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0. Índice: 1. . Wikipedia, la enciclopedia libre 2. Máquinas de hackear mentes. Martín Salías 3. Made in Cuba: “O” Haydee Sardiñas 4. Rudy Rucker, amo del espacio y el tiempo. por Fons 5. Cuentos de Houdini. Rudy Rucker 6. Soft Drath. Rudy Rucker 7. Historia del cine ciberpunk. (Capítulo 19) Raúl Aguiar Rudy Rucker de Wikipedia, la enciclopedia libre

Rudolf von Bitter Rucker (nacido el 22 de Marzo de 1946 en Louisville, Kentucky) es científico en computadoras y escritor de ciencia ficción, uno de los fundadores del movimiento literario ciberpunk. Escritor de textos de ficción y libros de divulgación científica, es mejor conocido por sus novelas de la tetralogía Ware, cuyas dos primeras ( y ) recibieron el premio Philip K. Dick. Rucker es un descendiente directo del filósofo Friedrich Hegel. Trabajó en varias universidades hasta establecerse en 1986 en la Universidad de San José, de la cual se retiró en el 2004. Matemático con serios intereses filosóficos, ha escrito The Fourth Dimension; Geometry, Relativity and the Fourth Dimension; e . Princeton University Press publicó una segunda edición de El infinito y la mente en el 2005; la primera edición es citada con gran frecuencia en la literatura académica. Como su "propia alternativa ciberpunk," Rucker ha desarrollado un estilo de escritura que llamó Transrealismo. Como declaró en su ensayo de 1983 "The Transrealist Manifesto," es una ciencia ficción basada en la propia vida del autor y sus percepciones inmediatas mezcladas con elementos fantásticos que simbolizan cambios psicológicos. En muchas de las novelas y cuentos de Rucker se aplican estas ideas. Un ejemplo de trabajo transrealista de Rucker es Saucer Wisdom, una novela en que su protagonisrta es abducido por extraterrestres. Curiosamente, Rucker y sus editores comercializaron este libro como no ficción. Gracias a la financiación de la Alexander von Humboldt Foundation, Rucker impartió matemáticas en la Ruprecht Karl University of Heidelberg, entre 1978-80. Su primera novela transrealista, , fue escrita en Heidelberg. Esta novela está basada en sus experiencias en la Universidad estatal de Nueva York at Geneseo, donde impartió clases de 1972 a 1978. A menudo Rucker usa sus novelas para explorar ideas matemáticas o científicas. En White Light examina el concepto de infinito, mientras que la tetralogía Ware (escrita de 1982 al 2000) es en parte una explicación del uso de la selección natural para desarrollar softwares de computadora (esta noción fue desarrollada en , escrita en 1994). Sus novelas también se expresan a favor de una filosofía mística que, con un toque de ironía, Rucker ha resumido en el ensayo titulado, "The Central Teachings of Mysticism" (incluida en Seek!, 1999). Su libro más reciente de ensayos, The Lifebox, the Seashell, and the Soul: What Gnarly Computation Taught Me About Ultimate Reality, the Meaning Of Life , and How To Be Happy resume varias de las filosofías que él ha sostenido durante años y termina con la conclusión tentativa de que tal vez pudiéramos concebir el mundo como un gigantesco ordenador, hecho de cómputos, con el comentario final, "Quizás este universo es perfecto."

Bibliografía

• Tetralogía Ware o Software (1982) o Wetware (1988) o Freeware (1997) o Realware (2000) • Novelas transrealistas o White Light (1980) o Spacetime Donuts (1981) o The Sex Sphere (1983) o The Secret of Life (1985) o The Hacker and the Ants (1994) o Hacker and the Ants, Version 2.0 (2003) • Otras Novelas o (1984) o The Hollow Earth (1990) o (2002) o As Above, So Below: A Novel of Peter Bruegel (2002) o Frek and the Elixir (2004) • Colecciones de cuentos o The Fifty-Seventh Franz Kafka (1983) o Transreal!, also includes some non-fiction essays (1991) o Gnarl! (2000), complete short stories • Ensayos y divulgación científica o Geometry, Relativity and the Fourth Dimension (1977) o Infinity and the Mind (1982) o The Fourth Dimension (1984) o Mind Tools (1987) o All the Visions (1991), memoir o Saucer Wisdom (1999) o Seek! (1999), collected essays o Software Engineering and Computer Games (2002), textbook o The Lifebox, the Seashell, and the Soul (2005)

Máquinas de hackear mentes por Martín Salías

El viejo argumento de las computadoras que se rebelan, independizándose de la humanidad, visto desde la ácida óptica de uno de los pioneros del cyberpunk. Rudy Rucker, matemático de profesión, pateador de tableros por vocación, novelista por adicción, fue junto con , , , Lewis Shiner y otros, uno de los cyberpunks originales. Esta es su tercer novela, y la que lo hizo conocido, al ser galardonada con el premio Philip K. Dick. El ambiente en que se desarrolla la novela es sucio, aletargado. En este futuro acá nomás, las cosas siguen empeorando poco a poco, como es costumbre en este subgénero, pero sin embargo, más que brillos de neón y personajes siniestros como Gibson, Rucker nos presenta un futuro desgastado, apagado y sudoroso, donde los personajes son aún más siniestro, no por sus actitudes, sino por su mediocridad. Para hacerlo peor, gran parte de la novela ocurre en una de las peores zonas de la Tierra, el territorio Gimmi (por 'gimme', que es una forma de decir 'dame'), donde viven los 'colgueras', jubilados mantenidos al margen del resto del mundo, a los que apenas se les da una casucha y algo de comida balanceada de vez en cuando. En esta situación vive Anderson Cobb, un precursor de la robótica enjuiciado tras haber propiciado la independencia de los robots en la luna. Cobb, quien ha perdido todo, se dedica a emborracharse esperando el final con el menor grado de lucidez posible. Sin embargo, los robots no se han olvidado de él como el resto del mundo, y se deciden a 'rescatarlo' de su lamentable estado, como parte de una nueva estrategia. El plan, elaborado por los 'grandes autónomos', gigantescos robots fábricas con varios 'remotos', es decir, sub-unidades robots, es el de incrementar sus capacidades chupando el 'software' de seres humanos. Así, en la novela de Rucker la relación tradicional del hacker se ve alterada, ya que esta vez son las computadoras las que intentan obtener conocimiento saqueando la 'CPU' de la gente. Pero otras ideas interesantes en la novela. La forma en que Cobb ha logrado que los robots lleguen a la inteligencia suficiente para rebelarse tiene que ver con una forma artificial de evolución. Para crear las condiciones darwinistas de selección 'natural', incorpora una mecanismo en los robots que los obliga a 'reproducirse', cambiando partes de sus piezas para generar un nuevo vástago (aunque en el caso de los robots no siempre perduran padre e hijo), y a esto agrega cierta capacidad de mutación en sus chips al permitir que los influencien los rayos cósmicos, tal como sucede con la genética animal. Rucker imagina incluso una especie de actividad cuasi sexual entre los robots, que los pone en situaciones amorosas. Ellos se interconectan para procesar juntos un rato. Hay escenas bastante divertidas alrededor de este tema. Y otro punto fuerte de la novela es el método que utilizan los robots en la tierra para conseguir drenar el software humano: una banda de punks conocida como 'Los pequeños bromistas", que se dedican a comer cerebros humanos, con la víctima viva para disfrutarlo. Sta-hi, el coprotagonista de la historia, comienza casi por ser el almuerzo de los muchachos, aunque logra zafar y termina, por los avatares de la trama, yendo con Cobb a la Luna, en un viaje auspiciado por los grandes autónomos, que le ofrecen al viejo la inmortalidad. Sta-hi (de 'stay-hi', 'mantenerse en lo alto' o 'mantenerse drogado'), es un joven taxista demasiado aficionado a las drogas y a las mujeres, que además es el hijo de Mooney, uno de los policías de la zona gimmi. El paisaje de la luna es un poco menos decadente que el de la Tierra, pero no por eso mucho más atractivo. Casi toda la población está integrada por robots, la mayoría de ellos dedicados a mantener en pie una sociedad errática basada en la producción. Una gigantesca área industrial donde los obreros trabajan para conseguir los chips con que engendrarán sus vástagos. Los robots se alimentan de energía solar (muy abundante en la luna) y la baja temperatura de la superficie les permite mantener la velocidad de sus circuitos superconductores sin necesidad de los voluminosos equipos de refrigeración que se requieren en Tierra para este tipo de maquinaria. Allá arriba Cobb se reencontrará con Ralph Números, su primer robot inteligente y el antiguo líder de la revuelta, quien, como él, se ha convertido en un modelo viejo y casi olvidado. El es el encargado de guiarlo hasta su destino, para después volver a la Tierra convertido en inmortal gracias a su software trasplantado a un cuerpo robot. Pero aquí llegamos recién a la mitad de la novela. A partir de su regreso a la Tierra, Cobb se verá en una situación muy distinta debido al cuerpo proporcionado por los robots, pero Sta-hi volverá a ser un despojo. Sin embargo, los dos terminarán reencontrándose, luego de persecuciones, errores e indecisiones por parte ambos. La historia es una visión totalmente renovada del viejo mito de la máquina rebelada, pero esta vez, vista desde una óptica totalmente diferente, que deja un gusto amargo, pero no por eso deja de ser una narración atractiva y, sobre todo, en este caso, enloquecida.

