Revelación

Siempre dicen que las revelaciones acuden a ti cuando estás a punto de morir. Pues bien, desde mi experiencia tengo que negar esa afirmación. He estado a punto de morir más de una vez, tres para ser exactos, y en ninguna de esas ocasiones he sufrido una catarsis que me abriera los ojos frente a los errores que estaba cometiendo en la vida. Y creedme, la lista de errores en mi vida es tan larga que si los escribiera el tomo sería tan grande como “El Quijote”.

Sin embargo, el tan temido momento de la revelación llegó a mí hace unos tres años en forma de llamada telefónica. Era de noche, creo. Lo cierto es que no lo tengo muy claro, los recuerdos de esa y otras muchas noches están en mi memoria bastante difusos, pero lo que sí puedo decir con exactitud es que estaba tumbado en mi cuarto comiendo techo y esperando que dieran las diez para ir a trabajar. Sonó el teléfono y miré la pantalla con desgana, un número desconocido, ¿Quién sería? No suelo coger el teléfono a números desconocidos, cada vez que lo he hecho no he tardado en arrepentirme, pero a esas horas… algo en mi interior me impulsó a cogerlo. -¿Diga? Contesté casi con miedo y sin dejar de fustigarme mentalmente por haberlo cogido. –Sí, soy yo. Contesté de forma críptica tras soltar el aire que había estado conteniendo sin darme cuenta. -¿En serio? Esto… ¿Y cómo ha sido? Esperé con los ojos cerrados, repasando mentalmente. Trataba de recordar cuando había sido la última vez que la había visto, ¿le había hablado bien? ¿Le dije que se lo agradecía y que no había nadie en el mundo cómo ella? Siendo sincero no lo creía, y eso me causaba una terrible presión en el pecho, pero lo que de verdad me cortaba la respiración era la culpa. La culpa que sentía por no ser capaz siquiera de recordar nuestro último encuentro. –Sí, mándame la dirección. Conseguí decir antes de colgar y echarme a llorar.

El maldito momento en que me di cuenta que había perdido a la única persona a la que alguna vez yo le había importado. Ese fue el momento de la revelación y, no voy a mentir, el instante en el que peor me he sentido en toda mi vida. Había estado al borde de la muerte en tres ocasiones y ninguna de ellas había sido tan dolorosa como lo fue darme cuenta del tipo de persona que era yo. No tenía excusas, era alguien capaz de dar de lado a la única persona que se ha preocupado por él y lo ha ayudado. Mezquino, cobarde, desagradecido, egoísta… Estuve horas tumbado sobre el colchón que ocupaba un rincón del cuarto. Llorando cómo hacía años que no lloraba. Un momento, ¿había llorado alguna vez así? Seguramente sí, y apostaba a que fue por alguna estupidez insustancial de las que solían hacerme pensar que nada en el mundo merecía la pena. Debían de haber sido lágrimas huecas, vacías de sentimientos que sólo me habían ayudado a regodearme en la miseria que era mi vida. Pero no aquella vez, ese día las mejillas me ardían y se me escurrían bajo el peso de las únicas lágrimas de verdad que había derramado jamás. Y es que ese día, en el que todo mi mundo se dio la vuelta era el día en que Encarna había muerto.

Aquella noche la pasé en vela, y no es que fuera reseñable el hecho de no dormir nada en una noche, solía hacerlo a menudo. Lo que hizo especial esa noche es que la pasé en vela tratando de encontrar el origen de mis problemas, qué perdido estaba. No recordaba mi vida sin ella, y lo había intentado que conste, pero nada. Seguro que todos esos que hablan de que recuerdan sus primeros pasos mienten como bellacos. Mi primer recuerdo no era para nada tan glamuroso. Debía de tener cuatro o cinco años y estaba sentado solo y oscuras en la escalera interior del piso. Se encendió la luz del rellano de arriba y una señora se asomó, -Cariño, ¿Estás sólo? Vente con la tía Encarna, que he hecho croquetas y aún están calientes. Ese era mi primer recuerdo, nada de mi madre, ni parques llenos de flores ni mascotas que te babean la cara. Mi primer recuerdo era Encarna sacándome de la soledad. Compartimos muchos momentos durante mi infancia, siempre en su salita de estar frente a un plato de algo estupendo que ella acababa de cocinar. Durante aquellos ratos fui poco a poco dándome cuenta de que mi vida no era tan bonita como la de los chicos que salían en la tele. Mi madre era lo que encarna llamaba una mujer de vida alegre. Nunca entendí por qué la llamaba así, yo jamás había visto alegre a mamá. Pero Encarna jamás decía palabrotas y además, supongo que no le parecía correcto que yo supiese exactamente a qué se dedicaba mi madre cuando me sacaba del cuarto que usábamos en un piso compartido para que me sentara durante horas en la escalera interior. A mi padre jamás lo conocí, y mi madre se negó toda mi vida a hablarme de él. Sospecho que ni siquiera sabía quién era y se sentía avergonzada por ello. Hay cosas que no se le pueden explicar a un niño pequeño.

