trato de diluirme, o sin ton ni son, intentando cambiar el ritmo, paso a otro asunto, porque ellos intuyen lo que intuyen y yo evito a todo trance compartir mínimamente con ninguno de ellos el inenarrable fondo de lo que está aconteciendo. Incluso ese callar, ese actuar de El Cuore con sigilo, me produce excitación. Al principio pensé que tal vez fuera mudo, pero eso era imposible porque lo había visto susurrarle al oído al negro. Por tanto está desechado y opto por que es una manera, su manera peculiar de llegar a mí y estar conmigo intensamente, neto, concentrado, y que, para él, en absoluto resulta necesario hablar. ¿ Y por qué habría de serlo… ? ¿ y para qué sería preciso… ? Después de todo ¿ no es ésta una forma original de hacer el amor… ? ¿ es que no lo es ? ¿ qué amante es capaz de conducirse con su plenitud y dedicación, ni con tanta sobriedad… ? díganme, dígamelo alguien. Lo amo, sí. Creo que lo amo arrebatada, locamente ¿ Cómo no habría de ser así… ? ¡ Me hace tan feliz y me transforma de tal manera… ! Porque siento que estoy, que voy dentro de un torbellino loco sin frenos ni límites pero que no me importa. Me hace vibrar y ser libre; mi vida es otra, ha girado en redondo, ha cambiado de forma radical. Ahora discurre por ella una ilusión inaudita desde que este muchacho entró de aquella manera por esa puerta: salvaje y avasallando, como suele decirse, a lo Robert Mitchun. Lo cierto es que todo esto me está permitiendo descubrirme una capacidad excepcional para la sexualidad, de ningún modo imaginable. Empiezo a pensar que, acaso, haya podido exacerbárseme demasiado el sexo ante un hecho tan inesperado, o bien que haya terminado por adquirir carácter normal esta insaciable necesidad que yo comprendo tosca y desmedida ¿ Me habrá vuelto ninfómana ? De todas formas, y aunque me cuesta, intento dar la vuelta a mi vida y verle la otra cara, la que en realidad no quiero ver porque ello supondría tener que detenerme, tomar conciencia de cada situación, relacionarlas, y, por consiguiente, asumir algún tipo de responsabilidad, cosa que no deseo hacer en absoluto por ahora. Pero, si bien reflexiono así, no debo confundirme. Porque esta es una ocasión única, de las que no suelen presentarse en cien años o mil vidas como la mía. El Cuore no, no es que sea guapo, pero es fuerte, terrible, y muy, muy prepotente, y a estas alturas está claro que a mí me gusta este tipo de hombres que asaltan, arrasan y se llevan todo por delante. Les confieso que se trata de una vertiente que también era en mí un enigma. Si la educación y cultura recibidas me habían tapiado este sentimiento, ahora admito que tiene su oportunidad. Y yo se la quiero dar. Más, creo que se la estoy dando tanto como exige el guión de mi nueva

103 vida. Por tanto, decía y digo que no, que no quiero detenerme en otras cosas. De ninguna manera pretendo que me absorban, ya que El Cuore pudiera percibir que mi interés y deseo decaen o pudieran estar en peligro.

Lo que sí sé es que, últimamente, mi padre anda delicado y malucho, y que va de la cama a la cocina y de la cocina a la cama. Pero jo, que no me fastidie ahora y que me deje un poco en paz y disfrutar, un poco, sólo un poco, luego ya veremos… Pues Mariasun… ¡ Después de pasarse la vida aguantando y aguantando y diciéndole a Ángel que no se separe ni divorcie… ! El otro día me dijo que estaba decidida a entrar en una Ong y marcharse con ella al fin del mundo ¿ Y de mi hermano… ? Hace tiempo que no sé nada. Y mira que Herme y yo nos queríamos… Vaya, vaya. De Marta no sé nada ni diré nada. Y queda Javier ¿ Ves… ? Si pienso en él y en lo que estoy haciendo a un tiempo, me entra como un hormiguillo, un desasosiego que ni me deja en paz ni ver con claridad, regostia… Así que ¿ Andrés… ? Vamos. Ya lo que faltaba. ¡ Ay Andrés, Andrés… ! ¿ Qué tengo que ver yo con Andrés, a ver, qué… ? Que se quede para siempre en Francia, o en Ibiza, o en las Bahamas... Ya lo he meditado suficientemente. Lo mejor es cerrar la puerta, correr el pestillo, y ponerme a cantar una ranchera hasta que lleguen las seis y cuarto. Es lo mejor. Y aunque hace dos días que no viene, ya falta poco. A ver si hoy aparece …

XXXIV

Cuando a la seis y cuarto, hoy, abrí la puerta – teniendo en cuenta que reinaba una penumbra suave y apetecible – creí que lo que veía era producto de una alucinación y que, en todo caso no, podía tratarse sino de un espejismo de naturaleza erótica. Por ello no acerté a interpretar ni a coordinar, porque sin darme tiempo a nada, de repente todo se me mezcló al ver al negro, al amigo de El Cuore con idénticas maneras a cómo éste había procedido el primer día que llegó aquí. Creo, sin embargo, que incluso dentro de mi alucinación, y en alguna medida, aunque si bien tardía, mi ser total intentó hacerse valer y optar por un sí o un no. No lo sé. Quiero creer que de algún modo luchó o, que, al menos dudó. Pero sí puedo decir que el temor y el sentimiento ante la posible pérdida de El Cuore fueron tan intensos, que ipso facto vencieron cualquier oposición, y de tal manera, que tras décimas de segundo vi en el negro a su enviado, a su mensajero, a su mensajero íntimo y personalísimo, pero a la vez, y también, a un servidor común, suyo y mío, en asunto tan delicado e íntimo. Toda una paradoja inconmensurable. Cuando escribo estas notas, transcurridos quince días de implacable erotismo, me reafirmo en ello. Porque, simultáneamente, y con fuerza descomunal y arrolladora, el negro me cogió en brazos y, como si fuera una volandera, giró dos o tres veces conmigo en alto, me besó en la boca y aquí y allá, y, diciendo un guay demoledor, e inmensamente guarro, me depositó como si fuera un manojo de miel sobre la moqueta y empezó a comerme con un hambre lejos de toda medida y condición. Al principio, y por instinto, ante aquella avalancha humana que parecía decidida a romperme los huesos y a dejármelos reducidos a simple escoria, me reprimí. Pero he de reconocer que sólo fue un instante, porque tanto mi apetito y fortaleza sexual siguen siendo proverbiales. A mi viejo deseo parece haberle ocurrido como a los músculos, que una vez que con el ejercicio comienzan a desarrollarse, siguen y siguen fortaleciéndose, creciendo y embelleciéndose. No