Software, Rudy Rucker, 1982

Martín Salías trabajó en Investigación y Desarrollo en una importante empresa nacional, dirigió departamentos de capacitación y soporte, y hoy tiene su propia consultora, Merino Aller & Asociados. Tambien es miembro del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía (CACyF). Años atrás dirigió la revista de ciencia ficción GURBO, durante 12 números, y posteriormente ha colaborado en Otros Mundos, y otras publicaciones. Puede ser contactado a través de FidoNet en 4:901/303.11 o Internet en [email protected]

O Haydeé Sardiñas

A veces pienso que debería escribir sobre O, aunque sólo sea para dejar constancia. Cuando lo conocí, O estaba terriblemente hermoso pero también terriblemente quieto en uno de los sillones del pasillo oeste mirando la puesta de sol, o cualquier otra cosa, y yo caminaba con el director del hospital que había decidido ofrecerme un recorrido por las instalaciones antes de que me instalara, o tal vez para convencerme de que me instalara; es un poco confuso. Yo no estaba segura. Un lugar habitado por fantasmas y ratas de laboratorio no es lo mas acogedor del mundo. Sin embargo, aquella exhibición de criaturas de porcelana en los sillones estrambóticos y las camitas incómodas que inundaban el pasillo oeste acabó por decidirme. Primero estaba O, hermoso y estático como un cuadro, después Wendy, una criatura de increíbles ojos color azul cobalto; luego Blancanieves, no hay necesidad de describirla, era exactamente asi; todo un espectáculo. Me sentí ligeramente en el Olimpo. Ni siquiera los bip bip lograron asustarme. Escucho el bip bip de las 3 y cuarto, y corro a inmunizar los fetos en los tubos de ensayo. Habrá otro bib bip a las 3 y 30, otro a las 3 y 45, y así sucesivamente cada 15 minutos, 24 horas al día. Los bip bip no son nada monótonos. Son más bien torturantes y arrebatadores. Igual que O. A veces conversamos en los 15 minutos del almuerzo. Hoy Janet me dice que el sexo aquí es un desastre, imposible masturbarse en solo 15 minutos. Pero tiene sueños eróticos. Quiere contármelos. Tampoco puede terminar antes del bip bip, y me quedo con una curiosidad cansada e irritante. Harold se quejó de que las criaturas apenas si nos hablan aunque los cuidamos como a obras de arte. Por dentro y por fuera. Crema, fisioterapia, antibióticos, vitaminas, masajes, suplementos, antiácidos, terapia musical (no es que haya quedado mucha música, pero algo encontramos) y una dieta rica en pescado azul (hay pescado azul). Ayer Blancanieves (se llama Verónica) se negó a comer pescado y tuvimos que alimentarla por vía intravenosa. Está muy débil. Esta mañana la maquina avisó que es domingo, día de pago. Janet fue la primera en llegar y teclear su código. La maquina computó bip bip contra bip bip, por bip bip, menos bip bip y salió la suma exacta. Todos creemos que es exacta. Resulta imposible llevar la cuenta. Habria que ser un genio, y esos se extinguieron, como casi todos. Janet no estuvo de acuerdo con el resultado y empezó a patear la máquina. Hubo que aguantarla. Nos pasa a todos cada cierto tiempo. Unos días de descanso en los sillones hace que todo vuelva a ser normal. Luego hasta bromeamos. La belleza debe ser agotadora, pienso. Ellos yacen, existen como las flores (ya no hay flores) y nosotros revoloteamos como las abejas (tampoco hay abejas), alimentándolos como a bebés, extrayendo sus óvulos y espermatozoides, para intentar obtener hermosas porcelanas in vitro, y recuperar lo que fue la raza humana. Las hembras ovulan regularmente, varias veces al mes, con ayuda de hormonas que empiezan a afectar su salud. Wendy se ha convertido en una especie de masa sin forma donde solo relucen sus ojos increíbles y la princesa de las nieves, Segurochka, parece a punto de derretirse. El único hombre es O. Los espermatozoides se extraen por el método de siempre, estimulación de los genitales, pero su debilidad apenas le permite una erección. Su órgano erecto mide 7 pulgadas y requiere una cantidad de sangre considerable. Debemos transfundirlo antes de intentar la masturbación. O es O negativo. Por eso le decimos O. Yo también soy O negativo, por eso el director se esforzaba en convencerme de que me quedara, incluso estando seguro de que yo no tenía nada más que hacer. Como mi función es generar sangre y plasma para O, me alimento casi tan bien como ellos y uso sueros de glucosa. Tengo una aguja fija en la parte superior de lo que debería ser mi mano derecha. Pronto tendré que cambiarla para la izquierda o para un muslo. Mis venas se han vuelto complicadas. A nadie le agrada ocuparse de O porque él está ahí con esa mirada fría y tan bello que asusta. Yo digo que tampoco me gusta pero me lo llevo a pasear por los caminos de árboles calcinados, donde empiezan a retoñar algunas ramitas de color violáceo. Cuando estamos solos le cuento historia falsas, le hablo de la muñeca negra y Blancanieves, historias de animales, me pongo unos guantes suaves de piel de conejo, y acaricio a O que mantiene los ojos cerrados. Mi voz es dulce, mi voz es tan bella como sería la de Wendy si tuviera fuerzas para hablar y él se deja convencer por mi engaño. No sé como imagina las mujeres que describo, cada día invento una, hasta que él eyacula en la probeta de muestreo. Ayer O me dijo que quería tocarme. Luego recibí un bip bip fuera de tiempo del director del hospital. Encontraron otra O negativo, me dice. Deberíamos alternarnos. Le preocupa mi salud. A la hora del almuerzo todos se alegran de que yo pueda encargarme de otra cosa y dejar de ser una donante permanente. Es una ocupación destructiva, dicen. Hoy dejé que O me tocara y lo besé en la boca. No se si le gustó. El mantuvo los ojos cerrados y yo recibí 7 pulgadas y la probabilidad de millones de porcelanas probetas desperdiciados en mi vientre maltrecho. Luego me masturbé 3 veces seguidas y no hice caso de los bip bip. El director se puso furioso. Tendré que irme. Salí al camino de las hierbecitas violáceas y tuve una sensación de angustia en el pecho. Quiero regresar y pedir disculpas, pero sé que dejarse tocar por las criaturas es algo imperdonable. Espero que O sobreviva y engendre, y que pronto haya otra vez seres con dos brazos, dos piernas y sin estas escamas tan molestas en la piel. Bueno… hay otras clínicas. No sé si habrá otro O. Quizás pueda hacer algo diferente. Si estuviera completa podría estar junto a O en un sillón de contención o ir a las plantaciones. De todas formas, repoblar es lo primero. Siempre queda la opción de donar órganos... Aún tengo mis dos riñones... Debe haber otro O. Si. Seguramente. Rudy Rucker, amo del espacio y el tiempo

For the first time I really let myself imagine the kind of world that Harry might design. The guy had no respect for the ordinary human things that make life worth living. Weirdness was all he cared about -- weirdness and sex and plenty to drink. Master of Space and Time, Rudy Rucker

Leo en Con C de Arte, el blog de tebeos de Pepo Pérez, una noticia cuando menos sorprendente; Daniel Clowes el modernísimo autor de historietas que desde hace tiempo ha llamado la atención del mundo real (su último álbum, Ice Haven, será publicado en España por una editorial del calibre de Mondadori, por fin un desecho de la cultura pop alcanzará el Paraíso del mercado y la literatura seria) escribirá el guión para la nueva película del también modernísimo cineasta ex-videoclipero Michael Gondry (Olvídate de mí), basada en, y aquí viene lo más alucinante de todo, Master of Space and Time de Rudy Rucker. Así que el batallón de modernos estará intrigadísimo por lo que pueden hacer Gondry y Clowes juntos, pero a mí lo que me tiene alucinado es lo que puede salir de todo un Daniel Clowes adaptando una de las novelas más delirantes y más mejores (y ya es decir) de Rucker. Porque Master of Space and Time (1984) vendría a ser algo así como el cuento de los tres deseos re-escrito en clave de comedia frenética por un Lewis Carroll puesto de ácido dispuesto a revelarnos el secreto del universo y resolver una cuestión filosófica básica; ¿por qué hay algo en lugar de nada?. Como decirles... En la página dos, Joe, un inventor-científico-programador caído en desgracia, entra en su coche al salir del curro y en el volante le espera la figura diminuta de Harry, un antiguo socio que le visita desde el futuro. En la veinte se ven perseguidos por un lagarto gigante. En la cuarenta y tantos los dos socios se fabrican una máquina capaz de incrementar la constante de Planck (cuyo funcionamiento descubrieron en un sueño) con la que realizar todos sus deseos durante una hora. En la sesenta viajan a una realidad alternativa donde el alter ego del protagonista es un cerebro gigante cuyos hijitos-cerebro van por ahí esclavizando a la gente chupándoles la médula espinal. En la ochenta está en marcha una invasión de la Tierra por los cerebros éstos, que resulta que son alérgicos al alcohol (y de verdad, que tiene su lógica). Así que todo el mundo, para evitar convertirse en un esclavo de minicerebros de otra dimensión, va bolinga por ahí. Mientras tanto Joe y su mujer van por Nueva Jersey acabando con el hambre repartiendo semillas de arbustos de chuletas de cerdo y buñuelos fritos... Y no les cuento más pero les aseguro que al final todo encaja con la perfección orgánica de un huevo en uno de los finales más maravillosos que he leído, un juego metaliterario, metafísico y metadetodo de altura. Pues eso, que no hay por donde cogerla. Así que imagínense esto en manos del tipo que hizo la surrealista procesión de turbadoras extrañezas de Como un guante de seda forjado en hierro. Ya que han picado me permitirán que entre un poco en materia algo más espesita. Camuflada bajo tanto cachondeo, Master of Space and Time es la novela que mejor se justa al subversivo concepto de literatura transrealista acuñado por Rucker en su Transrealism Manifesto después de sufrir una catárquica iluminación leyendo Una mirada en la oscuridad (iluminación en la que me gusta imaginar que se le apareció el espíritu del mismísimo Philip K. Dick como contaba Rucker en otro ensayo suyo). El transrealismo de Master of Space and Time se concreta en tomar la realidad como objeto de análisis. Pero la realidad no tratada desde el naturalismo estricto, sino mediante los clásicos elementos fantásticos o de ciencia ficción que aportan nuevos significados al texto. Por ejemplo, el viaje en el tiempo representaría la memoria, los mundos alternativos serían símbolo de las diferentes percepciones del mundo que tenemos cada uno de nosotros, o la capacidad de volar como metáfora de la iluminación espiritual (es interesante constatar que sólo dos personajes femeninos desean volar en Master... Y además son los personajes más positivos y con la cabeza mejor amueblada de la novela). De este modo se superan las limitaciones del realismo naturalista aportado nuevas metáforas fundamentadas y sostenidas por conceptos de ciencia ficción mediante las cuales provocar en el lector el estado mental necesario para percibir nuevas o superiores realidades en las cuales la nuestra está inmersa. Y así, finalmente alcanzado un estado de percepción distinto, desafiar y romper esa herramienta de control social que es la "realidad consensuada", el estado de las cosas tal y como son, las "verdades" asumidas por todos que, en su mayoría, nos son impuestas desde el poder, tan sutilmente inyectadas en nuestro córtex por los medios de comunicación de masas que llegamos hasta el punto de pensar que todo el desastre de vida que nos hemos ido construyendo, este ciclo infernal de trabajo-consumo, el aborregamiento intelectual y emocional, ha sido idea nuestra. Esta ruptura es una epifanía que sufre el lector a través de los personajes, inmersos en una caótica estructura argumental que intensifica esa sensación de aleatoriedad, de realismo imprevisible. Rucker utiliza personajes existentes en la realidad, capaces de actuar y reaccionar independientemente de la arbitrariedad de su autor, evitando convertirlos en meras marionetas de su voluntad creativa, intentando recrear, mediante sus reacciones inesperadas la ilusión de que poseen vida propia. Así Harry Gerber y Joe Fletcher, los protagonista de Master... no son más que alter egos de Rucker mismo, dos aspectos de su personalidad; el pasadísimo científico únicamente interesado en beber, el sexo y tener aventuras lisérgicas y el responsable programador de computadoras, esposo y padre de familia. Y sobre todo, los personajes son bichos raros, lo que todo el mundo llama ahora frikis pero sin el matiz despectivo que ha ido adquiriendo esa palabra que yo ya odio. Personas lo más alejadas posible de la corriente de la gente normal. Mostrencos, que diría Jordi Costa, que a su modo son bastante más lúcidos en la percepción de la realidad que la aborregada sociedad circundante inmersa en la famosa "realidad consensuada". Siendo el tema éste de los tipos raros y alienados el único en el que, aparentemente, se tocan los particulares universos de de Rucker y Clowes. Aunque ahora que caigo, Como un guante de seda forjado en hierro, es quizá un buen ejemplo de tebeo transrealista. Y todo esto tan bonito y tan antiguo, como de contracultura, se condensa en una novela de poco más de doscientas páginas, divertida, graciosísima, vertiginosa y absorbente que se lee de un tirón en un Alsa León-Madrid. Eso sí, Rucker escribe tan acelerada y rematadamente mal desde el punto de vista formal que nunca podrá entrar en el Parnaso de las Artes y las Letras, pero ni falta que le hace (bueno, siempre puede alegar ser descendiente directo del mismísimo Hegel, lo que es totalmente verídico). Y así, mientras andamos distraídos riéndonos con esta comedia enloquecida, nuestras neuronas se irán reconfigurando lentamente, generando conexiones nuevas recorridas por estímulos diferentes a todo lo que hayamos sentido hasta entonces y al cerrar la novela la realidad nunca volverá a ser la misma. Vamos, como el LSD pero más barato (no por nada recibió Rucker la bendición del propio Allen Ginsberg de un capón durante un cebollón de ácido). Así que espero que con un poco de suerte publican la novela en castellano aprovechando el tirón de la película, que ya era hora que Rucker entrara en el mercado literario en español por la puerta grande de la sección de libros de los centros comerciales y la FNAC. A ver que editorial se lleva el gato al agua. Yo, por si acaso, ya les voy avisando. escrito por fonz @ 00:19