Cuando tenía unos doce años mamá conoció a César y mi vida se convirtió en un auténtico infierno. Las palizas cuando venía borracho eran una constante, igual que mi mala actitud en el colegio y en la vida en general. Lo único que daba un poco de luz a mi vida eran las cenas en casa de Encarna. Cuando él se bajaba al bar a jugar a la máquina y tomarse sus copas y mamá empezaba con su vaivén de clientes habituales yo me subía a casa de Encarna a cenar y charlar un rato. Veíamos la tele, jugábamos a las cartas, me contaba cosas de su familia… Estaba claro que su familia la había dejado de lado, puesto que nunca vi a nadie que no fuese yo o el señor del butano subir a su casa .Pero aun así encarna nunca dijo nada malo de ellos. En realidad en todos los años que estuvimos juntos jamás la escuché decir nada malo de nadie. Con trece empecé mi periplo por el mundo de las sustancias, el trapicheo y la delincuencia. Dejé de lado a mi madre, ¿o fue al revés? Bueno, fuera como fuese me alquilé mi propia habitación en un piso de estudiantes. Menuda ironía, yo nunca había estudiado y no pensaba hacerlo, pero se vivía bien y en cierto modo me ayudaba a salir del barrio estando a tan solo cuatro calles de la casa de mi infancia y por tanto, de Encarna. A ella también la di de lado pero parece que aunque yo no lo tuviera en cuenta fue una separación unilateral porque cada vez que me metía en algún lío allí estaba Encarna. La recuerdo a los pies de mi cama del hospital dos de las tres veces que he rozado la muerte, mirándome con reproche pero sin abrir la boca, -Ay Pedrito hijo, que disgusto me he llevado… Me decía con su tono de voz meloso cuando me daban el alta.

Y así sin darme apenas cuenta me había convertido en un desgraciado que rozaba la treintena y que acababa de perder a la mujer de su vida. Porque a pesar de que mis sentimientos por ella no fuesen románticos no tenía ninguna duda de que nadie nunca me querría como ella lo había hecho, sin pretensiones y de forma incondicional. Encarna era la única persona que se había preocupado por mí y ahora había muerto. ¿Y cómo? Os preguntaréis, pues de una forma horrible que hizo que me sintiera como si alguien me hubiese dado con un martillo en la cara y me hubiese destrozado la cabeza. Un descerebrado conducía un coche robado al borde del coma etílico y la había arroyado mientras salía a tirar la basura.

Esa había sido mi revelación. Cuando Javi, el nieto de Encarna me lo explicaba por teléfono me vi a mi mismo detrás del volante. Yo había hecho aquello muchas veces, consumir hasta la extenuación y “coger prestado” un coche. Y al igual que cuando había estado a punto de morir no había visto fotogramas de mi vida pasando a cámara lenta en los pocos segundos que tardé en colgar el teléfono a mi mente acudió la escena de la muerte de Encarna como si la hubiese vivido en primera persona y yo hubiese sido el culpable. Ahí estaba mi catarsis, mi momento de claridad. El instante exacto en que decidí que se acabó, que debía hacer con mi vida algo importante o al menos, algo que no hiciera a aquella mujer revolverse en la tumba. Quería que se sintiera orgullosa de mí. Han pasado tres años desde aquella fatídica noche. Me desintoxiqué, recaí y volví a dejarlo. Encontré trabajo y casa y he pagado todas las deudas que tenía pendientes. Todas menos una, hoy es la primera vez que vengo al cementerio en el que está enterrada, he venido por fin a visitar su tumba y a darle las gracias. Le he traído un ramo de claveles, sus favoritos y le he dado las gracias una y otra vez por ayudarme cuando nadie más lo hizo, por estar ahí siempre conmigo y aunque fuese de forma trágica por ayudarme a abrir los ojos. No he podido evitar que de entre mis labios resecos saliera en forma de susurro –Gracias Encarna.