104 me cansaré nunca de asombrarme del desconocimiento que tenía acerca de mí misma. He de decir que, en realidad, no sabía mínimamente quién era. Abdal – que así se llama mi hombre, mi gran hombre nuevo – no es como El Cuore. Me supongo que por adiestramiento previo de aquél, tampoco habla. Únicamente, al marcharse un día, me espetó su nombre porque insistentemente yo, de forma lastimera, se lo había preguntado. Los últimos días, antes de irse, me tocaba mientras estaba tendida en el suelo y yo reaccionaba ligeramente a su tacto, y cuando entreabría los ojos, él movía la barbilla varias veces como para advertirme de que se iba, haciéndolo en silencio. En cambio ha cogido la costumbre de mirar atrás. Yo lo quiero más que al cuore, del cual, por otro lado, no sé nada. No sé qué hace ni dónde está. Tampoco se lo pregunto a Abdal, tanto por precaución como por deferencia. Abdal es plenamente brutal mientras hacemos el amor, no le importan demasiado los modos. En su excitación recurre a los golpes contra la moqueta, y en los jadeos violentos, da incluso alaridos, pero conmigo es tiernísimo y suelo verle los dientes, blancos como la nieve. Sin embargo, intentando quizá superar al cuore, cierra los ojos y aprieta las mandíbulas en su afán de acometerme con furia, con arrojo de macho poderoso. Yo, por otra parte, ya no soy la mosca muerta y bien muerta que era. No me cabe ninguna duda de que en brazos de Abdal soy un títere, un auténtico muñeco roto por todas partes y con la cabeza absolutamente perdida. De cualquier manera, a medida que pasan los días observo que me cuesta seguir escribiendo. Tal vez la dificultad provenga de narrarlo, como si a la vez que contra viento y marea mi vida avanzara y avanzara, por otro lado una dejadez, un olvido y un abandono me surgieran y se agolparan por doquier. Puedo estar medio obsesionada y ciega, pero no soy tan estúpida para que esto pase sin darme cuenta. Hasta ahora lo he achacado al cansancio. Y aunque procuro alimentarme debidamente y cuando estoy con los nervios de punta me aconsejo tranquilidad, sé con certeza que algo fuera de lo normal está surgiendo porque, y además, sin ningún fundamento, he reñido con Isolina y Rodolfo. Absurdo, muy absurdo. Todo lo que examino con un poco de detenimiento parece confirmarme estas sospechas, pues con demasiada frecuencia me entra un arrebato de ira en clase y, sin aguantar ni un minuto más, doy un portazo y me voy sin dar una explicación a los alumnos. No, no es normal, acaso me esté volviendo adicta. Y sigo tomando anotaciones porque a estas alturas – tal y como a menudo he dicho antes – hemos hablado mucho entre nosotros, entre ustedes y yo, y una, incluso a través de los escritos, llega a intimar profundamente y a verles casi a ustedes, a percibirles con distinción y hasta con verdadero cariño. Por eso deseo durar, durar como sea hasta el final y concluir, caminar junto a ustedes este trecho y ver qué pasa. Durante mucho tiempo tiré la toalla y callé y aguanté y tal vez constituyera un grave error. Pero así fue, callando y aguantando, resistiendo en definitiva. Lo que mejor intuía - lo veo claro desde aquí - era la unidad que debía preservar con mis hijos porque nos necesitábamos mutuamente para salir adelante, pero la amargura se hizo indecible. Y aquí estoy ahora, con un par de preguntas atravesadas en el gaznate al margen de cualquier liberación y cualquier pesar: ¿ seré una vulgar revanchista ? ¿ no seré lo que me llamó Jeremías ? Pero no cobro, no salgo a buscar, si bien es cierto que, como una gran lasciva, lo espero en casa. Pero ¿ quién no espera algo… ? De sobra saben que todo esto ha empezado a ocurrir de forma prácticamente espontánea y sin que yo supiera ciertamente por qué ¿ O sí lo sé…? Esta es mi peor duda. Y aunque sea terrible, en estos

105 momentos puedo asegurar que no me importa si El Cuore aquél me ha abandonado o ido para siempre o no. No, no me importa lo más mínimo. Tengo conciencia de que me instalado en un mundo difícil, cerrado, en el que Abdal y su brutalidad sexual y su poder me alteran hasta perder el control como mujer y como persona. Podría afirmar que lo saben muy bien la moqueta de mi hall y el reloj de pared que está encima del ropero, que lo saben mi vientre, mis pechos y mi clítoris, éste, de todo punto insaciable y voraz. Por tanto ¿ a qué mayor revancha o locura, a qué otro éxtasis podría yo aspirar, a qué renovación más profunda, a qué otra cosa ? No veo nada más allá. Pero, aun sumida en esta marcha arriesgada, todavía creo que me queda un pequeño margen, un portillo de mí misma por donde descubrir la transformación paulatina que ha sufrido y sufre mi carácter, y éste es el momento adecuado para hacerlo patente. Quizá otro momento resulte tardío, o imposible ya. Me guardo aún ante el papel, al menos hoy, un poco de aquél lejano respeto inicial que me tuve, un resquicio del decoro con que afronté tomar mis primeras notas, tal vez sea lo que me está permitiendo apreciar ahora mismo cómo voy derribando en casa cualquier objeto que me molesta, al igual que no logro, no puedo detenerme a mirarlo, ni por tanto a colocarlo de nuevo en su sitio. No, no puedo. Y lo digo exasperada. Si tuviera que hacerlo me excitaría, me desquiciaría y no podría soportarlo. No consigo expresarlo bien, pero es algo interno e irascible, extremo y superior a mí. Hago volar el brazo y derribo las cosas con resentimiento, con alevosía, y ello me produce satisfacción. No sé cuántas cosas tengo rotas y desencajadas al lado de las paredes, y rodando por los rincones. Y les aseguro que no me arrepiento, ni siquiera, como he dicho, vuelvo la vista. Además, esta voz tan ronca… Y ahora, acaso por última vez, pueda preguntarme por qué, por qué es así. Y puedo y lo hago, y al hacerlo sólo noto rabia, silencio y ganas, ya ven, ganas de pasar página, de alejarme de este lapsus breve y sentimental que me lo permite, empiezo a sentir sofocos y necesidad de no hablar de ello, de dejar de escribir y de salir corriendo. Lo digo preocupada y muy bajo: es una novedad terrible, algo insospechado y malévolo sin más. Pero sigo y resisto cuanto puedo, cuanto puedo y me dan de sí los nervios y el aliento, tanto, que a contracorriente continúo escribiendo. ¡ La madre que te ha de parir… ! me insulta irritada la razón por semejantes incertidumbres. Con todas mis fuerzas, me insto hacia algún imposible modélico, a adoptar alguna postura que no sea la de romper, la de desbarajustar y dejar tirado lo que sea. Créanme que trato de decírmelo con un poco de ternura, créanmelo, por favor. Con todas mis fuerzas, y por este pequeño resquicio, estoy buscando palabras sencillas que me sean asumibles, y les busco un tono lúdico, un tono que huya de la opresión y el dramatismo en que presiento tener enmarañada el alma. Si al menos tuviera miedo. Si volviera en mí y pudiera verme mejor, y tener capacidad para resolverlo. Porque es como si, a partir de un momento determinado – en este trayecto erótico – un vendaval de violencia y signos de depravación me hubieran irrumpido desde alguna parte ignorada. Porque yo, efectivamente, digo que sí, que soy Regina, pero, decididamente, insisto y sé que soy otra. Noto que día a día y a pasos agigantados me convierto en un ser vulgar, hortera, cutre, que reacciona con rencor... Oh cielo… Tiene que haber una salida, un hilván, algún enlace íntimo y profundo entre una cosa y otra. Maldita sea… ¡ Regostia, qué náusea, qué náusea tengo por el estómago…! Jamás, jamás creí que tal cosa pudiera ocurrir y ser tal como es. Lo cierto es que tengo la casa hecha un