CUENTOS DE HOUDINI Rudy Rucker

Rudy Rucker, profesor titular de informática en la Universidad Estatal de San José, quizás sea el visionario más salvaje de la ciencia ficción que escriba en la actualidad. Nada a contracorriente de las tendencias de muchos científicos que escriben ciencia ficción, pues su obra no refleja las minucias de la tecnología «dura», sino las visiones radicales extraídas de los límites esotéricos de las matemáticas. Novelas tan ampliamente aclamadas como White Light y Software obtienen su imaginativo poder de los estudios de Rucker sobre teoría de la información, topología multidimensional y conjuntos infinitos. Pero el trabajo de Rucker no está lastrado por la aridez de la filosofía; por contra, nos muestra una humanidad cercana de carne y hueso. Y su habilidad narrativa junto a su fértil imaginación se extienden más allá de las obras imbuidas de ideas metafísicas. El siguiente relato es una fantasía breve pero perfectamente construida. Seleccionado de su colección de relatos, The 57th Kafka, muestra su osada originalidad inventiva al más alto nivel de hilaridad. Su último libro de divulgación científica, Mind Tools, es su cuarta obra de no ficción, y trata de las raíces conceptuales de las matemáticas y de la teoría de la información.

Houdini está arruinado. El circuito de vodevil está acabado en los escenarios de esta gran ciudad. Mel Rabstein, de «Noticias Pathé», le llama, buscando un número nuevo. —Dos grandes por adelantado más el tres por ciento de los beneficios de la gira. —Hecho. La idea es conseguir un sacerdote, un rabino y un juez que permanezcan delante de la cámara con Houdini en todas las grandes escenas. Será un largometraje y se proyectará en la cadena de cines de Loew. Lo único que Houdini sabe seguro es que serán fugas difíciles, sin advertencias previas. Todo comienza a las cuatro de la mañana del 8 de julio de 1948. Irrumpen en casa de Houdini en Levittown. El vive allí con su madre inválida. Escena primera de un sacerdote y un rabino tirando la puerta con sus negros zapatos de suela gruesa. Luz natural. La película tiene grano, da saltos, cinema verité no-puedo-evitarlo. Todo es de verdad. El juez sostiene un pequeño recipiente de cera y sellan los ojos, oídos y agujeros de la nariz de Houdini, su oscuro y misterioso rostro es cubierto antes de que despierte del todo y él se relaja a la espera de los acontecimientos, abandonando todo sueño de intentar algo. Houdini está listo. Lo atan con vendajes de primera clase y esparadrapo; parece una momia, un cigarro White Owl. Eddie Machotka, el cámara de Pathé, resume el tiempo hasta la pista aérea. Rueda una toma cada diez segundos, por lo que la media hora de trayecto se reduce en pantalla a dos minutos. Mal iluminada, con los ángulos equivocados, pero, aun así, convincente. No hay cortes. En la parte de atrás del Packard, sobre las piernas del sacerdote, del rabino y del juez, está Houdini, como una rebanada de pan con la corteza de esparadrapo, botando en el tiempo condensado. El coche se mete directamente en la pista aérea, cerca de un bombardero B-15. Eddie salta afuera y filma a los tres sagrados testigos descargando a Houdini. Panorámica del avión. Hay una inscripción, LA SUCIA DAMA, cerca del morro. ¡La Sucia Dama! Y no son pilotos apolillados o reservistas los que la pilotan. ¡Es papaíto Johnny Gallio y sus Perforadores Volantes-A! ¡Olvídate! Johnny G. fue el as más condecorado del frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, y volando con él, Jones Ruedas Lustrosas y ni más ni menos que Max Moscowitz el Quejas en la parte de atrás. Johnny G. baja de la cabina, ni muy deprisa ni muy despa- cio, al ritmo justo, con su cazadora de vuelo marca Johnny. Max el Quejas y Ruedas Lustrosas salen por la escotilla de la bodega de las bombas, riendo y listos para rodar. El juez saca un reloj de bolsillo. La cámara se acerca y se aleja; son las 4:50 de la mañana, el cielo comienza a clarear. ¿Houdini? No se entera de que lo están colocando en la bodega de las bombas de la Sucia Dama. Ni siquiera puede ver u oler. Pero está tranquilo, feliz por todo este montaje al aire libre, feliz de hacer que realmente esté sucediendo. Todo el mundo sube al avión. Un torpe movimiento de cámara mientras Eddie sube. Luego un encuadre de Houdini, largo y blanco, reptando como una larva de insecto. Está aovillado en la plataforma de las bombas con Max el Quejas doblado sobre él, como una extraña hormiga obrera. Los motores arrancan con un ronco rugido. El sacerdote y el rabino se sientan y hablan: las ropas negras, las caras blancas, los dientes grises. —¿Tienes algo de comer? —pregunta el sacerdote. Tiene una constitución poderosa, es joven y de pelo rubio. Fue un gran delantero de fútbol americano del Notre Dame. El rabino es un tipo pequeño con sombrero de fieltro y la barba negra. Tiene una boca a lo Franz Kafka, todo dientes y tics. —Entiendo que desayunaremos en la terminal cuando esto acabe. El sacerdote saca doscientos por esto, y el rabino trescientos. Tiene más fama. Si el número funciona, también serán testigos de las otras fugas. No es realmente un avión grande, y no importa adonde dirija Eddie la cámara; siempre hay un trozo blanco de Houdini en el encuadre. Delante se puede ver el perfil de Johnny G., el atractivo Johnny que ahora no parece sentirse demasiado bien. Hay gotas de sudor, sudor alcohólico en su largo labio superior. La paz le resulta muy dura a Johnny. —Simplemente, súbelo en espiral —dice suavemente Ruedas Lustrosas—. Como el muelle de un colchón, Johnny. A través de las ventanillas se puede ver el horizonte girar en ángulo, hasta que alcanzan el gran lecho de nubes. Max mira el altímetro y suelta una risita que deja ver sus dientes. Atraviesan las nubes hacia la oblicua luz diurna, mientras Johnny mantiene la espiral y seguiría eternamente si nadie le dijera «para»... pero ahora la altura va es suficiente. —¡Fuera bombas! —grita hacia atrás Ruedas Lustrosas. Max tira de la palanca de apertura. Encuadre de Houdini envuelto en blanco, en la plataforma de las bombas con forma de ataúd. El fondo se abre, y la larga forma cae despacio, casi ingrávida al principio. Luego el viento de la hélice lo empuja hacia un extremo y comienza a caer, blanco mate contra el blanco brillante de las nubes de abajo. Eddie mantiene el enfoque tanto como puede. Hay una nube en forma de huevo gigantesco ahí abajo, hacia donde cae Houdini. Houdini ha comenzado él mismo a soltar las vendas. Se puede ver cómo las vendas le siguen, azotando el aire de un lado a otro como un largo látigo: luego, ¡zip!, se adentra como un espermatozoide en esa esférica nube blanca. De regreso hacia la pista aérea, Eddie y el técnico de sonido recorren el avión, preguntando a todo el mundo si creen que Houdini lo logrará. —Por supuesto que lo creo —el rabino. —No tengo ni idea —el sacerdote, ansioso por desayunar. —No hay manera —Max el Quejas—. Impactará a doscientas millas por... —Todos moriremos alguna vez, —Johnny G. —En esa situación, espero que se haga un paracaídas con el vendaje —contesta Ruedas Lustrosas. —Es un misterio —concluye el juez. Las nubes se abren y el avión salpica grandes sábanas de agua cuando aterriza. Eddie los filma a todos saliendo del avión y en la pequeña terminal desierta, excepto... Al otro lado de la sala, de espaldas a ellos, un hombre en pijama juega a la máquina del millón. Humo de puro. Alguien le llama y se vuelve: es Houdini. Houdini lleva a su madre a ver los números. A todos les gustan, excepto a ella. Está muy disgustada, y por eso se tira del pelo. Su viejo pelo blanco cae a puñados al suelo, cerca de su silla de ruedas. De vuelta a casa, Houdini se arrodilla y le suplica y le suplica hasta que ella le da permiso para terminar la película. Rabstein y Pathé dicen que con dos números nuevos bastará. —Nada de magia después de esto —promete Houdini—. Emplearé el dinero en abrir una pequeña tienda de música para nosotros. —¡Mi querido niño!