106 trapo y estoy enemistada con los alumnos y con los amigos. Ayer, mismamente, mientras me encontraba con la cabeza apoyada en la puerta de mi aula, esperando la hora de la clase, Jeremías se atrevió a acercarse y me espetó literalmente al oído: eres una gran puta de muchos cojones. Y me lo enmarcó así, literalmente, a ello se atrevió, y se marchaba tal cual, con malicia y rotundo. Pero yo, rápida como un alacrán, di unos pasos tras él y le espeté detrás del cogote: y tú un supermaricón de mierda. Y nadie nos oyó, nadie. Pero estoy segura de que las frases nos resonaron a los dos por dentro, como si hubieran sido oídas en todo y por todo el colegio. Nada importaba. ¿Se dan cuenta ? Sin la menor duda estoy enganchada. Enganchada al cuore, a Abdal, al sexo, a este temperamento mío que me va convirtiendo a un tiempo en una loca y en una indeseable, sólo me faltan las drogas. No sé, no sé, hasta la voz me ha cambiado. Debería pararme, intentarlo, y limpiar el polvo y orear bien la casa. Hace varios días que no toco absolutamente nada. Ni siquiera hago la cama. Se me han secado incluso los tiestos, que los tenía preciosos. Y es que no, no me llama, no tengo ninguna gana, de cualquier cosa desisto y todo se me vuelve torpe, imposible. Sencillamente, el más pequeño esfurzo se me hace insoportable.

XXXV

Según los médicos, prácticamente me acaba de aflorar la consciencia clínica tras haber pasado siete meses en estado de coma. Pero yo quiero aclararles enseguida a ustedes que, en realidad, y muy al contrario, no perdí nunca ni la conciencia de lo que ocurría ni el recuerdo. He dejado de llorar, y puesto que parece ser que no existen obstáculos insalvables, he pedido papel y bolígrafo y, aunque con dificultad, me he puesto a escribir. Porque acaso merezca la pena y deba continuar. Un día por la mañana, sal salir del portal de mi casa, y de forma imprevista, sin esperarlo, me encontré de cara con Abdal, el cual, con rictus de temor y muy preocupado, me pidió que de ninguna manera cruzara por delante de su casa, que Joe, en definitiva El Cuore, quería matarnos a los dos. Yo no podía dar crédito a lo que me decía ni logré entender por qué no me daba más explicaciones, y me asusté también. .- Cruza por allí – me dijo señalándome una calle más abajo – yo tengo que volver. Pero en lugar de rodear y echar a correr en dirección al Metro, me detuve y, mirando hacia su portal, me pregunté e imaginé mil cosas al mismo tiempo, por lo que desistí del colegio y seguí tras sus pasos. La puerta de la calle se encontraba abierta, hasta atrás. Me pareció extraño, pero entré. Había silencio. Se oía el rechine de alguna puerta lejana. Calculé la altura de la terraza y cogí el ascensor. Elegí la planta siete, pulsé y el ascensor empezó a subir. No sabía en absoluto a qué o a quién me tendría que enfrentar, qué hacer o qué decir ¿ Matarnos… ? Se me representó como algo heterogéneo pero de repente real. ¿ Estaría El Cuore loco por sí o habría enloquecido… ? ¿ No serían celos después de… ? Sí, esto sería ¡ qué podría ser si no ¡ Aunque, de ser así, el problema existiría entre ellos y nada más. Le diría en ese caso que… El ascensor se detuvo y me interrumpió. Con sigilo y precaución empujé la puerta y salí asomando la cabeza. De inmediato oí voces. Eran de hombres airados que al

107 mismo tiempo daban golpes secos y se proferían entre sí amenazas. De repente se abrió la puerta más próxima de la planta y quedé frente a frente al cuore, al tal Joe. Lo miré fijamente mientras me cambiaba el bolso de mano. Detrás descubrí una situación muy alterada, pero él, cuadrándose delante de mí, dijo en alto: .- Hombre, aquí está la gran zorra, la viciosilla de la profe. Pasa, ven aquí profe. Así no tendré que salir a rajarte y cortarte las tetas y asarlas – y con una pistola en la mano se acercó al umbral, me cogió por la muñeca y tiró de mí hacia dentro como si fuera cualquier cosa. En el hall vi paralizado a Abdal, a dos mujeres y tres hombres más. Recuerdo que había desorden y que se percibía un olor acre y denso, difícil de identificar. .- Bueno, pues aquí la tenéis a la profe, a la guarrona de este joío negro de mierda – continuó – Pero eso sí, está muy buena ¿ a que sí, Gitano… ? Mejor que éstas – dijo señalando a las mujeres y dirigiéndose con dureza y tono cínico a los hombres –. Y qué ¿ es que a ésta no la vais a follar, no vais a follar a la profe chochona… ? ¿ eh, eh… ? ¡ desde cuándo no… ! Y tras un silencio tenso, y al ritmo de movimientos apremiantes de pistola, autoritario prosiguió exigiendo a los desconocidos con desdén: .- Haber, Gitano, tú el primero, venga, fóllala. Tíratela ahí mismo y dale bien, que yo te vea cómo lo haces, si no os descerrajo a los dos. Y vosotras – dijo apuntando con el dedo a las mujeres – a tomar buena nota y ahí como muertas. Y antes de que me tocara el primero, desafiando a Abdal y a los otros advirtió: .- Y aquí no se mueve ni Dios, ni Dios ¿ estamos… ? E inmediatamente, como si fueran fieras, o trenes que uno tras otro fueran descarrilando, los tres hombres me violaron. Lo hicieron como auténticos salvajes, se tiraron sobre mí como verdaderas bestias y sin el menor miramiento. Oh Dios. Yo no era un ser humano, yo no era nada, yo sólo…Déjenme, déjenme llorar aunque sea a escondidas un poco, antes de que pueda seguir. Resulta tremendo, increíble con qué ímpetu, con qué fuerza consiguen gravarse en el recuerdo determinadas cosas. Cuando abrí los ojos descubrí al tal Joe, mi antiguo cuore apuntando directamente a la nunca de Abdal, lo agarraba por el cuello de la chaqueta y lo mantenía con las palmas de las manos sobre la pared y la nariz aplastada . Mientras, me miró con asco y me urgió: .- Venga, guarra, sal de aquí y vete a tu sitio. Venga, venga, largo o mando venir al gato para que te folle. Salí levantándome y cayéndome. Mas bien huí como pude. Las sienes me estallaban y me dolían las muñecas, también los ovarios y la cintura. Creo que me olvidé del ascensor, porque, en el último tramo, rodé por la escalera y me descalabré. No recuerdo nada, ni cómo conseguí cruzar el trozo de calle hasta mi casa ni cómo abrí la puerta del portal. Sólo veo la oscuridad del fondo del ascensor, porque, justo, cuando intentaba penetrar en él, sentí un vértigo y, entre vómitos, empecé a caer, y por lo visto, con el cuerpo impedí al derrumbarme que el ascensor se c errase.

XXXVI

108 Un rasgo de luz primaveral penetraba por los enormes ventanales del hospital cuando me di cuenta de que me encontraba en él. Vi la luz porque tenía la cabeza inclinada hacia ese lado y por debajo de los párpados, semiabiertos, pude asomar y descubrirla. Y digo asomar porque, aparte del gota a gota y otra extraña máquina que había allí, de lo primero de lo que me apercibí fue de que no podía mover el cuerpo y que tampoco lo podía hacer con ninguno de sus miembros. No puedo describirlo bien, pero fue una experiencia horrorosa e indescriptible. A medida que fui tomando conciencia más viva de la situación, pretendí levantar los párpados y dirigir la mirada con vehemencia a un lato y a otro, pero me resultaba imposible, imposible de todo punto. En un salto de rabia intenté levantar los brazos y tampoco. No los movía, no podía con ellos, en realidad no podía mover nada. Tras los labios muertos y desencajados, recuerdo que procuré no desesperarme. Con toda la aprensión del mundo me aconsejé calma, me dije que habría tenido un desmayo y que enseguida me recuperaría y saldría de nuevo al mundo. Me resigné y quedé en una simple espera porque, no pudiendo mover los labios, tampoco podría llamar a alguien y decirle que estaba allí, allí, enjaulada y mirándole. Pero no había nadie en la habitación ni nadie entraba. Yo oía, eso sí, que pasaban por el pasillo y que tosían, oía los cláxones lejanos de los coches y sonar durante largo rato un teléfono hasta que dejaba de sonar. Luego nada. Sola por dentro, yendo y viniendo aturdida y nerviosa, asomándome a través de las pupilas de mis propios unos ojos, impasibles e inmóviles. Cuánto me hubiera gustado haber podido gritar hasta la extenuación en ese instante, cómo convocar a todos y causar en el hospital una alarma realmente extraordinaria y asombrarlos con lo que ocurría. O haberme desdoblado mientras me examinaran y, desde fuera, y a voz en grito, decirles a médicos y enfermeras: ahí estoy, esa soy yo ¿ es que no tenéis ojos, es que no me veis… ? Ayudadme. Cuando el mundo se ve de esta forma, es como verlo desde debajo del agua, o desde dentro del aire sin poder intervenir ni tocar absolutamente nada. En el desconsuelo, uno piensa para sí mismo que ya no es, que ya no representa nada para el mundo, y el choque entre el interior y exterior produce una negación, una lejanía tal, una soledad e impotencia tan infinitas que, sólo a fuerza de una persistente falta de contacto humano, acaban las iras por reconvertirse y transformarse en una paciencia flexible y amorosa. Para mí, por supuesto, desconocida por completo . La primera persona que apareció y vi de cerca fue María, una señora del servicio de limpieza. Nada más haber entrado en la habitación, se le acercó una enfermera y le dijo que tu viera cuidado, que me encontraba en coma y se fue. La señora me miró con conmiseración, dijo audiblemente que qué pobre, y, mirándome de vez en cuando, se puso a pasar la sala con un aspirador al que oía con nitidez por un lado y otro de la ronronear. Entonces, viendo a esta mujer, fue cuando, atacada por primera vez por el agobio y la desesperación, me volqué en los iris de los ojos en un ímprobo esfuerzo por llamarla y hacerme notar. Desde allí me dirigía a ella, le daba de mano con intención de llamar su atención y hacerle ver cualquier movimiento, cualquier señal o signo que delatara mi presencia. Pero en vano. Yo debía ser absolutamente transparente. Los párpados continuaron a medio cerrar y la cabeza ladeada. La respiración se desarrollaba con esa laxitud típica de los estados críticos, próximos a la catalepsia o a la muerte. Al recoger la mujer el aspirador, y cerrar la puerta sin la menor preocupación e irse, lloré con inmensa amargura, y aunque en ese instante no tenía

109 atisbo de en qué podría consistir llorar así, ahora lo sé perfectamente. Nada puede contener algo igual a semejante soledad, al desconsuelo y tristeza con que se me reveló el alma. Si hubo lágrimas reales no sé por dónde resbalarían y caerían, aunque hoy pienso que, si las hubo, necesariamente emanaban de un profundo dolor espiritual, de un vértigo interior sin amparo ni calibre que me dejaba abandonada para siempre y sin remedio en la sima tapiada por mi propio cuerpo. Pero, aun siendo así, no podía, de ninguna manera, imaginarme lo que enseguida habría de llegar, pues no serían las diez y aparecieron los médicos. Uno de ellos se dedicó a examinar el cuadro de noche, me tocó el pulso, me levantó los párpados y preguntó algo a la enfermera. Entonces, y tras varios comentarios respecto de los estados comatosos, el médico titular replicó: …bueno, ya veremos si cesa la histeria y vuelve. De todos modos no parece que tenga dolores. Lo peor de todo puede ser el embarazo. Así es que… Dios mío, embarazada, me dije al oírlo. Luego el médico me tocó los pies, torció el gesto y, uno tras otro, salieron todos de la habitación. Yo estaba asustada y, créanme, sé que durante mucho, mucho rato, tal vez horas, anduve por mis órganos sexuales indagando sin cesar acerca de la presunta concepción. ¿ Cómo podía haber quedado embarazada, cómo era posible si… ? Pero entonces me dije que posible era todo y que se daban casos inexplicables que sobrepujaban cualquier cuenta y cualquier cuidado de mujer. Al caer la tarde renuncié a la búsqueda y quedé sometida a lo prescrito por el médico. Así es que, una vez admitido el veredicto de la mañana, la praxis consiguiente consistía en que podía tratarse del fruto de una violación y además múltiple. Y de nuevo qué amargura, que sensación de infortunio… Volví a llorar y de nuevo quise irme de mí, ausentarme, creo que incluso deseé no ser, morirme. ¡ … el hijo de un violador, de una de aquellas bestias, de… ! Si al menos fuera un hijo de Abdal, si fuera así, clamé en lo más hondo. Pero no tenía ni había alternativa a esta duda terrible. Lo que yo llevaba dentro seguramente procedía de uno de los tres depravados que me habían violado. Si hubiera podido cerrar los ojos y dejar de ver, quedarme detrás de algún hueso sin moverme ya nunca más, lo hubiera hecho en el acto, pues dicho pensamiento empezó a desarrollarse y a girar dentro de mí, a darme vueltas y vueltas dentro y a herirme más. Podrían – pensé - haberme producido el aborto por motivos de violación. Pero si no lo habían hecho, es que no habrían tenido certeza acerca de quién sea el verdadero padre y por qué, y eso… Además en uno u otro caso ¿ quién iba a autorizarlo ? Podía pensarlo todo y por tanto lo hacía. No sabía en aquel momento cuánto tiempo llevaba ingresada ni había visto a nadie de mi familia aún ¿ Habrían estado en el hospital ? Los habría visto – me dije - el espíritu no duerme. Tal vez aún no lo supieran. De forma seca todo parecía convertirse en náusea y duda, conformar un sufrimiento que crecía a medida que reunía nuevos datos sobre lo acaecido. Por un celador y una enfermera supe que, aquel mismo día, y en una refriega con persecución, la policía había dado muerte a dos de mis violadores y otras dos personas habían resultado heridas. En definitiva se trataba de traficantes de blancas y alguno de ellos había confirmado mi violación. ¡ Hijo de un violador…! Me repetía una y otra vez huyendo de los tres bárbaros e imaginando a Abdal, mirando ensimismada a través de unas pupilas inmóviles. Entonces deseaba con todas mis fuerzas cogerme el sexo, arrancármelo y separármelo para siempre. Sólo el latir del corazón me empujaba a vivir, pues me hacía recordar que yo estaba en él y eso me daba un atisbo de fe.