Para el segundo número hacen que Houdini y su madre vuelen a Seattle. Rabstein quiere que utilicen a la anciana señora para filmar sus reacciones. Pathé aloja a ambos en una casa de huéspedes, dejando sin aclarar el momento y el tipo de fuga. Eddie Machotka permanece todo el tiempo pegado a ellos, filmando fragmentos de sus largos paseos por el puerto. Houdini comiéndose un cangrejo a la Dungeness. Su madre comprando toffes. Houdini comprándole una peluca. Cuatro figuras con impermeables negros se deslizan desde un barco de pesca. Quizás Houdini oye sus pasos, pero no se digna volverse. Al momento caen sobre él: el sacerdote, el juez, el rabino, y esta vez también un doctor; podría ser Rex Morgan. Mientras la anciana dama grita y grita, el doctor le clava a Houdini una enorme inyección de pentotal sódico y lo deja fuera de combate. El gran fuguista no se resiste, sólo mira y sonríe hasta que se desmaya. La anciana dama golpea al doctor con su bolso, antes de que el sacerdote se la lleve junto a Houdini, atados ambos, al barco de pesca. En el barco están otra vez Johnny G y sus Perforadores Volantes—A. Johnny puede hacer que vuele cualquier cosa, incluido un barco. Sus ojos están completamente enrojecidos, pero Ruedas Lustrosas guía el barco fuera del puerto, por el Puget Sound, hasta un río maderero. Esto les lleva un par de horas, pero Eddie lo resume todo... Houdini aparece tumbado dentro de un tronco hueco mientras el doctor le inyecta a cada momento. Finalmente alcanzan el estanque de una serrería con unos pocos troncos dentro. Max el Quejas y el juez mezclan escayola en un balde, y la vierten sobre Houdini. Le tapan con esparadrapo los orificios de la cabeza, excepto la boca, donde le colocan un tubo para respirar. Lo que están haciendo es sellarlo en el interior de un tronco enorme con un tubo para respirar disimulado dentro de una rama cortada. Houdini está incons- ciente y atrapado por el relleno de escayola en el interior del tronco..., una especie de gusano muerto dentro de un doble cilindro. El sacerdote, el rabino, el juez y el doctor tiran el tronco por la borda. Salpica, rueda, choca con los troncos vecinos y se mezcla con ellos a la espera de ser serrado. Ahora quedan unos diez troncos y no se puede saber en cuál está Houdini. La sierra ya está girando, mientras la cinta transportadora ha recogido el primer tronco. Primer plano de troncos entrechocando. Al fondo, la madre de Houdini arranca el pelo de su peluca. Fuertes SZZZZZZZ suenan cuando se corta el primer tronco. Se puede ver la sierra al fondo, una gigantesca hoja cortando el tronco justo por el medio. ¡SZZZZZZZ! ¡SZZZZZZZ! ¡SZZZZZZZ! Vuelan las virutas. Uno a uno, los troncos son enganchados y arrastrados hacia la sierra. Quieres apartar la mirada pero no puedes, esperando ver la sangre y la comida digerida salir volando. ¡SZZZZZZZ! Johnny G. bebe algo de una petaca plateada. Sus labios se mueven en silencio. ¿Maldiciones? ¿Rezos? ¡SZZZZZZZ! La caballuna y nerviosa cara de Max el Quejas está sudando, y deja escapar una risita. La mamá de Houdini ha pelado la peluca hasta el forro. ¡SZZZZZZZ! Los ojos de Ruedas Lustrosas son dos grandes y blancos huevos cocidos. Se sirve de la petaca de Johnny. ¡SZZZZZZZ! El sacerdote se seca la frente y el rabino... ¡SZCHAPRUFFZZZZZEEEEE! Del noveno tronco salta polvo de escayola. Se parte en dos, revelando sólo el negativo del cuerpo de Houdini. ¡Un molde vacío! Todos saltan al muelle de la serrería, la cámara moviéndose por todos lados, buscando al gran hombre. ¿Dónde estará? Entre los gritos y felicitaciones se puede oír la máquina de discos de la cafetería del aserradero. Suenan las Andrews Sisters. Y dentro... Houdini llevando el ritmo con el pie y comiéndose una hamburguesa con queso.

—Una fuga más —promete Houdini— y conseguiremos esa tienda de música. —Estoy tan asustada, Harry —dice su calva mamá—. Si al menos te dieran alguna advertencia. —Esta vez lo han hecho. Es pan comido. Volamos a Nevada. —Espero que te mantengas lejos de las cabareteras. El sacerdote y el rabino y el juez y el doctor se encuentran allí, y en esta ocasión, también un científico. Una habitación con un techo bajo de cemento, con mirillas por ventanas. Houdini, vestido con un traje de buceo de goma negra, hace juegos de cartas. El científico, que tiene un ligero parecido con Albert Einstein, habla brevemente por teléfono y asiente al doctor. El doctor sonríe seductor a la cámara, luego esposan a Houdini y lo ayudan a meterse en un tanque cilíndrico de agua. Alambiques de refrigeración lo enfrían, y al poco tiempo tienen congelado a Houdini dentro de un enorme bloque de hielo. El sacerdote y el rabino rompen las paredes del tanque, y allí está Houdini, como un enorme petardo con su cabeza sobresaliendo como si fuera la mecha. Fuera hay un camión con un montacargas hidráulico. Johnny G. y los Perforadores Volantes-A están allí y cargan a Houdini en la parte de atrás. Cubren el hielo con tablas para que no se derrita con el caluroso sol del desierto. Dos millas a lo lejos, se puede ver una alta torre de pruebas con una pequeña cabina en lo alto. Se trata de una prueba de una bomba atómica en las afueras, en medio de Nevada, en algún desierto perdido de la mano de Dios. Eddie Machotka conduce el camión con Houdini y los Perforadores Volantes—A. Plano desde abajo de la esbelta torre, la obscena protuberancia de la bomba en lo más alto. Sólo Dios sabe que cuerdas ha movido Rabstein para conseguir meter a Pathé en esto. Hay un agujero cilíndrico en el suelo, justo debajo de la torre, y precisamente en ese hueco deslizan al «helado Houdini». Su cabeza, saliendo del agujero, les sonríe como un cactus de peyote. Conducen rápidamente de vuelta al bunker. Eddie filma todo en tiempo real, sin cortes. La mamá de Houdini permanece en el bunker, por supuesto, pelando un puñado de pelucas. El científico le pasa dos dados. —Sólo para darle una oportunidad de intentarlo, no la detonaremos hasta que saque dos ases. A eso se le llama «ojos de serpiente». ¿De acuerdo? Primer plano de su cara, frenética por la ansiedad. Tan despacio como puede, agita los dados y los lanza al suelo. —¡Ojos de serpiente! Antes de que nadie pueda reaccionar, el científico ya ha apretado el botón con una mirada de conmiseración en el fondo de los ojos. Una luz repentina se filtra en el bunker, conviniendo los negros en grises. La onda expansiva llega luego, y el juez se derrumba, posiblemente a causa de un ataque de corazón. El estruendo crece y crece. Sus rostros, agitados, se mueven de un lado para otro. Luego todo acaba, y el ruido desaparece, excepto... un insistente claxon, justo fuera del bunker. El científico desatranca la puerta y todos miran al exterior, mientras Eddie filma por encima de sus hombros. ¡Es Houdini! ¡Sí! ¡En un descapotable blanco con una corista de grandes pechos! —¡Venga esa pasta! —grita—. ¡Y tachadme de la lista!