110 Pero de pronto volvía y me decía que aquel hijo de violador sería un mal hijo, sería otra bestia, otro perro… Maldito, maldito ¿ quién sería… ? Dios bendito, yo no lo quería ni podría quererlo nunca. Posiblemente tuviera cuarenta y siete años ya y, por añadidura, podría matarme en el nacimiento, o hacer que quedara lela, o mal de los nervios, o idiota para el resto de mi vida si es que llegaba a resucitar y salir de allí. Qué mala suerte, qué desgracia, qué desgracia, me lamenté hasta la saciedad y sumirme en la desesperación. Pero se levantaba el silencio más aterrador. Si alguna vez debí necesitar dulzura, estoy segura de que fue entonces. Porque sólo, sólo el hecho de desearla, hubiera sido acogedor, sólo.

XXXVII

Y llegó un momento en que empezaron a pasar y a pasar los días, pero no cogida ya ni en la resignación ni en la desdicha, pues aunque pueda parecer mentira, ambos habían terminado por vencerme y hacer que me acostumbrara a ellas. Tanto llegaron a limar mis aristas que acabaron por hacerme adquirir un estado lógico de laxitud, de serena aquiescencia ante una postración sin límites. Me di cuenta de ello cuando apareció mi familia, mi padre y mi madre, mis dos hermanos, mi cuñada y mi hijo Javier. Luego pasaría a visitarme también Julia, mi suegra. Volvieron a ser días de enorme tensión, pues, naturalmente, les dieron a conocer los hechos reales, es decir, la violación múltiple y el embarazo, ni más ni menos que la situación concreta que los médicos veían y certificaban. Por tiempo o vidas que pueda vivir, jamás podrá olvidárseme la cara con que vi a mis padres, aquel desconsuelo suyo y la aflicción con que me miraban, una aflicción que los hizo arrodillar a los pies de la cama, rotos como monigotes de trapo, de trapo humilde, trapo empapado y viejísimo. A partir de ese momento, y aunque a ustedes les cueste acercarse a lo que digo, las cosas más sombrías empezaron a dispararse y a ocurrir sin sentido, pues todo se puso a correr y a precipitarse, lo querido y cercano pareció entrar en barrena, como si un viento inteligente y maléfico, cargado de iras y desastres, comenzara a vapulear las vidas familiares y fuera acumulando con saña y rapidez quiebras irreparables, postraciones, muerte. Así, dos días después que mi familia tuviera conocimiento de mi estancia en el hospital, y aprovechando un alto en el camino, mi hija Marta se tiró desde lo alto de un viaducto mientras ella y Enrique venían hacia Madrid para verme, y el hijo que esperaba, el que habría de ser mi primer nieto, resultó irrecuperable. Mi madre enfermó, cayó en un estado de abatimiento total y apenas en una semana había muerto. Y a los pocos días, y no pudiendo soportarlo, mi padre falleció también. Por tanto, no había tregua. Como digo, parecía que fuerzas descontroladas compusiesen el inextricable hilván de nuestras vidas y marcharan ciegas, desgastándolas y demoliéndolas. En consecuencia, cada cual se sintió abocado a un destino fatal e inminente. Herme y Ásun, a los diecisiete días de la muerte de mi padre, padecieron pánico cuando supieron que Javier, al despegar con el avión, se había estrellado y se hallaba internado en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. El mundo, como pueden observar, se nos resquebrajaba por doquier, de forma inexorable se hundía y nos arrastraba con él. Item más, y en consecuencia, Mariasun se marchaba a trabajar con una ONG cuyo campo de trabajo se

111 encontraba en la amazonía, en un escarpado e inaccesible territorio del Perú. Era incuestionable que había optado por huir, intentando escapar a todo trance de la mala suerte. Dentro de esta tremenda e imparable conflagración que estaba teniendo – y, puesto que no dormía - me dedicaba a escuchar sin límite a los médicos y a las enfermeras, al personal que entraba, al que salía y al que pasaba por la habitación. En realidad decían no comprender cómo tantas desgracias y descalabros podían recaer sobre esta pobre mujer y su familia, de la que ya casi no quedaba nadie, mientras continuaba oyéndoles proferir frases de compasión o lástima, o viéndoles mover la cabeza para reafirmarse y salir mirando para atrás, donde yo me encontraba como un vegetal tirado, como un despojo inerte, una ruina que, no obstante, y para más inri, albergaba un nuevo ser, cuyo padre a todos resultaba por completo desconocido. Este aspecto los estremecía de piedad. Dudaban acerca de qué podría ser de mí en el futuro, qué evolución tendría el feto, y cuál, en su caso, sería el porvenir del niño, pues en general dudaban acerca de si llegaría a nacer o no. Nadie daba nada por nosotros.

XXXVIII

Es demasiado grande el hueco que se abre para pensar cuando ruedan sin descanso las noches y los días, demasiado grande cuando empiezan a sucederse como cuentas de un rosario eterno cuyos misterios consisten en esperar la espera y dentro de ella esperar, en andar como un lastre por el cuerpo, instalarse en los sentidos y aguzar en la conciencia a través de gestos, comentarios y actitudes que tomas de cuantos llegan, observan y se van. No logré asumir, durante meses, la disociación entre la aparente insensibilidad del cuerpo y la actividad interna con plenitud de conciencia. De tal modo que, la radical falta de respuesta que padecía, en cuanto a recuperar la normalidad, hizo que por segunda vez los días y semanas fueran limándome y acabando con todo resto que pudiera quedarme de furia y resistencia. Comprendía que, a pesar de cualquier esfuerzo, nada podía atajar de mí ni expulsar. En resumen, fui tomando conciencia de que mi destino se limitaba únicamente a estar allí, a mirar aquel reducto del mundo tal cual fuese pasando y a aceptarlo sin más. Yo era el ánima mundi que sólo podía ver, ver y asumir. Por tanto, opté por instalarme en la indiferencia, por abandonarme y dejarme flotar y flotar entraña adentro, lo cual me llevó a lo largo de recovecos y resquicios inverosímiles, y, en esta somnolencia de espíritu inerme, me iba tocando a mí misma sin pasión alguna, me recorría con un ánimo postrado de inercia, a través de una suma ingravidez y absoluta indolencia. Fue también , a la postre, cuando con claridad, y en este conocerme errante, cuando comencé a escuchar los primeros latidos que por aquellos días originaba dentro de mí el nuevo ser. A través de la luz que por debajo de los párpados conseguía percibir del verano de Madrid, yo apenas acertaba a imaginarme nada tan hermoso y deseable como el aire limpio de la sierra en los días de lluvia. Esta inspiración me acrecentó el deseo de huir y de alejarme de aquel ser que amenazaba con remover y agrandar mi desgracia y soledad, pero no, no podía, no podía escapar hacia ninguna parte, él

112 y yo éramos la misma sangre, y durante mucho tiempo estaríamos indisolublemente unidos en el mismo ser. Me había surgido una rabia renovada, una rebeldía contra su asentamiento subrepticio y brutal, y ello me producía exasperación y asfixia, asco. Tenía a mi favor una razón y un odio patentados a toda prueba, motivos con los que, sin descanso, resolví luchar contra este embarazo y su recuerdo. Sé que no me es lícito darles lección alguna acerca del orgullo y la soberbia, pues creo que de sobra conocerán ustedes por observación o experiencia que estas sutiles e inaprensibles fuerzas gastan y agotan, y que, tras su estallido, se hace preciso someterse a un descanso y a una regeneración, y entonces, en ese lapsus, entre el desfallecimiento y la renovación de fuerzas, es cuando plácidamente se opera la transformación. Puedo afirmar que incluso las fuerzas adquiridas son ya distintas, pues suelen proyectarse con una visión más alta, más real y apurada de las cosas. Y así ocurrió. Mientras imprecaba contra El Cuore y mi destino, contra mis violadores y este hijo que seguramente proceda de uno de ellos, y me golpeaba contra los límites del cuerpo y rebotaba y rebotaba hacia dentro oyéndome y oyéndolo, efectivamente no pude más, dado que sentí una enorme fatiga y, poco a poco, se me fue apagando el tono de las imprecaciones, hasta cesar en los intentos de huida y en el hastío y sonrojo que me producía mostrar una acritud increíblemente despiadada. Por tanto, con extrema lentitud, fui reconociendo la vía de agua que el dolor me había abierto, pero a la vez una vía que también implica un orden, y también otra luz que no sabía qué podría representar. Habían pasado los días, las semanas. Y empezaba a inundarme un remanso de paz, iba naciéndome un atisbo de amor, y se multiplicaban las ocasiones en que me detenía – cada vez con mayor interés – a escuchar latir al extraño nuevo ser. Hoy, tras tanta calamidad padecida, puedo asegurar que fue él quien me curó, pues fui pasando del ahogo taimado a poder respirar, y de la impotencia por encerramiento al estímulo por saberme cerca y poder hablar con él. Un día logré decirme … sea o no de Abdal, es mi hijo. Y en ese momento todo cambió. Este pensamiento me dio alas para empezar a preguntarme con curiosidad exultante que quién sería, que desde dónde vendría a mí y para qué, y si yo me encontraba en un intríngulis despiadado de mi vida y él aparecía en ella, que para qué o por qué lo haría… Y mi curiosidad no tuvo límites. En esto se asentaron mis primeras indagaciones. Un día, sin poder evitarlo, espontáneamente comencé a tutearle y a hablarle con cercanía. Yo creo que fue entonces cuando los dos empezamos a reconocernos y a mantener un diálogo emocional y amoroso ,a sabernos mutuamente, a obtener un sesgo íntimo que incentivaba el pulso de los días con un tono tibio, tolerante y acogedor. Incluso, cuando pensaba que él podría nacer y yo quedarme dentro del cuerpo para siempre, me nacía una ilusión por vivir y verlo ir más allá, porque yo sabía que iría en pos de él mundo adelante, como si tuviera la certeza de que un rastro mío lo acompañaría y custodiaría por donde fuera y para siempre. Hoy tengo la intuición de que fueron nuestras largas conversaciones, el seguimiento arrobado de sus movimientos y la imaginación de lo precioso que debería ser, lo que me resucitó y me incorporó de nuevo al mundo. No dispongo, no tengo a mano palabras ni números con que expresar a ustedes cuestiones que se escapan por completo a la percepción del tacto y de los ojos. El amor no tiene impedimentos, no teme ni dispone de límites humanos. Mi hijo me transformó,

113 me ganó y arrebató, se asentó en mi vida con exquisitas y delicadas explicaciones, y me llenó de fuerza y ánimo con que poder enfrentarme, al fin, y cara a cara, con los viejos avatares y fantasmas de mi alma.