SOFT DEATH

Rudy Rucker

—Lo siento, señor Leckesh —dijo el doctor tecleando nerviosamente sobre la pantalla del escritorio—. No hay dudas acerca de esto. Los tests han dado positivo. —Pero seguramente... —empezó a decir Leckesh. Su voz sonó como el murmullo de un papel estrujado. Se aclaró la garganta y probó de nuevo—. Quiero decir... ¿puede ponerme un hígado nuevo? Puedo pagar el órgano, y puedo costear la cirugía. Por Dios, hombre, ¡se queda sentado ahí, diciéndome que lo siente! ¿Para eso le pago? —Al mencionar el dinero, la voz de Leckesh recuperó su habitual tono de mando. El médico parecía incómodo. —Estoy apenado, señor Leckesh. El cáncer se ha metastaseado. La células tumorosas se han establecido en todos los rincones de su cuerpo. —Tocó algunas llaves y en la pantalla se formaron líneas verdes—. Rodee el escritorio, señor Leckesh, y mire esto. Se trataba del trazo de una curva extendida, con fechas a lo largo del eje horizontal y porcentajes a lo largo del eje vertical. El gráfico tenía un título: PROYECCIÓN DE MORTALIDAD DE DOUGLAS LECKESH. —¿Esas son mis posibilidades de morir expresadas en cifras? —vociferó Leckesh. Que un médico loco confiara todo a una computadora excedía sus creencias—. ¿Usted maneja este asunto como si estuviera vendiendo una maldita mercadería? —La mayoría de los pacientes encuentran razonable conocer toda la verdad —dijo el médico—. Hoy es 30 de marzo. ¿Ve cómo asciende la curva? Tenemos un cincuenta por ciento de posibilidades de que su muerte se produzca antes del primer día de mayo, un noventa por ciento de posibilidades de que sea antes de julio y virtualmente la certeza de que no pasará de principios de septiembre. Puede confiar en estas cifras, señor Leckesh. La Asociación Médica de Bertroy tiene la mejor computadora de New York. —¡Apáguela! —gritó Leckesh, golpeando la pantalla con tanta fuerza que los pixeles tiritaron—. ¡Vine aquí para ver a un médico! ¡Si quisiera consultar proyecciones de computadora, me alcanzaría con permanecer en mi oficina en Wall Street! El médico suspiró y apagó su terminal. —Usted está atravesando una etapa de negación, señor Leckesh. El hecho es que usted se va a morir. Hagamos lo mejor que se pueda con el tiempo que le queda. Si desea una proyección no computarizada, puedo proporcionarle una. —El médico clavó la vista en el paisaje urbano ubicado más allá de la ventana—. No espere mucho más que tres semanas antes de su colapso final. Leckesh encontró el camino para salir del Edificio Bertroy y se metió en el bullicio matutino de la avenida Madison. Eran las 10.30. Tenía encuentros de negocios, pero ¿qué diferencia podría suponer ganar unos millones más? Por lo menos debería llamar a Abby; ella estaría esperando oír las novedades. Pero una vez que se lo hubiera dicho a Abby, ella tendría todo el derecho de ponerse a trabajar planeando su propio futuro. Si él, Doug Leckesh, era el que iba a morir, ¿por qué tendría que hacer algo por alguien? Abby podía esperar. Los negocios podían quedar sin terminar. Lo correcto era que necesitaba un trago. El tiempo estaba crudo y tempestuoso, con un poco de nieve en el aire. El cielo mostraba cinco diferentes matices de gris. Uno de los nuevos robotaxis frenó, invitándolo a abordarlo en cuanto Leckesh se aproximó al cordón de la vereda. Tenía acciones en la compañía, pero ese día era uno de esos días; lo que menos deseos sentía era de hablar con un robot. Movió la mano para indicarle al taxi que se retirara y siguió caminando; su club se hallaba a sólo cuatro cuadras de allí. Había un bar en la próxima esquina, aparentemente no automatizado. Leckesh no había entrado a un lugar público para beber en años, pero una repentina ráfaga de viento frío lo urgió a entrar. Ordenó una cerveza y una medida de scotch. El barman lucía comprensivo; Leckesh se vio asaltado por un súbito pensamiento: cada día alguien con un cáncer entraba a ese bar. Había un gran número de doctores en el Edificio Bertroy. Había un gran número de personas que padecían cáncer. Había un gran número de personas que manejaban el stress con alcohol. —Estoy listo para recibir la primavera —observó el barman cuando Leckesh ordenó una segunda vuelta. Era un coreano de cara amplia con acento de New Jersey—. Tengo un jardín en la terraza, y me muero por sembrar. —¿Qué cultiva? —preguntó Leckesh pensando en su padre. Cada verano, él convertía el terreno ubicado detrás de la casa en un jardín. Esto es vida, Dougie, solía decir Papá arrancando un tomate e hincando los dientes en él. Esto es todo lo que importa. —Lechuga —dijo el coreano de cara chata—. Zapallo coreano, papas. Adoro las papas recién brotadas, la forma en que se presentan, como un gran racimo. Leckesh reflexionó acerca de los racimos. Células tumorosas diseminadas por todo su cuerpo. Apuró su scotch y pidió otro. —Lo principal es el fertilizante —dijo el barman vertiendo plácidamente una medida—. Las plantas necesitan materia muerta, materia podrida, cosas blandas y negras. Es el ciclo natural: lo muerto dentro de lo vivo. —Moriré dentro de un mes —dijo Leckesh. Las palabras saltaron de su boca—. Acaba de decírmelo mi doctor. Tengo el cáncer diseminado por todo el cuerpo. El coreano dejó de moverse y miró a Leckesh a los ojos. Muy fijamente, por largos segundos, como si estuviera mirando la TV. —¿Está asustado? —No soy religioso —dijo Leckesh—. No creo que haya algo después de la muerte. Tres semanas más y todo terminará. Exactamente igual que si nunca hubiera vivido. —¿Tiene esposa? —Ah, ella no me extrañará. Hablará acerca de mi pérdida. Le agradará montar una escena. Pero en realidad no va a extrañarme. Se hará con todo mi dinero y encontrará a alguien, la muy zorra. —Hablar tan cruelmente sobre Abby le proporcionaba a Leckesh una perversa y amarga satisfacción. El coreano permaneció observándolo del mismo modo descolorido y circunspecto. —¿Usted tiene muchísimo dinero? —preguntó finalmente. —Sí, tengo —dijo Leckesh, recuperando su compostura—. Eso no le incumbe. ¿Cómo se llama, en todo caso? Le pagaré un trago. Cóbrese de aquí y guárdese el cambio. —Puso un billete de doscientos dólares sobre la barra. —Me llamo Yung. Supongo que no está bien que beba en horas de trabajo, pero... —El coreano contempló impasible el local. Había un par de viejos pelilargos tomando café en un reservado, pero eso era todo—. De acuerdo, tomaré una Heineken. —Buen chico, Yung. Dame una a mí también. Nada sino lo mejor para Douglas Leckesh. Estoy lleno de racimos. Puedes llamarme Doug. Estaba pensando antes que debes tener muchos casos de moribundos en este bar, estando tan cerca del Edificio Bertroy. Eso está lleno de doctores, lo sabes. —Oh, sí —dijo Yung abriendo las dos botellas de Heineken. Vertió la suya en un tazón de café—. Asociación Médica Bertroy. Tienen una computadora de diagnóstico muy avanzada en la que basan sus trabajos. Hace trillones de cálculos por segundo, más rápido que un cerebro humano. Mi hermana ayuda a programarla. Es una chica astuta, mi hermana Lo. —Sorbió de su tazón y observó un momento a Leckesh—. De modo que usted se va a morir, ¿eh? ¿Y que piensa acerca de... eso, señor Leckesh? —Las religiones están equivocadas, Yung, ¿no es así? —Leckesh estaba sintiendo el efecto de la bebida—. Cuando yo tenía tu edad no pensaba en eso... diablos, aún cuando lo usaba para pintar cuadros. Pero caí en Wall Street; nada importa más que los números. Conseguí un lugar en la Bolsa, ¿sabes lo que significa? Entonces no te pases de vivo conmigo y trates de explicarme lo que es la religión. Yung observó de arriba abajo el bar y se inclinó para hablar. —Religión es una cosa, señor Leckesh, pero inmortalidad es algo más. Lo dice que la inmortalidad no ofrece mayores problemas—. Sacó una tarjeta comercial del bolsillo y se la tendió a Leckesh. —Esto es moderno; esto es digital. Cuando usted esté listo para la inmortalidad mi hermana lo sabrá. Leckesh guardó la tarjeta en el bolsillo sin mirarla. Repentinamente las cervezas y los tres scotchs lo golpearon con dureza. El sordo latido de su hígado enfermo estaba ribeteado con acentos de agudo dolor. Había sido estúpido beber a hora tan temprana; bebiendo y exponiendo su alma ante un barman coreano. ¿Dónde estaba su autocontrol? Caminó hasta el baño de hombres con las piernas rígidas y se descargó. Mejor. Se lavó la cara, primero con agua caliente y después con agua fría. Hizo unas gárgaras y bebió directamente de la canilla. Tres semanas, había dicho el doctor. Tres semanas. Leckesh abandonó el bar y se dirigió a su casa, al encuentro de Abby.

Abby Leckesh era una mujer de cabellos oscuros, mejillas rellenas y hermosos dientes. Cuando se conocieron, quince años atrás, Leckesh tenía cincuenta y Abby treinta. Él soñaba con ser pintor, aún entonces, y le apasionaba la agitación bohemia que Abby frecuentaba. Pero ahora Leckesh odiaba a los amigos de Abby con la celosa impotencia de un hombre envejecido. Para su disgusto, Abby recibió las noticias de su muerte inminente con algo que él interpretó como entusiasmo. Ella creía en espíritus y médiums y estaba segura de que Leckesh se pondría en contacto con ella más allá de la tumba. —No te deprimas, Doug. Sólo te estarás moviendo por un plano superior de existencia. Permanecerás aquí conmigo, convertido en un querido espíritu familiar. —Estás hablando de un hecho peor que la muerte —estalló Leckesh—. No quiero flotar por ahí observando como gastas mi dinero con tus novios. —Él sospechaba desde hacía varios años que ella le era infiel. —Llevaré luto completo durante seis meses —parloteó Abby, ignorando su acusación—. Saldré de compras y conseguiré ropa negra hoy mismo. Y tenemos a Irwin Garden para tomar el té. Es el joven médium más importante del país. Conocerás sus vibraciones cuando el se ponga en contacto contigo desde el otro lado. Leckesh ni se dignó a contestarle. Abby salió a buscar su ropa de luto y al señor Garden, mientras el robomat le hacía una chuleta de ternera para el almuerzo. La comida le aclaró por completo la cabeza, y sacó la tarjeta que el barman coreano... Yung... le había dado.

SOFT DEAD, INC. Preservación y Transmisión Científica del Alma Absoluta Reserva Llame hoy mismo para obtener más información Lo Park B-1001 Edificio Bertroy 840-0190

Leckesh estudió la tarjeta un momento, y tomó una decisión. Que se fuera al infierno si iba a permitir que uno los falsos médiums de Abby se arrogara el mérito de haber hablado con su espíritu. Si hubiera algo cierto en eso de la «preservación científica del alma», tendría la posibilidad de arruinarle la fiesta a los charlatanes. Tomó el teléfono y discó el número de Soft Death. —Hola, habla Lo Park. —El acento era tan puro de New Jersey como el de Yung, aunque con un melódico toque oriental. —Hola, habla Doug Leckesh. Un hombre al que su hermano, creo, le dio una tarjeta con su nombre. ¿Corporación Soft Death? —Oh sí, Yung me comentó. No creo que sea algo para hablar por teléfono. ¿Puede venir a verme mañana por la mañana, señor Leckesh? —¿Está bien a las diez? —Será perfecto. Sintiéndose extrañamente aliviado, Leckesh se estiró en el sofá y se durmió. Soñó con colores, nubes de color en torno a una larga línea de definidos tonos musicales; tonos binarios cantados por la voz musical de Lo Park. Cuando se levantó la tarde moría, y Abby estaba sentada en la sala tomando el té con un joven calvo de anteojos. —Este es el señor Garden, Doug. Él es el médium del que te hablé. Garden sonrió tímidamente y estrechó la mano de Leckesh. —Siento haber oído que está enfermo, Douglas. —Tenía ojos agradables y labios grandes y húmedos—. Tiene unas muy interesantes vibraciones. —Usted también —dijo Leckesh secamente. La idea de Garden solo con Abby en la sala en penumbras lo enfermaba—. Tiene las vibraciones de una ambulancia persiguiendo a un abogado, mezcladas con el aura de un Casanova de veinticinco centavos y las emanaciones de un vendedor de aceite de serpiente. Fuera de mi departamento. Garden se inclinó levemente y salió. Abby estaba muy enojada. —Es desconsiderado de tu parte, Doug, actuar de este modo. Pronto estarás muerto. Pero yo me quedaré sola, sin nadie que me cuide. —Las lágrimas rodaron por sus grandes mejillas—. Irwin Garden sólo quería ayudarme a contactar tu espíritu. —Deja que yo me preocupe por mi espíritu, Abby. ¿Puedes ver que Garden desea estafarme y seducirte? No quiero chacales husmeando en torno a mi lecho de muerte. Deseo pasar por esto en paz. ¡Lo mismo de siempre! —El hígado le dolía enormemente. Abby gimoteó sonoramente. El hecho era que ella sentía devoción por Leckesh. Todo su parloteo sobre médiums y ropa de luto era sólo un modo de evitar los pensamientos referidos a su muerte. Tras unos pocos minutos ella consiguió calmarse y besó a Leckesh en la frente. —Por supuesto, Doug. Haré lo que desees. No volveré a ver al señor Garden. —En su estado de amargura, Leckesh estaba convencido de que Abby mentía. Nunca la había sorprendido, pero estaba seguro de que tenía novios. ¿Por qué no habría de tenerlos? Él se sentía un artista en la época en que la cortejaba, pero desde entonces se había metido en la Bolsa. ¿Abby podía seguir amándolo? Bien, esa no era la cuestión importante en ese momento. El largo juego estaba próximo a terminar. Y si había algo que obtener de esa gente de Soft Death, Leckesh estaba al borde de una forma de existencia completamente nueva.