XXXIX

Ya estamos en diciembre y mi hijo nacerá en enero. Hace frío, y por entre los edificios, calle arriba, en los picos de la sierra se ve la nieve recién caída. Naturalmente estoy de baja, sometida a estricta y meticulosa observación y ando por casa como asombrada y con detenimiento, en mi absorta novedad, como entre con un poco de pasmo. Me levanto y, mi empeño, consiste en recolocar las cosas que dejé caídas, en tocarlas, en mirarlas con un cariño, en volverlas a mirar y observar cómo son y qué hacen en su quietud. En realidad hablo con todo. Para mí, es como si fuera una labor de readmisión, como si se me reabriera la vida y, con firmeza, me fuera diciendo “aquí estoy” y nada me resultará ya indiferente. Así son estos días. Y cada noticia, cada canción y palabra me asaltan, y puedo asegurarle que me envían otra cadencia y otra textura distintas a las conocidas, puedo asegurarles que me señalan otra proyección de lo que eran No oculto que, tras el desastre, se me ha creado un silencio, un silencio profundísimo, y que no puedo llenarlo porque no dispongo del resorte para una explicación cabal de lo acontecido. Logro, eso sí, mostrar ante él una sensación serena y lo dejo ahí, al lado, por si puedo obtener la clave un día y logro entrar en él. Mis amigos han venido todos. Miento, Rodolfo no, y me duele que haya sido así, pero, en cierto modo, me siento compensada porque Jeremías, sin embargo, rompiendo con cualquier previsión imaginada ha estado aquí. Cortésmente le pidió a Isolina que me dijera si podía venir a visitarme, y las dos nos quedamos estupefactas. Por supuesto le dije que sí y ahora lo celebro. Vino con ella, y ahí, sentados en estas sillas, estuvimos hablando los tres media hora con distintas, con muy distintas palabras a las de antaño. No había el otro día un cura en Jeremías. Aquí llegó un hombre, una persona que venía con mesura y ofrecía otra cosa, un don hermoso que tanto a una como a otra nos produjo asombro y llenó de satisfacción. Por añadidura, me dijo que cuando me dieran el alta, y si yo lo deseaba, podía ocupar igual plaza en el colegio de La Elipa, sin perjuicio de disponer de mi plaza de siempre. No estuvo mucho más y con deferencia y educación se marchó. No saben ustedes bien lo que ha supuesto para mí su visita, y aún no sé si cambiaré de colegio o no. Ha sido un ofrecimiento moralmente muy alto, muy, muy delicado. Entre unas cosas y otras, lo cierto es que, por fortuna, el curso y tono de mi vida están cambiando con rapidez. También ha venido Julia, mi suegra, que qué mayor está. No sabía con exactitud cómo expresarse ni adónde mirar. Preferentemente bajaba la cabeza y lloraba, hasta que me hizo saber que Andrés había vuelto y que desde hacía mes y medio se encontraba internado en un centro de Atocha para terminales de sida, debido a un proceso hepático galopante ¡ Dios mío… ! exclamé, y entonces la abracé horrorizada porque temí por mi hijo y por mí, y porque ya había dado por cerrado el ciclo de desastres. Nos dimos un abrazo fuerte, muy fuerte y entrañable Julia y yo. Le vi el pañuelo empapado y sentí compasión porque, en ese mismo instante, imaginé a Andrés delgado, famélico por la enfermedad y sin apenas pelo

114 ni dientes. Más que imaginarlo, tal vez fuera que lo vi con esa mirada impotente con que a veces llega y nos daña la decepción infinita. Confieso que, aunque su reaparición ha constituido para mí una reflexión harto callada y dolorosa, también es cierto que he creído descubrir en ella una clara y limpia emoción, es posible que hasta, y dada la situación de nuestras vidas, constituya, al tiempo, un conjunto de pena y de nostalgia. Lo cierto es que preocupada, pero sin resentimiento, decidí que, en lo que pudiese, lo acompañaría y ayudaría hasta el final.

XL

Toledo está cerca. Cojo a mi hijo en mi vientre y, con calma, nos vamos en tren, mirando por la ventanilla cómo corren los surcos, cómo pasan los árboles y coches, y sintiendo cómo hilan e hilan los husos inexactos de las horas. Entretanto, saco el viejo cuaderno, en el que tomo mis notas, y garabateo mil veces intentando construir un poema, pues alguna cosa, alguna señal íntima y querida, y poética a la vez, quisiera dejar a este hijo como resquicio de que he vivido, algo donde pueda depositar las voces más vivas y puras que haya sabido oír a través del corazón. Después de tanta digresión interna y tanto avatar de vida, una o uno se detiene y, entonces, surgen, aparecen momentos en los que semeja tener asiento un cierto fluir, un fluir que contuviera como cierta necesidad de avisar, de atestiguar, la imperiosidad de comunicar a alguien que se acerca cuanto ha visto acontecer, su cómo y, si es posible, y para que lo comprenda, su porqué. Es una disposición que, como en un relámpago, parece concitar un tiemblo de lucidez y apoyo con que honrar siquiera un día, un rato de existencia, la ocasión de poner a salvo la sustitución de un viejo grito por un silencio digno y acendrado sobre el papel. Cuando estoy con Javier, ahora parapléjico, y le cojo las manos y le miro a los ojos, es como si conmigo estuvieran las madres del mundo, sobre todo cuando logro bajar a los abismos de su alma e intento sacarlo y traerlo a tierra firme. Tiene, oh Señor, veintitrés años. Era alto, fuerte y hermoso como fue su padre, y por delante se le abría un porvenir brillante y, de repente, apenas tiene fuerzas para sostenerse en una silla de ruedas y mirarme, no acaba de admitir lo que me ha sucedido como desgracia, por lo que sigue rechazando mi embarazo. Y lucho, y hago esfuerzos porque quiero entrar en él y comprenderlo. Le aprieto las manos y bajo la cabeza para que entienda mi dolor como yo el suyo, este trance común, en el que abruptamente y, en definitiva, nos ha colocado la vida tanto a uno como a otro. No le he dicho nada de su padre. Está muy necesitado de ayuda, es preciso que poco a poco vaya saliendo de la postración actual como sea. Y cómo, cómo consigo darle yo, su madre, en estas condiciones, un hilo de esperanza… He leído estos días acerca de los ensayos que están llevándose a cabo con las células madre, tal vez, algún día cercano, consigan llegar a establecerle puentes en la médula dañada. Y aunque presumo que él pueda saber esto, estoy atenta y no quiero mencionárselo ni que le digan nada al respecto hasta que tecnológicamente los ensayos adquieran cotas de viabilidad real. Sin duda sería algo extraordinario,

115 maravilloso. Estaré muy pendiente, muchísimo. Por él, pos Christopher Reeve y por tantos otros. Ahora voy a llamar por teléfono al centro de Atocha. Esta tarde iré a ver a Andrés.

El centro para terminales de sida es un edificio con fachada antigua, un edificio de colegio. Efectivamente lo ha sido, y es la orden de las Doncellas de Dios la que se dedica a cuidar de los enfermos. En el interior se percibe un esmerado decoro, y, por el interior, se ven desfilar tanto hermanas con cofia como seglares en bata o en mangas de camisa. Tras presentarme, una hermana me condujo directamente a una salita de espera, abrió la puerta, dijo Andrés, le vienen a ver, y, luego, saliendo, con displicencia y resolución se fue. Andrés estaba sentado en un sofá de colores y a cuadros y, al verme, se levantó. Yo, dubitativa y con las manos sobre el abultadísimo vientre, avancé indecisa y me dirigí a él. Pero él, interponiendo una sonrisa dramática, alzó la mano, y me negó con la cabeza el acercamiento total varias veces. Frente a frente estuvimos contemplándonos, como tratando de vernos, de reconocernos. Yo creo que en ese instante habíamos echado a correr sin sentido por el tiempo atrás, y también por el que nos había sido desconocido, con intención de comprender nuestra destrucción respectiva, y entre los dos se produjo un silencio denso, enorme. Al fin levanté una mano y Andrés bajó la suya. Se la tendí y, al tocarnos los dedos, cada cual miró la mano que el otro le ofrecía. Surgía la duda, el sí y el no, el temor, el asco mío quizá, pensaría él. Después de todo, a ambos nos unía la derrota de este encuentro con motivo tan amargo y que llegaba al atardecer de todo. Pero bajé los ojos y fruncí los labios, y cuando tuve toda su mano entre mi mano, se la apreté. Creo que entonces supo que yo había ido sin tufos del pasado, que había ido para hacer algo, para estrecharnos mutuamente la vida, para que, aunque hubiera un final cercano, y viéndolo, ninguno de los dos tuviera tanto frío que le hiciera echarse atrás. Cuando lo miré por segunda vez lloraba con aflicción, y sin poderlo remediar, medio ciega, le cogí la cabeza y se la oculté un rato entre mi pecho, mis brazos y mi vientre. Tal y como había imaginado, ha perdido casi todo el pelo, y aquel encantador azul verdoso que tenía en los ojos, se lo ha mancillado el desgarro de una vejez prematura y por demás mortal. Le faltan también algunos dientes, y, los que le quedan, los tiene perforados y negros. Conserva, eso sí, la estatura, y aún, cuando se estira, me hace recordar la tarde aquella en que lo vi a caballo y me enamoró, la tarde en la que, ebria la sangre y sin rumbo, bailé en el cielo como una estrella. Y aquél era él, mi sol destruido, el dador de mi luz, padre de mis hijos e implacable constructor de mi infortunio. Y los dos estábamos allí, a una de nuevo y frente a frente como si sobrasen las palabras, y como si por alguna parte emergiera una pequeñísima luz que nos hubiera quedado por descubrir. Cesó de llorar y, levemente, con extremada timidez, acercó su mano a mi vientre y, con la punta de los dedos, me lo tocó con cariño. En ese instante, golpearon con los nudillos en la puerta. Era Julia.