A la mañana siguiente se hallaba ante el Edificio Bertroy. La oficina de Lo Park estaba en la planta baja; era uno de los innumerables pequeños cubículos ubicados a lo largo de una de las paredes del recinto; apenas un escritorio y una terminal. Aparentemente Lo Park trabajaba allí como programadora. No había ninguna señal de «Soft Death» en la delgada puerta de su oficina. Leckesh se preguntó si se perjudicaría entrando allí, pero el recuerdo de los que merodeaban a Abby y sus manipulaciones ocultistas lo impulsaron a entrar. La coreana sentada detrás del escritorio era joven y menuda, con el cabello tan oscuro que parecía azul contra la piel amarilla. Ella lo observó sonriendo ligeramente. —¿Señor Leckesh? Yung me habló de usted. —Le dijo que soy rico, moribundo y estoy desesperado, supongo. ¿Qué clase de inmortalidad vende, Lo? ¿Y cuál es el precio? —El precio es alto. La inmortalidad es software. —¿Qué quiere decir? —Reflexione, señor Leckesh. El cuerpo humano cambia casi todos sus átomos cada siete años aproximadamente. Pero usted siente que sigue siendo la misma persona que era hace siete, catorce o cincuenta y seis años. Lo permanente en su cuerpo es el ordenamiento de las células, especialmente de las neuronas. La verdadera esencia de Douglas Leckesh no son los setenta y cinco kilogramos de carne enferma que están sentados frente a mí. La esencia de Douglas Leckesh se halla en el patrón que su cerebro codifica constantemente. ¿Me sigue? Leckesh asintió moviendo la cabeza. —Temo que usted sea otra espiritualista. ¿Está segura de que lo que llamaríamos mi alma se ajusta a un patrón de información digital? —Exactamente. Hablando en abstracto, el patrón de información existe en ausencia de un cuerpo. Sin embargo, para que el patrón pueda estar de algún modo vivo se necesita alguna clase de substrato. —Ella sonrió e hizo un gesto en dirección a la puerta de su oficina—. El substrato de Soft Death es esta computadora. Si usted lo desea puedo extraer un patrón de información completo de su cuerpo y codificarlo en la máquina. —¿Cómo sé que realmente puede hacerlo? ¿Y cómo podría sentirse estar vivo en la memoria de una computadora? —Antes de que continuemos, señor Leckesh, necesito una promesa de su parte. Por diversas razones la actividad de Soft Death no está regulada por las leyes. No puedo exponer a mis nuevos clientes al riesgo que significa esto sin poner a prueba su sinceridad. —¿Quiere decir que quiere un cheque? —Quiero un documento que nos garantice aproximadamente la mitad de sus propiedades e inversiones. —Deslizó un papel a través del escritorio—. Me he tomado la libertad de redactarlo. Leckesh registró el contrato con ojo entrenado. Soft Death Inc. había trabajado rápido: la mitad de sus posesiones estaban listadas allí, cerca de mil millones de dólares en valores. En compensación por ese dinero, Soft Death se comprometía con Leckesh a proporcionar «albergue y servicios de conservación avanzada». —No estamos en condiciones de hacer un contrato más específico, señor Leckesh, también a raíz de las sanciones legales que abarcan ciertos aspectos de nuestra operatoria. Leckesh se estremeció. Probablemente era un fraude. Pero, ¿qué diferencia suponía? Si Soft Death no se quedaba con sus millones, Abby lo repartiría entre los Gardens de todo el mundo. Podía sentir el cáncer en lo profundo de sus entrañas; podía sentir el crecimiento del dolor. —Firmaré. Lo pulsó un zumbador y un hombre vino como testigo y legalizó el documento. Otro coreano de cabellos azules. A Leckesh le hacían acordar a los Pitufos. —¿Su hermano, también? —preguntó Leckesh con una sonrisita. Haberse desprendido de su dinero lo hacía sentir bien. ¿Cómo era aquella antigua historia bíblica acerca de un rico tratando de pasar a través del ojo de una aguja? —No —dijo Lo—. Un primo. —Observó el documento posado sobre su escritorio—. Y ahora tendrá su prueba de cómo trabajan nuestros procesos. ¿Recuerda a William Kaley? —¿Bill Kaley? Sí, lo conocí bastante bien. Hicimos negocios juntos. Murió el último otoño, creo. Fue uno de los hombres más materialistas que conocí. Usted me está diciendo... —Aquí —dijo Lo marcando un código en su teléfono y entregándole el receptor a Leckesh—. Puede hablar con él. Al principio Leckesh oyó solo pips blips, pero luego hubo un timbrazo, y una voz. —¿Hola? Aquí Kaley. —¿Bill? Soy Doug Leckesh. ¿Sabes la fecha? —Hoy es 31 de marzo, Doug. ¿También estás muerto? —Condenadamente cerca. ¿Estás realmente dentro de esa computadora? —Seguro. No está mal. Llega muchísima información. Manejo muchas de las inversiones que le cedí a Soft Death, lo cual me mantiene ocupado. Hay una buena banda de gente por este lado. —¿Alguna vista? —No hay nada de eso, Dougie. Pero te sorprenderías de la cantidad de cosas que pueden ser divertidas aunque vienen en bits. ¿Cuándo vendrás por aquí? Añoro alguna voz nueva, si debo decirte la verdad. —Sonaba casi ingenioso—. Pero diablos, es impactante estar muerto. ¿Cuándo vienes? —Aún no lo hemos resuelto. —¿Era real? Leckesh hizo una pausa, tratando de recordar alguna cosa que lo convenciera de que realmente estaba hablando con el software de William Kaley. ¡El Contrato Schattner!— ¿Recuerdas la operación Schattner, Bill? —¡Lo recuerdo! No me digas que el SEC finalmente lo averiguó. —No, no. Yo pude chequearlo. ¿Recuerdas la noche antes de que Schattner se suicidara y tú y yo nos hicimos con doce millones de dólares? ¿Recuerdas adónde fuimos a cenar? —Fuimos a McDonald's. La cuenta fue por doce dólares. Nos cagamos de risa. Puedo comer un millón de eso. Oh, estoy aquí, Doug, no te preocupes. Leckesh sonrió. —Ya no estoy preocupado, Bill. Nos vemos pronto. —Colgó y se volvió hacia Lo—. ¿Cuándo empezamos? —Déjeme delinear el procedimiento. Para extractar su software necesitamos obtener cinco mapas de su cerebro: simbólico, metabólico, eléctrico, físico y químico. Tomados en conjunto, estos datos alcanzarían para producir un modelo isomórfico de su proceso mental. ¿Desea empezar a trabajar en el mapa simbólico hoy mismo? —¿Qué cree? Pienso que usted debería hacer el trabajo. —Sólo usted conoce su propio sistema simbólico, señor Leckesh. —Lo tomó un artefacto del tamaño de un paquete de cigarrillos de encima de su escritorio. Tenía dos pequeños armazones: parlante y micrófono—. Llamamos a esto caja-vital. Básicamente, le pedimos que relate la historia de su vida. Hable sobre todo lo que se le ocurra. A la mayoría de la gente le toma un par de semanas. —Pero... yo no soy escritor. —No se preocupe; la caja-vital está preparada para armar todo de acuerdo con el programa. Le hará preguntas. —Movió un interruptor y la caja-vital canturreó—. Adelante, señor Leckesh, dígale algo. —No... no estoy habituado a hablar con máquinas. —¿Puede mencionar alguna de las primeras máquinas que recuerda, Doug? — preguntó la caja-vital. Su voz era calma, placentera, interesada. Lo movió la cabeza dándole coraje y Leckesh contestó la pregunta. —El televisor, y la aspiradora de mi madre. Yo adoraba usarlo los sábados por la mañana, para ver los dibujos animados de Bugs Bunny —que eran los mejores—, y mi madre siempre elegía ese momento para aspirar con su máquina. Producía estática roja y verde en la pantalla de TV. —Leckesh se detuvo y miró a la caja—. ¿Puedes comprenderme? —Perfectamente, Doug. Puedo construir cierta clase de conexión entre los conceptos que resultan importantes para usted, por lo que iré haciendo preguntas sobre las cosas que mencione. Volveré sobre la aspiradora en un minuto, pero antes respóndame a lo siguiente: ¿Por qué razón Bugs Bunny le resultaba el mejor? Durante el siguiente par de semanas, Leckesh llevó su caja-vital a todas partes. Hablaba con ella en casa y en el club. Y cuando Abby y sus amigos lo censuraban porque él los ignoraba, se la llevaba a un reservado del bar de Yung y hablaba allí. La caja-vital era el mejor auditorio que Leckesh jamás había tenido. Recordaba todo lo que él le decía, y despejaba las historias de sus contenidos superfluos conservando la clave conceptual. Leckesh podía responder a sus requerimientos o simplemente irse por la tangente. Excepto por los desvanecimientos y el dolor constante, no se había divertido tanto en años.

Finalmente, a mediados de abril, la caja-vital dijo: —Esta es una historia que ya he oído antes, Doug. Y así fuera la última. Y, si no estoy equivocada, ya me ha hablado acerca de la primera vez que se acostó con Abby. —Estás en lo cierto —dijo Leckesh, sintiendo un ligero remordimiento. Hablando sobre su vida lo había obligado a recordar cuanto de lo que era se lo debía a Abby. Y ahora, durante dos semanas, había estado demasiado ocupado con la caja-vital como para prestarle atención a ella. —Abby. Verano. Maine. El 4 de julio. Fuegos artificiales. Latas. Ananá. Tía Rose. Rosas. Abby. Piel. Miel. Hexágonos... Pienso que es suficiente como para concluir. ¿Por qué no me lleva de nuevo a la oficina de Lo. Le informaré a ella con qué contamos. Leckesh saludó con la cabeza a Yung y regresó caminando al Edificio Bertroy. Era un bello día de primavera, con el infinito cielo azul saltando los espacios entre los edificios de la gran ciudad. Seis matices de azul, si mirabas con cuidado. No había sido muy hábil al hablar de colores con la caja-vital. Lo era pura sonrisas. —Usted ha hecho un gran trabajo con la caja-vital, señor Leckesh. Este fue uno de los pasos más importantes. Ahora, lo que hace el programa de la caja-vital es acomodar unos diez mil conceptos clave en una especie de diagrama árbol. El paso siguiente es correlacionar esta red conceptual con la actividad metabólica de su cerebro. Por favor, acompáñeme. Leckesh siguió a Lo a través de la sala de computadora hasta los ascensores. Subieron hasta la oficina del neurólogo, ubicada en el último piso. La vista era hermosa desde la mitad superior de las ventanas; la mitad inferior era de vidrio opaco. El neurólogo y sus enfermeras eran, por supuesto, coreanos. Trabajaron rápido, inyectándole a Leckesh alguna sustancia, acostándolo sobre una mesa y ubicando su cabeza dentro de un gran artefacto sensor con forma de cúpula. —Este es un scanner PET, señor Leckesh —explicó el médico—. Nosotros deseamos aprender con exactitud qué partes de su cerebro reaccionan a los conceptos clave de su historia personal. —La inyección hizo que Leckesh se sintiera al mismo tiempo aturdido y animado. No se podía mover, pero su mente iba a toda velocidad. El scanner PET se parecía a una caverna, una puerta abierta al mundo subterráneo. El médico ubicó la caja-vital sobre el pecho de Leckesh y la caja inició una agotadora carrera. —Máquina. TV. Aspiradora. Bugs Bunny. Descortesía. Diente. Perros. —Después de cada palabra o frase, el scanner PET producía un click. El proceso llevó toda la tarde—...Ananá. Latas. Fuegos artificiales. El 4 de julio. Maine. Verano. Abby. — Finalmente terminó. El médico inyectó un antídoto; el cuerpo de Leckesh se aceleró y la mente se desaceleró. Lo llevó de nuevo a su cubículo de la planta baja. La larga prueba vespertina lo había dejado tan débil que su paso terminó siendo penoso. —Bien, señor Leckesh, esto es todo... hasta el final. Hemos obtenido los mapas físico, químico y eléctrico al fin. —¿Al fin? ¿Después muero? Lo lucía un tanto incómoda. —Aquí es donde aparece el albergue. No podemos correr el riesgo de que su cerebro degenere antes de que lo analicemos. Para que en las pruebas eléctricas el cerebro dé lecturas dignas de confianza debe conservarse funcional. El proceso físico microtómico trabaja pobremente si los tejidos no están absolutamente frescos. Y la memoria RNA es una sustancia extremadamente inestable. La coordinación del equipo que tendrá a su cargo la remoción de su cerebro es una tarea delicada. —Deténgase un minuto. ¿Qué está diciendo? —La piel amarilla y el cabello azul de Lo le parecieron a Leckesh salidos de una pesadilla de Van Gogh. —Le dije que algunos aspectos de nuestra operación son legalmente cuestionables, señor Leckesh —dijo Lo marcando cada sílaba. —¿Me está diciendo que se supone que debo convenir una cita con sus doctores para que precipiten mi muerte, y corten mi cerebro, y pulvericen sus partes para hacer un análisis químico? —Necesitamos una actualización diaria, eso es todo. Cuando llegue al punto en que piense que el final está próximo, señor Leckesh, simplemente póngase en contacto con Soft Death y nuestra ambulancia lo traerá a nuestro albergue. —¿Qué pasará si espero demasiado? Lo se estremeció. —Es una cuestión estadística, como cualquier otra cosa. Aquí, observe. —Tocó lo que lucía como un reloj-pulsera encima de su escritorio—. Use esto. Para que su señal nos llegue pulse simplemente este botón. El reloj posee sensores que nos avisan automáticamente en caso de que usted colapse. Permítame señalar que las posibilidades de que logremos una copia isomórfica completa de su software aumentan si usted actúa con rapidez. Hablando francamente, lo ideal sería que se sometiera hoy mismo. Pienso que la crisis está mucho más cerca de lo que imagina. —Tiene prisa por hacerse con la mitad de mis posesiones —desafió Leckesh, sacando fuerzas del temor. Sus entrañas ardían y la cabeza le daba vueltas. —Ya tenemos la mitad de sus posesiones —corrigió Lo—. El documento que firmó es un contrato, no un testamento. Y ya que estamos, por otro cuarto de sus posesiones podríamos proporcionarle transmisión del software, de la misma forma en que llevamos a cabo la preservación... —Quiero salir de aquí —gritó Leckech con una voz tensa, quebrada—. ¡Soft Death es una manada de vampiros y ghouls! —En el taxi, rumbo a su hogar, empezó a escupir sangre. Especuló con la idea de que el neurólogo lo había envenenado. Todo era una horrible equivocación. No había sido posible tener a Bill Kaley por un lapso mayor de una hora, ¿y eso lo había llevado a suponer que dispondría de una eternidad metido en esa máquina con Kaley y toda la pandilla de ricos estúpidos? Encontró a Abby sola en el departamento, hablando por teléfono con Garden. Leckesh estaba tan desesperado por ver a su mujer que no le importó interrumpirla. —Oh, Abby, soy egoísta. Te he ignorado por completo estas últimas semanas. —¿Dónde está tu grabadorcito, Doug? ¿Has terminado de dictar la historia de tu vida? —Su pálido y ansioso rostro brillaba en la abigarrada penumbra del departamento. —Está todo hecho. Bésame Abby. Se abrazaron y besaron largamente. Leckech se maravilló de haber podido pensar que sus palabras eran más importantes que la misma Abby real, que su cuerpo real con sus curvas reales y su dulce, real fragancia. Y, más real aún que todo eso, su aura, la telepatía matrimonial que compartían, la preciosa, inexpresable comprensión de dos personas enamoradas. —¿Doug? —¿Si, cariño? —¿Qué has estado haciendo realmente? ¿Qué era lo que estabas hablándole siempre a la cajita? Sé que no se limitaba a registrar lo que le decías; he oído que te respondía. Y hay algo más. Hoy fui al banco y descubrí que la mitad de nuestro dinero ha desaparecido. El cajero me informó que un grupo llamado Soft Death tenía un documento por el cual podían cobrar la mitad de nuestro dinero. ¿Qué es Soft Death, Doug? —La voz de Abby vibró y se quebró—. ¿Es otra mujer con quien has estado hablando? No te lo reprocharía, Doug, cuando te queda tan poco tiempo, pero ¿por qué no permites que yo también te ayude? El corazón de Leckech se dilató como si fuera a estallar. Después de todos los malos pensamientos que había tenido sobre Abby en el pasado... ella realmente lo quería. Lo quería más que nadie. Sin embargo, aún no podía hablarle. Era Soft Death o nada, ¿no? No existía la inmortalidad fuera de su máquina. —Soft Death es... una especie de albergue, un hogar para enfermos terminales. Firmé un contrato para poder ir allí cuando el cáncer se ponga realmente mal. Supongo que tendré que ir muy pronto. Escupí sangre en el taxi, Abby. Y estoy sufriendo mucho. —Pero... la mitad de nuestro dinero, Doug. —Me presionaron, Abby. Y no es exactamente un albergue. No quiero decirte más, podrías arruinarlo. Siempre nos hemos contado el uno al otro nuestros secretos, ¿no es cierto? —El dolor del estómago estaba golpeando como se golpea un timbal. —Oh, Doug, sospechabas tanto de mi. No tiene que haber ningún secreto, querido. Te angustias tanto sólo porque eres más viejo que yo. Eres todo lo que yo... Algo colapsó en las entrañas de Leckesh. Se inclinó hacia adelante, sus rodillas flaquearon y vomitó sangre. El sensor del reloj-pulsera de Lo envió una señal a la ambulancia de Soft Death para que transportara a Leckesh desde su hogar.

El funeral fue dos días más tarde. El único que estuvo junto a Abby para recibir las condolencias fue Irwin Garden, con sus pantalones holgados y su mente turbada. Contra las protestas de Abby, la acompañó de regreso a su departamento. —Le prometí a Doug que no te volvería a ver —dijo Abby paseando distraídamente de un lado a otro de la sala ricamente decorada. Se detuvo junto a la ventana y giró para observar el rostro calmo de Garden. Sus cejas se arquearon al mirar por encima de los anteojos. Abby trató de poner en orden sus pensamientos—. Doug me perdonará. Él y yo aún tenemos que decirnos muchas cosas. Me necesita, Irwin, lo siento. ¿Puedes ayudarme a ponerme en contacto con él? —Trataré. Garden abrió su deteriorado portafolios y extrajo un gran cuadrado de seda con un mandala tibetano estampado. Lo colocó sobre la mesa del comedor y él y Abby se sentaron en el mismo lugar en el que habitualmente se sentaba Leckesh. Garden encendió una vara de incienso y empezó a leer un libro que, decía, era el Libro Tibetano de los Muertos. El tiempo pasó. Abby permitió que la voz zumbona de Garden la inundara, mientras ella pensaba y pensaba en Doug. Empezaba a oscurecer y la varilla de incienso humeaba densamente sobre el mandala de seda. La mesa crujía y temblaba; el humo denso empezó a despedir una débil luminiscencia azul. Garden hizo silencio. —Doug —dijo Abby introduciéndose en el humo luminoso—. Doug, ¿estás ahí? El humo no contestó. Sólo gimió, enroscándose sobre sí mismo. —¿Algo malo sucede, Doug? Háblame. Mírame. Una forma surgió en el aire, algo así como un holograma barato, pero multicolor, con flecos arco iris en los bordes de cada color. El rostro de Douglas Leckesh, su rostro atormentado. Luego el rostro se encogió hasta el tamaño de un puño, y pálidas líneas de luz lo envolvieron. —Una trampa fantasma —dijo Garden suavemente—. Está tratando de decirte que algo retiene a su espíritu atrapado en la Tierra. Señales brillantes corrieron a lo largo de las líneas de color contorneando el rostro de Leckesh; señales digitales brillantes. Los gemidos repiquetearon dentro del sonido de los dactilógrafos. —¿Es Soft Death, Doug? Las líneas pulsantes se adelgazaron y el rostro del espíritu asintió. En algún lugar del departamento una ventana se abrió de golpe. Hubo un repentino y fuerte viento y algo blanco flotó por el aire del dormitorio. Un pequeño rectángulo blanco. El humo del incienso se dispersó y el paño con el mandala flotó sobre el piso. El rostro de Doug se fue, pero allí, sobre la mesa entre Abby e Irwin, había una ajada tarjeta comercial. La tarjeta de Soft Death que Yung le había entregado a Leckesh tres semanas atrás.