XLI

116 Busco y busco y aún no sé qué nombre le pondré a mi hijo (hoy ya sé que ni él ni yo estamos infectados) Yo le pregunto, pero él no me dice cuál es su nombre o cómo le gustaría que le pusiese. Porque he oído que el nombre de un hijo debe ser hallado y determinado por la madre, ya que, a través de la intuición e imaginación, la madre construye el nuevo ser, y que, por tanto, ella sabe qué nombre es el idóneo, el que dará armonía más que ningún otro a la vida del hijo que va a llegar. Loca estoy buscándolo, pero no he sido capaz de encontrarlo. Hasta ahora, ninguno me parece afortunado ni brillante.

XLII

Esta mañana, tres empleados de la empresa de limpiezas de la esquina, me han hecho en casa limpieza general. Para no molestar me fui a la terraza, pero después opté por salir a la calle y llegar hasta la plaza que se encuentra dos manzanas más allá. En el momento de salir, uno de ellos manejaba una máquina sobre la moqueta del hall y, al verlo, no pude evitar sofocarme, pues un cúmulo de recuerdos pugnaban por encenderse. Me detuve a respirar y, al dejar el ascensor y acceder a la calle, tuve que hacer esfuerzos para continuar con calma y normalidad. Dios Santo, cuánto cuesta todo, cuánto… El hecho es que, ya, en la plaza, y sola, me dio por andar, por dar vueltas alrededor de los bananos y las dos fuentes que hay. Me sentía mejor, por lo que, mirando hacia atrás, y a modo de conclusión, me pregunté por las causas que buscaba y dónde las había buscado, y, de haberlas, si serían coetáneas a mi matrimonio o anteriores acaso… Porque, si así fuera ¿ justifican el cuándo, el porqué y de qué modo podrían haberse generado ? No sé hasta qué punto, por medio de las ciencias de la conciencia y la mente conocemos los hilvanes del ser, sus estructuras y dominios, lo cierto es que he intentado encontrar causas que, de ser ciertas, no sé por qué son o de dónde vienen. Qué fracaso, me he dicho mirando las losetas que pisaba, qué fracaso… Porque, cuando en un determinado momento - ingenua de mí - creí que me encontraba en condiciones de controlar la conciencia y sus impulsos, y de delinear con precisión cada acontecimiento futuro de mi vida, resulta que, como si de una perspicaz tentación se hubiese tratado, aparece El Cuore y luego Abdal y mis tesis se derrumban como naipes. Superado el estrés, y con él la histeria, mientras tocaba con los dedos en la fuente el agua helada, tuve un destello de razón con que reconocer mi error. Y aunque la causa del mismo permanecía oculta, confieso que me hizo bien admitir mi manifiesta e implacable debilidad. Anochecía y empezaba a hacer frío. Era hora de volver. Al abandonar la plaza, tras tocarme el vientre y contemplarlo con incertidumbre, una vez más y con parcas palabras me puse a hablar con mi hijo. Entonces, perfectamente, percibí que me escuchaba y hasta que me miraba con dulzura. Sin duda lo noté porque había un brillo, un impulso especial en sus ojos, por lo que su sonrisa y consuelo me insuflaron fuerza con que alcanzar un éxito aplazado y sobre todo moderno: el de controlar y delinear, física y moralmente, los hechos con que ambos hemos de plasmar el futuro de nuestra vida. En estos momentos últimos, en los que a punto estoy de concluir estas notas, las cuales tengo el honor y atrevimiento de presentar a ustedes, me asoma la

117 creencia de que el éxito real, el que en verdad nos da vitalidad, aquél del que siempre intenté hablar y nunca logré hacerlo, es exclusivamente interior. Lo defino como un conocimiento, un rasgo que debe permitir establecer previamente y con rigor un nexo cierto de causa a efecto, una luz, una brújula exacta con que evitar horrores de la mente y desastres del corazón. Y creo sinceramente que nace de la actividad que ayuda y calla, de la que, en el más sutil silencio construye los arquitrabes de la alegría y la soledad. Pero el valor para allegar este éxito, para hacer que sea ¿ quién lo acepta o quién dispone de él ? ¿ será exclusivamente levadura implícita de mártires y triunfadores ? Son los primeros del tercer milenio y quiero poner término. Pero si algo pasara, si algo me ocurriera, quiero dejar a mi nuevo hijo el único poema que he logrado concluir y que figura aquí, a continuación de mis notas. Él lo sabrá interpretar, pues en él están la paja y oro de mi esfuerzo, en él mi poca, mi escueta ciencia obtenida. Los itinerarios de la juventud también.

DE LA INFINITA MARCHA HACIA LA LIBERTAD (para mi hijo aún sin nombre, para el que tanto amo)

…mirad y ved bien que no duren mucho las cosas, no siendo que se vuelvan añejas y rancias.

... rebélate, oh hijo mío, contra las viejas luces, contra las viejas formas y la vieja alegría; ... sal y resurge sobre las terminaciones íntimas, sobre todo cuanto ha de ser tu orilla o puente, tu ley o libertad, pero, al fin, tu muerte;

... para ser de hombre tienes que saberlo y hender el velo de la fascinación, y el humus de los labios y el humus de la sangre; instruye, oh hijo mío, con amor y ciencia un canto, un don arrollador con que enfrentarte a cárceles de hombres y de dioses;

... ve y marcha eternamente; haz con tus huesos un fuego pavoroso, con tu alma un río, un mar inacabable con que vencer.

118 FIN

(Reg.:00/2000/17116 – Secc. 1)

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