Abby fue al Edificio Bertroy a la mañana siguiente, muy temprano. Después de preguntar varias veces, encontró el cubículo de Lo. —¿Qué ha hecho con mi marido? —demandó Abby. La joven coreana fue fríamente al grano. —Soft Death ha preservado su software, de acuerdo con sus requerimientos. —¿Qué quiere decir? —Codificamos las funciones cerebrales de Douglas Leckesh como una matriz de ceros y unos destinados a la computadora. ¿Quiere comunicarse con él? —Me comuniqué con él anoche. La coreana arqueó sus cejas con incredulidad. —La pondré en contacto telefónico con él. —Tocó algunos botones y le tendió el receptor a Abby. Se escucharon campanillas y balidos, y luego una voz, la voz de Doug. —¿Hola? —La voz sonaba aburrida e infeliz. —¡Doug! ¿Eres tú, realmente? —Yo... no lo sé. Abby. ¿Estás con Lo Park? —Sí. Ella dice que estás en su computadora. Pero anoche Irwin Garden invocó a tu espíritu en el aire. Un suspiro de angustia. —Fui un tonto, Abby. Debería haberte creído. Sácame de aquí. Es como una reunión de negocios sin fin, oh, es como el Infierno. —Tu espíritu también quiere salir. Pero no puede hablar. —Todo lo que ellos tienen allí es mi código digital —dijo la voz de Leckesh—. Pero no el resto de mi. Puedo recordar con dificultad donde estoy metido, Abby, los colores y olores, los sentimientos que me diste. Es erróneo para mis dos partes estar dividido de este modo. Fui un tonto al pensar que no era otra cosa que cifras. Necesito salir de aquí, y moverme hacia el otro lado. —Te salvaré, querido. No le tomó mucho tiempo a Lo Park redactar un contrato por la mitad de lo que a Abby le había quedado. En compensación, Soft Death prometió «transmitir información». Esa tarde una larga, poderosa señal de radio fue emitida en línea recta desde una concavidad en la cima del Edificio Bertroy. La señal codificaba determinado patrón de información digital, una hilera de bits armados a partir del software del último Douglas Leckesh. La señal de radio era invisible, pero si usted hubiera observado el cielo cuando partió la emisión, hubiera podido ver un iridule: un breve remolino de luz con forma de arco iris.

FIN

HISTORIA DEL CINE CIBERPUNK.

(Capítulo 19)

EDUARDO MANOSTIJERAS (Edward Scissorhands, 1990. Tim Burton)

Fue durante el período en el que Tim Burton estaba trabajando en ese anárquico homenaje a la imaginación que fue su Bitelchus (Beetlejuice, 1988) cuando contactó con la escritora Caroline Thompson para que escribiese el guión de Eduardo Manostijeras a partir de sus indicaciones. Burton explica en el siguiente fragmento (extraído del libro “Tim Burton por Tim Burton”, de Mark Salisbury) el origen de la historia: «La verdad es que la idea me surgió por un dibujo que había hecho hacía mucho tiempo. Sólo era una imagen que me gustaba. Me vino inconscientemente y estaba ligada a un personaje que quiere tocar y no puede, que es creativo y destructivo a la vez: esa clase de contradicciones puede crear una clase de ambivalencia. Estaba muy ligada a una sensación. La manifestación de esa imagen se hizo realidad y probablemente llegó a la superficie cuando era un adolescente, porque es algo muy adolescente.» Sin embargo, Eduardo Manostijeras no fue el siguiente proyecto de Burton como director, ya que la Warner Bros. le contrató para hacerse cargo de su largamente acariciada adaptación de Batman (íd., 1989). Burton no estuvo totalmente satisfecho del resultado final de la película sobre el personaje de D. C. Comics, pues no la veía suficientemente cercana a su sensibilidad, pero el arrasador éxito de taquilla del film le convirtió en uno de los directores más solicitados de Hollywood, situándole en una posición de privilegio para elegir su siguiente proyecto.

Desoyendo los consejos de la Warner, que le pedía ya que se hiciese cargo de la secuela de Batman (algo que haría poco después para poder quitarse la espina del primer film, entregando una obra tan insólita y oscura como Batman vuelve/Batman Returns, 1992), Burton se enfrascó en la realización de Eduardo manostijeras, película que él mismo produjo junto a la antigua periodista Denise Di Novi, hecho (el de debutar como productor) que aumentó considerablemente su libertad de acción como artista. Sin embargo, el camino que llevó a la película a su materialización no fue del todo sencillo. La Warner no estaba convencida de la viabilidad del proyecto, de modo que Burton buscó otro estudio que se atreviese a financiarlo, encontrando finalmente a Fox, cuyo presidente por aquel entonces era Joe Roth. De esta manera Burton pudo verse por primera vez con el suficiente poder económico y el suficiente control sobre el producto como para dar rienda suelta a sus ambiciones creativas, que si bien ya habían sido apuntadas con creces en sus películas y cortos anteriores, aquí alcanzarán su cima indiscutible, pues Eduardo Manostijeras es, tal vez, la película más radicalmente personal del director de obras de la talla de Ed Wood (íd., 1994).

La película tiene una evidente estructura circular, como corresponde a muchos cuentos de hadas, ya que el film es una historia de ese tipo que una vieja anciana comienza y finaliza de contar a su nieta en el prólogo y el epílogo de la película. El cuento narrado trata de explicar la aparición de la nieve en el lugar donde vive la anciana, y nos traslada a un castillo donde moraba un viejo inventor que ideaba máquinas para hacer galletas. Un día decidió convertir a una de esas máquinas en un ser humano, y creó entonces a Edward. Pero el anciano falleció antes de poder terminar su invención y Edward quedó incompleto, con afiladas tijeras en lugar de manos. Edward será recogido un buen día por una despistada vendedora de Avon que llama a la puerta de su castillo, y acepta irse a vivir con ella. Pero su adaptación a la cotidianeidad de la urbanización donde reside la vendedora pasará por diversos altibajos y se desvelará como imposible.

Burton pone toda la carne en el asador para esta película, y combina de modo inmejorable su extraordinario talento visual y de creación de atmósferas con el trasfondo de una historia que trata sobre la moral, o, mejor, sobre la moralidad común contrapuesta a los sentimientos personales. Todo el film está respaldando un discurso sobre aspectos morales: Desde la secuencia en la que el viejo inventor trata de enseñar a Edward cómo comportarse, al fundamental instante en el que la familia que ha adoptado a Edward trata de mostrarle cómo ha de actuar en el caso de encontrar en la calle una bolsa con dinero. De entre todas las opciones que le plantean, Edward reconoce que, si encontrase el tesoro, lo usaría para comprar cosas a sus seres queridos, en lugar de entregarlo a la policía, algo que ejemplifica claramente ese choque entre una moral libre basada en apreciaciones autónomas (prácticamente nietzschiana) y una moralidad condicionada por lugares comunes y convenciones sociales. Por otro lado, las capacidades creativas de Edward también mostrarán su reverso: Sus tijeras, con las que corta los setos a los vecinos y el pelo a los perros (y también a los vecinos), servirán asimismo para destruir sus creaciones, e, incluso, para matar al tipo que ha hecho daño a aquello que él ama profundamente (un momento definitivo para comprender la carga moral –o inmoral– del film). Pero Burton violenta siempre el maniqueísmo, pues si bien Edward asume su papel de “monstruo malo”, el director no nos muestra solitaria esta reacción, sino que se esmera durante todo el film en que comprendamos y nos identifiquemos con las motivaciones de la misma. Edward es un personaje que no se guía, desde luego, por lo comúnmente aceptado como “bueno”, sino por su intuición. Su historia de amor imposible con Kim, la animadora hija de la vendedora, es sin duda una de las más terriblemente dolorosas y conmovedoras que ha dado el cine, ya que el personaje demuestra que es capaz de sacrificar cualquier reconocimiento social, cualquier cosa, con tal de proteger a su amada, a quien valora de modo mucho más profundo que su ordinario novio-guaperas- jugador-de-fútbol (la película podría verse como una sublimación de las teen movies, entrelazada con los mitos de Frankenstein...). Sin embargo, la intolerancia de muchos de los cotillas habitantes del cuadriculado y apastelado vecindario terminará forzando a Edward a huir de nuevo a las tinieblas de las que había emergido y le apartará de su objeto de deseo, aunque no logrará destruir sus capacidades creativas de modo definitivo, y él podrá seguir adelante con su arte (se dedicará a tallar el hielo, hecho que motiva que la nieve se precipite sobre todo el pueblo y que permite a Kim, ya anciana, saber que Edward sigue vivo). El pueblo aceptó a Edward de modo superficial, como una atracción de feria, como algo raro con lo que romper el aburrimiento, pero, tras usarle y aprovecharse de él, se negarán a comprenderle y terminarán persiguiéndole en multitud (es muy elocuente el personaje que, después de decirle a Edward que no deje que nadie le llame nunca inválido, termina refiriéndose a él como “el monstruo”...). El reconocimiento y la fama son algo efímero que no refleja sentimiento verdadero alguno, como queda claro finalmente.

Todos los elementos del film están perfectamente engrasados para lograr que broten las emociones en cada esquina de la pantalla. El reparto es de primer orden, y en él destacan Johnny Depp (un prodigio de expresividad casi sin hablar en todo el film) y Winona Ryder (interpretando ella aquí un personaje opuesto al de Bitelchus, y, según parece, también muy alejado de su propio pasado personal), además de los secundarios que componen el pueblecito, con la siempre excelente Dianne Wiest en cabeza, pasando por la alucinante y emotiva aparición de Vincent Price, ídolo de la infancia de Burton, como el viejo inventor. Y si a eso añadimos una magistral partitura de Danny Elfman, un inmejorable diseño de producción y de efectos especiales puestos al servicio del talento visual de Burton (capaz de dejarnos imágenes para el recuerdo, especialmente las que muestran el interior del castillo y todos los cachivaches del inventor), obtenemos un film inolvidable, una obra maestra de gran belleza estética y de enorme juego ético, un film profundo sobre el amor, sobre el deseo inalcanzable, sobre la creación, que no excluye una abstracta carga de denuncia sociológica sin descuidar el aspecto formal y emocional (de aquí podría aprender algo Ken Loach...).